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Novela histórica y metafórica de Colombia. A través de un reino espejo (el Reino Independiente de Zipazgo), se hace un recorrido crítico por los hechos más destacados de la formación de la República, imbricando personajes que representan a los principales actores de nuestra historia con los maravillosos personajes de nuestros mitos y leyendas: La Madremonte, La Patasola, La Llorona, El Sombrerón, El Mohán. Una manera crítica y diferente de conocer nuestra rica historia, con sus demonios internos de carne y hueso junto a los inmateriales, y que nos han traído al presente que enfrentamos como país.
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Seitenzahl: 406
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Zipazgo: 200 años de posverdad
Zipazgo: 200 años de posverdad
Luis Eduardo Uribe Lopera
Uribe Lopera, Luis Eduardo
Zipazgo: 200 años de posverdad / Luis Eduardo Uribe Lopera. – Envigado: Institución Universitaria de Envigado, 2021.
286 páginas – (Colección Académica)
ISBN Epub: 978-958-53031-0-2
ISBN pdf: 978-958-52813-9-4
ISBN impreso: 978-958-53303-8-2
1. Novela Colombia – 2. Literatura colombiana
C863.44 (SCDD 20ed.)
Zipazgo: 200 años de posverdad
© Luis Eduardo Uribe Lopera
© Institución Universitaria de Envigado, (IUE)
Colección Académica
Edición: marzo de 2021
Rectora
Blanca Libia Echeverri Londoño
Director de Publicaciones
Jorge Hernando Restrepo Quirós
Coordinadora de Publicaciones
Lina Marcela Patiño Olarte
Asistente Editorial
Nube Úsuga Cifuentes
Diagramación y diseño
Leonardo Sánchez Perea
Corrección de texto
Erika Tatiana Agudelo
Edición
Sello Editorial Institución Universitaria de Envigado
Fondo Editorial IUE
Institución Universitaria de Envigado
Carrera 27 B # 39 A Sur 57 - Envigado Colombia
www.iue.edu.co
Tel: (+4) 339 10 10 ext. 1524
Los autores son moral y legalmente responsables de la información expresada en este libro, así como del respeto a los derechos de autor. Por lo tanto, no comprometen en ningún sentido a la Institución Universitaria de Envigado.
Prohibida la reproducción total o parcial del libro, en cualquier medio o para cualquier propósito, sin la autorización escrita del autor(es) o del Fondo Editorial IUE
Prólogo
Zipazgo: 200 años de posverdad surgió como un cuento metafórico sobre el interminable caos que sufre Colombia, ralentizador de su crecimiento económico y social. En principio lo construí contando las desafortunadas vivencias de una familia de 32 hijos, en la que dos hermanos gemelos abusan de su posición de primogénitos para apoderarse de las mejores tierras de la hacienda familiar y arrogarse el derecho de administrar la fortuna en detrimento del patrimonio de sus hermanos, a quienes desprecian por su condición de bastardos.
A medida que escarbaba más en la historia colombiana y escuchaba las noticias diarias veía que se enredaba más la madeja, pero al mismo tiempo sentía que se revelaba un intrincado caos dirigido tras bambalinas. Alcanzada la independencia, la casta dominante fundó los partidos Conservador y Liberal, y dio inicio así al truculento juego de la confrontación bipartidista por la cual se aferró al poder atizando divisiones y rencores regionalistas que extirparon cualquier vestigio de identidad nacional del pueblo colombiano. Al instituir una democracia a la carta, corrompieron un sistema honorable con el fin de mantener el poder sin asumir responsabilidades de ningún tipo.
Colombia padece males cuyas causas y consecuencias se confunden y los distintos actores se imbrican en terrenos de legalidad e ilegalidad, con el pervertidor dinero del narcotráfico como protagonista durante las últimas cinco décadas. Pero extrañamente, sin importar en que lado de la ley esté, ninguno de esos actores es responsable de nada. Al contario, corren a formarse en la fila de las víctimas, jurando que todo es culpa de fuerzas oscuras e invisibles, seres inmateriales semejantes a los personajes más reconocidos de nuestros mitos y leyendas. Generación tras generación, los males se perpetuán en sagas políticas y delincuenciales que arrastran a Colombia al peor de los escenarios que las divisiones y odios internos ofrecen.
Salvo excepciones que sirvieron para construir la novela, los hechos y protagonistas representados aquí están basados en los principales acontecimientos y actores de la historia colombiana, y están expuestos respetando el orden cronológico. En la línea de tiempo anexa se puede verificar la correspondencia de sucesos.
Luis E. Uribe L.
Agosto de 2020, Envigado, Colombia.
Primera parte
El tiempo del ruido, 123 años antes de la independencia
Las entrañas de la tierra zipazguense tronaron intimidantes anunciando que los demonios resurgirían para castigar la sumisión del pueblo a dioses extranjeros. Lengua, cultura, dioses y sacerdotes originarios, más que estar en el sótano del olvido de los nativos, fueron borradas de la memoria colectiva. Los usurpadores hispalianos provenientes del Continente Uno sumaban dos siglos arrasando la civilización autóctona, implantando su deformada cultura y su manipulada fe sobre los amansados habitantes de Zipazgo. Ocho generaciones se necesitaron para desaparecer miles de años de historia de una nación incontaminada. Nunca se sabrá de qué se perdió el mundo con el bárbaro exterminio y saqueo. Ya sea por temor, inocencia, ignorancia o debilidad militar, los nativos poco o nada hicieron por defender sus raíces. Ante sus dioses se reconocían culpables por omisión, al no sacrificar sus vidas por ellos. Un pueblo apóstata que pagaría con sangre y miseria su traición. Anatemas que suplicarán morir por no inmolarse cuando debían. Los demonios fueron soltados en Zipazgo 123 años antes del grito de independencia.
