100 años de filosofía cubana electiva. 1795-1895 - Rita María Buch Sánchez - E-Book

100 años de filosofía cubana electiva. 1795-1895 E-Book

Rita María Buch Sánchez

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Estas páginas describen la trayectoria de la filosofía cubana electiva desde 1795 hasta 1895, a partir de un análisis historicista y crítico-valorativo. Ese primer momento histórico estuvo marcado por el proyecto de reforma general de la enseñanza, plasmada en el "Discurso sobre la reforma de los estudios universitarios" (1795) de José Agustín Caballero. La tendencia iniciada por Caballero tuvo, a juicio de la autora, su colofón un siglo más tarde, en 1895, con la muerte prematura de Martí. No se ha intentado hacer una "historia de la filosofía electiva en Cuba", el objetivo es mostrar la trayectoria que siguieron casi todos los filósofos cubanos durante esos 100 años en relación con el electivismo.

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Seitenzahl: 384

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

Edición: Gilma Toste Rodríguez

Diseño interior y de cubierta: Seidel González Vázquez (6del)

Corrección: María Eugenia de la Vega

Composición digital: Irina Borrero Kindelán Conversión a e-book: Amarelis González La O

© Rita María Buch Sánchez, 2022

© Sobre la presente edición:

Editorial de Ciencias Sociales, 2022

ISBN: 9789590624988

Estimado lector, le estaremos muy agradecidos si nos hace llegar, por escrito, su opinión acerca de este libro y de nuestras publicaciones.

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO

Editorial de Ciencias Sociales

Calle 14 no. 4104, entre 41 y 43, Playa, La Habana, Cuba

[email protected]

www.nuevomilenio.cult.cu

Índice de contenido
Prólogo
Palabras al lector
Introducción
Capítulo I
Surgimiento de la filosofía electiva en Cuba
España en el siglo xviii. El despotismo ilustrado
Surgimiento del electivismo en Hispanoamérica
Cambios económicos en la isla de Cuba
Acontecimientos socioculturales del siglo xviii
Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio
Apertura del Seminario
Estatutos del Seminario
Becas y requisitos para obtenerlas
Sección Octava de los estatutos: “Del estudio de la Filosofía”
Progresos bajo el obispado de Espada
Destino histórico del seminario a mediados del siglo xix
Capítulo II
José Agustín Caballero
Una deuda impostergable
José Agustín Caballero
La Reforma de la enseñanza, la prensa y la Sociedad Patriótica de La Habana
Influencias teóricas
La filosofía electiva de Caballero
Destino histórico de la Philosophia Electiva
Concepciones éticas
Concepciones políticas
Capítulo III
Los continuadores del electivismo en el siglo xix
Félix Varela
José Antonio Saco
José de la Luz y Caballero
José Martí
Bibliografía
Datos de autora

A mi esposo

In memorian

Prólogo

Este libro frente a mí aviva el recuerdo de aquellos días preciosos en que iniciábamos el proyecto Historia y Liberación: Dos siglos de pensamiento en Cuba, en el Memorial José Martí. La convidé y la profesora Rita Buch aceptó como quien esperaba el golpe de un sueño que la impulsara a vivir cada día y hacer por un país que amaba y no se resignaba a perder. Inauguró el espacio de debate con una conferencia que nos conmovió a todos: “José Agustín Caballero, padre de la filosofía en Cuba” y hubo de recibir los afectos, clamores y emociones de quienes teníamos la certeza de haber asistido a un encuentro memorable con nuestra filosofía, con los orígenes de la espiritualidad cubana. Entonces no podíamos siquiera sospechar que sería su última conferencia. Apenas pasaron dos meses y su partida física era un hecho implacable, inimaginable ante tantos proyectos que concebimos, aun cuando su salud advertía signos cada vez más notables de fragilidad.

Su voluntad se imponía y quiso, a pesar de sus dolencias, presenciar la conferencia que impartí sobre el padre Félix Varela. Sentada en primera fila observaba atenta cada detalle de la disertación y al terminar el debate intervino con una sentida reflexión sobre la emigración de los jóvenes cubanos en la actualidad, las familias quebradas, el dolor de las ausencias, el destino del país. Esa fue su última intervención pública bajo el influjo de las ideas que me permití desarrollar sobre el autor de Cartas a Elpidio, escritas en 1835 a la juventud cubana de la época.

Pocos días después me habló de la existencia de este libro y la trascendencia que tenía para su vida como docente en un ejercicio continuado de cuatro décadas. Sus estudiantes, sus jóvenes colegas, sus compañeros profesores y profesoras que compartieron el conocimiento, la amistad, las angustias por las incomprensiones, las permanentes deliberaciones sobre nuestra sociedad, son los responsables fundamentales de este esfuerzo intelectual que intentó dejarles como una ofrenda. Le había nacido una fuerza que le faltaba. Era, además, un gesto espiritual de inefable gratitud a quien había sido el compañero de su vida.

Me pidió estas palabras y puedo confesar que me siento honrada porque en breve tiempo de trabajo juntas, después de haber tenido encuentros en diversos escenarios intelectuales de nuestro país, muy esporádicos por cierto, y haber recibido sus clases de Filosofía Griega en los años iniciales de la carrera, pudimos obrar por el bien común. Ese fue el punto de partida de una batalla que emprenderíamos con muchas voluntades dispuestas a la realización, también, del sueño de lo imposible.

La editorial de Ciencias Sociales lo acogió y el compromiso de Irina Pacheco, jefa de la redacción, habría de cristalizar el empeño en un gesto de justicia y generosidad.

Las páginas del libro hace mucho tiempo pensadas por la profesora Rita Buch y, sin embargo, inacabadas por su enfermedad progresiva, están atravesadas por una idea medular: descubrir los vínculos, los hilos invisibles que hicieron de la filosofía electiva cubana una propuesta perdurable para la reconstrucción de las bases teóricas de nuestro pensamiento y nuestra práctica política.

