Alena - Giselle Schwarzkopf - E-Book

Alena E-Book

Giselle Schwarzkopf

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Beschreibung

Alena es feliz. Sus padres la adoran y, con nueve años, ella solo piensa en muñecas y en juegos de té. Alena ama las flores y los dulces. Su habitación está llena de ellos y... Octavio Morales sabe esto porque observa a Alena. Octavio está enfermo: es el peor tipo de monstruo que puedas imaginar. Alena está en peligro y nadie puede salvarla.

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Seitenzahl: 441

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2022, Giselle Schwarzkopf

© 2022, de esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación

Edith Gallego Mainar

Cubierta

Nova Casa Editorial

Maquetación

Natalia Sánchez Visosa

Corrección

Naiara Philpotts

Impresión

PodiPrint

Primera edición: Octubre de 2022

ISBN: 978-84-18726-25-5

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917021970/932720447).

Alena

 

giselle schwarzkopf

 

Índice

Agradecimientos

Parte uno

Preludio

1. La araña en la taza de té

2. De muñecas y caramelos

3. Travesuras

4. El color lila

5. Ventanas abiertas y nuevos amigos

6. Tan largo como una pestaña

7. La máscara más inofensiva

8. Temblar sin miedo

9. La tristeza de una fiesta de cumpleaños

10. Una broma a la salvación

11. Aquello del amor

12. La boca del lobo

13. Como un suspiro perdido

14. El arrepentimiento del culpable

15. Deber un favor

16. Mimesis

17. Cena para cuatro

18. Muñequita

19. Mariposa

20. Lenta decadencia

21. Celos

22. Cumpleaños feliz

23. Verdades crueles

Parte dos

1. La prisión de la chica solitaria

2. Emociones repulsivas

3. Lugar y momento equivocado

4. Preocupaciones

5. Apuesta

6. La mentira en la verdad

7. Recuerdos reprimidos

8. Confesión

9. Dolor

10. Juls, lo siento

11. Tras pistas

12. Estrategia

13. Pequeño secreto

14. El rostro que te mira

15. Lo trajo la lluvia

16. Persecución

17. Finales

18. De un monstruo a otro

19. La sentencia

EPÍLOGO

EXTRAS

Nicolás

Dominik

Octavio

Biografía

Le dedico este libro a mi Aba, la mejor abuela del mundo.

Ojalá siempre estés orgullosa de mí, Aba.

Estamos invitados a tomar el té.

La tetera es de porcelana, pero no se ve.

Yo no sé por qué.

La leche tiene frio y la abrigaré.

Le pondré un sobretodo mío, largo hasta los pies

Yo no sé por qué.

 

María Elena Walsh

Agradecimientos

Quiero agradecer a mi mamanger (mamá, amiga, «representante» y mi dos incondicional), por darme todo en la vida, por estar ahí, por aportar palabras cuando le pido sinónimos y por saber de mis historias mejor que nadie. Gracias por tu fortaleza.

A mi abuela, por sus mimos, por su cariño y por sus palabras de aliento. Y a mi abuelo en el cielo, porque lo siento a mi lado en cada paso.

Agradezco a mi hermano, por ser el mejor hermano mayor de todos, la mejor influencia musical y por ejercer un poco de padre, un poco de amigo y mucho de hermanito. Le agradezco también por mis sobrinos: Martín, Belén, Santino y Bruno.

A mi tía madrina, que es una mujer fuerte, perseverante y amorosa. Gracias por todo lo que me das, tía. También al tío Julio, porque siempre me ha apoyado, querido y ha estado ahí para mí.

Un gracias a mi tío padrino por estar ahí y por apoyarme cuando lo necesito.

A mis mascotas, por ser un apoyo espectacular y terapéutico en mis noches de escritura y estudio.

Quiero agradecer a Santi, mi novio, por las toneladas de amor que me da desde el primer momento en que nos conocimos. Por ser mi mayor fan y acompañarme en todo, logrando que crea en mí misma cuando no lo hago.

Gracias al Squad Grinch: Cyn, Aye, Naia y Naty. Porque son incondicionales y me reciben junto a ellas aun cuando me desaparezco. Las quiero chicas.

Gracias a esos amigos que están en los momentos justos y confían en mi trabajo.

Gracias a cada persona que me dio su apoyo cuando empecé en este mundo de la escritura, desde Wattpad hasta en papel. Nadín, con sus portadas hermosas. Aldo, porque me aconsejó mucho con la trilogía.

Agradezco al grupo de escritores de la editorial porque nos damos apoyo cuando no podemos contarle las noticias a los demás. ¡Se merecen todo el éxito del mundo!

A cada persona que reseñó mis historias, muchas gracias.

Por supuesto, un enorme gracias a Nova Casa Editorial por ser mi casa para publicar la trilogía, por confiar en mí y en estas historias peculiares. Gracias al equipo de la editorial, siempre me hacen sentir cómoda y feliz durante el proceso de publicación y, también, luego de eso.

Gracias a Dios, él sabe por qué.

Y un gracias especial a cada lector que ha leído mis palabras, sin ellos, nada de esto sería verdad. Gracias, gracias, gracias por leerme. ¡Espero disfruten el final de la trilogía!

Parte uno

Antes y después

2013

Los nervios le comían las entrañas con lentitud. Una constante sensación de desasosiego invadía su vida desde que esa chica, de la que había oído hablar varias veces, había desaparecido.

Estaba nervioso por su esposa, quien parecía preocupada.

Estaba nervioso por su alumno; el chico no paraba de cometer errores.

Y estaba jodidamente nervioso porque era el tercer día que se acercaba a la comisaría con la esperanza ver a la chica.

La otra Olivia.

Ni en sus sueños más locos se imaginó tan cerca de los uniformados otra vez, pero necesitaba saber.

Avan era su chico favorito, le caía bien y lo encontraba parecido a él. Había generado una gran simpatía hacia el muchacho, y más ahora que había demostrado de qué estaba hecho.

Estaba feliz con lo que había realizado, pero temía que la cagara.

Así que esperaba cerca de la comisaría. No sabría si la vería entrar, ni siquiera sabía si estaría allí, después de todo, estuvo unos días sin ir a clases.

Entonces vio el coche de sus padres frenar frente a la entrada. Si estaba allí, debía estar su hija o debía llegar pronto.

Presuroso, bajó del carro y entró en la comisaría.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó la oficial.

—Tuve un problema con unos vándalos, rompieron la ventanilla de mi coche y quiero que paguen —dijo con vehemencia.

—Está bien, pronto lo atenderá un oficial.

