La constitución moderna de la razón religiosa - Andrés Torres Queiruga - E-Book

La constitución moderna de la razón religiosa E-Book

Andres Torres Queiruga

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Ensayo que supone un acercamiento a la problemática de la filosofía de la religión, a las relaciones entre filosofía y religión y entre las ciencias y la filosofía, y un intento de definición del propio concepto de "filosofía de la religión".

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Andrés Torres Queiruga

La constitución moderna de la razón religiosa

Prolegómenos a una filosofía de la religión

EDITORIAL VERBO DIVINO 

Avda. de Pamplona, 4131200 ESTELLA (Navarra)

Prólogo

Los prólogos no son siempre superfluos. Desde luego, éste resultaba necesario para explicar la aparición del presente libro. Las páginas que el lector tiene ante sí no estaban todavía destinadas a salir a la luz. Esperaban una segunda parte, que no sólo hablase de cómo debería hacerse hoy una filosofía de la religión, sino que aportase ya un intento concreto. La participación en unas –las primeras– Jornadas de Filosofía de la Religión, organizadas en Madrid por el Instituto de Filosofía del CSIC, los días 21-22 de octubre de 1991, fueron el detonante. Lo animado del coloquio, la riqueza de las perspectivas, la urgencia de ir creando un terreno común para el encuentro intelectual me convencieron de que valía la pena ofrecer ya esta Primera Parte o, mejor, estos Prolegómenos. 

No sólo porque las típicas ocupaciones académicas y los inesquivables compromisos de colaboraciones hacen imprevisible una inmediata continuación, sino también, y sobre todo, porque he llegado a la conclusión de que lanzar ya a la discusión este adelanto podía ser el mejor medio para ir preparando el resto, que tendrá así la oportunidad de aprovechar los ajustes y correcciones de un diálogo previamente instaurado. Al menos esa es la frágil esperanza que me anima a aventurar en el mar de la filosofía esta botella en ciertos aspectos un tanto solitaria [1]. 

Aspectos que remiten principalmente a una convicción que va creciendo espontánea en la entraña íntima de mi reflexión. La de que el tiempo transcurrido desde la instauración de la disciplina, en los linderos mismos de la modernidad naciente, permite ya no dejarse arrastrar por la herencia meramente fáctica de los planteamientos heredados. Hoy resulta posible ver, por debajo de los simples datos, las necesidades espirituales que los suscitaron. Y por lo mismo empezamos a estar en franquía para replantearlos de un modo nuevo. Lo cual implica también la posibilidad una nueva lectura de la historia, no entregada al imperialismo de una sola de sus líneas de avance: la de aquella razón que va cerrando todo espacio a la experiencia y a la positividad religiosa. A su lado, desde el más temprano Romanticismo y con profundas raíces en el tiempo, existe otra que no abandonó nunca la «profundidad infinita» del espíritu, para decirlo con palabras de Hegel. Sólo una lectura agudamente atenta a la lucha entre ambas líneas –lucha más real de cuanto los tópicos, y aun por veces los mismos textos, dejan entrever– permite una comprensión mínimamente justa y ajustada del proceso del pensamiento moderno y, por lo mismo, de la situación actual de una reflexión radical sobre lo religioso [2]. 

Aprender de los viejos y grandes maestros no puede seguir ocultándonos la distancia temporal, la nueva situación hermenéutica, en que nos hallamos a su respecto. Para ellos, inmersos todavía en los trabajos del parto de un mundo en complejo y confuso trance de nacimiento, lo urgente era marcar las distancias, atentos a las necesidades inmediatas, para conquistar la autonomía del pensamiento filosófico en el campo religioso. Para nosotros –tal vez «enanos en hombros de gigantes»–, acaso lo más necesario sea buscar, sobre esa ya asegurada autonomía, las necesarias continuidades. Y autoconcedernos además el espacio para plantear los problemas desde su propia lógica interna, en el sentido tematizado por Husserl de «volver a las cosas mismas», mondando la reflexión de las densas capas de conceptualizaciones intermedias y mediatizantes, para pensar de nuevo a partir de las experiencias originarias. 

No es osado afirmar que la conciencia actualmente aplicada a estos problemas se siente, o al menos se presiente, empujada en esa dirección. Tal vez no sea casual que esta disciplina se halle en plena ebullición, con graves preguntas acerca de su mismo estatuto epistemológico. La verdad es, desde luego, que eso puede decirse hoy de casi todas las disciplinas filosóficas. Pero no resulta exagerado afirmar que se da de un modo especial en la filosofía de la religión, verdadera disciplina in the making, en la que ni siquiera la determinación de su objeto consigue una mínima unanimidad. 

Incluso, como se me fue imponiendo al hilo mismo de la reflexión y se tratará mostrar en los dos últimos capítulos, no resulta demasiado difícil descubrir una lógica interna en los últimos desarrollos, de modo que los avances de hecho –incluso aplicadas las debidas cautelas contra totalizaciones excesivamente hegelianas– pueden ser ordenados en un cierto proceso de derecho hacia un estatuto realmente actual de esta rama de la filosofía. 

Obviamente, este intento de reflexión, de corte marcadamente metodológico, sabe muy bien –ya queda dicho: pequeña botella en la mar inmensa– que no puede pretender demasiado; ni siquiera abarcar con la mirada el entero campo de las preocupaciones. Hay sí un punto en el que quisiera insistir, con mucho, con poco o con escaso –esperemos que, al menos, no con nulo– acierto: el de una nueva relación –ni defensivamente apologética ni agresivamente polémica– entre los dos grandes logoi que se ocupan del mismo campo religioso. Me refiero, claro está, al logos filosófico y al logos teológico. Juntas nacieron sin duda la filosofía y la teología en el alba del pensamiento; si luego fue necesario separarlas porque su unión se había pervertido en kantiana «lucha de facultdes» o en doméstica rivalidad de sierva y señora, tal vez esté llegando el momento de una unión dialogal e igualitaria (como tantas cosas, Hegel lo había dicho ya a su modo en la introducción a sus Lecciones sobre la historia de la filosofía). Lo agradecería seguramente una humanidad que busca darse raíces en la aventura, todavía abierta e indecisa, de la nueva unificación planetaria. 

Por lo demás, la obra misma, en su inconclusión, que quiere reconocer ya desde el título y el subtítulo, mostrará muy bien qué indeciso y tanteante está aún cualquier proyecto de este tipo. 

Sólo queda añadir que la realización se vio favorecida por una estancia de tres meses que, liberados de obligaciones académicas inmediatas, la Universidad de Santiago y una ayuda de la Consellería de Cultura de la Xunta de Galicia me permitieron pasar en Munich y Roma. En sus bibliotecas –sobre todo en la Staatsbibliotek y en la Universitätsbibliotek muniquesas– he podido consultar la bibliografía reciente. En cuanto al desarrollo, remito a la Introducción, que intenta presentar el problema en toda su tensión y agudeza, señalando además los pasos principales del proceso discursivo. Las divisiones, abundantes, buscan la claridad y quisieran ser una ayuda a la comprensión.

