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Felicity Knight, paseadora de perros profesional, adoraba Nueva York… hasta que su exmarido empezó a trabajar en la clínica veterinaria de su barrio. Hacía diez años que no veía a Seth Carlyle, pero bastó un vistazo a aquel atractivo hombre que seguía siendo demasiado bueno para ella para que el corazón de Fliss sufriera como si su matrimonio se hubiera roto el día anterior. Por eso, cuando su abuela le dijo que necesitaba ayuda en los Hamptons ese verano, le pareció el modo ideal de escapar de su pasado. Su relación solo había durado unos cuantos fogosos meses, pero el veterinario Seth conocía a Fliss y sabía que, si había huido a los Hamptons, era porque sentía todavía la conexión que había entre ellos y eso le asustaba. La había dejado escapar una vez, pero ese verano no repetiría el error. Con ayuda de su adorable perrita, Lulu, y un poco de magia, estaba decidido a hacerle entender a Fliss que nunca había dejado de quererla.
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Seitenzahl: 485
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Sarah Morgan
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Vacaciones en los Hamptons, n.º 257 - octubre 2019
Título original: Holiday in the Hamptons
Publicada originalmente por HQN™ Books
Traducido por Ángeles Aragón López
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-317-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Agradecimientos
Si te ha gustado este libro…
Para Flo, con amor y agradecimiento por toda su percepción sobre lo que es vivir como hermana gemela. Eres la mejor.
El corazón humano tiene tesoros ocultos,
En secreto guardados, en silencio sellados;
Pensamientos, esperanzas, sueños, placeres,
Cuyo encanto se rompería si fueran revelados.
Charlotte Brontë
Aquel tenía que ser el peor decimoctavo cumpleaños de la historia.
Fliss corría por el descuidado jardín que envolvía tres lados de la casa de la playa. No sentía el picor afilado de las ortigas ni el latigazo de la larga hierba en las pantorrillas desnudas, porque ya sentía muchas otras cosas. Cosas más importantes.
La vieja verja roñosa le raspó la cadera cuando salió por ella. La tristeza daba alas a sus pasos cuando tomó el sendero cubierto de hierba que cruzaba las dunas en dirección a la playa. Nadie la alcanzaría ya. Encontraría un lugar lejos de todos. Lejos de él. Y no volvería a casa hasta que él se marchara. La tarta de cumpleaños quedaría intacta, con las velas sin encender y los platos sin tocar. No habría canción ni brindis ni celebración. ¿Qué había que celebrar?
La furia lamía los bordes de su tristeza y, por debajo de la tristeza y la rabia, había dolor. Un dolor que se esforzaba mucho por no mostrar nunca. «Jamás dejes que un matón vea que tienes miedo. Nunca te coloques en una posición tan vulnerable». ¿No era eso lo que le había enseñado su hermano? Y hacía mucho que ella había descubierto que su padre era un matón.
Si tuviera que describirlo con una sola palabra sería «enojado». Y ella jamás lo había entendido. Se enfadaba de vez en cuando, y su hermano también, pero siempre había un motivo. Con su padre, en cambio, no había motivo para el enfado Era como si, al levantarse por las mañanas, se duchara con ira en lugar de con agua.
En su cabeza repetía una y otra vez dos palabras al ritmo de sus zancadas. «Te odio. Te odio. Te odio…».
Sus pies pisaban la arena, el viento movía su cabello. Respiró hondo. El aire sabía a mar y a sal. Cerró con fuerza los ojos para reprimir las lágrimas e intentó sustituir el sonido de la voz de su padre con el ruido familiar de las gaviotas y de las olas.
Tendría que haber sido un día perfecto de verano, pero su padre tenía la habilidad de chuparle la luz al día más soleado y ningún día estaba exento de eso. Ni siquiera el día en el que ella cumplía dieciocho años. Él siempre sabía cómo hacer que se sintiera mal.
Intentó correr más para dejar atrás sus sentimientos, con el aliento desgarrándole el pecho y el corazón golpeándole como puños en un saco de boxeo.
«Solo causas problemas. Eres una inútil, no sirves para nada, una estúpida…».
Si era tan inútil como él creía, seguramente debería meterse en el mar y no salir más, pero él se alegraría de librarse de ella, y Fliss no tenía la menor intención de hacer nada que pudiera alegrarle.
Últimamente se había esforzado por estar a la altura de la baja opinión que tenía de ella, no porque quisiera causar problemas, sino porque las normas de él no tenían ningún sentido y era imposible complacerlo.
Lo más cruel de todo era que él ni siquiera tendría que estar allí.
Los meses de verano eran su oasis de tiempo sin él. Tiempo que ella pasaba con sus hermanos, su madre y su abuela, mientras su padre se quedaba en la ciudad y se llevaba su ira al trabajo todos los días.
Fliss amaba esas semanas preciosas cuando la luz atravesaba la oscuridad y en la casa solo entraban sol y risas. Se acostaban tarde y por las mañanas se sentían más ligeros y felices. Algunos días se llevaban el desayuno a la playa y lo tomaban al lado del mar. Esa mañana, el día de su cumpleaños, habían elegido una cesta de melocotones maduros. Ella se estaba limpiando el jugo de la barbilla cuando oyó las ruedas del coche de su padre aplastando la grava de la casa de la playa.
Su hermana gemela había palidecido. Había soltado el melocotón que tenía entre los dedos y este había caído sobre la arena y dejado de resultar apetitoso. «Como mi vida», había pensado Fliss, ocultando su consternación.
Su madre había reaccionado con pánico, poniéndose los zapatos a toda velocidad e intentando al mismo tiempo domesticar el pelo rubio agitado por el viento con una mano que temblaba como una rama de árbol en una tormenta. En verano era una mujer diferente. Los que no conocieran a su familia podrían pensar que ese cambio se debía al ritmo relajado de la vida en la playa, pero Fliss sabía que se debía a que estaban lejos de su padre.
Y ahora él aparecía allí para entrometerse en su idílica playa.
Su hermano, tranquilo como siempre, había asumido el control de la situación. Había dicho que seguramente sería un repartidor. O un vecino.
Pero todos sabían que no era un repartidor ni un vecino. Su padre conducía igual que hacía todo lo demás, con rabia, pisando el acelerador y haciendo volar la grava en todas direcciones. La ira era su tarjeta de presentación.
Fliss sabía que era él, y el sabor dulce del melocotón se volvió amargo en su boca. Estaba acostumbrada a que su padre le arruinara la vida, pero ¿ahora le iba a arruinar también el verano?
El cielo azul sin nubes resultaba plomizo y ella sabía que arrastraría su malhumor como una pesada cadena hasta que se marchara su padre.
Estaba decidida a verlo lo menos posible, razón por la cual había optado por huir a la playa y no a su dormitorio.
Como las chanclas frenaban su avance, se las quitó. Cuando echó a correr de nuevo, sus pies no hacían ruido y sentía la arena fresca y suave en las suelas. En la distancia veía la espuma blanca de las olas chocando contra las rocas y oía el golpeteo y el ruido siseante que hacían al avanzar y al retroceder.
En algún lugar, lejos, oyó que gritaban su nombre y apretó el paso.
