A sangre y fuego - Manuel Chaves Nogales - E-Book

A sangre y fuego E-Book

Manuel Chaves Nogales

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Beschreibung

A sangre y fuego es una colección de relatos impactantes y profundamente humanos que retratan los horrores y las complejidades de la Guerra Civil Española. A través de historias ficticias basadas en hechos reales, Manuel Chaves Nogales se adentra en el sufrimiento de un país desgarrado por el conflicto, presentando personajes que encarnan tanto las esperanzas como las miserias de aquellos tiempos. Con un estilo narrativo conmovedor y sincero, estas páginas ofrecen una visión crítica y equilibrada, sin idealizar ningún bando, convirtiéndose en un testimonio literario único sobre la tragedia de la guerra.

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Seitenzahl: 364

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Manuel Chaves Nogales

A sangre y fuego

Héroes, bestias y mártires de España

Primera edición en esta colección: junio de 2025

© Herederos de Manuel Chaves Nogales

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2025

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 979-13-87568-87-0

Diseño de cubierta: Antonio F. López

Fotocomposición: Grafime S. L.

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

Prólogo del autor

¡Massacre, massacre!

La gesta de los caballistas

Y a lo lejos, una lucecita

La Columna de Hierro

El tesoro de Briesca

Los guerreros marroquíes

¡Viva la muerte!

Bigornia

Consejo obrero

Hospital de sangre

El refugio

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Colofón

Prólogo del autor

Yo era eso que los sociólogos llaman un «pequeño burgués liberal», ciudadano de una república democrática y parlamentaria. Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera inmediata de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas—, ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.

Si, como me ocurría a veces, el capitalismo no prestaba de buen grado sus grandes rotativas y sus toneladas de papel para que yo dijese lo que quería decir, me resignaba a decirlo en el café, en la mesa de la redacción o en la humilde tribuna de un ateneo provinciano, sin el temor de que nadie viniese a ponerme la mano en la boca y sin miedo a policías que me encarcelasen, ni a encamisados que me hiciesen purgar atrozmente mis errores. Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario.

En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo.

Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.

De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la Guerra Civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.

Cuando estalló la Guerra Civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «camarada director», y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.

Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo.

Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio. No me acusa la conciencia de ninguna apostasía. Cuando no estuve conforme con ellos, me dejaron ir en paz.

Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.

Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea este un lujo excesivo.

Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la patria. Pero, la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.

Cuando el Gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el Gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.

El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes —según la imagen clásica— va a mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A esos, a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar en que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.

El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo.

No habrá más que una diferencia, un matiz. El de que el nuevo Estado español cuente con la confianza de un grupo de potencias europeas y sea sencillamente tolerado por otro, o viceversa. No habrá más. Ni colonia fascista ni avanzada del comunismo. Ni tiranía aristocrática ni dictadura del proletariado. En lo interior, un Gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra. Rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano. En lo exterior, un Estado fuerte, colocado bajo la protección de unas naciones y la vigilancia de otras. Que sean estas o aquellas, esta mínima cosa que se decidirá al fin en torno a una mesa y que dependerá en gran parte de la inteligencia de los negociadores, habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía haber sido más barato.

Cuando llegué a esta conclusión abandoné mi puesto en la lucha.

Hombre de un solo oficio, anduve errante por la España gubernamental confundido con aquellas masas de pobres gentes arrancadas de su hogar y su labor por el ventarrón de la guerra. Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.

Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de la vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos…, gente toda con un aire triste y un carácter agrio que se afana por conseguir lo inasequible: una patria de elección, una nueva ciudadanía. No quiero sumarme a esta legión triste de los «desarraigados» y, aunque sienta como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.

Para librarme de esta congoja de la expatriación y ganar mi vida, me he puesto otra vez a escribir y poco a poco he ido tomando el gusto de nuevo a mi viejo oficio de narrador. España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.

Y luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y la revolución que presuntuosamente hubiese querido colocar sub specie œternitatis. No creo haberlo conseguido.

Y quizá sea mejor así.

Montrouge (Seine), enero-mayo de 1937

¡Massacre, massacre!

