Vacío y plenitud - François Cheng - E-Book

Vacío y plenitud E-Book

François Cheng

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Beschreibung

Vacío y plenitud es una de esas obras fundamentales que permiten acceder a la comprensión de la pintura china. Su autor, François Cheng, conocido especialista en poesía y pintura chinas, expone el desarrollo que, a lo largo de quince siglos, ha tenido la pintura en China, pero su estudio no es de carácter histórico sino filosófico. La primera parte explora el sistema de la pintura en relación con la filosofía taoísta a partir de la noción de vacío que todo artista debe conocer, eje fundamental de la concepción china del universo y su comprensión del mundo objetivo, ligado a la idea del aliento vital y al estado supremo al que el hombre debe tender. Cheng explica también al lector occidental la adscripción de este arte a la concepción taoísta, incorporando fragmentos de pintores y tratadistas chinos sobre elementos y momentos de la actividad pictórica.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Prefacio para la nueva edición

Introducción

Nota del autor

Agradecimientos

Vacío y plenitud

Primera parte. El arte de la pintura china a partir de la noción de vacío

Introducción. Una filosofía de la vida en acción

I. El vacío en la filosofía china

II. El vacío en la pintura china

Recapitulación de los términos técnicos

Segunda parte. El arte de la pintura china a partir de la obra de Shitao

I. Arte y vida

II. Ola de piedras

III. Palabras sobre la pintura

IV. La pincelada

V. Nostalgia del regreso al origen

VI. Las transformaciones de la pincelada única

VII. Montaña del pincel, océano de la tinta

VIII. El paisaje, retrato del hombre

IX. La verdadera vida es posible

X. Ramas de ciruelo en flor

Bibliografía

Índice de cuadros

Notas

Créditos

Prefacio para la nueva edición

Publiqué Vacío y plenitud, uno de mis primeros libros, en 1979, el año en que cumplí los cincuenta. La humilde obra, de círculo en círculo, de generación en generación, ha encontrado un público fiel. Yo mismo, entretanto, he seguido un recorrido que me ha orientado hacia otros tipos de creación. Reconozco que, a pesar de sus múltiples impresiones, el libro está guardado en un rincón perdido de mi biblioteca. Me remito a él, desde luego, pero sin el valor de releerlo. Solo sé que contiene lo esencial de lo que quería decir. ¿Cómo soslayar, sin embargo, imaginar ineludibles lagunas y torpezas entre las páginas de una obra escrita en estado febril?

Cuando Vincent Montagne me anuncia el proyecto de una nueva presentación del libro, me embarga una intensa emoción, mezclada con pavor. Testigo discreto de una larga vida, el libro está ahí, siempre el mismo, mientras que yo me encuentro al borde del gran vacío. ¿Qué podría hacer por él? Una nueva luz, quizá. Tras haber hojeado el modesto volumen, para mi sorpresa, no veo qué podría añadir. Como mucho, cual un viejo marino que a fuerza de repetirse acaba encontrando una palabra más sencilla para relatar sus aventuras, me siento capaz de aportar a mis lectores una visión más de conjunto, más global.

En el plano ontológico, en el pensamiento chino, desde el principio, domina la idea del vacío. Laozi, el padre del taoísmo —sobre el siglo VI a. C.—, afirma: «Hay (you) procede de no hay (wu)». Constata que el universo constituido de materias fecundas y sustancias vivas que forman el todo no puede proceder de algo que sería más-o-menos-todo, sino que procede de la nada, que es de otro orden. La nada no es lo mismo que nada, puesto que ha dado lugar a todo, por medio del aliento primordial (qi). En esta afirmación inicial se basa la ley dinámica del Tao, «el Camino».

En efecto, al ser la nada la base inalterable e inagotable donde se origina el aliento primordial, de ella parte el movimiento irreprimible que da lugar al advenimiento del todo. En este proceso que va desde el no-ser hasta el ser, el ser no ha de concebirse como un simple estado de hecho; siempre ha de entenderse como el acto dinámico a través del cual adviene.

