Yihad y Reconquista - Darío Español Solana - E-Book

Yihad y Reconquista E-Book

Darío Español Solana

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La Plena Edad Media constituye el periodo de mayor actividad bélica de la historia peninsular, un periodo infausto y épico a partes iguales en el que cristaliza el empuje de los reinos cristianos y la expansión feudal frente al menguante poder musulmán, al que, sin embargo, insuflará nuevos bríos la irrupción de los imperios norteafricanos de almorávides y almohades y su renovación de la yihad. Un periodo, analizado por Darío Español Solana en el libro Yihad y Reconquista, que a menudo se ha narrado privilegiando el acontecer en los territorios centro-occidentales de la Península, cuando precisamente el nordeste –lo que grosso modo sería Navarra, Aragón y Cataluña– constituye el crisol militar más abigarrado de todo el sur de Europa a partir del siglo XI. Un vórtice vertiginoso y violento en el que más de una decena de Estados feudales e islámicos giraban sobre sí mismos bajo fuerzas centrípetas y crearon unos modos de concebir y hacer la guerra que fueron, en cierto sentido, distintos a sus formas homólogas en el resto de la piel de toro. Yihad y reconquistaes un relato vibrante y renovado acerca de la política y la guerra en los señoríos y reinos cristianos y musulmanes del tercio oriental peninsular durante los siglos XI y XII, desde el desmembramiento del califato hasta la creación de la gran Corona de Aragón a horcajadas de la cordillera Pirenaica. Pero es mucho más, puesto que este libro incorpora renovadores análisis de amplio calado en torno a la organización y las estructuras de los ejércitos cristianos y musulmanes, la geoestrategia, la financiación de la guerra, la logística y la inteligencia, las estrategias expansivas y defensivas o las operaciones en el medio táctico. Cabalgadas y razias, castillos y asedios, alianzas tornadizas y fronteras fluctuantes, en un convulso periodo que vio cómo el empuje cristiano se desbordaba desde los Pirineos hasta el Ebro, para voltear el equilibrio de poder entre cristianos y musulmanes y cambiar definitivamente el mapa de la Península.

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YIHAD Y RECONQUISTA

YIHAD Y RECONQUISTA

GUERRA EN ARAGÓN,NAVARRA Y CATALUÑA,SIGLOS XI-XII

Darío Español Solana

Yihad y Reconquista

Español Solana, Darío

Yihad y Reconquista / Español Solana, Darío

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2024 – 544 p. ; lám. 8 p. ; 23,5 cm – (Historia Medieval) – 1.ª ed.

D.L.: M-6579-2024

ISBN: 978-84-128068-3-0

94(460)0.22”10/11”

355.48

YIHAD Y RECONQUISTA

Guerra en Aragón, Navarra y Cataluña, siglos XI-XII

Darío Español Solana

© de esta edición:

Yihad y Reconquista

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-128068-4-7

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: mayo 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2024 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Índice

Prefacio

Destructionem sarracenorum et dilatacionem christianorum ¿Se puede hablar de «reconquista» para toda la península ibérica?

Introducción

PARTE IHistoria bélica de los reinos cristianos del nordeste peninsular en los siglos XI y XII. Estrategias expansivas y tácticas militares

Capítulo 1 El colapso del califato y el resurgir de los principados cristianos del norte

Capítulo 2 Consolidación y ruptura

Capítulo 3 El teatro de operaciones del nordeste

Capítulo 4 El Pirineo, el litoral, el valle del Ebro y el Levante

Capítulo 5 La «gran estrategia» y la inclinación de la balanza del poder militar

Capítulo 6 Hacia un nuevo orden peninsular

Capítulo 7 Los ejércitos cristianos y la guerra

Capítulo 8 Los ejércitos navarro-aragoneses, catalanes y francos

PARTE IIEl mundo bélico en al-Ándalus. La guerra en los Estados islámicos del valle del Ebro y el Levante durante los siglos XI y XII

Capítulo 9Al-Ṯaġr al-A‘là y el Šarq al-Ándalus

Capítulo 10 Al-Murabitun. La verdadera eclosión de lo militar

Capítulo 11 La logística y la inteligencia militar en la Plena Edad Media hispana

Capítulo 12 Andalusíes y almorávides

 

Epílogo

Fuentes y bibliografía

Prefacio

Destructionem sarracenorum et dilatacionem christianorum. ¿Se puede hablar de «reconquista» para toda la península ibérica?

Si existe por antonomasia un debate enconado en el panorama historiográfico hispano es el de la revisión del uso del término «reconquista» para designar el enfrentamiento armado, expansivo y conquistador que tuvo lugar entre cristianos y musulmanes durante la Edad Media en la península ibérica. Resultaría poco menos que titánico realizar un estudio profundo acerca del fenómeno ideológico y legitimador de la guerra en este periodo para el territorio que nos ocupa, siquiera excluyendo el estrictamente religioso, pues incluso merecería una monografía completa, por ello, en este apartado me centraré en reflexionar únicamente acerca de algunos aspectos clave.

Me interesa no tanto profundizar en esta legitimación ideológica y su evolución desde los inicios del siglo XI hasta los albores del XIII, sino establecer algunos escenarios de reflexión a partir de las posturas historiográficas argüidas y de las fuentes primarias con respecto a si hubo un fenómeno ideológico «reconquistador» en el nordeste peninsular, diferenciado –o no– del homólogo para el entorno castellanoleonés –y asturleonés, como precedente altomedieval–. Vamos a centrarnos, principalmente, en el siglo XI, que es cuando se establece el marco ideológico concreto que aludimos.

La problemática surge a raíz de un término que es, en sí mismo, polémico. Desde las últimas décadas se le han atribuido connotaciones construidas a partir de historiografías pasadas que tenían como objetivo ensalzar o respaldar constructos políticos e ideológicos contemporáneos alrededor de la conquista cristiana a costa del islam peninsular.1 No faltan en la producción reciente plumas posicionadas en todos los espectros posibles de la conveniencia de un neologismo que, huelga recordar, lo es porque no aparece como tal en las fuentes hispanas medievales. El problema es que, actualmente, el término ha adquirido una riqueza polisémica,2 ambivalente e identificativa, que no solo se equipara con procesos militares y políticos dilatados en el tiempo, o con la expansión, propiamente dicha, de cristianos sobre musulmanes. Va más allá. Define estructuras políticas y culturales o paradigmas que abarcan buena parte de la Edad Media hispana. Además, el debate, lejos de estar cerrado, se empantana de tanto en tanto por el tamiz con que los historiadores analizan el concepto. Mal que nos pese, existe –y existirá– un «conservadurismo» –que no tiene por qué estar relacionado con un «españolismo»– y un «progresismo» académicos que –probablemente– son concomitantes con el posicionamiento ideológico del investigador y, por tanto, influyen en su planteamiento. Sin solución de continuidad.

Es necesario hacer un ejercicio de honestidad cuando se entiende que construir la historia de España no es lo mismo que construir la historia de la nación española. La segunda se edifica contra el islam, por cuanto se abotaga con una pléyade de mitos nacionales al respecto ya conocidos, al socaire de todas las construcciones identitarias que poseen los Estados nación occidentales y ahora también los nacionalismos que surgen de la llamada Europa de los Pueblos. La reconquista no es sino uno de sus mitos más potentes. A menudo se arguye que el término como tal lleva implícito un «nosotros contra ellos», una reflexión partidista y, sobre todo, determinista del pasado. Si queremos estudiar desde una perspectiva específicamente objetiva –o lo máximo posible– lo sucedido en suelo hispano en la Edad Media, considerando que el islam medieval peninsular es también parte indisociable de la historia de España, historiar con conceptos arbitrarios y posicionados previamente le hace –en teoría– un flaco favor a toda asepsia científica. Con todo, seamos conscientes de que el peligro de asumir y radicalizar esta postura que describo corre el riesgo de naufragar, porque el término Reconquista ocupa ya espacios semánticos más amplios, bien establecidos y demasiado identificativos, que incluso agotan o superan concepciones reaccionarias para designar cuestiones más complejas de uso común; muchos historiadores, renuentes a complejos y lejos de identificarse con postulados ya citados, lo utilizan porque como concepto histórico y académico sigue teniendo validez. Desactivar la bomba historiográfica, en palabras de García Sanjuán,3 no es sencillo.