Al sol de la mañana la bomba de aviación que cae es una pompita de jabón que en un instante raya el cielo azul de arriba abajo. Vibra al sentirse herido el gran diapasón del espacio y, luego, si se está cerca, se sufre en las entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro y le quisieren volcar fuera. El estómago, que se sube a la boca, y el tímpano, demasiado sensible para tan gran ruido, son los que más agudamente protestan. Esto es todo. Mientras, el pajarito niquelado, que ha puesto en medio del cielo su huevecillo brillante y fugaz como una centella, remonta el vuelo y pronto no es más que un punto perdido en la distancia.

Después, comienza el espectáculo de la tragedia. ¿Dónde ha caído la bomba? Nadie lo sabe, pero todos suponen que ha sido muy cerca, allí mismo, dos casas más allá a lo sumo. Resulta que siempre es un poco más lejos de lo que se suponía. La gente acude presurosa al lugar de la explosión. Los milicianos han cortado la calle con sus fusiles, y los curiosos han de contentarse con ver desde lejos los vidrios hechos añicos de balcones y ventanas y los cierres metálicos de las tiendas arrancados de cuajo. Se espera el paso de las ambulancias sanitarias venteando con malsana fruición el olor de la sangre. En el casco de la ciudad, las bombas de los aviones hacen carne siempre. Cuando en una camilla llevan a una pobre muy despanzurrada o a un niño que ya no es más que un revoltijo de trapos y sangre, la muchedumbre de curiosos se siente estremecida por el horror. Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un varón adulto, el hecho, por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también economías. En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza que en la paz.

Ocurre también que para este pueblo de jugadores de lotería que es Madrid, el albur del avión en el cielo dejando caer sobre una pacífica familia su carga de metralla tan a ciegas como el bombo de la lotería nacional dispara la bolita de los quince millones de pesetas sobre un grupo de gente humilde y oscura, es un azar al que todos se someten sin gran repugnancia. Los bombardeos aéreos son una lotería más para los madrileños. Una lotería en la que resultan premiados los miles y miles de jugadores a quienes no ha tocado la metralla. El júbilo general de los que en este horrendo sorteo no han sido designados por el destino se advierte en las caras alegres de la gente que anda por las calles a raíz de cada bombardeo.

¡No nos ha tocado!, parece que dicen con alborozo. Y se ponen a vivir ansiosamente sabiendo que al otro día habrá un nuevo sorteo en el que tendrán que tomar parte de modo inexorable. Pero ¡es tan remota la posibilidad de que le toque a uno la lotería!

Esta de las bombas toca, sin embargo, con impresionante prodigalidad, y los madrileños que juegan despreocupadamente al azar del bombardeo han tenido que ir aprendiendo a protegerse. Los sótanos, en los que a veces hay que permanecer durante toda la madrugada, se han ido haciendo habitables y ya hay en ellos colchones, mantas, cabos de vela y estufas; en todas las casas los inquilinos montan por turno una guardia nocturna que avisa a los que duermen cuando las sirenas de la policía esparcen la alarma por calles y plazas; los comerciantes han cruzado con tiras de papel las lunas de sus escaparates; desde que una bomba cayó en un garaje y destruyó cincuenta automóviles se ha adoptado la precaución de que los autos pasen la noche al relente arrimados a las aceras por acá y por allá como perros vagabundos, y en vista de que los aviones fascistas consiguieron un día meter el cascote y los vidrios arrancados por la explosión de una bomba de ciento cincuenta kilos en el plato de sopa que se estaba comiendo el presidente del Consejo, en los sótanos de los ministerios se han preparado confortables refugios; en el vetusto edificio de Gobernación hay entre los pasadizos de los cimientos, poblados de ratas y telarañas, un impresionante sótano de ministro con un sillón de terciopelo y purpurina y unas alfombras en desuso que cuelgan de los rezumantes muros a guisa de tapices.

Madrid sobrelleva con alegre resignación los bombardeos. Un día, un pobre profesor que estaba en la terraza de una cervecería se ha muerto de miedo al oír una explosión cercana; a las casas de socorro, cada vez que suena la señal de alarma, llevan docenas de mujeres accidentadas para que les suministren antiespasmódicos; hay gente que se mete en las bocas del metro arrollando a los niños y a los viejos con una precipitación indecorosa, y durante la madrugada, para las madres, es un tormento insufrible el tener que arrancar a sus hijitos de la cuna en que duermen y llevarlos, aprisa y corriendo, medio desnudos, a los sótanos, donde las criaturitas se pasan las horas llorando porque tienen frío y están asustadas. Todo este dolor y esta incomodidad y la espantosa carnicería de las explosiones, y aun la certeza de que cada vez será mayor el estrago y más horrible el sufrimiento, no han conseguido abatir el ánimo y la jovial resignación de la gran ciudad más insensata y heroica del mundo: Madrid.

