Al son del amor - Nikki Logan - E-Book
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Al son del amor E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

Cuando Nueva York llegó a Texas… La exbailarina Eleanor Patterson era la princesa de la sociedad de Manhattan, hasta que descubrió que su linaje era una farsa. Eso fue lo que la llevó al tranquilo pueblo de Larkville en busca de respuestas. El sheriff Jed Jackson nunca se imaginó tener que rescatar a una impresionante mujer de un rebaño de bueyes ni quedar tan fascinado por la vulnerabilidad que se ocultaba bajo la fachada cosmopolita de Ellie. Verla desinhibirse y relajarse le resultó irresistible y, mientras la ayudaba a aprender a bailar otra vez, quiso darles a los dos la oportunidad de un nuevo comienzo…

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Seitenzahl: 214

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Harlequin Books, S.A. Todos los derechos reservados.

AL SON DEL AMOR, N.º 77 - Febrero 2013

Título original: Slow Dance with the Sheriff

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2655-7

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

El sheriff Jed Jackson pisó el freno y estiró un brazo para evitar que Comisario se saliera del asiento.

–Bueno –murmuró al perro grisáceo que ladeó una oreja a modo de respuesta–, hay cosas que uno no ve todos los días.

Un mar de bueyes sueltos llenaban la larga y vacía carretera que salía del Rancho C Doble Barra esperando a que alguien los dirigiera. Eso no era algo extraordinario; ver ganado suelto era común en esas zonas.

–¿Qué crees que están haciendo?

Como a la deriva, justo en mitad de la cada vez más grande manada, un tono blanco destacando en un mar marrón, había un lujoso sedán y en su techo, un tono azul destacando en un mar blanco, había una mujer.

Jed frunció los labios. Esa carretera no solía tener mucho tráfico, y mucho menos sin estar los Calhoun, pero un rebaño de ganado no podía pasar ahí la noche. Levantó la mirada otra vez hacia la damisela en apuros, que seguía de espaldas a él y agitando las manos mientras gritaba al ganado inútilmente.

Comunicó por radio que informaran al rancho de los Calhoun sobre la brecha que había en la valla. Después, levantó el pie del freno y se acercó un poco más a la cómica escena. Los bueyes que no estaban mirándose entre sí, dirigieron la mirada expectantes hacia la mujer.

Tiró del freno de mano.

–Quédate aquí.

Comisario parecía decepcionado, pero se tumbó en el asiento del copiloto con su enorme lengua colgando. Jed se puso el sombrero y salió del vehículo. Los bueyes ni siquiera se inmutaron ante su llegada por estar demasiado pendientes de la mujer que se alzaba sobre ellos. Y no sin razón.

Qué par de piernas enfundadas en unos vaqueros ajustados, y no esos sueltos y largos tan poco femeninos. Ceñidos y con el color desgastado, como tenían que ser.

Los quejidos del ganado habían logrado disimular su llegada, pero ya era hora de hacerse ver. Se echó el sombrero hacia atrás con un dedo y alzó la voz.

–Señorita, ¿se da cuenta de que es un delito estatal celebrar una asamblea pública sin permiso?

Ella se giró tan deprisa que estuvo a punto de caerse, pero se sujetó con sus pies descalzos y alzó la barbilla con elegancia.

¡Vaya! Era...

Se quedó sin respiración; nunca se había sentido tan agradecido de llevar gafas de sol, porque sin ellas ella habría visto que sus ojos estaban tan vidriosos como los de los hipnotizados bueyes.

–Espero que haya un asedio en alguna parte –gritó ella apoyando las manos en la cintura. Su enfado no la hacía menos atractiva. Esos pequeños puños apretados no hacían más que acentuar el ángulo donde su cintura se convertía en sus caderas. Sus continuas quejas hicieron que posara la mirada en sus perfectos dientes mientras le gruñía con sus vocales sin acento texano–. Porque llevo en este techo dos horas. Las vacas casi se han triplicado desde que he pedido ayuda.

«Vacas». No había duda de que era una turista.

–Usted es lo más interesante que estos bueyes han visto en todo el día –dijo avanzando con cuidado entre los animales que se movían pesadamente–. ¿Qué está haciendo ahí arriba?

Ella enarcó unas cejas perfectamente depiladas.

–Supongo que eso es una pregunta retórica.

Preciosa e inteligente. ¡Vaya!

Eligió sus palabras cuidadosamente e intentó con todas sus fuerzas no sonreír.