—¿Qué ocurre? —dijo un oficial al encaminarse al mostrador.

Pero él no respondió ya que vio a la chica acercarse.

—Olivia, me encantaría poder hablar contigo. ¿Puedes quedarte un momento más, por favor? —le preguntó a la chica que lo miraba con sorpresa. Se veía cansada e incluso parecía que había llorado.

Él tenía debilidad por las mujeres cuando lloraban.

Se disculpó con el oficial y ella se acercó a él.

—Claro, ¿qué necesita?

La charla que mantuvo con la joven allí dentro se quedaría con él en su cabeza. Había dicho más verdades que en mucho tiempo, pero la chica no lo entendería.

Se subió a su coche y pensó en las ganas que tenía de acariciar el cabello de su esposa.

Esperaba que se portara bien... o mal, era mejor que se portara mal: quería verla llorar.

 

Preludio

La prisión del chico solitario

2014

El hombre caminaba por la prisión con paso lento, casi como si estuviera dando un paseo para conocer las instalaciones. Lo cierto era que las conocía de memoria: cada reja, cada habitación, cada adoquín en el piso, él era parte de la prisión y de las personas que la habitaban.

Era casi mediodía, el almuerzo estaba por ser servido, pero el comienzo del verano había traído consigo horas extras de aire libre para los reclusos, así que él mantenía su rumbo hacia el patio.

Estaba con un humor bastante irritable desde hacía días, la falta de alcohol lo hacía sentirse débil, poco estimulado, inútil. Cualquier mínima cosa lo hacía saltar para mal. Por ese motivo, se había tomado un par de semanas de vacaciones cuando se las ofrecieron.

En el patio, saludó a los guardias con calma, apenas con un movimiento de la cabeza. Al ver los pequeños y apretados grupos de convictos se preguntó cómo se juntaban. Casi apostaría que no se podía tener amigos en un lugar así, pero la camaradería ahí estaba. Bromeaban, charlaban con seriedad y se daban pequeños golpes como si fueran colegas.

Grupos reducidos de mierda dentro de la enorme pila de excremento que era la prisión.

No les prestó demasiada atención: lo que él buscaba entre las hostiles miradas no lo encontraría en un grupo.

El joven solitario.

No estaba allí. Eso irritó al oficial.

Un prisionero, al ver la mirada perdida del hombre, se acercó. Lo conocía de los domingos, era el único que visitaba a uno de los asquerosos de la prisión.

—No está aquí, si es a él a quien buscas —dijo en tono burlón. Los tipos con los que estaba lo miraron con recelo.

El hombre lo contempló con rostro serio, intentando no demostrar la inquietud que se estaba apoderando de él.

—¿Dónde está? —preguntó sin mucha esperanza de una respuesta.

—Si tiene suerte, a esta altura estará muerto.

Sus coleguitas se rieron de la gracia en la distancia. El hombre se alejó del preso, quien lo miraba con resentimiento, y decidió preguntar a un guardia. Por lo general, buscaba evitarlos, no siempre eran amables con él: no entendían que hacía allí.

—El convicto fue atacado anoche, se encuentra en la enfermería.

El hombre no escuchó más y se dirigió hacia allí. Odiaba que eso pasara. Sabía que atacaban al chico, pero no había acabado en la enfermería hasta ese momento. Él se había encargado de que no fuera así.

Al llegar a la puerta, el olor a hipoclorito de sodio y alcohol etílico llegó a sus fosas nasales. El guardia le impidió el paso hasta que él mostró su placa.

Entró y lo encontró. Había dos camillas y solo una estaba ocupada. El muchacho que la ocupaba tenía un ojo abierto y el otro demasiado hinchado como para poder abrirlo. Sonrió con tristeza al ver a su visitante.

—Feliz domingo, oficial, lamento recibirlo de esta forma.

—Muchacho, ¿es que acaso no entrenas? ¿Cuándo aprenderás a defenderte? —reclamó al ver los moretones en el rostro y brazos del chico. Se metían con él por ser delgado, joven y débil, después de todo, no era el único que había cometido atrocidades.

—Tranquilo, solo es una costilla rota.

Franco Stretcht torció la boca. A pesar de repudiar el comportamiento de los convictos, los entendía. Entendía que se las agarraran con el chico por los crímenes que había cometido, con él se desquitaban por todos. Pero solo el oficial sabía la verdad, o eso creía. Sin embargo, no era nada que los presos quisieran o les interesara oír.

—Nuestra visita deberá ser aquí hoy. ¿Cómo se encuentra mi madre?

Franco sonrió con ligereza y se sentó en la silla de plástico de la enfermera. No sabía qué responder a eso. Su madre estaba bien físicamente; su mente era otro tema.

—Está bastante tranquila, los medicamentos la mantienen un poco sedada. Tu padre quiso ir a verla a la clínica de reposo, pero Perune le negó la entrada.

El muchacho comenzó a asentir con la cabeza, pero se detuvo al instante con una mueca de dolor por las heridas. Además, el policía sabía que él se sentía responsable por el estado mental actual de su madre.

Franco lo miró con culpa, los pasados dos domingos no había podido acudir porque estaba transitando la desintoxicación del alcohol. No es que fuera un alcohólico, pero bebía casi todos los días y, muchas veces, lo hacía de más. Tal vez sí era un alcohólico...

En realidad, ya había pasado por eso. Una vez, cada cierto tiempo, alguien aseguraba tener una pista de su hija. Él comenzaba a seguir el caso y dejaba el alcohol de lado para tener su atención puesta en la investigación. Pero esta vez no pudo solo. Y no solo eso, sino que sus superiores decidieron alejarlo de la investigación y del trabajo en general, asegurando que no estaba apto. Creían que seguir con eso lo lastimaba, que era algo tóxico para él, y le dieron vacaciones obligatorias.

Así que había decidido ir por su cuenta. Por este motivo, ese día, a pesar del estado del chico, le haría algunas preguntas.

—Avan, necesito tu ayuda.

1. La araña en la taza de té

1996

En el jardín de la familia Stretcht se celebraba la hora del té. Una niña de nueve años, de cabello castaño y ojos marrones, se sentaba a la cabecera de la mesa. Era la más educada y atenta anfitriona que los animales de felpa hubieran visto jamás.

Siempre ofrecía una galleta extra o un poco más de té.

«¿El Señor Conejito no quería más azúcar? ¿La Osita Mimosita no prefería leche tibia?».

La madre de la pequeña sabía que, llegadas las cuatro de la tarde, casi todos los días era la hora del té. Preparaba té invisible y galletas de aire, y los colocaba en la mesa del jardín bajo el bello sauce. Su hija le agradecía mientras iba a recibir a los invitados.