* * *

Hay quienes no lo sobrellevan con tan buen ánimo. Y no son precisamente los más débiles ni los más indefensos. Este grupo de milicianos que con el impresionante remoquete de la Escuadrilla de la Venganza colabora por propia y espontánea determinación en lo que con gran prosopopeya llaman «el nuevo orden revolucionario», ejerciendo funciones de vigilancia, investigación y seguridad que ningún poder responsable les ha conferido, es, evidentemente, uno de los núcleos que con más saña y ferocidad reaccionan contra los bombardeos aéreos. Hundidos en los butacones del círculo aristocrático de que se han incautado, los milicianos de la Escuadrilla de la Venganza se muerden los puños de rabia e imaginan horrendas represalias mientras las sirenas alarman a la ciudad dormida y suenan lejanos los estampidos de las explosiones.

—Hay que hacer un escarmiento terrible con esa canalla; por muy bestias que sean llegarán a comprender que cada bomba que tiran sobre Madrid les hace a ellos más bajas que a nosotros. Es el único procedimiento eficaz —afirmó convencido un miliciano que se paseaba a lo largo de la estancia balanceando una enorme pistola ametralladora que, enfundada en una caja de madera, le colgaba desde la pretina a la rodilla.

—Lo más eficaz sería que llegasen de una vez esos malditos aviones rusos y espantasen a los Caproni de Franco. ¿Cuántos aviones tenemos para la defensa de Madrid? —preguntó otro.

—Creo que nos quedan cinco en total —le contestó Valero, un muchacho comunista con aire de universitario que, también con su pistola al cinto, presidía la tertulia de los milicianos.

Típico intelectual revolucionario de los que se forjaron en la escuela de rebeldías que durante la dictadura fueron las universidades españolas, Valero no pertenecía a la Escuadrilla de la Venganza. Sus relaciones con ella eran estrechas y constantes, pero no estaban bien definidas.

—Y esos cinco aviones que nos quedan —añadió— no pueden salir al encuentro de los trimotores italianos y alemanes. Se los comen. Nuestros sargentos de aviación han caído como mosquitos, y los pilotos extranjeros han dicho ya que si no llegan aparatos más modernos y potentes no salen a volar. Remontarse es un suicidio. Hoy he visto en Gobernación al intérprete de los aviadores ingleses que iba a despedirse…

—¿El intérprete? ¿Por qué?

—Porque se ha quedado sin ingleses. Uno tras otro han muerto todos en combate. Formaban una escuadrilla de voluntarios que se ha batido heroicamente. Hasta que ayer cayó el último. ¡Unos tíos jabatos los ingleses!

—Es inútil —arguyó el miliciano del pistolón—; con los aviones de Italia y Alemania no podremos nunca. No hay más táctica que la mía, el terror. Por cada víctima de los aviones, cinco fusilamientos, diez si es preciso. En Madrid hay fascistas de sobra para que podamos cobrar en carne.

