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El dinero, el talento y la experiencia en la cama no compensaban un corazón de hielo Fiestas salvajes, mujeres hermosas, interminables horas de trabajo… nada ayudaba al famoso arquitecto Lucas Jackson a escapar de su oscuro y triste pasado. Cuando llegó al castillo de su propiedad en medio de una tormenta de nieve, lo único que buscaba era el olvido… Decidida a llevar personalmente unos documentos importantes a su jefe en medio de la tormenta, Emma Gray empezaba a lamentar la misión en la que se había embarcado. Nunca hubiera esperado que el lado oscuro del normalmente serio y reservado Lucas pudiese generar tan primitiva, poderosa e inapropiada reacción.
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Sarah Morgan. Todos los derechos reservados.
UNA NOCHE SIN RETORNO, N.º 2219 - marzo 2013
Título original: A Night of No Return
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2678-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Era la noche del año que más temía.
Lo había intentado todo para escapar: fiestas salvajes, alcohol, mujeres, trabajo, pero había descubierto que daba igual lo que hiciera o con quién lo hiciera, el dolor era el mismo.
Había elegido vivir su vida en el presente, pero el pasado era parte de él y lo llevaba a todas partes. Era un recuerdo que no desaparecía, una herida que no curaba, un dolor profundo. No había manera de escapar, por eso necesitaba un sitio en el que estar solo y emborracharse.
Había ido de su oficina en Londres a la finca en Oxfordshire sencillamente por el privilegio de estar solo. Por una vez, su móvil estaba apagado y seguiría apagado.
La nieve caía sin cesar sobre el parabrisas y la visibilidad era prácticamente nula. A cada lado de la carretera se acumulaban montones de nieve, una trampa para los conductores nerviosos o inexpertos.
Lucas Jackson no era nervioso o inexperto, pero estaba de un humor de perros.
El aullido del viento sonaba como el alarido de un niño y tuvo que apretar los dientes, intentando bloquearlo.
Nunca había sentido tal alegría al ver los leones de piedra que guardaban la entrada de la finca. A pesar del mal tiempo, apenas levantó el pie del acelerador mientras tomaba el camino flanqueado por árboles.
Pasó frente al lago, helado en aquel momento y convertido en una pista de patinaje para los patos, y luego cruzó el puente sobre el río que señalaba la llegada al castillo Chigworth.
Esperó sentir una oleada de satisfacción al pensar que era de su propiedad, pero como siempre no sentía nada. No debería sorprenderlo porque había aceptado tiempo atrás que no era capaz de sentir como sentían los demás. Había cerrado a cal y canto esa parte de sí mismo y no era capaz de volver a abrirla.
Lo que sí experimentó al mirar el magnífico edificio fue admiración por algo que satisfacía al matemático y arquitecto que había en él. Las dimensiones de la estructura eran perfectas, el labrado de la piedra creando una impresión imponente y estéticamente agradable, con unas torres que habían atraído el interés de historiadores de todo el mundo.
Saber que estaba preservando una parte de la historia lo hacía experimentar cierta satisfacción profesional, pero en cuanto al resto, el lado emocional, no sentía nada.
Quien hubiera dicho que la venganza era un plato que se servía frío estaba equivocado.
Él la había probado y no sabía a nada.
Y esa noche no le interesaba el significado histórico del castillo, solo su aislamiento. Estaba a varios kilómetros de cualquier sitio habitado y eso era lo que quería. Lo último que necesitaba esa noche era contacto humano.
Había luz en las habitaciones del piso de arriba y Lucas frunció el ceño porque le había dado instrucciones a todo el personal para que se tomaran la noche libre. No estaba de humor para tener compañía.
Cruzó el puente sobre el foso y pasó bajo el arco que daba al patio de entrada, los neumáticos enviando nieve por el aire.
Se le ocurrió entonces que si no hubiera salido temprano de la oficina no habría podido llegar. Sus empleados podrían haber limpiado el camino que llevaba al castillo, pero para llegar hasta él había que atravesar varias carreteras comarcales a las que aún no habrían llegado las palas quitanieves.
Pensó entonces en Emma, su leal ayudante, que se había quedado hasta tarde en la oficina para ayudarlo a preparar su próximo viaje a Zubran, un país del Golfo Pérsico rico en petróleo. Afortunadamente, ella vivía en Londres y solo tenía que tomar el metro.
Lucas recorrió los metros que lo separaban de la puerta y entró en el oscuro vestíbulo. No había ama de llaves que le diese la bienvenida, ningún empleado. Solo él...
Las luces se encendieron de repente.
–¡Sorpresa! –escuchó un coro de voces.
