Valeria y los extraños incidentes del rio Escalerete - Albeiro Echavarría - E-Book

Valeria y los extraños incidentes del rio Escalerete E-Book

Albeiro Echavarria

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Beschreibung

En este tercer tomo de las aventuras de Valeria, la niña viaja con Chiqui al pueblo de San Cipriano, donde esta tiene una finca, para investigar el misterio que rodea la pérdida de un cultivo de chontaduros (pregunta con la que se cerró el segundo libro de esta serie). Lo que inicia como una aparente pilatuna, rápidamente se convierte en una situación complicada en la que Valeria, Chiqui y sus familiares se pondrán en riesgo e intentarán salvarse de una peligrosa banda paramilitar. Este libro es un cierre sorpresivo, con amor y drama, para la exitosa saga de Valeria, con las inolvidables ilustraciones de Andrés Rodríguez y una trama con un ritmo trepidante.

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Echavarría, Albeiro, 1963-

Valeria y los extraños incidentes en el río Escalerete / Albeiro Echavarría; ilustraciones Andrés Rodríguez. -- Editor Julián Acosta Riveros. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2021.

208páginas : ilustraciones ; 19 cm. -- (Literatura Juvenil)

ISBN 978-958-30-6235-3

1. Novela juvenil colombiana 2. Violencia - Novela juvenil

3. Paramilitarismo - Novela juvenil 4. Investigación - Novela Juvenil 5. Historias de aventuras I. Rodríguez, Andrés, ilustrador II, Acosta Riveros, Julián, editor III. Tít. IV. Serie.

Co863.6 cd 22 ed.

Ilustraciones de Andrés Rodríguez

Albeiro Echavarría

Y los extraños

incidentes en el río

Escalerete

Primera edición, agosto de 2021

© 2019 Albeiro Echavarría

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30

Tel.: (57 601) 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

ISBN DIGITAL: 978-958-30-6547-7

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S.A.

Calle 65 No. 95-28, Tel.: (57601) 4300355, fax: (57601) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Julián Acosta Riveros

Ilustraciones

Andrés Rodríguez

Diseño y diagramación

Diego Martínez Celis

A Carolina,

por la fantástica y amorosa compañía

en este inolvidable viaje de la vida

Índice

Pinchazo en medio del frío 9

Los extraños pasajeros de una brujita de madera 16

Viaje a las profundidades de la selva 25

La Tunda toma posesión de la voluntad de Joaquín 32

Me convierto en “princesa de los manglares” 40

Extrañas marcas que parecen cruces, pero que podrían ser otra cosa 45

¿Quiénes son los misteriosos hombres que se pasean por la orilla del río? 53

Lecciones de marota que pueden ser útiles a la hora de hacer una llamada telefónica 60

El verdadero significado de una T 73

¿Qué es eso de un purificador? 80

La ley de los Totumos 90

Mi verdadero héroe es… ¡mi hermano! 97

La más terrible noticia 104

La decisión de Chiqui 111

El encuentro con la Tunda 119

La última comunicación con Milagros 125

Una propuesta de impredecibles consecuencias 133

Los Totumos al acecho 139

La estrategia de El Ventisco 145

A veces hay que cambiar de opinión 152

La huida de San Cipriano 163

La brujita huye… ¡de otra brujita! 169

Un dedito para calmar los nervios 179

Preparativos para una larga noche 184

Entre alabaos y canciones de amor 190

Y así quedaron las cosas 198

Pinchazo en medio del frío

El camino no era nuevo para mí. Lo había recorrido mu-chas veces en compañía de mamá por múltiples moti-vos: una vez, para visitar a la abuela Betsabé; otras, para ir a Buenaventura o a Juanchaco y Ladrilleros, en son de turismo. Ahora iba por el mismo trayecto, pero no con Titina, mi mamá adoptiva, sino con Chiqui The Night…, mi mamá biológica. Era la primera vez que las dos em-prendíamos un viaje solas. Estando a su lado me sentía tranquila. ¿Por qué iba a preocuparme si la conocía des-de hacía mucho tiempo? Nuestra relación no había cam-biado desde que me había enterado de la verdad. Podría decir que lo único nuevo era que ahora yo tenía informa-ción adicional sobre ella. Y por eso me había animado a

ir a San Cipriano, donde ella había comprado una finca y donde estaban pasando cosas muy raras.

