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Un Ferrara no debería acostarse nunca con una Baracchi aunque hubiera mucho en juego Para su frustración, Santo Ferrara nunca olvidó la noche que tuvo entre sus brazos a la ardiente Fia Baracchi. Cuando un acuerdo millonario les volvió a unir, mantener las distancias dejó de ser una opción. Pero Fia estaba viviendo una mentira. Si se llegara a descubrir que su precioso hijo era el heredero de Santo sería repudiada. El conflicto entre sus familias era legendario, pero su verdadero miedo era no poder olvidar los ardientes recuerdos de la única noche que pasó con su enemigo.
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.
UNA NOCHE CON EL ENEMIGO, N.º 2180 - septiembre 2012
Título original: The Forbidden Ferrara
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0792-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
SE HIZO un silencio de asombro en la mesa de juntas. A Santo Ferrara le hizo gracia la reacción y se reclinó en la silla.
–Estoy seguro de que todos coincidiréis en que es un proyecto emocionante –dijo con tono irónico–. Gracias por vuestra atención.
–Has perdido la cabeza –quien rompió el silencio fue su hermano mayor, Cristiano, que últimamente había cedido algunas responsabilidades en la empresa para pasar más tiempo con su familia–. No puede hacerse.
–¿Porque tú no lo conseguiste? No te culpes. Es muy frecuente que un hombre pierda el olfato cuando está distraído con su mujer y sus hijas –Santo habló con tono simpático. Estaba disfrutando de aquel breve interludio tras unas semanas tan largas y duras.
Y aunque sentía una punzada de envidia por que su hermano tuviera tanto éxito en su vida personal como en los negocios, se dijo a sí mismo que solo era cuestión de tiempo que a él le sucediera lo mismo.
–Es como ver caer a un gran guerrero. No te tortures. Vivir con tres mujeres puede volver a un hombre blando.
Los demás miembros de la junta intercambiaron miradas nerviosas, pero decidieron sabiamente guardar silencio.
Cristiano clavó la mirada en la suya.
–Sigo siendo el presidente del consejo de esta empresa.
–Precisamente por eso. Te has sentado en la fila de atrás mientras cambiabas pañales. Ahora déjanos las buenas ideas a los demás.
Estaba mostrándose deliberadamente combativo y Cristiano se rio sin ganas.
–No voy a negar que tu propuesta es excitante. Puedo ver el potencial empresarial de adaptar el hotel para acomodarlo a un espectro más amplio de deportes que atraigan a la gente joven. Incluso estoy de acuerdo en que expandirnos por la costa oeste de Sicilia sería bueno para conseguir un tipo de turistas más selectivos.
Hizo una pausa y miró fijamente a Santo a los ojos.
–Pero el éxito de tu proyecto radica en que consigas la tierra extra de la familia Baracchi y el viejo Baracchi te dispararía en la cabeza antes de vendértela.
Las bromas bien intencionadas dieron paso a la tensión.
Las personas que estaban alrededor de la mesa bajaron la vista. Todo el mundo estaba al tanto de la historia entre las dos familias. Todo Sicilia lo sabía.
–Yo me encargaré de ese problema –afirmó Santo en tono frío.
Cristiano emitió un sonido de impaciencia mientras se levantaba de la silla y se acercaba al inmenso ventanal que daba al Mediterráneo.
–Desde que tomaste las riendas del día a día de la empresa has demostrado mucho. Has hecho cosas que nunca creía que harías –se dio la vuelta–. Pero esto no podrás conseguirlo. Solo conseguirás reavivar la llama de una situación que lleva candente casi tres generaciones. Deberías dejarlo estar.
–Voy a convertir el Ferrara Beach Club en nuestro hotel de más éxito.
–Fracasarás.
Santo sonrió.
–¿Quieres apostar?
Por una vez, su hermano no le devolvió la sonrisa ni recogió el guante del reto.
–Esto va más allá de la rivalidad entre hermanos. No puedes hacerlo.
–Ya ha pasado bastante tiempo como para dejar las ofensas a un lado.
–Eso depende de la gravedad de la ofensa –afirmó Cristiano.
Santo sintió cómo la ira empezaba a bullir en su interior, y junto a ella los oscuros sentimientos que cobraban vida cada vez que se nombraba el apellido Baracchi.
Era una reacción visceral, una respuesta condicionada reforzada por toda una vida de animadversión entre ambas familias.