1 Ya en la imprenta estas páginas, han aparecido dos tomos de una obra importante: J. Gómez Caffarena - J. M. Mardones (coord.), Cuestiones epistemológicas. Materiales para una Filosofía, de la Religión, l y La tradición analítica. Materiales, II. Barcelona 1992.

2 En este sentido, siento no haber conocido antes de acabar la redacción una obra especialmente sugerente al respecto: C. Ciancio- G. Ferretti- A. Pastore- U. Peroné, In lotta con Vangelo. La filosofía degli ultimi due secoli di fronte al Cristiane simo, Torino 1989; junto a algunas divergencias, que acaso sean más formales que de fondo, acerca de la dialéctica continuidad / discontinuidad entre filosofía y teología, he encontrado profundas afinidades con el proyecto de este grupo excepcionalmente serio e informado.

Introducción  El problema de la filosofía de la religión

Resulta prácticamente imposible abrir un libro acerca de la filosofía de la religión y no encontrarse con la afirmación preliminar de que se trata de una disciplina problemática, con método difícil y estatuto confuso. El hecho es, desde luego, incontrovertible. Pero sería vano limitarse a una tópica lamentación. Lo que se impone es analizar sus causas y sacar en lo posible las consecuencias. La perplejidad unánime remite evidentemente a motivos profundos, y éstos podrán sin duda arrojar luz sobre el problema.

1. Filosofía y religión, dos magnitudes complejas

Ya una simple inspección de la denominación lingüística hace prever la dificultad. La filosofía de la religión junta dos palabras que remiten a conceptos y realidades muy complejas: su conjunción no puede resultar fácil y acaba reforzando por fuerza la complejidad y aun la ambigüedad. No puede extrañar la afirmación de Richard Schaffler:

«Lafilosofía de la religión como un campo unitario de temas y cuestiones, de métodos y resultados no existe hoy por hoy; acaso lo ha habido antes y acaso lo habrá de nuevo más tarde. Pero de momento lo que tenemos es una pluralidad desconcertante de planteamientos, intentos de solución y métodos»[3]

Porque además no se trata de una complejidad neutra, entregada a la calma consideración de la teoría, sino de una complejidad en la que los dos elementos fundamentales están fuertemente ideologizados[4] y largamente trabajados por hondos prejuicios [5]. 

Más en concreto: debido sobre todo a la componente religiosa, existe una fuerte sobrecarga afectiva a la hora de afrontar el problema, sobrecarga que acaso se refuerce en el caso español. Pere Lluís Font habla de «reacciones que, en el mejor de los casos, se escalonan entre la curiosidad y la sospecha» [6]. Y Carlos París analiza con detenimiento la situación de recelo debida a la degradación del fenómeno religioso, preso entre una religiosidad «de infierno en ristre» y una piedad tecnocrática y edulcorada [7].  

En una perspectiva más general, señala tanto la necesidad para la filosofía de afrontar ese «inmenso fenómeno clave» [8], como la dificultad de la empresa, que objetivamente debe conjuntar la oscuridad de lo religioso («noche oscura» de Juan de la Cruz) con la claridad de la filosofía («voluntad de mediodía», que reclamaba Ortega), y subjetivamente ha de superar el miedo a la gravedad radical y comprometida del afrontamiento religioso [9]. 

Pero se trata también de una sobrecarga histórica, bien analizada por Anders Nygren, que habla, concretamente, de una «doble carga». La primera, más general, viene de la unión primigenia entre filosofía y religión: la filosofía tuvo así no sólo una congenita dificultad para aclararse sobre sí misma, sino que además le costó situarse y delimitarse ante el fenómeno religioso [10]. La segunda, especial, brota de su nacimiento científico en la Ilustración: eso indujo una dicotomía fatal entre una pretendida «religión natural» o «religión de la razón» y las «religiones positivas», con lo cual la primera se convierte en un fantasma abstracto y las últimas quedan reducidas a ser un mero revestimiento (inútil o perverso, según los casos) o, a lo más, una simple pedagogía [11]. 

Ha de notarse todavía un tercer aspecto, que no señala Nygren, pero que no reviste menor importancia. La filosofía de la religión nació propiamente de un abrupto y profundo cambio cultural que conmovió los cimientos de la cultura occidental. Aun más allá de las intenciones iniciales, tuvo de hecho mucho de cuestionamiento de sus fundamentos, a los que de modo muy radical pertenecía la tradición judeo-cristiana. Esta se vio así colocada en la trinchera contraria, y el tratamiento filosófico de lo religioso adquirió en gran parte la apariencia «de una enemistad fundamental contra el cristianismo» [12]. No puede negarse que este antagonismo de fondo ha agravado y no pocas veces hecho imposible la tarea de un diálogo sereno y ha sobrecargado sobremanera el esfuerzo por una síntesis equilibrada. 

2. Filosofía y religión,dos magnitudes opuestas

La complejidad hasta aquí analizada bastaría, sin duda, para hacer ver la dificultad de una filosofía de la religión. Con todo, no radica en ella la dificultad principal. Esta nace más bien de su carácter interno: de una especie de incompatibilidad que parece oponerse a la síntesis entre filosofía y religión. Tan imposibles de mezclar como «agua y aceite», había dicho Kant[13]; y ya Hegel hablaba de la «vieja antítesis» [14]. 

Algo que aparece fácilmente en cuanto se piensa en el contrapuesto interés que, al menos a primera vista, las mueve: fe y acogida (religión), frente a razón y crítica (filosofía). Tanto más cuanto que, como bien observó Paul Tillich, dado el carácter totalizante de ambas, ninguna de las dos admite límites: cuando entran en contacto, la una tiende a absorber y disolver a la otra[15]. De ese modo, la filosofía de la religión parece intentar algo imposible:

«La filosofía de la religión se encuentra ante la religión en una situación peculiar: debe o bien disolver el objeto que intenta comprender o bien dejarse absorber por él. Si no tiene en cuenta el carácter revelado de la religión, pierde su objeto y no habla de la religión verdadera. Si reconoce el carácter revelado, se convierte en teología» [16].

De hecho, cabe estudiar bajo este prisma la historia de la filosofía y de la religión. Tillich señala las siguientes manifestaciones: 1) una de las dos logra imponerse prácticamente a la otra (así la religión en la primera Edad Media y la filosofía en la Ilustración); 2) se buscan síntesis y mediaciones (así en la gran Edad Media, desde la religión, y en el Idealismo y el Romanticismo, desde la filosofía); 3) se afirma una coexistencia (así en la tarda Edad Media, y en el empirismo inglés o el kantismo religioso)[17]. 

No interesa entrar en la mayor o menor exactitud de la clasificación (que siempre tendrá un punto de arbitrariedad) [18]. Más importante es advertir que aquí echa su raíz una tensión fundamental que recorre de punta a punta todo tratamiento de la filosofía de la religión. Esa tensión, en efecto, produce una tendencia espontánea en los autores a polarizarse hacia uno de los dos extremos. 