Descubrir el alcance de las ideas filosóficas de los fundadores de la nación cubana significa desmontar lo que en el imaginario cultural ha prevalecido, lamentablemente hasta hoy, sobre la conciencia crítica y el pensamiento de liberación que en las guerras de independencia tuvo su plena realización. Fueron revoluciones cimentadas a lo largo de “un siglo de labor patriótica”, como le llamara el Apóstol. Cómo no advertir lo que supo develar a tiempo para que se comprendiera el sentido de la revolución, por qué hubo una tregua y por qué aquel desembarco en el cual iba él en otro intento de independencia cubana. Está claro que todo comenzó mucho más atrás: en las aulas del Seminario de San Carlos, en las cátedras de Filosofía y de Constitución, esa que el obispo Espada entregara a Varela y que el joven profesor nombrara Cátedra de la Libertad. En el Seminario se habló de patria, de libertades, de derechos del hombre y del hombre americano. Se habló de verdad, de justicia, de moral, de lógica, de elección, de métodos para conocer, de historia, de ciencias y de religión. La metafísica había sufrido su primer golpe con el padre Agustín Caballero. La estructura tradicional de la filosofía quedaba quebrada y se aseguraba el lugar prominente a la Lógica para comprender el mundo, a la naturaleza física y también a la naturaleza social y humana del ser cubano que se conformaba.

Su Filosofía Electiva trascendió en aquel Seminario, de cuyas aulas hubo de salir la intelectualidad más fecunda de la época. El influjo de su reforma de los estudios universitarios, propuesta en la Sociedad Patriótica de La Habana en los finales del siglo xviii, su defensa del esclavo, su temprano informe a las Cortes españolas sobre la autonomía en la Isla y sus sistemáticas reflexiones sobre la enseñanza escolástica, abrió un campo a las ciencias modernas, a la experimentación, al pensamiento filosófico de Bacon, Descartes, Locke, Condillac, Rousseau en Cuba, y caló hondo en la sensibilidad y la conciencia de sus discípulos. Ellos libraron los combates más fuertes contra la estructura escolástica porque su maestro les dejaría la herencia que la subvirtiera. No fueron sencillos continuadores, sino activos creadores en el desarrollo de las ideas que situaron a la filosofía del primer cuarto del siglo xix en el sitial más alto de la crítica teórica y la conciencia cubana.

No han sido escasos los intentos de mostrar a estos pensadores fundamentales del siglo xix, desde los inicios mismos de sus empeños intelectuales hasta el siglo xx y xxi, sin la coherencia de pensamiento social y la identificación de concepciones filosóficas que los caracterizaron. Más allá de diferencias en métodos, en la radicalidad de sus ideas políticas, la esencia popular de sus propuestas resulta medular. Por esa razón, al interpretar la influencia de la ilustración en la conformación del pensamiento cubano se debe considerar no solo en los términos de una modernidad entronizada en favor de la ganancia y el lucro de la burguesía esclavista, cuyas instituciones y textos avalaron el poder colonial, sino de la reelaboración conceptual de esa modernidad para minar las bases de la sociedad colonial.

Esa crítica sostenida en diversas polémicas entre José Antonio Saco y Ramón de la Sagra, además de las impugnaciones a Juan Bernardo O’Gavan; las de José de la Luz y Caballero y Manuel y Zacarías González del Valle junto a otros, fue la crítica contra la esclavitud, contra el dogma preestablecido en las enseñanzas, contra el principio de autoridad, contra la falsa religiosidad y la falsa moral, contra la legitimación cultural de las élites, la teoría de la sujeción y la servidumbre intelectual, la seudociencia y la filosofía estacionaria que promovía el inmovilismo social, contra la prevalencia del eclecticismo espiritualista. Contrariamente, el electivismo se convirtió en un elemento clave en la concepción no solo del método de conocimiento sino también de la elaboración cultural, de la interpretación político-jurídico-social y de la creación de un método para el estudio de las ciencias naturales. Desde la Filosofía Electiva de Agustín hasta las elaboraciones teóricas de Varela y de la Luz, se había desarrollado toda una tendencia del conocimiento que, desprendiéndose de la metafísica y de la ontología, intentaba fundamentar una escuela cubana del conocimiento.

Mientras que la poesía y la literatura expresaron progresivamente el alma cubana —las bellezas del físico mundo y los horrores del mundo moral, con los recursos del romanticismo—, la filosofía desentrañó la realidad e hizo la síntesis teórica necesaria para la práctica política del porvenir que no estaba lejos, sin embargo. Se forjaba una cubanidad pensada desde la educación concebida como el corazón del pensamiento político liberador.

Se concibió la ciencia como una. El discernimiento propio de esta no podría quedar en el fragmento de la realidad, sino que era explicable únicamente en la totalidad. Para el conocimiento del hombre, la antropología filosófica propuesta —y provista de todas las ciencias que intervendrían en este sentido— por José de la Luz, renunciaba a la abstracción metafísica de la existencia humana; no apostó por el estudio de la conciencia individual del hombre para conocerlo, sino por esclarecer los comportamientos del hombre en sus relaciones sociales y en la construcción de una moral social proyectada hacia el bien común.

El espíritu público de Varela y Memoria sobre la vagancia en Cuba de Saco, publicados en el año 1834, coincidieron con la propuesta de reforma de la enseñanza que presentara de la Luz en la Sociedad Económica de Amigos del País. Se apeló a la educación con el propósito de moralizar al pueblo, se creyó en el saber social de este, en su desarrollo espiritual, en la potencia de su virtud. Se promovió la desobediencia crítica y se condenó el engaño y manejos turbios de los intereses públicos. “Sociedad suciedad” profería José de la Luz, “vivimos amontonados, pero no asociados, hombres más que académicos necesitan los pueblos, en todo ha de tirarse a ser pueblo, para todo se necesita ciencia y conciencia”. Varela alertaría también sobre la unidad: “divididos se odian y odiados se destruyen”. Saco advertiría: “[…]la instrucción pública es la base más firme sobre que descansa la felicidad de los pueblos […]” y en su Historia de la esclavitud pondría en manos del negro la raíz de su desgracia. De la Luz situaba la primacía en la investigación que descubre y permite fijar propósitos más altos: científicos y éticos. “Quien no aspira no respira”, la espiritualidad renovada para Cuba quería de la Luz. Por eso Martí lo llamó el silencioso fundador, acostumbrado el Maestro a tocar las esencias, a ver en la herida la flor. Le bastaron sus aforismos, no tuvo más de él. Y lo conoció. Heredó, del sacerdocio de su magisterio para que Cuba fuera libre, el apego a la verdad, a la justicia y a la libertad. Cuánto quiso significar con la palabra: “Cuba es la patria de La Luz y de Varela”.