El corro de milicianos asentía con su silencio. Aquellos diez o doce hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía frecuentemente tales aberraciones. La vida humana había perdido en absoluto su valor. Aquellos hombres que el 18 de julio abandonaron su existencia normal de ciudadanos para lanzarse desesperadamente al asalto del cuartel de la Montaña, donde se inició la rebelión militar, y que luego habían estado batiéndose a pecho descubierto en la sierra contra el ejército de Mola, cuando regresaban del frente traían a la ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del hombre que, padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar, y si la ocasión de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovechará. Es el miedo el que da la medida de la crueldad. De entre estos milicianos que no tenían alma bastante para afrontar indefinidamente el peligro de la guerra en la primera línea, de entre los que volvían del frente íntimamente aterrorizados, se reclutaban los hombres de aquellas siniestras escuadrillas de retaguardia que querían imponer al Gobierno, a los partidos políticos y a las centrales sindicales un régimen de terror, el pánico terror que íntimamente padecían y anhelaban proyectar al mundo exterior. Huyendo del frente se refugiaban en los servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que, recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa. El jefe de la Escuadrilla de la Venganza, Enrique Arabel, era un tipo característico de hombre de presa, un tránsfuga relajado de la disciplina comunista, que al frente de aquel puñado de hombres sin escrúpulos había logrado rodearse de un siniestro prestigio. Erigido en poder irresponsable y absoluto, Arabel desdeñaba la autoridad del Gobierno, desafiaba a los ministros y hacía frente a los aterrorizados comités de los partidos republicanos. A su lado, el universitario Valero, militante de las Juventudes Unificadas, ejercía, con la cautela y la doblez típicas del comunismo, la difícil misión de controlar políticamente aquella fuerza incontrolable de hombres sin freno en sus pasiones e instintos, que, en nombre del pueblo y valiéndose del argumento decisivo de sus pistolas, sembraban a capricho el terror. Arabel, jefe indiscutible de la escuadrilla, hubiese querido deshacerse del intruso Valero, pero sabía que este tenía detrás al Partido Comunista y comprendía que el poder y el prestigio revolucionario de que él y sus hombres gozaban desaparecerían el día que entrase en colisión con los comunistas, que, sin hacerse solidarios de su actuación terrorista, se limitaban a vigilarla de cerca y a servirse de ella políticamente.

Media hora hacía que había cesado el bombardeo de los aviones fascistas. Todavía sonaba de vez en cuando el superfluo y pueril disparo de algún miliciano alucinado que creía descubrir en el cielo oscuro la sombra casi imperceptible de un avión enemigo volando a dos o tres mil metros de altura; sin vacilar se echaba el arma a la cara y fusilaba a la noche. Ponían tal fe en este insensato ademán que frecuentemente después de hacer el disparo se revolvían furiosos por haber marrado un golpe que consideraban seguro:

«¡Qué lástima! ¡Por qué poco se me ha escapado!», decía lamentándose el cándido miliciano. Cazar aviones a tiros de pistola se le antojaba la cosa más natural del mundo.

Arabel y sus hombres rumiaban mientras tanto la venganza que por su mano estaban dispuestos a tomarse aquella misma noche; había que hacer entre los fascistas un escarmiento terrible. Valero, más frío y sereno, al parecer, escuchaba en silencio los planes criminales de la escuadrilla como si se tratase de fantasías irrealizables. Sabía por experiencia, sin embargo, que aquellos hombres eran harto capaces de llevar a cabo sus amenazas.

Uno de los milicianos que estaba de guardia en el portal vino a prevenir al jefe:

—Se ha presentado una mujer que quiere hacer una denuncia contra unos fascistas.

—Será un cuento —dijo Valero.

—Dice que puede probar la actividad contrarrevolucionaria de un comandante del ejército que celebra reuniones misteriosas con otros jefes y oficiales.

—Que pase; vamos a interrogarla.

Entró una mujer joven, guapa y vestida con un lujoso mal gusto. Era gordita y tenía un aire afectadamente ingenuo. Aunque se presentaba un poco desaliñada y se advertía que se había echado a la calle poniéndose lo primero que tuvo a mano, se adivinaba que era una mujer acicalada y presumida.

—Vengo —dijo de sopetón— a denunciar por fascista al comandante de artillería don Eusebio Gutiérrez.

—¿Cómo sabe usted que es fascista? ¿Tiene pruebas?

—Todas las que quieran. Sin ir más lejos, hace media hora, mientras volaban sobre Madrid los aviones facciosos, estaba en mi propia casa con dos amigos suyos, también fascistas, y apenas sintió la señal de alarma dijo rebosante de alegría: «¡Ya están ahí los nuestros! ¡Saludémosles!». Y los tres permanecieron firmes con el brazo extendido durante un rato.

—¿De qué conoce usted a ese individuo? —interrogó Valero.

—Era un antiguo amigo mío —contestó la gordita ruborizándose—; yo soy huérfana y me ha protegido durante algún tiempo titulándose mi padrino, pero desde hace unos meses ese miserable no ha hecho más que infamias conmigo. Es un fascista peligrosísimo, sí, señor. Desde el balcón de mi casa, a la que iba todas las tardes de visita, estuvo disparando su pistola contra el pueblo el día que se tomó el cuartel de la Montaña.

—¿Por qué no le denunció entonces?

—Porque le tenía miedo.

—¿No se lo tiene ahora?

—Ahora estoy desesperada y dispuesta a afrontarlo todo. Es un viejo ruin que se porta como un canalla conmigo.