–¿Cómo ha llegado ahí arriba?

–He parado para... –se detuvo y frunció el ceño ligeramente–. Había como una docena de ellos viniendo hacia mí.

Él apartó con la cadera al buey que tenía más cerca y lo hizo moverse hacia su derecha empujándolo. Después se coló por el hueco que el animal había dejado para acercarse mucho más a la turista en apuros.

–He bajado para espantarlos.

–¿Y por qué no se ha abierto paso entre ellos apartándolos con su coche?

–Porque es de alquiler. Y porque no quería hacerles daño, solo hacer que se movieran.

Preciosa, inteligente y además tenía buen corazón. Su sonrisa volvió a amenazar con aparecer.

–¿Y cómo ha terminado sobre el techo? –ya apenas tenía que alzar la voz porque estaba cerca del coche. Incluso la manada parecía haberse parado a escuchar la conversación.

–Me han rodeado y no podía llegar hasta la puerta, y después han llegado más y...

Vio algo cuando se acercó a la esquina delantera del vehículo y se agachó para recogerlo.

–¿Son suyos?

Los delicados tacones colgaban de uno de sus dedos.

–¿Se han roto? Me los he quitado al subir.

–Cuesta saberlo, señora.

–Oh.

–¿Son caros?

–Eran mis Louboutins de la suerte –respondió casi con indiferencia.

Él hizo todo lo que pudo por no imaginárselos al final de esas interminables piernas.

–Pues no han tenido tanta suerte.

Se apoyó contra el coche para estirarse y pasarle los zapatos, que ella recogió agachándose hacia él.

–Y bueno... ¿ahora qué?

–Le sugiero que se ponga cómoda y mientras yo empezaré a mover a los bueyes hacia la valla.

La mujer miró a su alrededor y frunció el ceño.

–Desde aquí arriba no parecen muy fieros. Juraría que antes estaban más agresivos.

–A lo mejor es que habían olido su miedo.

Ella lo miró con esos ojos azul verdosos cargados de curiosidad.

–¿Va a moverlos usted mismo?

–Le diré a Comisario que me ayude hasta que lleguen los hombres del Rancho C Doble Barra.

–¿Son vacas de Calhoun?

–Bueyes.

Ella apretó los labios al oír su corrección.

–De ahí venía, había ido a buscar a Jessica Calhoun, pero debe de haber salido.

–¿Estaba Jess esperándola?

–¿Qué es usted, su mayordomo?

Ahí estaba otra vez el descaro de aquella mujer. No era su mejor rasgo, pero hacía que le ardiera la sangre un poco. Era extraño cómo el cuerpo de uno podía odiar y desearlo todo al mismo tiempo.

–Le voy a ahorrar un poco de tiempo. No es que Jess haya salido, es que está de luna de miel.

La mujer pareció quedarse algo abatida.

–Lo siento –se encogió de hombros y siguió apartando a los bueyes–. ¿Quiere dejarme su tarjeta?

Ella suspiró.

–De acuerdo. Siento lo del comentario del mayordomo. Usted es agente de policía, supongo que su trabajo es estar al tanto de los asuntos de los demás, técnicamente hablando.

Él se señaló el hombro.

–¿Ve estas estrellas? Eso me convierte en sheriff del condado, técnicamente hablando.

La mujer apartó de un soplido un mechón de pelo rubio de su ojo izquierdo y lo colocó con cuidado en la tirante trenza que llevaba mientras se planteaba si arriesgarse o no a emplear más el sarcasmo.

Se conformó con mostrar desdén.

–Bueno, sheriff, si su ayudante se pone manos a la obra, tal vez podríamos seguir cada uno con nuestro día.

Él alzó la cabeza y gritó:

–¡Comisario!

Más de cincuenta kilos de puro pelo y lealtad salieron de su vehículo y avanzaron hacia ellos.

–Siéntate –murmuró y Comisario se sentó.

Ella se giró bruscamente hacia él.

–¿Este es su ayudante?

–Sí.

–¿Un perro?

–Se llama Comisario Dawg. Sería irrespetuoso llamarlo de otro modo.

–¿Y está entrenado para guardar a las vacas?

Él soltó una carcajada mientras intentaba apartar a otro buey testarudo.

–En realidad no, pero dada la situación me tengo que conformar con su ayuda –se obligó a ser cortés–, señorita.