Me anticipo a aseverar que este libro de nuestra compañera, amiga y profesora Rita Buch, será útil a la juventud que necesita raíz y vuelo. De nuevo se exponen ideas de la tradición filosófica cubana que fundaron la patria. No debe pasar inadvertido este llamado a la memoria, al humanismo y a la cultura del siglo xix cubano, de quien entregara en las aulas de nuestra Universidad sus estudios sistemáticos, su generosidad y fe profunda en el ser humano.

Solo una palabra para ella: ¡Gracias! Estás aquí sembrando un sueño y cubre tu corazón un verde raro donde acechan sombras desde la tierra toda.

Alicia Conde Rodríguez

Presidenta de la Unión de Historiadores de La Habana Especialista del Instituto de Historia de Cuba

Palabras al lector

En estas páginas, es justo reconocer y agradecer a todos los investigadores y profesores, que han dedicado su vida profesional a profundizar en los estudios de nuestras raíces, historia y pensamiento, y especialmente a aquellos que han contribuido de manera sustancial a rescatar la palabra viva de los clásicos del pensamiento cubano, por la enseñanza permanente que han legado y por la labor cultural que han realizado, al develar y conservar para las presentes y futuras generaciones, los orígenes de nuestra cubanía. Sus cursos de posgrado sobre historia de Cuba y pensamiento cubano —a los que asistí como parte de mi superación profesional, como profesora de la Universidad de La Habana—, fueron los que me motivaron a inicios de la década del noventa del pasado siglo a incursionar en este tema apasionante, que llegó a convertirse en objeto de mi primero y segundo doctorados. Recuerdo con especial gratitud, los nombres de Alberto Prieto y Eduardo Torres Cuevas, queridos colegas de trabajo y amigos de muchos años, quienes fueron, además, mis profesores en cursos de posgrado —que recibí a principios de la década de los noventa— sobre historia de Cuba y pensamiento cubano, respectivamente. Este último curso, vino a complementar mis conocimientos sobre la historia patria, y contribuyó —de manera sensible— a orientar mis investigaciones hacia el pensamiento filosófico cubano de finales del siglo xviii y de la primera mitad del xix, al develar la riqueza de su contenido y lo mucho que quedaba aún por investigar en este campo. Al concluir ese curso, Torres Cuevas invitó a profesores e investigadores a incursionar y profundizar en los estudios sobre los orígenes de la filosofía cubana y me sentí en el deber de sumarme al grupo de profesores investigadores universitarios que llevaban desde hacía tiempo esta línea de estudio.

Paralelo a la docencia que impartía, este destacado profesor e investigador del pensamiento cubano, acometió la tarea de dirigir el gigantesco proyecto elaborado por la Casa de Altos Estudios Fernando Ortiz de la Universidad de La Habana, con el propósito de crear una biblioteca de autores cubanos, tarea monumental que fue posible enfrentar con el apoyo de un equipo de trabajo, conformado por competentes especialistas, procedentes de diversas instituciones del país, entre cuyos integrantes se pueden citar a Gloria García, Alicia Conde, Edelberto Leyva, Rosa María González, Sofía Andioc y Darío Guitart, entre otros que comenzaron a realizar a finales del siglo xx una importante y urgente labor de rescate de la obra de los pensadores más representativos.

Todos, de conjunto, impulsaron con pasión y perseverancia la edición y publicación de la Colección Biblioteca de Clásicos Cubanos, que había sido divulgada por primera y única vez en las décadas del cuarenta y el cincuenta del siglo xx por la Editorial de la Universidad de La Habana. Gracias al meritorio trabajo de profesores como Elías Entralgo y Roberto Agramonte, logró recuperarse esta colección casi perdida por el paso del tiempo y el deterioro de los pocos libros que quedaban. De este modo, ellos contribuyeron por esta vía, de manera definitiva, a salvaguardar el acervo filosófico, científico y cultural, con nuevas ediciones de las obras de los “clásicos” cubanos —algunas que fueron recuperadas de la primera edición, o aparecían enriquecidas con nuevas adquisiciones, y otras que sacaban a la luz, por vez primera, obras antes desconocidas para el público lector—.

Merecen especial atención, los estudios preliminares de estos textos, los cuales constituyen referentes obligados para todo investigador del pensamiento cubano y reflejan la amplitud y profundidad del conocimiento de sus autores.

Otros colegas y amigos de la Universidad de La Habana, así como algunas instituciones afines a ella, contribuyeron de manera sensible a mi decisión de dedicar mis investigaciones al pensamiento cubano, a tiempo completo. Cursos de posgrado, ponencias, intervenciones en eventos científicos, conferencias magistrales, importantes libros de su autoría, o simplemente conversaciones informales sostenidas en la colina universitaria despertaron mi interés y afianzaron mi decisión.

No puedo dejar de mencionar a Rigoberto Pupo, Thalía Fung y Lissette Mendoza, mis más cercanos colegas de trabajo en los últimos años, quienes siempre estimularon mi trabajo investigativo y me brindaron gran apoyo profesional, con sus consejos, sugerencias y recomendaciones.

De modo similar, deseo agradecer a mis respetables profesoras Daysi Rivero e Isabel Monal, por los conocimientos que me transmitieron y el ejemplo que han significado en mi vida profesional. Otros colegas, como Elsie Plain, Olivia Miranda y Pablo Guadarrama, elaboraron textos sobre metodología de la investigación social y filosofía cubana, que contribuyeron al desarrollo de mis investigaciones.

