A vuela pluma - Juan Valera - E-Book

A vuela pluma E-Book

Juan Valera

0,0

Beschreibung

Colección de artículos tanto literarios como políticos del autor Juan Valera aparecidos en diversos periódicos de su época. En estos textos el autor aborda temas como la cultura, la diplomacia, la crítica y, en resumen, una honda reflexión sobre su época y su condición.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 412

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Juan Valera

A vuela pluma

 

Saga

A vuela pluma

 

Copyright © 2011, 2023 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726661743

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

A vuela pluma

I

Al Sr. D. Salvador Riada.

MI querido amigo: Mucho siento tener que decir á usted que Monte-Cristo, que oye turbio y que, además, suele distraerse, hubo de engañarse, y tal vez engañó á usted, sin la menor malicia, cuando le aseguró que me había parecido muy bien el Himno á la carne. Ni bien ni mal podía parecerme una obra que yo aún no conocía. Acaso al hablarme Monte-Cristo, yo, que también me distraigo, dije algo, como acostumbro, en alabanza del talento poético de usted, que tan claro me parece, y él lo aplicó al Himno de que me hablaba, y que yo no podía alabar por serme entonces desconocido.

Ahora, que ya le conozco, creo de mi deber dar á usted con toda sinceridad y franqueza la opinión que me pide.

Muchísimo hay que decir, y he de decirlo, aunque incurra en la nota de pesado.

No obstante la pesadez y el desaliño con que irá escrita mi carta, yo consiento en que usted haga de ella lo que guste: ó guardarla para sí, ó rasgarla, ó dejar que el público la lea.

Desde luego el título de Himno me desagrada. Un himno es un himno, y catorce sonetos son catorce sonetos. Además, el ir dirigidos á la carne presupone cierta trascendencia teológica ó filosófica que los sonetos apenas tienen.

Los enemigos del alma son tres: mundo, demonio y carne. Y fuerza es confesar que todos los hombres, salvo raras y dichosas excepciones, estamos empecatadillos y entonamos himnos en loor de uno de estos tres enemigos, cuando no de los tres á un tiempo; pero debe notarse que, ó bien no caemos, por extraviados ó ilusos, en que hacemos semejante elogio, ó bien aparentamos no caer, envolviendo nuestro consciente propósito en delicada hipocresía. El elogiar con premeditación á tales enemigos implica un descaro que repugna á las creencias religiosas de la gran mayoría de los españoles, los cuales son, ó se supone que son católicos.

Ya se entiende que, partidario yo del arte por el arte, he de prescindir y prescindo de toda religión positiva y de toda moral que en ella se funde, para juzgar una composición poética. De lo que es difícil prescindir es de la moral universal que coincide con la belleza artística, y de algunas conveniencias sociales, que son ineludible requisito para que esa belleza artística se produzca sin que lo estorbe la disonancia entre la obra del poeta y las costumbres, los usos, y hasta, si se quiere, las preocupaciones y los disimulos de la sociedad en que el poeta vive.

Aún voy más allá en el quidlibet audendi. Supongo que el poeta se rebela contra esos usos, costumbres y creencias, porque los considera malos ó tontos. No por eso he de escandalizarme. Antes bien, aplaudiré al poeta como poeta, si impugna con primor y con brío lo que yo crea más santo, aunque yo, pongo por caso, como católico, considere que él, como impío, acabará, en castigo de sus bien rimadas blasfemias, por arder eternamente en lo más profundo del infierno.

Así me sucede con el Himno á Satanás, de Carducci. Sin dejar de creer en todo lo que enseña la Doctrina cristiana, los hombres, en mi sentir, pueden haber inventado ó descubierto la pólvora, la imprenta, la brújula, el pararrayos, el telégrafo, el teléfono, la fotografía, la mecánica celeste y la terrestre, las estrellas más remotas, los microbios y el protoplasma: pero, si algún poeta entiende de buena fe que Dios se oponía á que inventásemos y descubriésemos todas esas cosas, que quizá hagan la vida menos aburrida y amarga, y que con auxilio del diablo las hemos inventado y descubierto, mejorando y sublimando nuestra condición, yo le aplaudo si compone un himno á diablo tan benéfico, á quien llama él Satanás porque se le antoja, y á quien seguiré llamando energía y luz interior que pone Dios en el alma, hecha á su imagen y semejanza.

En análogo sentido comprendo yo que se componga un Himno á la carne, el cual me guste tanto ó más que el Himno al demonio de Carducci. Si entendemos por carne la sustancia organizada y viviente de que se vale el Artífice supremo para revestir de forma sensible su idea, haciendo patente la hermosura, ya por operación de naturaleza, ya por intervención de la voluntad y del entendimiento humanos, que pulen, acicalan y asean lo que naturaleza preparó y dispuso cual primitivo bosquejo, declaro que el Himno á la carne me parece muy bien, prescindiendo del título, porque ni las nubes nacaradas, ni la cándida luna, ni el sol, ni las flores, ni los verdes bosques, ni los lozanos verjeles, ni nada de cuanto he visto y veo por esos mundos, es más hermoso que una mujer aseada y hermosa. Y es ello tan indiscutible que, para expresar materialmente los más altos objetos, potencias y virtudes, les damos forma de mujer. Y así la fama, la patria, la religión, la ciencia, la filosofía, la justicia, la fe, la caridad y la esperanza, se representan como otras tantas guapísimas señoras.

Pero su himno de usted (sigamos llamándole himno), no se mete en tales honduras. Mejor sería apellidarle himno á la Pepa, á la Juana ó á la Francisca, de cuya carne gusta usted. La generalización filosófica ó teológica sólo está en el epígrafe.