Para describir el funcionamiento concreto del universo vivo, en lugar del término nada (wu), Laozi usa el término equivalente, vacío (xu). Al igual que la nada, el vacío ontológico, donde circulan y se regeneran los alientos vitales, es vivificante. El vacío tiene por corolario la plenitud (ying o man). En esta relación, el vacío prima sobre la plenitud; es él quien rige la plenitud y no a la inversa. Aquí, de nuevo, conviene recordar la verdad esencial: el vacío es perenne, incorruptible, mientras que la plenitud está sujeta a la alteración. Cuando alcanza el exceso, entra en el proceso de declive. Apoyarse en el vacío para regir la plenitud es estar vinculado a la fuente de los alientos vitales que garantizan la justa evolución del Camino.

En el universo vivo, no hay rincón donde el aliento esté ausente. Este hecho ha sido confirmado por los astrofísicos: el espacio está habitado por ondas que animan y actúan. A partir del aliento primordial, Laozi, en el famoso capítulo 42 del Daodjing, distingue tres tipos de aliento vital: el yin, el yang y el vacío mediano.

El yang, potencia activa, y el yin, dulzura receptiva, mediante su interacción, engendran y animan todos los entes vivos. Ahí es donde interviene el tercer aliento, que es el vacío mediano. Este aliento tiene el don de regular el desequilibrio que puede producirse entre el yin y el yang, suscitando un espacio vivificante en medio de los dos. Lejos de ser una especie de tierra de nadie, está dotado del poder de drenar la mejor parte de ambos, alzándolos a otro nivel del ser, más elevado y abierto. La idea del vacío mediano invita a tomar conciencia del hecho de que lo que resulta de dos entidades cuando establecen una relación vital nunca es una simple suma de las dos. Una tercera entidad está presente, visible o invisible, constituyendo un dinámico espacio en devenir. Puede hacerse siempre la misma pregunta fundamental: cuando lo masculino y lo femenino entablan relación, ¿se trata de una simple suma de ambos? Cuando la montaña y el agua entablan relación, ¿se trata de una simple suma de ambos? Cuando la tierra y el cielo entablan relación, ¿se trata de una simple yuxtaposición? ¿Acaso no cabe siempre aprehender ese vacío mediano circulante donde tiene lugar el auténtico desafío, donde la vida se trasciende en una auténtica transformación, en una transfiguración inesperada incluso?

En el seno del universo vivo, existe pues ese entre que se presenta ahí, tan importante como los propios seres que conecta, en la medida en que es efectivamente en el entre donde cada ser se constituye y se revela. El vacío mediano, como hemos dicho, actúa en todos los ámbitos y a todos los niveles, tanto en el interior de cada ser como entre los seres y, a un nivel más elevado, tanto entre los seres y el mundo como en su relación con la trascendencia.

En la obra, nos hemos basado en el arte pictórico para observar el funcionamiento del vacío medio. Aquí, en este breve presentación, nos centraremos en el mismo ámbito, para aportar coherencia a nuestra idea.

Pensamos que ciertos detalles concretos podrían ayudar al lector a ver las cosas con más claridad. Para ello, nos referimos a la famosa sesión donde mi añorado maestro Henri Maldiney y yo procedimos a comparar cierta práctica china con la de Occidente. Nos esforzamos por detectar la diferencia sin que interviniese juicio de valor alguno. No hay necesidad de demostrar la grandeza de la pintura occidental; la larga tradición china lleva en ella elementos específicos que igualmente podrían inspirarnos. Para el artista chino, ya que la idea del vacío mediano implica la de hacer circular el aliento, un principio de vida guía todos sus actos creativos.