–Yo no soy responsable de lo que le ocurrió al nieto de Baracchi. Tú sabes la verdad.
–Aquí no se trata de la verdad o de la lógica, se trata de la pasión y los prejuicios. Prejuicios muy arraigados. Ya he hecho algunos acercamientos. Le he hecho varias y generosas ofertas. Baracchi preferiría ver a su familia pasar hambre antes que vender su tierra a un Ferrara. Las negociaciones están cerradas.
Santo se puso de pie.
–Entonces es hora de volver a abrirlas.
Uno de los hombres se aclaró la garganta.
–Como vuestro abogado es mi deber advertiros de…
–No me des negativas –Santo levantó la mano para acallar al hombre con los ojos clavados en su hermano–. Así que tu objeción no es hacia el desarrollo comercial, que según has reconocido te parece bien, sino hacia la interacción con la familia Baracchi. ¿Crees que soy un cobarde?
–No, y eso es lo que me preocupa. Tú utilizas la razón y el coraje, pero Baracchi no tiene ninguna de las dos. Eres mi hermano –a Cristiano se le quebró un poco la voz–. Guiseppe Baracchi te odia. Siempre ha sido un viejo irascible. ¿Qué te hace pensar que te escuchará antes de arremeter contra ti con ese temperamento suyo?
–Tal vez sea un viejo irascible, pero también es un viejo irascible con problemas económicos.
–Apuesto a que no son tan graves como para que acepte dinero de un Ferrara. Y los viejos asustados pueden ser peligrosos. Hemos mantenido el hotel ahí porque a mamá le dolería vender el primer hotel de papá, pero he estado hablando con ella hace poco y…
–No vamos a vender. Voy a reformarlo por completo, pero para eso necesito toda la tierra. La bahía entera –Santo percibió la agitación del abogado pero le ignoró–. No quiero solo la tierra para los deportes de agua. Quiero La Cabaña de la Playa. Ese restaurante tiene más clientes que todos nuestros restaurantes del hotel. Los huéspedes se van a comer a La Cabaña de la Playa para ver el atardecer.
–Lo que nos lleva al segundo problema de este ambicioso plan tuyo. El restaurante lo lleva su nieta, una mujer que seguramente te odie más todavía que su abuelo –Cristiano le miró a los ojos–. ¿Cómo crees que se va a tomar Fia la noticia de que quieres hacer una oferta sobre los terrenos?
No tenía que pensarlo. Ya lo sabía. Lucharía contra él con todas sus fuerzas. Se enfrentarían. Los ánimos se caldearían. Y enredada en la tensión del presente estaría el pasado.
No solo la antigua rencilla sobre la tierra, sino su propia historia personal. Porque Santo no había sido completamente sincero con su hermano. En una familia en la que nadie tenía secretos, él tenía uno. Un secreto que había enterrado con la suficiente profundidad como para asegurarse de que no volviera a salir a la luz.
La repentina oleada de oscuros sentimientos le pilló por sorpresa. Frunció el ceño con gesto impaciente y miró por la ventana hacia la playa que quedaba al otro lado. Pero no vio el mar ni la arena, sino a Fiammetta Baracchi con sus largas piernas y su fuerte temperamento.
Cristiano seguía mirándole.
–Ella te odia.
¿Era odio? Lo cierto era que no habían hablado de sentimientos. No habían hablado de nada. Ni siquiera cuando se arrancaron la ropa el uno al otro y sus cuerpos se buscaron apasionadamente. No habían intercambiado una sola palabra durante aquella salvaje, erótica y descontrolada experiencia.
Y el instinto le decía que ella ocultaba el secreto tan profundamente como él. Y por su parte así iba a seguir. El pasado no tenía cabida en aquella negociación.
–Bajo su dirección, la cabaña ha pasado de unas cuantas mesas en la playa a ser el restaurante de moda en Sicilia. Los rumores dicen que ella es la talentosa chef.
Cristiano sacudió lentamente la cabeza.
–Estás metiéndote en una situación explosiva, Santo. Como mínimo va a ser un desastre.
Carlo, el abogado, dejó caer la cabeza entre las manos.
Santo les ignoró a ambos como ignoró la oleada de calor y los oscuros recuerdos que había despertado.
–Esta rencilla ha durado demasiado. Es hora de seguir adelante.
–No es posible –la voz de Cristiano sonó dura–. El nieto mayor de Guiseppe Baracchi, su único heredero varón, murió al estrellarse contra un árbol con un coche. Tu coche, Santo. ¿Esperas que te estreche la mano y te venda su tierra?