Los de talante confesadamente creyente tenderán a privilegiar el polo de la religión, con peligro de rebajar la exigencia filosófica. Y, al revés, los de talante más secular se inclinarán a primar la filosofía en detrimento de la especificidad religiosa, y aun, en el caso extremo, a reducirla totalmente. La tentación apologética, por una parte, y la de la crítica excluyente, por la otra, son dos escollos en los que fácilmente puede naufragar el auténtico rigor de la disciplina. Las filosofías de la religión confesionales constituyen un buen ejemplo de la primera [19]. Y el talante apenas disimuladamente agresivo de bastantes que elevan la increencia a principio hermenéutico, lo de la segunda [20]. 

No sería, con todo, buen camino acentuar el aspecto subjetivo de la tensión. Interesa mucho más subrayar que está en juego la seriedad misma del pensamiento, el cual,sin una vigilancia rigurosa, se expone a bajar la guardia autocritica. Cosa que vale en ambas direcciones. 

Kurt Wuchterl ha prestado especial atención a este punto. No por casualidad –y creo que con no disimulada alusión complementaria al proyecto kantiano– habla desde el mismo título de su libro más reciente de «análisis y crítica de la razón religiosa» [21]. Refiriéndose a la teología cristiana posterior a la Ilustración, afirma que ha contribuido a la confusión por no haber sabido transformarse debidamente ante las exigencias de la nueva situación. Por su parte, la crítica de la religión aparece demasiado poco crítica consigo misma y poco consciente de la cuestiona bilidad de sus propios presupuestos. La consecuencia global es:

«Tanto en la teología como en la filosofía que se ocupa de los fenómenos religiosos, falta frecuentemente el coraje para un renovado intento de mediación con los poderes del tiempo» [22].

Esta agudización de la conciencia crítica, si por un lado señala la gravedad del empeño, por otro muestra que no se trata de un proceso fatal, sino de un campo abierto al diálogo y a la reflexión.

3. La tensión entre la neutralidad y el prejuicio

En tal empeño se presenta un importante problema metodológico que no estará de más afrontar en estas consideraciones introductorias: el de la postura subjetiva y el juicio objetivo ante lo religioso. ¿Quién está mejor equipado para abordar un justo tratamiento: el creyente, el incrédulo o, como más sutilmente pretendía Ernest Renán [23], el incrédulo que antes fue creyente? Entrar a estas alturas en una disputa de privilegios sería obvíamete inútil y dudosamente sensato. Planteada así la cuestión, le sobra razón a Alfredo Fierro cuando afirma:

«Lo más razonable es abstenerse de otorgar credenciales de privilegio a una u otra posición de observador» [24] .

Cosa distinta es un planteamiento más diferenciado, que puede mostrar al menos dos aspectos interesantes. 

El primero sitúa la cuestión a un nivel previo y más radical: no remite a una adscripción concreta, sino a la actitud global frente a lo religioso. En este sentido resulta normal exigir algún tipo de vínculo o interés de alguna manera vital: «parece insustituible una elemental ‘empatia’» [25]. No ya por la razón profunda de que «conocimiento e interés» van necesariamente juntos [26], sino por la más obvia ya expresada por Aristóteles de que no se aprende a tocar la cítara con una información distanciada, sino tocándola efectivamente [27]. Obsérvese, sin embargo, que esto no postula necesariamente una vinculación positiva: el interés puede nacer lo mismo de la fascinación que de la duda o aun del temor a algo potencialmente perjudicial; rigor, basta, siendo auténtica, la vivencia radical del terenciano «humani nihil a me alienum puto» [28]. 

Lo cual está ya insinuando que no se trata de postular o excluir una postura determinada ante lo religioso. No es la postura en sí lo que resulta decisivo, sino el modo como se la asume. En otras palabras, se trata del problema de los pre-juicios.

Hoy, después de la rehabilitación general operada por M. Heidegger [29] y H. G. Gadamer (recuérdese su desenmascaramiento del ilustrado «prejuicio contra el prejuicio») [30], la cuestión resulta más clara. La historia nos ha enseñado duramente que no existen posturas «químicamente puras»: todas pueden ser pervertidas. Y la hermenéutica ha mostrado que el único camino correcto es el de la lucidez en el reconocimiento de los propios pre-juicios y de la honestidad en hacerlos patentes en el curso del diálogo. Ni la referencia a un presunto «sentido común», ni la buena intención, ni una pretendida «virginidad metafísica» son ya recurso legítimo: sólo vale la «franchise» que escoge abiertamente entre unos presupuestos proclamados o unos presupuestos camuflados [31]. 

De hecho, cabe afirmar que esta actitud se ha abierto camino y son muchos los tratamientos, de uno y otro signo, que la proclaman de modo ejemplar. Así, desdeuna postura atea, lo muestran estas palabras de Feyerabend:

«No quiero anticipar la respuesta. Ni me parece que ateísmo y materialismo sean la única respuesta razonable. Por el contrario, cuanto más éxito tiene el ateísmo, tanto más necesario será contrastar su éxito mediante la invención o elaboración de ‘hipótesis contrarias’, para que no nos dejemos seducir y creamos que la ausencia de una discusión crítica y la consiguiente ausencia de dificultades constituyen una prueba de su excelencia. Hoy especialmente, y entre los intelectuales, una consideración seria del teísmo parece ser el único camino racional para llegar a un juicio ponderado de los valores de un humanismo agnóstico. Y hay que jugar limpiamente; uno no puede contentarse con los harapos de doctrina y las frases que presentan hoy día al teísmo y condenarlo inmediatamente a causa de su apariencia desaliñada (...). Nadie puede predecir cuál será el resultado de ese desarrollo, pero de una cosa podemos estar seguros. El materialismo se beneficiará de él, al verse enfrentado con nuevos y fundamentales problemas de un tipo no meramente técnico, y el intento de resolver estos problemas le mantendrá vivo» [32].

Y desde una postura creyente resulta significativa la confesión de H. G. Hubbeling:

«En este libro me comportaré lo más objetivamente posible e incluso presentaré posiciones que personalmente no sostengo con argumentos lo más fuertes posible. Con todo, aquí y allí defenderé mi propia posición. En lo cual no es mi intención convertir a nadie a la fe cristiana, sino proporcionar tantos argumentos fuertes como sea posible para los correspondientes puntos de vista» [33].

Realmente, en un tema tan proclive a la sobrecargaemotiva, este tipo de afirmaciones son reconfortantes y acaso presagien un importante progreso [34].

4. Nuestro procedimiento

Lo dicho impone, claro está, un estilo. Empezando por las últimas observaciones, quiero dejar constancia de que la presente reflexión está hecha desde una postura creyente y que, llegado el momento, no ocultará sus razones. Pero, justamente, de razones se trata, y se quisiera tratar, en todo momento. Abiertas siempre al diálogo real, que interroga dejándose interrogar a fondo; que por lo mismo no se considera nunca cerrado y sabe que siempre tiene mucho que aprender. 