Y lo peor que yo noto (admirando más la inspiración y la habilidad poéticas, que no faltan á usted aun errando el camino) es que usted analiza y resta en vez de sintetizar y añadir, al ir ponderando sus deleites amorosos. Pues qué, ¿no es más que la carne lo que enamora á usted en su innominada querida? Nunca ni el más materialista de los poetas gentiles, sustrajo tanto del amor los elementos no materiales, que le idealizan y hermosean, y le redujo al mero concepto de la lascivia, como si fuera amor de perros ó de gatos. Y como usted no hace la sustracción y el despojo por vehemencia afrodisiaca, sino por preocupación de escuela ultra-naturalista, los versos, ni siquiera resultan fervorosos de libertinaje, sino fríos, afectados y artificiosos, con refinamientos de sensualidad enfermiza, que apela á espejos y á otras diabólicas travesuras. Parece lascivia de viejo, y, por consiguiente, falsa, pues usted es mozo.

Prescribe Horacio que no se hagan ciertas cosas delante del pueblo:

Nec filias coram populo Medea trucidet:

y lo que Horacio prescribe para lo trágico debe aplicarse á lo erótico también. No conviene introducir al pueblo en la alcoba ni imitar al rey de Lidia con Giges. Contra esto peca usted, no pasando de ligero, sino deteniéndose en pormenores con exceso de morosa delectación. No cae usted en que ciertos actos tienen mucho de grotescos, si no van acompañados de misterioso recato. Y esto, no porque seamos cristianos, sino en la risueña religión gentílica, en que, según usted asegura, Citerea prevalece. Así es de advertir que los poetas más libertinos de la docta gentilidad nos dejaban á la puerta de la cámara nupcial, si trataban el asunto por lo serio. Sólo cuando querían hacer reir lo describían todo. El cisne venusino dice desvergonzadamente los estímulos de que se valía la vieja berrionda, mientras que de Glícera sólo nos dice que le aguarda en estancia perfumada; y él va á verla, invocando á Venus para que le acompañe y traiga consigo al Amor.

 

«Trae al muchacho ardiente,

y á las Gracias, la ropa desceñida,

y á Mercurio elocuente,

y de ninfas seguida

la Juventud sin tí no apetecida»;

pero, en cuanto Horacio entra á ver á Glícera, con todo este cortejo, nos da con la puerta en los hocicos, y acaba la oda, sin que nos cante ni nos deje ver lo que pasa dentro. Ya nos lo presumimos.

Lo antiestético del goce de amor, patentizado por el arte y descrito con circunstancias menudas, se ve hasta en los poemas más primitivos. Sube Juno á la cumbre del Gárgaro, adornada con el cinto de Venus, que la hace irresistible:

«... allí el deseo,

allí la dulce persuasión estaba,

que á los más cuerdos la prudencia roba.»

Júpiter pierde la suya, requiebra á Juno y quiere al punto gozarla; pero antes, él y ella se envuelven en nubes doradas y densísimas, que ningún Dios ni el Sol omnividente traspasa, y que Homero cuida bien de no traspasar, respetando el pudor y el decoro de la dichosa é inmortal pareja.

El tálamo de los dioses, el de los héroes, y aun el de cualquier hombre que se respeta, han de estar rodeados de impenetrable misterio. La prueba más evidente por donde Penélope reconoce á Ulises, es porque éste le describe su tálamo, que sólo él había visto entre los varones todos.

El espíritu de usted es recto por naturaleza y está sano: pero yo advierto en el Himno insanos extravíos y disparatadas disonancias. No extrañe usted que lo atribuya á la vaga lección de malos libros franceses, de los que están de moda, de cuyo pesimismo, naturalismo falso y caprichosa impiedad, se hace usted eco. Usted, de por sí, sería como Dios manda.

Supone usted que la religión de Cristo condena la carne, y luego dice usted para sí: pues voy á glorificar la carne, rebelándome contra la religión de Cristo. Parte usted de un error, fundado en el doble sentido de la palabra carne. Sin presumir de teólogo, sino como hombre de mundo, lego y profano, aunque no olvidado del Padre Ripalda, que aprendí en la escuela, digo que no tiene usted razón. La carne, considerada como enemigo del alma, es la concupiscencia, es el vicio, es la lujuria, que toda religión, no sólo la de Cristo, condena. Pero la carne, el cuerpo humano, considerado como obra de Dios, ¿dónde está condenado? El Verbo se hizo carne, y con cuerpo humano subió al cielo. Todos, según nuestra fe, hemos de resucitar con carne, y los cuerpos de los bienaventurados han de ser muy hermosos y gloriosos. Lo primero que manda Dios al hombre y á la mujer es que crezcan, se multipliquen y llenen la tierra. ¿Cómo, pues, ha de suponerse que Dios condena el amor sexual cuando ordena que nos multipliquemos? El ascetismo, la vida penitente, la virginidad como la más perfecta condición, no son tampoco exclusivos ideales cristianos. En todas las demás religiones se da algo semejante. En la gentílica, por ejemplo, hubo coribantes y vestales.

Lo que exigen la religión cristiana, y toda religión moral, y hasta sin religión y sin moral, la estética y el decoro, es el recato. En la naturaleza de las cosas está que sea cómica, y no seriamente bella, la exhibición ó la representación del abrazo amoroso, más ó menos apretado. Si el cínico Crates se une en público con Hiparca, á pesar de la licenciosa libertad de Atenas, los pilluelos de la calle le silban y escarnecen. Sólo en Otahiti, cuando llega allí el capitán Cook, se toma por lo serio el hacer en público tales actos como ceremonia religiosa.

Fuera de estos casos rarísimos, lo general es que el sigilo y el secreto presidan á los amores. Júpiter, aunque era tan desaforado y tan propenso á ponerse el mundo por montera, satisfaciendo su regalado gusto, elige para unirse á la ninfa Maya, haciéndola madre del dios de la elocuencia, inventor de la lira, alma de la danza, una noche obscurísima y un antro nemoroso y esquivo; y aun todavía, para ocultar mejor su unión á los dioses y á los hombres, les infunde antes dulce sueño. Jano bifronte, no menos precavido y púdico, cuando se propone dar ser á los briosos primitivos pueblos de Italia, se une á la gigantesca ninfa Camesena, en la desierta cumbre del Apenino, y circunda el agreste y amplio tálamo de tenebrosas tempestades.