–Guiseppe Baracchi es un hombre de negocios y este acuerdo tiene mucho sentido empresarial.
–¿Vas a contárselo antes o después de que el viejo te dispare?
–No me va a disparar.
–Seguramente no le haga falta –Cristiano sonrió con tristeza–. Conociendo a Fia, ella te disparará primero.
Y eso, pensó Santo sin asomo de emoción, sí que era enteramente posible.
–Este es el último pargo –Fia sacó el pescado de la plancha y lo puso en el plato. El calor del fuego le sonrojó las mejillas–. ¿Y Gina?
–Gina está fuera mirando al conductor del Lamborghini que acaba de aparcar en la puerta del restaurante. Ya sabes que le gustan los hombres de ese tipo. Yo me llevaré esto –Ben agarró los platos–. ¿Qué tal está tu abuelo esta noche?
–Cansado. No es él mismo. Ni siquiera tiene energía para meterse con la gente –Fia pensó en ir a ver cómo estaba cuando volviera a tener una tregua–. ¿Puedes con todo ahí fuera? Dile a Gina que deje a los clientes en paz y trabaje.
–Díselo tú. Yo soy demasiado cobarde –Ben esquivó con pericia a la camarera, que acababa de entrar a toda prisa en la cocina.
–Nunca adivinaríais quién acaba de entrar –comenzó a decir la joven.
Fia le lanzó una mirada a Ben mientras se centraba en la siguiente orden.
–Sirve la comida o se quedará fría, y yo no sirvo comida fría.
Consciente de que Gina estaba temblando de emoción, Fia decidió que sería más rápido y más eficaz dejarla hablar. Añadió sazón y aceite de oliva a unas vieiras frescas y las dejó caer sobre una sartén. Eran tan frescas que solo necesitaban unas gotas del mejor aceite para que saliera todo el sabor.
–Debe de ser alguien muy especial porque nunca te he visto babear tanto, y eso que por aquí han pasado bastantes famosos.
Por lo que a Fia se refería, un cliente era un cliente. Iban allí a comer y su trabajo era alimentarles. Y lo hacía bien. Les dio la vuelta a las vieiras con pericia y añadió hierbas frescas y alcaparras a la sartén.
Gina miró de reojo hacia el restaurante.
–Es la primera vez que le veo en persona. Es impresionante.
–Sea quien sea espero que tenga reserva porque en caso contrario vas a tener que decirle que se vaya –Fia agitó la sartén con frenesí–. Esta noche estamos llenos.
–No vas a decirle que se vaya –Gina parecía fascinada–. Es Santo Ferrara. En carne y hueso.
Fia dejó de respirar. Se sintió débil y empezó a temblar como si le hubieran inyectado algo mortal. La sartén se le cayó de la mano y fue a caer al fuego. Se olvidó de las maravillosas vieiras.
–No vendría aquí –no se atrevería.
Estaba hablando para sí misma. Tratando de tranquilizarte.
Pero no era posible. Nunca había sabido cuáles eran las motivaciones de Santo Ferrara.
–¿Por qué no iba a venir? –Gina parecía intrigada–. A mí me parece lógico. Su empresa es la dueña del hotel de la puerta de al lado y tu comida es exquisita.
Gina no era del lugar, en caso contrario sabría la historia entre las dos familias. Todo el mundo la sabía. Y Fia también sabía que el Ferrara Beach Club, el hotel con el que compartía la curva perfecta de la playa, era el más pequeño e insignificante del grupo hotelero Ferrara. No había ninguna razón para que Santo le dedicara su atención personal. Desconcentrada, Fia se quemó el codo con la sartén. El dolor la atravesó y la devolvió al presente. Furiosa consigo mismo por haberse olvidado de las vieiras, las colocó cuidadosamente en un plato y se lo pasó a Gina funcionando en automático.
–Esto es para la pareja de la primera línea de playa –murmuró–. Es su aniversario y han reservado hace seis meses, así que asegúrate de tratarlos con reverencia. Esta es una gran noche para ellos y no quiero que se sientan decepcionados.
Gina la miró boquiabierta.
–Pero ¿no vas a…?
–¡Estoy bien! Solo es carne quemada –Fia apretó los dientes–. Lo pondré bajo agua fría ahora mismo.
