Alguien así es el Dios en quien yo creo - Andrés Torres Queiruga - E-Book

Alguien así es el Dios en quien yo creo E-Book

Andres Torres Queiruga

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Este libro intenta ofrecer algunos rasgos fundamentales de una visión actualizada del misterio de Dios. Tratando de evitar el dogmatismo «alguien así» presenta una visión personal de la fe «es el Dios en quien yo creo» buscando la sintonía con las preocupaciones de la cultura actual. Procede por aproximación. Empieza con una primera presentación más sencilla, cálida y enunciativa de las que considera ideas centrales que marcan la alegría de la fe. Continúa acentuando de manera crítica la reflexión teológica sobre tres temas de especial urgencia: la idea de creación por amor, el problema del mal y el cuestionamiento de la oración de petición. Finalmente, se adentra en temas de más agudo interés especulativo: acogida cordial del «Dios de los filósofos», defensa apasionada del carácter personal de Dios y análisis del trayecto de Dios en la conciencia religiosa, que permite asomarse al abismo luminoso de la identidad presentida por los grandes místicos de todas las religiones.

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Alguien así es el Dios en quien yo creo

Alguien así es el Dios en quien yo creo

Andrés Torres Queiruga

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Religión

© Editorial Trotta, S.A., 2013

http://www.trotta.es

© Andrés Torres Queiruga, 2013

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-185-0

ÍNDICE

Prólogo

La intención

La exposición

Confidencia

ILA BUENA NOTICIA

1. LA BUENA NOTICIA DEL DIOS DE JESÚS

1. El equívoco del «silencio» de Dios

2. Dios, el «Anti-mal»

3. La alegría de Dios

2. EL DIOS DE JESÚS: ACERCAMIENTO EN CUATRO METÁFORAS

1. Dios, «el fundamento del ser» (P. Tillich)

2. Dios, «el gran compañero» (A. N. Whitehead)

3. «Dios es negra» (teología feminista de la liberación)

4. Dios es Abbá, «padre/madre» (Jesús de Nazaret)

IIPRESENTACIÓN TEOLÓGICA

3. CREACIÓN POR AMOR: CREER EN DIOS EN LA CULTURA ACTUAL

1. Observaciones preliminares

2. El shock de la Modernidad

3. El Dios que crea por amor

4. La acción de Dios como creación continua

5. La revelación de Dios en la realización humana

4. EL PROBLEMA DEL MAL: DIOS Y LAS VÍCTIMAS DE LA HISTORIA

1. Una nueva radicalidad

2. Romper el dilema de Epicuro

3. La pistodicea cristiana: la coherencia de creer en Dios a pesar del mal

4. La cruz: dura cátedra de la última lección

5. La resurrección: presencia salvadora de Dios en el mal humano

6. Ponerología y resurrección: esperanza práxica contra resignación y utopía

5. MÁS ALLÁ DE LA ORACIÓN DE PETICIÓN

1. Introducción necesaria

2. Más allá de la petición

3. La defensa de la oración de petición

4. Jesús y la oración de petición

5. La petición trascendida y asumida

IIIDE LA FILOSOFÍA A LA MÍSTICA

6. ¿TODAVÍA EL DIOS DE LOS FILÓSOFOS?

1. El problema: ¿de nuevo la doble verdad?

2. Un Dios «ante quien se puede danzar»

3. Hacia un nuevo planteamiento

4. «En el infinito coinciden filosofía y teología»

7. DEFENSA APASIONADA DEL CARÁCTER PERSONAL DE DIOS

1. El problema

2. Dialéctica noción-concepto vs. analogía

3. Lo nocional: trascendencia y diferenciación

4. Las categorías nocionales

5. La «persona» como categoría nocional aplicada a Dios

6. Aplicaciones

8. EL TRAYECTO DE DIOS EN LA CONCIENCIA RELIGIOSA: «ELLO/ÉL», «TÚ», «YO»

1. Presupuestos

2. El trayecto: de Dios como «ello/él-ella» a Dios como «yo»

3. Conclusión

Epílogo

Fuentes

PRÓLOGO

«Alguien así es el Dios en quien yo creo». Como título no es muy convencional. Pero resulta significativo y sugerente. Abre horizontes y, según creo, indica bastante bien mi intención.

La intención

«Alguien así»... Expresa esa tensión íntima que caracteriza siempre las expresiones vivas de la fe. El así sugiere la firmeza de fondo, la confianza que, una vez descubierta y probada, nunca falla. Pero su unión dinámica con el alguien apunta al inacabamiento de la comprensión, a ese ámbito siempre abierto y nunca agotable de su Misterio.

Este segundo aspecto quedaría más claro con la expresión «algo así», pero me resulta insufrible aplicada a Dios: al Dios de Jesús, de quien ante todo y sobre todo quieren hablar estas páginas. Abbá personalísimo, de amor sin frontera y de misericordia entrañablemente incondicional. Núcleo fundante, absolutamente central, de la experiencia religiosa de Jesús de Nazaret. Y también —tal es mi convicción— experiencia siempre presente en la entraña viva de toda religión, incluso de aquellas que parecen no atenderla. En todo caso, pienso que su acentuación irreversible por parte del Nazareno constituye el mejor regalo para bien de la humanidad.