—¿Han tenido ustedes algún altercado esta tarde?

—… ¡Sí!

—¿Y dice usted que es comandante de artillería en activo?

—Sí, sí; en activo. Esta misma mañana fue a cobrar su paga. Me he enterado por… casualidad.

—Cobró… y no le ha dado a usted dinero, ¿no es eso? ¿No ha sido ese el motivo del altercado? —preguntó Valero levantándose y volviendo la espalda a la gordita sin esperar respuesta.

Se puso ella hecha una furia. Protestó de su decencia y de su lealtad a la República. Ella había ido allí a denunciar a un enemigo del régimen y no a que la insultasen sin motivo. Su amigo era un fascista de cuidado. Celebraba reuniones misteriosas con otros militares en una casa de la calle de Hortaleza en la que se quedaba a dormir muchas noches.

—Ahora mismo debe de estar allí —agregó.

—¿No será que tiene en esa casa otra amiguita? La joven hizo un mohín de desprecio y altanería. Arabel tomó nota del nombre y de la casa.

—Habrá que ir a ver quiénes son esos pajarracos —Valero advirtió—: La denuncia puede ser falsa; chismes de alcoba, seguramente. No sería superfluo que esta jovencita quedase detenida hasta que se averigüe lo que haya de cierto.

Arabel miró a la gordita de arriba abajo y le pareció excelente la idea de retenerla.

—Sí; lo mejor será que pase aquí la noche.

Ella protestó, pero no demasiado. Y dos milicianos buenos mozos la llevaron al bar del círculo, donde la obsequiaron con un cóctel explosivo y luego otro y otro.

* * *

Cazaron al viejo comandante en una pensión equívoca de la calle de Hortaleza. Estaba muy arrebujado entre las sábanas, la cara amarilla, lacios los bigotes, cuando el portero y la dueña de la pensión, traicionándole, condujeron a los milicianos de Arabel hasta el borde de la cama en que dormía. Dio unas explicaciones inverosímiles de su presencia en aquel lugar. Se veía claramente que era el miedo a las escuadrillas de retaguardia lo que le hacía huir durante la noche de su domicilio para poder dormir con cierto sosiego en lugares donde se imaginaba que no habían de buscarle.

Así, con esta angustia, vivían en Madrid miles de seres. Todo militar, por el hecho de serlo, era un presunto enemigo del pueblo. El general Mola había dicho por radio que sobre Madrid avanzaban cuatro columnas de fuerzas nacionalistas, pero que además contaba con una «quinta columna» en Madrid mismo que sería la que más eficazmente contribuiría a la conquista de la capital. Pocas veces una simple frase ha costado más vidas. Cada vez que a los milicianos se les presentaba un caso de duda, cuando no había pruebas concretas contra un sospechoso o cuando el inculpado creía haber desbaratado los cargos que se le hacían, el recuerdo de la amenaza de Mola fallaba en su daño y «por si era de la quinta columna» se votaba invariablemente por la prisión o el fusilamiento. Ha sido la frase más cara que se ha dicho en España.

«Por si era de la quinta columna» se llevaron los milicianos al comandante de artillería. Mientras se levantaba y vestía anduvo balbuceando unas torpes protestas de adhesión al régimen y de lealtad al pueblo. Su triste figura de Quijote en paños menores, humillado y temeroso, no apiadó a los milicianos, que, marcándole el camino con sus pistolas, le hicieron salir, le metieron en un auto y le llevaron hacia las afueras. En el trayecto el viejo comandante consiguió recobrar la serenidad y el decoro ante la evidencia de lo inevitable. Cuando al llegar al kilómetro nueve de la carretera de La Coruña le hicieron apearse del auto y le empujaron hacia un paredón blanco de luna que había al borde de la carretera, se le vio erguirse y marchar con paso firme y rígido hasta el lugar que él mismo consideró más adecuado.

—Allí —dijo secamente a los milicianos.

No consintió que ninguno se le acercase. A uno que fue tras él con el propósito de abreviar dándole un tiro en la nuca le contuvo con un ademán diciéndole:

—Espera.

Se puso de espaldas al paredón y ordenó:

—¡Apunten!

Los milicianos, un poco desconcertados, se alinearon torpemente y obedeciendo a la voz de mando le encañonaron con sus armas dispares. El viejo alzó el brazo derecho y gritó:

—¡Arriba España!