Ella se sentó y estiró las piernas sobre el parabrisas trasero.

–Tiene razón –contestó a regañadientes antes de señalar un punto que él no podía ver con esa pared de bueyes–. Ahí está el agujero.

–Gracias –le respondió y silbó a Comisario.

Ellie se sentía abatida. Ya era bastante malo que la encontraran en esa situación, pero además no había dejado de ser una maleducada desde que el oficial, el sheriff, había parado a ayudarla. ¡Como si fuera culpa de ese hombre que su día estuviera yendo tan mal!

Mejor dicho, toda su semana.

Respiró hondo y se tragó esa pesadumbre hasta hundirla ahí donde guardaba todos los demás sentimientos que la inquietaban. Entre los dos, el sheriff y su... ayudante... estaban haciendo un buen trabajo con los bueyes. Habían logrado que el animal que estaba más cerca del agujero se girara y pasara, pero el resto no parecía muy ansioso por seguirlo. No era como recoger a un patito en Central Park y hacer que el resto de la bandada lo siguiera.

El gigantesco perro tricolor se movía con facilidad entre el bosque de patas haciendo que los animales se fijaran en él... y dejaran de fijarse en ella, por suerte, pero el sheriff estaba silbando, maldiciendo y gritando a los animales de un modo que resultaba muy... texano.

Ni aunque lo hubiera intentado podría haber resultado más vaquero; tenía cierto aire de despreocupación en su actitud que resultaba muy atrayente.

Un buey llegó hasta el cercado del que había salido y empezó a comer hierba, pero otros treinta seguían rodeándola. Iba a llevar algo de tiempo.

Ellie adoptó una pose despreocupada y contempló el asunto desde la perspectiva de Alex, su holgazana hermana pequeña, para buscarle a la situación aspectos positivos. La verdad era que el sol tejano resultaba agradable una vez había pasado el drama de las dos primeras horas y una vez que alguien estaba responsabilizándose de los animales. Además, había formas peores de pasar el rato que ver a un hombre tan guapo realizando semejante esfuerzo físico.

–¿Seguro que no quiere bajar aquí ahora que ha visto lo dóciles que son? –le preguntó el hombre en cuestión.

¿Dóciles? Pero si por poco no la habían arrollado. Bueno, más o menos. Familiarizarse con la vida salvaje no era la razón por la que había conducido hasta Texas.

Aunque tampoco podía decirse que hubiera meditado mucho los motivos de su visita.

Dos días atrás, y embargada por el mayor dolor emocional que podía recordar haber tenido nunca, había salido del edificio propiedad de su familia tras una grave discusión con su madre en la que le había dirigido palabras como «hipócrita» y «mentirosa» a la mujer que le había dado la vida.

Dos horas y un montón de propinas después, ya estaba en la I–78 subida a un coche de alquiler y dirigiéndose al sur.

Destino: Texas.

–Segurísimo, gracias, sheriff. Está claro que usted ha nacido para esto.

El oficial pareció tensarse, pero fue solo momentáneo.

–Así que... ¿Jess acaba de casarse? –gritó para llenar el repentinamente incómodo silencio. En su casa rara vez había silencios lo suficientemente largos como para resultar incómodos.

–Sí –le dio una palmada a otro buey y lo hizo avanzar–. ¿Ha dicho que conoce a los Calhoun?

«Creo que soy uno de ellos». ¡Eso sí que dejaría al texano totalmente asombrado!

–Sí... eh... más o menos.

–Creía que o se conoce a alguien o no se le conoce, pero no más o menos.

Era muy penoso por su parte que hubiera estado dos días en la carretera y que todavía no se le hubiera ocurrido cómo responder a esa clase de preguntas, pero no se había paseado por las mejores fiestas de Nueva York para venirse abajo en el momento en que un extraño le hacía unas cuantas preguntas intencionadas.

–Me esperan, pero he... llegado antes de tiempo –dos meses antes–. No estaba al tanto de los planes de Jessica.

Volvieron a quedarse en silencio, pero al instante él volvió a ocuparse del ganado. Ahora los animales estaban empezando a moverse más fácilmente ya que su volumen se había reducido a ese lado de la cerca de un modo inversamente proporcional al esfuerzo que el sheriff estaba haciendo. Sus movimientos eran cada vez más lentos y su respiración más acelerada, pero cada movimiento que hacía daba muestras de fuerza y de resistencia.