Allí donde en Occidente, al dibujar un tronco de árbol, el pintor, pincel en mano, hace el gesto de arriba abajo, pues su propósito es captar una existencia ya dada, en su forma fija, el pintor chino procede de forma contraria. Dibuja de abajo arriba, pues su propósito es aprehender el árbol en su vitalidad interna, el cual, a partir de sus raíces, sigue creciendo. Sobre todo cuando se trata de un bambú. Esta planta con nudos y entrenudos habita eminentemente el imaginario chino. De entrenudo en entrenudo, entrecortados en cada etapa por un vacío mediano, la planta encarna un crecimiento marcado por una continua superación cualitativa. El pintor, abrazando esa ley interna, procede entonces de abajo arriba, no en una línea continua. Tras cada entrenudo, marca una pausa, en forma de pequeño trazo horizontal, hecho de plenitud y de vacío, antes de proseguir con el siguiente entrenudo, hasta el extremo donde el fino tallo ya solo es símbolo de la comunión con la esfera aérea.

En cuanto al elemento agua, el artista chino, salvo excepciones, no busca representar una extensión de agua en movimiento con una masa agitada, prefiere dibujar cada ola o trazar una serie de flujos ondulados y rítmicos, animados por el movimiento. Tratándose de una larga caída que se precipita hacia el abismo, tampoco la dibuja como una línea continua, la divide en dos o tres secciones. Vemos así primero la caída en su movimiento inicial, plenamente visible, y después, oculta por las rocas o la vegetación, reanuda su curso más abajo, para acabar su aventura en el vacío. El conjunto pretende sugerir no tanto la potencia de la masa de agua que cae, como en los cuadros de Courbet por ejemplo, como el alma cantarina de la montaña. Aporta el frescor de un aliento que incluye inspiración y espiración, suscitando así una resonancia sin fin en el alma humana.

Por lo que respecta a la representación de un paisaje entero en un cuadro, conviene señalar un posible malentendido: no basta, con la excusa de valorar el vacío, con dejar mucho blanco en el espacio, para que el cuadro adquiera una cualidad «aérea», si ese blanco es inerte. En la inmensa creación de obras legadas por el pasado chino, es cierto que hay muchas que pueden calificarse como etéreas, pero muchas otras llaman la atención por su aspecto denso y ramificado. Lo importante, de nuevo, es que la corriente del vacío mediano circule a través de las figuras encarnadas, que el cuadro, en su conjunto, respire con invisibles alientos vitales para la obra.

Así pues, el espacio pictórico chino posee una dimensión temporal, en la medida en que los entes vivos que lo habitan continúan su proceso de devenir. Ramas floridas no enteramente visibles prometen otras metamorfosis; un paisaje en parte oculto por la bruma anuncia otras estaciones venideras.

Del lado de Occidente, a partir de la época moderna, la preocupación por captar el movimiento interno de las cosas hace sentir la necesidad de introducir el vacío en la pintura en artistas como Turner, Boudin, Cézanne, Van Gogh, Klee, Kandinsky. Van Gogh destaca la corriente telúrica o cósmica mediante líneas turbulentas. Cézanne hace brillar la pared rocosa mediante toques fraccionados. Tras ellos, Matisse, por ejemplo, es un maestro organizando las figuras llenas mediante los vacíos que las estructuran, ya sea en La danza o más tarde, en sus papeles recortados. En cuanto a sus dibujos, sabe que para representar el antebrazo de una mujer, por ejemplo, basta con dos trazos curvos frente a frente, de forma ligeramente no alineada, no cerrada, para que emane de la forma elegante todo el frescor de la carne viva. Hacia el final de su vida, inmovilizado, se complace dibujando las ramas de higuera cargadas de grandes hojas. En un comentario, dice que al principio no estaba satisfecho de su forma de poner una hoja al lado de otra, que daba demasiado la impresión de una adición mecánica. Aprende entonces a observar los vacíos entre las hojas. Ve que todos esos vacíos tienen una forma tan precisa como las propias hojas. Y es que esos vacíos encarnan espacios vitales que las hojas, al crecer, se han impuesto entre ellas, para que cada cual pueda respirar a gusto. Combinando plenitud y vacío, el artista consigue devolver a sus ramas de higuera su verdad intrínseca. Matisse asistió al advenimiento del arte abstracto. Con ese movimiento, la noción del vacío mediano entró a formar parte de la pintura occidental.