Tabacá, capital del reino, fue el lugar elegido para anunciarle al populacho que los demontres fueron liberados. Los dioses y sus sacerdotes ya no estaban para protegerlos. Fue el tiempo del ruido, un fenómeno apabullante que llenó de temor servil a los pobladores capitalinos y a los pueblos aledaños. Un tóxico aire azufrado intensificaba la sensación de indefensión y pavor. La tradición popular, las leyendas transmitidas por los abuelos, lo advirtió desde el primer día de la llegada de los extraños de piel brillante. Pero ya casi nadie creía en cuentos de octogenarios muecos. El tiempo y la cultura impuesta por los invasores avalaban la incredulidad. Escépticos o no, la sobrenatural manifestación por sí sola era perturbadora. La noticia se esparció como mal presagio. De pronto la capital se vio invadida de curiosos, estudiosos, religiosos y testigos de extrañas apariciones en las agrestes selvas y los traicioneros montes a lo largo y ancho de Zipazgo. Para mayor terror, chamanes y brujos, oportunistas de turno, auguraban terremotos y desastres que asolarían el reino. Algunas premoniciones se cumplieron. Otros vaticinaban que vendrían años más aciagos que los padecidos entre la conquista y la colonia: el tiempo de la república. Que la estirpe heredera de los colonizadores y delincuentes fletados por el invasor ejercería con malicia el poder en el futuro; una generación auspiciada por Tamasia, el ambicioso imperio insular del Continente Uno que, en aquellas calendas, discutía por el poder global. Demontres más perversos surgirían y el tiempo del ruido se repetiría como recordatorio amansador para el pueblo. La gente debía grabar en su memoria la traición cometida contra los dioses autóctonos y aceptar las consecuencias, entre ellas las guerras intestinas interminables y fratricidas, las divisiones y rencores regionales, y el fruto putrefacto de la mala semilla sembrada por los malhechores del invasor, progenie que gobernaría sempiternamente con doblez y avaricia tras la pantomima de la democracia.
Igual que sucede con los dioses, nadie ha demostrado la presencia de los demonios. Después del terrorífico evento, la mayoría de los habitantes de Zipazgo ha creído en su existencia. Seres mitológicos de extravagante y aterradora apariencia que recorren la manigua robando almas, desapareciendo las riquezas naturales, estafando a incautos y produciendo dolor y muerte con desastres, hambruna y posesos asesinos. Como con los dioses, cada estrato social y cada persona especula de manera particular, a veces contraria, respecto a la verdadera intención de los demonios. El amañado caleidoscopio de la fe se había instalado en Zipazgo con la llegada de los invasores. Bastaba un conocido o parroquiano que jurara haber visto algún espectro diabólico para que la comunidad en pleno lo asegurara también. Con cada versión, la alharaca del populacho se multiplicaba en una espiral infinita de incalculable alcance y magnificencia. El sentimiento del pueblo por estas presencias mutó a religión.
Zipazgo, años 1-200
La paradoja se pavonea oronda por Zipazgo como legítima y distinguida concubina de la democracia. Fue entronizada dos siglos atrás por los avariciosos instigadores que firmaron el Acta de Independencia. La embozaron con el ropaje de la desterrada y moribunda verdad para ocultar a ojos del pueblo la equidad, la justicia y la paz, para que fueran irreconocibles por siempre. El iluso pueblo festeja cada año una fraudulenta libertad proclamada tras padecer tres centurias de saqueos, masacres y borrón cultural perpetrados por los mezquinos invasores que “desembocaron por el sendero del sol naciente que cruza el mar”. Así lo describieron, quinientos años atrás, los asombrados nativos que contemplaron el descenso de los dioses barbudos ataviados con chispeantes y deíficas armaduras que marinaban en tres portentosas montañas flotantes. Con la emancipación, una artificiosa democracia surgió en las colonias para ser gobernada por reyes electos por el pueblo. Reyes ocultos tras el eufemístico rótulo de presidentes. Un contrasentido fraguado desde el Club de la Democracia del Continente Uno, auspiciador soterrado y codicioso de la campaña libertadora desde su simiente. El sórdido Club jamás se ha opuesto a esta imperecedera incongruencia, siempre y cuando los elegidos acaten las directrices de la agremiación. Celesto y Escarlato: los gemelos que han gobernado por más de dos siglos este paradójico guiñol nacieron el mismísimo día de la firma del Acta. Así empezó esta singular monarquía democrática, oculta tras la ilusoria escenificación teatral cuyo nombre elegido para publicitar y vender la bufa no es necesario citar. En este relato están los actores reales con sus nombres verdaderos, no los personajes novelescos que el Club decidió imprimir en la historia como un siniestro reflejo especular de Zipazgo.
El orden natural de la civilización nativa se frustró con el desembarco de los fulgurantes buitres que timoneaban las tres carabelas el día doce del mes décimo; una fecha enmohecida por más de trescientos años de hipocresías colonialistas, y doscientos de falacias democráticas. Así lo denuncian algunos eruditos de la Historia que sueñan con rescatar los orígenes del reino para que vuelva a ser una verdadera nación. La fecha exacta ha sido muy celebrada durante el último siglo por propios y extraños a pesar de las nefastas consecuencias. Un festejo con tintes racistas que paradójicamente titularon pomposamente: Día de la Raza, como parte de uno de los actos supremos de la comedia creada por el Club para alelar a la plebe. Han pasado más de quinientos años, pero el efecto devastador de la invasión parece imperecedero. La psicología social cambió dramáticamente durante los tres siglos de conquista y colonia, y el caos premeditado ha sido instituido cómodamente por los reyes de la democracia durante dos siglos. Zipazgo padeció más de tres centurias de arrasamiento, y con la independencia el servilismo imperial le dio paso al psicológico. Algunos sociólogos e historiadores coinciden en que los trescientos años de vasallaje y despotismo inocularon en el ADN de la población, como herencia maldita, tres genes corruptores y atrofiantes. Dos son opuestos, y discriminan entre rangos, estratos sociales, clanes y regiones. De una parte, están los herederos de la corruptela, el despilfarro, la perorata y los agravios mutuos, la exclusiva casta gobernante. De otro lado encontramos al populacho, legatario de la indiferencia, la abnegación, la resignación, la apatía y el conformismo. El tercer conjunto de genes, que no distingue estatus alguno, es responsable de la fatuidad, la malicia indígena, la viveza y el oportunismo. Los hechos parecen darle la razón a los estudiosos que argumentan esta tesis.