Cada peluche del cuarto de Alena recibía una cordial invitación y, después, asistían con sus mejores galas. La osita de color rosa tenía un moño verde, mientras que el perro con manchas usaba un collar de corazones. Así preparaba la reunión.

Alena servía té, oía anécdotas y contaba chistes a sus invitados. Su madre, cuando no asistía a la celebración, la miraba desde la casa, encantada por la imaginación que podía llegar a tener su hija.

Los días de lluvia y en el frío invierno, la hora del té se celebraba adentro, en la mesa de la sala, con música de fondo. Alena estaba casi una hora jugando a ser la anfitriona ideal de sus amigos peludos. Se reía a carcajadas y, muchas veces en su torpeza, terminaba derramando el té. A su madre la aseguró un día que había oído una acalorada discusión entre Osita Mimosita y el perro con manchas por un lugar en la mesa.

Mientras Mélanie Stretcht dejaba una taza más en la mesa para la vaquita que le habían regalado a su hija, se percató de la arañita insignificante que había dentro.

—Oh, mira, Ali: una araña. —Le mostró el fondo de la taza a su hija.

—Mami, es preciosa. Déjala libre en el jardín, ¿sí? —pidió al mirarla con ojos abiertos por la sorpresa.

Mélanie miró el collar de cuentas de su hija, el labial que siempre le «robaba»—el único que siempre estaba en el estante al que ella llegaba— y los muchos anillos que se ponía. Sonrió y dejó la taza de té en un arbusto cercano hasta que la arañita salió.

Cuando se dispuso a volver junto a su hija, oyó el estruendo de un camión.

Mélanie no se caracterizaba por ser una persona entrometida, pero el ruido alertó a su hija, la cual corrió hacia dentro, directo a la puerta principal. Ella la siguió, deseosa por saber del alboroto, aunque se podía hacer una idea de qué era lo que ocurría.

Hacía casi una semana el cartel de venta de la casa de enfrente había desaparecido y, efectivamente, lo que habían oído era un camión de mudanzas.

Alena miró el vehículo y recordó lo que su padre le había dicho de las mudanzas: «Se piden tres deseos, pequeña, uno para ti y dos para quienes se mudan».

Así que ella cerró los ojos y pensó: «Quiero que sean felices, que tengan un perrito y quiero un amigo».

No estaba segura de si el deseo del perrito era para ella o para los nuevos vecinos, pero ¿a quién no le venía bien un perrito?

Ella tenía un montón de perritos en la casa de su abuela, a dos calles del lugar, pero su mami no la dejaba tener ninguno allí. Cuando Alena le preguntaba el motivo, ella siempre decía que no.

«No, porque no».

Así que de verdad quería que los nuevos vecinos tuvieran un perrito y un niño de su edad. Había niños en su calle, pero eran más grandes o más pequeños. Ella había intentado invitarlos a la hora del té: los más pequeños terminaban corriendo por todos lados, y los más grandes hablando entre ellos. ¡Ninguno le había dicho a la Señorita Rana lo bien que le quedaba su nuevo sombrero!

—Ali, amor, entra que iré a saludar a los vecinos.

Alena entró en la casa, porque nunca desobedecía a su madre y porque debía juntar sus juguetes. Estaba demasiado entusiasmada con que hubiera una niña o un niño nuevo en la calle como para escuchar las historias del día de sus amiguitos animales.

La señora Stretcht cruzó la calle cuando un joven bajó del camión por el lado del copiloto. Un par de vecinos también se acercaron.

El muchacho abrió mucho los ojos al ver a sus nuevos vecinos con cara de curiosidad y luego sonrió con torpeza.

—Ho... Hola, ¿cómo están? —dijo intentado ocultar su nerviosismo ante el escrutinio de esas personas.

El conductor del vehículo bajó también, no saludó a nadie y abrió la puerta de la caja del camión.

—Bienvenido al barrio, joven —dijo la señora Samuels con una sonrisa fingida luego de echarle un vistazo al hombre en la parte trasera del camión.

—Ah, muchas gracias, soy Octavio Morales, es un placer conocerlos.

Mélanie le dedicó una sonrisa de bienvenida y él la miró más de la cuenta. Aunque en defensa del chico, los demás vecinos que se acercaron a él tenían dentaduras postizas.

Alena miraba la escena con curiosidad desde la ventana de la sala. Apenas veía por las demás personas que rodeaban el camión.

Pero la decepción pintó su rostro al no ver ningún perro ni ningún niño.

Seguiría tomando el té, sola por las tardes.

−−−−−−− ❋ −−−−−−−

—Franco, cariño, se han mudado a la casa de los Kozlov —dijo Mélanie en la cena.

—Al fin. Me estaba comenzando a preocupar por cómo estaba creciendo el pasto en esa casa, además, alguien podía entrar y ocuparla.

La cena era el único momento del día en el cual los tres estaban juntos y despiertos en la casa. Franco trabajaba en la comisaría desde el mediodía hasta las ocho de la noche. Mélanie salía de casa 9:30 p. m. para cumplir su horario de enfermera, volvía a las 6:30 a. m. para llevar a Alena a clases y luego dormir hasta las tres de la tarde porque la camioneta que traía a su pequeña la dejaba en casa.

Eran horarios bastantes caóticos, pero así se organizaban para mantener a flote su economía. Franco era un patrullero que custodiaba la seguridad en auto: hacía más de dos años que decían que estaba listo para un ascenso, pero no se veía en un horizonte cercano.

Así que ambos trabajaban y cuidaban la casa, compartían tareas y la crianza de su hija.

Se amaban el uno al otro como a nadie, eso era lo que los mantenía unidos en aquella situación. Eso, y el hecho de que Alena pasara casi todo el domingo con su abuela y les daba un tiempo para ellos.

—Octavio se llama el muchacho, parece muy amable. Se mudó aquí porque sus padres le compraron la casa, está mucho más cerca de la universidad en la que comenzará a trabajar. Está solo, al parecer. Creo que un poco de sangre fresca le viene bien al lugar, ¿no?

—Por supuesto. Ali, princesa, estás muy callada —dijo Franco al notar el silencio de su hija.

—Es que hice lo que me dijiste de los deseos, y ninguno se cumplió, papi. No hay ni un perrito ni un niño de mi edad para que sea mi amigo.

Alena estaba haciendo un puchero, eso derretía a sus padres. Ellos le sonrieron con cariño.

—Ay, mi amor, el receso festivo del colegio está por terminar y verás a tus amiguitos otra vez, falta solo un fin de semana —propuso su madre con cariño.