Y aunque no es menos cierto que este término no se usa en las fuentes medievales, estas sí están llenas de locuciones que aluden al concepto de recuperar o restaurar el control por parte de los principados cristianos sobre unas tierras que se encuentran en manos del islam y que una vez fueron cristianas o visigodas. Es conocido que las fuentes de la Alta Edad Media asturleonesa inducen a la recuperación del territorio visigodo perdido como elemento legitimador de la guerra y la expansión. En efecto, la Crónica de Alfonso III parece iniciar una perenne tradición al narrar la lucha de los asturianos contra los musulmanes en clave de recuperación del reino visigodo perdido, dentro de una cosmovisión hispana de guerra santa.4 Por tanto, como harto se ha puntualizado ya, antes que de «reconquista» deberíamos hablar de «Restauración», como concepto más próximo a lo que realmente identificaba el soporte ideológico para las élites reales asturleonesas en su expansión a costa del islam peninsular. De hecho, desde una perspectiva etimológica, la palabra reconquistar no es sino la acción de tomar por la fuerza algo que se había conquistado en algún momento y se había perdido con posterioridad –conquistar de nuevo; volver a conquistar–, por lo que resulta cuando menos complicado encajar esta semántica con la realidad, dado que los visigodos –o los cristianos–, en términos estrictos, no conquistaron inicialmente nada.

Pero ¿restauración de qué? Porque en la otra España cristiana, la del nordeste peninsular, no es sencillo encontrar rastro de ese neogotismo que sí enseñan las fuentes de la otra media. No existen pruebas fehacientes que nos hagan aseverar categóricamente que a los príncipes y reyes del tercio oriental les moviera un interés por recuperar o reinstaurar un orden político de raigambre visigoda como soporte legitimador de la guerra y la conquista. No hay rastro de la construcción de un armazón ideológico de recuperación visigótica en los territorios de la Marca Hispánica, por ejemplo, durante la Alta Edad Media. Cierto es que los argumentos que se han esgrimido para explicar esto deambulan entre la consideración de que ese orden gótico todavía continuaba vigente en los condados catalanes prefeudales, por cuanto la tradición jurídica del territorio pirenaico y litoral se fundamentaba en la ley goda5 –el propio Wifredo el Velloso (Guifré el Pilós) se autodenomina en la documentación dux Gotiae–; la idea de que la legitimación de las élites condales venía ya garantizada por la pertenencia al Imperio carolingio;6 y que toda acción de ocupación o colonización de tierra se originó a partir de una base pacífica y sin atisbo de restauración política peninsular alguna.7 Los estudios confirman que, para el siglo X, las fuentes leonesas apoyaban la legitimidad de la guerra en pretextos de restauración completamente distintos a los que se muestran en las fuentes catalanas.8 Y no conviene olvidar que, para andalusíes, mozárabes e hispanos, los que habitaban las tierras frente a la vertiente sur del Pirineo eran ifranji: francos.

Hacia Occidente, sin embargo, la tradición ideológica en torno a la monarquía pamplonesa de ese siglo X sí parece haber querido respaldarse en términos similares a la asturleonesa, pero radicalmente distintos al mismo tiempo. El complejo Códice de Roda (980-990) muestra una independencia del relato neogodo para elevar un discurso de legitimidad desvinculado y hasta cierto punto superado. Según De Ayala Martínez, en esta crónica la «[…] mater Spania ya no es la idealizada imagen de la unidad impuesta por un pueblo, el godo, sino un marco territorial construido desde tiempo inmemorial por los descendientes bíblicos de Noé».9 Por tanto, en las postrimerías del siglo X esta legitimación por parte del entorno real pamplonés no se amparaba en la restauración de un orden visigodo –aunque quizá en algún momento pudo haber constituido una base ideológica remota–, sino en la existencia de un hispanismo soterrado y atávico construido ad hoc como refrendo político, ideológico y colonizador. De hecho, es el síntoma inequívoco de que en los albores del siglo XI estaba germinando en suelo peninsular más de un sistema ideológico de legitimación en torno a la idea de someter a la vieja Yspania. Un argumento que explica el surgimiento de la idea imperial pergeñada décadas después en el reinado de Alfonso VI de León, para someter las legitimidades restauradoras bajo un mismo imperio cristiano.

Pero, claro, estas corrientes de pensamiento podrían constituir solo pretendidas realidades ubicadas en algunas crónicas tuteladas por el poder imperante. Nada nos hace pensar que no fueran hijas de coyunturas circunstanciales o proyectos puntuales de legitimación monárquica. De hecho, para las élites catalanas y navarroaragonesas, durante los siglos XI y XII, Ispania no era sino la identificación de al-Ándalus, la tierra de los moros; en pocas ocasiones vemos subsumidas las propias tierras cristianas dentro de esta consideración geográfica. Conviene tener en cuenta que el fenómeno expansivo y de confrontación con el islam se muestra dilatado en el tiempo y, por tanto, poliédrico en muchos sentidos, pues a los reinados de estos siglos del nordeste peninsular se une la complejidad de los distintos ámbitos territoriales donde medraron. Resultaría aventurado constreñir, para el caso específico navarroaragonés, un fenómeno tan complejo como el de reconquista o restauración durante toda la Plena Edad Media a partir del legado –poco menos que aislado– que se localiza en una crónica compuesta entre 980 y 990. Lo lógico, para respaldar o refutar este constructo ideológico, es analizar qué hay de ello en los diplomas reales, condales, religiosos y aristocráticos; en la documentación correspondiente a los ámbitos aragonés, pamplonés, riojano, castellano o catalán, de modo que nos permita conocer si este sistema de creencias estaba presente de modo cotidiano en el devenir político y expansivo de los siglos XI y XII. Son estos diplomas las fuentes más asépticas y «desapasionadas» de una realidad ideológica que evolucionó a lo largo del tiempo.

Durante el siglo X la Marca Hispánica experimentó un proceso por el cual los condes oriundos trataron de afianzar su potestad sobre la tierra. A los atisbos de afirmación locales de las primeras décadas se sumaron, hacia el final de la centuria, expresiones en los documentos relativas a la expulsión de los paganos –por parte de Guifré I, por ejemplo–, unidas a iniciativas de colonización sobre territorios fronterizos que habían quedado despoblados. La presura de este periodo no debe tomarse como algo baladí en relación con lo que estamos tratando. Va a perfilar no solo un modo de ocupación legal de la tierra, sino una forma de entender esta «restauración». Porque tales iniciativas locales de recuperar mediante repoblación una tierra desposeída estuvieron muy ligadas a las campañas de finales del califato, durante la dinastía amirí, las cuales habían saqueado y despoblado gran cantidad de pagos y valles y que, con posterioridad, fueron objeto de restauración por parte de los cristianos. De ahí el localismo que estas iniciativas parecen mostrar en la Alta Edad Media. Es muy probable que buena parte de este armazón ideológico reparador emergiera por el horror y devastación que habían dejado las campañas de Almanzor y sus hijos.10 Sin embargo, en los años oscuros previos, los territorios catalanes y del valle del Ebro ya muestran en la documentación alusiones a la restauración de monasterios que habían sido devastados o destruidos por los paganos o bárbaros,11 cuando no a adquirere las tierras de los moros.12 En ellos se habla en términos de restituir lo que antes había sido destruido por estos.