Cegado temporalmente, Lucas se quedó inmóvil, atónito.
–¡Feliz cumpleaños... para mí! –Tara se acercó, moviendo las caderas–. Sé que prometiste darme mi regalo el próximo fin de semana, pero no podía esperar. Lo quiero ahora.
Lucas miró los famosos ojos azules y no sintió nada.
–¿Qué estáis haciendo aquí?
–Celebrando mi cumpleaños –respondió Tara, haciendo un puchero–. Te negaste a ir a mi fiesta, así que decidí traerla aquí.
–¿Cómo habéis entrado?
–Tu ama de llaves nos abrió antes de irse. ¿Por qué no me habías invitado antes? Me encanta este sitio, es como un decorado de cine.
Lucas miró alrededor. El vestíbulo, con sus magníficos cuadros y tapices, había sido decorado con globos, serpentinas y hasta una tarta de cumpleaños. Las botellas de champán sobre una antigua consola parecían reírse de él.
Su primer pensamiento fue que tendría que despedir al ama de llaves, pero entonces recordó lo persuasiva que podía ser Tara Flynn cuando quería algo. Era una maestra manipulando a los demás y sabía que la enfadaba no poder manipularlo a él.
–Hoy no es un buen día para mí, Tara. Ya te lo dije.
Ella se encogió de hombros.
–No sé qué te pasa, pero tienes que animarte. Venga, te olvidarás de todo en cuanto hayas tomado una copa. Bailaremos un rato y luego subiremos a tu habitación...
–Marchaos –la interrumpió Lucas.
Los amigos de Tara, gente a la que no conocía y a la que no quería conocer, se miraron sorprendidos.
La única persona que no parecía afectada era la propia Tara, que no tenía un ego particularmente frágil.
–No digas tonterías. Es una fiesta sorpresa.
Una sorpresa que Lucas no agradecía. Solo Tara podría organizar una fiesta sorpresa para celebrar su propio cumpleaños.
–Márchate y llévate de aquí a tus amigos.
La expresión de la modelo se endureció.
–Hemos venido en un autocar alquilado que no volverá hasta la una.
–¿No has mirado por la ventana? Están cortando las carreteras por la nevada, así que no vendrá ningún autocar a la una. Llama y di que vengan a buscaros en quince minutos o tendréis que quedaros a dormir aquí. Y te aseguro que no lo pasaríais bien.
Tal vez fue su tono, tal vez que miraba de unos a otros con gesto airado, pero por fin parecieron entender que hablaba en serio.
El hermoso rostro de Tara, el rostro que había aparecido en docena de revistas, se volvió rojo de humillación y furia. Sus ojos de gata brillaban, pero lo que vio en los suyos debió asustarla porque palideció de repente.
–Muy bien –murmuró–. Nos iremos a otro sitio y te dejaremos solo. Ahora entiendo por qué tus relaciones no duran nada. El dinero, el cerebro y cierta habilidad en la cama no pueden compensar que no tengas corazón, Lucas Jackson.
Él podría haberle dicho la verdad: que su corazón había sido irreparablemente herido. Podría haberle dicho que la frase: «el tiempo lo cura todo» era falsa y él era la prueba viviente. Podría haber descrito el alivio que sentía al saber que tal vez no curaría nunca porque un corazón roto no podía volver a romperse.
Había algo latiendo dentro de su pecho, cierto, pero lo único que hacía era llevar la sangre de un lado a otro, permitiendo que se levantase de la cama cada mañana para ir a trabajar.
Podría haberle contado todo eso, pero no habría servido de nada, de modo que se dirigió a la escalera de caoba.
Esa noche, las proporciones y el diseño de la majestuosa escalera no le daban ninguna satisfacción. Solo era un medio para escapar de la gente que había invadido su santuario.
Sin esperar que se marchasen, empezó a subir los peldaños de dos en dos para llegar a su dormitorio, en la torre.
Le daba igual haber quedado como un ogro.
Le daba igual haber roto otra relación. Lo único que le importaba era que pasara esa noche. Era un hombre frío, un adicto al trabajo. Y no le importaba.
Impaciente, Emma intentaba concentrarse para no salirse de la carretera. Era viernes por la tarde y debería estar en casa, disfrutando con Jamie. En lugar de eso, estaba persiguiendo a su jefe por una carretera helada y después de una semana imposible eso era lo último que necesitaba. Ella tenía una vida o debería tenerla. Desafortunadamente, trabajaba con un hombre para quien no existía el concepto de una vida fuera del trabajo.
Lucas Jackson no parecía entender que sus empleados tenían otras cosas que hacer y no servía de nada hablarle de sentimientos porque carecía de ellos.