En resolución, ya que sería cuento de nunca acabar el ir citando sucesos semejantes de hombres y dioses, yo vuelvo á prescindir de religión y de moral: no echo sermón, aunque ya estamos en Cuaresma; pero tratándose de arte, ¿cómo prescindir de lo artístico? No es artístico el describir prolijamente los placeres de la alcoba.

Admirable es la belleza del cuerpo humano. En otros mundos, sujeta la materia á otras condiciones y con otra conformación los sentidos, ¿quién sabe cómo podrá ser la aparición sensible de la belleza? Esto es lo relativo. Pero la esencial y sustancial belleza que se nos revela en el Apolo de Belvedere y en la Venus de Milo, es la belleza absoluta. Todo entendimiento, capaz de comprenderla, aunque venga del más extraño y lejano mundo de cuantos pueblan el éter, lo reconocerá y lo proclamará como nosotros.

Si imaginamos vivos, y no de mármol, sino de carne, á la Venus y al Apolo, hombres y mujeres los contemplarán con pasmo y se podrán enamorar de ellos; pero sería grosero no ver en tanta animada hermosura sino un instrumento de material deleite. Habría en ello algo de profanación sacrílega, no ya en virtud de la religión del espíritu, sino del respeto hasta religioso que la materia misma, tan bien organizada, debe infundir.

Ya usted notará que, en realidad, yo no voy contra usted en lo que digo. Voy contra la escuela mal llamada naturalista, que le pervierte y extravía. Si usted no valiese ya mucho y si no prometiese más de lo que ya vale, no me mostraría yo severo.

Demos por seguro que no hay bien, ventura, ni goce mayor que el de los amores; pero ¿todo bien, todo goce es para referido ó representado estéticamente por lo sublime? Esta es la cuestión. Este es el error del naturalismo; error que se ve más claro aún en las desventuras que en las venturas. Sobre la muerte de un amigo, sobre la ruina de la patria, sobre los suplicios y trabajos de un apóstol, está bien escribir elegías. Pero desventuras son, y no menores, que se le pudran las narices al Dr. Pangloss, que á otro le dé tiña y se le caiga el pelo, que á otro le sobrevenga una debilidad en las encías y escupa los dientes y que á otro le ocurra cada tres días una indigestión molesta y apestosa, y sin embargo, ¿son estos percances á propósito para componer versos elegíacos? Nosotros, en la vida real, nos compadeceremos en extremo del paciente, aunque sólo sea prójimo, y no amigo ó deudo; pero si hablamos en verso heroico de lo que acontece, haremos reir en vez de llorar.

Es indudable que hay desventuras y venturas, triunfos y derrotas, dolores y placeres grandísimos que en la vida real se lamentan ó se celebran; pero sobre los cuales hay que pasar con rapidez en la representación artística, si no queremos hacer reir con ellos.

Así, Ariosto, por ejemplo, no sería por su afición á lo moral y á lo decente, sino por estas reglas de estética, más ó menos reflexiva ó irreflexivamente percibidas, por lo que no cuenta con circunstancias íntimas lo que pasa entre Angélica y Medoro; pero cuando quiere dar en lo grotesco y provocar á risa, lo cuenta todo sin aprensión. Así, en el caso del viejo nigromántico ó mágico que adormece con sus malas artes á la hermosísima dama y la tiene á su talante. El chiste está en que el nigromántico, con toda su magia, si bien adormece á la dama, no atina á despertar en él ó á resucitar algo que hacía años dormía ó estaba muerto, y se lleva un chasco feroz, quedando en salvo la honestidad y entereza de la dama, con apacible risa y júbilo de los lectores. Si el Ariosto hubiera tratado el suceso trágicamente, lo hubiera errado.

Yo no recuerdo haber leído escena tan viva como la del nigromántico, referida con épica dignidad y que produzca efecto, sino una en El Bernardo de Valbuena; pero esto se explica, porque va todo acompañado de un poderoso elemento fantástico que lo dignifica, lo hace simbólico y hasta le da un valor moral. Hablo del tremendo lance de Ferragut con la hechicera Arleta. El héroe penetra en el maravilloso palacio tan estupendamente rico. La gallarda, joven y elegante princesa le recibe á solas y se entrega. Una sola lámpara de extraña luz ilumina la estancia, y sobre todos los objetos derrama encantados resplandores. Pero cuando la luz de la lámpara oscila, la portentosa beldad de la princesa se confunde; los perfiles, las sombras, los colores, todo se altera y se combina por tal arte, que Ferragut se asusta y cree tener un vestiglo entre sus brazos. Vuelve la luz á arder sin oscilación y la princesa recobra sus admirables atractivos. La luz, al fin, se apaga, y Ferragut se encuentra en inmunda caverna y entre los brazos de horrible y asquerosa vieja, cuya fealdad abominable ve á la luz de la luna, y cuyos secos brazos y cuyas manos, á modo de garras, le retienen sin dejarle escapar.

Dirá usted acaso que en sus sonetos hay algo parecido á la moral de la fábula de la hechicera Arleta; que de ello dan prueba las cuatro últimas palabras del último soneto ¡Que tétrica es la vida! Pero yo, en honor de la verdad, no descubro dicho sentimiento en usted, y si le descubro, es expresado débilmente y como ahogado en los pormenores que preceden á las dichas cuatro palabras.

No hay en el himno nada semejante á lo que hay en casi todos los poetas libertinos ó epicúreos de todos los tiempos; aquel sentimiento terrible que asalta el ánimo de ellos en medio de sus deleites; que hace exclamar á Lucrecio:

...Medio de fonte leporum

Surgit amari aliquid quod in ipsis floribus angat;

que mueve á Catulo, entre los brazos de Lesbia, cubriéndola de besos, en noches consagradas al amor, á pensar en aquella perpetua noche que tenemos que dormir todos,

Nox est perpetua una dormienda;

y que lleva á Musset á hallar en el fondo del vaso de los placeres el hastío que le mata, á Lamartine á suspirar por el amor ideal que no tiene nombre ni objeto en la tierra, y á Espronceda á pedir un bien, una gloria que él imagina, y que en el mundo no existe, y á desesperarse porque palpa la realidad, odia la vida, y sólo cree en la paz del sepulcro.