No quería ver a nadie. Todavía no. Se sentía sensible y vulnerable. Estaba acostumbrada a guardar sus sentimientos para sí, pero en aquel momento le parecía que no había sitio para todos. Llenaban el espacio alrededor de su corazón y le provocaban dolor de cabeza y escozor de ojos. No iba a llorar. Nunca lloraba. No le daría esa satisfacción a su padre. Si sentía los ojos acuosos, era a causa del viento.
—¡Fliss!
Volvió a oír su nombre y casi perdió el paso porque esa vez reconoció la voz. Seth Carlyle. El hijo mayor de Matthew y Catherine Carlyle. Una familia rica de varias generaciones. Una familia de triunfadores formada por personas inteligentes y decentes. Con clase. Una familia que no tenía nada que ocultar, donde nadie alzaba la voz y los hijos no temblaban de miedo. Estaba segura de que Catherine Carlyle no caminaba pegada a las paredes para no llamar la atención de su esposo y no podía imaginar de ningún modo a Matthew Carlyle alzando la voz. En aquella casa, los platos serían un recipiente para comer, no un arma arrojadiza. Y estaba segura de que Seth nunca avergonzaba ni enojaba a su padre. Era el hijo ideal.
También era amigo de su hermano. Si descubría que estaba disgustada, se lo diría a este y Daniel se colocaría una vez más entre su padre y ella. Su instinto protector lo había puesto en la línea de fuego más veces de las que Fliss quería contar. No le importaba que lo hiciera por su hermana gemela, porque, cuando Harriet se ponía nerviosa, tartamudeaba tanto que no podía hablar por sí misma, pero Fliss no quería que lo hiciera por ella. Podía librar sus propias batallas y en aquel momento le apetecía combatir hasta la muerte.
Siguió corriendo, sin hacer caso de la voz de Seth. Sabía que no la seguiría. Volvería con su grupo a seguir jugando al vóley playa, o quizá a hacer surfing o a nadar. Las cosas que había planeado hacer ella ese día, antes de que llegara su padre sin avisar a pasar el fin de semana y lo estropeara todo.
Corrió hasta que llegó a las rocas. Se subió a sus bordes afilados sin detenerse y sin hacer caso de un pinchazo fuerte en la palma de la mano y aterrizó en la arena suave del otro lado.
Había ido a aquella parte de los Hamptons desde pequeña y los días pasados allí con sus hermanos y con su abuela le habían proporcionado los únicos recuerdos felices de su infancia.
—¿Fliss? —era Seth de nuevo, y esa vez su voz sonaba más profunda, más baja, más próxima.
¡Maldición!
—¡Déjame en paz, Seth!
Él no lo hizo. Cruzó las rocas, ágil y atlético, tapando el sol con sus hombros. Solo llevaba pantalones cortos de surf. Su pecho era grande y fuerte, con gotas de agua brillando en él. Estaba en el equipo de natación de la universidad y los cuatro veranos que había trabajado como socorrista lo habían vuelto musculoso. En la isla todo el mundo sabía que Seth Carlyle había arriesgado una vez su vida para salvar a dos niños que no habían hecho caso de las advertencias y se habían adentrado en el mar con una colchoneta hinchable. Seth era así. Siempre hacía lo correcto.
En cambio ella siempre hacía lo que no debía.
Había pasado el verano oyendo a las otras chicas suspirar por Seth, y no era nada difícil entender lo que veían en él. Era listo, agradable y seguro de sí mismo sin resultar chulo. Y sexy. Increíblemente sexy, con aquel cuerpo fuerte y una piel que adquiría un tono dorado al primer contacto con el sol. Su cabello y sus ojos eran muy oscuros, herencia del lado paterno de la familia, de origen italiano. Tenía la misma edad que el hermano de ella, por lo que resultaba demasiado mayor para Fliss. A su padre le daría un infarto si salía con alguien cinco años mayor. «Las chicas de tu edad tienen que salir con chicos, no con hombres».
Viendo acercarse a Seth, sintió que se le tensaban los músculos. Al parecer, su libido no había recibido el mensaje de advertencia. O eso, o la atracción sexual no respetaba edades.
O quizá lo deseaba porque sabía que a su padre le daría un ataque.
Él se detuvo delante de ella.
—¿Qué te pasa?
¿Cómo sabía que le pasaba algo? Fliss había tenido años de práctica en ocultar sus sentimientos, pero Seth siempre parecía ver a través de las capas protectoras que ocultaban la verdad a todos los demás.
Harriet y ella solían decir en broma que él parecía una máquina de rayos X o un escáner, pero la realidad era que se trataba de un chico terriblemente intuitivo. O quizá sería más apto decir que él era intuitivo y ella tenía miedo.
Si hubiera querido que la gente supiera lo mal que se sentía la mayor parte del tiempo, se lo habría dicho.
—No me pasa nada —contestó.
No mencionó la pelea con su padre. Nunca hablaba de eso con nadie. No quería que la gente lo supiera. No quería compasión, no quería lástima y, sobre todo, no quería que la gente supiera lo mal que le hacían sentirse esas peleas con su padre, no solo porque había aprendido a ocultar sus sentimientos, sino también porque una parte de ella temía que decir en alto esas palabras sería darles credibilidad. No quería poner voz a la desagradable idea de que quizá su padre tuviera razón y ella fuera tan inútil como él creía.
Pero Seth no se conformaba tan fácilmente.
—¿Estás segura? Porque no pareces una mujer que esté celebrando su decimoctavo cumpleaños.
«Mujer».
La había llamado mujer.
Fliss se sintió mareada. Y tuvo la impresión de que se evaporaba la diferencia de edad y el aplomo y la fuerza reemplazaban a la duda y la inseguridad.
—Quería estar un rato a solas —dijo.
—¿En tu cumpleaños? Eso no me parece bien. Nadie debería estar solo en su cumpleaños, y mucho menos en el de los dieciocho.
Hacía años que se conocían, pero aquel verano habían intimado más que nunca. A diferencia de su padre, a Seth nunca parecían molestarle sus ocurrencias. Una noche en la que había decidido salir a nadar desnuda muy tarde, su hermana le había suplicado que no lo hiciera, pero Seth se había limitado a reírse. No la había acompañado, pero la había esperado en las rocas hasta verla regresar sana y salva. Porque Seth Carlyle siempre hacía lo correcto.
Aun así, no la había juzgado ni sermoneado, simplemente le había tendido una toalla y se había tumbado en la arena como si hubiera terminado su trabajo. Nunca la había tocado y ella había deseado un millón de veces que lo hiciera, aunque sabía que la cuidaba porque era amigo de Daniel y una persona responsable.
Se descubrió deseándolo una vez más. Lo cual, en su opinión, probaba que ella era cualquier cosa menos una persona responsable.
Para estar segura de no ceder a la tentación y abrazarlo, se abrazó a sí misma.
Él bajó la mirada.
—Te has cortado la mano. Deberías tener más cuidado con esas rocas. ¿Te duele?
—No —ella se puso la mano a la espalda. En parte quería que él se fuera y en parte quería que se quedara.
—Si no te duele, ¿por qué lloras? —preguntó él.
¿Estaba llorando? Fliss se pasó el dorso de la mano por la mejilla y descubrió que estaba húmeda.