«... es el Dios en quien yo creo». Dejo, tras haberlo dudado bastante, la palabra yo, porque el libro, que recoge textos escritos a lo largo de muchos años, casi de una vida, quiere tener también la valencia de testimonio personal. Tiene así la modestia constitutiva de todo lo particular y, al mismo tiempo, su posible validez de comunión en lo universal. Como dijo aquel humilde y libre cardenal que fue John Henry Newman, en temas religiosos «cada uno de nosotros puede hablar únicamente por sí mismo, y por sí mismo tiene el derecho de hablar». Al menos espero que ayude a ver que, a pesar de la tensión que marca su dinamismo, «la fe no es un grito», no es un puro sentimiento inarticulado o un fideísmo entregado al salto irracional.

La fe casi siempre comienza como principio heredado por nacimiento y aceptado por educación. Pero, cuando ha ido madurando a lo largo de la vida, acaba convirtiéndose en conclusión verificada en la experiencia vital y en los trabajos de la razón. Conclusión que no es fruto de un limpio proceso lineal, sino del ondulante y meandrinoso caminar entre claridades y oscuridades, entre crepúsculos neblinosos y deslumbramientos meridianos. La tradición lo ha dicho bien: fides quaerens intellectum, «fe en busca de inteligencia» que la encarne en las comunes búsquedas de lo humano, e intellectus quaerens fidem, «inteligencia en busca de la fe» que abra lo humano a la profundidad salvadora de lo divino.

La exposición

Como he dicho, el libro no es producción de nuevo cuño. Recoge artículos que abarcan un amplio arco temporal y han sido publicados en distintos idiomas. No ha sido fácil la elección. Después de vueltas y revueltas en los posibles esquemas, he acabado reduciéndolo al más sencillo. Han quedado eliminados los artículos que se ocupaban expresamente de la estructura y las consecuencias del cambio cultural causado por la entrada de la Modernidad, así como el tratamiento expreso del problema del ateísmo, tan importante hoy. Pienso que las alusiones presentes en los artículos restantes indican bien la dirección por donde se orienta mi diálogo con él. Y en todo caso, me ha parecido que lo más importante e incluso lo más respetuosamente fraterno era la exposición directa de mi fe.

La presentación no sigue un orden cronológico. Busca más bien una cierta progresión en la claridad. Empieza por la exposición directa y familiar de lo central en la fe. Lo hace en dos capítulos: el primero, con un lenguaje más de anuncio que de fundamentación teológica; el segundo acude al registro simbólico, buscando la fuerza sugerente de cuatro metáforas que creo luminosas. La parte segunda es ya de claro planteamiento teológico, con tres capítulos: el primero de fundamentación radical, apoyado en la creación-por-amor; los otros dos explicitan dos consecuencias de especial relevancia para una comprensión consecuente de la fe en la cultura actual: el problema del mal y el de la oración de petición. La última parte concluye el camino abordando cuestiones de claro talante especulativo, que desde el umbral filosófico se acercan a las fronteras de lo místico. Pueden ser interesantes para el curioso lector o la curiosa lectora, pero son perfectamente prescindibles para quienes prefieran no adentrarse en esos parajes.

La selección hubiera podido ser distinta; por eso, en ocasiones, indicaré otros lugares donde he tratado temas idénticos o parecidos. No ha sido posible evitar todas las repeticiones, inevitables debido al origen independiente de los artículos. Algunas, pocas, han sido eliminadas. Pido disculpas por las que, a pesar de todo, han quedado y espero que al menos sirvan para dos cosas: por un lado, conferir una cierta independencia a los capítulos, que de ese modo pueden ser leídos por sí mismos sin sujetarse al orden del libro; por otro, ayudarán a subrayar aquellos aspectos que, como una especie de ideas fuerza, marcan los acentos de lo que intento comunicar.

En cuanto a la redacción, de ordinario los textos han sido respetados en su tenor original. No por eso, cuando venía espontáneamente al caso, he renunciado a pequeñas mejoras, correcciones o incluso en medida mínima a añadidos. Algunas modificaciones obedecen a la búsqueda de un lenguaje (algo más) inclusivo: problema siempre pendiente y nunca de verdad logrado.

Confidencia

Y al final, una pequeña confidencia. La idea de este libro, con el título ya incorporado, me llegó espontánea una noche reciente, cuando estaba ya en diálogo con la Comisión Episcopal de la Fe, que preparaba una nota sobre mi obra, que seguramente, como así ha resultado, ya sería pública al salir a la luz este libro. Me gustaría que la publicación pudiera ser vista, también y de algún modo, como una respuesta positiva, hecha con tranquilidad de espíritu, dentro de la fraternidad eclesial y con esa apertura hacia una presencia de la fe en nuestra cultura que ha sido siempre preocupación central de mi trabajo teológico.