No obstante, es el siglo XI el que nos da las claves para entender qué pretendida restauración estuvo detrás del componente ideológico conquistador que hubo en el nordeste peninsular, así como en qué grado estuvo equiparada al resto del norte cristiano. La documentación de las élites reales y aristocráticas no porfían en términos de reconstrucción o recuperación política. De hecho, suelen referirse a la confrontación con el enemigo musulmán como la guerram de Ispania,13 usando conceptos como examplare para referirse a las conquistas.14 En términos estrictamente bélicos, estratégicos o políticos, el siglo XI no supone para reyes, condes o príncipes ningún interés por recuperar o restaurar ningún orden político anterior. Sus motivaciones para conquistar la tierra de los moros son otras. Las referencias a la lucha con el enemigo musulmán tienen en la documentación laica, desde los inicios de la centuria, connotaciones estrictamente funcionales, defensivas o militares, como sucede, por ejemplo, en conveniencias y pleitos catalanes cuando se habla de defender la frontera.15 Sin embargo, cuando estos príncipes intercalan sus potestades con la Iglesia, el discurso restaurador aparece. Son los diplomas eclesiásticos los que presentan fórmulas de restitución o restauración de la tierra que está en manos sarracenas. De hecho, lo que se observa es que en la cosmovisión que la Iglesia tiene del conflicto –y solo en ella– hay un latente argumento de reinstauración, con alusiones complejas a derechos históricos y religiosos, muchas de ellas no sin alarde de una profunda argumentación intelectual. Y es aquí cuando reyes y condes modulan el discurso para encajarlo en los argumentos de este tenor que exhiben los amanuenses de obispos, abades o papas.16

En estos documentos se argumentan cuestiones claramente identificadas con un derecho ineluctable de restauración diocesana y religiosa de las tierras de los moros. En 1007, Sancho III el Mayor restituye los bienes a la Iglesia de Pamplona «que a barbaris nationibus pene destructa».17 Cuando en 1022 el mismo Sancho III el Mayor encomienda a su maestro para que introduzca la regla de san Benito en el monasterio de Leire, el documento que describe el proceso usa términos reveladores. Habla de restituere su región, pues había sido destructa por los enemigos de la cruz de Cristo al ser invadidos por los ismaelitas procedentes del regnum Ispanie. Aunque añade argumentos que vindican la pertenencia de esa región a los antepasados visigodos, Witiza y Rodrigo –últimos reyes godos– e invoca una restitución diocesana que alea con ese pasado político común.18 A pesar de que el contenido, al decir de su editor, está falsificado, demuestra una cosmovisión ideológica implícita en las esferas eclesiásticas que produjeron el documento: los falsificadores tenían esa construcción legitimadora en su cabeza. En 1026, el abad Oliba, ya obispo de Vic, exhorta mediante carta a Sancho III en términos de «suprimir a los paganos», implorando «restituetur correctio» la Iglesia y la ley de Dios por todas las tierras.19 Un documento creado en los entornos diocesanos de Roda y Urgel evocaba en 1040 la pertenencia remota a los paganos del primer obispado en tiempos antiguos, que con ayuda de Dios había sido recuperata por Sancho III en el pasado inmediato.20 En 1045, García de Nájera hizo donaciones a la catedral de Santa María de Calahorra, aduciendo que con ayuda de Dios la ciudad había sido conquistada de manos de los sarracenos y «restituimus eam iuri christianorum».21 Mismos términos que repite un año más tarde en otra donación similar, usando palabras como «aliquatenus repressa» o recuperare.22 Y, tres meses después, su hermano Fernando de Castilla extendió un documento en el que decía que había hecho ordenar a las sedes episcopales «ad restaurandum» iglesias y recreandum la fe cristiana.23

Todos estos diplomas están producidos en contextos eclesiásticos, para y por entornos episcopales o monacales. Enlazando con el respaldo visigodo que supone el documento visto con anterioridad, existe otro también muy interesante. En 1063, un concilio de nueve obispos habido en Jaca con objeto de restaurar la diócesis de Huesca invoca el pasado godo de esta diócesis como un derecho de conquista y restauración y recuerda cuando esta era sede de obispos hispanos, como Vicente (553-570), Pompeyano (570-588) o Gavino (589-592).24 Unos años antes, García de Nájera fundó el monasterio de Santa María y explicita que muchos lugares santos fueron ocupados y que había que recuperarlos,25 lo que parece reafirmar más una restauración de estos espacios de fe que de una tierra en su conjunto. Al igual que otra confirmación eclesiástica de 1059 por parte de Fernando I de Castilla y Sancha, que otorgan privilegios a la Iglesia de Palencia: «restaurante christianitatem et destruente ismaelitarum».26

Sin embargo, al razonamiento ideológico en tales entornos le brotan esquejes. Cuando en 1060 el papa Nicolás II adscribió la canónica de Sant Pere d’Ager a la autoridad de la Santa Sede, introdujo su testimonio loando la conquista de Ager por Arnau Mir de Tost habida unos años antes. Para ello, elogia asimismo la religiosidad del caudillo y agradece su liberación de los paganos. Deja claro que este caballero era enemigo del Dios Agarenum, su adversario y su conquistador.27 Como se aprecia, donde sí reside la guerra santa es en el marco a instancias de las instituciones religiosas, pues Arnau Mir de Tost deja claro, en otros documentos de contenido estrictamente político o feudal que extiende, un interés por conquistar la tierra de los paganos; o, lo que es lo mismo, le mueven una expansión feudal y de renta. La religión es aquí un respaldo necesario, no el motivo íntegro. La consagración de la sede de Barcelona por el obispo Guislabert en 1058 muestra también matices interesantes con respecto a este marco propiciador de las conquistas. El documento, que lleva también la señal del arzobispo de Narbona como superior metropolitano en la jerarquía eclesiástica, se deshace en justificaciones que acusan a los musulmanes de haber matado a muchos cristianos anteriormente y de haberlos crucificado, en torno a las cuales impone la guerra justa llevada a cabo por los reyes francos para recuperar Barcelona en el pasado. Lo interesante es constatar que esa legitimación que observábamos huidizamente en el pasado visigodo del resto peninsular, en este caso, se atribuye al pasado franco, por cuanto el obispo identifica a Ramón Berenguer I, heredero por «linea vel genealogía naturali», como el glorioso conde campeón y «muro del pueblo cristiano», que con la ayuda de Dios convierte a los paganos en tributarios.28 Los términos utilizados adquieren aquí una especial relevancia, pues refuerzan la legitimación mediante un providencialismo encarnado en la figura del conde, amén de una «legalización» por vía carolingia, no goda. Por otro lado, atribuye a los musulmanes un papel de sometidos tributariamente, lo que establece de forma implícita el uso de la violencia, aunque con fines no específicamente relacionados con la conquista.

Se ha querido ver hacia las últimas décadas del siglo una proliferación de esta ideología de reconquista en los preámbulos de buena parte de los documentos de restauración episcopal, sirvan para ello los documentos de Alfonso VI en el que restaura la sede toledana en 1086, de Rodrigo Díaz tras la conquista de Valencia,29 o del propio Pedro I de Aragón y Pamplona con la dotación a la sede oscense de varias propiedades tras su conquista.30 Sin embargo, esta práctica no era sino el recrudecimiento ideológico de un paradigma que, como hemos comprobado, se venía normalizando desde décadas anteriores. De hecho, los documentos previos a la restauración oscense hablan en los mismos términos, como cuando Gregorio VII señala los límites del obispado de Jaca dos décadas antes, que deja claro que las parroquias de la futura sede oscense permanecen en captivitate por parte de los paganos.31 O cuando Sancho Ramírez, unos años antes, pone en manos del obispo de Pamplona la capilla del castillo de aproximación de Super Caesaraugusta, en la orilla izquierda del Ebro, para «destructionem sarracenorum et dilatacionem christianorum».32 En realidad, lo que sí caracteriza las dos últimas décadas del siglo XI en cuanto a la actividad guerrera y expansiva pergeñada por los principados cristianos del nordeste se refiere –más, si cabe, en el ámbito navarroaragonés– es la dilución de esta sacralización de la guerra hacia las esferas eminentemente laicas, como seguidamente veremos.

