Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
De 1915 a 1922 los Provincetown Players fueron la fuerza más viva del teatro norteamericano. Desde su pequeño escenario en el embarcadero Lewis en Provincetown (Massachusetts), revolucionaron el teatro norteamericano. Ni Broadway, ni la censura, ni la Primera Guerra Mundial consiguieron poner fin a una aventura que pretendía dar a los Estados Unidos un teatro propio, que hablara de ellos y para ellos. Este volumen celebra, por primera vez en castellano, la historia de esta compañía, de la que surgieron los padres del teatro norteamericano, Susan Glaspell y Eugene O?Neill, así como otros grandes dramaturgos, diseñadores, escenógrafos y directores. El broche a esta celebración es la publicación de ocho obras nunca antes traducidas al castellano y firmadas por autores tan diferentes como G. Cram Cook, L. Bryant, P. King, J. Oppenheim, B. Crocker, E. St. Vincent Millay y S.Glaspell.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 907
Veröffentlichungsjahr: 2018
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
VOCES CONTRA LA MEDIOCRIDAD
LA VANGUARDIA TEATRALDE LOS PROVINCETOWN PLAYERS, 1915-1922
Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americans
http://www.uv.es/bibjcoy
DirectoraCarme Manuel
VOCES CONTRA LA MEDIOCRIDAD
LA VANGUARDIA TEATRALDE LOS PROVINCETOWN PLAYERS, 1915-1922
Noelia Hernando Real
Biblioteca Javier Coy d’estudis nord-americansUniversitat de València
Voces contra la mediocridad: la vanguardia teatral de los Provincetown Players, 1915-1922
©Noelia Hernando Real
1ª edición de 2014
Reservados todos los derechos
Prohibida su reproducción total o parcial
ISBN: 978-84-9134-161-1
Imagen de la portada: Provincetown Playhouse Open Door
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Publicacions de la Universitat de València
http://puv.uv.es
A Basia
Wharf Theatre, embarcadero Lewis, Provincetown, Massachussetts
Carl Van Vechten-Library of Congress, Prints and Photographs Division, Van Vechten Collection, reproduction number LOT 12736, no. 1332
Índice
Prefacio
PARTE I
CAPÍTULO 1Hacia un nuevo teatro norteamericano
CAPÍTULO 2El sueño de una noche de verano: Provincetown, 1915
CAPÍTULO 3El sueño se consolida: la segunda temporada en Provincetown, verano de 1916
CAPÍTULO 4Los Provincetown Players en Nueva York: la primera temporada, 1916-1917
CAPÍTULO 5Sin miedo a fracasar: la segunda temporada, 1917-1918
CAPÍTULO 6El nuevo teatro en el 133 de la calle MacDougal: la tercera temporada, 1918-1919
CAPÍTULO 7La temporada de la juventud: la cuarta temporada, 1919-1920
CAPÍTULO 8Y Nueva York tuvo su cúpula: la quinta temporada, 1920-1921
Capítulo 9El fin de la amada comunidad: la sexta temporada, 1921-1922
PARTE IIOBRAS SELECCIONADAS
Cambia de estilo(George Cram Cook, verano 1915)
La partida(Louise Bryant, verano 1916)
Cocaína(Pendleton King, temporada 1916-1917)
Noche(James Oppenheim, temporada 1917-1918)
El cochecito de bebé(Bosworth Crocker, temporada 1918-1919)
Aria da capo(Edna St. Vincent Millay, temporada 1919-1920)
Herederos(Susan Glaspell, temporada 1920-1921)
Al límite(Susan Glaspell, temporada 1921-1922)
Bibliografía
Agradecimientos
El presente volumen no se podría haber escrito si no fuera por las personas e instituciones que a lo largo de los años han apoyado mi trabajo. Gran parte del material que he empleado para escribir esta historia sobre los Provincetown Players fue recogido mientras investigaba sobre la dramaturga Susan Glaspell, una investigación que vio la luz en 2011 bajo el título Self and Space in the Theater of Susan Glaspell.
Como en esa ocasión, he de agradecer a los bibliotecarios de la Henry W. and Albert A. Berg Collection y de la Billy Rose Theatre Collection, Lincoln Center for the Performing Arts, de la New York Public Library, por su inestimable ayuda. Los viajes para poder consultar estos materiales fueron facilitados por el Ministerio de Educación, a través de una beca de investigación FPU, por varios proyectos de investigación, que me han permitido durante más de diez años poder ir a estas y a otras bibliotecas que albergan los fondos necesarios para la redacción del presente volumen, y por bolsas de viaje ofrecidas por la Universidad Autónoma de Madrid, por la Universidad Complutense de Madrid y por el Instituto Franklin-Universidad de Alcalá. Estas bolsas de viaje también me facilitaron el poder asistir a congresos especializados en el tema. Merecen especial mención aquí los paneles y congresos organizados por la International Susan Glaspell Society y la Eugene O’Neill Society, que me han servido de inspiración y han sido fuentes de energía renovada.
Y cuando la escasez de fondos me hizo enfrentarme a la dificultad de investigar sobre el teatro norteamericano desde el otro lado del Atlántico, han sido personas con nombres y apellidos las que me han ayudado a hacerle frente.
Quisiera agradecer muy especialmente a Bárbara Ozieblo el poner a mi total disposición sus fondos bibliográficos y su tiempo; y a Sherry Engle el darme un hogar en Nueva York. Judith E. Barlow y Ralph Melnick fueron fundamentales para localizar a la heredera de Bosworth Crocker. Gracias también a Carme Manuel por acoger con entusiasmo mi propuesta y por sus incansables ánimos.
Finalmente, quiero agradecer profundamente a los herederos que han dado permiso para que las obras de sus antepasados se tradujeran al español: gracias a Valentina Cook por su permiso para traducir las obras de Susan Glaspell y George Cram Cook; a Mary Hoffman, nieta de Mary Arnold Crocker Childs (Bosworth Crocker); y a la Edna St. Vincent Millay Society. Sin su desinteresada voluntad, este libro no habría sido posible. Para el apoyo y los ánimos de Félix, familiares, amigos y compañeros, simplemente, no hay palabras suficientes de agradecimiento.
Prefacio
La gran esperanza del futuro está en que los teatros pequeños fertilicen a los grandes, en que Broadway sea fertilizado por Provincetown.
William Archer, Evening Post, 1920
En estos días en los que el teatro comercial parece dominar la escena, sea en Broadway, en el West End londinense o en la Gran Vía de Madrid, se antoja necesaria la reconsideración de cómo son los teatros pequeños los que siempre han luchado por renovar la escena y por mantener viva la experimentación teatral. Estos teatros son los que, sin apenas recursos, sin grandes estrellas, pero con mucho esfuerzo, escriben esa otra historia del teatro que no tiene luces de neón. El presente volumen, Voces contra la mediocridad:la vanguardia teatral de los Provincetown Players, 1915-1922, pretende llenar un vacío existente sobre un pequeño teatro, el de los Provincetown Players, que revolucionó la escena norteamericana de principios del siglo XX, primero en su teatro de Provincetown, en el cabo Cod, y después en el Greenwich Village neoyorquino. Este teatro, como ellos mismo dirían, pretendía –y consiguió– alzar la voz contra la mediocridad de los teatros grandes, contra el comercialismo de Broadway, y convertirse en un laboratorio donde crecería un teatro moderno puramente norteamericano.
Si bien es cierto que la historia de los Provincetown Players ya ha sido escrita, también lo es que el lector que no es angloparlante no tiene fuentes a las que dirigirse. Es por este motivo que la primera parte de este volumen se centra en la historia de los Provincetown Players. Para ello, en un primer capítulo se detalla el contexto cultural, social y político, ese germen del que surgiría esta compañía. Con posterioridad, los capítulos se suceden cronológicamente, desde sus orígenes en 1915 hasta su desaparición en 1922. Cada temporada se describe en profundidad, incluyendo las obras producidas, su recepción por parte de la crítica, así como el propio desarrollo organizativo del grupo y los inevitables enfrentamientos entre líderes que acabarían por dar muerte a la aventura teatral de los Provincetown Players.