—Me ha saltado arena a los ojos cuando corría —dijo.
Él creía que lloraba por las heridas que estaban a la vista.
No sabía que había heridas que ella tenía escondidas.
—¿Por qué corrías? —preguntó Seth.
Le puso las manos en los brazos y tiró de ellos con gentileza. Le volvió las manos para examinarlas. Sus dedos eran grandes y fuertes y la mano de ella parecía pequeña en las de él. Delicada.
Fliss no quería ser delicada. Su madre era delicada. Verla lidiar con su tormentoso matrimonio era como ver a una margarita esforzarse por mantenerse erguida en un huracán. Fliss quería ser dura como un espino. El tipo de planta que la gente trataba con respeto y cuidado. Y estaba ferozmente decidida a ganarse bien la vida para no encontrarse jamás atrapada en la situación en la que se había visto su madre.
«Si dejo a tu padre, os perderé a vosotros. Él se aseguraría de que no me dieran la custodia y yo no tengo dinero ni influencia para combatir eso».
Seth bajó la cabeza y ella vio cómo le caían los mechones de pelo moreno sobre la frente. Ansiaba tocarlos, deslizar los dedos a través de ellos para sentir su suavidad en las manos. Y quería tocar también los músculos fuertes de sus hombros, aunque ya sabía que esos no serían suaves, sino duros y fuertes. Lo sabía porque el verano anterior alguien la había tirado al agua y Seth la había sacado. Y estar en sus brazos era algo que ninguna chica olvidaría fácilmente.
Nerviosa, subió la mirada al rostro de él. Su nariz tenía un ligero bulto, debido a una lesión de fútbol del verano anterior, y tenía también una cicatriz en la barbilla, de cuando se había dado de cabeza con una tabla de surf y habían tenido que darle catorce puntos.
A ella eso no le importaba. En su opinión, Seth Carlyle era la perfección personificada.
Había algo que lo diferenciaba de los demás. No era solo que fuera más mayor, era más bien su seguridad. Sabía lo que quería. Se concentraba en ello y conseguía que hacer lo que debía resultara sexy. Estudiaba Veterinaria y Fliss sabía que esa profesión se le daría bien y su padre estaría orgulloso.
El de ella no.
El padre de ella siempre se mostraría desdeñoso, exasperado y enfadado, pero nunca orgulloso.
Y Fliss no quería arrastrar a Seth en la caída.
Apartó la mano y cerró el puño para evitar tocarlo.
—Vete con los otros —dijo—. Estás desperdiciando un buen día de playa.
—No desperdicio nada. Estoy exactamente donde quiero estar —repuso él.
Su mirada se posaba exclusivamente en ella. Y entonces le dedicó aquella sonrisa fácil suya que hacía que Fliss se sintiera como si fuera la única mujer en el mundo. No sabía qué la afectaba más, si el modo en que él curvaba la boca o las minúsculas arruguillas que se formaban en las esquinas de sus ojos.
Sintió cosquillas en el estómago. Después de haberse sentido no querida, era un gran cambio sentir todo lo contrario.
¿Qué ocurriría si le echaba los brazos al cuello y lo besaba? ¿Seth se dejaría llevar y haría lo que no debía por primera vez en su vida? Quizá le quitaría la virginidad allí mismo en la arena. Entonces su padre tendría un motivo real para quejarse.
Esa idea le hizo fruncir el ceño. No quería que nada relacionado con su padre, aunque fuera un mero pensamiento, mancillara su relación con Seth.
—No deberías estar aquí conmigo —ella se echó hacia atrás, se apoyó en la roca y le lanzó una mirada de fiereza diseñada para espantarlo, pero no funcionó con él.
—He visto un coche fuera de tu casa. ¿Ha venido tu padre? No suele venir en verano, ¿verdad?
Fliss tuvo la misma sensación que si acabara de zambullirse desnuda en el Atlántico.
—Ha llegado esta mañana. Ha decidido darnos una sorpresa.
La mirada de Seth seguía fija en el rostro de ella.
—¿Para celebrar vuestro cumpleaños o para arruinarlo?
«Él lo sabe».
Fliss se encogió de horror y vergüenza. ¿Por qué no podía tener una familia normal como los demás?
—No me he quedado a descubrirlo —repuso.
—Quizá quería daros su regalo en persona.
—Eso lo hace tu padre, no el mío —contestó ella, sin apenas ser consciente de lo que decía—. El mío no ha traído regalos.
—¿No? En ese caso, me alegro de haberte traído uno yo —Seth apoyó un brazo en la roca, detrás de ella, y metió la otra mano en el bolsillo del pantalón corto—. Espero que te guste.
Fliss apartó la vista de los bíceps de él para mirar la bolsita de terciopelo de color crema que tenía en la mano.
—¿Tú me has comprado un regalo?
—Una mujer no cumple dieciocho años todos los días.
Otra vez aquella palabra. Mujer. Y le había comprado un regalo. Había elegido algo para ella. No lo habría hecho si no le importara nada, ¿verdad?
A la averiada autoestima de ella le vino bien aquello. Fliss se sentía más mareada y aturdida que el día que se había llevado a escondidas una botella de vodka a la playa.
—¿Qué es? —preguntó.
—Ábrelo y míralo.
Ella tomó la bolsa. Conocía el logotipo impreso en color plata y sabía que lo que había dentro no era barato. Harriet y ella pasaban por aquella joyería exclusiva cuando tenían ocasión de ir a la ciudad, pero los precios les impedían entrar en la tienda. Por supuesto, para un Carlyle, el precio no era un problema.
Fliss sacó el contenido de la bolsita y por un momento olvidó respirar porque nunca había visto nada tan bonito. Era un colgante, una caracola de plata con una cadena de plata. Era el regalo más reluciente y hermoso que le habían hecho jamás.
Olvidó su resolución de mantener las distancias y lo abrazó. Él olía a sol, a sal marina y a hombre. A hombre sexy y apasionado. Y ella recordó demasiado tarde que solo llevaba un pantalón corto minúsculo y una camiseta de tirantes. Por la poca barrera que creaban, era como no llevar nada. Su piel rozaba la de él y le aferraba los hombros. Bajo la piel sedosa y bronceada de él, sentía el bulto de sus músculos fuertes y la presión peligrosamente deliciosa de su cuerpo.
Sabía que debía dejarlo ir. A su padre le daría un ataque si la viera. No le gustaba que fuera con chicos.
Pero Seth no era un chico, ¿verdad? Era un hombre. Un hombre que reconocía que ella era una mujer. La primera persona que la veía de ese modo, y ella decidió que ese podía ser el mejor regalo de cumpleaños de todos los tiempos.
Su padre le hacía sentir que no era nada, pero Seth… Seth le hacía sentir que lo era todo.
—Fliss… —dijo él con voz ronca. Bajó las manos a las caderas de ella y la sujetó inmóvil—. No deberíamos… Estás disgustada…
—Ya no —repuso ella.
Apretó su boca contra la de él para no darle tiempo a decir nada más. Sintió el frescor de sus labios y su sobresalto y pensó para sí que, si él se apartaba, se moriría de vergüenza allí mismo, sobre la arena.