Trataremos de mostrar que el momento histórico es propicio y nos gustaría aportar algo desde una ya pasablemente larga familiaridad con el tema. En todas las páginas late la convicción de que el diálogo fe-razón es posible y aun, en algún modo, constitutivo para ambas. Incluso tenemos la esperanza de poder avanzar en la mostración de que los mismos tratamientos sistemáticos y formalizados en filosofía y teología tienen entre sí una continuidad mayor de la que ordinariamente se da por supuesta y que, por consiguiente, una intensificación del contacto puede ser muy fecunda para ambas. 

Pero la simple enunciación hace ver que se trata de un largo camino. Aquí sólo se intentan unos pasos iniciales, que dejen abierto el tajo para ulteriores investigaciones.

Más en concreto, el trabajo procederá por aproximaciones sucesivas al problema central de determinar el estatuto teórico de la filosofía de la religión. La primera pasará través de las ciencias de la religión como abordamientos más concretos y verificables, y de una riqueza que hoy sería suicida ignorar. Luego vendrá la fenomenología de la religión, de una presencia tan fecunda y estimulante, ella misma con un estatuto en vías de clarificación y con una reconocida vocación mediadora. El surgimiento histórico de nuestra disciplina será la tercera etapa, cargada con una enorme fuerza clarificadora, acaso no del todo explotada, y siempre llena de lecciones y sugerencias. Entonces será posible abordar directamente el concepto mismo de filosofía de la religión, insertando nuestro esfuerzo en el inacabable y comunal intento de acercarse a una visión verdaderamente actualizada de la misma. Luego será el momento de indicar algunas de las tareas principales, como horizonte de estudio, diálogo, comprensión y avance. 

Por lo demás, el índice permitirá en todo momento una visión más detallada del proceso, aquí esbozado en sus tramos principales.

3Religionsphilosophie, Freiburg / München 1983, 14

4 «Die Fragestellung selbst scheint mir jedenfalls sowohl angesichts der irreligiösen Religionskritik und der in ihrem Gefolgeauftretenden Ideologisierung von Philosophie und Religion aisauch wegen der ethnozentrischen Implikate traditioeller Religionsphilosophien dringender denn je geworden zu sein» (W. Dupré,Einführung in die Religionsphilosophie, Stuttgart / Köln / Mainz 1985, 7-8)

5 «Da sind zuerst die Vorurteile zu nennen, welche sich schon in den Leitgedanken und Absichten der einzelnen Religionsphi losophen kundgeben und die dann in aller Regel ihre Arbeit bis an Ende kennzeichnen» (W. Trillhaas, Religionsphilosophie, Ber lin / New York 1972, 12; se refiere principalmente a los afectos apologético-defensivo y crítico-ofensivo).

6L’estatut de la filosofia de la religió: Enrahonar. Quaderns de Filosofía, 2 Filosofía de la Religió, Univ. Autónoma de Barcelona 1981, 13-38, en 13.

7 Prólogo a J. Sádaba, Lenguaje religioso y filosofía analítica, Bar celona 1977, 9-19, en 9-10. Señala también la visión de la religión como «residuo arcaico», la situación de «tiempo de penuria» y el clima de «angustia existencial» (Ibid., 10-11; téngase en cuenta la fecha). Sobre la importancia del compromiso insiste enérgicamente W. Weischedel, Der Gott der Philosophen, I, ed. DTV, München 1979: «In dieser Frage steht der Fragende in einer ausgezeichneten Weise auf dem Spiel» (xviii); como se sabe, la cuestionabilidad radical de la empresa constituye la tesis fundamental de este autor.

8Ibid., 9. 13.

9Ibid., 14-16.

10Sinn und Methode. Prolegomena zu einer wissenschaftlichen Religionsphilosophie und einer wissenschaftlichen Theologie, Göt tingen 1979, 28-29.

11Ibid., 29-32.

12 W. Weischedel, Der Gott der Philosophen, I, 35.

13La Religión dentro de los límites de la mera Razón, Madrid 1969, 27.

14Lecciones sobre la filosofía de la religión, I, Madrid 1989, 60.

15Religionsphilosophie, Urban Bücher 21969, 7-9.

16Ibid., 8.

17Ibid., 9-10.

18 Desde un punto de vista diferente, pero en el fondo afín, M. Scheler hizo una clasificación ligeramente distinta: habla de sis temas de identidad parcial (Tomás de Aquino), de identidad total (gnóstico, desde la filosofía, o tradicionalista, desde la religión) y de conformidad (que él propone) (Vom Ewigen im Menschen, Bern / München 61968, 124-156); modificándola, la retomará de algún modo H. Duméry, Critique et Religion. Problèmes de méthode en ph ilo Sophie de la religión, Paris 1957 (habla de: ex plicación, confrontación, anticipación, comprensión, discrimi nación).

19 Cf. un buen análisis de su génesis, con referencias ricas y pre cisas, en F. Wagner, Was ist Religion? Studien zu ihrem Begriff und Thema in Geschichte und Gegenwart, Gütersloh 1986, 336- 337; indica, con razón, acerca de este tipo de tratamiento: «Insofern diese Kriterien einer Religionsphilosophie nicht gerecht werden, sind sie eher den Prolegomena einer supranaturalen theologischen Dogmatik zuzuordnen» (337). Una exposición actualizada de los diversos intentos de filosofía de la religión marcada por el encuadramiento confesional puede verse en A. Haider- K. Kinzler- J. Möller, Reli gionsphilosophie heute. Chaneen und Bedeutung in Philosophie und Theologie, Dusseldorf 1988, 130-241: «Religionsphilosophien im Zeichen des Glaubens».

20 El caso de la obra, muy extendida, de A. Flew, Dios y la Filo sofía, Buenos Aires 1976, resulta bastante representativo. A pesar de las protestas iniciales de objetividad (cf. Prefacio, ix-xii), todo el tra tamiento adopta un claro aire descalificador (passim, principalmente, 15. 196. 218-219). Eso no impide que sus advertencias puedan ser útiles en ocasiones, pero el tono no propicia el diálogo.

21Analyse und kritik der religiösen Vernunft, Bern / Stuttgart 1989.

22Ibid., 12; cf. 9-12.

23 Citado por H. Desroche, Sociología y religión, Barcelona 1972, 179.

24Sobre la religión. Descripción y teoría, Madrid 1979, 34.

25 J. Gómez Caffarena, Filosofía de la religión. Invitación a una tarea actual: Isegoría 1 (1990) 104-130, en 110; añade: «El caso es análogo al del crítico de arte: no podrá serlo quien no tenga, al menos, un básico buen gusto». De modo parecido se manifiesta W. Trillhaas, Religionsphilosophie, vi-vii.

26 Recuérdese la obra programática de J. Habermas, Erkenntnis und Interesse, Frankfurt a. M. 1968.

27Eth. Nic, 1103 a 34.

28 Sólo teniendo esto en cuenta, me parecen aceptables las palabras de I. T. Ramsey, Philosophy of Religion, en The Ency clopedia Britannica 15 (151981) 592-652, en 594: «The view from within ist privileged»; en cambio sí hay que darle toda la razón cuando afirma que todos tienen «some degree of commitment» (Ibid.).