No hay en el himno esta contraposición entre el placer ruin é incompleto de la tierra y la infinita aspiración del alma; pero hay algo más tétrico; algo que se deplora en todos los naturalistas, ya escriban en prosa, ya en verso: lo mismo en Zola que en Rollinat.

La pintura minuciosa, vehemente y sobrado material de la pasión, convierte su fisiología en patología; hace pensar, no en robustez y energía, sino en desequilibrio de facultades, en el hospital ó en el manicomio.

No ya el amor de un hombre y de una mujer, ambos de carne y hueso, sino el amor de un santo ó de una santa hacia Dios, resulta enfermedad; caso de neurosis, hiperestesia, ninfomanía ó satiriasis más ó menos alambicada.

La cuestión queda discutida de sobra. No me hubiera detenido tanto si, por una parte, no estimase mucho el ingenio de usted y no sintiese sus extravíos, y si, por otra parte, no viese yo en estos extravíos el resultado de malas teorías estéticas, y de una escuela de moda que es menester combatir.

Sólo añadiré ahora algunas explicaciones sobre la acusación implícita en la dedicatoria autógrafa que pone usted al ejemplar del Himno á la carne que me ha destinado. No sin intención viene este ejemplar para el traductor de Dafnis y Cloe. ¿Quiere usted dar á entender que quien ha traducido aquella novela debe aplaudir el Himno á la carne?

La consecuencia está mal sacada. Aun suponiendo que Dafnis y Cloe tenga cuantas faltas yo censuro, no se ha de inferir que por haber yo cometido esas faltas no las pueda y deba reconocer como tales. Malo es ser pecador, pero es pésimo jactarse del pecado y procurar que se tome como primor y acierto.

La diferencia, sin embargo, es grandísima. Dafnis y Cloe viven hace catorce ó quince siglos; son paganos, están en cierto campo ideal, pastoril y primitivo. No choca el que se desnuden, como cuando se desnudan un caballero y una dama de ahora, quitándose la levita, pantalones, corsé, etc. En fin; es otra cosa.

El naturalismo de la novela es, además, enteramente contrario al de los sonetos de usted. Hay en el naturalismo de Dafnis y Cloe una condición sobrenatural ó fantástica que cambia su condición. El dios Amor, el dios Pan y las Ninfas, por no interrumpida serie de milagros, conservan inocentes á los dos partorcillos, hacen que se amen, los dotan de hermosura más que humana, que no marchitan las inclemencias del cielo: ni los vientos, ni el sol, ni el calor, ni el frío.

La descripción poetizada de las alternadas estaciones del año, de la rustiqueza selvática y de una imaginaria vida pastoril de color de rosa, y que no se da en el mundo real, prestan á todo el cuadro, y aun á las más vivas escenas, cierto velo ó esfumino aéreo que no las hace tan shocking. Y, por último, aunque se funde el amor de Dafnis y Cloe en la material hermosura de ambos, en su contemplación, y hasta en el deseo de lograr su posesión por completo, todavía, á par de este deseo, hay una amistad, un afecto entrañable, una terneza pura en ambos pastorcillos, que evitan el que sea su amor mera lascivia, y que le purifican y realzan.

Recuerde usted que Dafnis aprende al cabo cuál es el verdadero fin de amor, y, á pesar de su pasión, se domina por temor de lastimar á Cloe, y no la hace suya hasta después de la boda.

En suma, y para no cansar, yo no me defiendo de haber traducido el libro de Longo, aunque en Francia le tradujo un obispo. Quiero suponer, ó quiero afirmar y confesar que hice mal. Valgámonos de un símil. Sea como si yo expusiera al público esculturas lascivas; pero de esto á exponerme yo mismo como actor, me parece que dista mucho.

Por último, se ha de notar que la novela de Dafnis y Cloe no quiere ser seriamente sublime, sino que, por cierta malicia candorosa y cierta amañada inocencia, propende á difundir regocijo en quien lee, lo cual podrá ser censurable por el lado de la moral, pero no es antiestético, que es de lo que aquí tratamos.

Si usted, en otro tono más ligero, risueño y jocoso, hubiera escrito catorce sonetos, catorce veces más verdes aún, como yo soy viejo pecador, y nada tengo de misionero, respecto á la moral y á la decencia me hubiera callado; pero en punto á estética, hubiera echado á usted mi absolución, y, si los sonetos alegraban las pajarillas, hubiera concedido á usted indulgencia plenaria y hasta hubiera aplaudido.

II

Mi querido amigo: La cariñosa carta de usted me mueve á escribirle de nuevo, y no poco.

Si usted no hubiese escrito ya en verso y en prosa muchas cosas buenas, y si usted no diese esperanzas fundadísimas de escribir otras mil infinitamente mejores que los catorce sonetos, tendría usted razón en decir que yo le mataba. Pero si usted escribe bien, y si ha de escribir mejor, y si ha de ser, pues no creo que me engañe la simpatía, uno de nuestros más fecundos y amenos ingenios, ¿qué importa que yo hable mal de los catorce sonetos compuestos por usted en algunas horas de extravío?

Yo, aunque sea repetirlo por tercera ó cuarta vez, no voy contra los catorce sonetos, sino contra la mala teoría estética que, nublando el claro entendimiento de usted, se los ha inspirado.

Yo reparo, tal vez por demás, en el pro y en el contra de cuanto digo, y nada afirmo con aquella decisión que se impone. De aquí que me acusen de escéptico. Fácil me sería pasar por dogmático, si prescindiese yo de lo que me dicta la conciencia; pero, como no prescindo, soy ó paso por escéptico, á fuerza de ser concienzudo.