El presente volumen bebe directamente de las historias ya escritas en inglés sobre los Provincetown Players. Además de las biografías y autobiografías de varios de los que fueron protagonistas directos, entre las fuentes se encuentran dos historias escritas por miembros del grupo: aquella escrita por Edna Kenton, que fue miembro durante el período retratado en este volumen, y que se publicó en 1997 a partir de sus manuscritos, y la que Helen Deutsch y Stella Hanau, agentes de prensa del Experimental Theatre, la compañía autoproclamada como heredera de los Provincetown Players, publicarían en 1931. Cabe destacar la inmensa labor llevada a cabo por Robert Károly Sarlós, el primer historiador de los Provincetown Players, cuyo volumen Jig Cook and the Provincetown Players: Theatre in Ferment (1982) es una fuente inestimable para los estudiosos de los Provincetown Players. Leona Egan, por su Provincetown as a Stage (1994), también es significativa para conocer en profundidad las dos primeras temporadas de los Provincetown Players. Asimismo, entre las reescrituras posteriores de esta historia, es más que reseñable la que Cheryl Black lleva a cabo en su The Women of Provincetown, 1915-1922 (2002). En este volumen, Black saca del olvido a las mujeres que trabajaron para la compañía: actrices, directoras, artistas, escenógrafas, costureras, dramaturgas y secretarias; todas y cada una de ellas merecían aparecer en la historia de los Provincetown Players, que, generalmente, y como mucho, solo había destacado a tres personalidades: Susan Glaspell, Eugene O’Neill y George Cram Cook. Brenda Murphy también ha resuelto con maestría el análisis de los Provincetown Players desde el punto de vista de la modernidad en su The Provincetown Players and the Culture of Modernity (2005), donde dedica una parte considerable del volumen a tratar las obras más experimentales del grupo: las obras de los Other Players, un grupúsculo surgido dentro de los Provincetown Players que incluía a los poetas modernistas estadounidenses más significativos de la época, como Alfred Kreymborg, Edna St. Vincent Millay, Djuna Barnes, William Carlos Williams o Wallace Stevens, entre otros.
Sin embargo, el presente volumen es novedoso también si se atiende a estas historias ya escritas en el mundo académico anglonorteamericano por incluir documentos que no aparecen en ellas, o que, si lo hacen, es de forma fragmentada. Parece fundamental que, para ser fiel a esta historia, haya que volver a los documentos originales, tales como la Constitución de los Provincetown Players, su manifiesto, las circulares que enviaban temporada tras temporada a sus subscriptores, así como su carta de despedida. No es solo en el tipo de obras que ponían en escena, sino en estos documentos, donde se palpa la que sentían que era su misión dentro de la cultura norteamericana, donde se siente la angustia de un teatro pequeño que lucha contra un gigante, y donde se ven las luchas de poder entre las personalidades más fuertes del grupo.
Este volumen también es novedoso por incluir la primera traducción al castellano de ocho obras. En la segunda parte de este volumen, se encuentra la traducción de una obra por cada temporada de los Provincetown Players, precedida de una breve introducción. Las obras seleccionadas pretenden dar una visión general de las diferentes corrientes, estilos y temáticas que encontraron un lugar en el escenario de los Provincetown Players. Puede que sorprenda al lector iniciado no encontrar ninguna obra firmada por Eugene O’Neill. Obviamente, debido a que el ganador de un Nobel de Literatura y del Pulitzer de Teatro ya ha sido magistralmente traducido al español, como en el caso de las traducciones de Ana Antón-Pacheco y de León Mirlas, y que sus obras se siguen viendo sobre los escenarios del mundo, se ha preferido familiarizar al lector con otros autores mucho menos conocidos. En cuanto a las obras seleccionadas para su traducción, debe subrayarse que no son meros retratos del teatro del siglo pasado, anacrónico y temporal, sino que estas obras hablan de realidades a las que el mundo se enfrenta hoy en día, desde los conflictos bélicos en Aria da capo, de Edna St. Vincent Millay, y en Herederos, de Susan Glaspell, hasta las difíciles relaciones entre el artista, su libertad y el mecenazgo en Cambia de estilo, de George Cram Cook, pasando por la reescritura del Sueño Americano en El cochecito de bebé, de Bosworth Crocker, por la crueldad de la vida en La partida, de Louise Bryant, o en Noche, de James Oppenheim, para llegar a la desesperación de aquellos que dependen de las drogas en Cocaína, de Pendleton King, o a la necesidad del individuo por definirse a si mismo, como es el caso de Al límite, de Susan Glaspell. De esta forma, se espera que, al poner estas obras al alcance del lector hispanoparlante, la historia de los Provincetown Players se siga escribiendo en español, en libros, en artículos y sobre los escenarios.
PARTE I
Capítulo 1
Hacia un nuevo teatro norteamericano
La cruzada de los teatros pequeños
Dejaremos morir este teatro antes de quese convierta en otra voz de la mediocridad.
Provincetown Players, 1917
De esta forma tan explícita, los Provincetown Players expresaron su cruzada contra la mediocridad del teatro norteamericano. Es esta una afirmación que se convirtió tanto en el espíritu inspirador que respaldaba al grupo como en su propio epitafio. Desde 1915 hasta 1922 los miembros de los Provincetown Players lucharon para vencer a la mediocridad creativa de Broadway, pero el gigante de luces de neón acabó venciendo al pequeño David, y por eso, con motivo de su marcha a Grecia, George Cram (Jig) Cook, cofundador, director y, podría decirse, líder espiritual del grupo, sintiendo que su experimento había fracasado, recordó esta máxima en su carta de despedida. Para él, ya se habían convertido en otra voz de la mediocridad.
A pesar del derrotismo con el que Jig Cook se enfrentó al fin de los Provincetown Players, este es un grupo que merece un lugar destacado en la historia del teatro de vanguardia de los EE. UU. Durante siete años demostraron que, incluso sin financiación, era posible poner en escena obras de teatro completamente novedosas, obras de estilos bien diferentes, que iban del realismo al futurismo pasando por el expresionismo y el simbolismo, y obras que trataban temas originalmente norteamericanos. Un teatro del pueblo y para el pueblo. Durante su andadura de 1915 a 1922 pusieron en escena noventa y siete obras escritas por cuarenta y seis dramaturgos norteamericanos y, como Edna Kenton se vanagloria en su historia de los Provincetown Players, casi dos tercios de estas obras forman ya parte de la historia teatral de los EE. UU. (1997: 158), sin olvidar que proporcionaron un lugar donde experimentar a los padres del teatro estadounidense: Susan Glaspell y Eugene O’Neill.
Sin embargo, a pesar de que la labor de los Provincetown Players al llevar a cabo una revolución teatral podría ser fácilmente mitificada, esta pudo tener lugar por la confluencia de diversos factores, desde la existencia de un gigante al que vencer, hasta los pequeños esfuerzos individuales, el malestar social y político y las reformas radicales, por nombrar algunos de los factores que se explicarán a continuación y que crearon un entramado de relaciones personales que hizo posible tal revolución.
Es un hecho bien conocido que la revolución teatral en EE. UU. sigue a la que años antes ya se había producido en Europa. No obstante, antes de 1915, las nuevas tendencias europeas habían tenido un impacto mínimo en el teatro norteamericano. Una de las razones fundamentales se encuentra en el poder de “El Sindicato.” Esta organización, fundada en 1896 por Sam Nixon, Fred Zimmerman, Charles Frohman, Al Hayman, Marc Klaw y Abraham Erlanger, se hizo con el control del teatro al ofrecer temporadas completas, que incluían a grandes estrellas en los papeles principales de las obras, con la condición de que los contratantes locales concertaran los espectáculos solamente a través de su organización. El Sindicato se centró en rutas entre las ciudades principales del país, quitando del medio a los managers que no acababan de cooperar, muchas veces con técnicas bastante oscuras. De forma más que autoritaria, el Sindicato se negaba a incluir obras que no fueran completamente del agrado del gran público y favorecía el star system. De esta manera, el Sindicato ayudó a que el teatro estadounidense fuera conservador y comercial entre 1900 y 1915 (Brockett 1995: 461).