A nuestro juicio, el constructo ideológico y legitimador en torno a la expansión cristiana del nordeste peninsular edificado en los siglos X y XI no se fundamentó en restauración política alguna. Salvo usos concretos auxiliares, no existen paradigmas de legitimación en la reconstrucción del pasado visigodo o franco de modo general. Los reyes, condes y príncipes que conquistaban las tierras de los musulmanes seguían motivos meramente expansivos, en busca de poder y riqueza por medio del marco social y político que estos Estados feudales en construcción o transformación imponían, con el respaldo ideológico religioso. En realidad, el escenario de legitimación en este periodo residía en la cosmovisión eclesiológica, que alentaba y retroalimentaba las acciones políticas y militares. Esa reconquista era, en realidad, una restauración diocesana y de la fe cristiana, sin menoscabo de que en ella existiera la involucración de intereses papales entre las élites laicas para reafirmar la tutela espiritual sobre el poder temporal de estas, que devenían ahora en el brazo armado de la religión por interés de estas esferas eclesiásticas. Por su parte, los señores feudales veían respaldadas sus acciones por las motivaciones eclesiales. Este marco restaurador consistente en dilatar la fe cristiana,33 con un claro pretexto recristianizador, germina de modo perenne en la retórica eclesiástica que puede verse en la restauración de sedes episcopales, la dotación de propiedades a instituciones clericales o los acuerdos con obispos y abades. Reside con fuerza en el seno de la Iglesia, no en el de la política o la guerra. Los reyes y príncipes adecúan el discurso cuando las protocancillerías expiden documentos de interés conjunto, pero obvian –por lo general– toda propaganda restauradora cuando expiden diplomas de donación a señores laicos, conveniencias feudales o dan fueros. Solo a partir de la década de los ochenta esta situación parece revertir. Las apelaciones propagandísticas al pasado visigodo o franco que se pueden observar en las restauraciones en entornos episcopales y monacales de Aragón, Pamplona o Barcelona se usan como complemento a este restablecimiento del orden diocesano y de la fe cristiana, no como una retórica estructural del proceso. Hablar de guerra santa en este momento y durante esta evolución inicial del paradigma podría estar no exenta de matices, si consideramos esta como la guerra que se hace por motivos religiosos y que comporta, con frecuencia, una recompensa espiritual.

Este estado parece que evolucionó en las dos últimas décadas del siglo, como la historiografía ha apuntado ya. La Reforma gregoriana y el ambiente de cruzadismo que los reinos occidentales experimentaron desde este periodo afectaron al fenómeno, por supuesto también en los principados del nordeste peninsular, desde que las relaciones con la Santa Sede y, entre otros elementos, la sustitución del rito visigodo por el romano fue una realidad en los territorios hispanos. A partir de este momento la retórica restauradora y de conquista del islam para extender la fe cristiana se trasladó también a los actos jurídicos de las élites laicas. Por ejemplo, los reyes de Aragón y Pamplona usaron de modo permanente invocaciones para que las plazas y ciudades en manos del islam fueran revertidas con ayuda o providencia de Dios. En las fórmulas pueden verse exclamaciones tanto de reversión a los propios reyes –«Dios me dé…»– como a la cristiandad en general, además del uso frecuente de promesas de renta y conquista entre las élites, repartiéndose para el futuro las plazas que todavía restan en poder musulmán.34 Al filo de 1100 y andando el siglo XII, reyes imbuidos de un enfervorizado cruzadismo construyeron el aparato documental de sus protocancillerías con menciones permanentes a la extensión y propagación de la fe cristiana contra el islam mediante la guerra. Por supuesto, el tercio oriental peninsular no fue una excepción a esto.

Un ejercicio final de reflexión en relación con todo lo expuesto nos impele a tener en consideración varias prerrogativas. La primera es que, a pesar de los matices argüidos en torno al concepto de reconquista y restauración en el tercio oriental, es de justicia señalar que las propias inercias expansivas de los principados cristianos sobre el islam son, de por sí, el claro indicador de un fenómeno, ante todo, heterodoxo. Los príncipes feudales orquestaron desde la Alta Edad Media sus acciones expansivas a costa del islam y no entre ellos mismos. Esto es incontrovertible. La guerra entre reinos y principados cristianos no puede compararse con la confrontación con el enemigo agareno. Los reinos no se expanden a costa de sus homólogos occidentales y orientales, sino que compiten entre ellos por ganar tierras al islam. Esto es una característica poco menos que idiosincrásica de este territorio. Cuando se enfrentan, la causa de fondo es, por añadidura, los bloqueos expansivos que entre ellos se generaron a costa del enemigo, caso de las guerras entre Navarra, Castilla y Aragón tras el testamento de Alfonso I el Batallador en el siglo XII. Cierto es que la coyuntura ideológica en torno a la guerra justa que acarreaba conquistar al enemigo ismaelita, por cuanto estaba sancionada y legitimada, prevalecía sobre cualquier otro tipo de enfrentamiento expansivo, pero huelga subrayar que los reinos cristianos, insisto, podrían haberse expandido feudalmente hacia tierras cristianas y no lo hicieron. De suerte que, si términos como reconquista o restauración pueden coadyuvar polémicos matices pragmáticos para su asunción, quizá también otros, como expansión feudal, pudieran someterse a pleitos semánticos similares.

De otro lado, conviene recalcar que, a nuestro juicio, la guerra expansiva contra los musulmanes en los inicios de la Plena Edad Media tuvo la sacralización como fenómeno avalador de la guerra y no tanto como motivo primordial. Extender la fe cristiana fue el pretexto perfecto para que reyes y señores conquistaran nuevas tierras y saciaran los engranajes de feudalización definitorios de sus sociedades. Porque a la manida expresión de que la sociedad hispana de este periodo estaba construida para la guerra es necesario añadir que antes que eso fue una sociedad construida a partir de la depredación, de la aprehensión de tierras ajenas como fenómeno estructural y legalizado al mismo tiempo. Las sociedades ibéricas de este tiempo fueron, ante todo, constructos políticos que llevaban en el ADN la apropiación de nuevas tierras y de sus rentas, seguramente alimentadas desde periodos altomedievales por medio de marcos coyunturales cuyos herederos de los siglos XI y XII no se cuestionaban, pues dimanaban de un proceder consuetudinario legado por las generaciones precedentes; la sacralización de todo ello ha de verse como un amparo, no como el detonante. Incluso en los casos en que estos territorios demostraron una independencia a esta norma, como sucede en algunos momentos para los condados catalanes, sus desaceleraciones restauradoras a costa del enemigo musulmán se debieron a las propias características geográficas y relacionales con el Mediodía francés, su raigambre franca o su sistema feudal distinto al de otros principados ibéricos, por cuanto embrollaba un marasmo de potestades que los condes de Barcelona no acertaron a someter bajo su primacía hasta entrada la Plena Edad Media; qué duda cabe que aprehender tierras al islam como política de Estado fue más sencillo para los Estados en los que la realeza vertebraba como rectora las relaciones de poder, como el navarroaragonés. Querer ver en estas diferencias estructurales un aislamiento en relación con el resto de los Estados hispanos no tiene sentido, pues cuando los condes catalanes emprendieron políticas reconquistadoras fueron tan beligerantes o más que sus homólogos ibéricos. También en lo ideológico.