Mientras tanto, en la casa de enfrente, un hombre se dedicaba a desempacar cajas y cajas repletas de porquerías y artículos que no entendía porque había traído de la casa de sus padres.

Pero no se quejaba, tenía toda la noche por delante.

2. De muñecas y caramelos

1996

Alena estaba concentrada, tenía que preparar su mochila para el día siguiente: volvía a clases y estaba bastante emocionada. No tanto por estar en el colegio, sino por el hecho de ver a sus amigos cada día.

Así que guardaba sus cuadernos, los lápices de colores, las brillantinas y, también, caramelos para toda la clase. Sonreía mientras contaba el número de sus compañeros y agregaba uno extra para la maestra.

Ella adoraba los caramelos, sus padres le dejaban comer solo dos al día: uno luego del almuerzo y otro luego de la cena —su abuela dejaba que comiera cuatro, pero nadie debía saber eso—. Disfrutaba como los caramelos se deshacían de forma lenta en su boca, era una explosión de dulzura y de fruta. Amaba todos los tipos de caramelos, pero sentía predilección por los dulces duros, esos que no se deben masticar, que uno espera a que se reduzcan lo suficiente para triturarlos entre los dientes con un particular sonido, como si uno masticase diminutos trozos de vidrio saborizado e inofensivo.

Así que su cuarto estaba lleno de caramelos: en pequeños tarros y pintados por todas las paredes. Flores, dulces y delicadas mariposas llenaban los muros de su dormitorio. Ella los había elegido hacía más de un año y, cada vez que los miraba, sentía que estaba en un mundo de fantasía y azúcar.

Sus padres habían dejado que ella acomodara su mochila desde que cumplió seis años, claro que en la noche su madre revisaba que llevase todo lo esencial y que no hubiera ninguna muñeca dentro. Alena solía guardar una muñeca pequeña al fondo, así se sentía acompañada; pero su madre siempre la descubría y la sacaba: en el colegio no permitían llevar juguetes de la casa.

—Pisto... isto, todo listo —dijo tras cerrar la cremallera. Dejó la mochila en la mesita de noche y llamó a sus padres: eran casi las diez y media de la noche, y estaba lista para dormir.

—Dulces sueños, princesa —dijo su padre, y le dio un beso en su cabeza. Su madre la abrazó y susurró una oración en su oído antes de alejarse.

Alena se acurrucó en su cama con olor a jazmín mientras sus padres se preparaban para la infernal rutina del día siguiente.

−−−−−−− ❋ −−−−−−−

—Sí, ma, he hablado con los vecinos. No, ma, no los he invitado a comer. Tranquila, ya tendré ocasión. Adiós, mamá, cuídate. Sí, le enviaré tus saludos al director Sadelo.

Octavio cortó la comunicación y puso los ojos en blanco. Solo ese día, su madre había llamado, como mínimo, seis veces. Y no eran pequeñas llamadas, resultaban ser teleconferencias de más de quince minutos.

Su familia actuaba así: unos encima de los otros en cada momento, por eso él había corrido lejos. Aunque del teléfono no podría librarse, ¿por qué los técnicos no habían tardado un par de días más? Ayer había podido evitarlo, pero ese día debió llamarla.

A veces, él mismo creía que era un idiota. Había huido lejos de casa, pero su padre casi lo había echado y su absorbente madre era quien más sufría con esa situación.

Esperaba que mañana fuera todo un poco más emocionante que desempacar cajas y presentarse a cada miserable vecino de la cuadra.

Ah, sí. Debía presentarse a cada miserable estudiante de sus dos clases. Además, sería extraño porque él era demasiado joven, ellos serían su primera clase, y porque su predecesor había muerto atropellado por un autobús.

Sus padres eran buenos amigos del director, así que, cuando culminó su profesorado el semestre anterior, su padre telefoneó por vacantes para que su hijo trabajara casi en la otra punta del estado. El director se había comprometido a avisar si «surgía algo». Octavio estaba seguro de que ese era un hombre de palabra.

El joven sacó una botella de cerveza de la nevera y brindó al vacío. Por el comienzo de su nueva vida, y por encontrar una buena distracción en su monótona existencia.

Amaneció con esa idea en la cabeza. Tal vez se comprara una planta; su madre tenía millones y la mantenían ocupada.

Anudó su corbata, se prometió que la usaría solo la primera semana y salió. Se preguntaba si un cactus o un helecho lo distraerían lo suficiente sin sacarlo de quicio.

—Ali, preciosa, sube que vamos tarde.

Octavio oyó una voz. La identificó proveniente del auto de la casa de enfrente, donde vivía la amable mujer que le había hecho un pastel de bienvenida: él creía amarla solo por eso. Una niña corrió hacia el coche mientras un hombre cerraba la puerta. Octavio supuso que sería el padre de la pequeña.

Ella llevaba un uniforme de falda azul hasta más abajo de la rodilla, calcetas hasta más arriba de lo que se podía ver, camisa gris y corbata roja.

«Extraña elección de uniforme», consideró Octavio.

Observó a la niña hasta que entró al auto. La señora, cuyo nombre no podía recordar, lo saludó con la mano y arrancó.

El joven estaba seguro de que hoy daría el mejor discurso motivacional de su vida.

Octavio emprendió su camino a la universidad, iba temprano, así que caminar era una buena opción.

2014

Avan estaba incorporado en la cama y la enfermera comprobaba que tomara las pastillas. Franco lo miraba casi con impaciencia.

—¿Por qué me cuentas esto ahora? —preguntó Avan luego de unos minutos, cuando la mujer los volvió a dejar a solas.

El oficial suspiró y observó las paredes de la precaria enfermería, descoloridas y descascaradas, con manchas negras de humedad cerca del techo y tubos de luces con la parte superior marrón grisácea por el polvo que nunca se sacudía.

«¿Cómo explicarlo?».

—Una mujer cree tener una pista. Asegura que su vecina es idéntica a la chica de la reconstrucción facial de mi hija a la edad que se supone tendría. Hace un par de meses se lanzó esta campaña con casos de niños desaparecidos que nunca han sido encontrados y pues...

—Entiendo, pero ¿en qué te puedo ayudar? —volvió a preguntar Avan, un poco confuso. Tenía idea de lo que podía llegar a preguntar, pero no estaba seguro de tener una respuesta.

—¿Cómo es que todo terminó como terminó? ¿Tú y... ya sabes? Por lo que me has contado, ella se fue contigo, pero tú la incentivaste, ¿crees que...?

Avan tragó saliva con fuerza, Franco se estaba metiendo en un terreno delicado.