ANDRÉS TORRES QUEIRUGA

I

LA BUENA NOTICIA

Como dice el Prólogo, los artículos que componen esta parte adoptan el aire del anuncio, ese nivel que en la jerga teológica podría llamarse «kerigmático». Quiere ser una presentación directa y sintética, que anuncia casi todos los temas que luego se tratarán de modo más detallado. Puede, por tanto, ser considerada como una especie de Introducción al conjunto. Esto explica lo directo del vocabulario y la «confianza» del tono, sin especial preocupación por la cautela crítica, más presente en las otras dos partes del libro.

1

LA BUENA NOTICIA DEL DIOS DE JESÚS

Ad Deum qui laetificat iuventutem meam. Esta frase pertenece al Salmo 43, v. 4 (otras versiones dicen: «que me hace bailar de alegría» o «de mi gozo y alegría»). Como muchos recordarán, se pronunciaba al comenzar la misa y ha desaparecido en la reforma litúrgica. No voy a quejarme, pues bienvenida ha sido ella. Pero puede servir de símbolo para una pérdida más vieja, y ciertamente más grave: la de la percepción de Dios como alegría y felicidad. Como salvación, que eso significa en definitiva su presencia en nuestra historia, y eso —solamente eso— quiere ser él para nosotros, hombres y mujeres. Para todas y para todos.

Pero resulta ya grave el hecho de que sea preciso acentuarlo, y acaso mucho más todavía, el hecho de que no para todos sea tan evidente esta afirmación.

No lo es, desde luego, para una gran parte de la cultura moderna, que ha visto en Dios al archienemigo de la humanidad, que nos chupa la sangre de nuestra mejor esencia (Feuerbach), que nos seca las fuentes de la alegría de vivir (Nietzsche) o que nos mantiene en un infantilismo irreal y neurótico (Freud). Mucho peor aún: también para muchos, para demasiados, cristianos Dios se ha convertido en una carga que encoge y estrecha la existencia, en un Señor que ordena y manda, que premia y castiga. Nietzsche nos lo ha echado en rostro —«más cara de redimidos deberían tener»—, y el Vaticano II no le ha quitado del todo la razón: «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que [...] han velado más que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»1.

Acaso no debamos extrañamos demasiado. Este tipo de experiencias pertenecen a lo más profundo y se asientan en la dialéctica —siempre tensa y oscura para la sensibilidad espontánea— de la diferencia ontológica Dios-hombre. No pueden dejarse a la simple espontaneidad de lo cotidiano: tienen que ser cultivadas con cuidado y tesón. No en vano aquel visionario entusiasta que fue Teilhard de Chardin llamaba a una «educación de los ojos», y las diversas tradiciones de los místicos insistieron en la necesidad de afinar sin descanso el espacio interior donde puede anunciarse la presencia, gozosa y beatificante, del «Otro».

1. EL EQUÍVOCO DEL «SILENCIO» DE DIOS

Tal vez nada resulte más clarificador que empezar por un concepto muy extendido y de larga tradición: el del «silencio de Dios». Clarificador, porque expresa al mismo tiempo la dificultad real y su equívoco.

Dificultad real, en efecto. Empezando por la misma Biblia: «no seas sordo a mi voz, que, si tú callas, seré uno más de los que bajan a la fosa» (Sal 28, 1); «no estés callado, en silencio y quieto, Señor» (Sal 83, 2-3; cf. Sal 53, 22; 39, 13; 109, 1; Hab 1, 13; Is 64, 11). En nuestro tiempo, una obra tan fina a la hora de captar la atmósfera cultural como es la de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, dedica justamente el primer tomo a «El silencio de Dios». Y no precisamos salir fuera: de uno u otro modo, antes o después, en la vida de cada uno de nosotros esa sensación deja sentir inevitablemente su aguijón.

Pero si la sensación es real, su interpretación encierra un equívoco terrible: se da por supuesto que Dios calla. Que calla voluntariamente, cuando podía hablar mostrándose con claridad y haciéndolo todo más fácil y sencillo. Sin embargo, basta con pensar un poco para intuir que, en realidad, no se trata del silencio de Dios, sino de la incapacidad de la creatura para escucharlo.

Oír, ver, percibir, conocer... son operaciones que suponen una reciprocidad en el ser y en el actuar. Captamos el color de una cosa y escuchamos la voz de una persona porque participamos del mismo engranaje físico, nos movemos en el mismo juego de fuerzas y estamos con ellos en un interflujo continuo, que constituye la normalidad de nuestro ser: la luz reflejada en el paisaje o la onda sonora que viene del interlocutor nos encuentran en nuestro terreno y suscitan en nosotros una respuesta connatural. Pero con Dios no sucede —no puede suceder— lo mismo. La «diferencia ontológica» enuncia en terminología técnica lo que, a su manera, es de evidencia común: entre lo Absoluto y lo relativo, entre lo Infinito y lo finito, entre el Creador y la creatura, hay una distancia casi insalvable, una heterogeneidad radical, una disimilitud abismal. Falta el «enganche» natural, y todos los caminos parecen cortados. En esas circunstancias, ¿qué puede captar el ser humano?; ¿cómo podría contener en su concha de niño el océano de la comunicación divina?