29 Cf. principalmente Sein und Zeit, Tübingen 161986, § 63, 310- 316; trad. cast, ele J. Gaos, 338-344.

30Verdad y método, Salamanca 1977, 331-360

31 Cf. H. Duméry, Critique et Religion, 179-183, que hace una enérgica exposición; a él remiten las expresiones entrecomilladas.

32En torno al mejoramiento de las ciencias y las artes y la iden tidad entre ellas, en N. R. Hanson- B. Nelson- P. K. Feyerabend, Filosofía de la ciencia y religión, Salamanca 1976, 97-127, en 115.116; véanse también las manifestaciones en la misma dirección de N. R. Hanson, Lo que yo no creo, Ibid., 27-51, en 51.

33Einführung in die Religionsphilosophie, Göttingen 1981, 49.

34 Otras referencias, que aclaran también el nuevo clima, pueden verse en H. Desroche, Sociología y religión, 179-182 (conclusión del libro).

1

Las ciencias de la religión

La introducción ha tratado de mostrar el largo camino que la reflexión ha de transitar para llegar a una visión actualizada del estatuto de la filosofía de la religión. Ella misma ha llevado a cabo algo así como una exploración preliminar, atendiendo al complejo y muchas veces contrapuesto juego interno de las dos grandes perspectivas en contacto: la filosófica y la teológica. 

Ahora se trata de ampliar el espectro, iniciando la exploración sistemática de lo que pudiéramos llamar conexiones «horizontales». De lo religioso, en efecto, se ocupan diversas disciplinas que arrojan sobre él la luz de sus resultados y la problemática específica de sus métodos. Se ha atendido ya, aunque por ahora de modo muy global, a la teología, que estudia la religión «desde dentro», es decir, desde su previa aceptación para penetrar mejor y más profundamente su inteligibilidad y sus consecuencias. Ahora vamos a referirnos a aquellas que, si bien con diferencias notables entre sí, la estudian «desde fuera». Son las llamadas ciencias de la religión. La filosofía de la religión tiene con ellas una necesaria conexión interna, que, por otra parte, la historia muestra que se ha realizado en intensa interacción.

1. Las cienciasy la filosofía de la religión

1.1. Delimitación del problema

Sucede, sin embargo, que no resulta fácil introducirse en la difícil y compleja lógica de ese mundo rico y abigarrado, en perpetuo movimiento de estilos, intereses y métodos. 

Ya vista en sí misma, es decir, conforme a su propia lógica –¡o lógicas!–, esa riqueza se muestra como literalmente inabarcable. Se trata, en realidad, de estudios recientes que en sus aspectos primarios no van más allá de la segunda mitad del siglo XIX y que siguen todavía experimentado ante nuestros ojos métodos nuevos o abordando campos inéditos. A pesar de que van apareciendo síntesis valiosas y manuales verdaderamente útiles, un simple recorrido de los principales convence inmediatamente de lo inabarcable del panorama[35]. Se comprenden bien las palabras de Michel Meslin al termino de su estudio panorámico:

«Tales son, expuestos, retomados y ligados entre sí en tantas maneras como el hombre puede inventar, los principales temas de nuestra disciplina. Ante la inmensidad de la tarea, ¿quién no se sentiría, a primera vista, desanimado? Desde hace un cuarto de siglo, es de buen tono repetir que nadie puede asumir, él solo, un conocimiento suficiente para ser un ‘historiador de las religiones’»[36] .

En estas condiciones, resulta evidente que una síntesis auténtica sólo cabe esperarla, si algún día llega, del futuro. Pero en modo alguno es inútil asomarse al panorama. Ante todo, es obvio lo fecundo que resulta por sí mismo el contacto con la enorme riqueza de los datos, métodos y perspectivas de las ciencias de la religión: una filosofía de la religión que prescindiese de él, caería fatalmente en una mala abstracción, con el riesgo evidente de funcionar en vacío [37]. 

Además, el posible vértigo ante lo inabarcable puede tener el efecto saludable de desbloquear prejuicios y romper estrecheces, abriendo a la necesaria objetividad y amplitud del concepto. (Nótese que, de hecho, la historia real del problema ha tenido sobre la filosofía de la religión esta clara «función pedagógica»). 

Más difícil resulta todavía comprender ese mundo desde el preciso ángulo que interesa para la filosofía de la religión. Acaso nada exprese mejor la seriedad de la apuesta y la dificultad de la solución que las siguientes palabras de Niklas Luhmann:

«La aplicación del análisis científico a la religión y a su representación de Dios, a partir del s. XVIII, cambió radicalmente esta condición [la de la tradición occidental], de tal modo que hasta ahora ni la dogmática religiosa ni su análisis científico han podido reencontrar de nuevo posiciones consolidadas» [38].

A estas alturas, pues, ya no sería justo quedarse simplemente con una mera enumeración de tópicos o generalidades, como la contraposición entre el carácter descriptivo de las ciencias y el normativo de la filosofía o el reparto entre explicación y comprensión. No son inútiles, pero ni dicen demasiado ni permanecen hoy intocados e indiscutidos ante los nuevos avances epistemológicos. La dificultad se agrava por el hecho de la pluralidad y dispersión de los tratamientos por los diversos autores, que resulta literalmente descorazonadora. 

Por fortuna, para nuestro propósito no es indispensable un tratamiento detallado (que exigiría, además, una muy amplia competencia). Aquí intentaremos perfilar con cierta precisión unos cuantos puntos que parecen especialmente significativos para el cometido explorativo que nos ocupa.

1.2. Una pluralidad no unificada

El problema de una comprensión unitaria resulta tan agudo, que se presenta ya desde la misma denominación. Sucedió así en los mismos comienzos de la disciplina. Parece adquirido que fue Max Müller el primero en usar «Science of Religion», el año 1867 [39]. Pero aún hoy estamos lejos de una denominación común. Lluís Duch, que lo subraya enérgicamente, hace la siguiente enumeración: J. Wach y G. Rosenkranz hablan de «systema tische Religionswissenschaft», G. van der Leeuwy G. Widengren de «Religionsphánomenologie», F. Heiler y G. Mensching de «vergleichende Religionswissenschaft», M. Eliade de «histoire des religions» y de «History of Religions», R. Pettazzoni de «scienza delle religioni», J. Wach y G. Mensching de «Religionstypologie», etc.[40]. 

La enumeración pudiera parecer excesiva, pero podría prolongarse, y correría el riesgo de ser un pasatiempo banal, si no apuntase a algo más profundo, que expresa bien el mismo autor:

«Seguramente esta diversidad de tendencias y denominación proviene del hecho de que no se posee ninguna definición común de la ciencia de las religiones, es decir, del aspecto propio bajo el punto de vista del cual debe estudiarse la religión. Entonces resulta casi imposible ponerse de acuerdo sobre el objeto del estudio y sobre el alcance y la eficacia del método científico a seguir» [41].