Aún a propósito de la pintura occidental, me parece interesante compartir una observación personal, necesariamente subjetiva, nacida de «cosas vistas», observación que podría sorprender.

Cuando llegué a Venecia por primera vez, me atrapó su espacio luminoso y vivaz lleno de un aire vibrátil. Exclamé: «¡He aquí una tierra donde el vacío mediano está activo más que en cualquier otro sitio!». La extensión acuática, por sus efectos de refracción y reverberación, engendra un juego de luces que introduce una compleja interacción entre la esfera terrestre y la esfera celeste. Se asiste a un asombroso vaivén entre diversos niveles de cosas habitadas, movimiento que una constante circulación del aliento hace aún más móvil. A un nivel horizontal igualmente, la presencia de los canales, puentes e islas a lo lejos trastoca la fijación de los puntos de vista, la que se conoce en la Toscana por ejemplo. Allí, en Venecia, en cualquier rincón donde uno esté, se le solicita constantemente examinar la escena que se presenta a partir de otros rincones que están al lado. Se cede irresistiblemente a la tentación de una perspectiva descarada, o más exactamente «gondolera».

Impregnados de ese espacio tan particular, no es de extrañar que los pintores como Carpaccio o Tintoretto hayan creado escenas esplendorosas donde la plenitud es conducida por vacíos dinámicos. Personalmente, pienso ante todo en Giorgione, genio prematuramente segado por el destino. Este genio se halla obsesionado por la estructura ternaria: cohabitación de tres espacios mentales en Los tres filósofos y de tres tiempos en Las tres edades del hombre. He contemplado en la Academia su obra maestra, que constituye su alma secreta. La tempestad fascina por la extraña atmósfera que de ella se desprende. En el centro exacto del cuadro, un puente o una pasarela, reforzado por un flujo de luz difusa y reverberante, especie de vacío mediano que une y separa la dos esferas, la terrestre de las aguas y la celeste de las nubes. Sin dejar de estar separadas, estas dos esferas mantienen un vínculo de transformación interna: el agua que se evapora en nube y la nube que cae en lluvia para realimentar el agua. El cuadro capta el instante preciso en que, como un lienzo que se desgarra, un relámpago que anuncia la tempestad hiende el cielo. Justo por encima del relámpago, oculto a medias, está suspendido el astro solar, entre el abandono y la aparición. La brusca señal que es el relámpago provoca en la mujer que está allí, en el centro, y que protege con sus brazos al niño que amamanta, una sensación de pavor. Esa sensación, no obstante, es mitigada, parece ser, por la sólida confianza inherente al amor maternal.

Al borde del cuadro, el hombre alerta trata de conservar su impasibilidad. Combinando las tres posturas, la del hombre, la de la mujer y la del cielo, el orden humano y el orden divino, representados por el desnudo femenino y la nube aérea, componen una escena bañada de una atmósfera de espera, de ecos infinitos.

Este cuadro recuerda a otro conservado en el Louvre: Concierto campestre. Atribuido alternativamente a Giorgione y a Tiziano, su discípulo, esta obra, donde se mezclan lo humano y lo divino, lleva innegablemente la marca del maestro. Mediante un sutil juego de luces, el pintor ha hecho posible la cohabitación de dos espacios diferenciados. Los dos músicos que disfrutan de un momento de felicidad no se dan cuenta de la presencia de las diosas a su lado. Entre ellos, una invisible frontera, un vacío mediano encarnado por la luz de doble luminosidad que aporta una suave iluminación al sotobosque terrestre y, al mismo tiempo, oro estrictamente «veneciano» al cuerpo sublime de las diosas.