Por ende, para los reinos y principados cristianos no cabe hablar de una restauración política de un orden visigodo o «hispanizador», más allá de sus usos puntuales como respaldo para la sacralización, subsidiarios de la restauración cristiana y diocesana. Y con muchas reservas. El término «reconquista», lejos de abstraerse de la polémica que sigue avivando el debate historiográfico español, se usa en esta monografía –a pesar de que no es el más manejado– como concepto identificador y consuetudinario para el tercio oriental peninsular en virtud de la validez que todavía le profesan muchos sectores historiográficos, a despecho de que al proceso de conquista feudal contra el islam le correspondería mejor otros, como «Restauración cristiana», quizá. Pero no es este el autor, el medio o el lugar para establecer nuevos paradigmas. El uso en el título de esta monografía apela a esta validez y a su familiaridad con los procesos que describimos en las páginas siguientes.

Notas   

1 Para un estudio acerca de su evolución historiográfica: Ríos Saloma, M. F., 2011; Ríos Saloma, M. F., 2013; García Sanjuán, A., 2016; García Sanjuán, A., 2018. También Ríos Saloma, M. F., 2019.

2 Analizada en García Fitz, F., 2019.

3 García Sanjuán, A., 2019.

4 Bronisch, P., 2019; Deswarte, T., 2003.

5 Las fuentes del siglo XII seguían considerando el sur de Francia como «Gotia», LMGPI, libro VI, 82.

6 Ríos Saloma, M. F., 2008.

7 Cingolani, S. M., 2019.

8 Ríos Saloma, M. F., 2008.

9 Ayala Martínez, C. de, 2017. Reflexiones que hace a partir de estudios anteriores.

10 «Et quia ex quo tempore aduc paganis regnabant super nos, necnon et Almançor antiquus rex Cordobenis usque nunc, iam parentes nostri liueri fuerunt», reza un documento aragonés de 1057: CDRI, doc. 120, [1057], más de medio siglo después de las campañas amiríes.

11 Es el caso, por ejemplo, del monasterio de Santa María de Gerri, en Pallars Sobirà, en un documento con fecha de 814: Noticias y documentos históricos del condado de Ribagorza hasta la muerte de Sancho Garcés III, 103.

12 CDCP, doc. 3, [938.II.14].

13 LFM, doc. 40, [1064.II.5].

14 CSJP, doc. 65, [1004-1035].

15 Documentos Jurídicos Catalanes, doc. 169, [1016.III.9]; TDVB, doc. 24, [1013.III.31].

16 Se da la paradoja de que algunos de los documentos más claros al respecto de esta premisa son falsificaciones eclesiásticas. Y no es que los diplomas no sean reales, sino que fueron rescritos o manipulados décadas o siglos más tarde para poder demostrar derechos o propiedades del presente. En cualquier caso, sirven para conocer cómo era el pensamiento en los círculos eclesiásticos a este respecto.

17 CDCP, doc. 6, [1007].

18Ibid., doc. 8, [1022.X.21].

19 CSJP, doc. 38, [1023.V.11].

20 CDRI, doc. 12, [1040.IX.17]. Es posible que se trate de una falsificación diplomática coetánea, no obstante.

21 CDMR, doc. 6, [1045.IV.30]

22Ibid., doc. 7, [1046.III.3].

23 CDFI, doc. 31, [1046.VI.28].

24 CDCH, doc. 27, [1063]. Su editor reúne todas las copias que se conservan del documento, pues algunas de ellas difieren en el contenido. En concreto, el grupo de copias que incluye esta información es el grupo E, que son diplomas iluminados y escritos en letra visigótica.

25 CDMR, doc. 13, [1052.XII.12].

26 CDFI, doc. 54, [1059. XII.26].

27 CDSPA, doc. 44, [1060.IV.15].

28 TDVB, doc. 107, [1058.XI.18].

29 Porrinas González, D., 2019.

30 CDPI, doc. 30, [1097.IV.5].

31 CDCP, doc. 33, [1077-1085].

32Ibid., doc. 50, [1091.VIII.10].

33 Incluso, como identifica Miranda en el diploma de Sancho Ramírez citado con anterioridad, concomitante con una dilatacionem christianorum exenta de restauración y más relacionada con dilatar la fe desde un prisma ex novo, algo que procedería de iniciativas ultrapirenaicas, cf. Miranda García, F., 2019.

34 La cantidad de documentos catalanes y navarroaragoneses que se ajustan a esta retórica es ingente.

Introducción

 

 

 

Y lo mismo que hemos hablado de las cuestiones relativas a situaciones de paz, ahora discutimos las referentes al brazo armado, que no puede ser fuerte sin selección, ciencia y preparación. Si cualquiera de éstas falla, para nada servirá este inútil instrumento. Pero, de ellas, el conocimiento y la preparación son las más útiles. Porque el conocimiento del arte militar alimenta la audacia. Nadie teme ejecutar lo que piensa haber aprendido bien. Igualmente, en las batallas, más cerca está de la victoria un puñado de hombres bien preparados que de una multitud ignorante, siempre expuesta a la matanza.1

Juan de Salisbury pontifica así acerca de las virtudes del príncipe en Policraticus, el primer tratado de ciencia política escrito en la Edad Media cristiana, publicado hacia 1159. Policraticus no es un tratado de guerra. Ni siquiera indica cómo esta ha de hacerse. Se trata de una fuente de primer orden para conocer el pensamiento plenomedieval, que va estrechamente ligado a la guerra.

Esta cita nos permite introducir un modo de pensamiento que nos acerca a las tesis contemporáneas que se tienen en relación con el conflicto armado en el Medievo, las cuales ya superaron hace tiempo los constructos sesgados que concluían que su estudio en este periodo no era de provecho o interés, dado que este representó una involución en el genio militar. Para algunos autores del siglo pasado, la guerra dejaba de ser tal cuando se presentaba fuera de los campos de batalla, tan poco comunes, como es sabido, en el horizonte estratégico medieval. No: los modos de hacer la guerra en la Edad Media respondían a planteamientos fundamentados en la planificación concienzuda, tanto en el contexto estratégico como en el contexto táctico. Incluso, como esta obra abordará más adelante, amparados en el conocimiento de tratados militares clásicos. Las sociedades estatales de la Edad Antigua se inclinaron por producir tratados de uso regular para un ejército regular, las sociedades feudales atribuían el genio militar a la cabeza de su estructura piramidal, el príncipe, de ahí que la concepción tratadística cambiara de forma radical o, como algunos autores han aducido de manera discutible, prácticamente desapareciera.

Durante las últimas décadas los estudios relativos a los siglos XI y XII de las sociedades del valle del Ebro y del Levante han servido para conformar constructos relacionados con la identidad. Las comunidades autónomas de Navarra, Aragón o Cataluña han pergeñado un relato que, en algunos casos, se muestra común y en otros distante, aderezado con la erección de espacios argumentales que justifican o ensalzan identidades actuales. Este constructo cultural se ha perfilado a partir de la producción científica relativa a este periodo y espacio, cuyos cimientos fueron establecidos ya en los siglos XIX y XX. Al hilo de los reinados de los monarcas de Aragón y Pamplona, de los condes de Barcelona, o del pasado musulmán durante el periodo de taifas y almorávide, se ha ido construyendo un conocimiento científico, basado en fuentes documentales y narrativas, enfocado desde diversos puntos de vista y perspectivas, en tanto en cuanto las fuentes los han permitido o auspiciado: ideología, economía, feudalismo, biografía, derecho y un largo etcétera. El tratamiento de este pasado ha tenido la guerra como fenómeno anejo. Aunque se ha reconocido su preponderancia en la construcción de las sociedades medievales del tercio oriental peninsular en la Plena Edad Media, el abordaje monográfico del conflicto armado y la cultura militar se ha confinado a reductos necesarios para la argumentación general, cuando no a desarrollos auxiliares para la ideología, la religión, la estructura social o la reflexión acerca del poder feudal. La cultura militar ha sido un elemento indisociable para la comprensión de estas sociedades guerreras, pero no se ha concebido como el fenómeno patrocinador y promotor de las mismas. Por ende, a la guerra se la suele juzgar como recurso omitido definitorio, pero, al mismo tiempo, se le atribuye únicamente ser un medio –y no fin– para la construcción del relato histórico. En cuanto a los reinos y principados cristianos, el estudio monográfico del fenómeno militar en estos territorios se ha circunscrito, en las últimas décadas, al análisis desde una doble perspectiva: la fundamentada en el binomio reconquista y repoblación, por un lado, y la que alude al fenómeno militar sacralizado, por otro; guerra santa y cruzada han copado, casi de manera exclusiva, los estudios referidos al conflicto armado.