Sintió que las balas torpes de los milicianos le pasaban rozando la cabeza sin herirle. Pero le habían acribillado las piernas. Dobló las rodillas y cayó a tierra. Aún tuvo coraje para erguir el busto indemne y gritar golpeándose furiosamente el pecho:

—¡Aquí! ¡Aquí! ¡En el corazón! ¡Canallas!

Tirado en el campo le dejaron. Largo, flaco y con las ropas en desorden, era un grotesco espantapájaros abatido por el viento.

—Ha muerto bien el viejo —notó un miliciano cuando ya regresaban en el auto.

—¿Te has convencido de que era fascista? Al final, cuando lo vio todo perdido, se quitó la careta —apuntó otro.

—No; si no falla uno.

—Habrá que hacer una redada con todos y fusilarlos en masa —concluyó Arabel.

Al volver al círculo se encontraron a la gordita, que seguía encaramada en un taburete del bar en compañía de sus dos buenos mozos: el alcohol y el sofoco de sentirse acosada por los milicianos le habían pintado de un carmín excesivo las mejillas redondas y lustrosas como las de una muñeca barata. Borrachita y gachona se fue hacia Arabel cuando le vio entrar.

—¿Qué? ¿Habéis dado con ese viejo miserable? —preguntó sonriendo —. Yo no quiero que le pase nada malo, eh, pero sí que lo asusten. Es muy soberbio y cree que en el mundo no hay más hombre que él. ¡Me gustaría más que le hubieseis dado una bofetada delante de mí! Si consiguieseis que me pidiera perdón, debíais soltarle luego. Porque en el fondo, aunque sea fascista, no es malo. Ni yo quisiera que le ocurriese por mi culpa alguna desgracia.

Valero, que contemplaba silencioso la escena, sintió el deseo de golpear con la culata de su pistola aquella cabeza linda de poupée de serie, seguro de que sonaría a hueco y de que por dentro, al romperla, no habría nada: el envés grosero de una mascarilla de escayola pulida y pintada.

* * *

La captura del viejo comandante había hecho meditar a Arabel.

—Madrid —pensaba— está plagado de tipos así; hay muchos centenares de militares retirados que, haciendo protestas de adhesión a la República, están espiritualmente al lado de los rebeldes y llegado el momento crítico se echarían a la calle para batirse contra el pueblo. Son la famosa «quinta columna». Cazarlos uno a uno ahora que andan recelosos y huidos de sus casas es una tarea lenta y difícil. ¿Si se les pudiera preparar una encerrona? El Gobierno podía hacerlo fácilmente si quisiera, pero, como todos los Gobiernos, tendrá miedo a las medidas radicales y no se atreverá. Bastaba con convocarlos a todos por medio del Diario Oficial de Guerra o de la Gaceta.

—No irían —replicó Valero.

—Pues a cobrar sus pagas y retiros bien que acuden. ¿Y si se les convocase con el pretexto de pagarles?

—El Gobierno no hará eso nunca.

—Pero podemos hacerlo nosotros. Si no disponemos del Diario Oficial, podemos hacerles caer en la trampa con una simple convocatoria publicada en los periódicos.

—¿Y con qué pretexto se les cita?

—Con el de darles dinero, desde luego. En una nota que enviaremos a la prensa con una firma y un sello cualesquiera se anuncia que todos los militares retirados que quieran cobrar sus haberes deberán pasar a una hora precisa por un determinado centro oficial que no les inspire sospechas, el Ministerio de Hacienda, por ejemplo, y se advierte que el que no acuda puntualmente será declarado faccioso y no podrá cobrar. Ya verán ustedes cómo acuden al reclamo y los cazamos a docenas.

La idea fue puesta en práctica aquella misma noche, y a la mañana siguiente los periódicos publicaban la falsa convocatoria. Los milicianos de Arabel, apostados en el patio del Ministerio de Hacienda, fueron aprehendiendo a los retirados de Guerra que se presentaban. La afluencia fue tal, que los milicianos no daban abasto a prenderlos y a meterlos en las camionetas en que los conducían a las prisiones. Llegó a formarse una cola de incautos que esperaban pacientemente a que les llegase el turno de caer en el garlito. Los funcionarios del ministerio advirtieron el tejemaneje que se traían los milicianos en el patio, y se apresuraron a comunicar a los que aún esperaban que el departamento no había cursado ninguna convocatoria. Gracias a esta advertencia hubo muchos que pudieron salvarse. Así y todo, los militares capturados pasaban de quinientos.