Sus vidas eran tan diferentes que a veces, cuando llegaba al magnífico edificio de cristal donde estaba el gabinete arquitectónico de Jackson y Asociados, sentía como si estuviera entrando en otro planeta. Era un edificio futurista, un tributo al diseño más contemporáneo y eficiente, construido para aprovechar la luz y la ventilación natural. Era un edificio que representaba la visión creativa y el genio de un hombre: Lucas Jackson.
Pero la visión creativa y el genio requerían concentración y determinación y esa combinación daba como resultado un hombre muy difícil. Más una máquina que un ser humano, pensó, mientras guiñaba los ojos para concentrarse en la nevada carretera y no acabar en un terraplén.
Cuando empezó a trabajar para él, dos años antes, no le había importado que nunca mantuvieran conversaciones personales. No quería ni esperaba eso cuando estaba trabajando y, además, lo único que no haría nunca era enamorarse de su jefe.
Pero sí se había enamorado del trabajo, estimulante e interesante. Y Lucas, a pesar de todo, era un buen jefe. Tenía mala fama, pero además de ser inteligente, creativo y profesional, le pagaba un salario generoso. Y le gustaba trabajar en el gabinete de arquitectura que había diseñado algunos de los edificios más famosos del Estado.
Sin duda, Lucas era un genio. Eso era lo positivo. Lo negativo, que el trabajo era lo único importante en su vida y, por lo tanto, debía serlo en la vida de la gente que trabajaba para él.
Como esa semana, por ejemplo. Los preparativos para la inauguración oficial del resort Zubran Ferrara, un hotel ecológico e innovador en las cálidas aguas del Golfo Pérsico, habían hecho que todos en el gabinete anduvieran de cabeza.
Ella había logrado permanecer despierta gracias a la cafeína y ni una vez se había quejado ni había dicho que a las dos de la mañana debería estar durmiendo y no en la oficina.
Lo único que la hacía seguir adelante era pensar en el viernes, el comienzo de sus vacaciones. Veía ese momento como veía la meta un corredor de maratón, como la luz al final del túnel.
Y entonces había empezado a nevar. Había nevado durante toda la semana y el viernes la ciudad estaba cubierta de nieve.
Emma había estado todo el día mirando por la ventana, viendo cómo otros empleados salían de la oficina para ir a sus casas. Como ayudante personal de Lucas, tenía autoridad para decirle a los demás empleados que podían irse, pero ella había tenido que permanecer allí.
Lucas no parecía haber notado la tormenta de nieve que transformaba Londres en una postal navideña. Cuando lo mencionó, él no había respondido siquiera. Pero cuando por fin pudo marcharse vio una carpeta sobre su escritorio... era la carpeta que había reunido para su viaje a Zubran e incluía documentos que necesitaban su firma.
Al principio, no podía creer que lo hubiera olvidado porque Lucas nunca olvidaba nada. Era la persona más eficiente que había conocido nunca y cuando por fin tuvo que admitir que, por una vez, su jefe había olvidado algo precisamente aquel viernes helado, se enfrentó con un dilema.
Había intentado ponerse en contacto con él por el móvil, pero lo tenía apagado. Intentó enviar un mensajero, pero ninguna empresa de mensajería quería aventurarse por carreteras comarcales con esa nevada y los documentos eran importantes.
Y por eso estaba allí, en una carretera cubierta de nieve y sin cruzarse con ningún otro coche, en dirección a la casa de campo de Lucas Jackson.
Emma guiñó los ojos para ver a través de la neblina blanca. No le importaba trabajar muchas horas, pero su única regla era no hacerlo los fines de semana y, por alguna razón, tal vez sus buenas referencias, su carácter pausado y paciente o que las seis ayudantes anteriores a ella se hubieran despedido, Lucas Jackson había aceptado. Aunque hubiera hecho más de un cáustico comentario sobre su «loca vida social».
Si se hubiera molestado en preguntar sabría que ella no llevaba una «loca vida social» y que las únicas fiestas que conocía eran las que veía en las revistas o en televisión. Sabría que después de trabajar horas y horas en el gabinete, un fin de semana perfecto era levantarse tarde y pasar tiempo con Jamie. Lucas debería saber todo eso, pero no lo sabía porque nunca se había molestado en preguntar.
Emma miró la carpeta sobre el asiento, como si así pudiera teletransportarla hasta su propietario. Desgraciadamente, no había ninguna posibilidad y lo único que podía hacer era llevarla personalmente.