De los posesores autóctonos del reino poco o nada quedó. Todo fue asolado por los invasores, hasta los mismísimos genes originarios. Como cualquier civilización conquistada por bárbaros de lejanas tierras, las ulteriores generaciones se multiplicaron fatuas y adoctrinadas bajo el yugo de dogmas intrusos y cortapisas subyugantes que se han transmitido de padre a hijo por medio de frases convertidas en leyes no escritas pero de obligatorio cumplimiento en la tiránica e implacable interacción social: “el vivo vive del bobo”; “no de papaya, pero si se la dan aproveche”; “lo malo de la rosca es no estar en ella”; “dele gracias a Dios porque al menos tiene trabajito”; ”Dios proveerá”; y otras más que vindican abusos, corrupción, manipulaciones, explotación, vagancia, violencia, despilfarro y venalidad. Todos parecen complacidos con el código de la Ley no Escrita, y quien no la aplica es insensiblemente juzgado.
Decididos a honrar la reputación de las conquistas, los ávidos invasores extirparon a sangre y fuego todo vestigio de lengua, religión, cultura, política y estructura social autóctonas de Zipazgo para eclipsar la identidad del pueblo y facilitar su sometimiento voluntario. El fragante aroma de la fronda endémica fue ahogado por la hediondez corpórea y etérea de los bárbaros navegantes. La primitiva cultura, con sus rituales salvajes y pecaminosa desnudez, justificó el arrasamiento. Disfrazaron a Dios para imponer su tiranía, y eliminaron todo rastro de nación y etnicidad que pudiera despertar remordimientos contrarios al propósito colonialista. Con el miedo como arma universal, implantaron sus creencias en los caletres vírgenes de los nativos y sus descendientes, decretaron leyes alcabaleras y apocadoras, gobernaron como déspotas y saquearon cada riqueza que alcanzaron sus zarpas. Las nacientes generaciones crecieron convencidas de que tener muchos hijos era un deber patriótico y moral, casi una deuda con los invasores que los rescataron del obsceno salvajismo. La chusma indómita fue adoctrinada para creer que tras el raudal de necesidades sin resolver que enfrentaba cada día, la solución era una alegre y santa explosión demográfica. “Cada hijo trae el pan bajo el brazo”, era la frase de la Ley no Escrita que obedecían. “La planificación familiar es pecado”, era la otra. Ideas sembradas para beneficio de reyes y clérigos. Una enmohecida herencia de los invasores que escondía una verdad avarienta: les urgía reclutar contribuyentes, soldados y esclavos que acrecentaran sus arcas para sostener su estilo explotador, megalómano, suntuoso y competitivo. Un estilo que pervivió con los gemelos.
—Debemos sacar el máximo provecho al caos y arrasamiento que implantaron los invasores —propuso Celesto a su hermano tras su regreso de Tamasia en el año 20, cuando apenas daban los primeros pasos en su andadura como fantoches oficiosos del Club—. No olvidemos dos de las máximas premisas del directorio “países sí, naciones no” y “sumar fronteras para que el Club crezca”. Mientras más fraccionado el continente, mejor para el directorio.
—Sin duda —respondió Escarlato, hinchado de satisfacción—. También podemos usufructuar el disfraz con que vistieron a Dios para imponer su tiranía y erradicar la cohesiva identidad como nación. Un turbulento torrente social que canalizaremos para nuestro beneficio. Este pueblo ignorante arrastra consigo una herencia maldita que jamás podrá exorcizar. La perniciosa usurpación de la fe que importaron los conquistadores para doblegar a los nativos y matar a sus dioses será muy útil para nuestros propósitos.
Durante su fructífero periplo por Tamasia, los gemelos aprendieron de sus mentores que la religión instalada por los invasores estaba claramente afectada por una distorsión del mensaje original con el oscuro propósito de subyugar a los nativos. Celesto y Escarlato celebraron que esta desfiguración parasitaria estaba instalada en los caletres de los zipazguenses, incoando una hipocresía moral cargada de intolerancia y soberbia, bastante productiva para entronizar la embaucadora democracia ofrecida por el Club. Aprovecharían la conveniente institucionalización de la fe como medio para mistificar su poder, tal como lo hicieron los usurpadores.
Tras la emancipación, Zipazgo adhirió al llamado “Orden social” establecido por el Club. Un modelo dirigido a fomentar familias disfuncionales, endeudas y atrofiadas para facilitar la gobernanza de los reinos del Nuevo Continente. Enmascarada tras la campaña de liberación, una estructurada confusión se impuso como conveniente forma de gobierno al servicio de quienes traicionaron a los adalides de la empresa libertadora. Los habitantes del reino se dividieron y tomaron rumbos diversos en su propia parcela, impelidos por una fe con tufillo a hipocresía y un patriotismo pernicioso fomentado por la élite capitalina. Aprovecharon la promiscuidad social cargada de fatuidad, credulidad e ignorancia que quedó como rescoldo en la hornaza de la colonización. El estancamiento social y económico estaba garantizado por siglos a pesar de los falsos armisticios prometidos y la perenne retórica democrática.
Desde el mismísimo día en que la vocinglería que reclamaba independencia retumbaba por las calles pestilentes y fangosas de la capital, la pertinaz confrontación fratricida ha sido azuzada y alimentada con maulería por la ponzoñosa casta gobernante. Solo cuando hay de por medio un beneficio mutuo, casi siempre soterrado, se concreta algún acuerdo cargado de falsa fraternidad. Acuerdos de guerra o de paz que nunca son lo que aparentan. Zipazgo parece ser el nefasto resultado de un macabro experimento del Club. Una remota posibilidad si tenemos en cuenta que para los poderosos del mundo cualquier reino incipiente no es tan importante como para merecer ese dudoso honor orbital.