Pero él no se apartó, sino que la atrajo hacia sí con decisión, atrapándola contra la longitud sólida de su cuerpo. Detrás de ella oía el ruido del mar, pero allí, en la intimidad de las dunas, solo existían Seth y la magia indescriptible de aquel primer beso.
Cuando él ladeó la cabeza y le devolvió el beso, ella pensó que su dieciocho cumpleaños había pasado de ser el peor día de su vida a convertirse en el mejor. Empezó a derretirse bajo la invasión erótica de la lengua de él y la caricia íntima de sus manos y dejó de pensar en su padre. Solo podía pensar en lo que la boca de Seth le hacía sentir. ¿Quién lo habría imaginado? ¿Quién iba a suponer que el aquel buen chico tenía un lado malo? ¿Dónde había aprendido a besar así?
Se dijo que ella se merecía un poco de romance en su dieciocho cumpleaños. Se merecía aquello.
Nada ni nadie la había hecho sentirse nunca así.
Y jamás hacer lo que no debía le había producido una sensación tan maravillosa.
Diez años después…
—He decidido que deberíamos ampliar el negocio.
Fliss se quitó los zapatos, los dejó en medio del suelo y entró descalza en la cocina.
—¿Has visto nuestra agenda del próximo mes? No hay ni un hueco libre. El trabajo se ha duplicado y las reservas han aumentado mucho. Es hora de capitalizar nuestro éxito y pensar en crecer —«de avanzar y de crecer hacia arriba», pensó. Era una buena sensación.
Su hermana, que estaba ocupada alimentando a un cachorro al que había adoptado, se mostró menos entusiasta.
—Ya hemos cubierto todo el lado este de Manhattan —comentó.
—Lo sé, y no sugiero que ampliemos la parte del negocio que consiste en pasear perros —Fliss lo había pensado bien, había estudiado a la competencia y había hecho números. Su cabeza estaba llena de posibilidades—. Creo que deberíamos diversificarnos en un área que tenga mejores márgenes de beneficios. Ofrecer servicios adicionales.
—¿Como cuáles? —Harriet abrazó al cachorro—. Somos un negocio de pasear perros. Los Rangers Ladradores. ¿Estás pensando en que nos ofrezcamos a pasear gatos? ¿Que nos convirtamos en Los Rangers Maulladores?
—Ya alimentamos y cuidamos gatos si el dueño lo pide. Estoy pensando en canguros de mascotas. Cubrir noches y vacaciones —explicó Fliss.
Eso atrajo la atención de su hermana.
—¿Quieres que pase la noche en casa de un desconocido? Olvídalo.
—Obviamente, el desconocido no estaría allí. Si el dueño está en la casa, no necesita un canguro.
—Sigue sin gustarme —Harriet arrugó la nariz—. Me gusta mi casa. Y, si hago eso, ¿qué hago con los animales de acogida?
—Todavía no he pensado en eso —repuso Fliss, que sabía que no podía sugerirle a su hermana que redujera su compromiso de acoger animales. Era imposible que Harriet le diera la espalda a un animal en apuros.
Y ella no quería ver a su hermana triste.
Había crecido protegiendo a Harriet. Primero de su padre y después de todo y de todos los que amenazaran a su hermana gemela.
Proteger a Harriet era lo que le había dado la idea de montar aquel negocio y, si se iban a expandir, tenía que presentar su idea poco a poco.
Miró el teléfono para revisar las reservas nuevas.
—Solo digo que quiero hacer algo más con el negocio, no hay por qué preocuparse.
—No estoy preocupada exactamente. Pero no comprendo a qué viene esto. ¿Hemos tenido quejas de alguno de nuestros paseantes de perros o algo así?
—No. Nuestros paseantes son los mejores del mundo. Principalmente porque tú tienes un instinto infalible para detectar cuándo a alguien no le gustan de verdad los animales. Nuestro procedimiento de filtración es excelente, y nuestro porcentaje de abandono es de casi cero.
—Y entonces, ¿por qué este cambio repentino?
—No es repentino. Cuando tienes un negocio propio, es importante evolucionar. Hay mucha competencia en este trabajo —repuso Fliss. Había visto exactamente cuánta competencia había, pero no se lo dijo a Harriet. No tenía sentido preocuparla.
—Pero tú misma has dicho que muchas personas que se establecen como paseantes de perros no son de fiar. La gente no va a entregar a sus queridos animales a un paseante que no es de fiar. Nunca hemos perdido un cliente. Jamás. Los clientes confían en nosotras.
—Y también confiarán en nosotras para ir a sus casas, razón por la que creo que deberíamos ampliar el servicio que ofrecemos. Estoy considerando también dar clases sobre cómo inculcar obediencia. Se me ocurren algunos perros que podrían beneficiarse.
Harriet sonrió.
—¿Quién ha sido esta vez? ¿Perro o dueño?
—Perro. Se llama Ángel.
—¿El caniche? ¿El perro de ese editor de revista?
—Ese mismo —Fliss puso los ojos en blanco al recordarlo. No compartía la tolerancia de Harriet en lo referente a perros que se portaban mal—. Si hay un perro al que no le pega nada su nombre, es ese. Puede ser un ángel por fuera, pero por dentro es un demonio.
—Estoy de acuerdo, pero no entiendo por qué un perro que se porta mal te hace cuestionarte todo el negocio. Nuestro negocio va bien, Fliss. Lo has hecho muy bien.
—Lo hemos hecho muy bien —recalcó esta. Y vio que Harriet se ruborizaba.
—Principalmente tú.
—Eso son tonterías. ¿De verdad crees que habría llegado tan lejos sin ti?
—Tú eres la que consigue el negocio. Te ocupas de las finanzas y de las llamadas telefónicas difíciles.
—Y tú haces tan felices a los animales y a sus dueños, que nuestras recomendaciones de boca a boca se han disparado. Es nuestro negocio, somos un equipo. Lo hemos hecho bien, pero ahora quiero hacerlo mejor aún —repuso Fliss.
Su hermana suspiró.
—¿Por qué? ¿Qué es lo que quieres demostrar?
—No quiero demostrar nada. ¿Es malo querer crecer en los negocios?
—No, si eso es lo que de verdad quieres, pero a mí me gustaría tener tiempo para disfrutar de mi trabajo. No quiero ir siempre corriendo al siguiente objetivo. Y, si ampliamos el negocio, tendríamos que encontrar un local.
—Ya lo he pensado. Y creo que podemos buscar algo que tenga espacio para una oficina. Así no tendríamos el apartamento lleno a rebosar de papeles y yo podría encontrar mi cama. Y la cafetera —alzó la vista desde el teléfono hasta el montón de papeles que había en la encimera y que parecía crecer día a día—. Antes había una cafetera por aquí. Con un poco de suerte, quizá la encuentre antes de que muera de mono de cafeína.
—La moví yo. Tuve que ponerla fuera del alcance de Sunny. Muerde todo lo que encuentra —Harriet se levantó con el cachorro debajo del brazo. Empujó con el pie los zapatos de Fliss a un lado de la estancia y levantó los papeles—. Hay un mensaje en el contestador. No he llegado a tiempo. Un cliente nuevo.
—Le devolveré la llamada. Sé que no te gusta hablar con desconocidos por teléfono —Fliss sacó una barrita energética del armario y vio que su hermana fruncía el ceño—. No me mires así. Al menos estoy comiendo.