Mirándolo bien, lo admirable no es lo difícil que resulta captar a Dios; lo maravilloso está en cómo, a pesar de ello, puede haber alguna comunicación; cómo, salvando el abismo de la diferencia infinita, logra Dios hacerse presente en la vida y en la historia. Y entonces se invierten radicalmente las perspectivas. La oscuridad de la revelación se descubre de repente como la distancia vencida por la generosidad del amor; y el «silencio» de Dios se desenmascara como el malentendido acerca de un «hablar» que está siempre viniendo a nosotros, abriéndose camino sin descanso en la oscuridad de nuestra conciencia, corrigiendo y perdonando, esperando pacientemente la más mínima oportunidad para entrar en nuestra vida.

2. DIOS, EL «ANTI-MAL»

Este es seguramente el equívoco más terrible y tenaz, el de más nefastas consecuencias. El que a nivel filosófico es capaz de hablar de un elemento satánico en el abismo de la esencia divina, y que carga de secreto resentimiento la conciencia vulgar al dar por supuesto que está ante un Dios que, aunque dice que ama y que es Padre, ni hace todo el bien que «puede» ni evita las desgracias, cuando no las manda él mismo (que, por algo, en sus «misteriosos» designios, «castiga sin palo ni piedra»).

No acaba de hacerse convicción habitual —por desgracia, ni siquiera entre los teólogos— la consecuencia más evidente de una creación por y desde el amor: que si el mal está ahí, es porque resulta inevitable en la creatura finita, la cual no puede repicar e ir en la procesión, en la que una perfección excluye inevitablemente la contraria, en la que el conflicto con la naturaleza (el horror de tener que alimentarse de seres vivos, vegetales o animales), consigo mismo y con los demás acaba presentándose sin remisión. Justo porque Dios nos quiere y nos respeta, tiene que soportar que a sus hijos e hijas les pase todo eso (¿no lo hacen también el padre o la madre humanos, que no quieren ahogar a los hijos con una superprotección que no les permitiría ser?). Pero lo soporta con nosotros y contra el mal, animándonos, apoyándonos, envolviéndonos en sentido y esperanza.

No comprenderlo así, induce sin cesar una deformación grave en la mentalidad ambiental cristiana: la de descubrir a Dios única o preferentemente en lo negativo. Parece evidente que, si sufrimos, nos va mal o pasamos dificultades, allí está Dios; en cambio, existe una tendencia a excluirlo de la alegría y la felicidad. Cuando, de suyo, es al revés: puesto que Dios crea al ser humano para que sea pleno y feliz —y solo para eso—, resulta evidente que se alegra con cada una de nuestras alegrías y que goza viendo nuestra felicidad. En eso reside el éxito inmediato de su creación, de su «bendición original»: en que vayan bien las cosas, en que crezca sin tropiezos el dinamismo de su amor creador y salvador.

Hay toda una línea en el Nuevo Testamento que marca de alegría la presencia de Dios en Jesús: el niño salta de gozo en el seno de Isabel (Lc 1, 44); «toda la gente se alegraba con las maravillas que hacía» (Lc 13, 17); la misma tristeza de la despedida última anuncia la alegría de un parto de Vida (Jn 16, 20-22). Hasta el punto de que Edward Schillebeeckx ha podido hablar de «la imposibilidad existencial de estar tristes en la presencia de Jesús». Y en los Hechos de los Apóstoles, para expresar el ideal de la experiencia cristiana se habla de la agallíasis (Hch 2, 26-46; 16, 34): la alegría escatológica, que, principalmente desde el culto, se extendía sobre los rostros y las cosas de la comunidad.

Educar para el gozo, para descubrir a Dios en lo positivo de la vida, constituye una urgencia de la pedagogía cristiana. Aprender que, en la alegría bien vivida, en la punta siempre abierta de nuestras plenitudes, se anuncia la Alegría definitiva, se percibe en su pureza el anticipo de la Plenitud última.

Lo cual no significa que Dios se halle ausente del sufrimiento y la desgracia: sería demasiado barato e inhumano. Pero si está ahí, es precisamente porque quiere nuestra alegría; porque, cuando el dinamismo de su creación sufre en nosotros el fracaso del mal, él se pone a nuestro lado en busca de la alegría posible y, en cualquier caso, de la alegría eterna. Evidentemente, resulta también fundamental descubrir a Dios en el sufrimiento, porque el mal acaba siempre mordiendo. Pero ni el sufrimiento debe convertirse en lugar que monopolice la presencia de Dios ni su presencia en dicho sufrimiento ha de perder su carácter oblicuo e indirecto: porque el mal es aquello que él no quiere, Dios está con nosotros para eliminarlo. Dios no está en la enfermedad, sino en el enfermo y en las personas que lo atienden. La alegría es lo primario y directo: lo que el Creador quiere para su creatura, lo que Dios-Padre/Madre quiere para sus hijas e hijos.