A decir verdad, algo me intranquilizaba y no podía identificar el motivo. Lo que deduje, para no preocupar-me más de lo debido, es que no podía dejar de pensar en mamá Titina. Cuando nos despedimos, ella se hizo la fuerte, pero yo sabía que estaba a punto de explotar en lágrimas. A mí se me hizo un nudo en la garganta, sin embargo también logré mostrarme como Valeria, la Fuerte, aunque por dentro estaba que me moría. Y es que era la primera vez que nos separábamos de esa ma-nera. No me extrañaría que ella hubiese llegado a pensar que me iría para siempre o que, tal vez, Chiqui aprove-charía la ocasión y no me traería de regreso. Al fin y al cabo, Chiqui tenía el derecho de quedarse conmigo por-que era mi verdadera mamá. Pero no, Chiqui no era esa clase de persona.

Habíamos acabado de pasar el Kilómetro Dieciocho —donde hace mucho frío y donde mamá Titina acostum-braba a llevarme a tomar aguapanela caliente con arepa de choclo y queso— cuando el bus se detuvo abrupta-mente. El conductor se bajó. Después de unos minutos

nos avisó, asomándose por la portezuela, que una llanta se había pinchado y que debíamos bajarnos para mon-tar el repuesto.

—Yo sí sabía que esta chatarra se iba a varar —dijo Chi-qui The Night levantándose de su asiento—. ¿No escu-chaste como estaba sonando de feo?

—No oí nada —dije—. ¿Cómo crees que pueda escu-char los ruidos de afuera si el conductor trae la música a todo volumen? ¡Si al menos fuera buena música!

No solo nosotras nos bajamos refunfuñando. Hubo otros pasajeros que se mostraron muy disgustados por el percance y hasta profirieron insultos. Pero no había nada qué hacer y, viéndolo bien, el conductor no tenía la culpa de haberse pinchado.

Nos sentamos al borde de la carretera. Chiqui me atra-jo hacia ella para darme calor. Había neblina y ni siquiera se distinguía la montaña que teníamos en frente. Chiqui sacó de su bolso una bufanda de lana y me la enredó en el cuello.

—No quiero que te resfríes —dijo—. En menos de dos horas ya estaremos en tierra caliente. Y esa mezcla de frío-caliente te puede hacer daño.

—Estás peor que mamá —respondí.

Al instante, caí en la cuenta de que la había embarra-do. Chiqui notó mi turbación y me pasó un brazo por la espalda. Era muy difícil para mí lidiar con eso de tener dos mamás. ¿Cómo hablar de una mamá sin herir a la otra? Titina me había criado y ella nunca dejaría de ser mi mamá. Era lo que sentía en el fondo de mi corazón. Aunque lo más seguro es que estaba armando líos inne-cesarios porque ellas sabían la verdad desde hacía mu-cho tiempo y ya no se inmutaban por la forma en que yo me expresara.

Pasaron diez minutos y el frío se hizo más intenso. Yo estaba tiritando. Chiqui le pidió al conductor que se apurara porque nos íbamos a congelar. En ese momen-to pasó muy despacio, y a escasos dos metros, una ca-mioneta gris. A pesar de la neblina, pudimos distinguir al copiloto: un hombre de gorra roja y ojos negros, que se quedó mirándonos. La camioneta si-guió moviéndose, pero él no nos quitaba la vista de encima.

—¿Y ese por qué nos miró así? —dijo Chiqui

cuando el carro desapareció de la vista—. Como si le hu-biéramos quedado debiendo.

—Pues nos quería tragar con la mirada —dije.