En aras de la justicia histórica, deseo recordar a otros queridos colegas, que ya no están físicamente, pero nos legaron el recuerdo de sus enseñanzas verbales, así como su obra escrita imperecedera. Ellos, en diversas etapas de mi formación profesional y de mis investigaciones, contribuyeron de manera sustancial a desarrollar y profundizar mis estudios sobre el pensamiento cubano en su devenir histórico.

Me refiero en primer lugar, a la inolvidable profesora Zaira Rodríguez Ugidos, ejemplo de erudición y humildad científica, de maestría pedagógica, de sencillez y cubanía, quien me inculcó el amor por la filosofía y me formó, primero como alumna ayudante —cuando yo cursaba los primeros años de la carrera universitaria— y luego como profesora, después de graduarme.

Deseo mencionar también, al inolvidable Oscar Loyola, profesor de la Universidad de La Habana y entrañable colega de tantos años, así como al historiador Jorge Ibarra Cuesta, al filósofo y ensayista Fernando Martínez Heredia, a las doctoras Carmen Gómez y Aurea Matilde Fernández y al destacado intelectual Armando Hart Dávalos.

Por último, resulta imprescindible reconocer en estas páginas, la labor desplegada por Eusebio Leal Spengler, a quien conocí a principios de la década de 1970, cuando cursaba el primer año de la licenciatura en Historia del Arte y él apenas comenzaba a acometer lo que con el tiempo se convertiría en la monumental y titánica tarea de salvar el centro histórico de la ciudad de La Habana, a partir de la restauración de monumentos y edificaciones, tarea a la que ha dedicado su vida, con la constancia, pasión y perseverancia que le caracterizan como persona y como Historiador de la Ciudad. Paralelamente, su labor publicista, primero a través de los medios de difusión masiva y en los últimos tiempos, mediante la Editorial Boloña —adscrita a la Oficina del Historiador—, ha contribuido al rescate de importantes obras, sin las cuales no se podría escribir nuestra historia de las ideas, contribuyendo de manera definitiva a la conservación del patrimonio cultural cubano, tanto material como inmaterial.

He intentado en estas páginas, reflejar mi valoración sobre tan importante tema y de este modo brindar mi modesto aporte a la gigantesca tarea asumida por todos ellos y por otros historiadores, filósofos, sociólogos y hombres de letras, de pensar a Cuba desde su pasado y su presente, lo que Torres Cuevas expresó de manera magistral en la “Presentación” de la Colección Biblioteca de Clásicos Cubanos en 1999, con las siguientes palabras:

Si cultura es raíz, conocimiento profundo de la siembra civilizatoria de una comunidad humana, el pensamiento emanado de ella es germinación prolífera que se interactúa como creación y creador de ese ser nacional, fertilizándolo y haciendo surgir nuevas perspectivas en el desarrollo de las actividades colectivamente hegemonizadas.

Una larga y profunda tradición en el ejercicio de pensarnos, de someternos a crítica y, a la vez, de proponer búsquedas y trazar alternativas, permiten ofrecer a las generaciones actuales una base sólida, imprescindible, para pensarse “desde la interioridad de su permanencia” y desde la profundidad de lo continuo-discontinuo.

Urgencia, vocación y desvelo entraña la propuesta actual y actualizada de la Biblioteca de Clásicos Cubanos. No puede quedar en silencio la letra de dos siglos que nos independizaron. Tampoco, el espíritu que nos definió.

Acaso, hoy ciertas ausencias lo reclaman. Pero él no puede anunciarse por sí solo. Ni las clasificaciones apresuradas de pensadores sin contextos y apenas algunos textos, ni el acomodo a las últimas ediciones que alcanzan ya más de medio siglo, nos lo devolverán. Lo cierto es que el riesgo de perderlo, ya a los finales del siglo xx o en los comienzos del xxi, siglo que fue y siglo que es, constituye una verdad irrevocable. Frente a la convicción de una pérdida tan grave, nos convoca la vocación de reconstruir para nuestro tiempo lo que en un tiempo fue; aún más, lo que puede llegar a ser. Una labor sin sosiego y desvelo nos reúne en un compromiso común: la cultura nacional, porque un dolor común nos une: Cuba.1

Sus palabras, pronunciadas hace casi dos décadas, hoy resultan particularmente significativas. Vivimos tiempos urgidos de cambios y para pensar desde el presente hacia el futuro hay que rescatar el legado de los padres fundadores, para develar las raíces de los orígenes y las fuentes de las que ellos bebieron.

Ellos no fueron filósofos de gabinete, ni originaron grandes sistemas metafísicos, especulativos o contemplativos. Todos, sin excepción, fueron ante todo, grandes educadores que transmitieron valores e intentaron brindar soluciones a problemas prácticos urgentes en cada momento histórico que les tocó vivir. Ellos quisieron una Cuba mejor y la concibieron, denunciando los males de la sociedad colonial y fomentando nuestra cubanía. Como bien destaca la investigadora Alicia Conde:

Ni siquiera puede afirmarse que el romanticismo del siglo xix, en Cuba, fue contemplativo. Más bien, declaratorio y de denuncia. Transmitió valores. La defensa de la condición humana y la cubanidad se expresaron en la poesía y en la prosa. Nuevamente ha de confirmarse el valor de la poesía. Luz diría que es “el primer testimonio de un pueblo”.

El siglo xix cubano, preñado de ideales, de sueños y de pensamientos, necesita de una apropiación consciente, profunda. Lo hizo la generación de Martí en su tiempo. También tuvo sus detractores. Lo mismo ocurrió en el siglo xx. Hubo ruptura y permanencia. Los sueños no subvierten, el pensamiento sí. Es necesario hoy contar con esa experiencia y pensar la Revolución para hacerla. Porque las revoluciones necesitan ser pensadas antes y durante su desenvolvimiento, su desarrollo.2

La autora

Verano de 2018

1Eduardo Torres Cuevas: “Presentación”,Obispo Espada. Papeles, p. V, Colección Biblioteca de Clásicos Cubanos, Imagen Contemporánea, La Habana, 1999.