—¡Hubiéramos podido cazar dos mil! ¡Esos idiotas del Gobierno nos han malogrado la operación! —exclamaba Arabel—. ¡Quinientas bajas en la quinta columna! —añadía jubiloso.

—Bueno, bueno: todos no van a ser fascistas —objetó Valero.

—Todos, todos. Algún caso tengo que consultarte, sin embargo.

Le hizo una señal y se lo llevó tras él discretamente a otra pieza cuya puerta cerró con llave. Cuando estuvieron a solas y frente a frente dijo Arabel:

—Ya sé que debemos sacrificarlo todo por la causa y que para nosotros no debe haber inmunidades ni excepciones, pero a veces se le presenta a uno un caso de conciencia difícil de resolver.

—Para mí no hay más conciencia que la estrictamente revolucionaria —replicó secamente Valero.

—No te precipites; ya sé que presumes de incorruptible. No pretendo, como seguramente has pensado ya, escamotear por compromisos particulares a ninguno de los detenidos de hoy.

—Y si lo intentases, no te lo consentiría, Arabel.

—Basta; no se trata de nada que me interese personalmente. Te interesa a ti. En la lista de militares detenidos hoy por mi gente he encontrado este nombre: Mariano Valero Hernández, sesenta y dos años, comandante de infantería retirado. ¿Lo conoces?

—Es mi padre —replicó sin inmutarse Valero.

—¿Fascista?

—Pudiera serlo. No lo sé. No vivo con mi padre hace tiempo y ni siquiera le veo más que ocasionalmente.

—Bien. Sea fascista o no, es lógico y disculpable que tú quieras salvarle. Yo estoy dispuesto a servirte y puedo suprimir su nombre de la lista de los detenidos antes de que se hagan más averiguaciones que pudieran ser fatales para él. Tú vas entonces a la cárcel y te lo llevas. Hoy por ti y mañana por mí. ¿Estamos?

Valero advirtió con una sorda ira la maniobra de Arabel. Quería venderle la libertad de su padre a cambio de su complicidad en el tráfico de detenidos a que con toda seguridad se dedicaba a espaldas suyas. Arabel sabía que Valero podía, en cualquier momento, ser su perdición y quería tenerlo ligado a él. Valero frunció el ceño y repuso:

—Los asuntos de mi padre no me interesan ni poco ni mucho. Si es fascista, allá él. Si algo debe, que lo pague.

Y volvió la espalda altivamente al logrero. Salió a la calle. Con las manos en los bolsillos y el cigarrillo en los labios anduvo vagando al azar. Al atardecer, la aglomeración de las calles céntricas contrastaba con la soledad impresionante del resto de la urbe. Una muchedumbre abigarrada y arbitrariamente vestida, de obreros, milicianos, campesinos fugitivos, provincianos despistados, gente de toda clase y condición, uniformemente desaliñada, se apretujaba en el recinto de la Puerta del Sol, la Gran Vía y las calles de Alcalá, Montera, Preciados, Arenal y Mayor ante los escaparates de las joyerías inverosímilmente repletos de oro, plata, brillantes y piedras preciosas, las tiendas de modas que exhibían aún los más provocativos y costosos modelos de robes de soirée y los grandes almacenes en los que, por raro contraste, empezaban a verse vacíos los anaqueles donde antes estaban los objetos de más humilde e indispensable consumo. Iba oscureciendo, y aquella muchedumbre agolpada en el corazón de Madrid empezaba a dispersarse. Una hora después no habría un alma en las calles oscuras donde los faroles de gas pintados de azul echaban un ojo lívido al transeúnte descarriado.

Valero fue a refugiarse en la tabernita vasca donde habitualmente comía y cenaba. Aún no habían comenzado a llegar los clientes, un centenar de milicianos que desde que comenzó la guerra comían y bebían allí sustituyendo a la antigua clientela. El patrón había conseguido reservar un saloncito interior del establecimiento para los comensales que aún pagaban en contante y sonante moneda burguesa; avisadores, oficiales de las milicias, diputados, «responsables», periodistas extranjeros, intelectuales antifascistas y unos tipos raros que nadie sabía quiénes eran ni a qué se dedicaban.