—Tienes razón —dijo Chiqui—. No me dio buena espina.

En ese momento el conductor nos pidió que nos su-biéramos y, entonces, regresamos a nuestros asientos en medio de la alharaca de algunos pasajeros que seguían burlándose de las condiciones técnicas del vehículo.

Apenas me senté, me quedé dormida. El bus podría haber rodado por un abismo y no me habría dado cuen-ta. Cuando desperté, mucho rato después, me encontra-ba a la orilla de la carretera, sostenida por Chiqui, quien me daba golpecitos en la espalda. Pensé que nos había-mos vuelto a varar, pero entonces eché una mirada y re-conocí el lugar: habíamos llegado a la segunda parte del trayecto.

Zaragoza es un pueblo a orillas de la carretera, al que se llega después de atravesar dos puentes: uno peato-nal de concreto y otro colgante de madera. La prime-ra vez que pasé por allí estaba muy chiquita y no me dio nervios, ni nada, pero esta vez sentí un vacío muy feo en el estómago. Chiqui iba detrás de mí diciendo que si el

puente colgante no se caía con su peso, podría resistir el paso de un elefante.

—¿Qué hacemos si se cae? —pregunté mientras inten-taba dar un paso para poner mi pie en otro travesaño.

—¡Valeria! No invoques las malas energías.

—Tú eres quien las está invocando diciendo que se puede caer con tu peso.

—No me hagas caso y apúrale.

Llegamos al otro lado sin ningún problema. Después de rodear varias casas de madera, subimos por unas es-caleras y nos encontramos de lleno en la estación de las brujitas. Así se llama el sistema de transporte que se utili-za para llegar hasta San Cipriano. Se trata de unos carros de balineras —un planchón de madera con ruedas— que van sobre los rieles del ferrocarril. El planchón va engan-chado a una motocicleta que rueda también sobre la ca-rrilera. Chiqui pagó lo del pasaje después de regatear el precio y esperamos cinco minutos a que una brujita es-tuviera disponible. Apenas llegó, nos sentamos en unos bancos acomodados sobre el planchón y pusimos nues-tros maletines en el piso.

—Yo no recordaba esto —dije muerta de miedo—. ¿Y dónde están los cinturones de seguridad?

—Agárrate de donde puedas, Vale. Mira que ni siquie-ra estos bancos están adheridos al piso. Apenas arran-que, solo se frena si nos encontramos de frente con otra brujita… o con el ferrocarril.

—¿Y es que todavía pasa el tren? Yo creí que esta carri-lera estaba abandonada.

—El tren sigue pasando y si lo encontramos hay que bajarse a la carrera. Mejor dicho, Vale, encomiéndate a la virgen del agarradero.

Chiqui estaba haciendo gala de su humor negro a pe-sar de que ambas sabíamos que el viaje que estábamos haciendo no era de placer ni nada por el estilo. Si su in-tención era hacerme dar miedo, lo estaba logrando. Por-que yo, que me había enfrentado en un pasado no muy lejano a los contrabandistas de objetos precolombinos y a los integrantes del temible triple K, ahora estaba hecha una mata de nervios. Y eso que la brujita ni siquiera ha-bía arrancado.

Los extraños pasajeros de una brujita de madera

El hombre que manejaba la moto de la brujita era un na-tivo del lugar. Esperó a que otros dos pasajeros pagaran el pasaje y, apenas estos se acomodaron, arrancó en me-dio de un ruido ensordecedor. Se llamaba Juan Nepo-muceno, pero aclaró que le decían Liebre y que así era como le gustaba que se dirigieran a él.

Me hubiera gustado sentarme en la parte delantera para observar mejor el paisaje; sin embargo, a último mi-nuto, le dije a Chiqui que nos hiciéramos atrás. La razón es que quería hablar con Liebre.

El hombre era un nativo, tan negro como yo, pero más hablantinoso. Yo lo miré y, de inmediato, se estableció una cierta complicidad entre los dos.