—¿Qué a tu hija pudo ocurrirle algo parecido? No tengo idea, Franco. No creo que tu hija haya asesinado a su madre y huido con su vecino, digo, ¿es eso lo más común? ¿Cuántas posibilidades hay?

El más joven miró con pena al oficial. Mientras este asentía, Avan tuvo una idea.

—Si me hablas de la investigación, tal vez puedo unirla con mi experiencia y, pues, al menos sacar algo nuevo en claro. ¿Qué dicen tus colegas de esto?

—Nada en realidad, me estoy tomando unas vacaciones.

Ambos se miraron en silencio; cada uno aceptaba los demonios e inseguridades del otro.

—Te sacaron del caso, ¿verdad?

—Me prohibieron acercarme a la comisaría.

Ambos se rieron, una risa queda que murió demasiado deprisa.

—Entonces estamos en un gran problema, Franco. Pero estoy acostumbrado, no te preocupes. Si hay algo que se pueda hacer, lo haremos.

Y así, recluso y captor, sellaron un trato de colaboración.

3. Travesuras

1996

—Soltera, casada, viuda, divorciada. Monja, gitana, española, americana. Con un pobre, con un rico...

—¡Ah! ¡Alena se casará con un rico! —gritó Micaela cuando Alena tropezó con la cuerda. Las dos rieron mientras otra niña pasaba al centro. Dos chicas comenzaron a cantar la canción y a girar la cuerda.

El recreo llegaba a su fin y las niñas ya se habían puesto al día respecto a sus vacaciones.

Micaela había pasado los días en un hotel con piscina y Silvia había ido a conocer a su pequeño sobrino a otro estado. Alena no había hecho mucho, más que pasar el tiempo que pudo con sus padres y con su abuela.

—Mica, Silvi, mamá dice que este sábado pueden ir a casa a dormir —dijo Alena con entusiasmo.

—Solo si prometes cancelar tu hora del té —negoció la más alta, Micaela.

Las amigas de Alena no entendían su fascinación por celebrar una fiesta del té casi cada día. Los padres de Micaela habían cursado su divorcio hacía un par de meses y la pequeña había pasado más tiempo en la casa de Alena y Silvia que en la suya propia. Sin embargo, cuando estaba en casa de Alena, le tocó participar en un par de horas del té y no le parecían demasiado divertidas. Silvia, en cambio, nunca había vivido la experiencia de primera mano, pero no creía que fuera algo muy interesante. No obstante, no juzgaba a su amiga: después de todo, ella seguía creyendo en las hadas.

—Ustedes se lo pierden —dijo Alena con una sonrisa mientras se encogía de hombros.

—Micaela, le gustas a Tomás —dijo entre risas un chico al pasar mientras iba al salón.

—¡Te voy a matar, Travis! Es mentira, Mica —comentó otro, Tomás, quien corrió tras su amigo con las mejillas demasiado rojas.

Las tres chicas se miraron y rieron.

—No entiendo a los chicos, son muy tontos —comentó Silvia mientras seguían al grupo rumbo a clases.

—Exacto, si una chica te gusta, se lo dices y listo, ¿no? Eso haría yo —dijo Alena, muy convencida de sus palabras.

—Entonces, ¿por qué no vas y le dices a Astrud lo lindo que te parece? —la retó Micaela tras alzar las cejas.

—Porque..., pues, no me interesa que lo sepa, además a él le gustas tú —dijo Alena.

—¿Yo? —cuestionó, esperanzada, Mica.

Alena asintió. En realidad, le parecía que Astrud la miraba demasiado, a ella... no a Micaela. Pero había oído a Micaela comentar lo lindo que estaba él luego del verano, así que no se lo diría.

En realidad, a Alena no le interesaban los chicos, por lo general, le parecían muy desagradables. Pero Astrud era bastante amable y divertido. Era adoptado, y provenía de Noruega, tenía un acento adorable y todas sus compañeras estaban tras él. Aunque a ninguna le interesaba de verdad el chico, solo era curiosidad porque era «el nuevo», a pesar de que hacía tres años que estaba en la escuela. Tadeo, por ejemplo, había entrado ese año, pero Tadeo casi no tenía amigos porque no era noruego. Astrud tampoco era muy popular entre los varones, pero al menos tenía su grupo de amigos, y luego estaba Alena.

—Tú eres su amiga, ¿de verdad crees que le gusto? —preguntó Mica con insistencia.

Las chicas se sentaron y Alena se encogió de hombros.

—Siempre te mira —contestó y lo señaló con los ojos. Astrud miraba en su dirección.

Micaela miró con disimulo y rio junto a Silvia.

No es que Alena tuviera algún problema en decirle a alguien lo que creía o pensaba, pero Astrud era su amigo. Y decirle a un amigo del sexo opuesto lo lindo que te parece no le resultaba una idea muy inteligente, más aún si quería que continuaran siendo amigos.

Además, a Astrud no le parecía extraña su fascinación por el té imaginario.

−−−−−−− ❋ −−−−−−−

Los adolescentes no eran el fuerte de Octavio, pero los adolescentes entrando en la adultez le resultaban insoportables. Caminaban, reían, conversaban como si el mundo fuera de ellos. Aunque tal vez lo fuera.

Octavio había hablado con ellos y ellos habían quedado encantados, como siempre ocurría cada vez que él abría la boca. Era una especie de magnetismo innato que tenía, como si la gente estuviera dispuesta a lo que fuera por él. Al principio, no lo entendía; pero ahora lo manejaba a su antojo.

Era el recreo entre horas y él estaba sentado en su escritorio, estirando la espalda y pensando en el uniforme que él solía usar cuando iba a la escuela, cuando alguien golpeó la puerta abierta. Ni se movió de su asiento, solo murmuró un permiso para que, quién estuviera en la puerta, entrase.

—Profesor Morales, soy Kaitlyn —comentó una chica al entrar.

«Profesor Morales», aún le parecía extraño cómo sonaba y eso lo hizo sonreír.

Al parecer, su sonrisa alentó a la chica para continuar hablando.

—Me he enterado de que viene desde otro estado...

—Frontera del estado. Las noticias aquí vuelan, ¿no? —preguntó, simpático.

Kaitlyn era la típica universitaria promedio. Jeans desgastados de corte alto, camiseta negra que dejaba ver su ombligo y una enorme camisa de mezclilla. Tenía el cabello con poco volumen, castaño y lacio, y lo adornaba con una tiara gruesa.

«Pintoresco», pensó el profesor.

—Sí, pues, mi familia y yo también venimos desde lejos y sé lo difícil que puede ser mudarse...