Fueron algunos los que hicieron frente a su férreo control, aunque no lo hicieron por querer dar lugar a un teatro de vanguardia. Por un lado, los hermanos Shubert levantaron sus teatros cerca de aquellos controlados por el Sindicato, pero sus intereses, como los del Sindicato, eran el beneficio económico propio y la espectacularidad de sus montajes, para lo que normalmente elegían musicales y melodramas (Frick 1999: 216-18). David Belasco intentó sin duda dar al público neoyorquino algo diferente a lo que el Sindicato y los Shubert ofrecían: un teatro que mostrase la realidad con el detalle de una fotografía. Son bien conocidas sus puestas escenas para The Governor’s Lady (1912) y The Easiest Way (1918). En la primera, Belasco reprodujo en escena, cuchara a cuchara y tenedor a tenedor, el famoso restaurante Child’s, y para la segunda reconstruyó sobre el escenario, pieza a pieza y detalle a detalle, una pensión real (Murphy 1987: 21-22).
Pero para aquellos que buscaban una reforma profunda del teatro norteamericano, el teatro realista de Belasco no era sino otra piedra en el camino que debían sortear. Dos de los grandes teóricos del momento, y miembros de los Provincetown Players en algún período, así lo defendían en su manual Continental Stages (1922). Kenneth Macgowan y Robert Edmond Jones, que junto a Eugene O’Neill formarían el triunvirato que se haría cargo de los Provincetown Players tras la marcha de Cook, apuntaban en 1922 el hastío que sentían por el realismo, al que llegan a definir como “esa ciénaga en la que nos hemos entretenido” (1922: 3). Tras un viaje por Europa en los años previos a la Primera Guerra Mundial, en el que Macgowan y Jones estudiaron las nuevas formas teatrales de Appia, Reinhardt y Copeau, entre otros, los dos mantenían la esperanza de que Estados Unidos fuera ese lugar donde un nuevo futuro para el teatro sería posible, pero un futuro bien arraigado en las nuevas corrientes que habían visto en Europa (1922: 40). Como apuntaban, cincuenta años de realismo eran más que suficientes para un estilo que había nacido por el deseo de representar los avances de la ciencia. Para ellos, este era un tipo de teatro que se centraba en el detalle para acercarse lo más posible a la realidad, pero que no era precisamente real en el sentido de ser verdadero. El teatro realista, al estilo de las obras de David Belasco, era para ellos un “Realismo de la Carne,” pero no un “Realismo del Espíritu” (1922: 16), que solo se podía alcanzar con una transformación total de la forma en que se entendía el teatro. El teatro, según Macgowan y Jones, ha de apelar al “Realismo del Espíritu,” a la “verdad interior,” para lo que había que demoler la cuarta pared, alejarse de representaciones minuciosas y estremecer al público por lo que se le hacía sentir.
En términos bastante menos teóricos, Susan Glaspell habla de su propia experiencia como espectadora de este teatro tradicional, de donde se extrae que la repulsa que sentían hacia este teatro les abocaría a crear formas teatrales nuevas en su propio teatro:
Íbamos al teatro, y casi siempre salíamos deseando haber ido a cualquier otro sitio. Aquellos eran los días en los que Broadway florecía sin que nadie lo desafiara. Las obras, como los relatos cortos de una revista, tenían una estructure fija. … No requerían nada de ti, esas obras. Una vez pagada la entrada, no había nada más que hacer. … Jig solía decir que el público tenía imaginación. ¿Qué era esto de “Broadway,” que podía coger algo tan interesante como es la vida y convertirlo en algo tan aburrido como es una obra al estilo de Broadway? (1926: 190, énfasis en el original)
Como Macgowan y Jones, Glaspell, Cook y muchos otros futuros miembros de los Provincetown Players, llevaban tiempo sintiendo que el teatro norteamericano no mostraba la vida real, auque aparentemente lo hiciera. Las obras eran mortalmente aburridas y no requerían ningún esfuerzo por parte del público. No había una unión entre teatro y público, sino un mero intercambio de dinero por “entretenimiento,” en el mejor de los casos.
A pesar del arraigo del Sindicato y del realismo imperante tan de moda gracias a David Belasco, las nuevas corrientes europeas, como el expresionismo, el simbolismo o el futurismo, fueron abriéndose camino en Estados Unidos, sobre todo gracias a los little theatres, o teatros pequeños; a la labor llevada a cabo por George Pierce Baker y a los diferentes intercambios que se produjeron entre norteamericanos que viajaban a Europa y europeos que viajaban a Estados Unidos. Podría decirse que George Pierce Baker es en gran medida el ideólogo de la transformación radical que el teatro estadounidense experimentó a principios del siglo XX. Desde su viaje a Alemania, para visitar a su amigo George Rice Carpenter, un reconocido estudioso de la obra de Ibsen, en Berlín, Baker quedó impactado por las nuevas formas teatrales que se estaban desarrollando en el país germano, sobre todo por Reinhardt y su uso revolucionario del escenario y de la iluminación. Allí también conoció a Oscar Wilde y a George Meredith (Kinne 1954: 33-34). Posteriormente, en 1912, pasaría un tiempo con las figuras más prominentes del nuevo teatro irlandés, Yeats y Lady Gregory, así como con Gordon Craig (Kinne 1954: 174). Baker puso en práctica todos sus nuevos conocimientos en sus propios experimentos teatrales, pero lo que es quizá más importante es que también ayudó a diseminar estas ideas a través de sus conferencias y de sus clases en Harvard. Requieren una mención especial sus cursos English 47, sobre cómo escribir teatro, que empezó a impartir en 1905, y English 47a, en el que a partir de 1915 profundizaba en técnicas de creación teatral con aquellos alumnos que habían brillado en el curso English 47 (Kinne 1954: 102-3). Huyendo de la moda escapista de las obras que se producían en Broadway, Baker animaba a sus alumnos a “Escribir lo que sabéis que es cierto sobre vuestros personajes, y no escribáis nada que sepáis que no es cierto… Conseguid vuestro material de lo que veis alrededor” (en Gelb y Gelb 2000: 431).
Entre sus más afamados alumnos se encuentran, por ejemplo, Eugene O’Neill y Edward Sheldon. Y como Wisner Payne Kinne afirma, la influencia que Barker ejerció sobre grupos como el Neighborhood Playhouse, los Washington Square Players y los Provincetown Players es innegable (1954: 198-200). A modo de ejemplo, cabe destacar que los Washington Square Players pusieron en escena obras de Percy Mackage, John Reed, Lewis Beach y Edward Massey; todos ellos alumnos de English 47. Otra alumna de este curso, Agnes Morgan, trabajaba para el Neighborhood Playhouse, y el mismo Baker pasó unos días en Provincetown viendo la obra Bound East for Cardiff, de su antiguo alumno Eugene O’Neill. Asimismo, Rita Creighton Smith también había escrito su obra The Rescue, producida más tarde por los Provincetown Players, bajo la tutela de Baker, y otros futuros miembros de los Players, como Hutchins Hapgood, Edward Eyre Hunt, Robert Edmond Jones y Kenneth Macgowan también participaron en las clases de Baker.