—Me gusta ese trabajo que haces —le dije.

—¿Te gusta? Quisiera verte aquí, a sol y agua, todos los días del año.

Estaba diciendo eso cuando empezó a lloviznar.

—Aquí no hay día que no llueva —dijo Liebre.

—Pero el paisaje es muy bonito y el aire muy puro —respondí.

La brujita había comenzado su recorrido. A ambas orillas pude observar varias casas de madera y muchos niños que parecían brotar de las mismas entrañas de la tierra.

—Uno se acostumbra —dijo Liebre— y ya nada le cau-sa gracia.

—¿Y por qué le dicen brujitas? —pregunté.

—Antes había que empujar el planchón con palos. De lejos nos veíamos como si voláramos en una escoba. Así fue como empezaron a llamarlas brujitas. Y así se que-daron a pesar de que ahora es la moto la que empuja el

carro. Lo de la moto se lo inventó un paisa hace pocos años.

—Muy gracioso —dije—. Así que la brujita no es el carro, sino el que la maneja.

—Eso parece —respondió.

Me quedé callada un instante. En la brujita, además de nosotras, iba un gringo con una cámara más grande que él; dos señoras que parecían ser de la región y que lleva-ban unas bolsas enormes; un muchacho mayor que yo, que iba escuchando música en unos audífonos rosados, y los dos señores que se subieron de últimos, con sem-blante sombrío. No hablaban entre ellos, no volteaban la cara a ningún lado y parecía como si estuvieran en otro planeta. Como iban delante de mí, solo les podía ver el perfil en ciertos momentos o si yo estiraba el cuello —sin embargo, ese ejercicio era peligroso y me daba miedo caerme—. Aunque, viéndolo bien, ya se me había pasado el miedo y estaba disfrutando del viaje.

—¿Y toda la gente que viene por aquí es tan seria? —dije en un tono solo disponible para Liebre.

—Tienes razón… ¿Cómo te llamas?

—Valeria.

—Tienes toda la razón, Valeria —respondió Liebre, tan bajo que solo yo podía escucharlo—. Parece que no fue-ran turistas. Cuando vienen de paseo son muy bullicio-sos. Quién sabe qué planes traen.

La lluvia había menguado. La brujita se adentró en la selva. A lado y lado se veía una frondosa vegetación: palmas, helechos, árboles gigantescos y plantas de mu-chas tonalidades. Me hubiera gustado pararme sobre mi banca, estirar los brazos y respirar el aire puro que me golpeaba en la cara. El lunar de tanta exuberancia era el calor que hacía: la ropa se pegaba a mi cuerpo por la llu-via y el sudor, y eso me hacía sentir fastidiosa. Pero todo lo compensaba el paisaje. Al calor se acostumbraba uno con tal de disfrutar de la naturaleza en todo su esplen-dor. Di gracias al cielo por estar en mi tierra, rodeada de mi gente y en medio de un paisaje tan maravilloso.

Chiqui iba tan callada como los hombres misteriosos y eso me preocupaba. Debía ser que estaba pensando en lo que la esperaba cuando llegara a su parcela. Este viaje tenía el propósito de descubrir qué había ocurrido con sus cultivos de chontaduro, en los que invirtió una pe-queña fortuna. De un día para otro desaparecieron. Al-

guien cortó los racimos de las palmas, aprovechando la oscuridad, y se los llevó.

—¿Qué crees que pudo haber ocurrido con los chonta-duros? —le pregunté.

—No hablemos de eso aquí —dijo muy seria—. Y no quiero pensar en eso.

Por lo visto, Chiqui estaba de mal genio. Y eso era su-mamente extraño.

En ese momento pasamos por un túnel diseñado para dar paso al tren. Me aterroricé otra vez ante la idea de que nos encontráramos con el tren en mitad del túnel. Allí no había espacio para maniobrar o quitar la brujita del camino. Era terrible pensar que, en caso de un en-cuentro, seríamos aplastados por el tren, irremediable-mente.