«Y aquí está el coqueteo: una mordedura ligera de labios y toqueteo de pelo», siguió pensando Octavio mientras la observaba.

—Sí, es bastante difícil acostumbrarse, pero por suerte mis vecinos son muy serviciales y se han ofrecido a todo, desde mostrarme la zona hasta prepararme comida —dijo él con una sonrisa mientras volvía a estirar su espalda.

La cara de decepción de la chica lo hizo confirmar sus sospechas: venía a ofrecerse como voluntaria para mostrarle el lugar.

No es que Octavio fuese precisamente el hombre más atractivo, pero el hecho de que fuera joven despertaba interés, era el típico morbo del profesor. Sabía que eso pasaría, pero era el único trabajo que le daría ingresos de inmediato mientras se forjaba un nombre en el mundo de la arquitectura.

Además, le gustaba un poco esa atención extra... cuando él quería.

—Oh, me alegro de que hayan sido tan amables.

Se instauró un silencio incómodo entre ambos. A Octavio, en realidad, no le molestaba, disfrutaba ver cómo la chica se devanaba los sesos mientras pensaba en qué decir a continuación. Pero como él era un encanto, acudió a su rescate.

—Sí, yo igual. Espero que seas buena estudiante, tu participación de hoy me hizo notar que no eres para nada tímida.

Y ahí estaba, la sonrisa coqueta otra vez. La chica parecía reaccionar de manera instintiva a las palabras del hombre.

—La timidez no está en mi vocabulario, profesor.

Octavio sonrió, complacido. Tal vez, la señorita Kaitlyn podría ser su distracción.

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—Nadie sale de aquí hasta que no encontremos la tijera de Tadeo. ¿No creen que ya están grandes para esto?

La maestra Debat miraba, enojada, a los niños.

Todos se quedaron en silencio. Tadeo estaba parado en el frente mirando a la clase con timidez. A Alena le daba pena, en realidad, había hablado con él un par de veces, pero era demasiado tímido y respondía con monosílabos. La única que conversaba con él era Silvia, porque lo encontraba similar a sí misma antes de que fuera amiga de Micaela y Alena.

—¿Y bien? No me hagan revisar mochila por mochila.

Alena y Micaela se miraron y se encogieron de hombros. Luego Alena, casi por costumbre, miró hacia el lugar de Astrud. Él miraba en su dirección. Alzó las cejas dos veces, señal de que escondía algo.

Alena supo en ese momento que él había tomado la tijera; pero no dijo nada.

La maestra revisó todas las mochilas y, por fin, la encontró tirada en el bote de basura. Camille sugirió que buscaran allí.

Salieron un poco tarde, por lo que los mejores asientos en la camioneta escolar estaban ocupados; pero Alena no se quejó. Solo podía pensar en el pobre Tadeo y en que todos parecían burlarse de él.

—Hola, pequeña mía, ¿cómo te fue hoy? —preguntó su madre cuando ella bajó del vehículo.

—Los niños son unos idiotas, mamá. Molestan mucho a un compañero de clase, Astrud está entre ellos.

Mientras entraban en la casa, Mélanie pensaba en qué decirle a su hija.

—Debes hacer algo, hablar con el chico o pedirle a Astrud que no lo moleste. Es muy triste que tus propios compañeros te aparten.

Alena pensó en eso la tarde entera mientras jugaba con sus muñecas y fue el tema principal en la reunión de té de ese día. Se preguntó si a Tadeo le gustaría el té y si Astrud se enojaría con ella por invitarlo.

4. El color lila

1996

Franco miraba con seriedad a su hija, quien estaba vestida con su pijama lila favorito. Ella le respondía con ojos taciturnos. Estaban sentados en la sala, con el estómago lleno por la cena y tenían una «guerra de miradas». Había comenzado cuando Franco le pidió a Alena que terminara de prepararse para acostarse, a lo cual ella se negó. Casi cada noche era igual.

Su padre solía ser flexible con su hija en ese aspecto, le gustaba fingir que era un padre estricto con opiniones fuertes y límites muy visibles, pero la realidad era que solo quería verla feliz. Y, en ese caso, cinco minutos más fuera de la cama eran un montón de sonrisas a la hora de dormir.

Alena había nacido el mismo año en el cual Franco había ingresado al cuerpo de policía de la ciudad. Por ese entonces, llevaba un año casado y Mélanie tenía poco más de tres meses de embarazo. Vivían en un minúsculo monoambiente en un edificio de estudiantes, por lo que criar un bebé allí era imposible. La madre de Mélanie, a pesar de nunca haber estado de acuerdo con su matrimonio y convivencia, decidió alquilar una casa. Ahora, ya habían comenzado a pagar las cuotas para que la casa en la que vivían fuera suya en verdad.

Y allí crecía Alena, rodeada de un hermoso jardín y con una habitación digna de una princesa, con más muñecas y peluches que estrellas en el cielo, o eso decía ella.

Sus padres se esforzaban al máximo para que no sufriera ninguna carencia, y no querían ayuda de ninguno de los abuelos de la niña, por más que la madre de Franco insistiera en darles algún préstamo. Ellos querían ganar las cosas por sí mismos y llegar a pagar la deuda que había contraído con la madre de Mélanie.

A Franco le costó años hacerse respetar un poco en la comisaría. Había pasado de servir el café a llevar papeleo de una central a otra. Luego fue a las patrullas. Hacía casi cuatro años que trabajaba en una junto a Parvanov, un hombre con una personalidad bastante interesante. El hombre aseguraba que todos los males del mundo podían arreglarse si todos viviéramos como si cada persona fuera uno mismo. Franco creía que tenía razón, pero que le parecía un pensamiento bastante utópico.

Era un trabajo que amaba, nada lo hacía más feliz que sentirse parte de algo más grande, de saber que él podía contribuir a la justicia en el mundo. Nada lo hacía más feliz que el brillo en los ojos de su hija, repletos de orgullo por su padre.

Era peligroso, sí. Casi dos años atrás había recibido un balazo en el brazo derecho en el robo de un mercado. Él estuvo en el lugar y en el momento equivocado; pero su hija había estado con él en el hospital mientras le cerraban la herida, cosa que los doctores no querían permitir. Alena insistió tanto que la enfermera le permitió quedarse allí. Tomó la mano de su padre y le dijo que todo iba a estar bien: lo mismo que él hacía cuando ella caía y tenía alguna herida.

Franco sonrió al recordarlo, por lo cual perdió el duelo de miradas.

—Papi, igual iré a dormir; estoy algo cansada —dijo ella de todas formas.