—Podrías comer algo más nutritivo.
—Esto es nutritivo —Fliss pulsó el botón de la cafetera—. Y volviendo a mi plan…
—No quiero pasar la noche en el apartamento de otra persona. Me gusta mi cama. Tendríamos que contratar a alguien y eso sería caro. ¿Podríamos permitírnoslo?
—Si hubieras prestado atención en la última reunión de la empresa, no harías esa pregunta.
—¿Te refieres a la reunión donde comimos pizza para llevar y yo tuve que darles el biberón a los gatitos?
—La misma.
—Entonces no creo que te prestara mucha atención. Hazme un resumen.
—Te resumiré lo más interesante. Y es que el negocio pinta bien —Fliss sirvió café en dos tazas con la cabeza zumbándole. Era un zumbido que parecía crecer con cada nuevo éxito—. Mejor que en nuestros sueños más salvajes —miró a su hermana—. Aunque tú no tienes sueños salvajes.
—¡Eh! Sí tengo sueños salvajes.
—¿En ellos estás desnuda y retorciéndote entre sábanas de seda con un hombre sexy y desnudo?
Harriet se sonrojó.
—No.
—Entonces te aseguro que tus sueños no son salvajes —Fliss tomó un trago de café y notó la cafeína brincando por sus venas.
—Mis sueños no son menos válidos que los tuyos solo porque el contenido sea distinto —Harriet dejó con brusquedad al cachorro en su cesta—. Los sueños tienen que ver con desear y necesitar.
—Ya lo he dicho yo, desnudos, sábanas de seda, hombre sexy.
—Hay otras formas de desear y necesitar. No me interesa una noche sola de sexo.
—¡Eh!, si él fuera lo bastante sexy, estaría dispuesta a prolongarlo varios días, hasta que ambos estuviéramos muriendo de hambre o de sed.
—¿Cómo es posible que seas mi hermana gemela? —preguntó Harriet.
—Yo me pregunto lo mismo a menudo —repuso Fliss.
Tan a menudo como daba gracias por ello. ¿Cómo sobrevivía la gente sin una hermana gemela? Si su infancia le había producido la sensación de estar atrapada en una habitación sin ventanas, Harriet había sido su oxígeno. Juntas habían descubierto que un problema sí parecía menor cuando se compartía, como si cada una pudiera acarrear la mitad y así hacer que pesara menos. Y, si en el fondo sabía que su hermana compartía más que ella, se consolaba pensando que ella protegía a Harriet. Algo que había hecho toda la vida.
—Porque soy gemela tuya es por lo que conozco tus sueños tan bien como los míos. Los tuyos son una casita blanca en la playa, con una valla, un doctor sexy que te adore y un montón de animales. Olvídalo. Si quieres ese tipo de relación, tendrás que buscarla en los libros. Y ahora volvamos a los negocios. Creo que Los Rangers Ladradores podemos ofrecernos legítimamente como canguros de mascotas e incluso posiblemente también cuidados de belleza para perros y entrenamiento en obediencia. Considéralo una prolongación de lo que hacemos. Podemos ofertar paquetes con…
—Un momento —Harriet frunció el ceño—. ¿Estás diciendo que el amor solo existe en los libros?
—El tipo de amor que tú quieres solo existe en los libros.
—Solo tienes que ver a nuestro hermano para saber que eso no es cierto.
—Daniel se enamoró de Molly. Solo hay una Molly. Y básicamente están juntos porque sus perros son muy buenos amigos —Fliss miró a su hermana y se encogió de hombros—. Está bien, parecen felices, pero ellos son la excepción, y probablemente sea porque Molly es una experta en relaciones. Eso le da una ventaja injusta que no tenemos las demás.
—Quizá, en vez de ampliar el negocio, deberías tomarte tiempo libre. Has trabajado mucho desde que montamos el negocio —comentó Harriet—. Cinco años ya y casi no te has parado a respirar
—Seis años —Fliss sacó un yogur del frigorífico—. ¿Y para qué quiero tiempo libre? Me encanta estar ocupada. Estar ocupada es la droga que he elegido yo. Y me encanta nuestro negocio. Tenemos libertad. Opciones —cerró la puerta con el pie y vio que Harriet hacía una mueca.
—A mí también me encanta nuestro negocio —declaró esta—. Pero me gustan asimismo las partes de mi vida que no tienen nada que ver con él. Tú has hecho que tenga mucho éxito —vaciló—. No tienes que demostrar nada.
—No estoy demostrando nada —mintió Fliss. Y una voz en su cabeza gritó más alto que nunca: «Inútil, incompetente, nunca harás nada de provecho».
—¿Nunca quieres algo más de la vida? —preguntó Harriet.
—¿Más? —Fliss introdujo una cuchara en el yogur y decidió que había llegado el momento de cambiar de conversación, pues esa empezaba a resultar incómoda—. Soy joven, libre, soltera y vivo en Nueva York. ¿Qué más se puede pedir? Tengo el mundo a mis pies. La vida es perfecta. En serio, ¿crees que puede haber algo más perfecto?
Harriet la miró con seriedad.
—No lo has hecho, ¿verdad?
A Fliss le latió con fuerza el corazón. Su apetito desapareció.
Aquella era una de las desventajas de tener una hermana gemela. Podía ocultarle sus sentimientos a todo el mundo menos a ella.
Dejó el yogur en la mesa y decidió que tenía que esforzarse más. No quería que Harriet supiera que estaba aterrorizada, eso le provocaría ansiedad.
—Lo iba a hacer. En serio. Tenía el edificio a la vista y había memorizado lo que iba a decir…
—¿Pero…?
—Mis pies no querían avanzar en esa dirección. Estaban pegados al suelo. Luego se giraron y echaron a andar en dirección contraria. Intenté discutir con ellos. Dije: «Pies, ¿qué os creéis que hacéis?». Pero ¿me escucharon? No —¿y cuándo se había vuelto tan patética? Se encogió de hombros en un gesto que quería hacer pasar por indiferencia—. Por favor, no digas lo que sé que vas a decir.
—¿Qué iba a decir?
—Ibas a decir amablemente que hace ya tres semanas que Daniel se lo encontró y…
—Seth —dijo Harriet—. Al menos di su nombre. Eso sería un comienzo.
¿El comienzo de qué? Fliss no quería empezar algo que tanto se había esforzado por dejar atrás.
Y no podía culpar a su hermana por presionarla porque ella no había sido sincera y no le había dicho a Harriet cómo se sentía.
—Seth —dijo. Y el nombre casi se le atascó en la garganta—. Hace tres semanas que Daniel se encontró con Seth… en la consulta de veterinaria. El plan era que yo asumiría el control de la situación e iría a verlo para evitar un encuentro incómodo en la calle.
—¿Has cambiado de plan?
—Oficialmente, no. Es más bien que el plan no funciona. Resulta violento —contestó Fliss. Eso podía admitirlo, ¿no? Que algo resultara violento no era tan malo como que fuera terrorífico—. Y no creo que un encuentro en la calle pueda ser más incómodo que uno cara a cara en la clínica.