Habida cuenta de todo lo que se ha dicho a través de la pintura, ¿podemos sacar conclusiones a un nivel más general? A propósito de nuestro concepto del espacio y el tiempo, creemos poder decir lo siguiente. La forma en que el vacío mediano conecta todas las cosas nos permite captar el movimiento circular del Camino donde todo se reúne con todo. Lo cercano y lo lejano, lo interior y lo exterior, así como las diferentes esferas, están en constante interacción. A partir de la percepción de ese hecho, podemos disfrutar de una visión genuinamente abierta de la vida. En cuanto al tiempo, es igualmente el vacío mediano quien nos enseña que su curso no es necesariamente unidimensional y a pérdida. Es «reversible» gracias al poder de transformación que posee, a imagen y semejanza de un río que solo aparentemente muere en un océano sin retorno. En realidad, como hemos comentado a propósito de La tempestad de Giorgione, en el transcurso de su flujo operan interrupciones internas, evaporándose hacia las alturas, convirtiéndose en nubes, las cuales, al caer en lluvia, realimentan sus aguas desde su nacimiento. Esta circulación tierra-cielo nos muestra que, en otro nivel, las experiencias vividas, hechas de plenitud y de vacío, pueden ser recuperadas en una nueva posibilidad de vivir.

Aquí se plantea una pregunta fundamental relativa a nuestro destino. Con respecto a la ley de la conexión universal, nosotros, humanos, ¿estamos decididamente aparte, condenados a fin de cuentas a una irremisible soledad? Nos conmovemos por todo, tratamos de crear para engañarnos, cuando el universo objetivo parece mudo e indiferente. ¿Acaso todo en nosotros no es sino vana y ridícula subjetividad? Quedémonos, un momento todavía, con la pintura china, con lo que intuitivamente nos sugiere. Extendamos uno de esos grandes rollos donde figuran montaña y agua desplegando hasta el infinito su majestuosa presencia. No dejamos de percibir, deslizándose discretamente en ellos, uno o varios pequeños personajes humanos. Para un ojo occidental habituado a la pintura clásica, donde los personajes campan en primer plano y el paisaje está relegado al trasfondo, el personaje en el cuadro chino aparece completamente perdido, ahogado en la bruma del Gran Todo. Pero si, con un poco de paciencia y simpatía, consentimos en contemplar ese paisaje movido por el aliento original hasta penetrar en su profundidad, acabamos prestando atención al personaje, identificándonos con ese ser sensible que, ubicado en un punto privilegiado, está disfrutando del paisaje. Nos percatamos de que es su punto neurálgico, de que es el ojo y el corazón mismos de un gran cuerpo. Es, por así decirlo, el eje en torno al cual se despliega la escena sublime, de tal modo que esta poco a poco se convierte en su paisaje interior. Si adoptamos esta postura, podemos admitir que el hombre haya sido creado, precisamente, para ser el corazón palpitante y el ojo alerta del universo vivo, ya no es ese ser desenraizado, eterno solitario que contempla el universo desde un lugar aparte. Si podemos pensar el universo es porque el universo nos piensa. Quizá nuestro destino forme parte de un destino mayor que nosotros. Eso, en lugar de reducirnos, nos agranda; nuestra existencia no es ya esa aventura absurda y fútil entre dos motas de polvo; goza de una auténtica perspectiva, la que permanece abierta. Desde ese punto de vista, nuestra mirada, que percibe la belleza, y nuestro corazón, que se conmueve por ella, dan sentido al esplendor que ofrece el universo y, por consiguiente, el universo toma sentido y nosotros tomamos sentido con él.

Octubre de 2020

Introducción

En China, de todas las artes, el lugar supremo lo ocupa la pintura1. Es objeto de una verdadera mística, porque, para los chinos, el misterio del universo lo revela por excelencia el arte pictórico. En comparación con la poesía, la otra cumbre de la cultura china, la pintura, por el espacio originario que ella encarna, por los alientos vitales que suscita, parece más idónea, no tanto para describir los espectáculos de la creación, sino para participar en los «gestos» mismos de la creación. Fuera de la corriente religiosa, de tradición ante todo budista, la pintura en sí misma era considerada como una práctica sagrada.