—Claro, amor, lava tus dientes y a la cama.

Franco estaba haciendo zapping en la tele mientras su niña se preparaba para dormir, estaban pasando las repeticiones de noticias y dejó ese canal de fondo.

—¡Estoy lista, papi! —gritó ella desde su cuarto.

Franco se levantó del sillón, estiró su espalda y se dirigió al cuarto de su hija: la segunda puerta a la derecha. Allí lo esperaba Alena acurrucada en la cama.

—Hasta mañana, que sueñes con los angelitos —dijo ella.

—Hasta mañana, amor.

—¿Puedo soñar? —preguntó ella como siempre.

—Duerme bien, pequeño ángel. Sueña hermoso, luz de mi vida. Sé feliz, siempre —dijo Franco y besó la cabeza de la pequeña. Cada noche se despedían de la misma forma.

Alena con «soñar» se refería a imaginar, a planear, a fantasear.

Mientras su padre salía de la habitación, ella estaba trazando un plan para cuando fuera presidenta del país. En su mente, eso era tan posible como ir a la escuela al día siguiente.

En su mente, nada le parecía imposible.

Y Franco siempre la alentaba a pensar de esa manera. Mélanie era algo más reservada al respecto, quería que su hija soñara en grande, pero no que creyera lo imposible. Prefería que Alena se mantuviera en el plano de la realidad. Eso había ocasionado alguna discusión en la pareja, pero siempre podían solucionarlo.

Franco se sentó un momento en el sofá mientras esperaba la llamada de su esposa desde el hospital para desearle dulces sueños.

Miró las noticias casi sin verlas, hasta que una le llamó la atención.

Una niña había sido secuestrada en la otra punta del país. Era el tercer niño que desaparecía en los últimos tres meses.

Franco no era paranoico con respecto a la seguridad de su hija, le preocupaba como a cualquier padre, pero el ser policía le hacía entender de primera mano que había gente mala en el mundo, y también gente buena que tomaba malas decisiones. Así había pasado con el hombre que le había disparado, en realidad, solo robaba el lugar para llevar dinero a su casa. Nunca se imaginó que la policía llegaría, ni tampoco se imaginó que terminaría disparando en un momento de desesperación. Cuando interrogaron al muchacho, solo preguntaba si el hombre que había herido estaba bien.

La gente toma malas decisiones todo el tiempo. Sin embargo, lo que pasaban en las noticias en ese momento, el secuestro de un niño, era más que una mala decisión. Era malévolo, impensable para Franco.

Lo que le tranquilizó un poco fue que la policía parecía tener una buena pista: alguien había anotado la matrícula de la camioneta a la que habían subido a la niña.

Sonó el teléfono y atendió:

—Buenas noches al esposo más lindo del mundo —dijo Mélanie, contenta.

—Por favor, cariño, ¿qué tal si te atiende mi amante y oye eso? —dijo él en tono jocoso mientras apagaba la televisión.

—Si atiende tu amante y oye eso es posible que te dé una dosis extra de sexo.

—Te amo, buena jornada. Cuídate, preciosa —susurró Franco.

—También te amo, amor. Duerme bien —dijo ella en respuesta.

Él sonrió como tonto enamorado y luego colgó.

Aunque no pudo dormir bien.

Soñó que una camioneta se llevaba a Alena y él no podía impedirlo.

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En realidad, él no quería hacerlo, pero era eso o masturbarse. Así que no tuvo vergüenza alguna cuando entró en el prostíbulo con rostro serio.

Por lo general, no le gustaba pagar por sexo, pero esta vez lo consideró conveniente dada su situación de recién llegado. No es como si se le pudiera tirar a cualquier alumna o vecina encima y pedirle sexo. Él no era así.

Había chicas bonitas allí, pero solo el hecho de pensar que se habían acostado con más hombres en su vida que libros habían leído lo enfermaba.

Se acercó a la barra y preguntó por la que menos tiempo llevara allí. Un hombre muy ebrio le gritaba a una chica mientras le tiraba su trago sobre la poca ropa que llevaba. Octavio apretó los puños mientras oía que Julia, quien vestía de rosa esa noche, era la más nueva.

Así que, pasando del tipo ebrio y de la chica vestida de verde, buscó ropa rosa. Esperaba que Julia no se encontrara ocupada y, ¿por qué no ser sincero?, que fuera bonita.

La chica con lencería rosa miraba con desagrado a los hombres mayores que estaban sentados a sus costados. Ambos le sobaban los senos sin descanso. Ella no podía elegir a sus clientes: ya no era dueña de su cuerpo. Vio que un hombre joven se aproximaba hacia allí. Era un par de años mayor que ella e iba bien vestido: esos eran los peores.

Julia podía lidiar bien con los borrachos, pero no con los jóvenes apuestos y educados.

—Señores, me llevo un momento a la señorita —dijo él y miró a los clientes.

En otro momento, tal vez ella hubiera puesto los ojos en blanco y hubiera seguido sentada allí, pero estaba casi segura de que uno de ellos se había orinado en los pantalones, y de que el otro no estaba muy lejos de vomitar sobre sus piernas.

—No, no, muchachito. La «señorita» es nuestra —dijo el más barbudo mientras arrastraba las palabras y hacía comillas en el aire al referirse a ella como una «señorita». La poca luz del local le impedía ver bien al chico que estaba de pie, aunque la iluminación, en general, le impedía ver correctamente a Julia. De esta forma, ella no sabría qué tan desagradables eran sus clientes.

Pero Octavio veía con claridad los senos de la prostituta así como sus labios gruesos y su piel morena. Al menos, no parecía tener más maquillaje que rostro.

—Oh, señores, no me tomará mucho tiempo. Soy su primo y mi tía me envía. Su mamá está bastante resfriada estos días y necesita hablar con la señorita respecto a la medicación que debe tomar. Soy la lechuza mensajera de esta familia —dijo él con una sonrisa y negó con la cabeza. A Julia no se la había pasado como había enfatizado la palabra «señorita».

Julia no estaba segura de si los hombres habían entendido las palabras o simplemente era demasiado para procesar, pero la soltaron. Ella se paró, agradecida por el ingenio del joven, quien no parecía muy demandante ni era tan apuesto como le había parecido en un principio.

—¿El rosa es por algo en especial? —preguntó él con una sonrisa encantadora mientras se alejaban.

Julia lo miró extrañada.

—Es mi color favorito, ¿te gusta? —preguntó, coqueta, y tocó el cuello de la camisa de Octavio.

—Meh, prefiero el lila.

Ella sonrió, desconcertada. Luego recibió los mil pesos: una hora en el paraíso para él, y una hora en el infierno para ella.