2Alicia Conde:El pensamiento cubano más allá de los sueños y las esperanzas, p. 8, Editorial Félix Varela, 2008.

Introducción

El siglo xix, el nuestro, fue creador desde su pobreza. Desde los espejuelos modestos de Varela, hasta la levita de las oraciones solemnes de Martí, todos nuestros hombres esenciales fueron hombres pobres. Claro que hubo hombres ricos en el siglo xix, que participaron en el proceso ascensional de la nación. Pero comenzaron por quemar su riqueza, por morirse en el destierro, por dar en toda la extensión de sus campiñas un campanazo que volvía a la pobreza más esencial, a perderse en el bosque, a lo errante, a la lejanía, a comenzar de nuevo en una forma primigenia y desnuda.1

José Lezama Lima

El estudio de los orígenes y la etapa fundacional del pensamiento cubano en la actualidad se presenta, para los investigadores y amantes de la cultura cubana, como una necesidad impostergable, que se podría comparar con la importancia que tuvo para Kant el “imperativo categórico” en la época en que el filósofo alemán llevó a cabo su revolución copernicana.

Han transcurrido casi dos décadas desde que comenzara el siglo xxi marcado, desde sus inicios, por una vorágine de acontecimientos que se multiplican aceleradamente e inciden en el entorno. El desarrollo vertiginoso de la cibernética, el consumismo, la creciente pérdida de valores, el pragmatismo y su influencia en la sociedad, hacen que cada día la espiritualidad pierda terreno, mientras el individualismo y el mercantilismo se imponen a escala global.

Así, ante las circunstancias históricas que caracterizan los inicios del siglo xxi, época de peligro inminente incluso para la supervivencia de la especie humana, algunas de las interrogantes que se deben hacer, son las siguientes: ¿Qué papel debe desempeñar la filosofía en nuestro tiempo? ¿Cuáles son sus vínculos con la educación y la cultura y cómo puede contribuir el conocimiento de “nuestro” legado filosófico a rescatar los valores afianzados durante más de dos siglos, que han sustentado la cubanía de la Isla? Baste recordar que los grandes filósofos de Cuba fueron también grandes educadores y todos bebieron de las fuentes del pensamiento filosófico universal.

Solo la educación y la cultura, en su vínculo indisoluble con la filosofía, permitirán una preparación ideológica para luchar contra esos inmensos peligros que enfrenta la humanidad. Sobre este tema, si bien se ha escrito profusamente, aún queda mucho por decir.

A lo largo de la historia del pensamiento humano, filósofos y hombres ilustres en los más variados campos, han incursionado sobre tan importante temática. Ya en la antigüedad, los grandes filósofos, conscientes de la importancia de la educación y la cultura, reflexionaron sobre su significado social.

Resulta incuestionable la importancia que reviste el conocimiento de las fuentes originales del pensamiento griego antiguo, para justipreciar sus significativos aportes al pensamiento filosófico universal e, incluso, para constatar la vigencia de algunos de sus planteamientos.

En este campo muchos serían los ejemplos que se pudieran citar. Por solo mencionar algunos, se podrían relacionar las preocupaciones de Demócrito sobre la educación de la juventud, la importancia del método socrático en el ámbito de la pedagogía, el planteamiento de Platón acerca de la importancia que reviste la educación del ciudadano para el Estado y el ideario ético de Aristóteles.

Sócrates, “maestro de maestros”, dedicó su vida a educar a los jóvenes atenienses y otorgó el más alto valor al “bien” y a la “virtud” como valores éticos. Asimismo, advertía sobre la diferencia esencial entre educar al hombre para la vida e instruir o transmitir conocimientos.

La máxima socrática: “Conócete a ti mismo”, de inspiración délfica, expresaba la necesidad de practicar la introspección como vía de autoconocimiento y la mayéutica como método para llegar a la verdad. Así la denominó como el “arte de hacer parir ideas al alma humana”, expresión del método que aplicaba el maestro con el diálogo directo y oral con el discípulo. A su vez, la llamada “ironía socrática” invitaba al autorreconocimiento de la ignorancia, expresable mediante la frase “Solo sé que no sé nada”, estado preliminar, que aunque doloroso, resultaba necesario e imprescindible para que el discípulo, ya despojado del falso conocimiento o la aparente sabiduría que poseía, estuviera en disposición de buscar y alcanzar la verdad y la virtud o verdadera sabiduría.

Sobre este importante filósofo, el investigador alemán Werner Jaeger, reconocido especialista en la cultura griega y autor de la obra Paideia. Los ideales de la cultura griega, texto que ha devenido un clásico para los estudiosos de la antigüedad, ofrece su apreciación de la manera siguiente:

Sócrates es una de esas figuras imperecederas de la historia que se han convertido en símbolos […]. Sócrates se convierte en guía de toda la Ilustración y la filosofía modernas: el apóstol de la libertad moral, sustraído a todo dogma y a toda tradición, sin más gobierno que el de su propia persona y obediente sólo a los dictados de la voz interior de su conciencia; es el evangelista de la nueva religión terrenal y de un concepto de la bienaventuranza asequible en esta vida por obra de la fuerza interior del hombre y no basada en la gracia, sino en la tendencia incesante hacia el perfeccionamiento de nuestro propio ser […]. Sócrates es el fenómeno pedagógico más formidable en la historia del Occidente.2

El nuevo enfoque del filosofar y del papel del maestro de filosofía en Sócrates, entre otros factores, conducirán al pensamiento antiguo hacia los grandes sistemas idealistas de Platón y Aristóteles y a la creación de las grandes escuelas filosóficas fundadas por ellos, La Academia y El Liceo, respectivamente.