A través de sus conferencias, que lo llevaron de Nueva Inglaterra al Medio Oeste, a los estados sureños y a California, Baker también ayudó a difundir una nueva forma de crear teatro. Por ejemplo, en sus conocidas conferencias “El desarrollo del teatro en el siglo XIX,” “El teatro norteamericano de hoy” y “El teatro moderno,” Baker enfatizaba el nexo que debía existir entre el teatro y la vida al decir que no se debía tratar al teatro “solo como una forma literaria, sino como una fuerza en la vida moderna, un reflejo del pensamiento y de la conducta de nuestro tiempo” (en Kinne 1954: 67). En su análisis del teatro norteamericano, destacaba que no existía un teatro norteamericano per se, y que esta situación era culpa tanto de los dramaturgos como del público, que no había sido educado para apreciar el género dramático. Ya en 1899, ante su auditorio en Cambridge, Baker había denunciado que “Desde 1830 hasta 1885 o 1890 el teatro no ha sido sino el bufón del rey. No debemos creer que por esto el teatro no pueda llegar a ser nada más. Debe cogerse de la mano, remodelarse y reajustarse a las condiciones de esto siglo y del que viene” (en Kinne 1954: 67). Y a pesar de admirar profundamente el teatro europeo, avisaba de que el trabajo de Ibsen, entre otros, no era lo que Estados Unidos necesitaba. Los dramaturgos norteamericanos debían analizar y estudiar profundamente la vida para poder representarla (Kinne 1954: 69). El país necesitaba su propio teatro; una llamada a la que los Provincetown Players, entre otros, responderían. La máxima de Baker acerca de que los dramaturgos debían contar con una total libertad para elegir su temática y estilo, y que solo así el teatro norteamericano podría desarrollarse (Kinne 1954: 148), es otra idea fundamental que los Provincetown Players, casi de manera excepcional, asumieron como marca identitaria.
Aparte de la labor que Baker desempeñó al dar voz a las nuevas corrientes europeas en Estados Unidos, fueron muchos los artistas europeos que cruzaron el Atlántico. Cabe destacar la influencia que los Abbey Players de Dublín tuvieron en el desarrollo del teatro norteamericano moderno. El 5 de octubre de 1911, Yeats dio una conferencia sobre “El teatro de la belleza” ante el Harvard Literary Club en la que habló del nuevo teatro europeo. Esta conferencia era parte de una gira de los Abbey Players, que duró de septiembre de 1911 a marzo de 1912 y que fue subvencionada por el abogado y amante del arte John Quinn. Como Adele Heller subraya, las obras que los Abbey Players montaron “tenían raíces fuertes en el realismo de la vida irlandesa” y denotaban el esfuerzo de la compañía por “crear un teatro nacional con objetivos tanto artísticos como sociales” (1991: 221). Los Abbey Players maravillaron al público estadounidense. Susan Glaspell y Jig Cook tuvieron la oportunidad de verlos en Chicago, tal y como Glaspell recuerda:
En ese momento había algo emocionante en Chicago. Los Irish Players. Con mucha probabilidad, los Provincetown Players no habrían existido de no ser por los Irish Players. Lo que [Cook] vio que hacían por la vida irlandesa era lo que él quería para América – no había convenciones teatrales que obstaculizaran la proyección humilde del sentimiento verdadero … El asombro por unas formas nuevas, y de ahí el tomar conciencia de la forma, la aventura de una gran oportunidad nueva para expresar lo que no ha tomado forma. (1926: 167)
Floyd Dell también recuerda en su autobiografía ir a ver a los Abbey Players, definiendo el “sentarse en el auditorio noche tras noche y ver el rico mundo de Synge y Lady Gregory” como una “experiencia maravillosa” (1969: 231). Y Eugene O’Neill no se perdió ni una sola de las representaciones de los Abbey Players en Nueva York (Gelb y Gelb 2000: 313). Brenda Murphy traza magistralmente los paralelismos entre los Abbey Players y los Provincetown Players: sus orígenes amateur, su dedicación al teatro como una forma artística, su nacionalismo, el rechazo a emplear convenciones teatrales y la determinación para crear una forma de teatro totalmente novedosa (2005: 4). Ciertamente, podría afirmarse que los Provincetown Players son en gran medida la versión norteamericana de los Abbey Players.
Otras giras y visitas de grupos y personalidades europeos que deben mencionarse por su influencia sobre el desarrollo del teatro estadounidense a principios del siglo XX son los Ballets Rusos y Jacques Copeau. La compañía de ballet fundada por Sergéi Diágilev en 1907 realizó una gira por Estados Unidos, después de hacerlo por Europa, en 1916. Su forma de experimentar con el espacio escénico, alejándose de convenciones y del ilusionismo, y favoreciendo la estilización a través de la exageración plástica de colores y formas, tuvo una influencia incalculable sobre el desarrollo de nuevas formas teatrales (Brockett 1995: 454-55). En cuanto a Jacques Copeau y su Théâtre du Vieux Colombier, desde el que proyectaba su vuelta al escenario desnudo y la remodelación del teatro, su gira por Estados Unidos entre 1917 y 1919 le puso en contacto directo con los teatros pequeños, y específicamente con los Provincetown Players, a los que visitó, lo que sin duda también sirvió de inspiración para la reforma del teatro norteamericano.
La publicación de El arte del teatro, de Edward Gordon Craig, en 1911 también supuso una oportunidad para que los creadores al otro lado del Atlántico supieran lo que se estaba haciendo en Europa. Como es bien sabido, Craig abogaba por el fin del realismo y por un tipo de escenografía que llevara al público a utilizar su imaginación. Craig, como Adolph Appia, defendía que “la sugestión, la evocación, la representación simbólica, eran mucho mejor que una opulenta reproducción de la realidad” (Bablet 1981: 178). Como Brockett ha señalado, la obra de Craig llevó, tanto en Europa como en América, a desarrollar una tendencia hacia decorados simplificados, hacia representaciones tridimensionales del escenario y hacia una plasticidad e iluminación bien dirigidas y sugerentes (1995: 446). Además, la puesta en escena de Sumurum, de Max Reinhardt, a cargo del productor Winthrop Ames en Nueva York a principios de 1912, demostró visiblemente cuál era el potencial del movimiento llamado New Stagecraft (Nuevo arte teatral). Tras esta puesta en escena, fueron varios los diseñadores y directores teatrales que se decidieron a aprender en Europa estas nuevas técnicas, como Robert Edmond Jones, que tras pasar una temporada con Reinhardt se convirtió en el mayor defensor del New Stagecraft en Estados Unidos. La influencia que Reinhardt, Craig, Appia y Copeau tuvieron sobre Jones, quien estaría presente en el nacimiento de los Provincetown Players, es evidente en su forma de entender el diseño teatral: “Una escenografía no es solo algo bonito, una colección de cosas bellas. Es una presencia, un estado de ánimo, un viento cálido que aviva el teatro hasta que prende. Hace eco, realza, da vida. Es una expectación, una corazonada, una tensión. No dice nada, pero lo expresa todo” (1985: 26). Otros diseñadores claves en el teatro norteamericano moderno que viajaron a Europa entonces fueron Arthur Hopkins y Sam Hume, aprendiz de Edward Gordon Craig, que se encargaría de montar la primera exhibición sobre el New Stagecraft en Cambridge, Massachusetts, en 1914; una exposición que también llegaría a Nueva York un poco más tarde.
Por su parte, los teatros pequeños se convirtieron en la nueva esperanza y, sin apenas recursos, no cesaron en su lucha para cambiar el rumbo del teatro. Aunque el presente volumen se centra en los Provincetown Players, sería faltar a la verdad si se obviase que Chicago, antes que Greenwich Village, fue el centro cultural más importante de los EE. UU. a principios del siglo XX. El Renacimiento literario de Chicago es de sobra conocido. Y si bien el resurgir de una nueva actividad literaria norteamericana encontró allí su lugar – recordemos que, por ejemplo, en 1912 Harriet Monroe publicaba Poetry: A Magazine of Verse y que Jig Cook y Floyd Dell, desde el Friday Literary Review, animaban a los escritores a buscar nuevas formas de expresión, también es cierto que parte de la vanguardia empezó a emigrar a Greenwich Village en 1913. Chicago no fue solo testigo del resugir de la poesía, la prosa e incluso el periodismo, sino que además allí también comenzó el movimiento de los teatros pequeños. Maurice Browne y Ellen Van Volkenburg, tras pasar un tiempo con los Abbey Players, cuando estos estuvieron en Chicago a principios de 1912, fundaron su influyente Chicago Little Theatre, empezando con la puesta en escena de On Baile’s Strand, de Yeats (Bigsby 1983: 5-6). De hecho, fue la propia Lady Gregory quien animó a Browne y a Van Volkenburg a crear su propio teatro, a formar a sus actores e incluso a “estar preparados para cuando se les rompa el corazón” (en Browne 1955: 116). Cabe destacar que, a pesar de que la historia siempre cite al Chicago Little Theatre como el germen del movimiento de los teatros pequeños en Estados Unidos, el propio Browne, en su autobiografía, renuncia a tal honor y admite que el mérito es de Laura Dainty Pelham y de sus Hull House Players (1955: 28). Independientemente de este dato, el Chicago Little Theatre tendría una influencia directa sobre los Provincetown Players, pues, como apunta Brenda Murphy, muchos de los futuros co-fundadores del grupo estaban en Chicago en ese momento (2005: 4), convirtiéndose en ávidos seguidores de este teatro e incluso participando en algunas de las obras. Por ejemplo, Brör Nordfeldt diseñó y construyó la escenografía para The Trojan Women, además de actuar en algunas de las producciones, como también lo hizo Edna Kenton.