Como cada noche.

5. Ventanas abiertas y nuevos amigos

1996

Octavio fue a trabajar sin haber dormido. No era la primera vez que iba a clases sin siquiera pasar por la cama —no lo había hecho como profesor, claro—.

Sin embargo, si había estado en una cama, aunque no toda la noche.

Luego de dejar a Julia con rostro aturdido, debido a las prisas de él, fue a caminar. Recorrió un parque y la costa del lago mientras sentía la delicada brisa matinal. Caminó sin descanso por las calles comerciales de aspecto lúgubre por tener todos los negocios cerrados. No solo necesitaba caminar, sino que quería conocer la zona. Y, a la madrugada, no había nadie que lo molestara.

Octavio no se sentía cómodo fuera de su terreno, necesitaba conocer a lo que se enfrentaba, necesitaba saber cómo moverse por los lugares.

Él era encantador, siempre lo había sido. Tenía un imán natural para las personas; desde pequeño lo habían alabado por eso: el más querido en su clase, pero también el más tranquilo. Tenía un encanto innato con los mayores, sabía comportarse en público y cómo tratar con la gente, qué comentarios hacer y qué gesto poner para que los demás estuvieran a gusto.

Y también sabía cómo manipular.

No lo hacía de forma lúcida. Era así, le salía de forma natural. No pretendía engatusar a su profesora años atrás para que le dijera las respuestas correctas de la prueba, simplemente una cosa llevó a la otra.

Claro que eso sucedió antes. Ahora era totalmente consciente de lo que podía hacer.

Desde siempre disfrutaba de las cosas simples de la vida. Había visto como el sol salía y teñía el agua del lago con los colores del amanecer y, ahora, oía que los pájaros cantaban y los sonidos de la gente que se ponía en movimiento. Les gustaba oír y observar. Se podía saber mucho solo por prestar atención a las cosas correctas.

En lugar de ingresar en su casa, se quedó sentado en la escalera de la puerta de entrada y reflexionó sobre su vida y sobre lo vacía que se sentía desde hacía un tiempo. Nada parecía llenarlo, ni siquiera lo conformaba diseñar complicados edificios imposibles de construir. Le faltaba algo, siempre le había faltado, pero ahora era más notorio. Antes creía que era culminar los estudios, vivir solo, tener una novia. Pero, de alguna forma u otra, había probado todo y no se trataba de eso.

A veces, él creía que algo le faltaba dentro de sí, algo de lo que carecía en su cabeza. Era como si todas las ventanas de su mente estuvieran abiertas y las corrientes de aire se hubieran apoderado de su cuerpo entero, llenándolo de aire y dejándolo vacío.

Estaba arrancando pastos y mirando la hora de su reloj cuando la puerta de la casa de enfrente se abrió para dejar salir a sus vecinas.

Mélanie parecía cansada ese día cuando levantó la mano para saludarlo, él sonrió y le devolvió el gesto. Su hija caminaba tras ella, apresurada. Octavio recordó entonces que la mujer había llamado «Ali» a la niña, por lo que supuso era Alicia, aunque podía ser Aline o Alison. No saber su nombre lo ponía nervioso. Los nombres eran poderosos.

Se levantó decidido a cruzar la calle, sin saber que diría.

—Disculpa, Mélanie, desde ayer estoy por preguntarte el nombre de tu hija.

—Oh, hola, Octavio, mi niña se llama Alena —dijo la señora Stretcht con una sonrisa y luego agregó al dirigirse a su hija—: Ali, princesa, saluda al nuevo vecino.

—Hola, soy Alena, ¿te gusta el té? —dijo ella y se acercó a él, extendiendo la mano para estrecharla.

Octavio inspiró hondo, no esperaba tener que hablar con la niña, solo necesitaba saber su nombre. Él no era muy amante de los niños, más bien los prefería lejos. Pero Alena lo miraba con sus vivaces ojos marrones y esperaba por una respuesta. Su madre sonreía con ternura.

Él estrechó la mano de la niña y la sintió cálida y fría a la vez.

—La verdad, Alena, es que adoro el té.

Era una gran mentira, pero ¿cómo no mentir cuando eso hizo que sonriera hasta que sus mejillas no pudieron más?

—Alena adora el té, ¿verdad? —dijo su madre al abrir la puerta del coche.

Alena asintió con energía mientras Octavio soltó su mano y notó que la había sostenido más tiempo del normal.

Él sonrió y dijo:

—¿Sabes? Tengo una prima segunda que es muy parecida a ti, ella se llama Alfonsina y es un poco más alta. —Otra mentira, pero le pareció lo mejor para justificar su extraño comportamiento—. Bueno, dejo de quitarles tiempo, ve a la escuela y estudia mucho, ¿sí? —culminó él.

Alena volvió a asentir y se metió al auto. Ella se dio vuelta en el asiento para despedirse, pero su vecino ya estaba entrando en casa.

Octavio estiró sus dedos mientras iba a la cocina a preparar café y se preguntaba si había alguien en el mundo con una prima segunda llamada Alfonsina. Se cuestionó sus acciones y se dijo que debía estar tranquilo, nadie en clase podía notar que no había dormido, ¿qué ejemplo daría?

Y también...

El café le quemó la lengua, y eso fue perfecto. Necesitaba centrarse.

Y llenar su vacío cuerpo con cafeína le parecía una buena forma.

−−−−−−− ❋ −−−−−−−

Alena invitó a Tadeo a pasar la tarde en su casa. Astrud la miró con morritos, pero se terminó por encoger de hombros, como si le diera permiso de hacerlo. Alena no necesitaba el permiso de ningún niño para hacer lo que quería, solo el de sus papás. Y su madre se había mostrado encantada, por lo que, cuando la camioneta dejó a ambos niños en su casa, los recibió con los brazos abiertos.

Alena había notado que Tadeo era tímido, pero que estaba feliz de que ella lo hubiera invitado. Aunque, en realidad, era muy probable que se hubiera emocionado fuera quien fuera el que lo invitara a pasar el rato.

—¿Prefieres Matemática, Ciencias Naturales o Ciencias Sociales? —le preguntó Alena mientras almorzaban arepas. Tadeo hizo la misma cara que Astrud cuando las probó por primera vez: le fascinaron.

—Creo que Matemática. Es lo que mejor entiendo —dudó él.

—¡Sí! Alguien que me entiende. Son número que hacen cosas lógicas, que puedes pensar, no cosas que debes memorizar.

—Memorizar es muy aburrido.

Alena asintió enérgicamente con la cabeza, pues tenía la boca llena.