–No estaba hablando de tu codo. Estaba pensando en que Santo Ferrara está en tu restaurante y a ti no parece importante –dijo la camarera–. Tratas a todos los clientes como si fueran miembros de la realeza y cuando llega alguien importante de verdad resulta que le ignoras. ¿No sabes quién es?
–Lo sé perfectamente.
–Pero, jefa, si ha venido a cenar…
–No ha venido a cenar –un Ferrara nunca se sentaría en la mesa de un Baracchi por temor a ser envenenado. No sabía por qué estaba allí y eso le resultaba frustrante porque no podía luchar contra lo que no entendía.
Y junto con el shock y la ira se mezclaba el miedo.
Había entrado con audacia en su restaurante a hora punta. ¿Por qué? Tenía que tratarse de algo muy, muy importante.
El terror se apoderó de ella. «No», pensó angustiada. «No puede ser por eso».
Porque él no lo sabía. No podía saberlo.
Gina la miró una última vez con curiosidad y salió a toda prisa de la cocina. Fia se echó agua fría en el codo quemado y trató de tranquilizarse diciéndose que se trataba de una visita rutinaria. Otro intento de la familia Ferrara de agitar la bandera blanca. Había habido otras, y su abuelo las había roto todas por la mitad. Desde la muerte de su hermano no había habido nada. Ningún acercamiento. Ningún contacto.
Hasta ahora.
Funcionando en automático, buscó una cabeza de ajos fresca por encima de la cabeza. Los cultivaba ella misma en su huerta, junto con las verduras y las hierbas, y ese proceso le gustaba tanto como cocinar. La calmaba. Le proporcionaba una sensación de hogar y de familia que nunca había conseguido de la gente que la rodeaba. Agarró su cuchillo favorito y empezó a cortarlo tratando de pensar en cómo habría reaccionado en circunstancias diferentes. Si no tuviera miedo. Si no hubiera tanto en juego.
Se mostraría fría. Profesional.
–Buonasera, Fia.
Una voz masculina se escuchó en el umbral y ella se dio la vuelta blandiendo el cuchillo como si fuera un arma. Lo más curioso era que no conocía su voz. Pero conocía sus ojos y ahora mismo la estaban mirando. Eran dos lagos negros peligrosamente oscuros. Brillaban inteligentes y duros. Eran los ojos de un hombre que triunfaba en el ambiente de las altas finanzas. Un hombre que sabía lo que quería y no tenía miedo de ir a por ello. Eran los mismos ojos que brillaron mirando a los suyos en la oscuridad tres años atrás mientras se arrancaban la ropa con deseo salvaje.
Aquellos tres años habían añadido un par de centímetros a la anchura de sus hombros y más músculo del que recordaba. Aparte de eso estaba exactamente igual. La misma sofisticación innata pulida hasta que brillaba como la pintura de su Lamborghini. Era un metro ochenta y cinco de sensual virilidad, pero Fia no sentía nada de lo que se suponía que debía sentir una mujer al mirar a Santo Ferrara. Una mujer normal no sentiría aquella furia, aquel deseo descontrolado de arañarle la cara y golpearle el pecho. No era capaz de darle siquiera las buenas noches. Lo que quería era que se fuera al infierno y se quedara allí.
Era su mayor error.
Y teniendo en cuenta el brillo frío y cínico de sus ojos, al parecer él la consideraba a ella el suyo.
–Vaya, qué sorpresa. Los hermanos Ferrara no suelen bajar de su torre de marfil para mezclarse con los mortales. ¿Estás conociendo a la competencia? –adoptó su tono más profesional aunque la ansiedad crecía en su interior y las preguntas se le agolpaban en la cabeza.
¿Lo sabía?
¿Lo había descubierto?
Una media sonrisa tocó sus labios y el movimiento la distrajo. Todo en aquel hombre era oscuro y sensual, como si estuviera diseñado especialmente para atraer a las mujeres a su guarida. Si los rumores eran ciertos, lo hacía con abrumadora frecuencia.
Fia no se dejó engañar por su pose aparentemente relajada ni por su tono suave.
Santo Ferrara era el hombre más peligroso que había conocido en su vida. Había caído en sus garras sin intercambiar ni una sola palabra con él. Incluso ahora, años después, no entendía qué había sucedido aquella noche. Primero estaba sola con su angustia y un instante después él le puso la mano en el hombro y todo sucedió en medio de una nebulosa. ¿Se habría tratado simplemente de consuelo? Seguramente, aunque el consuelo implicaba una dulzura que aquella noche no hubo.