—Imagino que sí resulta algo violento, pero…
—¿Algo violento? Eso es como llamar brisa a un huracán. Esto no es algo violento, es muy violento, es… —Fliss buscó una palabra apropiada, pero no la encontró—. ¡Olvídalo! No hay ningún calificativo que describa bien esta situación —y si lo hubiera, ella no lo diría. No quería que Harriet supiera lo mal que se sentía.
—Por «esta situación» te refieres a tropezarte con tu ex.
—Siempre consigues convertir una situación altamente compleja y delicada en algo sencillo.
—Probablemente sea el mejor modo de mirarlo. No pensarlo demasiado —Harriet sacó al cachorro de la cesta para ponerlo en el suelo y se incorporó—. Han pasado diez años, Fliss. Sé que fue una época traumática.
—No es necesario dramatizar —repuso su hermana. ¿Por qué sentía la boca tan seca? Sacó un vaso del armario y se sirvió agua—. Estuvo bien.
—No estuvo bien, pero todo lo que ocurrió ya es cosa del pasado. Tú tienes una vida nueva y él también.
—Nunca pienso en eso —repuso Fliss. La mentira le salió con facilidad, aunque raramente pasaba un día en el que no pensara en ello. También pensaba en cómo habría sido la vida de Seth si no la hubiera conocido y, en ocasiones, cuando se permitía ese gusto, en cómo habría sido su vida con Seth Carlyle de haber sido otras las circunstancias.
Harriet la observaba con una mezcla de preocupación y exasperación.
—¿Estás segura? —preguntó—. Porque fue muy importante.
—Como tú mis has dicho, han pasado diez años.
—Y no has vuelto a tener ninguna relación seria en este tiempo.
—No he encontrado a nadie que me interesara —nadie que estuviera a la altura. Nadie que le hiciera sentir lo que le había hecho sentir Seth. Había días en los que se preguntaba si lo que había sentido había sido real o si su cerebro adolescente había magnificado esas sensaciones.
—Me molesta que no me cuentes lo que sientes —intervino Harriet—. Entiendo que se lo ocultes todo a papá e incluso a Daniel. Pero ¿a mí?
—Yo no oculto nada.
—Fliss…
—Está bien, puede que oculte algunas cosas, pero sobre eso no puedo hacer nada. Yo soy así.
—No, tú aprendiste a ser así. Y las dos sabemos por qué —Harriet, nerviosa, se agachó a quitarle al cachorro de la boca un zapato de Fliss.
Esta miró a su hermana. El impulso de confiarse a ella eclipsaba momentáneamente su ansia de secreto.
—A veces pienso en ello. En él —¿por qué había dicho eso? Si abría la puerta una rendija, era probable que sus sentimientos salieran en tromba y ahogaran a todo el mundo a su alrededor.
Harriet se enderezó despacio.
—¿En qué parte piensas más?
En el fatídico cumpleaños. En el beso en la playa. En la boca y en las manos de él. En la risa, el sol, el olor a mar. En la pasión y la promesa.
Lo recordaba todavía claramente. Casi tan claramente como todo lo demás que había sucedido después.
—Olvídalo. No pienso mucho en eso.
—¡Fliss!
—¡Está bien! Sí que pienso. En todo. Pero lidiaba bastante bien con eso hasta que Daniel me dijo que había visto a Seth aquí en Nueva York —se suponía que había que dejar el pasado atrás, pero ¿qué hacer cuando este te seguía?—. ¿Crees que sabía que yo vivía aquí?
Nueva York era una ciudad de ocho millones de habitantes. Ocho millones de personas ajetreadas, todas corriendo de acá para allá ocupadas con sus cosas. Era una ciudad de posibilidades, pero una de esas posibilidades era vivir en el anonimato, mimetizarse con la gente. Y Fliss lo había conseguido perfectamente, hasta el día en que Seth Carlyle había aceptado un puesto en la clínica veterinaria a la que ellas acudían regularmente.
—¿En Nueva York? No lo sé. Dudo que supiera que estaría tan cerca de ti. Después de todo, no habéis estado en contacto.
—No. Nunca —contestó Fliss. No habría podido soportar ponerse en contacto. Si lo hubiera hecho, no habría podido pasar página ni intentar no mirar atrás.
Él tampoco se había puesto en contacto, así que probablemente había adoptado el mismo enfoque.
Harriet volvió a colocar al cachorro en su cesta.
—Sé que parece difícil, pero tú te has hecho una nueva vida y él también.
—Lo sé, pero ojalá no hubiera decidido trasladar su vida a mi entorno. Me gustaría poder pasear por unas cuantas manzanas alrededor de donde vivo sin tener que asomarme por las esquinas como una fugitiva.
—¿Eso es lo que haces? —preguntó Harriet. Y Fliss se arrepintió de haberlo dicho en cuanto vio su sorpresa.
—Hablaba hipotéticamente —contestó.
—Si hubieras hecho lo que decidiste que ibas a hacer, entrar allí y decir: «Hola, me alegro de volver a verte», ya habrías arreglado eso y no tendrías que mirar por encima del hombro. Las cosas serán más fáciles cuando lo veas por fin.
—Lo he visto —murmuró Fliss—. Estaba de pie en la recepción la semana pasada, cuando hice mi primer intento de acercarme al edificio.
Lo primero que había visto había sido su pelo, y después el modo en que ladeaba la cabeza para escuchar algo que le decía la recepcionista. Siempre había sido un buen oyente. Hacía diez años que no lo tocaba ni estaba cerca de él, pero todo en él resultaba dolorosamente familiar.
Harriet la miraba con la boca abierta.
—¿Lo viste? ¿Por qué no me lo dijiste?
—No había nada que decir. Y no te preocupes, él no me vio.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me tiré al suelo como un militar de las fuerzas especiales en misión secreta y no me moví hasta que estuve segura de que se había ido. Tuve que impedir que un peatón llamara al número de Emergencias, lo cual fue irritante pero también reconfortante, porque los neoyorkinos suelen estar demasiado ocupados con lo suyo para prestar atención a un cuerpo en el suelo. ¿Por qué me miras así?
—Te tiraste al suelo, ¿y pretendes convencerme de que lo tienes superado?
—Lo tengo superado —Fliss apretó los dientes. ¿Su hermana no tenía que pasear a ningún perro ni nada que hacer?—. Tienes razón. Tengo que hacerlo. Tengo que verlo y acabar con esto de una vez —solo pensarlo hacía que se le acelerara el corazón. Era una respuesta de lucha o huida y su cuerpo parecía optar por la huida.
—¿Quieres que te acompañe?
—Lo que de verdad quiero es que te hagas pasar por mí para no tener que ser yo la que lo haga —contestó Fliss. Cuando vio la mirada preocupada de su hermana, se maldijo por hablar demasiado—. ¡Es broma!
—¿De verdad?
—Claro que sí. Si te dejara hacer eso, perdería todo el respeto que pueda tener por mí misma. Tengo que hacerlo personalmente.
—Recuerda lo que dijo Molly. Es mejor que controles tú el encuentro. Pide una cita para uno de los animales. Así tendrás un motivo para ir allí y otro tema de conversación que no seáis vosotros. Si la situación resulta incómoda, podéis dejarla a un nivel profesional.
—¿Tú crees?