Digo esto, porque al censurar los catorce sonetos de usted, me han asaltado en tropel no pocas dudas y dificultades que deseo exponer aquí, aunque no logre resolverlas y todas se queden en pie.

Necesito, además, escribir esta segunda carta para disculparme de no rasgar la primera; porque, después de la longánima docilidad con que se somete usted á mi censura, tal vez acerba, y me la paga en alabanzas, parece ruindad en mí el que mi censura se haga pública, y el que, siendo yo, por lo común, indulgente y hasta lisonjero con los extraños é indiferentes, me extreme por la severidad con usted, á quien cuento entre mis mejores amigos.

Válgame para explicación de mi conducta que la indulgencia debe recaer sobre el non plus ultra de lo que produce cada uno. No hay que podar el quejigo, porque, á pesar de la poda, siempre dará bellotas ásperas y no dulces almendras. De mal árbol no se espere fruto sazonado y sabroso. Y así, siguiendo esta comparación de los frutos, y convirtiendo imaginariamente cada soneto de usted, pongo por caso, en un melocotón, yo entiendo que usted debe darlos mejores, y que aun los catorce, de que tratamos aquí, serían exquisitos, si el moscardón ó avechucho del naturalismo, que vaga por el aire, no hubiera clavado en ellos el aguijón y depositado allí venenosos huevecillos que se convierten en gusanos y podredumbre. Lo que hago, pues, es osear el avechucho para que no inficione otros nuevos frutos.

Dada ya á usted la satisfacción que le debo, voy á decir algo acerca de las dudas y dificultades.

Y es la primera duda la de si seré yo tan crudo censor de los sonetos porque la vejez me infunde aborrecimiento al Amor: pero la duda se disipa pronto, y creo que mi profundo respeto y mi ardiente devoción al Amor son los que me inspiran.

Los catorce sonetos rebajan las obras de esta deidad á mera función fisiológica, y el brío de las descripciones no las eleva, sino que les presta ciertos visos de patología, que, á más de hacerlas bajas, las hace insanas.

Es cierto que lo contrario debe de ser peligroso y seductor; pero consuela y no deprime. Trae Byron, en el Don Juan, una jocosa diatriba contra Platón, echándole la culpa de las pecaminosas relaciones de su héroe con doña Julia. Yo mismo, aunque disto mucho de ir tan lejos como Byron en la malicia anti-platónica, me pasmo y veo con más incredulidad que fe los anchos límites que pone, verbi gracia, el conde Baltasar Castiglione al platonismo puro.

El beso en la boca, según él, es todo espiritual: es ayuntamiento de almas, en prueba de lo cual se alegan muy sutiles razones que no me convencen. Ni vale para ello la grave autoridad del mismo Platón, de quien nos cuenta el Conde que, divinamente enamorado y besando á su amiga, sintió una vez que el alma se le vino á los dientes para salirse del cuerpo.

Á tales accidentes confieso que debemos dar explicación menos metafísica; mas no por eso debemos quitar del amor todo lo metafísico, trascendente y divino. El amor nuestro se iguala entonces al de los animales. Los refinamientos, las elegancias, los materiales primores de que le rodeamos, le quitan naturalidad y no le añaden belleza. Y la exageración y violencia del sentir, en vez de magnificarle y corroborarle, le ponen enfermo y le dan un aspecto diabólico, delirante y lúgubre. Se diría que las pasiones y operaciones de nuestro ser se resisten á ser atribuídas y sujetas á leyes físicas sólo, y así, al apartar del efecto toda causa ó influjo divino, se le atribuímos infernal ó endemoniado.

No llega usted á este punto del satanismo, y más vale así. Se queda usted en menos de la mitad del camino, y por usted lo celebro.

En cuanto á los catorce sonetos, serían estéticamente mejores si fuesen satánicos.

Yo comprendo á Baudelaire, y en cierto modo le admiro, aunque me disgusta. En su inspiración depravada, sombría y terrible, hay algo de verdad, aunque exagerada por la farsa tenaz que él mismo se impuso para ser más original, para asustar al linaje humano y para contristar y meter en un puño el corazón de cada burgués honrado y sencillote, en cuyas manos cayesen sus Flores del mal. Pero usted no pretende hacer el bu, ni pasar por originalísimo, siendo raro y extravagante. De ello me alegro, aunque los catorce sonetos, por falta de una intención, si perversa, decidida, se queden en el limbo, y no suban al cielo, ni bajen al infierno.

Dice Fóscolo que el Petrarca cubrió con un velo candidísimo al Amor, que andaba desnudo por Grecia y en Roma, y así le volvió al regazo de Venus Urania. Desde entonces, acaso desde antes, no se puede hablar seriamente del Amor, trayéndole á la tierra, prohibiéndole recordar su cielo, y arrancándole la vestidura. Cuando esto se hace, resulta el sacrilegio, que no se motiva ni funda bien, á no seguir el poeta las huellas de Baudelaire, y entregarse al diablo.

Y ahora ocurre otra duda. ¿Cómo es que hay versos eróticos, harto libres y desenvueltos, que el moralista, aunque no sea muy rígido, sin apelación condena, que toda señora ó señorita bien criada no puede oir sin enojarse y ruborizarse, y que, sin embargo, nos gustan mucho á los profanos? Sírvanme de ejemplo no pocas canciones de Béranger. Yo presumo que esto consiste en el tono. El refrán lo dice: C'est le ton qui fait la chanson. La alegría, la ligereza, el aire improvisado é irreflexivo lo disculpa todo. Se diría que estos poetas, alegres y desenfadados, dejan tranquilo en su cielo al Amor primordial y unigénito, y, si toman de él varias prendas, es para adornar á los Amorcillos terrestres, hijos de las ninfas, con los cuales no disuenan las libertades y la carencia de misterios.