De hecho, ni siquiera su larga enumeración ha agotado las capacidades combinatorias de los términos. Lo han hecho expresamente G. Filoramo y C. Prandi. Y, como si quisieran demostrar que no se trata de un pasatiempo abstracto, escogen, desde el mismo título, la combinación que faltaba hasta ahora, ciencias de las religiones:

«Las alternativas en juego son en sustancia cuatro y, en un plano lógico, nacen de la posibilidad de cruzar una singularidad (o pluralidad) de método con una singularidad (o pluralidad) de objeto. Quien habla de ciencia de la religión, tiende, por un lado, a presuponer la existencia de un método científico; por otro, de un objeto unitario. Quien, por el contrario, como los que esto escriben, prefiere hablar de ciencias de las religiones, lo hace porque se presume convencido tanto del pluralismo metodológico (y de la imposibilidad de reconducirlo a un mínimo común denominador) como del pluralismo del objeto (y de la licitud e imposibilidad, en el plano de la investigación empírica, de reconducirlo a la unidad). Entre estos dos extremos encontramos dos soluciones intermedias. Así, habrá quien hablará de ciencia de las religiones o, por el contrario, quien preferirá hablar de ciencias de la religión» [42].

Se comprende la opción desde su insistencia en la inevitabilidad de un «politeísmo metodológico» [43], dado el estado actual de los estudios y teniendo en cuenta la conocida sensibilidad de la que pudiéramos llamar tradición italiana (desde R. Pettazzoni, pasando por A. Brelich a U. Bianchi) para la riqueza y variedad irreductible de lo religioso en la historia [44]. Pero tampoco parece faltarle razón a otro italiano, A. N. Terrin, cuando –sin siquiera referirse a esta teoría de hecho– afirma, en principio, que de ese modo la expresión se desangra de significado, al no poder unificarse ni por parte del método ni por parte del objeto [45].

Claro está que con esto no se resuelve el problema. Basta con mirar el juego singular / plural en las denominaciones más corrientes, «historia de las religiones» / «ciencias de la religión», por ejemplo, para intuir todo lo que se halla en juego. Cabría indicar muy sumariamente que cuando lo que prima es la inmersión en el objeto mismo, salta a primer plano su pluralidad de las religiones (la historia se ocupa de cada religión en particular; cosa distinta sería una «filosofía de la historia de la religión», como la que de algún modo y sin usar la denominación hizo Hegel). Cuando, en cambio, la aproximación metodológica tiene la primacía, lo plural se traslada a los distintos enfoques (ciencias de la religión). Por lo mismo, si el enfoque se instala ya en la singularidad de un método concreto, puede recuperar la pluralidad de las religiones como objetos distintos a estudiar: se habla poco, pero se podría hablar y de hecho se practica, de «sociología de las religiones» (¿no lo hizo Weber en el fondo?), o igualmente de «psicología de las religiones». 

Dado que el objetivo aquí perseguido es eminentemente metódico –aclarar el estatuto de la filosofía de la religión–, usaremos ordinariamente «ciencias de la religión», sin que ello suponga ulterior compromiso. Y queda siempre en el aire la pregunta acerca de la constitución de una «ciencia de la religión» que pudiese integrar todas las perspectivas. Algo que, hoy por hoy, de ser posible, parece situarse en un horizonte muy lejano [46].

1.3. La constitución histórica de las ciencias de la religión

Sin embargo, sería exagerado sacar la conclusión de que la situación es sencillamente caótica. Por debajo de las distinciones teóricas y aun de las serias discusiones metódicas existe una comunidad de trabajo, así como un estilo, si no unitario, sí con un indudable «aire de familia». De hecho, se da un continuo trasiego de informaciones y un contacto efectivo y fecundo entre los diversos resultados[47] . Cuando menos, se tiene siempre la impresión de salir enriquecido y mejor equipado cada vez que uno se adentra en cualquier tipo de estudios serios de lo religioso. 

Por otro lado, la situación no debe extrañar demasiado. Además de ser joven, este sector de las ciencias humanas ha tenido que constituirse a lo largo de un camino difícil y accidentado. Como movimiento global, ya queda dicho que nace de una situación de cuestionamiento radical, de una auténtica mutación religiosa y cultural:

«El fenómeno religioso se hizo así un objeto de estudio científico en el mismo momento en que se opera un singular cuestionamiento de las estructuras del pensamiento y del lenguaje, y de una desacralización del mundo donde el hombre entiende más que nunca ser el único señor»[48].

Esa mutación se vio obligada a recorrer sucesivamente diversos frentes de enorme densidad conflictiva, cuyas heridas –y también cuyos frutos– marcan todavía de algún modo su preocupación actual. Fue primero el de las ciencias naturales, con su inicio en Galileo y su culminación en el evolucionismo. Fue luego el de las ciencias históricas, con el cuestionamiento de la historia bíblica, así como de su originalidad religiosa[49] y del papel del cristianismo en el contexto mundial. Fue igualmente el de las ciencias sociales, con la relativización inevitable de las instituciones religiosas, y el de las ciencias psicológicas, con su replanteamiento de todo el imaginario religioso y de su vivencia efectiva. Todo ello debía desembocar en la conflictividad propia de las ciencias religiosas más propiamente dichas, que rompían definitivamente el monopolio de la teología y aun de la filosofía de la religión, así como la obviedad de todo tipo de consideración tradicional [50].

Y hemos de tener en cuenta que el entero proceso se desarrolló en el seno –y además como parte activa– de una de las discusiones más difíciles y de mayores consecuencias de la cultura occidental: la que versaba –y sigue versando– sobre el estatuto del conocimiento reflexivo en su aplicación metódica a los diversos ámbitos de realidad. La búsqueda de la identidad de las ciencias de la religión se inscribe hondamente en la dura lucha por una razón ampliada. Razón que se busca más allá de la heteronomía de una tradición no criticada, pero también de un racionalismo ilustrado y, sobre todo en su última etapa, de un positivismo cientifista. Este último, por sus mismos éxitos espectaculares en un dominio de la realidad, amenaza con invadirla en todas sus dimensiones, colonizando el «mundo de la vida» [51] y, en nuestro caso, minando toda posibilidad de un saber «científico» acerca de lo religioso [52]. 

No cabe ahora entrar en análisis de detalle, pero este trasfondo resulta indispensable para una comprensión mínimamente adecuada del estado actual de las ciencias de la religión. Y sobre todo nos interesa para ver e interpretar su incidencia en la filosofía de la religión: sólo así se la podrá aprovechar debidamente. Es lo que vamos a intentar en sus líneas elementales. 

Pero antes se impone una observación fundamental. Hemos estado hablando indiscriminadamente de «ciencias de la religión», pero llega el momento de hacer una distinción que marcará nuestra exposición. Por lo que atrás queda dicho, no cabe en este punto una gran precisión, pero se da la suficiente para captar el sentido fundamental de lo que pretendemos. Si lo «científico» une a las diversas ciencias de la religión, lo que las diferencia es su modo de acercamiento. 

Unas, como la sociología y la psicología, son ciencias constituidas en sí mismas con fines propios y características definidas, que en un determinado momento sintieron también curiosidad por el objeto religioso; pudieron incluso destacar una especialización –sociología o psicología de la religión–, pero queda siempre el aire de un acercamiento indirecto.