La condena a muerte de Sócrates por un tribunal democrático ateniense, fue un hecho que conmocionó a Platón y determinó de manera definitiva su orientación filosófica hacia la priorización del ideario educativo y ético-político en su sistema, por una parte y, por otra, hacia la elaboración de una vasta literatura filosófica compuesta fundamentalmente por diálogos, en los cuales intentó perpetuar la memoria del maestro y rendirle singular tributo, lo que explica que en su inmensa mayoría, Sócrates aparezca en estos como el principal interlocutor y expositor de su propia teoría y de la filosofía platónica, cuestión que en no pocas ocasiones ha traído dificultades a doxógrafos y estudiosos del pensamiento platónico, a la hora de establecer un ordenamiento o clasificación de sus obras. La orientación eminentemente ética del pensamiento socrático, tras su muerte, sería continuada y defendida por sus discípulos, y especialmente por Platón, el más destacado de todos.

En el sistema platónico, la política ocupó un lugar de primer orden y ella se encuentra en estrecho vínculo con sus concepciones éticas y educativas. Platón otorgó gran importancia al problema del Estado y construyó su ideal a partir del concepto de “justicia”. En su filosofía destacó la interrelación que existe entre el estado y los ciudadanos que lo conforman y llegó a manifestar que un estado es justo, solo cuando los ciudadanos que lo integran, practican la justicia en el alma, a nivel individual. En su conocido diálogo La República, expresó:

[…] lo último que se percibe, aunque ya difícilmente, en el mundo inteligible es la idea del bien, idea que, una vez percibida, da pie para afirmar que es la causa de todas las cosas. En el mundo visible ha producido la luz y el astro señor de ésta, y en el inteligible, la verdad y el puro conocimiento. Conviene, pues, que tenga los ojos fijos en ella quien quiera proceder sensatamente tanto en su vida pública como privada.3

Si bien su filosofía asumió la postura del idealismo objetivo al plantear la existencia de un mundo ideal suprasensible, en el que existen objetivamente las “ideas” como entes eternos e inmutables, que constituyen los arquetipos o modelos de todo cuanto existe en la realidad sensible, sus planteamientos sobre la importancia de la educación de los ciudadanos en el Estado y el significado de primer orden que le otorga al “bien” y a la “virtud” en sus concepciones éticas, entre otros aspectos, lo convierten en un clásico de obligada referencia.

También Aristóteles, quien ha sido calificado “la mente más universal entre los griegos” se pronunció sobre la temática que nos ocupa. Su sistema filosófico constituye la síntesis del saber acumulado durante varios siglos en la antigüedad. Fue un gran naturalista y su obra escrita es monumental, pues incursionó en los más variados campos del saber. Su filosofía aún causa asombro y promueve nuevas lecturas e interpretaciones.

Para algunos fue “el gran moralista”, pues vivió en los inicios del helenismo y elaboró una clasificación de las ciencias, en la cual otorgó a la ética, al igual que a la política, un lugar especial, entre las que denominó ciencias prácticas, por depender de la acción del hombre. Recordemos que para Aristóteles “el hombre es un animal político”, con una tendencia natural a vivir en colectividad.

En su conocida obra Ética a Nicómaco, dedicada a su hijo, expresó que “la verdadera felicidad consiste en hacer el bien, y que un hombre bueno es un hombre virtuoso”. También ha sido denominado el filósofo del término medio, por cuanto en sus concepciones éticas definió la virtud como el justo medio entre dos extremos. Así, Aristóteles definió la virtud como: “[…] una disposición voluntaria adquirida, que consiste en un término medio en relación con nosotros mismos, definida por la razón y de conformidad con la conducta de un hombre consciente. Y ocupa el término medio entre dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto”.4

La virtud para Aristóteles consiste en lo que él denomina la prudencia-sabiduría, que implica y abarca las demás virtudes. Ninguna de las virtudes éticas se encuentra en los hombres de modo natural. Antes bien, la virtud nace de un hábito o costumbre. Por eso expresó que la excelencia moral es el resultado del hábito. Es decir, nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía. De este modo, para el estagirita, la moral es una técnica, un arte, un quehacer práctico. Y, de hecho, constituye una parte integrante de la política, por cuanto es base y principio de esta. Por tal razón, la educación que recibe el hombre reviste un especial significado, en tanto repercute en su comportamiento moral.

Como ciencia de las acciones morales del individuo, la ética estará orientada a la “felicidad” como el “bien supremo” de la vida humana.

Como se puede apreciar en estos pocos ejemplos citados, el conocimiento de las fuentes originales del pensamiento griego antiguo a partir de una perspectiva crítico-valorativa, reviste gran importancia en la actualidad porque permite, por una parte, justipreciarlo al develar sus aportes significativos al pensamiento filosófico universal, así como sus limitaciones, y por otra, constatar la vigencia de algunos de sus planteamientos.

Como bien señalara Raúl Roa:

Grande en sus vuelos y en sus caídas, en sus glorias y en sus miserias, fue Grecia. Ningún otro pueblo del pasado se atrevió a ser lo que era con tal juvenil denuedo. Justificado está, por eso, que se acerque uno a Grecia con amoroso impulso. Y, justificado también que un profundo rencor nos recorra el cordaje de la sensibilidad al penetrar en su pensamiento, en su arte, en su agonía; pero lo que ya no puede admitirse, en puro rigor científico, es verla como no fue ni investirla de atributos que no tuvo, ni ofuscarse con el fulgir de sus irradiaciones, como un colegial embelesado con los ojos de su novia.5

Así expresaba este destacado intelectual cubano, en 1949, su crítica a la visión idílica sobre la cultura griega que había prevalecido en la historiografía especializada hasta la primera mitad del siglo xx, y hacía un llamado a colocar tan importante tema sobre bases objetivas y científicas.

De modo similar, reconocía con especial respeto, los aportes que en tal sentido había hecho Werner Jaeger con su Paideia. Los ideales de la cultura griega, texto que por su visión profunda y transdisciplinaria, así como por su amplio enfoque cultural y objetivo, resultaba en aquellos días, y aún en los actuales, un libro insuperado, a pesar de su larga vida.