De esta suerte, y no con tono heróico y pomposo, la Estética no repugna, aunque la Moral frunza las cejas, que el poeta, velando un poco, no parándose en pormenores, y dejando entender mucho por medio de rodeos y dobles sentidos, nos cuente ó nos cante algunas travesuras. Harto sé que la eutropelia del P. Boneta no permite tanto; pero yo confieso que lo permite la mía. Entiéndase, con todo, que para que estéticamente gustemos de versos así los mismos profanos, es menester que un dejo del verdadero amor, de ternura y de otros bellos sentimientos, difunda en el cuadro que el poeta nos trace algunos resplandores de la luz del cielo. Catulo amaba á Lesbia con el alma, plus quam se atque suos amavit omnes, y lo recuerda y lo confiesa hasta cuando ya Lesbia le es infiel; y lo mismo acontece á Béranger con Liseta, hasta cuando le dice, al verla con tantas galas, que ya no es Liseta y que no debe llevar aquel nombre. Á pesar de la regocijada liviandad de ambos poetas, no es la carne sólo lo que los enamora.

Infiero yo de cuanto va dicho la necesidad, moral y estética, de que en toda poesía de amores intervengan cielo y tierra y concurran lo espiritual y corpóreo; esto último velado por el pudor, sobre todo cuando se quiere que sean grave el tono y elevado el estilo.

Se cita mucho la definición que del orador da Quintiliano. Dice que ha de ser vir bonus dicendi peritus; pero se ignora ó no se recuerda que los griegos exigieron antes para el poeta, como requisito indispensable, la misma calidad de ser varón excelente. Acaso Quintiliano no hizo más que ampliar la exigencia de los griegos y comprender en ella á los oradores. Como quiera que sea, es lo cierto que la poesía, aun para los que seguimos la doctrina del arte por el arte, no es, en el más lato sentido, independiente de la moral. No se pone á su servicio ni la toma como fin, porque su fin está en ella: pero la poesía, siguiendo desembarazada y libre por su camino, si es de buena ley y de alto vuelo, al llegar á su término, tiene que parar en la moral más perfecta y pura que se concibe en la época en que el poeta vive, á no ser que éste, lleno de aliento profético, suba más alto y columbre y revele más bellos ideales. Esto significa la excelencia moral que los griegos requerían en el poeta, aunque careciese de aquella voluntad perpetua y constante que constituye la virtud práctica en todos los actos de la vida, ó aunque no fuese ni héroe ni santo.

Infiero yo de lo expuesto que el amor entre hombre y mujer, cuando no es sólo material, no va contra la moral, sino que ésta le sanciona. La poesía ha hecho de él su principal asunto, así en cantos líricos como en narraciones, desde las edades más remotas hasta nuestros días.

Es más: la poesía erótica es tan bella, entendida y realizada así, que, lejos de condenarla, la religión, por severa y espiritual que sea, ha solido valerse de sus frases vehementes y de sus acentos apasionados, para expresar los éxtasis y arrobos místicos, y los más sublimes misterios, aspiraciones y raptos del alma hacia lo infinito y lo eterno. Testimonio de esto da, en la antigua India, aquella égloga bellísima en que Yayadeva pinta los amores de la gentil pastora Radha y del Dios Crishna, que toma la figura del pastor Govinda para enamorarla: y no menos brillante testimonio da entre nosotros El Cantar de los cantares, donde los terrenales amores de Salomón y de la Sulamita vienen á sublimarse y á convertirse en los de Cristo con la Iglesia, y en los del alma con su Hacedor.

Tenemos, pues, la poesía erótica, siempre que se guarde en ella el debido decoro y no se la prive del elemento espiritual, no sólo tolerada, no sólo permitida, sino hasta canonizada. No ya con significación mística como San Juan de la Cruz, sino dirigiéndose á mujeres, que fueron ó que se supone que fueron de carne, varones piadosos, como Fr. Luis de León y Fr. Diego González, han compuesto versos amorosos.

Lo mejor es seguir tan buenos ejemplos. Sólo se oponen á que los sigamos la última moda de París, el afán de singularizarnos y el temor de ser como cualquiera otro, tomando la senda trillada y empleándonos en asuntos que se imaginan agotados ya, y sobre los cuales nada puede decirse si no repetimos lo que otros dijeron.

Crea usted que este temor es vano. No busque usted la originalidad, y ella vendrá á buscarle. Sea usted natural y espontáneo, y pondrá usted en cuanto escriba el sello de su persona, y será sana y limpiamente original, sin darse á todos los diablos y sin caer en las demencias fúnebres que en Francia se usan.

Inagotable fábrica y rico emporio de ideas es París. Necesario y bueno es tomar de allí lo que conviene; pero haya tino y juiciosa elección en lo que se tome.

Cierta poesía no es ya erótica, sino crapulosa y nauseabunda. Entre las causas que concurren á dar ser á esta poesía, además de las ya mencionadas, entra una vanidad pueril de que el poeta no se da cuenta á veces. Figurémonos al poeta en París. Su prurito será acaso que, en el fondo de la provincia de donde ha venido, le tengan por un picaruelo, sibarita alambicado, que logra venturas superfinas, ni soñadas en su lugar. Además, todo francés hace sin querer la reclame. En París se confeccionan los mejores guisos y se hacen los más graciosos vestidos y sombreros para mujeres; es menester, por consiguiente, que también se crea y se divulgue que en París se entiende mejor el amor y se le condimenta con aliños más picantes y especierías más ricas y exóticas. Con este señuelo, tal vez, no pocos individuos acaudalados de naciones, que en Francia se tienen entre el vulgo por semi-bárbaras, vendrán á París, ya que no á estudiar en la Sorbona, á aprender pornografía en los colegios de la nueva Babilonia.

No acuso yo á ningún autor francés de que lleve tal intención; pero la lectura de sus libros produce el mismo efecto que si la llevara. Nos fingimos por acá, y por muchas otras tierras, un París encantado, donde, si va uno con dinero, se pasea en los jardines de Armida, desembarca en la isla de los amores de Camoens, y penetra en el propio paraíso de Mahoma.