Aproximadamente al mismo tiempo que Browne y Van Volkenburg avanzaban con su aventura en Chicago, otros teatros pequeños se fundaban en Nueva York, como la New York Stage Company y el New York Neighborhood Playhouse. Este último, un teatro de índole claramente social, pues nació del centro comunitario de la calle Henry, ponía en escena obras que buscaban ayudar a la comunidad, más que reformar estéticamente el teatro norteamericano. La misma Susan Glaspell recuerda la importancia que el Neighborhood Playhouse tendría en la forma de entender el teatro de los Provincetown Players. Fue tras ir a ver una representación de Jephthah’s Daughter que Glaspell y Cook entendieron el vacío que sentían cuando veían obras en Broadway y entonces hablaron “de lo que el teatro debía ser. Es una de las cosas misteriosas y bellas del mundo, si eres sincero con lo que sientes” (1926: 191). A principios de 1915 nacían los Washington Square Players, que cuatro años más tarde se convertirían en el Theatre Guild. El grupo nació del Liberal Club, cuya importancia se discutirá más tarde, comenzando con representaciones bastante amateur. Lawrence Langner, uno de sus futuros fundadores, recordaba cómo una noche estaba sentado junto a Ida Rauh, sufragista y esposa del periodista Max Eastman, en el Liberal Club, viendo una obra de Floyd Dell. Entre risas y mofas, surgió una confidencia: el espectáculo era bochornoso y ellos mismos podrían hacerlo mejor. Según Langner, tras esa representación, Ida Rauh le mostró su determinación por volver al teatro. Langner decidió entonces embarcar a Ida Rauh y a Albert Boni, el librero más conocido de Greenwich Village, en la planificación de un grupo teatral que aunara a sus diferentes amistades. Boni se encargó de invitar a Robert Edmond Jones y a Sam Eliot; y Langner a Edward Goodman, a Philip Moeller y a Josephine A. Meyer. Los nombres de George Cram Cook, Susan Glaspell y Lucy Huffaker, entre otros, también se añadieron a la lista (1952: 90-92). Durante un almuerzo en el lujoso restaurante Breevort, compartido por Lawrence Langner, Robert Edmond Jones, Philip Moeller y Edward Goodman, entre otros, discutieron el trabajo de Max Reinhardt, pues Jones y Moeller acababan de regresar de Alemania y anhelaban que el espíritu de Reinhardt tuviera un hueco en Estados Unidos. Jones tenía un volumen de las obras de Lord Dunsany, y su obra The Glitering Gate fue la primera que los Washington Square Players pusieron en escena. Este comienzo marca la tónica general del grupo y una diferencia clave con los Provincetown Players: la preponderancia de autores extranjeros. Como Albert Parry apunta, los nombres extranjeros de los dramaturgos, el simbolismo y los finales trágicos se convirtieron en las señas de identidad de este grupo, atrayendo así de forma importante al público inmigrante del Village (1960: 279). Y esto a pesar de que en sus “Principios y Objetivos,” los Washington Square Players anunciaron que
Solo tenemos una política en cuanto a las obras que montaremos – deben ser meritorias desde el punto de vista artístico. Se dará preferencia a obras americanas, pero también incluiremos en nuestro repertorio las obras de autores europeos bien conocidos que han sido ignorados por los responsables comerciales. (en Langner 1952: 94)
La existencia de los Washington Square Players impulsó a los Provincetown Players de al menos dos maneras. Por una parte, porque varios de los futuros miembros de los Provincetown Players también estaban relacionados con los Washington Square Players, incluso de forma simultánea posteriormente, como Robert Edmond Jones, Rollo Peters, Floyd Dell, Ida Rauh o John Reed. Y por otra parte, porque varios de los futuros miembros de los Provincetown Players vieron que sus obras “americanas” eran rechazadas por los Washington Square Players a favor de obras de maestros europeos, como Maeterlinck, Andreyev, Schnitzler o Strindberg. Este fue el caso de Suppressed Desires, de Susan Glaspell y Jig Cook; de Freedom, de John Reed, y con bastante probabilidad de Constancy, de Neith Boyce; y de Bound East for Cardiff y Thirst, de Eugene O’Neill (Egan 1994: 122). Todas estas obras formarían parte de la programación de las primeras temporadas de los Provincetown Players. Asimismo, cabe destacar que los Washington Square Players también inspiraron a los Provincetown Players en cuanto a la forma de anunciarse. Los Washington Square Players mandaban circulares a un grupo seleccionado de personas y les pedían que se subscribieran a sus temporadas. Y como los Provincetown Players también harían, casi todos trabajaban gratis para el teatro (Moderwell 1918: s. p.).
Poco a poco lo pequeños teatros fueron proliferando por todo el país. De hecho, en 1910 ya se había fundado la Drama League of America, una organización primordialmente de mujeres que se convirtió en unas de las organizaciones teatrales más importantes en las décadas de 1910 y 1920, una organización que actuó como catalizador para la explosión de entusiasmo por el teatro amateur. En el año 1910 agrupaba a sesenta y tres clubes, con diez mil miembros, que en 1915 se convirtieron en cien mil (Blair 1994: 143-77). Como Susan Harris Smith apunta, la Drama League intentó cambiar el curso del canon teatral norteamericano, por ejemplo, mediante el envío de boletines a sus miembros recomendando buenas obras (1997: 86). En 1915 había pequeños teatros extendidos por todo el país, con producciones de todo tipo, amateur y comerciales; centradas en los clásicos y en los maestros europeos, pero lo cierto es que eran muy pocos los que experimentaban con la forma y los que buscaban crear un teatro norteamericano de vanguardia en cuanto a temática, a estética y a desarrollo escénico. Aquí es donde los Provincetown Players emergen como un grupo totalmente innovador. Como se discutirá más adelante, no solo se propusieron poner en escena obras norteamericanas, como teóricamente ya se habían propuesto los Washington Square Players, sino que este fue su firme cometido, la razón de su nacimiento y, en cierta medida, la causa de su desaparición. Pero antes de ahondar en el surgimiento de este grupo, es necesario explorar el contexto que propició su aparición con más detenimiento.