Hoy, lo expresado por Roa sobre la importancia de Grecia para la cultura universal, con palabras que conservan a más de seis décadas total vigencia, cobra singular importancia:

Resulta hoy sobremanera fácil advertir la trayectoria solar del proceso histórico hacia una síntesis dialéctica de todos sus aportes. Jorge Guillermo Federico Hegel, en soberano arranque, lo intuyó hace un siglo. En ese sinfónico desfile de pueblos y culturas, Grecia constituye el primer centro universal del espíritu europeo, convirtiéndose en punto de partida de toda evolución espiritual ulterior. La importancia y el interés que tiene para nosotros la antigüedad griega radica, justamente, en esta vinculación suya al devenir de la cultura occidental, a la que lega un profuso semillero de conquistas y un horizonte en perpetuo renuevo.6

Como escribiera José Martí, según Roa, nada sospechoso de grecofilia: “Muerta es la vieja Grecia y todavía colora nuestros sueños juveniles, calienta nuestra literatura, y nos cría a sus pechos, madre inmensa, la hermosa Grecia artística. Con la miel de aquella vida nos ungimos los labios aún todos los hombres”.7 Esto es muy cierto. Aunque la vieja Grecia quedó atrás, el estudio sobre su historia y sus manifestaciones espirituales y materiales suscita un interés permanente a nivel mundial. Y nada mejor, para saciar la sed de conocimientos sobre la antigüedad griega, que la lectura de un buen libro como es la Paideia.8 En sus páginas se encuentran si no todas, casi todas las respuestas que muchos anhelan tener sobre Grecia desde una perspectiva historicista y cultural. He aquí el acierto de Werner Jaeger en su afamado libro que se ha convertido, desde su primera edición en la década del treinta del siglo xx, en un clásico de obligada referencia para todo investigador de la historia de las ideas, de la filosofía, de la educación, de las doctrinas sociales y de la cultura en la Grecia antigua.

A partir del siglo i, desde los orígenes del cristianismo y durante un largo período de catorce centurias, la Iglesia cristiana de occidente fue apropiándose de la enseñanza y la cultura, en la misma medida en que se institucionalizaba, hasta que en el marco de la escolástica (siglos ix al xiv) logró monopolizarlas de manera total, poniéndolas exclusivamente al servicio de la teología.

Ya en el Renacimiento, durante los siglos xv y xvi, el tema de la educación y la cultura continuó siendo objeto de atención priorizada. Así lo demuestran las obras de los grandes humanistas de aquella época, como Erasmo de Rotterdam, Michel de Montaigne y Juan Luis Vives.

El surgimiento de la cultura burguesa, definida como humanista, fue la expresión del espíritu capitalista naciente y como tal proyectaba sus inquietudes hacia las más diversas manifestaciones de las formas de la conciencia social. Las nuevas concepciones educativas, culturales, éticas, filosóficas, políticas, religiosas, científicas, sociales, artísticas, etc., respondían al reconocimiento de las infinitas posibilidades que tenía el hombre de conocer la realidad.

Cabe destacar en esta época, el importante papel desempeñado por las ciencias particulares a partir del siglo xv, las cuales, en su sentido moderno, surgen en esta importante etapa. Debido a su estrecho vínculo con la producción, la ciencia en el Renacimiento se concentró en dar respuesta a las necesidades prácticas de la producción capitalista, lo que generó la apertura de una época plagada de invenciones técnicas y descubrimientos científicos, como la imprenta, la pólvora, la brújula, y muchos otros que coadyuvaron a la primera revolución científica global en la historia de la humanidad.

La naturaleza se comenzó a comprender desde nuevas perspectivas, ya no como un producto imperfecto de la “creación divina”, sino como conjunto de fenómenos, cuyo funcionamiento se explica a partir de leyes propias y universales que la rigen; es decir, como colección de seres y objetos cuantitativamente mensurables que mantienen una unidad y se comportan como totalidad orgánica.

Además, la labor filológica de rescate, amplio y profundo, del legado espiritual de la antigüedad, y su utilización como instrumento teórico-filosófico en la lucha contra la vieja cultura teológico-feudal del Medioevo, contribuyó definitivamente al desarrollo acelerado de la nueva cultura burguesa.

A partir del siglo xvii, la modernidad continuó resaltando la importancia de la educación y la cultura para el desarrollo de la sociedad.

El racionalismo moderno que, como corriente filosófica, nace en Francia con Renato Descartes y su “Discurso sobre el método”, editado en 1637, se difunde por Europa, a veces en franca oposición al empirismo, y sostiene que el punto de partida del conocimiento no son los datos de los sentidos, sino las ideas propias del espíritu humano o la razón. Surge como reacción a la orientación filosófica medieval puesta en crisis por las nuevas ideas del Renacimiento, que entre otras cosas, renueva el escepticismo de los antiguos, el espíritu de la Reforma protestante que mina el principio de autoridad doctrinal, y es heredera de los éxitos del método científico impulsado por la revolución renacentista. La confianza en la razón y el reconocimiento de sus posibilidades ilimitadas, constituyó el sello distintivo de esta corriente y generó nuevas posiciones en el campo de la educación.

Por su parte, el siglo xviii, denominado siglo del iluminismo está signado por la Ilustración, como movimiento ideológico y cultural de carácter heterogéneo que abarcó a los principales países de Europa occidental. No obstante, tuvo una mayor resonancia en Francia por constituirse en el marco de la preparación ideológica de la Revolución francesa, alcanzando en ese país matices particularmente radicales.

Los ilustrados, en general, partían de un presupuesto teórico esencial. Para ellos, la raíz de todos los males que padece el hombre y la sociedad hay que buscarla en la ignorancia o en la falta de conocimiento de los hombres sobre la naturaleza, las ciencias y la sociedad. Por tal motivo se propusieron, como tarea de primer orden, renovar los viejos métodos educativos y lograr avances notables en la cultura.