Si el mal se detuviese en esto, yo me callaría; pero el mal no se detiene. Los poetas crapulosos, como Baudelaire y Rollinat, se hartan y se hastían de sus goces; sienten aspiraciones infinitas, hundidos ya en el fango, y después de haber renegado de Dios; y aquí te quiero escopeta. Cada uno de ellos parece un energúmeno. Sus versos son pesadillas de un ascetismo bastardo y sin esperanza. Obsesos por el demonio del remordimiento y por otros demonios más feos y tiznados, rompen en maldiciones y blasfemias inauditas. Ya nos aseguran que no hay crimen que no sean capaces de perpetrar, ya se encomiendan devotamente á Lucifer, ya aseguran que quieren imitar á Cristo, si bien suponiendo que lo que Cristo prescribe y recomienda con el ejemplo es que nos matemos. La muerte es la única redención posible. Además, ellos entienden que deben matarse en castigo de sus culpas.

¡Va, que la mort soit ton refuge!

à l'exemple du Rédempteur,

ose à la fois être le juge,

la victime et l'éxécuteur.

La situación es tremenda, y empezando por versos de amor materialista puro, como los catorce sonetos, se viene á caer en ella, más tarde ó más temprano, á no desviarse pronto del mal camino.

Las visiones de Baudelaire y de Rollinat espeluznan y descomponen el estómago; dan horror y asco: es menester ser valientes y robustos para resistirlas sin vomitar ó sin caer desmayado. Los suplicios más feroces que ve Dante en su Infierno, las abominaciones y espantos de los más ascéticos libros cristianos, como Gritos del infierno, Estragos de la lujuria, y otros así, son niñerias y amenidades, si se comparan con lo que Baudelaire refiere cuando él mismo se ve ahorcado, podrido y hediondo, entre una nube de murciélagos y de grajos que le sacan los ojos á mordiscos y picotazos y se le comen por do más pecado habia, y con lo que cuenta Rollinat de aquel gato celoso, que yo sospecho que era un demonio familiar, el cual araña y destroza á su amiga en sitios tan sensibles y ocultos.

Si tamañas desventuras se tomasen por lo serio, sería cosa de deshacerse en un mar de lágrimas, de morirse de pena y de terror entre convulsiones horribles, y de aborrecer toda vida, y más que ninguna la sardanapalesca, á que se entregaron estos vates ilustres, y cuyos funestos resultados estamos tocando.

Por dicha, yo me consuelo y tranquilizo con sospechar que, tanto en el sardanapaleo como en el lloriqueo, tanto en las culpas como en los castigos, hay abundancia de filfa y camelo. Ni se divierte uno tanto como dice, ni suele exclamar de corazón ¡qué tétrica es la vida! después de haberse divertido. En ambos extremos hay ponderación jactanciosa: pose y blague. Lo peor es el pesimismo. Si se adopta para hacer efecto y darse charol, no tiene perdón de Dios. ¿Por qué en odas, en elegías, en coplas, en dramas, en novelas y aun en gruesos librotes de filosofía, hemos de angustiar á los mortales y quedarnos tan frescos?

Todos, aunque seamos optimistas, tenemos ratos, y días y semanas de mal humor, de tristeza y de abatimiento. Así estaba yo, poco ha, cuando escribía á un amigo diplomático extranjero, á quien quiero mucho, una melancólica carta. Él me contestó, consolándome con discretísimos razonamientos, algunos de los cuales vienen tan á pelo aquí, que voy á citarlos en el propio idioma en que están escritos, abusando quizá de la confianza y rompiendo el sigilo de la correspondencia.

«¿A quoi vous sert votre optimisme? (me dice). Notre maître le Docteur Pangloss restait ferme dans la doctrine après des accidents bien autrement facheux et malgré le cadeau dont l'avait gratifié Paquette et dont vous connaissez la généalogie. ¿L'optimisme ne servirait-il à rien? On serait tenté de le croire en voyant que les pessimistes sont en general de fort bons vivants, qui s'arrangent une existence très agréable et qui sont très peu pressés de sortir de cette création manquée. Leur chagrin est tout en rimes ou en livres de philosophie, qui n'ont pas d'influence sur leur conduite journalière. Schopenhauer n'avait pas l'air de s'ennuyer, si j'en crois ceux qui l'ont connu. Boudha lui même est mort d'indigestion, ce qui peut faire douter de son ascétisme et de son mépris des choses créées. ¿Si nous faisions comme eux et si nous prenions le monde comm'il est, réunissant ainsi les avantages des deux systèmes?»

Estas palabras de mi docto amigo me sugieren una idea luminosa y salutífera. Seamos optimistas y pesimistas alternativamente. Las cosas, aunque no crea uno en el determinismo feroz que nos arrastra al vicio y hasta al crimen, y aunque no vea uno siempre desolación y dolor en torno suyo, no están por eso todo lo bien que sería de desear. Confesémoslo, pero no nos aflijamos demasiado ni menos aflijamos á los demás hombres con nuestros quejidos y aullos. Conviene, pues, para esto, que nuestro pesimismo, en vez de ser trágico, sea chistoso y cómico; como el pesimismo de Voltaire, que en el Cándido hace que nos desternillemos de risa, ó, mejor aún, como el de Cervantes, más gracioso todavía en el Quijote, y lleno de dulzura y de cristiana resignación, sin chispa de hiél ni de impiedad ni de odio.

Y si, en el día de hoy, sin salir de España, quiere usted hallar un modelo acabado de este pesimismo para reir, búsquele en los escritos, en prosa y verso, de Miguel de los Santos Álvarez, y singularmente en algunas octavas del poema María. El pesimismo se expresa en ellas con tanto chiste y gracejo, que regocija, en vez de desesperar, y hasta se le antoja á quien lee ó recita aquellas blasfemias, no ya que él debe perdonarlas propter elegantiam sermonis, sino que hasta la Soberana Potestad, á quien se dirigen, en vez de castigarlas, las celebra y las ríe, como ríe y celebra la madre cariñosa y benigna al niño pequeñuelo y mimado, si la insulta por que no le da, para que no le hagan daño, las chucherías y golosinas que le pide.