3. LA ALEGRÍA DE DIOS

3.1. Recuperar la alegría cristiana

Hablar de la alegría de Dios puede tomarse como genitivo subjetivo: alude entonces a la alegría que Dios vive en sí mismo y en sus creaturas, al misterio de su felicidad infinita. Puede significar también genitivo objetivo: el tema, más modesto, de la alegría que el ser humano siente desde Dios y ante Dios. A esta voy a referirnos directamente, aunque el primer aspecto permanezca como trasfondo fascinante y como fundamento radical. Si Nicolás de Cusa muestra de un modo magnífico que el vernos Dios a nosotros sustenta nuestro verlo nosotros a él, y si Spinoza dice que «el amor intelectual de Dios es una parte del amor con que Dios se ama a sí mismo», también su alegría sustenta la nuestra y, de algún modo, coincide con ella.

No hablo, claro está, de un sentimiento inmediato y superficial. La seriedad del mal en nuestro mundo atormentado, enigmático y amenazado remite al realismo supremo y a la densidad encarnatoria de la vida cristiana. La alegría se refiere aquí al sentido último y radical, a la experiencia global que en la persona cristiana suscita —o debería suscitar— el hecho de saberse en la presencia de Dios, de sentir la propia vida envuelta en el misterio insuperable de su gracia amorosa y salvífica.

Desgraciadamente, muchos siglos de historia, con el consiguiente enfriamiento de la experiencia original y las múltiples capas ideológicas —también teológicas— que se han ido superponiendo, han oscurecido la alegría cristiana. Los cristianos no siempre hemos sabido reflejar en nuestros propios rostros la alegría de Dios: desde el escrúpulo hasta la angustia, desde la estrechez de espíritu hasta la enemistad para con el cuerpo, desde un ascetismo no integrado hasta un legalismo sin calor... damos demasiadas veces la impresión de ser personas más encadenadas que liberadas por su Dios.

En esta perspectiva, se impone una profunda reinterpretación del cristianismo. No, naturalmente, porque todo lo vivido hasta ahora sea falso y deformado, sino porque, en una experiencia integral y orgánica, la modificación de acentos y proporciones induce, por fuerza, una cierta reestructuración del conjunto. Una tarea de ese calibre compromete la reflexión de la Iglesia entera y pide la plural aportación de todos sus miembros y de los diversos grupos. A modo de orientación primera, indiquemos aquí dos ejes elementales por donde cabe iniciar el camino.

3.2. La inversión del ascetismo

Tomando en serio la intuición de Dios como Anti-mal y de su empeño sin reservas en la promoción de la felicidad humana, se ofrece de entrada una relectura del «ascetismo» cristiano, el cual, quizá debido a influjos dualistas de origen gnóstico —el «cuerpo» como opuesto al «espíritu»—, ha tendido a convertirse en algo autónomo, como si la renuncia y el dolor fuesen valores en sí mismos y no negatividades reales, que solo se vuelven positivas como aceptación de lo inevitable en el servicio del amor o en la realización digna de la vida. Textos como «quien quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga», tomados absolutamente y sin contexto, han marcado una orientación fundamental de la piedad y han sido considerados por muchos como el sello de lo auténticamente cristiano.

Claro está que no se trata de negar el valor de ese texto ni de otros semejantes, y mucho menos de encubrir el hecho capital de la cruz. Se trata de que ya no podemos ignorar que el aislamiento los deforma muy gravemente, Jesús no vivió para la cruz. Si la cruz es de tal modo magnificada, que la vida y la acción de Jesús acaban siendo reducidas a ella, entonces resulta angustiosa y agobiante, incapaz de invitar al seguimiento o de encender la esperanza. Conviene verla como lo que realmente fue: un episodio que nace de su vida plena y desbordante, de su libertad tan soberana que le hizo capaz de afrontar la misma muerte, mostrando justamente el valor, la coherencia y la plenitud de ese tipo de vida.

Entonces el hecho no cambia, pero el significado es muy distinto. Entonces la resurrección —como victoria y confirmación definitiva de esa vida por parte del mismo Dios— pasa a primer plano. Entonces la experiencia global no es la de una vida triste, asombrada por la negra sombra de la muerte, sino la de una vida tan plena que hace exclamar a Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria?» (1 Cor 15, 55).

3.3. Del equívoco del «peso» a la alegría de la salvación

La revelación de Dios, tal como se nos muestra en Jesús, permite desenmascarar otro equívoco aún más grave y trascendental: el de la asunción espontánea, largamente asentada en los presupuestos de nuestra cultura, de una imagen de Dios y de la religión como obligación suplementaria que viene a «cargar» la vida humana. El hombre estaría en el mundo con su «carga» normal, realizando su ser en el ejercicio de la libertad. La conciencia religiosa llegaría a continuación, imponiéndole mandamientos que debe cumplir, límites que no puede transgredir, prácticas que obligatoriamente ha de sumar a su vida ordinaria...