–Pues no ha llegado en buen momento –dijo con la voz entrecortada mientras tiraba de unos bueyes–. Holt también está fuera ahora mismo y Meg está en la universidad. Nate sigue de gira.

Se le encogió el pecho. ¿Dos hermanos y dos hermanas? Así, como si la familia se hubiera duplicado sin más. Sin embargo, se esforzó por ocultar el impacto que esas simples palabras habían causado en ella.

–¿De gira? ¿Estrella del rock o militar?

Él se volvió despacio y la miró fijamente, como si lo hubiera insultado.

–Militar.

¿Lo había ofendido? Su acento estaba ahí, pero no tan marcado como el del joven vaquero que había visto en el rancho Calhoun y que le había contado que Jess no estaba en casa. O al menos eso era lo que le había parecido entender; no estaba muy puesta en el profundo acento texano.

Los animales parecieron darse cuenta de que ahora había muchos más dentro del cercado que fuera y empezaron a volver hacia la valla. No fue algo rápido, pero al menos se movieron y en la dirección correcta. El sheriff silbó e inmediatamente su perro volvió a su lado. Allí se quedaron los dos, con las respiraciones entrecortadas, junto a su coche alquilado y viendo la lenta migración de los bueyes.

–Está bien adiestrado –comentó Ellie al no saber qué otra cosa decir.

–Era parte de nuestro trato –respondió él misteriosamente antes de girarse y extender la mano hacia ella–. Sheriff del condado, Jerry Jackson.

Ellie prefirió ignorar la cantidad de patas traseras que esa mano había golpeado un momento antes. Sus dedos fueron cálidos cuando tocó los suyos y le estrechó la mano con fuerza.

–Jed –añadió él.

–Sheriff –Ellie sonrió y asintió como si estuviera en un lujoso restaurante y no subida en la parte trasera de un coche rodeado de ganado.

–¿Y usted es...?

«Alguien que intenta no decirle su nombre», pensó no segura del todo de por qué. Por primera ver había caído en la cuenta de que ella allí no era nadie. Ni un miembro de la alta sociedad, ni una bailarina, ni una Patterson.

Ni responsabilidades, ni expectativas.

De pronto se sintió animada, como si ante ella se hubiera abierto un camino brillante y soleado, pero entonces recordó que jamás podría escapar de quien era, a pesar de que en realidad no era quién había creído ser durante los últimos treinta años.

–Ellie –estuvo a punto de decir «Eleanor», el nombre por el que la conocían en Manhattan, pero en el último momento utilizó el nombre por el que la llamaba Alex–. Ellie Patterson.

–¿Dónde se aloja, Ellie?

El lenguaje corporal del hombre era relajado y en su pecho llevaba algo que lo certificaba: una gran estrella de plata. No había ningún motivo en el mundo por el que debiera estar sintiendo un cosquilleo ante cada pregunta que le hacía, pero así era.

–¿Está solo buscando conversación o es una pregunta de interés profesional?

La educada sonrisa del hombre se disipó antes de llegar a formarse por completo.

–Los Calhoun son amigos míos y usted es amiga suya... –aunque la especulación de su tono le decía que no estaba tan convencido de ello–. Estaría muy mal por mi parte dejar que se fuera sin darle ninguna muestra de la cortesía de este condado en su nombre.

Era increíble. Estaba en Texas, después de todo, pero la confianza nunca era algo que surgiera fácilmente. Y tampoco lo era admitir que allí ella no estaba por encima de todo. En Nueva York eso se daba por descontado. Era Eleanor y había dado por hecho que la recibirían con los brazos abiertos en el rancho Calhoun.

–Seguro que encontraré un sitio en el pueblo...

–Por lo general, estaría de acuerdo con usted, pero la Cámara de Comercio está celebrando su convención anual en el pueblo esta semana, así que nuestro motel y el hostal están llenos. Puede que tenga algún problema.

Se sintió avergonzada. El tema del alojamiento era lo suficientemente básico como para haberlo desatendido, pero recurrió a su faceta como recaudadora de fondos, esa misma que tanto la había ayudado en los bailes de Nueva York, e hizo caso omiso de su advertencia.

–Seguro que encontraré algo.

–Podría probar en el Nan’s Bunk’n’Grill en la I–38, pero está a un buen tirón de aquí –se detuvo, tal vez arrepintiéndose de mostrarle tanta hospitalidad al ver el rostro carente de expresión de la mujer–. O el Álamo, aquí mismo en el pueblo, tal vez podría alojar a una sola persona. Ahora mismo está libre, pero eso podría cambiar en cualquier momento.