La monografía que el lector tiene entre las manos es la adaptación y adecuación de una investigación desarrollada durante cinco largos años. Esta partió allá por 2016 y se inició como proyecto académico centrado en el estudio de la guerra y la cultura militar como fenómeno holístico en el valle del Ebro y, por extensión, en el tercio oriental de la península ibérica, en los siglos XI y XII. La iniciativa surgió, primero, mediante el reto de construir un estudio cabal, sobrio, necesario, amplio, con la aplicación de metodologías poco prodigadas en el panorama historiográfico nacional; y, segundo, con vocación por establecer las bases del estudio del fenómeno militar durante la confrontación entre cristianos y musulmanes –en la denominada tradicionalmente como reconquista o, más recientemente, expansión feudal– en un espacio geográfico peninsular que, hasta la fecha, carecía de trabajos de conjunto, como sí existían al respecto para el resto del territorio ibérico. La tradición historiográfica centrada en el sector nororiental de la península ibérica no ha prodigado muchos estudios generales que se aproximen a la guerra entre cristianos y musulmanes –y entre elementos del mismo credo– desde una perspectiva estrictamente relacionada con la ciencia militar, así como que abordasen desde este prisma reflexivo y analítico lo sucedido en el pasado a partir de la dimensión estratégica, táctica o técnico-tecnológica.

Esta investigación y su producción historiográfica dieron como resultado la tesis doctoral «Historia y cultura militar durante la expansión feudal en el valle del Ebro, siglos XI y XII. Presupuestos metodológicos para una didáctica de la guerra en la Edad Media», leída el 20 de abril de 2021 en la Universidad de Zaragoza y dirigida por el doctor Juan Fernando Utrilla Utrilla (Universidad de Zaragoza), con la codirección de la doctora Nayra Llonch Molina (Universitat de Lleida). Esta obra incluye buena parte de este trabajo de investigación académico, enriquecido con nuevos capítulos referentes a la historia militar del tercio oriental peninsular en la Plena Edad Media y centrada en los contenidos referentes, fundamentalmente, a las estrategias de guerra, los dispositivos tácticos empleados de forma general y las diversas organizaciones militares de los ejércitos plenomedievales en este territorio. Por supuesto, el abordaje complejo y especializado de la temática se ha planteado desde una doble perspectiva, tanto la de los reinos y principados cristianos del nordeste peninsular, como desde los poderes musulmanes que confrontaron la conquista feudal hasta los albores del siglo XIII. Asimismo, el estudio ha englobado otros espacios peninsulares y ultrapirenaicos que por afinidad o involucración han tenido que ver con la historia política y militar del tercio oriental de la península ibérica.

A lo largo de todo el proceso nos encontramos con no pocos problemas derivados del trabajo heurístico, hermenéutico, crítico e historiográfico afín al historiador. Las fuentes, por lo general documentales y cronísticas, presentaban una problemática endémica para el trabajo de este periodo,2 también en lo militar. Sin embargo, el transcurso de la investigación sirvió para constatar que la diáspora científica no se debía a la inexistencia de fuentes, sino a otras razones. La problemática que afecta al trabajo historiográfico de este periodo afecta también, con mayor o menor medida, a las distintas temáticas que han protagonizado la producción científica. Que el tema que abordo en esta monografía no haya sido trabajado con concreción previamente responde a una tradición de investigación de temas militares, la hispana, menos cultivada que en otros países. Todo ello me llevó a pergeñar un planteamiento de trabajo distinto, asumiendo una heurística a partir de más fuentes que no formaban parte de la tradición historiográfica. En efecto, al estudio e interpretación de fuentes iconográficas, prácticamente inexistente, se ha unido la embrionaria situación de la arqueología medieval; ambas constituyen una parte indisociable, a su vez, de la interpretación y construcción historiográfica de la cultura militar medieval. El vaciado y estudio de todas estas fuentes iconográficas y arqueológicas supuso una parte muy importante de la tesis doctoral resultante, pues afectaron sobremanera al trabajo y a las conclusiones relacionadas con la tecnología de guerra –entre otros ámbitos–, que, por cuestiones ya explicadas, no se incluyen aquí; sin embargo, sí han influido de forma tangencial en materias fundamentales que se abordan en estas páginas, como los dispositivos tácticos o cuestiones de organización militar.

Existe un lugar común en el lenguaje cinematógrafico que todo el mundo ha visto en alguna ocasión. Es la manida imagen de un grupo de señores feudales alrededor de una mesa sobre la que hay un mapa salpicado de piezas que representan cuerpos militares y despliegues bélicos de distinta índole. Estos generales o caudillos discuten y planean acerca de ese teatro de operaciones, sopesan las decisiones y establecen una estrategia a partir de sus recursos militares que les pueda dar la victoria frente al enemigo. La imagen ha devenido en una constante no solo en el cine, sino también en la literatura. Esa visión, entre otras, se le puede indicar al lector como la génesis de esta obra. En ella residió el interés por armar una investigación que analizara y aportara conocimiento relativo al modo de hacer la guerra en la Plena Edad Media, incidiendo en aspectos capitales y necesarios de la misma que, en no pocas ocasiones, han pasado inadvertidos bien por falta de fuentes directas que los describan o porque se han considerado accesorios o menos interesantes. Mi interés por los conflictos medievales me ha llevado a preguntarme desde siempre qué había de cierto en tal imagen; si era una idealización basada en la verosimilitud de un mero argumento de ficción o si tenía algo de realidad. Las fuentes históricas no nos indican de forma explícita cómo se acometía cualquier planificación militar, sin embargo cuando las estudiamos con el fin de conocer cómo era la guerra en el Medievo podemos discernir que ese estereotipo de los caudillos alrededor de un mapa lleno de figuras se queda corto: la guerra en la Edad Media respondía a una concienzuda planificación que precisaba de un genio conformado por un amplio abanico de capacidades: creatividad, gestión de recursos, planificación, conocimiento del territorio, posesión de información sensible, capacidad de anticipación, entre otras muchas. La planificación, la estrategia, la logística y la táctica se construían a partir de procedimientos más complejos que un simple mapa de figuras, a pesar de que, como se analiza en el capítulo correspondiente, la concepción geográfica y cartográfica del hombre medieval distara de hacer realidad toda planificación sobre cualquier materialidad topográfica.

Esta obra se centra, por tanto, en todos esos entresijos de la guerra que, frecuentemente, pasan inadvertidos. Más allá de la narración épica, de la reconquista y su concepción social, económica o jurídica, del componente ideológico o religioso o de la construcción del relato político, nos interesará ahondar en aspectos relacionados con la planificación de recursos militares, la geoestrategia –tan poco considerada a veces en estas lides–, la logística, el despliegue militar, la expugnación de recintos fortificados o las tácticas en la guerra de desgaste y en batalla, entre otros muchos aspectos.