Cuando llegó Valero el comedor estaba aún desierto. Se sentó en un rincón y ante un vaso de cerveza se quedó en ese estado de inhibición y ausencia en que a veces cae el hombre de acción en medio del torbellino de los acontecimientos. En esos momentos no es cierto que se recapacite ni que se piense en nada. Al rato de estar allí Valero, entró un tipo desbaratado y vacilante que fue a echarse de bruces sobre la mesa del rincón opuesto. Era un hombre joven, delgado, blando, los brazos largos y colgantes, un mechón de pelo de muerto caído sobre la frente pálida, el ojo turbio y rastrero, el cuello huidizo y un alentar fatigoso en la faz. Encajaba nerviosamente las mandíbulas y expulsaba el aire con mucho esfuerzo por la nariz, cuyas aletas se dilataban ansiosamente cuando levantaba la cabeza para coger aire con un movimiento de rotación desesperado. Durante algún tiempo el hombre aquel estuvo con la cabeza caída sobre el brazo doblado como si sollozase. Valero le contempló con lástima. Era la imagen fiel y patética del esfuerzo sobrehumano, la representación plástica de la debilidad que saca fuerzas de flaqueza, la encarnación de Sísifo, el dramático espectáculo del hombre que quiere y no puede. Tuvo lástima de aquel hombre y de él mismo y de todos los hombres que como ellos guerreaban, morían y mataban, héroes, bestias y mártires sin vocación heroica, sin malos instintos y sin espíritu de sacrificio o santidad.

Al cabo de un rato el desconocido fue serenándose y se quedó al fin sosegado. El camarero, que le miraba también compasivo, dijo confidencialmente a Valero:

—Todas las tardes vuelve del frente deshecho; es un francés que ha venido a España para batirse por la revolución. Está al frente de una escuadrilla de aviones, pero no es aviador. En su país creo que era poeta, novelista o algo así.

Comenzaban a llegar los clientes. Un grupo de intelectuales antifascistas en el que iban el poeta Alberti con su aire de divo cantador de tangos, Bergamín con su pelaje viejo y sucio de pajarraco sabio embalsamado y María Teresa León, Palas rolliza con un diminuto revólver en la ancha cintura, fue a rodear solícito al desolado francés, que instantáneamente cambió la expresión desesperada de su rostro por una forzada y pulida sonrisa.

—Salud, Malraux.

—Salud, amigos.

El espectáculo emocionante del hombre tal cual es en su debilidad y su desesperación había sido sustituido por la divertida comedia de la vida bizarra. Discutían brillantemente los intelectuales, llegaban nuevos comensales bulliciosos y optimistas, se comía con apetito y se bebía con ansia; los que venían directamente del frente eran acaso los más alegres.

Valero se levantó y se fue. Vagabundeó otra vez por las calles, ahora desiertas y jalonadas por el alerta de los milicianos. Dio muchas vueltas por los mismos sitios, y era ya muy tarde cuando se decidió a franquear el portalón del recio convento que los milicianos habían convertido en prisión. Habló con el camarada responsable que estaba de guardia y pasó a la galería que le indicó.

A lo largo del muro había de quince a veinte petates y acurrucados en ellos yacían los presos. Buscó al viejo con la mirada a la luz amarillenta y tenue de la única bombilla eléctrica que alumbraba la galería. Allá estaba sentado al borde del camastro con la cabeza de pelo cano e hirsuto doblada sobre el pecho y los brazos caídos entre las piernas. Se le acercó lentamente. El viejo al levantar la cabeza le vio y pareció que se alegraba, pero ni se movió siquiera.

—Hola, padre.

—Hola.

—¿Cómo estás?

—Ya lo ves.

—He venido por si querías algo.

—No; nada.

—Estaré un rato contigo.

—Bueno; siéntate.

Le hizo un lado en el borde del petate. Como ni el padre ni el hijo eran capaces de decirse nada, sacaron unos cigarrillos y se pusieron a fumar. El joven mientras encendía el suyo pensó: «¿Cuánto tiempo hace que mi padre me permite fumar delante de él? ¿Tres años? ¿Cinco? ¿Le parecerá ahora mismo una falta de respeto que fume en su presencia? ¡Qué extraño ha sido siempre el viejo! ¡Y así será hasta que se muera… o hasta que le maten!».