Que alguien intentara organizarla no le sentó bien, sobre todo cuando ella misma había fracasado organizándose a sí misma. Si era necesario, conduciría hasta Austin para evitar tener que aceptar la condescendencia de unos extraños.

–Gracias por la preocupación, sheriff, pero estaré bien –sus palabras sonaron de lo más tirantes.

Él la miró oculto tras unas gafas de sol hasta que un gruñido de su perro llamó su atención. Se giró y miró hacia la carretera, donde se había formado una corriente de polvo.

–Esos son los hombres de Calhoun. Se ocuparán del resto de los bueyes y repararán la valla.

Al instante se vio invadida por el pánico. Si eran empleados de Calhoun, entonces eran sus empleados y no quería que esa fuera la primera impresión que se llevaran de ella, acobardada y ridícula sobre el coche. ¿Y si se acordaban de eso cuando descubrieran quién era? Empezó a deslizarse por el coche.

Sin preguntar, él se estiró por encima del maletero y la rodeó por la cintura para ayudarla a bajar. Sus pies desnudos tocaron suavemente la tierra y se dejó caer contra él con más fuerza de lo que era educado. O soportable.

Un momento después, una camioneta se detuvo allí y un puñado de vaqueros saltaron de la plataforma y entraron en acción. Eso le dio tiempo a ella de volver a ponerse los tacones y meterse en el coche. Era Eleanor Patterson. Impasible. Competente. Segura de sí misma.

Una vez dentro, bajó la ventanilla y le dirigió su mejor y deslumbrante sonrisa neoyorquina.

–Gracias, sheriff...

–Jed.

–... por todo. La próxima vez sabré mantenerme alejada de una estampida.

Y justo cuando volvía a sentirse bien, a sentir que controlaba la situación, él metió la mano por la ventanilla y, deslizando los dedos sobre su trenza, le quitó una pajita del pelo.

A ella se le encogió el pecho y sintió que se quedaba sin aliento ante el roce de esos grandes y bronceados dedos.

Nadie le tocaba el pelo. Nadie.

Fingió estar buscando las llaves y eso logró apartarle la mano, aunque no logró disminuir la efímera calidez que había despertado en ella su fugaz caricia y eso la hizo sentirse confusa.

Y a Jed no le pasó desapercibido su sobresalto. Apretó los labios y Ellie deseó que se hubiera quitado las gafas para poder haberle visto los ojos, aunque fuera solo por un momento. Tragó saliva con dificultad por el nudo que se le había hecho en la garganta e ignoró el repentino interés de sus hormonas por el sheriff Jerry Jackson.

–Bienvenida a Larkville, señorita Patterson –dijo con una voz intensa y profunda.

Larkville. Dado que el significado de ese nombre era «aldea de la diversión», ¿no debería un pueblo como ese tener mejores noticias que ofrecerle? ¿No tendría que ser un pueblo lleno de humor y bromas, no de secretos y dolor?

Pero tenía que descubrirlo. O Cedric Patterson era su padre o... no lo era.

Y si no lo era... se le hizo un nudo en el estómago... ¿qué demonios iba a hacer?

Se aclaró la voz.

–Gracias, de nuevo, sheriff.

–Recuerde... el Álamo.

Era de lo más oportuno. A pesar de su agotamiento y de la incertidumbre, a pesar de todo lo que había puesto su mundo patas arriba durante la última semana, de pronto quería reírse.

Contuvo las ganas y se guardó para sí esa poco familiar sensación.

Arrancó el coche de alquiler y se puso en marcha.

Fue curioso, pero tuvo que obligarse a marcharse de allí.

Capítulo 2

Larkville era un lugar encantador. Larkville era un lugar amable. Larkville era un lugar extremadamente interesado en quién era y por qué había ido, aunque había quedado claramente decepcionado después de que ella no hubiera querido compartir esa información. Pero nadie en el pequeño y viejo pueblo texano había sido capaz de encontrarle alojamiento, a pesar de sus mejores esfuerzos.

«Recuerde el Álamo».

La voz del sheriff Jackson se había colado en su cabeza en varias ocasiones durante la tarde, pero por razones que aún intentaba descifrar, no quería seguir su consejo.