Santo la observó ahora con expresión neutra.
–He oído hablar muy bien de tu restaurante. He venido a ver si lo que dicen es verdad.
«No lo sabe», pensó ella. «Si lo supiera, no estaría bromeando conmigo».
–Todo lo que dicen es verdad, pero me temo que no puedo satisfacer tu curiosidad. Estamos llenos –dijo mientras su mente trataba de averiguar la verdadera razón de su visita. No podía tratarse de una comprobación sobre la competencia. Santo Ferrara delegaría esa tarea en alguien.
–Los dos sabemos que puedes encontrarme una mesa si quieres.
–Pero no quiero –Fia apretó con más fuerza el cuchillo–. ¿Desde cuándo cena un Ferrara en la misma mesa que un Baracchi?
Él clavó la mirada en la suya. A Fia le latió el corazón con un poco más de fuerza. Su mirada ardiente le recordó que una vez no solo habían cenado, se habían devorado hasta que no quedó nada del otro. Y todavía recordaba su sabor; podía sentir el poder de su cuerpo contra el suyo mientras se entregaban a aquel placer oscuro y prohibido cuyo recuerdo nunca la había abandonado.
Santo sonrió. No fue la sonrisa de un amigo, sino la de un conquistador observando la inminente rendición de un prisionero.
–Cena en mi mesa, Fia.
La forma en que pronunció su nombre sugería una familiaridad que no existía y que la dejó descolocada, lo que sin duda era su intención. Santo era un hombre que siempre tenía el control. Lo tuvo aquella noche, y hubo algo aterrador en la fuerza de la pasión que desató.
Ella le había tomado porque necesitaba desesperadamente consuelo humano.
Él la había tomado a ella porque podía hacerlo.
–Estamos hablando de mi mesa –afirmó Fia con voz clara–. Y tú no estás invitado.
Tenía que librarse de él. Cuanto más tiempo se quedara allí, más riesgos corría ella.
–Tienes tu propio restaurante en la puerta de al lado. Si tienes hambre, seguro que podrán servirte algo, aunque admito que ni la comida ni las vistas son tan buenas como aquí, así que entiendo que encuentras carencias en ambas cosas.
Santo se quedó muy quieto, haciéndola sentir incómoda.
–Necesito hablar con tu abuelo. Dime dónde está.
Así que por eso estaba allí. Otra ronda inútil de negociaciones que no llevarían a nada una vez más.
–Debes de tener ganas de morir. Ya sabes lo que piensa de ti.
Santo la observó con los ojos entornados.
–¿Y sabe lo tú piensas de mí?
La retorcida referencia a lo sucedido aquella noche la impactó porque era algo que nunca antes habían mencionado. ¿Estaba amenazándola? ¿Iba a dejarla en evidencia? El alivio fue reemplazado por una sensación de terror mientras varios caminos horribles se abrían ante ella. ¿Era aquella la razón por la que lo había hecho? ¿Para tener algo contra ella en el futuro?
–Mi abuelo es un hombre mayor y no se encuentra bien. Si tienes algo que decirle, me lo puedes contar a mí. Si quieres hablar de negocios, habla conmigo. Yo llevo el restaurante.
–Pero la tierra es suya –su tono suave de voz era un millón de veces más perturbador que una explosión de furia, y ese control la preocupaba porque ella no se sentía controlada a su lado.
Pensó en lo que había leído sobre Santo Ferrara ocupando el lugar de su hermano en la dirección de la empresa. Y de pronto se dio cuenta de lo idiota que había sido al pensar que el Beach Club era demasiado insignificante para interesarle al gran jefe. Precisamente por ser tan pequeño le había llamado la atención. Quería hacerlo crecer, y para eso necesitaba…
–¿Quieres nuestra tierra?
–Antes era nuestra –afirmó con sequedad–. Hasta que uno de tus muchos parientes sin escrúpulos utilizó el chantaje para quitarle la mitad de la playa a mi bisabuelo. A diferencia de él, yo estoy dispuesto a pagar un precio justo y generoso por recuperar lo que siempre fue de mi familia.
Era una cuestión de dinero, por supuesto. Los Ferrara pensaban que todo podía comprarse. Y eso la asustaba. El alivio inicial había dado paso al temor. Si Santo estaba empeñado en explotar aquellas tierras, entonces ella nunca estaría a salvo.