La pretensión global de este trabajo se puede circunscribir al interés por aportar al conocimiento y al medievalismo una investigación que, lejos de agotarse en sí misma, arroje luz sobre la guerra y la cultura militar específicamente en este espacio y periodo, para contribuir así a la construcción de un panorama homologable al que ya existe con respecto a otros espacios geográficos ibéricos. Al socaire de este objetivo general, naturalmente, se plantea una serie de hipótesis de partida, muy vinculadas en cierto modo a los marcos de reflexión que desarrollamos en un capítulo posterior. Por consiguiente, el presente trabajo historiográfico se plantea a partir de cuestiones relativas a si en el sector nororiental y levantino peninsular se alternaron dispares modelos militares con arreglo a la naturaleza cultural y religiosa de los ejércitos enfrentados. O lo que es lo mismo: ¿se practicaron, de forma recurrente, distintos modos de hacer la guerra al mismo tiempo?

En aditamento, ¿qué hay de cierto en el maniqueísmo militar con el que la historiografía ha venido describiendo el enfrentamiento bélico durante esta confrontación y la expansión feudal? ¿Existieron dos formas de hacer la guerra, acordes con la cultura islámica andalusí y la cultura hispana cristiana, respectivamente? ¿Hasta qué grado hubo permeabilidad militar? ¿Esta dicotomía cultural también se dio en las tácticas, en la estrategia, en la poliorcética, en el control del territorio, en la logística? Por consiguiente, el concepto de frontera se aborda en esta obra desde una visión física y territorial y, a la vez, cultural.

Por ende, no nos olvidamos de una cuestión que nos resulta muy sugestiva. Partimos de la convicción de que en lo referente a la guerra medieval los estereotipos construidos durante este siglo y el anterior no son pocos. Muchos de ellos, qué duda cabe, se alejan de toda realidad demostrable con método científico. A esto han contribuido enormemente el cine, la televisión o la literatura. Sin embargo, en la medida en que penetramos en la esfera académica, se nos antoja que, en cierto modo, la disolución de todo cliché debería ser una realidad, pero nos cercioramos de que persisten creencias en cierto modo aprehendidas y dadas poco menos que por axiomáticas acerca de las dimensiones táctica, técnica y tecnológica –fundamentalmente–. Esta obra pretende también analizar científicamente todos estos estereotipos para ver qué hay de cierto y de falaz en ellos; muchos de los cuales, por consiguiente, tienen que ver con una maniquea dicotomía cultural entre cristianos o musulmanes, con tácticas de guerra con frecuencia idealizadas o con competencias militares que merecen una revisión a partir del análisis de las fuentes y otros procedimientos de investigación.

En síntesis, esta monografía pretende aproximarse al complejo, apasionante e infausto mundo de la guerra en la historia, con una mirada muy particular, embebida en preceptos estrictamente militares, pero sin descuidar factores que secularmente le han sido afines. La Plena Edad Media constituye para la historia de España un periodo de heterodoxa lectura militar, abreviada habitual e inexplicablemente. Sin embargo, la realidad es que muchos de sus elementos confluyen en un vórtice intrincado que, a la sazón, ha construido férreos acervos de complicado desembarazo; hoy, sus procesos bélicos son génesis de las «estructuras históricas» –en los términos en que las definió Braudel– de nuestro relato temporal, que, en algunos casos, incluso han devenido en mitos constitucionales. Sirvan manidos ejemplos: es en este periodo en el que irrumpe la caballería pesada, lo que supuso una transformación de las estructuras sociales, económicas y culturales, pero sobre todo militares; es en este periodo cuando tiene lugar el proceso político-militar más determinante y mitificado de nuestra historia medieval, por el cual los reinos y principados cristianos lograron un avance expansivo a costa del islam que ha dado en la creación de mitos nacionales e identitarios. Sin solución de continuidad, esos mitos se construyen sobre complejos fenómenos militares, que merecen ser, por tanto, abundados, diseccionados hacia el pragmatismo. Desanudados. Al igual que otros axiomas, muchos de los cuales parecen haberse instaurado por extrañas inercias para todo el territorio peninsular, sin tener en consideración su heterogeneidad ideológica, política, tecnológica y cultural. Todo eso, y mucho más, es lo que le espera al lector a lo largo de estas páginas.

Notas   

1Policraticus, 419.

2 La historiografía aragonesa ha dado cuenta de esta problemática. Algunos ejemplos en Laliena Corbera, C., 2003; Utrilla Utrilla, J. F., 2007; o Utrilla Utrilla, J. F., 2004.

I

Historia bélica de los reinos cristianos del nordeste peninsular en los siglos XI y XII

Estrategias expansivas y tácticas militares

1

El colapso del califato y el resurgir de los principados cristianos del norte

EL LEGADO DE SANCHO III EL MAYOR1

Superar el año 1000 supuso demasiadas transformaciones en la coyuntura política y militar de la península ibérica. De un modo u otro, el colapso califal y la fitna han copado buena parte de las atenciones argumentales y –en definitiva– historiográficas de este momento clave. Sin embargo, al otro lado de la frontera se estaba dando una serie de silenciosas transformaciones muy importantes para comprender lo que sucedió en las décadas siguientes. Desde la perspectiva navarroaragonesa es capital identificar los orígenes del fenómeno expansivo a costa del islam a partir del reinado de Sancho III el Mayor (1004-1035). Y lo es no solo por la importancia en sí mismo, como ahora veremos, sino porque, durante las primeras décadas, se dio una mutación silenciosa y paulatina que marcó el devenir posterior de esta expansión. Tal revolución implicó la aparición durante estos años de las denominadas honores, bienes que el rey entregaba a sus magnates a cambio de servicios militares y nobiliarios. Se trata de un sistema propio de la tradición pamplonesa y aragonesa; un fenómeno feudo-vasallático que, desde este momento, definió los vínculos de poder en el valle del Ebro.

A partir del siglo XI –y sobre todo desde las últimas décadas– estas ilaciones de poder proliferaron a consecuencia de la expansión feudal y la transformación social que implicó el cambio de las estructuras sociales, jurídicas y políticas. En el valle del Ebro, la historiografía ha analizado y sentado las bases de estos nexos entre tales élites desde hace décadas, caracterizados por la tutela asumida por la realeza como elemento rector del proceso. Al hilo de tal coyuntura adquiere importancia el concepto de tenencia, una realidad feudal característica de los reinos de Aragón y Pamplona; los barones del reino veían satisfechos sus servicios militares y auxiliares al rey con parte del usufructo y la administración delegada de feudos que este les concedía pertenecientes a la honor regalis, cuya propiedad no detentaban y que, por tanto, los adscribía a una empresa común que se mantuvo indisoluble hasta bien entrado el siglo XIII. A la sazón, buena parte de estas relaciones de poder se plasmaba, en última instancia, en servicios de guerra como obligación fundamental y definitoria de las mismas. Los barones al servicio del rey estaban obligados a la gestión de efectivos militares: reclutamiento, estipendio, entrenamiento, reunión y mantenimiento ante los hechos de armas. Este amparo de tales estructuras militares activas mancomunaba recursos humanos para la guerra, pero también los recursos materiales y semovientes que esta requería. Aunque en estas primeras décadas es pronto para hablar de un sistema político regido por las tenencias, vemos ya sus primeros atisbos. Una veintena de grandes barones, de Castilla a Sobrarbe, reunidos en torno a la figura de Sancho III el Mayor, detentan ya la administración de espacios fronterizos y de interior por designación real que, aunque lejos de constituir la señorialización de bienes alodiales, es ya la muestra de una realidad política feudal característica.