El exiguo mundo de Zipazgo, con ínfulas de grandeza global a partir de su liberación, goza de una geografía rica y exuberante, con generosas fuentes de agua, flora y fauna de maravillosa diversidad, tierras aptas para cultivo y pastoreo, con una codiciada riqueza mineral. Allí crecieron y se dispersaron los despojados herederos del reino, legítimos y espurios, hasta alcanzar una treintena de regiones disímiles. Unas más ricas que otras, donde, paradójicamente, la fecundidad de cada pedazo no necesariamente determina la de sus abotargados habitantes. Cada uno fundó su clan donde pudo, no donde soñó. Unos pocos acaudalados y poderosos, y la escandalosa mayoría desposeída del acervo que un día perteneció por igual a los terrígenos. Es tentador concluir que estas luchas fratricidas se deben exclusivamente a que los más ambiciosos obraron inescrupulosamente, a que no dudaron en explotar la posición privilegiada que se arrogaron tras las campañas de liberación. Pero también hay que considerar el otro extremo, la gleba apática que aceptó sumisa el despojo y consecuente abandono, el vulgo heredero de los genes de la indiferencia y la resignación. Es en este punto cuando los románticos de la Historia retroceden quinientos años para encontrar respuestas al desastre, y concluyen que la razón primigenia desembarcó en esas tres naos siniestras que arribaron cargadas con semillas de avaricia, hipocresía y división.
Salvo algunos bichos raros, los eruditos invisibles, en el reino de Zipazgo nadie parece preocuparse por rescatar sus orígenes culturales. Por más que estos quijotes intenten recuperar y transmitir el honroso origen primitivo a las nuevas generaciones, prácticamente a ninguna persona le resulta valioso. Y quienes amagan interesarse en resucitar la identidad del reino, sucumben rápidamente a la propaganda del Club. “La gente está cómoda con la miseria —escriben en sus ensayos los eruditos invisibles que sueñan con la paradoja de la máquina del tiempo para que el pasado destructor sea revertido—. El pueblo no quiere rescatar la identidad y retomar la senda del desarrollo. Estas generaciones cargan el lastre de quinientos años de influencias morales subyugantes que les cuesta sacudir por su fatuidad. El populacho aún adolece de temor servil y reverencial. Influencias que acrecientan la sensación de crisis de identidad y que hunden el reino en un pozo de excrecencias sociales, religiosas y políticas. Poco o nada está libre de esta infinita contaminación: educación, economía, fe, convivencia, superstición. Un vertedero que devora cualquier esperanza de unión, que nunca se sacia, que crece cada día con su voraz apetito”, declaran los estudiosos. Es un panorama pesimista avalado por dos siglos de desunión, peleas, agresividad, engaños, abusos y abandono. Es evidente que el inventario de esperanzas es perecedero para los zipazguenses. La situación se oscurece con las argucias de Celesto y Escarlato, que acogen como verdad para su uso aquella sentencia que reza: “un reino divido contra sí mismo no prevalecerá”. Ilusos, algunos piden con urgencia un milagro de unidad y cohesión social invocando a los impostores dioses de la demagogia siniestra.
La independencia desató una cascada de eventos extraordinarios en el reino, haciéndolo particular, pero no especial, así sus orondos habitantes crean la falacia de que son la cereza del postre orbital. Que los ciudadanos estén orgullosos y felices con su mediocre condición es un logro magistral de la propaganda democrática, un opiáceo adicional reglamentado por el Club para retroalimentar el sistema.
Los clanes liderados por Celesto y Escarlato han alcanzado vidas centenarias, cercanas a la inmortalidad, una leyenda que iguala la aciaga presencia de los misteriosos seres surgidos durante el tiempo del ruido. Y aunque en apariencia los espectros comparten y compiten con los gemelos por la posesión del reino y suelen ser responsables de todo mal, algunos sospechan que estas enigmáticas criaturas son un elaborado engaño de los poderosos gemelos, uno de tantos artificios para acrecentar su endiosamiento. Pero el pueblo en general cree que son los espíritus errantes de los sacerdotes autóctonos inmolados por los conquistadores. Incluso se dice que podrían ser los dioses derribados por los invasores, o que son demontre liberados tras su destrucción. Quizá todos tienen razón. Estas criaturas, dioses, demonios o espíritus se manifiestan de diversas y aterradoras formas en las treinta y tantas regiones. Según sea su incidencia o intervención, Celesto y Escarlato se las arreglan para sacarle el mejor provecho a esta extraña combinación entre superstición y fe que sugestiona y somete voluntariamente al pueblo.
Tras borrarse de la memoria colectiva los nombres originales de dioses, sacerdotes y demontres nativos, los pobladores los rebautizaron según su manifestación o apariencia física: El Mohán, La Patasola, La Llorona, El Ánima Sola, La Madremonte, El Sombrerón, entre otros. No todos se aparecen o se manifiestan a lo largo y ancho del reino, y la línea que separa el imaginario popular de la existencia real es abrumadoramente delgada. Nadie es dueño de la auténtica verdad. Quizá sea uno, o sean dos o tres, tal vez muchos más, y los habitantes los bautizan y retratan según su alienada creencia. No está claro qué y cómo son, si es que son. Lo que sí parece evidente para una parte del pueblo es que, Manolo y Camilo, los hermanos bastardos de los gemelos son sus protegidos, y que al parecer recibieron el don de renacer una y otra vez.
A pesar de los siglos, de los progresos de la razón humana y de los avances modernos, una buena parte de los zipazguensesaún cree que los demonios son los responsables de su tragedia, que los gemelos, los bastardos y los aucitas,la estirpe que traerá la mercancía de la desgracia, y los otros actores secundarios de la elaborada farsa son simples instrumentos de esos demontres. Muchos aceptan con resignación su desgracia como expiación por haber traicionado a los dioses. Para bien o para mal, los demonios fueron reconocidos como habitantes del reino que intervienen en la vida diaria de ricos y pobres, en el campo y en la ciudad. Unos creen por temor, y otros por conveniencia, según el bien o mal que se pretenda justificar.