De ese modo, la religión aparece forzosamente como una «sobrecarga», y Dios como un «Señor» que impone obligaciones, con el consiguiente premio o castigo como horizonte inevitable. En definitiva, lo que la existencia histórica del ser humano en cuanto ser finito tiene de dureza como realización activa, de esfuerzo como superación de la natural entropía de lo real, de lucha por remontar lo degradante en la pendiente del instinto, es decir, el entero trabajo de ser humanos, todo eso se carga en la cuenta de la religión y acaba siendo visto como una imposición por parte de Dios.

Pero la dificultad que comporta la empresa de ser auténticamente humanos es algo que pertenece al hombre y a la mujer como tales y que afecta a todos: creyente o no creyente, la persona que quiere serlo de verdad tiene que afrontar la tarea —gloriosa, pero dura— de construirse a sí misma. Solo cabe preguntarse cuál es la exacta incidencia de lo religioso en el esfuerzo por ser auténticamente humano.

Aquí es donde la respuesta debe abandonar los prejuicios para tratar de encontrarse a sí misma desde el verdadero rostro del Dios de Jesús. Y entonces la religión, lejos de aparecer como «carga», se muestra como lo que es y debe ser: ayuda para la existencia, exquisitamente respetuosa en el ofrecimiento e infinitamente generosa en el don.

Esto no es teoría, sino que constituye el núcleo mismo de toda experiencia religiosa auténtica. De sentirse sola, entregada a la propia flaqueza y prometeicamente enfrentada a la tarea de existir, la persona religiosa entra en un nuevo ámbito, en el que se siente acompañada y sustentada. Dios no le agrava su vida; esta ya es dura y difícil de por sí. Tampoco le suprime las dificultades ni la exime de la lucha: la libre responsabilidad sigue siendo su esencia. Pero sabe que no está sola, que Alguien más grande que ella y que todas las fuerzas adversas está a su lado; y experimenta que, en el contacto con él, recibe, pase lo que pase, el «coraje de existir» (Tillich).

En la experiencia cristiana, esto resulta evidente y llega a sobrepasar lo humanamente imaginable. Es incluso capaz de invertir la negatividad del mal, permitiendo exclamar, con Teresa de Lisieux y Georges Bernanos, que «todo es gracia». Por eso Jesús se presenta anunciando una «buena noticia», un euangéllion. Y por eso la vida cristiana, sin verse nunca libre del asalto del mal, ni siquiera del peso del pecado, acaba siendo ante todo —a menos que se malogre en la inautenticidad— entrega confiada, alabanza y acción de gracias.

De hecho, cuando esta visión se abre paso en la conciencia humana, su claridad acaba haciéndose auto-evidente sin necesidad de demostración externa. Y desde ella, la alegría de Dios —de saberse sustentado, cobijado y llamado por el amor de Dios— se extiende sobre la existencia de la persona creyente. No queda eximida de la dureza de la vida, pero sabe que ahora puede asumirla desde una confianza invencible: nada la podrá «alejar del amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús» (Rm 8, 39).

 

_____________

1. He tratado el tema de modo expreso en «Ateísmo e imagen cristiana de Dios»: Concilium 337 (2010), pp. 51-64.

2

EL DIOS DE JESÚS: ACERCAMIENTO EN CUATRO METÁFORAS

He dedicado la mayor parte de mi trabajo teológico a esa «imposible posibilidad» de pensar algo acerca de Dios. En esta ocasión intento escoger unos cuantos flashes imaginativos, en acercamiento simbólico, que puedan quedar en la memoria, como una especie de llamadas luminosas, como puntos de cristalización de ideas, sentimientos y sugerencias. De esa manera, se abre la oportunidad de ir rumiando las sugerencias, descubriendo resonancias y harmónicos o elaborando aplicaciones propias.

La metáfora o el símbolo son algo que choca con nuestra imaginación, explota en ella y desencadena el pensamiento. Recordemos la frase famosa de Kant, popularizada por Paul Ricoeur: «el símbolo da que pensar». La intención es, entonces, escoger cuatro que den que pensar y orienten para ver por dónde hoy se nos puede presentar Dios.

Al mismo tiempo, el recurso al lenguaje simbólico equivale a una confesión de la derrota del pensamiento ante algo que lo sobrepasa, lo rompe y lo desborda. De Dios podemos y debemos decir muchas cosas, pues eso es necesario para nuestra vida; pero debemos ser muy conscientes de que, en definitiva, todo lo que decimos serán siempre pobres palabras humanas, impotentes ante el Misterio, que queda inevitablemente muy allá de cuanto ellas pueden expresar. El recurso a la metáfora, que insinúa más que dice, que dice justo lo que no dice (en el significado inmediato de sus palabras), que, como decía Heráclito del oráculo de Delfos, «no afirma ni niega, sino que hace señas (semainei)», supone el expediente menos inadecuado del que disponemos para abrirnos al Misterio inaprensible.

Con todo, de algo estamos seguros y de ese algo debe quedar absoluta constancia: ese Misterio es amor. Nos lo reveló Jesús de modo definitivo. Por eso podemos vivir en la confianza plena y total. No disponemos del Misterio ni llegaremos a comprenderlo; pero sabemos ya una cosa, la única que en realidad interesa: que venga lo que venga de Dios, siempre nacerá del amor y será para nuestro bien. Para nuestra salvación.