Los bohemios de Greenwich Village: el A Club, el Liberal Club y el salón de Mabel Dodge
A principios de la década de 1910, Greenwich Village, esa área al sur de Manhattan que había sido relegada a acoger a inmigrantes mientras la gente bien se quedaba en el norte de la isla, entró en ebullición. Como Floyd Dell recordaba años más tarde, “En aquellos días, ya lejanos y olvidados, el Village era realmente un pueblecito. Artistas y escritores vivían ahí porque el alquiler era bajo,” porque por el diseño de sus calles, que apartaba el tráfico, “parecía una isla … donde el ritmo de la vida se hacía un poco más lento y te dejaba tiempo para soñar y para la amistad y para el arte y para el amor” (en Arens 1919: 15). John Reed también recoge con simpatía el sentimiento que compartían los que vivían en el Village en los siguientes versos:
Al final somos libres lo que vivimos en Washington Square, nos atrevemos a pensar como los del norte de la ciudad no se van a atrever. Hacemos que las noches ardan con discusiones divertidas sin mesura, ¿qué nos importa el aburrido viejo mundo que nos censura, cuando que pondremos de moda algo glorioso es cosa segura?(en Arens 1919: 2)
Aquí todo aquel que se considerara liberal, reformista, radical o simplemente bohemio encontró un hogar. Una pequeña república en la que se podía vivir con poco dinero, convivir con anarquistas, socialistas, sufragistas, con aquellos que creían en el amor libre y con los que confiaban en el matrimonio, con los que aplicaban las últimas teorías sobre el psicoanálisis a sus vidas, con artistas que se mudaban al Village tras conocer de primera mano las revoluciones artísticas en Europa, con aquellos recién llegados del Medio Oeste americano y con los inmigrantes irlandeses, judíos e italianos que, simplemente, llevaban en el Village toda su vida.
Previo a su confluencia en los Provincetown Players, muchos de los miembros ya habían coincidido en algunos de los clubes del Village, clubes que a su vez son fundamentales para entender la diseminación de ideas y la aparición de la vanguardia teatral estadounidense. Uno de los más antiguos era el A Club, que además de club era una especie de cooperativa situada en una antigua mansión en el número 3 de la Quinta Avenida. Mary Heaton Vorse, co-fundadora de los Provincetown Players y periodista, solía pasar los inviernos con su marido, Joe O’Brien, en esta cooperativa, que contaba con dieciocho personas, todas radicales de algún tipo, desde comunistas que apoyaron la Revolución Rusa de 1905-1907 a reformistas liberales como los Vorse. Otros miembros conocidos eran Upton Sinclair, Mark Twain y Jack London. El nombre de A Club se debe a que el anarquista Maksim Gorki se alojó en él durante su viaje por los EE. UU., haciendo que el club se ganase el apelativo de Club A – Club Anarquista (Egan 1994: 97-98), y siempre fue un centro donde los habitantes del Village podían acercarse para discutir sus ideas políticas acerca de diferentes reformas sociales.
En su breve historia de Greenwich Village, Love in Greenwich Village, Floyd Dell señala que la aparición de un club en el número 137 de la calle MacDougal fue crucial para que la comunidad bohemia tomara forma en el Village (1926: 17). Este club no es otro que el nuevo y radicalizado Liberal Club. El Liberal Club original había sido fundado por el Reverendo Percy Stickney Grant, Lincoln Steffens y otros liberales que abogaban por la reforma de las leyes sobre el divorcio, entre otras. Pero Henrietta Rodman, profesora y defensora a ultranza de los derechos de la mujer, se enfrentó a las facciones más conservadoras de este club, escandalizadas por las relaciones extramatrimoniales de varios de sus miembros, y decidió llevarse el nuevo club de la calle Dieciocho a Washington Square (Humphrey 1978: 23).
El Liberal Club se convirtió en el punto de encuentro de los que buscaban diversión en el Village, no siempre haciendo justicia a su slogan: “Un punto de encuentro para aquellos interesados en ideas nuevas,” como recordaba Lawrence Langner (1952: 68). El Liberal Club contaba con dos salones grandes y una terraza interior en lo que era antes una residencia familiar. Aunque el mobiliario era espartano – unas pocas mesas y sillas – las paredes daban fe de que ahí se fomentaba la vanguardia: diversas pinturas cubistas y futuristas las adornaban. Debajo del club estaba el Greenwich Village Inn, un café regentado por Paula (Polly) Holladay, amante del anarquista Hippolyte Havel, que solía tildar a su clientela de “¡Cerdos burgueses!” (en Churchill 1959: 64). El Liberal Club y el café de Polly, donde se servían comidas sencillas y baratas, se convirtieron en las oficinas centrales de los escritores, artistas, periodistas y editores que vivían en el Village. Justo al lado, en el 137 de la calle MacDougal, estaba la librería de Washington Square, regentada por los hermanos Boni, quienes podría decirse que, a veces muy a su pesar, se convirtieron en los mayores prestamistas de libros de la zona. Más aún cuando los dos locales se comunicaron y los clientes podían coger los libros de la librería y leerlos, que no comprarlos, mientras tomaban algo (Langner 1952: 75-76). Los hermanos Boni también se convirtieron en motores tras la revolución artística del Village al publicar manuscritos rechazados por otras editoriales, como es el caso de la revista The Glebe, de Alfred Kreymborg, que los Boni sacaron adelante entre 1913 y 1914 (Homberger 2002: 118-19).
El Liberal Club era conocido por las fiestas que organizaba los viernes por la noche, en las que por 25 centavos los asistentes disfrutaban de vino, baile y buena charla. Porque a pesar del espíritu festivo del club, ahí también se discutían muchas de las ideas radicales que inundaban el Village. Son memorables las discusiones que Harry Kemp, Rachel Lindsay o Alfred Kreymborg mantenían sobre poesía. Entre los que frecuentaban el Liberal Club se encontraban poetas como los citados anteriormente, escritores como Theodore Dreiser y Upton Sinclair, la trabajadora social Grace Potter y su marido; Ernest Holcombe, Mary Heaton Vorse, Neith Boyce y Hutchins Hapgood, Lincoln Steffens, Inez Hayes Gillmore (después Irwin), Mary Carolyn Davies, Edna Kenton, Jack Reed, Max Eastman y Ida Rauh.
Además de la importancia que el Liberal Club tenía como centro diseminador de ideas en el Village y por ser otro punto de encuentro para muchos de los miembros de los Provincetown Players, este club también impulsó el nuevo teatro norteamericano al dedicar ciertas noches a este género. Al presentar obras de un acto, las cuales llevaban a escena los mismos miembros del club, el Liberal Club se convirtió en el germen del futuro Theatre Guild, pasando primero por llamarse los Washington Square Players, del cual se ha hablado anteriormente.
Otro punto de encuentro fundamental para los futuros miembros de los Provincetown Players era el salón de Mabel Dodge (después Dodge Luhan). Era finales de 1912 cuando Mabel Dodge, una mujer adinerada de treinta y tres años, volvía de Europa y se alquilaba un apartamento en la segunda planta del número 23 de la Quinta Avenida. Sin ser el prototipo de la Nueva Mujer (New Woman), pues no tenía estudios y se mantenía del dinero que la familia de banqueros de la que provenía le proporcionaba, Dodge hizo mucho por la cultura americana a principios del siglo XX. Puede ser debido a que ella misma no tenía ningún talento especial, pero sí dinero, que unos de los objetivos primordiales en su vida siempre había sido el de reunir a su alrededor a gente interesante. Ya en Italia Mabel Dodge había hecho algo parecido, convirtiendo su Villa Curonia en un punto de encuentro para artistas que pasaran o estuvieran en Florencia, como fue el caso de Gertrude Stein. Aunque a los ojos de muchos bohemios, Mabel Dodge era una excéntrica caprichosa, cuando conoció al entonces periodista y crítico musical Carl Van Vechten y al periodista Hutchins Hapgood y forjaron una larga amistad, varios empezaron a responder a sus invitaciones. Como ella confiesa en sus memorias, le parecía que en el Village había mucha gente interesante que tenía cosas en común, pero que ni siquiera se conocían entre ellos (1971: 23).