Año 206
Una semana después de recibir el prestigioso galardón de paz que otorga el Club de la Democracia, Celesto y Escarlato, desternillados de risa y excitados por vapores etílicos y vegetales en los jardines de la casa de gobierno, se sintieron tentados a cambiar por sexta ocasión el nombre del reino con motivo del reconocimiento a la obediencia. Era su costumbre jugar a ese tipo de frivolidades. Orgullosos de que, entre sus fronteras, lo lógico era la paradoja, ironizaron con proponer al Consejo como nuevo nombre: El Paradójico Reino Independiente de Zipazgo. Cuando pactaron la confrontación con los legendarios espurios, cinco décadas atrás, no imaginaron que sus juegos de guerra fratricida serían condecorados con el premio que solo la fraudulenta retórica de la democracia alcanza.
—¡Esta es nuestra magnum opus! —aseguró Celesto mientras sorbía un finísimo trago de licor importado. Aunque incómodo por la actitud arrogante de su hermano, aún confiaba en que el fruto de la obra sería para ambos.
—¡También merezco el premio a mejor actor! —respondió Escarlato con sorna—. Olvidemos lo del nuevo nombre y sobredimensionemos el galardón hasta la repleción. Es nuestro mejor momento.
—El tuyo, querrás decir —acotó con un dejo de resquemor y celos Celesto—. Que no se te suba a la cabeza el embaucador laurel. Recuerda que es un sofisma más del Club.
El día en que se presentó ante el mundo para recibir el ambicionado premio que otorga anualmente el Club de la Democracia, el reconocido CDE, o simplemente el Club, Escarlato hizo gala de la ponderada impostura de demócrata avezado. Un orgullo para sus mentores. Un laurel que fue otorgado gracias al pacto firmado con los bastardos, y que suponía el fin de dos siglos de combates fratricidas al interior del reino, fundamentalmente el publicitado conflicto de las últimas cinco décadas. Para los actores de la teatralizada oposición que toda democracia respetable exige, el acuerdo era una farsa montada para ganar honores ante los miembros del CDE y réditos políticos ante la gleba. Celesto encabezaba públicamente la oposición al acuerdo y lo celebraba en privado. Los melgos han guardado una aparente rivalidad desde que empezaron su andadura en la paradójica democracia de reyes, después de comprar la membresía del Club con las riquezas naturales de Zipazgo.
La membresía les concedía el derecho a reinar directamente, delegar, alquilar y compartir el poder con quien consideraran necesario para consolidar la hegemonía del Club, sin importar que los presidentes de turno gobernaran bajo el deshonroso título de dictador enmascarado tras la careta de la democracia, o como simples peleles fingiendo emancipación. Con la mansedumbre propia del aprendiz, los primeros años procuraron seguir al pie de la letra las instrucciones y recomendaciones de los socios más veteranos de la agremiación. Con los años, y los bizarros acontecimientos, dieron rienda suelta a su maquiavélica imaginación y demostraron una versatilidad creativa que aplaudían entusiasmados, como padres orgullos, los socios fundadores del Club.
—Este honroso galardón, que jamás busqué y pensé merecer —declaró Escarlato falsamente conmovido ante el pleno del Club—, avala la cohesión del Reino Independiente de Zipazgo. Reconoce, además, dos siglos de denodado interés y sacrificio personal de los demócratas, gobernando con el altruista deseo de alcanzar igualdad y bienestar para el pueblo. La desunión quedó atrás. Bienvenidos al nuevo reino de la paz y la prosperidad con la justicia y equidad que todos nos merecemos.
Tiempo atrás, el Club postuló para el galardón al genocida más sanguinario de la historia moderna. Desde entonces, procuran asegurarse de que sus candidatos estén al día con la membresía, acatando las recomendaciones económicas, políticas y reglamentarias, siguiendo el libreto para cada momento, con los hilos bien atados. Los socios tienen que jurar obediencia al Club al inicio y cierre de cada periodo de gobierno. En un reino mísero como Zipazgo, debieron pasar doscientos años para que el exclusivo Club orbital otorgara a sus reyes, con el falaz rotulo de presidentes, el máximo reconocimiento a la devoción, cincelando para la historia sus logros y contribuciones al sistema político patentado por los todopoderosos señores del Continente Uno, y ahora extendido por el mundo. La democracia, un legendario sistema resucitado por los burgueses del Continente Uno, conocidos en las colonias como los blondos por el color de su cabello, ha garantizado poco más de dos siglos de dominio mundial al CDE. Una emperifollada dama que hace mucho perdió las tres primeras sílabas de este adjetivo, que fue prostituida por los ambiciosos proxenetas blondos. La mitad de los engatusados zipazguenses festejó hinchada de orgullo que la sociedad del mutuo elogio democrático por fin reconocía los méritos de su magnánimo presidente.
Mediante la resolución número 2016, el Club anunció al pundonoroso merecedor del premio de la siguiente manera: “Por ser uno de los esmerados padres de Zipazgo, que con su inventiva ha perpetuado el poder democrático y demostrado que las estrategias recomendadas por el CDE son efectivas para retener el poder en los reinos incipientes del más nuevo de los continentes, mantener la paz con justicia y equidad, garantizar el progreso del pueblo y la transparencia administrativa”. El populacho no entendía la exposición de motivos que le reconocían a Escarlato, pero igual celebró con aguardiente y pólvora durante varios meses. Las tiendas y mercados de barrios y pueblos casi quiebran. La leche se vinagró y la comida se pudrió. Las escuelas cerraron porque adoctrinar niños más hambrientos de lo estipulado era problemático. El hambre en sus justas proporciones era democrática, pero durante el tiempo del festejo las listas del mercado solo daban para la cerveza y el aguardiente que proveían las empresas del gobierno y sus aliados. Las industrias pararon durante los carnavales y las cantinas progresaron. Esta bonanza etílica no llegó a las escuelas porque el dinero recaudado por impuesto al consumo de licor se necesitaba para pagar las exigencias del acuerdo. La resaca llegó con los bolsillos vacíos. El gobierno se apresuró a aliviar las agobiantes cargas morales financiando más aguardiente y repartiendo pan con mermelada para reponer las calorías. Los adultos volvieron al trabajo agradecidos por la dieta que Escarlato les brindó con generosidad. Los niños regresaron de la escuela sin recibir clases por falta de pago a los profesores, pero un mes después los maestros retornaron a las aulas convencidos de que esta vez su santo de devoción sí iba a cumplir sus promesas.