Sí, el Álamo podía ser el hostal más encantador regentado por una encantadora abuelita texana, pero había desarrollado una resistencia casi patológica a la idea de cruzar el pueblo para ir a verlo por mucho que otras tres personas más le hubieran sugerido que probara allí.

Por el contrario, había ignorado el problema de su falta de alojamiento y se había perdido en las maravillosas tiendas de antigüedades de Larkville mientras el sol se ponía. Se había tomado medio sándwich para un almuerzo algo tardío en la preciosa plaza del pueblo y, además, había sacado algunas fotos con su móvil.

Pero nada de eso la ayudaría cuando el sol se pusiera y no tuviera ningún otro sitio al que volver más que Nueva York.

No. Eso no pasaría.

Antes que hacer eso, dormiría en su coche. Tenía una tarjeta de crédito llena de fondos, un corazón lleno de remordimientos en Nueva York y una posible hermana que conocer en Texas. Giró la cabeza hacia el oeste y partió en dirección al Álamo invadida por una confusión que enturbiaba su, por lo general, despejada mente.

No quería descubrir que esa abuelita teXana tenía sitio para uno más. No quería que el sheriff Jackson tuviera razón. Porque que tuviera razón en eso podía arrojar otro tipo de luz sobre otras decisiones que ella había tomado al ir allí, como ocultarle la extraordinaria carta secreta de Jessica Calhoun a todo el mundo excepto a su madre. Ocultársela a sus hermanos. A su mellizo, el otro Patterson inmediatamente afectado también por ello o, incluso, más que ella porque Matt era el heredero de su padre.

Respiró hondo.

Tal vez ya no lo era.

Un intenso miedo la invadió. Pobre Matt. ¡Qué perdido se iba a sentir cuando lo descubriera! Por mucho que hubieran perdido esa cercanía que tanto los había unido de niños, él seguía siendo su hermano mellizo. Habían pasado nueve meses creciendo juntos en el vientre de su madre y ahora tenían suerte si hablaban una sola vez en todo ese tiempo.

No siempre le gustaba lo que hacía Matt, pero lo adoraba y por los dos tenía que descubrir la verdad. Protegerlo de ella, si era mentira, y confesársela con delicadeza si no lo era.

Suspiró.

No lo era. En el fondo de su corazón, Ellie lo sabía.

De motu proprio, sus pies empezaron a llevarla hacia el coche, hacia la última esperanza de conducirla de nuevo a Larkville. Hacia su visión de amables abuelitas, cocinas abiertas y pucheros llenos de sopa casera.

De vuelta al Álamo.

Había lugares peores en los que pasar unos días.

–Bueno, bueno...

El impacto que se llevó Ellie se debió tanto al hecho de que la puerta se abriera dejando ver a ese gran hombre, como al hecho de que el sheriff Jed Jackson no llevara sus gafas oscuras.

Para tratarse de un hombre tan grande, no se esperaba unos ojos así. Marrones claros, enmarcados por unas oscuras cejas y ribeteados por largas pestañas. Su cabello castaño parecía algo despeinado cuando no lo cubría un sombrero.

La brisa de la noche se llevó todo pensamiento coherente y lo único que pudo hacer fue mirar esos increíbles ojos.

Él apoyó un brazo contra el marco de la puerta y se inclinó hacia delante con un gesto que solo hizo que pareciera más grande todavía.

–Pensé que te habrías ido al Nan’s Bunk’n’Grill por pura terquedad –murmuró.

–¿Se aloja aquí?

¿Cómo iban a encontrar alojamiento los turistas de Larkville si los locales ocupaban todas las habitaciones?

–Vivo aquí.

Ella oyó esas palabras, pero su cerebro no las registró ya que seguía absolutamente aturdido por esos ojos.

–¿En un hostal?

–Esta es mi casa.

Oh.

Dio un paso atrás para mirar el número de la puerta. ¿Cómo había podido llegar a los treinta años de una pieza?

–Estás en el lugar correcto, Ellie –Ellie. En su voz su nombre sonaba mucho mejor, más como un suspiro que como una palabra–. Estás en el Álamo.

–¡No puedo quedarme con usted! –y así, del mismo modo que había perdido el sentido, perdió sus habilidades sociales.

Pero los texanos tenían aguante, al parecer, porque él se limitó a sonreír.

–Alquilo la habitación de atrás –cuando ella no se movió, añadió–. Es totalmente independiente –y cuando ella siguió sin moverse, añadió también–: Ellie, soy el sheriff. No te pasará nada.