La inauguración del resort en Zubran era el evento más esperado del año y Emma había sentido cierta envidia mientras hablaba con Avery Scott, la propietaria de la empresa que iba a organizar el evento. Por lo que le había dicho, las celebridades invitadas disfrutarían de un gran banquete en una tienda beduina instalada al efecto, con bailarinas haciendo la danza del vientre, adivinos, cetreros...
Y la noche terminaría con los que prometían ser los fuegos artificiales más fabulosos vistos jamás.
Así era como Cenicienta debió sentirse cuando supo que no iría al baile, pensó.
Temblando de frío porque la calefacción de su coche no funcionaba como debería, levantó el cuello de su abrigo, imaginándose bajo el sol de Zubran, rodeada de palmeras...
En aquel momento, las mujeres en la lista de invitados estarían eligiendo qué meter en la maleta para aparecer guapísimas en las fiestas.
Emma se apartó el pelo de la cara con una mano enguantada. No tenía que mirarse al espejo para saber que ella no se parecía a esas mujeres y le daba igual. Lo único que quería era volver a su casa antes de medianoche. Si seguía nevando, Jamie y ella pasarían las vacaciones en casa.
Estaba haciendo lo posible para que el coche no patinase cuando sonó su móvil.
Pensó que por fin Lucas habría escuchado sus mensajes, pero no era su jefe sino Jamie, que la esperaba una hora antes.
–¿Dónde estás? –parecía preocupado y Emma se sintió desleal por desear estar en Zubran de fiesta.
–He salido tarde de la oficina. Lo siento, te he dejado un mensaje.
–¿Cuándo llegarás a casa?
–Puede que tarde un rato porque aún estoy en la carretera. Tengo que llevarle unos papeles a mi jefe, así que no me esperes levantado –Jamie no dijo nada y Emma supo que estaba enfadado–. Tenemos todo el fin de semana para estar juntos y luego toda la semana, pero esta noche tengo que trabajar. Ya sabes que normalmente no trabajo los fines de semana, pero es una emergencia. Lucas se ha dejado una carpeta importante en la oficina y tengo que llevársela.
Cuando cortó la comunicación, Emma maldijo a Lucas Jackson con palabrotas que no solía usar.
¿Por qué no se había acordado de la carpeta? ¿Y por qué tenía el móvil apagado?
Enfadada, intentó concentrarse en la carretera. Le dolían los ojos y lo único que quería era dormir y dormir.
Pero compensaría a Jamie de algún modo. Tenían más de una semana para estar juntos. Dos semanas enteras mientras su jefe estaba en Zubran, de fiesta bajo las estrellas del desierto. Y no sentía celos, para nada.
Se había perdido dos veces en aquel laberinto de carreteras comarcales, que todas parecían iguales, pero por fin encontró la entrada de la finca, con dos leones de piedra a cada lado de la verja. La finca era tan amistosa como su propietario, pensó, irónica.
Cuando por fin llegó al final de una interminable carretera privada rodeada de árboles, le dolía la cabeza y pensaba que se había equivocado de camino.
¿Dónde estaba la casa? ¿Una sola persona era propietaria de tantas hectáreas de tierra?
Los faros del coche iluminaron un puente y cuando tomó un recodo del camino, por fin la vio.
Pero no era una casa de campo sino un castillo. Un castillo de verdad, con un foso, que debía llevar siglos allí.
–Hasta tiene torres –murmuró, asombrada.
Estaban cubiertas de nieve, pero salía humo de una de las chimeneas y había luz en una de las torres, en la parte izquierda del edificio...
Emma estaba boquiabierta. No sabía que la casa de campo de Lucas fuera un castillo. Él, un arquitecto famoso por sus diseños contemporáneos, sin embargo, era propietario de una imponente fortaleza construida siglos atrás.
Mientras ella vivía en un apartamento en una de las peores zonas de Londres, con una ventana desde la que se veían las vías del tren y donde cada mañana la despertaban los aviones que aterrizaban en el aeropuerto de Heathrow.
No, la suya no era una idílica residencia, pero aquella sí debía serlo. Tanto espacio, pensó, sin poder evitar una punzada de envidia. Alrededor del castillo había un enorme jardín, en aquel momento cubierto de nieve, pero lo imaginó en primavera, lleno de flores. Debía ser precioso.
De repente, sus ojos se llenaron de lágrimas y se preguntó por qué. Tampoco era perfecto. Estaba completamente aislado y mientras atravesaba el puente sobre el foso sintió como si fuera la única persona en la Tierra.
En la entrada de carruajes vio el coche de Lucas, casi cubierto de nieve. De modo que estaba allí, con el móvil apagado.
¿Qué estaría haciendo?