Como flamante actor principal, en representación de los patricios zipazguenses en la premiación, Escarlato se esforzaba por simular una mirada periscópica de inteligencia ante la audiencia. Levitando como santo ante la primera gracia que otorgaba el laurel, dogmatizaba con fuerza redentora que el fin de toda discordia entre hermanos reconocidos y no reconocidos había finalizado, y que el prometido reinado de la paz llegaba a Zipazgo por su gracia y amor. La otra parte del elenco, los descarrilados bastardos, obviamente no fueron invitados a la ceremonia porque no cumplían los requisitos de sangre para pertenecer al Club. Cuestión de abolengo, refunfuñaban en la intimidad los representantes del bando rebelde mientras brindaban con el mejor whisky en el lobby del hotel cinco estrellas asignado tres años atrás, al inicio de las negociaciones. La condición de hermanos bastardos no bastaba por ahora para codearse con la élite mundial del Club y la excluyente casta capitalina.
La letra menuda del acuerdo exigía a los bastardos no revelar su maculada procedencia ante el mundo, una ominosa verdad que los prestantes gemelos descubrieron décadas atrás. Camilo y Manolo, líderes de los rebeldes, eran sus hermanos de sangre. Solo los miembros fundadores del CDE y Melquiades, el reconocido Brujo Mayor de Zipazgo y señor de las intrigas, conocían esa vergonzosa pero provechosa verdad. Desde el primer instante en que los gemelos descubrieron su espurio parentesco con los facinerosos, el bochornoso producto de la tropelía juvenil de su padre, decidieron que lo más lucrativo para ellos sería dejar en manos de los bastardillos las regiones que ocupaban desde siempre, donde nacieron y crecieron. Se trataba de vastas zonas ignoradas por el gobierno democrático porque, en principio, las creyeron carentes de riquezas importantes para ellos y los financiadores del Club. Después de siglo y medio de desidia genética del populacho, algunos habitantes, espoleados por los beligerantes Camilo y Manolo, se animaron a demandar atención y recursos básicos para sus familias: educación, salud, seguridad e infraestructura para comerciar el producto de sus cultivos. Era un conato de rebelión que perjudicaba la inmaculada imagen de Celesto y Escarlato ante propios y extraños, que amenazaba con desencadenar una epidemia de insurrección por todo el reino que pondría en riesgo su gobernanza y membresía ante Club. Era el contagio que los gemelos no querían adquirir de sus vecinos, la agresiva plaga ideológica roja que competía por la supremacía del mundo con el CDE.
Por décadas, el conveniente olvido de las lejanas periferias había pasado inadvertido para el mundo. Una lejanía amojonada no por los kilómetros que las separaban de la capital, sino por el distanciamiento que la élite demarcó al truncar premeditadamente su desarrollo para mantener alejados los parias del reino. Con los nuevos tiempos y los medios de comunicación masivos en su esplendor, lo lejano de pronto se hizo cercano y lo invisible visible. Repentinamente, a Celesto y Escarlato les urgía una excusa democrática que les permitiera disimular el abandono sistémico sufrido por el pueblo. La solución la encontraron en el problemático producto del desenfreno de su padre durante los primeros años de conspiración independentista. En buena hora aparecieron sus familiares bastardos, nacidos de la profanación y exceso de los barbilampiños y arrogantes delfines de la élite central durante los olvidados albores de la campaña libertadora.
Visibilizar a los bastardos podría resultar costoso e incómodo en términos políticos para los notables capitalinos. La respuesta a su encrucijada la dieron los demonios cuando los obligaron a pactar la conchabanza bélica con sus montaraces hermanos sesenta años antes de obtener el galardón. Un excelente trato para las partes, pero oprobioso para el pueblo. Unos y otros sabían que las guerras eran un buen negocio, uno que no otorga premios pomposos, solo aplausos en privado y mucha plata. En los pasillos del Club calificaron de audaz y creativa la componenda. El caos y la división en Zipazgo, como en cualquier otro reino incipiente, eran imperiosos para el sistema.
Resultó relativamente fácil acordar la rentable guerra con los espurios muchachos. Por lustros habían sometido como forajidos una vasta zona del reino, prácticamente todo el sur. A partir del beligerante arreglo, no tendrían que ocultarse en las profundidades de la selva porque el ejército oficialista tenía orden de no perseguirlos. A cambio, mantendrían en incesante conflicto las olvidadas periferias, sin límites a la violencia. Para guardar las apariencias escenificarían enfrentamientos aislados aquí y allá, con muertes de reclutas en cada bando, fichas insignificantes sin apellido en el caso de los bastardos y soldados rasos con nombres olvidables en el ejército. Estadísticas para que el Club tuviera temas a tratar en el orden del día, para alimentar el temor servil del populacho y para que la prensa vendiera su producto.
Desde los primeros años de vida los muchachos dieron rienda suelta a sus impulsos delictivos y anárquicos con total desvergüenza. En el acuerdo de guerra de guerrillas, los bastardos instaurarían un pseudogobierno del terror, tiranizando a los habitantes y reclutando a sus hijos, con patente para contrabandear toda clase de mercadería y sabotear la poca infraestructura existente o paralizar las obras en construcción para justificar el desangre del erario. Podían seguir secuestrando, robando y matando en sus regiones en nombre del pueblo, pero jamás debían tocar la capital, a los gemelos y sus familias, a sus asociados, a sus delfines, a los empresarios, a los altos mandos del ejército, y a nadie que tuviera relación con el gobierno, ya fuera nacional o extranjero.