–Mi abuelo nunca te las venderá, así que, si esa es la razón de tu visita, estás perdiendo el tiempo. Ya puedes volver a Nueva York, a Roma o donde quiera que vivas ahora y escoger otro proyecto.
–Vivo aquí –Santo levantó el labio superior–. Y le estoy dedicando a este proyecto toda mi atención.
Aquella era la peor noticia que podía darle.
–No se encuentra muy bien. No permitiré que le molestes.
–Tu abuelo es fuerte como un roble. No creo que necesite tu protección –su duro tono de voz le dejó claro que estaba hablando en serio–. ¿Sabe que estás llevándote deliberadamente a los clientes de mi hotel?
–Si por «deliberadamente» quieres decir a través de la buena cocina y las excelentes vistas, entonces sí soy culpable.
–Esas vistas excelentes son precisamente la razón por la que estoy aquí.
Así que eso era. No la noche que habían compartido. No la preocupación por su bienestar ni nada personal. Solo negocios.
Si no fuera por el alivio que sintió al ver que no había una razón más poderosa, se habría sentido abrumada por su insensibilidad. Aunque hubiera pasado lo que pasó, entre ellos había trazada una línea de muerte. Se había derramado sangre.
Pero una muerte inconveniente no bastaba para interponerse en el camino de un Ferrara, pensó algo aturdida.
–Esta conversación ha terminado. Tengo que cocinar, estoy en medio de las cenas.
Lo cierto era que ya había terminado, pero quería que se marchara de allí. Pero por supuesto no lo hizo, porque los Ferrara solo hacían lo que querían.
En lugar de irse se apoyó contra el quicio de la puerta con gesto seguro de sí mismo y aquellos ojos negros clavados en ella.
–¿Tan amenazada te sientes por mí que tienes tener un cuchillo en la mano para hablar conmigo?
–No me siento amenazada. Estoy trabajando.
–Podría desarmarte en menos de cinco segundos.
–Podría clavarte el cuchillo hasta el hueso en menos tiempo –era una bravuconería, por supuesto. En ningún momento había subestimado la fuerza de Santo.
–Si esta es la bienvenida que dispensas a tus clientes, me sorprende que haya gente aquí. No es precisamente calurosa, ¿no crees?
–Tú no eres un cliente, Santo.
–Entonces dame de comer y lo seré. Prepárame la cena.
«Prepárame la cena». A Fia le temblaron las manos un instante. Santo se había ido sin mirar atrás. Eso podía soportarlo, porque aparte de aquella única noche de sexo inconsciente no habían compartido nada. El hecho de que apareciera constantemente en su sus sueños no era culpa de Santo. Pero que apareciera allí y le ordenara que le hiciera la cena como si su regreso fuera algo que había que celebrar…
Su audacia le cortó la respiración.
–Lo siento. El becerro de bienvenida no está en el menú esta noche. Y ahora lárgate de mi cocina, Santo. Gina se encarga de las reservas y esta noche estamos llenos. Y mañana por la noche también. Y cualquier otra noche en la que quieras cenar en mi restaurante.
–¿Gina es la rubia guapa? Me he fijado en ella al entrar.
Por supuesto que se había fijado, eso no era ninguna sorpresa. Lo que la sorprendió fue la punzada que sintió en el pecho. No quería que le importara a quién se llevara aquel hombre a la cama. Nunca había querido que fuera así, y el hecho de que sí le importara la aterrorizaba más que nada. Había crecido sabiendo que sentir algo por alguien significaba dolor.
«Nunca te enamores de un siciliano», fueron las últimas palabras que su madre le dijo antes de salir por la puerta para siempre. Fia tenía entonces ocho años.
Asustada por sus sentimientos, se dio la vuelta y terminó de cortar el ajo, pero lo hizo con movimientos inseguros.
–Es peligroso sostener un cuchillo cuando te tiemblan las manos.
Santo estaba de pronto detrás de ella, demasiado cerca para su comodidad. Y sintió cómo se le aceleraba el pulso porque aunque no la estuviera tocando sentía su poder y cómo su cuerpo respondía a él. Era algo inmediato y visceral y estuvo a punto de gritar de frustración porque no tenía sentido. Era como salivar ante una comida que sabía que le sentaría mal.
–No estoy temblando.
–¿No?
Una mano fuerte y bronceada cubrió la suya y Fia se vio trasladada al instante a la oscuridad de aquella noche, a su boca quemando sobre la suya, sus dedos expertos recorriéndola sin piedad mientras la volvía loca.
–¿Piensas en ello?