1. DIOS, «EL FUNDAMENTO DEL SER» (P. TILLICH)

Esta primera expresión pertenece a Paul Tillich, teólogo alemán que tuvo que marchar a Norteamérica escapando del nazismo. Hablaba de Dios como de aquello que «nos preocupa últimamente», porque es «el fundamento del ser» (the ground of Being; der Grund des Seins). Normalmente, tendemos a poner a Dios muy por encima de las nubes: un Dios fuera de nosotros; muchas veces, incluso contra nosotros, como el gran ojo policíaco que nos está controlando. Tillich trata de contrastar ese fantasma recurriendo a otra metáfora, que apunta hacia dentro. Dios no está fuera, sino en la base, en el fundamento, en los cimientos del ser.

1.1. Dios como fundamento y fuente en la Biblia

La experiencia religiosa lo detectó también así desde siempre. Las ideas pueden ponerlo lejos, por encima del cielo, convirtiéndolo en Absoluto abstracto, aristotélico; pero en la misma Biblia aparece de otro modo, mucho más cercano. Dios como roca, Dios como castillo: como la fortaleza en la que nos sentimos seguros. Dios es refugio, muralla protectora, escudo, abrigo y sosiego. Cuando todo se tambalea en el mundo, cuando nos sentimos agobiados y como ahogados y perdidos, siempre podemos decir: en Dios hacemos pie, estando con él tenemos seguridad. Puede que no veamos y puede que nuestra inteligencia ande perdida, pero sabemos que en él encontramos nuestro refugio y nuestro sosiego.

Valdría la pena repasar, con esta intención en mente, los Salmos y los profetas: aparecería cuánta invocación, cuánto sentimiento de sosiego y seguridad se desprende de ellos. Y, de hecho, resulta curioso notar cómo, sobre todo en el Antiguo Testamento, la fe tiene que ver con la solidez y la seguridad, con la confianza en el fundamento que no falla: en la palabra amén tenemos una de esas raíces, que indica el asentimiento seguro, la confianza de que quien se apoya en Dios puede, en el fondo, vivir tranquilo.

Pero, naturalmente, Dios no es un fundamento estático e inmóvil. Dios es fuente viva. Un fundamento que es origen continuo y permanente. También aquí aparece una serie de símbolos y metáforas: Dios como aliento vivo (ruah, pneuma, «espíritu»), Dios como fuerza, como fuente de agua viva. Por eso provoca la sed y el deseo, la saudade del encuentro: «como busca la cierva corrientes de agua, así, Dios mío, te busca todo mi ser» (Sal 42, 2).

Todo eso, que está siempre presente en la experiencia religiosa, indica que nuestro ser está como surgiendo, como brotando continuamente de Dios. Somos y existimos porque él está de alguna manera siendo a través de nosotros, manifestándose en nosotros, y empujándonos para que caminemos, avancemos y seamos más.

1.2. Dios, idéntico en la diferencia, diferente en la identidad

Hay una frase de Schelling, el gran filósofo idealista, que a través de una falta garrafal de latín —un solecismo genial e intencionado— dice algo asombroso: Deus est res cunctas. En realidad, tenía que decir: «Deus est res cunctae», con el atributo en nominativo. Poniéndolo en acusativo (cunctas), logra juntar osadamente dos ideas: Dios «hace» todas las cosas y Dios «es» todas las cosas. Si digo: Dios hace todas las cosas, indico la distinción, la exterioridad de todo respecto a Dios. Lo cual es verdad. Pero esa distinción no es como la que hay entre el carpintero y la mesa hecha por él. Si fuera de Dios no hay ni puede haber nada, de alguna manera todo está en Dios, todo sale de él y, por tanto, todo de algún modo «es» él, sin serlo totalmente. Si intentamos darle al verbo ser un valor transitivo, tendremos una lejana intuición de lo que Schelling intenta expresar: Dios es/hace todas las cosas; se identifica con lo real justo porque lo hace ser y por eso mismo se diferencia de ello; Dios es creadoramente todas las cosas.

Se trata, ciertamente, de una frase fascinante: todo nuestro ser y toda la realidad están «siendo sidos» por Dios, digámoslo así. Esta dificultad de la expresión muestra cómo el lenguaje, cuando alcanza estos confines, tartamudea y balbuce: «que no saben decirme lo que quiero», se quejaba san Juan de la Cruz. Pero, así y todo, nos interesa, despierta nuestra imaginación y acucia nuestra inteligencia: este sabernos ser sidos por Dios, este sentirnos empujados por él, nos pone en situación de intuir que nuestra vida está brotando de esa fuente básica, desde el fecundo abismo de la Divinidad: «Todas mis fuentes están en ti» (Sal 87, 7, en preciosa expresión del texto hebreo). Lo así balbucido representa posiblemente una de las intuiciones religiosas más profundas: todos los místicos —e incluso no pocos filósofos— tratan de expresar, de comprender y fomentar este dejarse ser por Dios. En el Nuevo Testamento aparece reflejado en aquellas palabras de los Hechos: «En realidad no está lejos de cada uno de nosotros, puesto que en él vivimos, nos movemos y existimos, como alguno de vuestros poetas dijeron: ‘porque somos incluso de su linaje’» (Hch 17, 27-28).