—Cualquier salvedad a esta directriz solo puede ser ordenada por nosotros —aclaró en su momento Celesto a Melquiades, encargado de concretar los negocios oscuros del reino.
Con el pacto, los bastardos sintieron que por fin alcanzaban lo que por derecho de sangre les pertenecía y ambicionaban tener desde que se reconocieron como hijos de las tarquinadas de los patriarcas de la oligarquía. Por su parte, los gemelos se libraron de tener que explicar ante propios y extraños el abandono eterno de las periferias, de justificar la anodina inversión social en las regiones en conflicto y de rendir cuentas sobre los dineros del erario desaparecidos en la maraña de contratos para, supuestamente, superar el atraso económico y la miseria que los demonios y bastardos dejaban a su paso. Si por fortuna encontraban petróleo o algún otro recurso importante en las regiones olvidadas, Celesto y Escarlato garantizaban una buena participación para sus parientes ilegítimos a través de alguna argucia ventajosa para ambas partes. La guerra garantizaba el abandono, y el abandono justificaba la guerra, era el perverso ciclo de la componenda.
Los avances y cambios que trae el tiempo llegaron con negocios nuevos y generaciones perversamente ambiciosas. Los bastardos no tardaron en volverse ricos y poderosos, y se atrevieron a invadir zonas no incluidas en el acuerdo inicial. Los gemelos y su estirpe olieron la amenaza. Por un tiempo el arreglo beligerante quedó al garete, con violación de sus condiciones aquí y allá, especialmente por cuenta del novedoso y rentable negocio de los aucitas, el clan que explotó la mercancía demanda desesperadamente por consumidores norteños. Era un negocio turbio, clandestino, pero muy lucrativo para todos, incluidos los banqueros del Club. Surgió una espontánea, oscura y tormentosa relación entre los bastardos, los aucitas y los notables.
El auge y riqueza del próspero negocio los embotó primero y emponzoñó después. Las ambiciones de unos y otros derivaron en un enmarañado conflicto que corrompió el acuerdo de guerra original. Los gemelos no tardaron en sospechar que la inesperada situación era un juego peligroso que amenazaba su poder. Si los hermanos ilegítimos no corregían su andadura, si no regresaban al aparente principio ideológico antagonista al CDE que justificaba su rebelión, se verían obligados a atacarlos sin misericordia con la aquiescencia del Club. No querían matarlos por temor a la reacción de esa fracción del populacho que los veía como protegidos de los demontres, pero no dudarían en hacerlo si no retornaban al principio inspirador que condujo al pacto de guerra. Era mucho dinero y poder el que ostentaban por cuenta de la mercancía alucinante, y necesitaban a sus hermanos ilegítimos para mantenerlo encarrilado. La confrontación interna se salió de madre. El conflicto estaba lejos de un arreglo provechoso. Los bastardos de los bastardos se multiplicaron y refundieron con los aucitas y estafetas regionales de los gemelos, en una bacanal de dinero y poder que corrompió cada estamento del reino de una manera que nadie imaginó cuando empezó. La situación demandaba un nuevo y audaz acuerdo, y el de paz era el más lucrativo para los nuevos tiempos.
La actual mutación de Celesto y Escarlato es la más versátil y peligrosa conocida en doscientos años de reinado, una especie de híbridos sobrenaturales e imbatibles. Una mixtura indefinible a primera vista. Algunas veces policromáticos y otras monocromáticos, aunque ellos juran que siguen siendo los mismos desde que nacieron. Son tan peligrosos y astutos, que convirtieron su acuerdo de guerra en el reconocido galardón internacional de pacificación instituido por el Club. Unas veces son admirables y otras abominables a ojos del populacho. El pueblo está cambiando, y ellos pretenden mutar de nuevo para adaptar los cambios a su favor. La mitad de los habitantes duda de las verdaderas intenciones y consecuencias del acuerdo con los bastardos, y la otra grita candorosa: “Por fin llegó la paz”. Poco a poco la discusión ha tornado a confrontación con agravios verbales y físicos. La violencia se recicla por enésima vez. Históricamente, cuando la situación luce apocalíptica, Celesto y Escarlato se tornan más peligrosos y sus mutaciones suelen ser más perversas que las anteriores. Nada en Zipazgo es al azar.
Por su parte, los espurios son violentos, arteros, ambiciosos y arrogantes por naturaleza. La intención del Club y los gemelos de sentarlos al lado del trono es indescifrable para la gleba. Además, los bastardos de los bastardos aprendieron a comer de la guerra y a enriquecerse con la mercancía traficada por los aucitas. Sabenque los vecinos del norte consumen asiduamente el producto, y por nada del mundo cederán el rentable negocio. Una nueva generación de rebeldes más ambiciosa que sus padres surgió para atizar los males.
El comienzo del fin está marcado por el falaz acuerdo y su hipócrita galardón. Conocer los doscientos años de viaje que condujo a Zipazgo hasta este puerto de la historia puede resultar útil para entender el porqué de su destino. Veamos.
Los gemelos, años 1-30
Celesto y Escarlato son hijos de un poderoso comerciante capitalino. Un aristócrata criollo descendiente de un traficante invasor que, junto con sus socios locales y extranjeros, financió la dilatada campaña de liberación de Zipazgo. El patriarca tuvo éxito en la empresa independentista, no tanto por su valentía, sino por las componendas con los oportunistas prestamistas de Tamasia, por aquellas calendas rivales abiertamente declaradas de los colonizadores. A los opulentos capitalinos, explotadores de las riquezas en nombre del rey invasor, les urgía zafarse del desventajoso yugo colonialista para potenciar sus arcas. Otros, con menos linaje, arriesgaron sus vidas en el frente de batalla, en las húmedas selvas y agrestes montes que devoraron amigos, familiares y sueños. Héroes que sobrevivieron para caer asesinados por mano de los implacables traidores que un día fingieron ser sus aliados incondicionales.