Esta pintura tiene su punto de partida en una filosofía fundamental que propone concepciones precisas de la cosmología, del destino humano y de la relación entre el hombre y el universo. En tanto lleva a la práctica esta filosofía, la pintura constituye una manera específica de vivir. Busca crear, más que un marco de representación, un lugar mediúmnico donde la verdadera vida sea posible. En China, arte y arte de vivir son una misma cosa.

En esta óptica, el pensamiento estético chino considera siempre lo bello en su relación con lo verdadero. Así, para juzgar el valor de una obra, la tradición distingue tres grados de excelencia: el nengpin, «obra de talento acabado»; el miaopin, «obra de esencia maravillosa»; el shenpin, «obra de espíritu divino»2. Si para definir los dos primeros grados, el nengpin y el miaopin, se recurre a numerosos predicados que participan a veces de la noción de belleza (estos calificativos, tales como xionghun, «poderoso»; gaochao, «elevado»; piaoyi, «etéreo»; huali, «magnífico»; tianya, «elegante»; gupu, «antiguo»; youyuan, «lejano»; tanbo, «insípido», merecen sin duda un estudio sistemático que indicará las categorías específicas de la sensibilidad estética china. Sin embargo nuestro propósito aquí, recordémoslo, es delimitar la estructura profunda de un arte en tanto que lenguaje), en cambio el término shenpin solo se aplica a una obra cuya calidad inefable parece sugerir su relación con el universo originario. El ideal que anima a un artista chino es el de realizar un microcosmos vital en el cual el macrocosmos pueda obrar.

Este libro se propone presentar los temas esenciales de ese pensamiento estético. Su punto de vista y su método son semiológicos. Esto significa que no nos limitaremos a traducir o comentar tal o cual fragmento de los tratados teóricos, ni a enumerar simplemente los términos técnicos utilizados en el arte de pintar. Los tratados teóricos, en efecto, se han producido en un determinado contexto cultural; tienen una parte implícita que es preciso poner al descubierto. Asimismo, los términos técnicos no son elementos aislados; forman un todo orgánico, con sus distintos planos y sus leyes de combinación. Nuestra mira será mostrar cuáles son las estructuras internas de este sistema de pensamiento y de esta práctica, y cuáles sus principios de funcionamiento. La obra consta de dos partes. La primera está dedicada a la presentación general: a partir de una noción central —el vacío—, mostraremos cómo se organiza una serie de conceptos relacionados entre sí, organización gracias a la cual el arte pictórico adquiere su plena significación. En la segunda parte, examinaremos la obra —teórica y práctica a la vez— de un pintor en especial, para hacer ver el funcionamiento real de este arte. Varios pasajes de la segunda parte, que en cierto modo confirman el contenido de la primera, son a veces repetitivos. Esta repetición nos parece, empero, útil y aun indispensable, en la medida en que nos permite confrontar ciertos conceptos desde diferentes ángulos.