—Memoriza una frase. «Hola, Seth, me alegro de verte. ¿Cómo te va?». No me puedo creer que tenga que decirte yo esto. Tú eres la que sabe tratar con la gente y yo la que se pone nerviosa y a la que no le salen las palabras.
—Tienes razón. Debería ser fácil. ¿Y por qué no lo es?
—Probablemente porque dejaste muchas cosas sin resolver.
—Estamos divorciados. ¿Puede haber más resolución que esa?
—Tú estabas enamorada de él.
—¿Qué? No digas locuras. Era un capricho de adolescente, nada más. Sexo en la playa que se volvió más apasionado y salvaje de lo que habíamos planeado —Fliss guardó silencio al ver la mirada firme de Harriet.
—Ya estás otra vez ocultándome tus sentimientos —protestó esta.
—Créeme, tú no quieres que te cuente mis sentimientos —contestó Fliss. Se puso rígida cuando su hermana se acercó a abrazarla—. ¿A qué viene eso? —sintió que Harriet la apretaba con más fuerza.
—Odio verte sufrir —dijo esta.
Y, por eso precisamente, Fliss le ocultaba toda la extensión de su dolor.
—Por supuesto que sí. Tú eres la gemela buena y yo soy la mala.
—También odio que te llames eso. Ya me gustaría a mí tener tus cualidades.
—Tú no tienes sitio para más cualidades. Ya estás llena de ellas.
—No me gusta que me llames «buena». No lo soy y uno de estos días haré algo muy malo para demostrarlo.
—No podrías ser mala aunque te empeñaras, pero, si decides intentarlo, espero que me llames. Me gustaría verlo. Me vas a estrangular, Harriet. No puedo soportar tanto cariño hasta que no tome por lo menos dos tazas de café —repuso Fliss.
Quería separarse porque no se fiaba de no decir más de lo que quería decir. El cariño de su hermana era como una llave que abría una parte de sí misma que prefería tener bien cerrada.
—Tú no eres mala —dijo Harriet.
—Prueba a decirles eso a Seth y al resto de la familia Carlyle —o a su padre—. Él tenía un futuro brillante hasta que llegué yo —Fliss se sirvió otro vaso de agua.
—Es veterinario, no creo que su futuro tenga nada de malo. ¿Y por qué asumes tú toda la responsabilidad de lo que pasó? Él también tuvo algo que decir.
¿De verdad? Al recordar los detalles, Fliss notó que palidecía. Había cosas que no le había contado ni a su hermana gemela. Cosas que no había contado a nadie.
—Tal vez —contestó—. Pero ya es suficiente charla por hoy.
Estaba alterada, como una bola de nieve que hubieran agitado, dejando que sus sentimientos, antes bien asentados, bailaran localmente en el interior de la bola. ¿Cómo podía tener todavía tantos sentimientos después de tanto tiempo? ¿No iban a desaparecer nunca? Era irritante e injusto.
—Si Seth va a vivir aquí, quizá yo debería irme de Nueva York —dijo—. Eso sería una solución.
—Eso no es solución, eso es huida. Tu negocio está aquí. Tu vida está aquí. Te encanta Nueva York. ¿Por qué te vas a ir?
—Porque, ahora que él está aquí, ya no estoy tan segura de que me encante.
—¿Y adónde irías?
—Tengo entendido que Hawái es bonito.
—Tú no te irás a Hawái. Tú vas a canalizar tu guerrera interior e ir a verlo. Le vas a decir: «Hola, Seth, ¿cómo está la familia?». Y después vas a dejar que hable él. Y, cuando termine, te das cuenta de la hora que es y te marchas. Eso es todo. ¿Y cómo sabes que no se alegrará de verte?
—Porque nuestra relación no terminó muy bien precisamente.
—Pero eso fue hace mucho. Él habrá pasado página, como has hecho tú. Probablemente esté casado.
A Fliss se le cayó el vaso de las manos, pero por suerte no se rompió.
—¿Está casado? —preguntó.
¿Y por qué le importaba si estaba casado o no lo estaba? ¿Qué importancia tenía eso? ¿Qué narices le pasaba?
—No sé si está casado. Solo he mencionado que puede ser una posibilidad, pero no tendría que haberlo hecho —Harriet, siempre pragmática, retiró el vaso y empezó a secar el agua con la fregona.
—¿Lo ves? No puedo hablar con él porque no controlo mis emociones —comentó Fliss—. Pero tú sí. Definitivamente, deberías hacerte pasar por mí. Así podríais tener esta conversación y acabar con esto y para ti no sería violento.
Harriet se enderezó.
—No me he hecho pasar por ti desde los doce años.
—Catorce. Olvidas la vez que me hice pasar yo por ti en Biología.
—Porque había un impresentable que no dejaba de atormentarme por mi tartamudeo. Johnny Hill. Tú le diste un puñetazo. ¿Cómo he podido olvidarlo?
—No sé. Fue un gran día.
—¿Estás de broma? Te dieron ocho puntos en la cabeza. Todavía tienes la cicatriz.
—Pero no volvió a molestarte, ¿verdad? Ni él ni ningún otro —Fliss sonrió y se pasó los dedos por la cicatriz escondida debajo del pelo—. Aquello te dio fama de chica dura. Así que me debes una. Vete a ver a Seth. Hazte pasar por mí. Es fácil. Solo tienes que hacer y decir todo lo que nunca harías ni dirías y resultarás convincente.
Harriet sonrió.
—Tú no eres tan mala chica, Felicity Knight.
—Antes lo era. Y Seth pagó el precio.
—Basta ya —dijo Harriet con firmeza—. Deja de decir eso. Deja de pensarlo.
—¿Por qué? Es la verdad —repuso Fliss. Pero ella también había pagado, y tenía la impresión de que esos pagos no terminaban nunca—. Si pudiera encontrar un modo de evitar verlo, lo haría. No tengo ni idea de qué decirle a un hombre al que le arruiné la vida.
A cuatro manzanas de distancia de allí, Seth Carlyle estaba ocupado con un cocker spaniel malhumorado.
—¿Cuánto tiempo lleva así? —preguntó.
—¿Así cómo? ¿Enfadado?
—Me refiero a cuánto tiempo hace que cojea.
—¡Ah! —la dueña frunció el ceño—. Una semana.
Seth examinó al animal con atención. El perro gruñó y él aflojó la presión de los dedos.
—Lo siento. No quería hacerte daño. Pero tengo que echarte un buen vistazo y ver qué es lo que pasa aquí —hablaba y tocaba al perro con gentileza y empezó a sentir que el animal se relajaba bajo sus manos.
—Usted le gusta —la mujer lo miró son sorpresa y un respeto nuevo—. El doctor Steve dice que usted le está ayudando. Me dijo que es usted un veterinario ilustre que ha trabajado en un hospital de animales en California.
—Lo de ilustre no sé, pero la segunda parte es verdad.
—¿Y por qué se ha ido de California? ¿Se ha cansado del sol y los cielos azules?
—Algo así —Seth sonrió y volvió su atención al perro—. Voy a hacer unos análisis para ver si así encontramos la respuesta que buscamos.
—¿Cree que es algo serio?
—Sospecho una lesión en tejidos blandos, pero quiero descartar algunas otras cosas —Seth dio instrucciones al ayudante veterinario, hizo análisis y observó la radiografía—. Debería limitarle el ejercicio.