Por este motivo, se decidió a hacer de su casa ese punto de encuentro. Lo que en un principio eras simples fiestas evolucionó hasta convertirse en un salón donde una noche a la semana, conocidas como “Veladas” y que normalmente se celebraban los miércoles, se encontraban todo tipo de gentes: inconformistas adinerados, reformistas de clase media, periodistas, críticos, artistas, editores, feministas y sindicalistas, con el fin común de discutir temas poco convencionales. En el tercer volumen de sus memorias, Movers and Shakers, Dodge elabora un extenso listado en el que tipifica las diferentes clases de personas que se veían en sus “Veladas”:
Socialistas, Sindicalistas, Anarquistas, Sufragistas, Poetas, Conocidos, Abogados, Asesinos, “Viejos amigos”, Psicoanalistas, Miembros de los International Workers of the World, Defensores del impuesto único, Defensores del control de natalidad, Periodistas, Artistas, Artistas modernos, Mujeres de mundo, Mujeres de el-lugar-de-la-mujer-está-en-casa, Pastores protestantes y gente corriente se encontraban allí, tartamudeando en un tipo de expresión inusual llamada Libre, e intercambiaban unas variedades de vocabulario que se llaman, desde el optimismo más eufemístico, ¡Opiniones! (1971: 83)
Entre los invitados se encontraban personalidades como Hutchins Hapgood, Carl Van Vechten, Neith Boyce, Robert Edmond Jones, John Reed, Walter Lippmann, Margaret Sanger, Hippolyte Havel o Harry Kemp. Durante las “Veladas,” Mabel Dodge se limitaba a quedarse callada, vestida con su túnica blanca larga, y asumía el rol de anfitriona saludando y sonriendo a todos los invitados, pero lo cierto es que era ella la que elegía el tema que se iba a discutir durante esa velada y que era ella la que seleccionaba al orador de la noche (1971: 74-95). Los temas no seguían una lógica temática, sino que fuera lo que fuera que estaba de moda en ese momento, se convertía en el foco de discusión. De esta forma, los temas tratados iban desde la psiquiatría, como cuando invitó al Doctor Brill, hasta la lacra de la prostitución, una velada en la que la invitada, una jovencita conocida como Babs, después de su intervención, ofreció gratuitamente su cuerpo a quien lo quisiera para acabar con este mal social; pasando por el control de natalidad, a cargo de la activista Margaret Sanger; el anarquismo, el socialismo y el feminismo.
Tal variedad, por supuesto, llevaba a tremendos enfrentamientos. George Middleton habla de esto en su autobiografía, donde comenta que “Se peleaban entre ellos pero nunca con Mabel, aunque ella no se perdía nada y disfrutaba en silencio al ver a los animales actuar” (1947: 114). En una línea similar, Max Eastman incluso llegó a asegurar que esto era lo que le divertía a Mabel Dodge (1948: 523), y no el mero hecho de dar a la gente una oportunidad de intercambiar ideas y opiniones. Por ejemplo, una de las veladas que Mabel Dodge organizó bajo el tema de una “Velada radical” pretendía dar lugar a una acalorada discusión entre tres puntos de vista totalmente diferentes: por una lado Emma Goldman, el temido Alexander Berkman y Ben Reitman hablaron a favor del anarquismo, por otro, Bill Haywwod, Carlo Tresca y Elizabeth Gurley Flynn, representando a los International Workers of the World (un sindicato también conocido como I.W.W. o los Wobblies), defendieron el derecho a la huelga y la práctica del sabotaje, mientras que William English Walling, Walter Lippmann y Max Eastman intentaron convencer a sus contertulios de que la propaganda era suficiente para cambiar las cosas y hacer del mundo un lugar mejor. Aparentemente, nadie llego a convencer a nadie, ni siquiera al resto de los asistentes, sobre todo si se presta atención al detalle de que Hippolyte Havel dejó el salón tremendamente enfadado tras gritarles a todos “¡habláis como unos malditos burgueses!” (en Churchill 1959: 57).
Sin embargo, la influencia que el salón de Mabel Dodge tuvo en el desarrollo del Village y en juntar en este ambiente a varios de los futuros Provincetown Players no puede negarse. En su novela Peter Whiffle: His Life and Works, Carl Van Vechten describe a Mabel Dodge, la persona real tras el personaje de Edith Dale, como “una energía eléctrica. Era la amalgama que mantenía unido a este grupo incongruente; era el alambique que convertía la escoria en oro” (1922: 125). En sus memorias, Dodge se vanagloria del poder magnético que tenía sobre los hombres, cómo los fascinaba, convirtiéndose ella en una especie de Musa, no en el sentido tradicional de la palabra, sino en un sentido moderno de un motor que hacía que los hombres se sintieran desafiados (1971: 44-45). También es innegable que los periódicos se hacían eco de los invitados al salón y que, a pesar de fiascos como el de la “Velada radical,” los asistentes salían más que convencidos de que el mundo se podía cambiar aunque no supieran cómo. Como Lincoln Steffens apuntó, cuando Mabel Dodge se fue a finales de 1913, las “Veladas” se acabaron porque faltaba su labor organizativa (1958: 75).
La Revolución está aquí: El Armory Show
Mabel Dodge, como varias de las personalidades ligadas a los Provincetown Players, también jugó un papel importante en el mayor evento artístico de la época: el Armory Show. Dodge recuerda a los organizadores, James Gregg y Arthur B. Davies, como “unos caballeros … que querían dinamitar América” (1971: 26). Dodge ayudó a organizar la exposición y admite que se sintió “como si la Exposición fuera mía,” “mi pequeña Revolución. Iba a cambiar a América,” porque “las viejas formas deben extinguirse y con ellas sus sacerdotes” (1971: 36). El Armory Show fue organizado por la Asociación de Pintores y Escultores Americanos y se celebró en la armería del 69º regimiento de la Guardia Nacional en la ciudad de Nueva York del 15 de febrero al 15 de marzo de 1913, seguido de su traslado a Chicago y Boston. La Asociación de Pintores y Escultores Americanos seguía a la formación originaria del grupo de “Los Ocho,” capitaneado por Robert Henri, que en 1908 ya había montado una exposición de obras de arte modernista en la Galería Macbeth tras el rechazo de la Academia Nacional de Diseño a exponer sus obras.
Tras ver el catálogo de la Exposición Sonderbund en Colonia en 1912, Arthur B. Davies, el presidente de la Asociación, envió a su secretario, Walter Kuhn, a Colonia para organizar el envío a Nueva York de la mayoría de las obras de arte moderno allí expuestas. La publicidad en torno al evento fue tal que en una carta a Gertrude Stein, Mabel Dodge confiaba en que
Hay una exposición en camino … que es el evento público más importante que ha tenido lugar desde que se firmó la Declaración de Independencia, y es de una naturaleza similar. … Va a haber un alzamiento y una revolución y las cosas nunca serán lo mismo después de esto. (en Watson 1991: 172)
Al organizar el evento, Walter Kuhn se refería a la exposición como “una bomba” (en Aronson 2000: 15), términos parecidos a los empleados por Hutchins Hapgood, para quien el Armory Show era como “un gran incendio, un terremoto o una revolución política: una serie de eventos transgresores – que destruye en pos de la re-creación” (1939: 341). Como Steve Watson apunta en Strange Bedfellows:
El Armory Show no era simplemente otra ola en el ir y venir de la moda. Simbolizaba una dislocación sísmica de todo lo que había ordenado el mundo del siglo XIX, atacando las formas aceptadas de percepción, los paradigmas de la belleza y los estándares morales. Para el visitante no iniciado el Armory Show parecía el Apocalipsis. Para el vanguardista americano, el Armory Show era justo lo contrario, era el comienzo, no el final. (1991: 172)
Según Milton Brown, el Armory Show “fue, quizás, el primer gran evento artístico mediático. Pero más que eso – un hecho con frecuencia olvidado – es que fue una exposición coherente, bastante exhaustiva, e incluso ‘académica’ de lo que es el desarrollo del ‘arte moderno’” (1991: 167).
La exposición reunió unas 1.300 obras de arte, en su mayoría europeas, aunque también incluía obras norteamericanas. De entre estas últimas, el Armory Show dio a los miembros de la Escuela Ashcan, también conocidos como realistas neoyorquinos, la oportunidad de mostrar que los EE. UU. también estaban desarrollando su propio arte antiburgués. Los realistas de la Escuela Ashcan, que incluía a artistas como Robert Henri, John Sloane o Everett Shinn, “querían acabar con el encorsetamiento del gusto burgués sobre la concepción de la belleza y el arte … a través del tratamiento de temas considerados vulgares y con una fuerza nueva – mediante la presentación de nuevos conceptos que ofendían el decoro” (Green 1991: 159). Los realistas de la Escuela Aschcan, como harían los Provincetown Players, buscaban mostrar temas genuinamente norteamericanos. Y como apunta Brenda Murphy, “llamaron la atención sobre aspectos de la vida americana que la tradición gentil ignoraba a propósito al introducir una temática novedosa y desafiante y al pintarla con una honestidad molesta” (2005: 35). Como se verá más tarde, esto es exactamente lo que los Provincetown Players querían hacer con su teatro: desafiar al público mediante la sincera presentación de temas de su realidad nacional para remover sus conciencias.