Así, señalaron como tarea primordial de la filosofía, “iluminar” las conciencias de los hombres. Esto sugería la necesidad de divulgar los avances de las ciencias, las artes y los oficios, a través de la Enciclopedia, obra monumental escrita por los ilustrados. Fue este un período en el que proliferaron los publicistas, panfletistas y escritores, que estuvo marcado, además, por una aguda crítica a la escolástica y a su método silogístico y verbalista de discusión, que había prevalecido durante siglos en la filosofía. Entre los ilustrados más representativos se destacan, entre otros: Diderot, Montesquieu, Voltaire, Condillac y Rousseau. Todos ellos abogaron por un nuevo concepto de “educación”, pero particularmente este último, se ocupó de manera específica, de esta temática. Rousseau en su obra Emilio o La Educación, editada en 1762, expresaba:

Nacemos débiles y necesitamos fuerzas; desprovistos nacemos de todo y necesitamos asistencia; nacemos sin luces y necesitamos de inteligencia. Todo cuanto nos falta al nacer, y cuanto necesitamos siendo adultos, se nos da por la educación.

Quien se quiera formar una idea de la educación pública, lea La República de Platón, que no es una obra de política, como piensan los que solo por los títulos juzgan de los libros, sino el más excelente tratado de educación que se haya escrito.9

En la contemporaneidad, durante los siglos xix y xx fueron muchos los problemas de la educación no resueltos a escala global. En octubre de 1999, coincidiendo con los albores del siglo xxi, el entonces director general de la UNESCO, expresaba en el Prefacio al libro de Edgar Morin, Los 7 saberes necesarios para la educación del futuro:10

Cuando miramos hacia el futuro, vemos numerosas incertidumbres sobre lo que será el mundo de nuestros hijos, nietos y de los hijos de nuestros nietos. Pero al menos, de algo se puede tener certeza: si se quiere que la Tierra satisfaga las necesidades de los seres humanos que la habitan, entonces la sociedad humana deberá transformarse. Así, el mundo de mañana deberá ser fundamentalmente diferente del que conocemos hoy, en el crepúsculo del siglo xx y del milenio. Por consiguiente, es imprescindible trabajar para construir un “futuro viable”. En esta evolución hacia los cambios fundamentales de estilos de vida y comportamientos, la educación —en su sentido más amplio— desempeña un papel preponderante. La educación es “la fuerza del futuro”, porque ella constituye uno de los instrumentos más poderosos para realizar el cambio. Uno de los desafíos más difíciles será el de modificar nuestro pensamiento de manera que enfrente la complejidad creciente, la rapidez de los cambios y lo imprevisible que caracteriza nuestro mundo.11

En el citado texto de Edgar Morin, se analizan los siete saberes fundamentales, que, a juicio de este autor, la educación del futuro debería tratar en cualquier sociedad y en cualquier cultura sin excepción alguna, ni rechazo según los usos y las reglas propias de cada sociedad y de cada cultura.

En Cuba, específicamente, desde los orígenes de “nuestra” cultura, la educación ha constituido objeto de preocupación de las mentes más preclaras.

Así surgió, en las postrimerías del siglo xviii la propuesta de aplicar el método electivo en el filosofar, elaborada por el padre José Agustín Caballero y Rodríguez de la Barrera (1762-1835), método que comenzó a aplicar en su cátedra al impartir sus lecciones de Filosofía Electiva, a sus alumnos del seminario de San Carlos y San Ambrosio, a partir de 1797. Como apoyo para ese curso, elaboró un texto en latín que tituló Philosophia Electiva. Esa obra, compuesta con fines docentes —que permaneció inédita desde 1797 hasta 1944—, es una joya de la literatura cubana porque fue la primera obra filosófica, escrita por un cubano, que asestó los primeros golpes al método escolástico, sus páginas son testigo de la trascendental reforma filosófica que acometió Caballero, por entonces profesor de Filosofía en el Colegio-Seminario de San Carlos y San Ambrosio. Sobre el significado de la enseñanza de Caballero en esa institución, Martí escribiría, al rememorar la figura de Antonio Bachiller y Morales:

Estudió (Bachiller) en el colegio de San Carlos, no cuando aún daba con la puerta en la frente a los que no venían de cristianos viejos “limpios de toda mala raza”, o trajeran sangre de negro, aunque muy escondida, o fuesen hijos de penitenciado de la inquisición, u hombre de empleo vil, hereje converso o artesano, sino cuando el sublime Caballero, padre de los pobres y de nuestra filosofía, había declarado, más por consejo de su mente que por el ejemplo de los enciclopedistas, campo propio y cimiento de la ciencia del mundo el estudio de las leyes naturales; cuando salidos de sus manos, fuertes para fundar, descubría Varela, tundía Saco y la Luz arrebataba.12

Sus eminentes discípulos directos, Félix Varela, José Antonio Saco y José de la Luz, se encargarían durante el siglo xix de continuar y enriquecer de modo consecuente la línea del electivismo trazada por su maestro de Filosofía, y contribuirían de manera definitiva a profundizar la reforma educativa que Caballero había iniciado.

Martí fue también su discípulo, pero indirecto, a través de José de la Luz, quien había sido maestro de Mendive, de modo que Martí sería heredero indiscutible de los elementos aportados por esa rica tradición filosófica y ética que va desde Caballero hasta de la Luz, los cuales aparecen de manera enriquecida en la filosofía martiana, y especialmente en su ética, que constituye la expresión concentrada de su cosmovisión integral. Heredero, además, de la tradición filosófica universal y de los aportes de sus figuras paradigmáticas, entre las cuales destaca en sus apuntes filosóficos a Heráclito, Empédocles, Sócrates, Platón, Aristóteles, Bacon, Descartes, Leibniz, Condillac, Kant, Hegel y muchos otros, Martí supo beber en la obra de los clásicos de la filosofía y asimilar con criterio propio y espíritu electivista sus más destacados aportes, a la vez que supo señalar sus limitaciones fundamentales.

En la segunda mitad del siglo xix, cuando en Cuba y en América Latina la filosofía positivista, con su crítica a la metafísica, resultaba lo suficientemente atractiva y novedosa como para imperar casi por completo en nuestro continente, Martí asume y reivindica el electivismo cubano, enarbolándolo frente a la filosofía de Comte y Spencer, y advirtiendo sobre los peligros que el positivismo entrañaba como postura filosófica preponderante en América.