Además de su objetivo teórico, el libro tiene una meta práctica, la de ayudar al lector a apreciar la pintura china. Resulta útil, a continuación, presentar a grandes rasgos la historia de la pintura china a partir del Imperio, establecido dos siglos antes de nuestra era. Recordemos primero que la larga historia del Imperio chino, sucesión de dinastías, es la alternancia de períodos de unificación y de períodos de división. Así, después de las dinastías Qin y Han (siglos II a. C.-II d. C.), que forjaron la unidad de China, se inició un período de disturbios provocados por conflictos internos y por la invasión de los bárbaros. Este período (siglos II-VI) es el de las así llamadas dinastías del Norte y del Sur, durante el cual el norte de China está ocupado por los bárbaros, que, por una parte, adoptan el budismo y, por otra, se asimilan a la cultura china. China solo vuelve a unificarse con la gran dinastía Tang (siglos VII-IX). Después de tres siglos de existencia, esta dinastía se sume a su vez en la anarquía. Sobreviene una era de divisiones, llamada los Cinco Períodos (siglo X). Esta era se acaba con el advenimiento de los Song (siglos X-XIII). En el plano cultural, la dinastía Song logra un esplendor comparable al de los Tang. Pero muy pronto se ve minada por los incesantes ataques de las tribus Liao y Jin, que obligan a los Song a replegarse al sur del río Yangzi. Después del ocaso de los Song, China, demasiado debilitada, es incapaz de resistir la rauda invasión de los mongoles, quienes fundan una nueva dinastía, la de los Yuan (siglos XIII-XIV). A los Yuan suceden las dos últimas grandes dinastías del Imperio, la de los Ming (siglos XV-XVII) y la de los Qing (siglos XVII-XIX), fundada por los manchúes, quienes se asimilaron muy pronto a la cultura china.

A lo largo de esta historia, el desarrollo de la pintura es continuo. Aunque está condicionada por los acontecimientos, sigue sus propias leyes de transformación. Los períodos de división y de desorden, por el hecho mismo del relajamiento y de las interrogantes que generan, no son menos propicios a la creación artística. Dos corrientes que se nutren una de otra animan esta pintura: la corriente religiosa, marcada por la pintura nacida del taoísmo y más tarde del budismo, y la corriente «profana», que, si bien lo es, configura ella también, como hemos dicho, una espiritualidad. El objeto de nuestro estudio será esta última corriente en tanto que lleva a la práctica un pensamiento estético original.

Se suele admitir, en efecto, que el primer gran pintor no anónimo de la historia china fue Gu Kaizhi (345411), de la dinastía Jin (265-420). Con una autoridad y un dominio técnico asombrosos, elevó la pintura a una dignidad originaria que conserva desde entonces. Su advenimiento, desde luego, no había sido fortuito; lo precedía una antigua tradición pictórica. Por los documentos escritos y los testimonios materiales, sabemos que durante la dinastía feudal de los Zhou (1121-256 a. C.), el llamado período de los Reinos Combatientes (453-222 a. C.), y el primer imperio de los Qin y de los Han (221 a. C.-220 d. C), los palacios y los templos, así como las tumbas reales, estaban decorados con suntuosos murales de temas religiosos o morales. Por otra parte, poseemos cierto número de pinturas sobre seda y una muestra importante de grabados en ladrillo que nos permiten apreciar un arte original, tanto por el uso de la pincelada como por la composición.

Tras la caída de la dinastía Han, el Imperio chino, dividido y amenazado por los bárbaros, vivió una paz sumamente precaria durante la dinastía Jin. Esta situación de desorden y de crisis suscitó importantes corrientes de pensamiento. Frente al confucianismo, que sufría un ocaso temporal, triunfaban el neotaoísmo y el budismo, que acababa de ser introducido en China. Estas corrientes de pensamiento provocaron, a su vez, una verdadera explosión en diversos campos de la creación artística: caligrafía, pintura, escultura, arquitectura, etc. En lo tocante a la pintura, la figura que dominó su época fue precisamente Gu Kaizhi. Supo cristalizar en su creación las conquistas del pasado, al mismo tiempo que lograba integrar los nuevos aportes, sobre todo los adelantos técnicos de la caligrafía y la audacia imaginativa del arte budista. Con la síntesis que efectuó en una época tan profusa y desgarrada, Gu prefiguró el rumbo ulterior de la pintura china, en la cual cohabitan varias corrientes de pensamiento, que se interpenetran y se fecundan de continuo. Por desgracia, nada subsistió de las pinturas murales de Gu. Solo podemos adivinar la grandeza de su arte a través de un proyecto escrito por él para un cuadro titulado