Tal y como se señalaba anteriormente, el gran éxito del Armory Show se basó en la exposición de obras radicales de artistas europeos. La exposición recogía obras de “viejos maestros,” como Ingres y Delacroix, y de artistas modernos, como Jean-Baptiste-Camille-Carot y Edouard Monet. Una sala entera estaba dedicada a los Impresionistas, como Edgar Degas, Claude Monet, Pierre Auguste Renoir y Camille Pissarro. También había una generosa representación de obras post-impresionistas de la mano de Paul Gaugin, Vincent Van Gogh y Paul Cézanne. Una galería lateral recogía las obras simbolistas de Odilon Redon. Y, sin duda, la galería que obtuvo mayor notoriedad fue la sala cubista, que pasó a conocerse popularmente como la “Cámara de los horrores.” Obras de Pablo Picasso, Constantin Brancusi y Marcel Duchamp encontraron ahí su espacio. De hecho, la obra de Duchamp “Desnudo bajando una escalera” se convirtió en el emblema público del arte moderno.
El Armory Show fue un éxito rotundo. Christine Stansell señala que “Unos setenta mil visitantes vieron la exposición, incitados por miles de postales que se enviaron con antelación, por los pósteres pegados por toda la ciudad y, quizá de forma más importante, por el clamor de la prensa. El New York Times … declaró que la exposición ‘destruye, degrada, si no destroza, no solo el arte, sino también la literatura y la sociedad’” (2000: 102). El Armory Show marcó el fin de la elitista y conservadora Academia Nacional de Diseño de Estados Unidos y la explosión de arte modernista en el país y, tal y como temía el New York Times, la exposición no solo fue una amenaza para la forma tradicional de entender el arte, sino también para la sociedad burguesa:
Los artistas modernistas se liberaron mediante una insurrección dentro del ámbito artístico, un coup d’état que dio pie a un enemigo dentro de las bellas artes. … Esta era una guerra de guerrillas contra la clase burguesa y su dominación, sus representantes en los talleres, sus tradiciones renacentistas y su herencia griega y romana. Los grandes talentos, en cierto sentido, se negaron a ser adultos y ciudadanos, se aliaron con los niños, con los salvajes, con los locos, y en contra del género, raza y clase dominantes. Renegaron de la realidad a través del rechazo al realismo, este es el arte que llegó a los Estados Unidos con el Armory Show de 1913. (Green 1991: 158)
A pesar de que hay críticos que niegan ese efecto que el Armory Show tuvo de forma directa sobre el teatro norteamericano (Aronson 2000: 15), puede afirmarse que el Armory Show no solo tuvo un impacto al abrir de par en par las puertas del país al modernismo europeo, sino que sirvió de germen para futuras colaboraciones entre los artistas que visitaron la exposición, como es el caso de los Provincetown Players. De hecho, en una carta a Susan Glaspell, George Cram Cook confiesa haberse sentido “fascinado” por el Armory Show (en Ozieblo 2004: 6), lo que afianzó su fe en que era posible regenerar el alma a través del arte y lo que “desencadenó su deseo por un teatro autónomo y artístico … y por producir obras que rechazaran una puesta en escena realista y que buscaran una verdad interior que no se encontraba en Broadway” (Ozieblo 2004: 6)
La conciencia social: la escenificación de la huelga de Paterson y The Masses
Tres meses después de que el Armory Show sacudiera Nueva York y, por extensión, los Estados Unidos, tuvo lugar otro evento fundamental para entender la aparición de los Provincetown Players. En este caso, el salón de Mabel Dodge goza también de un papel clave por ser el lugar donde se gestó la puesta en escena de la huelga de Paterson, conocida como la Paterson Strike Pageant, que se estrenó el 7 de junio de 1913.
La huelga de los trabajadores de las fábricas de seda en Paterson, Nueva Jersey, comenzó el 1 de febrero de 1913 y no terminó hasta el 28 de julio. Los huelguistas protestaban por el cierre de varias fábricas y demandaban unos salarios más acordes al trabajo y la mejora de las condiciones laborales, al mismo tiempo que se ponían de manifiesto las desigualdades de clase, raza y género. Respaldados por los Industrial Workers of the World, la respuesta policial a la huelga fue brutal. Unas 3.000 personas fueron arrestadas, incluyendo a los líderes de los I.W.W., William Dudly Haywood y Elizabeth Gurley Flynn. Un vecino, Modestino, que ni siquiera era trabajador de la fábrica y mucho menos un piquete, recibió un disparo cuando miraba a los piquetes mientras sostenía a su bebé en brazos. Elizabeth Gurley Flynn le pidió a su viuda que dejara que los I.W.W. lo enterraran, convirtiéndolo así en una víctima simbólica de la tiranía del poder (Camp 1995: 53). En sus memorias Mabel Dodge recuerda una conversación en la que Haywood, después de pasar ocho horas con los piquetes en Paterson, se quejaba de que no conseguía que la prensa publicara nada sobre el tema. Dodge, en un tono casual, le propuso: ¿”Por qué no traes la huelga a Nueva York y se la enseñas a los trabajadores?” Y ante la mirada atónita de Haywood, sugirió: “¿Por qué no alquilas un espacio y reproduces la huelga aquí? Muéstralo todo: las fábricas cerradas, los pistoleros, el asesinato de [Modestino], el funeral. ¡Y que los líderes hablen delante de la tumba como hicisteis en Paterson – tú y Elizabeth Gurley Flynn y Tresca!” De entre aquellos que allí estaban, un joven de veinticinco años se ofreció voluntario para trabajar en este proyecto. Era John Reed. Dodge recuerda el brillo en sus ojos mientras las diferentes ideas que tenía sobre este evento se agolpaban en su mente, con apenas tiempo para poder articularlas (1971: 188-89).
El desfile de la huelga de Paterson tenía dos finalidades. Por un lado, recaudar fondos para aliviar la situación de los huelguistas. Y por otro lado, hacer que todo el mundo fuera consciente de lo que estaba ocurriendo en Paterson. Como Stansell lo define, este evento “fue una integración total de política laboral y teatralidad bohemia” (2000: 183). John Reed se fue a Paterson para hacer trabajo de campo y para reclutar a las 2.000 personas necesarias para representar la huelga, mientras, en Nueva York, todos se afanaban en conseguir dinero para el acto (Luhan 1971: 204). Reed les enseñó a cantar, a moverse. Contó con amigos como Hutchins Hapgood, Lincoln Steffens o Upton Sinclair para los papeles de policías (Tripp 1987: 142). Y también contó con antiguos compañeros de la universidad, como Robert Edmond Jones, que diseñó la escenografía, al estilo de Max Reinhardt, que iba a hacer que Madison Square Garden se convirtiera en Paterson gracias a una escenografía expresionista. John Sloan pintó unos enormes telones de fondo. Reed escribió el texto de la representación, acomodó a los huelguistas en el Madison Square Garden y no paró de dar instrucciones por un megáfono. Por su parte, Hutchins Hapgood dio publicidad al evento a través de sus artículos, como también hicieron campaña a favor de los huelguistas Mary Heaton Vorse y Joe O’Brien (Egan 1994: 106). Ochenta miembros de Heterodoxy, un club neoyorquino para mujeres autodenominadas “radicales,” entre las que se incluían Mabel Dodge, Susan Glaspell y Ida Rauh, también participaron (McLaughlin 2006). Y entre los espectadores no pudieron faltar futuros miembros de los Provincetown Players (Egan 1994: 106).