En cambio, otras nacieron expresamente consagradas como tales a lo religioso, constituidas sobre él: su acercamiento es directo. Tal sucedió con la historia y la fenomenología de la religión. Por supuesto que los nombres indican una vinculación a métodos y disciplinas más generales: no son estudios aislados. Pero tampoco conviene darles excesiva importancia: su génesis real muestra que su preocupación y método concretos se forjaron directamente sobre la investigación de lo religioso y sólo indirectamente –aunque de modo intenso– se vinculan con las disciplinas generales correspondientes. 

Es claro en el caso de la historia, que por eso desde el mismo comienzo en Max Müller se llamó también «ciencia de la religión». Y lo es acaso más en el de la fenomenología, que en su modalidad religiosa específica –en el próximo capítulo hablaremos con mayor detalle– se inició por caminos propios y sólo más tarde entró en contacto con la obra de E. Husserl, sin que todavía hoy estén clarificadas las relaciones. No es extraño que incluso los nombres puedan intercambiarse [53]. 

Esta distinción, que muchos dan por supuesta, pero que apenas es tematizada [54], debe ser tenida en cuenta, tanto por mor de la claridad como de la precisión. Aquí sirve de pauta a la exposición. Téngase en cuenta de todos modos que la fenomenología será sólo aludida, dejando su tratamiento sustantivo para el capítulo siguiente.

2. La historia de las religiones

En realidad, gran parte de lo dicho en modo general tiene su aplicación más directa en este preciso lugar; no en vano fue o en esta disciplina o en inmediata relación con ella donde se forjaron los conceptos y se ensayaron las teorías. Con todo, es importante verlo de modo más inmediato y ordenado: ayudará a una percepción más precisa, situará mejor las otras disciplinas y se abrirá más claramente sobre sus posibles consecuencias filosóficas.  

Una mirada panorámica detecta fácilmente tres grandes líneas en la progresiva configuración de estos estudios.

2.1. Superación de la resistencia a lo extraño

La primera marca la reacción defensiva del pensamiento occidental ante la creciente y masiva aparición de lo extraño. La tradición judeo-cristiana y la presencia lateral, pero en definitiva familiar, del islam se habían hecho tan connaturales, que inconscientemente tendían a identificarse con lo religioso en cuanto tal. Lo «otro», o se asimilaba robándole su diferencia, o se lo negaba simplemente como absurdo y, en definitiva, no religioso.  

No fue sólo la reacción de los conquistadores y misioneros, sobre todo en América, que de entrada sólo podían comprender la –muchas veces sorprendentemente alta– religiosidad y moralidad indígenas viéndolas como fruto de una primigenia misión apostólica (el mito de santo Tomás en las Indias) o, por el contrario, descalificar sus usos más extraños o «inmorales» como obra del diablo [55]. Fue también la intelectualidad ilustrada y progresista: todavía a fines del siglo XVIII, todo un Voltaire podía calificar de «abominable fatrás» nada menos que el Zend–Avesta, que Anquetil–Duperron acababa de traducir por vez primera. Ugo Bianchi, que hace la indicación, comenta: «si esto sucedía con la religión de los parsis, algo peor cabía esperar para las religiones de los primitivos o, como entonces se decía, de los ‘salvajes’» [56].  

De hecho, en gran parte, el indiscutido presupuesto evolucionista de casi todas las teorías acerca del origen de la religión no era más que una arma arrojadiza para dejar claras «las estupideces y deshonestidades», la «barbarie originaria», que la razón iluminada, por fin, había dejado atrás[57].  

Desde esta perspectiva no deja de ser admirable el lento pero seguro camino de la ciencia de la religión hacia la comprensión de lo diferente como tal. El respeto por las otras culturas, facilitado por una etnología ya no libresca y de oídas, sino rigurosa y muchas veces de campo, así como la nueva sensibilidad fenómeno-lógica (en sentido amplio), marcan un avance fundamental e irreversible. El etnocentrismo ha quedado definitivamente roto, hasta el punto de que muchas veces el peligro pueda ya venir del lado contrario, de un relativismo excesivo, perdido en la diferencia e incapaz para discernir ningún tipo de avance o de pureza en la realización.  

Es obvio que para la filosofía de la religión se han abierto aquí posibilidades inestimables. Su base reflexiva se ha ampliado enormemente y sus congénitas tentaciones de apriorismo tienen un contraste permanente e implacable en los datos numerosos y en la diferencia imborrable. Si, según la famosa frase de J. Lachelier, «es oficio de la filosofía comprenderlo todo, incluso la religión» [58], desde estos estudios se le ha dicho con elocuencia que no debe bajar la guardia ni estrechar la mira: ese «todo» es para el caso un mundo riquísimo, variado y complejo hasta el infinito.

2.2. Superación del partidismo religioso

La segunda línea la afecta todavía más directamente. Se refiere al partidismo religioso: desde su nacimiento, el estudio científico de la religión tendió a polarizarse, bien a favor bien en contra de la religión. En realidad, era difícil que pudiera sustraerse a esta tentación. El mismo ambiente cultural la predisponía a ello, pues su nacimiento en una época de cambio y ruptura tendía por naturale za a repartir los campos entre los defensores de lo antiguo o los propugnadores de lo nuevo. Como ciencia específica, todo la empujaba en idéntica dirección, hasta el punto de que, como acertadamente indica J. Wach, «el término ‘ciencia de la religión’ (Religionswissenschaft) fue utilizado para subrayar la emancipación de la nueva disciplina respecto de la filosofía de la religión y especialmente de la teología» [59].  

Hoy resulta un tanto difícil reconstruir la circunstancia inicial, y acaso no podamos ser muy justos al calibrar el esfuerzo entonces necesario para lograr un mínimo de distanciamiento «científico». Por un lado, el ambiente intelectual, con la enorme e influyente carga de prejuicios, evidencias y creencias (en sentido orteguiano) que ello comportaba, estaba configurado por el cristianismo y su teología [60]. Era natural que todo tendiese a ser visto desde él y, en definitiva, puesto apologéticamente a su servicio. Cosa que sucede con el mismo Max Müller, que junto a su «alma positivista» tenía su «alma romántica» [61]de «luterano piadoso y sentimental» [62]:

«En ciertos casos, como enseña la Science of Religion proyectada por Max Müller, el fundador de la historia de las religiones, ésta acabó por perseguir el fin de demostrar la superioridad del cristianismo frente a las otras religiones, no recorriendo ya a la apologética tradicional, sino, justamente, a través de la confrontación y la síntesis de los datos ofrecidos por las diversas disciplinas. De este modo, acaba presentándose como un sustituto puesto al día de la antigua teología natural» [63].

Por otro lado, como veíamos hace poco, justo la reacción contra ese ambiente llevaba a muchos –acaso se pueda afirmar que a la mayoría– a utilizar para el ataque las nuevas posibilidades:

«Creo que hemos de darnos cuenta de cuál era la intención de muchos de estos especialistas, si queremos comprender sus construcciones teóricas. En las religiones primitivas buscaron, y encontraron, un arma mortal, según pensaban, contra el cristianismo» [64].