El reinado de Sancho III, en cualquier caso, ha sido considerado por la historiografía como el punto de partida de unas nuevas relaciones entre los cristianos del norte y el islam peninsular. Este significó la reunión de un conglomerado político que, desde mediados del siglo XX, se ha pretendido resaltar por encima de la evidente fragmentación de los Estados cristianos en el norte.2 La niñez y adolescencia del futuro rey se desarrollaron a caballo entre el azote del año 1000, con las campañas devastadoras de Almanzor y sus hijos, y los cambios estructurales de estos territorios cristianos. En sus inicios, el reino no comprendía más allá de las tierras circundantes de Pamplona, el condado de Aragón, escorado en los valles occidentales pirenaicos, y las tierras riojanas, recientemente arrancadas al islam. Ciertamente, el devenir de su reinado no adolece de una planificación política concienzuda y bien trazada. Desde su mayoría de edad, convergió una serie de estrategias de Estado fundamentadas en la reunión bajo su influencia de un puñado de aristocracias territoriales ibéricas y transpirenaicas que coadyuvaron a la consolidación de su poder en el norte peninsular y más allá.

Su matrimonio con Muniadona le granjeó influencia sobre el condado de Castilla, cuyo control se hizo efectivo cuando el heredero, García Sánchez, fue asesinado en León en 1029, el mismo día de su boda. Un año antes, en 1028, el gobierno leonés había recaído también bajo su persona. Trece años antes, arrancando el año 1015, ocupó Sobrarbe y desde 1017 sus influencias políticas le habían llevado a hacerse con el control efectivo del condado de Ribagorza tras el asesinato en el valle de Arán del conde Guillermo Isárnez. Pero hay más. Por sus propios diplomas sabemos que ejerció algún tipo de potestad sobre Barcelona y Gascuña, seguramente sometidos estos territorios a vasallaje; a la sazón, el rex ibericus había establecido vínculos políticos con los grandes señores de la Galia, como se descuella del relato de Ademar de Chabannes. La «europeización» del reino que se le atribuye –o los inicios de ella, al decir de Sarasa–3 implicó todos estos nexos transpirenaicos, pero también la asunción de directrices eclesiásticas similares a como estaba sucediendo en Europa, amén de la introducción en la Península de la regla benedictina hacia finales de la tercera década del siglo XI y del establecimiento de contactos no solo estrictamente religiosos con Cluny.

Sin embargo, desde una perspectiva político-militar, su reinado no supuso una excesiva beligerancia expansiva con respecto al enemigo musulmán. La coyuntura –pretendidamente estratégica– atribuida a los condes barceloneses de la segunda mitad del siglo XI de mantener un statu quo político basado en las relaciones matrimoniales y de parentesco –fortalecidas por políticas comerciales– con otros príncipes cristianos en detrimento de una manifiesta hostilidad contra el islam,4 parece tener su precedente en modelos ibéricos anteriores: es el caso de Sancho III. La prueba de ello es que no se vio inmiscuido en la fitna, a diferencia de los otros príncipes cristianos. No es menos cierto, sin embargo, que el rex ibericus mantuvo una férrea confrontación con los tuyibíes de la taifa de Zaragoza y compaginó conatos expansivos frugales con políticas preventivas estratégicas. Tras afianzar el dominio sobre el territorio najerense y establecer la frontera con el condado de Castilla, el rey de Pamplona ocupó militarmente en 1015 la antigua Cerretania y sometió al conde Silo, que había pergeñado un espacio de poder en torno a la capital del condado, Buil. Es muy probable, a tenor de algunas informaciones huidizas, que afianzase algunas posiciones bajo los ríos Aragón y Onsella. Desde 1017 sojuzgó el viello Sobrarbe, tras haber conquistado Aínsa y Boltaña, así como el valle del Isábena, y estableció la difusa frontera con el islam a la altura de Perarrúa, al norte de Graus; al otro lado de la sierra de Guara dominó también el Serrablo hasta Nocito. Todos estos avances, que bien pudieron ser acciones colonizadoras y no tanto militares, tuvieron lugar seguramente aprovechando el vacío de poder inmediatamente anterior al advenimiento de Mundir I en Saraqusta; no obstante, tales territorios prepirenaicos habían sido efímeramente arabizados –y quizá tampoco islamizados–, por lo que conviene no obviar hasta qué punto constituían un hinterland del Al-Ṯaġral-A‘là.5 En el antiguo condado de Aragón, los avances territoriales alcanzaron en este periodo el territorio de Sodoruel y el valle de Rasal, así como el frente geoestratégico de Agüero-Murillo, donde destaca la labor de Gallo Peñero en el asedio de Agüero gracias a sus ingenios de asalto. Se trata de una de las primeras menciones a una aristocracia guerrera que se estaba iniciando en la empresa común de conquistar las tierras del islam.

Pero si por algo destaca la actividad militar de Sancho III el Mayor es por establecer las bases del control del espacio fronterizo prepirenaico; una planificación, heredera de la tradición andalusí –y, por extensión, peninsular–, que floreció y se hizo más compleja durante los reinados posteriores de sus sucesores. Es en este periodo cuando el rey de Pamplona tricotó un renglón de fortalezas roqueras conectadas entre sí, que, a la sazón, confrontaba con una línea musulmana homóloga en el sur. Este espacio castralizado se asentó con un doble objetivo: por un lado, establecer una posición militarizada de contención ante posibles incursiones islámicas, erigida frente al limes tuyibí; y, por otro, afianzar las nuevas conquistas, desprovistas de guarniciones militares sólidas ante una población local recién sojuzgada, cuya lealtad al rey cristiano podía ser dudosa. Con independencia de las connotaciones de poder que esta línea castral ejerció en lo sucesivo en el territorio, su significación geoestratégica y defensiva constituyó un planteamiento precedente en el fenómeno bélico en el valle del Ebro, a pesar del interés de algún autor por «desmilitarizar» su naturaleza.6

La repartición de sus territorios a su muerte, en 1035, mantiene todavía un debate en cuanto a su interpretación. Desde un prisma hipotético vinculado a la indisolubilidad del territorio bajo la potestas regalis, parece sencillo enjuiciar la disgregación de todos sus territorios como inapropiada para el futuro de esta. Sin embargo, más allá de estos planteamientos, que bien parecen adscribirse a una perspectiva propia de las monarquías de la Baja Edad Media –y, por tanto, extemporánea–, que Sancho III troceara sus territorios –y el ejercicio de poder, de facto– tuvo que responder más a unos condicionantes consuetudinarios que estrictamente políticos.7 A despecho, en cualquier caso, de que, como se ha interpretado tradicionalmente, en la división de sus territorios no cupo disgregación alguna, pues el heredero, García, asumió la potestas regalis y sus hermanos –fundamentalmente Ramiro– la pretendida fidelidad debida a este. Sea como fuere, García heredó Pamplona; Fernando, Castilla –y fue rey de León desde 1037–; Ramiro, Aragón y Gonzalo, Sobrarbe y Ribagorza. Es muy probable que la fórmula por la que Ramiro se obligaba a respetar la jerarquía del linaje, fundamentada en su hermano García, se aplicara de igual modo a sus otros dos hermanos, lo que implica que la sucesión de Sancho III fue un ejercicio razonable y esperado por el cual aseguraba el control territorial de su estirpe, de un lado, y su armónica e indefectible jerarquización, de otro. Estos espacios sobre los que sus herederos ejercerían en lo sucesivo, de uno u otro modo, la potestad, se significaron ahora con el título de reinos, caso de Ramiro, Gonzalo y, obviamente, García. Sin embargo, rendido el lector a una evidencia poco menos que axiomática, resulta obvio aventurar que la guerra entre ellos llegó con los años.

LA CONTINUIDAD DEL LINAJE PAMPLONÉS8