Quitó la llave del contacto y se quedó inmóvil un momento, esperando que su corazón volviese a latir a un ritmo normal. Cuando por fin se recuperó, tomó la carpeta del asiento.
Dos minutos, se prometió a sí misma, mientras bajaba del coche. Dos minutos y volvería a la carretera.
Pero en cuanto salió del coche resbaló y cayó al suelo, golpeándose la cabeza. Se quedó inmóvil un momento y luego, furiosa y dolorida, se dirigió a la puerta, sus zapatos hundiéndose en la nieve.
Pulsó el timbre y dejó el dedo allí unos segundos, disfrutando de esa pequeña rebelión. Pero nadie respondió y la nieve seguía cayendo sobre su cabeza, colándose por el cuello del abrigo. Temblando de frío, volvió a pulsar el timbre, sorprendida de que nadie abriese la puerta. En un sitio tan grande debía haber montones de empleados. Además, Lucas era notoriamente intolerante con la ineficacia. Alguien iba a recibir una seria reprimenda.
Después de llamar al timbre por tercera vez, Emma empujó la puerta sin esperar que se abriera... pero se abrió. No sabía si debía entrar o no. Entrar en casa ajena sin invitación no era su costumbre, pero tenía que entregarle a Lucas esa carpeta.
–¿Hola? –Emma empujó la puerta, temiendo que saltase alguna alarma, pero no saltó y la empujó un poco más. Las paredes del vestíbulo estaban forradas de madera, con cuadros y enormes tapices, y una fabulosa escalera que parecía sacada de una película romántica–. ¿Hola? –repitió, cerrando la puerta para que no escapase el calor.
Pero entonces vio varias botellas de champán, globos, serpentinas. Y una tarta.
Debían estar celebrando una fiesta en algún sitio... pero no oía ruido alguno. Al contrario, el silencio era abrumador. Casi esperaba que alguien saliese de detrás de una cortina para darle un susto.
Pero no pasaba nada, se dijo. Solo era una casa. Una casa muy grande, sí, pero allí no había nada amenazador. Y no estaba sola porque la puerta estaba abierta. Lucas debía estar en algún sitio con un montón de gente.
Rezando para que ningún perro guardián se lanzase a su yugular, empujó una puerta de caoba. Tras ella había una biblioteca con estanterías llenas de libros forrados en piel...
–¿Lucas?
Tampoco estaba allí. Emma asomó la cabeza en todas las habitaciones del primer piso y después puso un pie en el primer peldaño de la escalera. Pero no podía buscarlo por toda la casa, era ridículo. Recordando la luz que había visto en una de las torres, decidió aventurarse por un pasillo alfombrado hasta llegar a otra pesada puerta de caoba.
–¿Lucas? –volvió a llamarlo, mientras daba unos golpecitos con los nudillos.
Pero tras la puerta no había una habitación sino una escalera de caracol y subió por ella hasta llegar a una habitación circular con ventanas en todas las paredes. La chimenea estaba encendida y por el rabillo del ojo vio una enorme cama con dosel cubierta por un edredón de color verde musgo. Pero su atención estaba concentrada en el sofá porque allí, tumbado con una botella de champán en la mano, estaba su jefe.
–¡He dicho que te vayas! –su tono furioso hizo que Emma diese un paso atrás. Jamás en los dos años que llevaba trabajando para él le había hablado de ese modo.
Era evidente que estaba borracho y resultaba tan raro verlo así que su primera reacción fue de sorpresa. Pero mientras ella había arriesgado su vida yendo allí, él estaba pasándolo bien. Había apagado el teléfono no porque estuviera trabajando sino porque tenía intención de emborracharse. Y, además, tenía la cara de decirle que se fuera.
Ella era una persona paciente, pero la situación empezaba a sacarla de quicio. Estaba a punto de tirarle la carpeta a la cara cuando recordó su frase de bienvenida: «he dicho que te vayas».
De modo que no hablaba con ella. Recordó entonces los globos y la tarta abandonados en el vestíbulo...
–Lucas, soy yo, Emma.
Él abrió los ojos y en ellos vio un brillo de furia.
Nunca lo había visto así. El hombre al que ella conocía era una persona elegante y bien educada que llevaba trajes de chaqueta italianos y camisas hechas a medida. Un hombre que esperaba siempre lo mejor de sí mismo y de los demás, un sofisticado conocedor de las cosas hermosas de la vida.
Pero en aquel momento parecía... peligroso. Llevaba la camisa parcialmente desabrochada, dejando al descubierto una mata de vello oscuro, y no se había afeitado. Parecía furioso y Emma reaccionó como si se viera enfrentada con un rottweiler a punto de saltarle al cuello.