Vida de Lacan - Jacques-Alain Miller - E-Book

Vida de Lacan E-Book

Jacques-Alain Miller

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Beschreibung

Jacques-Alain Miller es responsable del estable-cimiento de la obra de Jacques Lacan. Desde 1981 dicta un curso anual bajo el título general de "La orientación lacaniana"."La conversación de aquellas dos jóvenes giraba en torno a la difamación de la que Lacan era todavía objeto treinta años después de su muerte. La primera me reprochaba mi silencio sobre "un repugnante batiburrillo de inmundicias", la segunda "una complacencia que habrá permitido a las modernas Erinias sentirse autorizadas a decir cualquier cosa sobre aquél a quien perseguían con un odionamoramiento implacable y eterno". Si ambas amazonas me comunicaron sin dificultad su avidez febril por arrancar la túnica de Neso que consumía a Hércules, ¿cómo no iba a tener su deseo, convertido en mío, algo de perplejidad? Yo a Lacan lo había conocido, lo había frecuentado, lo había tratado durante dieciséis años, y solo dependía de mí dar un testimonio. ¿Por qué haberme callado? ¿Por qué no haber leído nada de esa literatura? [...] A pesar de todo, treinta años después de su desaparición, pienso que tengo algo que decir del hombre que conocí, algo que no sea indigno de la gran solidez de su enseñanza".

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Título original: Vie de Lacan

© Jacques-Alain Miller, 2011.

© de la traducción: Miquel Bassols y Silvia Tendlarz, 2011.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: GEBO492

ISBN: 9788424938055

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

Notas

— I —

La conversación de aquellas dos jóvenes giraba en torno a la difamación de la que Lacan era todavía objeto treinta años después de su muerte. La primera me reprochaba mi silencio sobre «un repugnante batiburrillo de inmundicias»; la segunda, «una complacencia que habrá permitido a las modernas Erinias sentirse autorizadas a decir cualquier cosa sobre aquel a quien perseguían con un odionamoramiento implacable y eterno». Si ambas amazonas me comunicaron sin dificultad su avidez febril por arrancar la túnica de Neso que consumía a Hércules, ¿cómo no iba a tener su deseo, convertido en mío, algo de perplejidad? Yo a Lacan lo había conocido, lo había frecuentado, lo había tratado durante dieciséis años, y solo dependía de mí dar un testimonio. ¿Por qué haberme callado? ¿Por qué no haber leído nada de esa literatura?

Estudiando su enseñanza, redactando sus seminarios, siguiendo la estela de su pensamiento, había descuidado su persona. Preferir su pensamiento, olvidar su persona, era lo que él deseaba que se hiciera, al menos eso decía, y yo le había tomado la palabra. Sin duda, por método, siempre tuve el cuidado de referir sus enunciados a su enunciación, de cuidar siempre el lugar del Lacan dixit, pero eso no era de ningún modo hacer caso de su persona. Por el contrario, no decir ni una palabra de su persona era la condición para apropiarme su pensamiento, apropiar mi pensamiento al suyo, quiero decir, universalizar su pensamiento, operación donde lo tuyo y lo mío se confunden y se anulan.

Me había interesado en elaborar algo que, del pensamiento de Lacan —palabra que le daba risa— pudiera transmitirse a todos, sin pérdida, o con la menor pérdida posible, y que así cada uno podía hacer suyo. Esta vía era la que él llamaba, mediante un uso que le era propio, el matema. Ahora bien, esta vía implica por sí misma cierta desaparición del sujeto y una borradura de la persona. No conceder ninguna importancia a la personalidad singular de Lacan era, pues, algo que caía por su propio peso. Yo la indicaba en mis cursos, pero era para sustraerla, para dejarla caer, para sacrificarla, por así decir, al esplendor del significante. Al hacerlo, me sentía partícipe de aquel tiempo futuro que, en vida, él anhelaba, aquel en el que su persona ya no haría de pantalla a lo que enseñaba. En suma, la vía del matema me había conducido a guardar silencio cuando habría tenido que hacer algo que mis dos jóvenes amigas llamaban defenderlo.

Defenderlo, sin embargo, era algo que ya había hecho cuando estaba vivo, y hasta el final, cuando estaba acorralado, y después cuando estaba ya en las últimas. ¿Para qué hacerlo una vez muerto? Una vez muerto se defendía muy bien él solo —con sus escritos, con su seminario, que yo redactaba—. ¿No bastaba esto para hacer ver el hombre que era?

Sollers me daba la tabarra para que consiguiera de Lacan que se dejara filmar en su seminario. Hubiera sido un documento para la historia y, sin duda, un vehículo para propagar la fe verdadera. Ahí estaba para él el verdadero Lacan. Yo sonreía, muy decidido a no pedírselo a Lacan, seguro como estaba de que él me desalentaría. En la escena del seminario, es cierto que Lacan concedía algo de cara al teatro pero, a su manera de ver, era finalmente para que eso pase, eso que tenía que decir, en el momento de decirlo. Su apariencia, esa ninfa, no era algo a perpetuar. Era una concesión hecha a la «debilidad mental» de ese parlêtre (ser que habla) que había que cautivar por medio de alguna «obscenidad imaginaria» para que retuviera algo del tema. Él decía que solo lo entenderían al fin, en el sentido de comprenderlo, cuando hubiera desaparecido.

Abordaba cada una de las sesiones del seminario como si tuviera que llevar a cabo una actuación, pero en aquella época las actuaciones no se grababan. Ya movilizar a una estenotipista para transcribir un curso era en aquellos tiempos algo extraño, algo que en la Sorbonne no se hacía. Con todo, incluso cuando se vieron aparecer los primeros pequeños magnetófonos, que se multiplicaron pronto alrededor del pupitre de Lacan, la estenotipista siguió allí, como un testimonio de siglos pasados.

Ya Jenofonte, según dicen, había utilizado este arte para transcribir las palabras de Sócrates.

— II —

En cualquier caso, es cierto que de repente me encantó la idea de dar vida a este desecho, este caput mortum de mi Orientación lacaniana, quiero decir la persona de Lacan, encantado de hacerlo palpitar, de hacerlo bailar, tal como sé hacer vivir, palpitar y bailar conceptos y matemas.

¿Era un deseo de defenderlo, de hacerle justicia, de justificarlo, de hacer de él un justo? Lacan no era un justo. No estaba atormentado por un deber de justicia. Me había dicho incluso, y se lo había dicho también a todos en televisión, la indiferencia que le profesaba a la justicia distributiva, la que quiere que para cada uno sea de acuerdo con sus méritos. Hasta tuvo la cara de pretender pasar desapercibido, como el discreto de Gracián, cuando resultaba que su persona atraía las miradas ya desde hacía tiempo, que había llegado a ser ocasión de escándalo bastante pronto en su vida, y que era más conocido que la ruda cuando salieron publicados sus Escritos.

No, yo no tenía ningún deseo de defenderlo. Puede ser muy bien que fuese indefendible. Mi deseo era darle vida —vida para vosotros que vivís después de él, ya que, al parecer, leer su seminario, ese monólogo pronunciado en el escenario cada semana, durante casi treinta años, no bastaba para hacéroslo ver en la densidad de su presencia y las extravagancias de su deseo.