Los gemelos nacieron misteriosamente contemporizados. No se llevaron ni una milésima de segundo. Una siniestra casualidad que casi le cuesta la vida a su madre, desgarrada por las aviesas cabezas de sus empedernidos críos. Ambos asomaron sus molleras a la par, como résped bifurcada de víbora. Un tartáreo fenómeno que ha pagado muy caro la gente de Zipazgo. Al parecer, este macabro prodigio de la naturaleza, ese parto simultáneo, ha hecho que se sientan como semidioses. Lo peor es que una buena parte del populacho los adora como a tales, alimentando el maléfico mito por migajas o corruptela. Mudan su piel como serpientes y se aclimatan a cada tiempo y ambiente. Son como camaleones inmortales y perversamente versátiles. Muchos creen que, más que una ilusión o mito, ellos tienen la fabulosa capacidad de metamorfosearse y regenerase con los años. En buena parte de las regiones se cree que encarnan a los dioses, y en otras que a los demonios. Todo gracias a que son como células; tienen la enigmática capacidad de refundirse en uno solo según las circunstancias de gobierno, y mediante una especie de mitosis escindirse de nuevo en dos, o si lo requieren en tres o más seres con apariencia diferente o igual, según convenga.
Junto con su privilegiada descendencia y parásitos asociados, se arrogaron el derecho a imperar sobre la vastedad del reino, sus recursos y el pueblo. Son perversos y solapados por naturaleza. El hecho de que sus cabezas jugosas y viscosas lubricadas con los loquios sanguinolentos del parto surgieran al mismo tiempo, y que reptaran frotándose uno contra otro hasta ser expulsados aparejados, más que un prodigio, es una espeluznante metáfora de sus vidas. Planean y ejecutan sus acciones juntos, y están en permanente competencia, al menos en apariencia. Atendiendo la eufemística jerga introducida al mundo por el Club para tratar la disfuncionalidad social y familiar, ese elegante léxico que adorna los fracasos premeditados o no de la democracia, los de su estirpe son sin duda los mejores intérpretes del falaz lenguaje democrático en Zipazgo. Ellos siempre están representando el papel de antagonistas que se odian a muerte y mueren por el pueblo. El propósito de esta elaborada comedia es mantener el control sobre el populacho vendiendo la farsa de los opuestos, de abanderados de la parte que se cree vulnerada por los engaños de la otra. Con el tiempo, y la proliferación de gorrones adheridos a uno y otro, se inventaron la moda de la tercería para engrupir el sector de la gleba que no se filaba con Celesto o Escarlato.
La centenaria historia que documenta la aparente y lucrativa enemistad entre los gemelos se manifestó desde la niñez. Muy temprano descubrieron los beneficios de ser como dos gotas de agua, una condición útil como ninguna para engañar a su padre y a cualquiera que se atravesara en su avasallante camino. El cacareado gen de la “malicia indígena” lo bautizaron ellos. Juraban ante propios y extraños que era un merecido reconocimiento a sus ancestros, pero en la intimidad de su palacete se burlaban de cualquier vestigio del pasado, del cual se sentían avergonzados. Preferían celebrar el desembarco de los invasores que arrasaron la historia ancestral y asaltaron las riquezas de Zipazgo.
Luego de que una horda de sombras maléficas asesinara a su padre en misteriosas circunstancias, los precoces Celesto y Escarlato surgieron como los abanderados del pueblo con apenas veintitantos años. Las suspicacias que nacieron tras el crimen, según las garrulerías callejeras, contaban que los gemelos, tras asumir el liderazgo, desterraron o asesinaron a los socios y parentela de su padre, a los comandantes e ideólogos sobrevivientes de la rebelión, y que habían renegociado previamente con los acreedores foráneos. El arreglo, murmuraban en pasillos y callejuelas, consistía en entregar a perpetuidad una gran tajada de las riquezas del reino a cambio de garantizar el poder vitalicio en su favor. Un sector del populacho, adorador de los gemelos, también cree que por eso no mueren, porque recibieron el don de la inmortalidad por parte de los “dioses” del invasor con el propósito de castigar el pueblo por rebelarse contra los conquistadores. Por esa desobediencia, la gleba aceptó pagar perpetuamente la membresía a favor de los gemelos, asumiendo dócilmente las gravosas cargas impositivas y los recurrentes aumentos alcabaleros para cumplir con los compromisos financieros con el Club. Celesto y Escarlato compraron el encargo y vendieron el reino a perpetuidad.
La ópera prima de los gemelos fue presentada después de que ejecutaron y asesinaron a los comandantes libertadores. A los que pudieron acusar de traidores, con testimonios falsos, los llevaron al paredón. A los que no, los acribillaron en emboscadas o envenenaron en sus casas. Un año después de asumir como herederos del poder independentista, gracias a sus argucias y al renombre de su padre, sus principales rivales estaban muertos. El pueblo se sintió huérfano, y con reverencias casi idolátricas les agradecieron por asumir la difícil tarea de reconstruir el reino. Nacía el oráculo de los gemelos. No todos se tragaron los asesinatos sin protestar. Algunos letrados, artesanos, comerciantes y terratenientes poderosos empezaron a cuestionar a las autoridades cómo era posible que los ejecutados fueran traidores, y por qué no se estaba investigando el asesinato de aquellos que no habían sido acusados de traición. Para los gemelos no era conveniente enemistarse con las otras familias ricas, de manera que montaron su rutina de acusarse mutuamente. Surgieron las dos lucrativas facciones. Los que reclamaban la verdad se alinearon en un bando o en otro, según la mentira que convenía creer. Acusaciones y ofensas iban y venían, pero la verdad jamás salía a flote. Desde entonces permanece oculta tras el disfraz de las paradojas. La estrategia de dilatar y dividir era parte del ADN heredado de los ocupantes. Después de doscientos años, este modus operandi no ha dejado de dar frutos.