—¿Y cómo quiere que haga eso?
—Procure tenerlo en un espacio pequeño.
—¿Y no puede pasear por Central Park?
—De momento no. Y que pase tiempo en su caja.
Cuando hubo terminado de tomar notas, se acercó a la recepción.
—¿Meredith?
—Hola, doctor Carlyle —la recepcionista se sonrojó y soltó la revista que leía detrás del escritorio—. ¿Puedo hacer algo por usted? ¿Café? ¿Un bollo? ¿Algo? Lo que sea, solo tiene que pedirlo. Le agradecemos mucho que haya venido a ayudarnos —dijo.
La expresión de sus ojos dejaba claro que aquel «lo que sea» no era una exageración, pero Seth ignoró aquella muda invitación y la expresión esperanzada de sus ojos.
—No necesito nada, gracias. ¿Ha llamado alguien mientras estaba en la clínica?
—Sí —la joven consultó la libreta que tenía delante—. Ha llamado la señora Cook para decir que la herida de Buster está mejor. Uno de los técnicos ha hablado con ella. Y Geoff Hammond ha llamado también por su chucho. Se lo he pasado a Steve.
—¿Eso es todo? —Seth sintió una punzada de decepción y Meredith volvió a comprobarlo, ansiosa por complacer.
—Sí, es todo —alzó la vista—. ¿Por qué? ¿Esperaba a alguien en particular?
«A mi exesposa».
—No —contestó Seth, que no pensaba decir la razón por la que preguntaba.
Estaba esperando que ella acudiera a él. Pensándolo bien, se dio cuenta de que trataba a Fliss más o menos como trataría a un animal herido y asustado. Con paciencia. Sin movimientos bruscos.
Ni siquiera podía fingir que ella quizá no supiera que estaba allí. Se había encontrado con Daniel, su hermano, en su segunda noche en Manhattan. El encuentro había sido incómodo y había dejado claro que la hostilidad de Daniel Knight hacia él no había disminuido con el tiempo. Pero sin duda le habría contado a Fliss que estaba en Manhattan. Los hermanos Knight estaban tan unidos como si los hubieran cosido juntos. Probablemente, en parte sería por su tormentosa vida familiar. Habían forjado un vínculo desde niños. A Seth no le extrañaba que Daniel fuera muy protector con Fliss. Alguien tenía que serlo y, desde luego, ese alguien no iba a ser su padre.
La había conocido cuando era una niña larguirucha de catorce años. Ella formaba parte del grupo de la playa durante los largos y maravillosos veranos en los Hamptons. A primera vista, era indistinguible de su hermana gemela, pero cualquiera que pasara unos minutos en compañía de ambas, sabría enseguida con cuál de las dos estaba hablando. Harriet era reservada y pensativa. Fliss era salvaje e impulsiva y atacaba la vida como si llevara a un ejército a la batalla. Era la primera en meterse en el agua y la última en salir. Nadaba o surfeaba hasta que los últimos rayos de sol se retiraban del mar. Era atrevida, valiente, leal y muy protectora con su hermana. También era temeraria, pero él había captado desesperación en sus actos, casi como si quisiera que alguien la desafiara. Seth a veces pensaba que le ponía demasiado empeño a la vida, que estaba decidida a demostrar algo.
Aquel primer verano no había sabido nada de su vida familiar. Su abuela había tenido la casa de la bahía durante décadas y era muy conocida en la zona. Su hija y sus nietos iban de visita todos los veranos, pero a diferencia de su madre, que participaba activamente en la comunidad tanto allí en la playa como en su residencia, en el norte del estado de Nueva York, la madre de Fliss era prácticamente invisible.
Y luego, un día, habían empezado los rumores. Habían recorrido las calles estrechas y entrado en las tiendas. Una pareja que pasaba cerca había oído voces que hablaban muy alto y después el sonido de un automóvil conduciendo demasiado rápido por las calles estrechas de la isla en dirección a la autopista. Los rumores se esparcían de una persona a otra, en susurros y preguntas, hasta que por fin llegaron a Seth. «Problemas en el matrimonio. Problemas familiares».
Seth había visto muy poco al padre. Casi todas sus impresiones de él procedían de las reacciones que provocaba en Fliss y en Harriet.
—¿Doctor Carlyle? —la voz de Meredith lo devolvió al presente y le recordó que su razón para estar allí era seguir adelante, no ir hacia atrás.
Desde que llegara a Nueva York había visto a Fliss dos veces. La primera en Central Park, en su primer día en Manhattan. Ella paseaba a dos perros, un dálmata lleno de vitalidad y un pastor alemán travieso que parecía decidido a desafiarla. Ella estaba demasiado lejos para salirle al encuentro, así que se había limitado a observar cómo se alejaba y tomar nota de los cambios.
Su cabello seguía siendo del mismo tono rubio mantequilla de antes y lo llevaba recogido como con descuido en la parte superior de la cabeza. Atlética y esbelta, caminaba con decisión y con un toque de impaciencia. Esa actitud lo había convencido de que se trataba de ella y no de Harriet.
Se había convertido en una mujer segura de sí, pero eso no le sorprendía. Siempre había sido una luchadora.
Estaba desesperado por verle la cara, por mirarla a los ojos y ver en ellos la chispa que indicara que lo reconocía, pero ella estaba lejos y no volvió la cabeza.
La segunda vez que la había visto había sido fuera de la clínica. Paseaba indecisa y eso lo convenció de que se trataba de ella y no de su hermana. Adivinó que estaría intentando reunir valor para hablar con él, y por un momento pensó que quizá podrían tener por fin la conversación que deberían haber tenido una década atrás. También había visto el momento exacto en el que ella había perdido el valor y se había marchado.
Seth había sentido exasperación y frustración, seguidas de la determinación de que acabarían hablando costase lo que costase.
La última vez que habían estado juntos la atmósfera estaba llena de emociones. Estas habían impregnado el aire como el humo espeso de un fuego, ahogando todo lo demás. Quizá si ella hubiera sido distinta, más dispuesta a hablar, habrían podido arreglar aquello, pero Fliss, como siempre, se había negado a revelar lo que sentía y, aunque él tenía sentimientos de sobra por los dos, no había sabido cómo llegar hasta ella. La breve intimidad que los había unido se había evaporado.
Se negaba a creer que esa conexión hubiera sido puramente física, pero había sido el aspecto físico el que había acaparado toda su atención.
Si pudiera volver atrás en el tiempo, actuaría de otro modo, pero el pasado ya no existía y solo quedaba el presente.
No habían tenido ningún contacto en diez años, así que su encuentro sería incómodo para ambos, pero era un encuentro que tendría que haberse dado mucho antes y, si ella no iba a él, solo quedaba una opción.
Tendría que ir él a ella.
Había intentado olvidarla. Había intentado superar el pasado. No lo había conseguido y había llegado a la conclusión de que el único modo de avanzar era abordar el problema de frente.
Quería la conversación que tendrían que haber tenido una década atrás. Quería respuestas a las preguntas que yacían latentes en su cabeza. Sobre todo, quería poder cerrar aquella etapa.
Quizá así pudiera pasar página.