1.3. Dejarse ser por Dios

Las consecuencias son enormes. En vez de estar conquistando a Dios, haciendo lo posible y lo imposible, se trata de detectar esa fuente viva en las propias raíces, en el fundamento de nuestro ser: dejándose ser, permitiendo que emerjan esos dinamismos profundos, esas aspiraciones hondas por donde se muestra el dinamismo creador del Espíritu. Resulta significativo que cuanto más se profundiza en la intimidad humana —la psicología humanista ha dicho aquí cosas muy interesantes—, más bondad aparece en la raíz de todas las personas.

Sin duda que no podemos ser ingenuos: también existe mucho mal en el corazón humano, siempre en nosotros aparecen tendencias a la desviación, a la inercia, al egoísmo; padecemos traumas, condicionamientos e incapacidades. Pero sigue en pie lo principal: por debajo de todo, existe algo que está siempre brotando, manando desde lo hondo, desde la raíz del ser; hay como una bondad originaria, que, si la dejamos ser en su pureza, desde la fe estamos seguros de que en ella se manifiestan la realidad y la fuerza salvadora de Dios. Se trata de dejarse invadir por él: no conquistarlo y convencerlo, sino acogerlo y consentir a la presión gratuita y amorosa de su gracia.

2. DIOS, «EL GRAN COMPAÑERO» (A. N. WHITEHEAD)

La segunda metáfora está tomada de un filósofo inglés, que empezó por las matemáticas para entrar después en la metafísica: Alfred N. Whitehead. Inició una filosofía de la religión que personalmente no comparto en todos sus puntos, pero que posee una fuerte sugerencia y que, de hecho, sobre todo en Norteamérica, está teniendo mucho influjo a través de las llamadas filosofía y teología del «proceso».

2.1. Dios, amor comprometido y entregado

Su intención más directa se dirige a asegurar que Dios no es algo estático, ni fuera de la realidad, sino muy dentro de ella y comprometido con ella. Incluso llega a afirmar que Dios se va realizando con el realizarse del mundo, de suerte que en su «naturaleza consecuente» resulta más perfecto al final del que lo era al principio. Tomada a la letra, esta afirmación no resulta aceptable; pero considerada en una actitud religiosa, de relación personal en el amor, sí que puede tener algo de verdad: si Dios es realmente amor comprometido con la realidad del mundo, interesado en él hasta la entrega total, resulta indudable que a medida que la realidad avanza, también el amor de Dios se realiza históricamente.

De todos modos, lo que ahora interesa es que en su obra principal, Proceso y realidad, Whitehead ofrece, ya al final, una «definición» de Dios que, en mi parecer, representa una de las más hondas y bonitas que se han dado en la historia. Dios es para él: «el Gran Compañero, el que sufre con nosotros y nos comprende»; o más literalmente: «el Gran Compañero, el camarada en el sufrimiento, que comprende» (en inglés: the Great Companion — the fellow sufferer who understands)2.

¿Por que me gusta tanto esta definición? Porque demasiadas veces a Dios no se lo ve como nuestro compañero o como nuestro cómplice, sino, por el contrario, como amo y rival. Nuestros miedos, nuestra educación, las predicaciones que escuchamos... van imponiendo la imagen de un Dios «al otro lado», frente a nosotros: ordenando y controlando, para al final premiar o castigar. Cuanto más se piensa, más monstruosa resulta esta concepción.

2.2. Dios fascinante, pero no terrible

Dios está con nosotros, está siempre de nuestra parte frente a las amenazas y a las dificultades de lo real. Por eso la actitud ante él no puede ser de temor. Y por eso ni siquiera me gusta la famosa definición vulgarizada por Rudolf Otto, que presenta a Dios como fascinans et tremendum, «fascinante y terrible». Tuvo, sin lugar a dudas, mucho valor como aportación a la fenomenología de la religión y como legitimación de la idea de Dios en el mundo cultural y filosófico; pero que Dios sea tremendo, pudo y puede parecerlo en una falsa interpretación nacida de nuestros miedos o fantasías, no de su auténtica realidad. Sucede lo mismo con expresiones como «ira de Dios», «enfado de Dios», «castigo de Dios»... Están ciertamente en la Biblia y no hay por qué tacharlas. Incluso tuvieron su utilidad para la «educación del género humano», como diría Lessing. Pero pertenecen a una etapa del descubrimiento de Dios, que está definitivamente superada en el Dios revelado en Jesús.

Dios, como él es y se nos ha revelado, no puede dar miedo: ante su amor lo único correcto es la fascinación. El respeto ante aquel que nos desborda, ante su grandeza y su majestad; la gloria y el misterio que nos admiran y que nos hacen abrir los ojos: eso sí. Pero temor, no; el «pavor numinoso», el Rex tremendae maiestatis