En resolución, y para terminar, en las poesías amorosas mezcle usted algo del cielo con la tierra, á fin de no hallar tétrica la vida cuando está en lo más florido de sus años, y en lo demás procure usted no caer en el pesimismo, y si cae en él, témplele y endúlcele con la risa resignada y con la burla sin acíbar de Cervantes y del antiguo amigo de Espronceda. De esta suerte, ya que no los censores graves; los que no lo son ni tienen autoridad para serlo, en lo amoroso perdonarán á usted las verduras, y en lo pesimista las injurias contra la Providencia, cuyos designios y planes, que ignoramos y debemos acatar, tal vez brillan justificados después de tales ataques.

Y con esto termino, augurando á usted rica cosecha de laureles si sigue mi consejo, y reiterándole que soy su afectísimo amigo.

COLECCIÓN DE MANUSCRITOS Y OTRAS ANTIGÜEDADES DE EGIPTO PERTENECIENTES AL ARCHIDUQUE RANIERO

NO pocos escritores han dado ya noticia de esta rica y curiosa colección, pero nunca hasta ahora se había expuesto toda ella al público.

A fin de que cualquiera logre enterarse algo de los objetos que la componen, de su mérito y de su rareza, acaba de publicarse, en esta ciudad de Viena, un precioso catálogo ilustrado.

Como los objetos son muchos miles, no es posible que todos estén estudiados y descritos en el catálogo. Este, no obstante, es un tomo en cuarto mayor, de 292 páginas, letra muy metida, con veinte láminas y noventa imágenes y facsímiles intercalados en el texto, y contiene la descripción de más de mil cuatrocientos objetos.

Lejos de ser todos de la misma época, es tan varia su antigüedad, que el origen de algunos se remonta catorce siglos antes de Cristo, mientras que los más modernos son del siglo XIV de la Era cristiana. Todo ello es visible y claro documento de la civilización, no interrumpida por espacio de 2700 años, en el país que riega y fecunda el Nilo.

Como dicha civilización ha adoptado, en el transcurso de los siglos, diversas creencias religiosas, distintos usos, leyes y costumbres y diferentes idiomas en que manifestarse, los objetos, aunque hallados casi todos en el mismo lugar, varían en extremo. Sólo por la lengua ó escritura de los manuscritos pueden éstos clasificarse en hieráticos, demóticos, cópticos, griegos, latinos, arábigos y péhlvicos, ó sea en la lengua oficial de los persas en tiempo de los Sasanidas.

Los últimos vienen á demostrar con evidencia que á principios del siglo VII de nuestra Era, el Egipto fué conquistado por Cosroes II, y que la dominación persa en aquel país se extendió hasta la Nubia.

Por la materia en que los documentos de la colección están escritos, también hay notable diversidad. Lo que más abunda es el papiro, desde los tiempos de Ransés II, el Sesostris de las historias clásicas. Siguen los escritos en papiro, después de la conquista de Alejandro Magno, en el periodo helénico de los Ptolomeos, durante la dominación romana y en la época bizantina.

Cuando los árabes se apoderaron del Egipto, la civilización no se eclipsó ni retrocedió, y el cultivo de la planta de que se saca el papiro y la fabricación del papiro tomaron mayor incremento, proporcionando al Egipto prosperidad y riqueza. Las más importantes fábricas estaban en Wasima y en Bura, cerca de Damieta, desde donde se enviaba esta mercancía á los más distantes y opuestos mercados: á Roma, á Constantinopla, á Bagdad, y á Córdoba.

En la colección del archiduque Raniero hay papiros escritos en lengua arábiga, desde la conquista muslímica, en el siglo VII, hasta bien entrado el siglo X; los hay del tiempo de los primeros sucesores del Profeta, y de las dinastías de los Omiadas, Abasidas y Tulunidas.

En el siglo X, ó tal vez antes, se había ya extendido por el Asia occidental y había penetrado hasta el Egipto mismo un poderoso rival del papiro que había pronto de vencerle y dar con él por tierra. Era este rival el papel de trapo. A lo que parece, el papel se conocía y usaba en China desde la edad más remota. Los árabes le importaron en Occidente. La época de este gran acontecimiento ha venido á fijarse, poco ha, con maravillosa exactitud. Se marca el día, el mes y el año en que fué. Fué el 7 de Julio del año 751 de la Era cristiana. Los anales arábigos y los chinos están contextes en esto. Kao-Hsien-fa, general de Corea, fué vencido por los árabes, que llevaban por auxiliares á los turcomanos, cerca de una ciudad llamada Kangli, en la orilla del río Tharâz. Los vencedores traspasaron las fronteras mismas del Celeste Imperio persiguiendo á los chinos, y les hicieron muchos prisioneros. Entre ellos había, por feliz casualidad, algunos que tenían por oficio hacer papel. Fueron éstos llevados á Samarkanda, donde pronto empezaron á ejercer su industria. Los productos de ella se difundieron, desde Samarkanda, por el Occidente de Asia, por Africa y por Europa. Si tardó casi dos siglos en vulgarizarse el papel y en vencer al papiro, fué porque los primeros fabricantes sólo de algodón sabían hacerle, y les faltaba, ó bien abundaba poco, la primera materia. Al cabo vino á inventarse el hacer el papel de trapos viejos, y pronto entonces se trasplantó esta industria á otros puntos. La segunda fábrica, de que hace mención la historia, se estableció en Bagdad el año de 795, reinando el califa Harun-al-Raschid. No tardó mucho, probablemente, en haber también fábricas de papel en Damasco, y desde allí el papel empezó á conocerse en Europa, tomando el nombre de Charta Damascena.

En Egipto, los árabes emplearon ya el papel desde el siglo IX, y en la colección del archiduque Raniero se ven escritos en esta materia, empezando desde dicha época y continuando durante las dinastías de los Ichschidas, Fatimidas, Aijubidas y Mamelukos.