La luz al final del túnel era mi única esperanza y esta llegó más pronto de lo que esperaba. Me volvió el alma al cuerpo cuando salimos de allí y, entonces, retomé mi conversación con Liebre.

Me contó que los fines de semana tenía mucho tra-bajo porque era cuando llegaban los turistas. Y que en-tre semana se rebuscaba el sustento en labores de pesca

o en trabajos de albañilería. Pero de todo eso, lo que más le dejaba era el turismo. El principal atractivo de la zona, además del viaje en brujita, era bañarse en el río San Cipriano, que era el más limpio del mundo. La gente alquilaba flotadores para ir de charco en charco. Todos en el pueblo vivían de los turistas y, por eso, había mu-chos hoteles y restaurantes.

—Los turistas están acabando con la reserva natural —comentó Chiqui.

—Es que por un lado es bueno, porque del turismo vi-vimos los nativos, pero la verdad es que le hacen mucho daño al río y a la selva —respondió Liebre.

—Deberían tomar medidas —dijo Chiqui.

—Pero el turismo no es lo peor —agregó Liebre bajan-do la voz.

—¿No? —intervine yo—. Y entonces ¿qué?

—Dejemos las cosas de ese tamaño —dijo Liebre—. ¡Qué nos vamos a poner a alborotar avisperos!

Y a partir de ese momento, Liebre habló poco. Fue como si se hubiera dado cuenta de que la había em-barrado y ahora, de castigo, se estuviera mordiendo la lengua. Advertí en el rostro de Chiqui una mueca cuya

traducción era: Vale, por todos los santos, no hagás más preguntas. A ella, por lo que supe después, también la estaban incomodando los dos extraños que iban con no-sotros, además de sus propias conjeturas sobre lo que le esperaba al llegar a El Corocito, como se llamaba su parcela.

En vista de que nadie quería hablar ni responder a mis preguntas, aproveché para seguir observando el paisa-je. ¡Podría jurar que vi un mico trepado en un árbol! Le hice señas a Chiqui para que lo viera, pero cuando vol-ví a mirar, el mico ya no estaba. Fijé mi atención en otros árboles por si era premiada con otra aparición salvaje, pero fuera de una ardilla y un pájaro grande con el bu-che blanco, no vi nada más. ¡Mentiras! Vi quince mari-posas de diferentes colores, una tarántula, unos pájaros que volaban muy alto en estricta formación y un loro que parloteaba en lo alto de una palma. Al poco rato fijé mi atención en una niña que estaba en la puerta de una casa de madera jugando con una muñeca que no tenía ni brazos ni piernas. Le dije adiós con la mano y ella me res-pondió con un gesto igual.

Ya no vi nada más y me quedé pensando en esa niña. Recordé que yo, cuando era pequeña y jugaba con mu-ñecas, las guardaba en una caja de plástico. Por más que quisiera no tenía tiempo de jugar con todas. Algunas de mis muñecas debieron pensar que yo era la niña más aburrida del mundo porque las mantenía confinadas en esa caja. Eran como treinta y yo apenas jugaba con dos. Cuánto me hubiera gustado haber traído esas muñecas, que todavía andaban por ahí guardadas, para dárselas a todas las niñas que encontrara en el camino. Tendría que ser en otra oportunidad. Nos acercábamos al pueblo. Ya las casas se insinuaban a la distancia.

La expresión de Chiqui cambió ante la inminencia de la llegada. Noté en su rostro una leve sonrisa. ¡Ahí es-taba mi Chiqui! A ella no la derrotaban las angustias y hasta en el peor momento sacaba a relucir su verdadera personalidad. Debía estar muy contenta de regresar a su tierra y de volver a ver a su hijo Estívenson, quien esta-ba pasando una temporada en El Corocito, mientras su mujer y su hija Elvagracia visitaban a unos familiares en Tumaco.

Para no amargarle el momento a Chiqui, no le quise comentar que, al bajarnos de la brujita, los dos hombres extraños,