No era, desde luego, tarea fácil abrirse camino hacia el tratamiento desapasionado y objetivo, que intrínsecamente postulaba su pretensión de estudio científico. Ni siquiera ayudaba la situación académica, pues, al menos en Alemania, la Religionswissenschft estuvo durante mucho tiempo incluida en las facultades teológicas, lo cual no siempre las libraba de una dependencia ya directa ya «criptoteológica» [65]. 

Con todo, hay que reconocer ahí una especie de etapa intermedia, que supuso un avance significativo. Se debió a la asunción de los nuevos métodos por parte de teólogos no encerrados en una ortodoxia estrecha, sino conscientes del cambio y de la necesaria ampliación que los nuevos datos implicaban. Incluso se llegó a lo que alguien calificó de «síndrome profético» (Propbetie-Syndrom), en el sentido de querer elevar a rango normativo la visión de las nuevas ciencias, absorbiendo el papel de la teología: N. Söderblom, R. Otto, G. van der Leeuw, F. Heiler son la culminación más notoria de este fenómeno [66]. Todavía M. Eliade afirmará que «la historia de las religiones, como yo por mi parte la entiendo, es una disciplina ‘salvifica’ (saving discipline)»[67]. 

Un repaso de los nombres muestra bien que el influjo de la «actitud fenomenológica» –con su esfuerzo por la sintonía interna con el objeto religioso– es decisivo en esta postura. Participa por lo mismo de la ambigüedad todavía no clarificada de la disciplina; pero un mínimo de familiaridad con la materia permite calibrar el enorme –y en conjunto positivo– influjo que estos autores tuvieron en el avance hacia una visión más equilibrada [68]. 

De todos modos, el empujón decisivo –todavía en marcha– vino de las ciencias afines: etnología, psicología y sobre todo sociología. Aunque también ellas tuvieron que hacer un duro camino en este punto, su dedicación más indirecta y, más que nada, su constitución a partir de otros campos no tan proclives al vaivén apologético-crítico, les permitía una mayor sensibilidad al distanciamiento científico [69]. Su incidencia no podía menos de ser muy fuerte sobre la ciencia que vivía en contacto cada vez más íntimo y receptivo con ellas. 

La importancia de todo esto para la filosofía de la religión es, evidentemente, enorme. Hay que decir, con todo, que ella no fue pasiva en el proceso, sino que ayudó activamente én la creación de los presupuestos. En efecto, al romper la obviedad del cristianismo como religión única y al mostrar la no necesidad de una vinculación fatal a la propia tradición, contribuyó a crear el necesario distanciamiento para la investigación científica [70]. Ahora, ese influjo, gracias al típico mayor avance de lo positivo –recuérdese el famoso asombro del prólogo kantiano–, se le devuelve multiplicado. Y de hecho constituye una continua llamada al justo equilibrio filosófico en este campo siempre minado por los afectos.

2.3. Superación del positivismo

La tercera línea no es ajena a esto, pues muestra el punto en que la filosofía ha ayudado más directa y profundamente a las ciencias de la religión, al tiempo que se buscaba a sí misma. Se refiere a la superación del positivismo.

Preparado ya por el espíritu de la Ilustración, que pretendía explicarlo todo por la reducción a elementos simples y conexiones causales [71], fue A. Comte quien le confirió forma sistemática decisivamente influyente [72]. No es cosa de alargarse aquí sobre pensamientos comúnmente aceptados y de sobra conocidos [73]. Indiquemos únicamente la introducción decisiva del monismo metodológico, calcado sobre el ideal de las ciencias naturales exactas. La sociedad y sus producciones culturales, la religiosa incluida, debían someterse a una explicación analítico-causal que hacía imposible la captación de su verdadera originalidad. Si a esto se suma la famosa ley de los tres estadios, en la que iba a encontrar terreno abonado el evolucionismo de Darwin [74], reforzándola a su vez hasta una especie de evidencia indiscutible, se comprenderá la fascinación de este nuevo «catecismo» implacablemente reduccionista. 

Superar esa fascinación y construir fatigosamente nuevos modelos adaptados a la variedad y pluralidad de lo real fue –y está siendo– una de las grandes aventuras del pensamiento contemporáneo [75]. La necesidad de superar la unilateralidad de la explicación suscitó, primero, el esfuerzo por una comprensión más integral. Tuvo influjo decisivo la insistencia de W. Dilthey en la distinción entre las ciencias de la naturaleza y las del espíritu [76]. Enlazando con la hermenéutica romántica de F. Schleiermacher y prolongándola, reelaboraba profundamente la categoría de la «empatia comprensiva» (Einfühlung), iniciando un fecundo camino [77]. 

La fenomenología continuaría la tarea, liberandola de los posibles restos psicologistas y elaborando con rigor inusitado los presupuestos y procedimientos epistemológicos. La atención a la «intención» y al «sentido», así como a su radicación en el «mundo de la vida» (Lebenswelt), van a intensificar la primacía de la comprensión. En ese ambiente, la especificidad de lo religioso y su autonomía pueden afirmarse con rotundidad, como lo muestra la famosa afirmación de R. Otto de que «la religión empieza consigo misma» y lo confirma su no menos famosa advertencia inicial: «Quien no logre representárselo o no experimente momentos de esa especie, debe renunciar a la lectura de este libro» [78]. 

Se producía así una oscilación pendular, que pronto dejaría sentir la necesidad de un nuevo equilibrio (algo que ya había iniciado de algún modo la verstehende Soziologie de Max Weber)[79]. Pues también la nueva reacción tenía sus peligros: frente al reduccionismo de la anterior, ahora se podrá incurrir en un aislamiento estéril y auto-defensivo:

«Con el dualismo de comprensión y metódica científica, la ciencia de la religión se crea un bastión al abrigo de los ataques, desde el que cree poder descalificar como formas de ‘incomprensión’ las diversas críticas de la religión» [80].

De ahí que se haga creciente el esfuerzo por mediar de alguna manera la antítesis explicar-comprender (Erklär en-Verstehen), buscando su integración. Desde la hermenéutica y en sostenido diálogo con la fenomenología, lo ha trabajado fecundamente Paul Ricoeur [81]. Y, teniendo en cuenta la reviviscencia neopositivista, en esa misma dirección avanza sobre todo, con un enorme refinamiento conceptual, la orientación de la «teoría de la acción comunicativa», con J. Habermas y K. O. Apel como exponentes principales [82]. 

Se trata seguramente de algo que nunca podrá ser un proyecto cerrado, sino una dinámica abierta en un diálogo inacabable. A la filosofía de la religión le interesa máximámente, puesto que se introduce ya dentro de sus más íntimos intereses. Más aún, acaso sólo en ella sea posible pensar en un proyecto de integración verdaderamente global (aunque también inacabado). En todo caso, resulta alentador –y aleccionador– ver cómo una introducción reciente puede enunciar así el propósito desde el punto de vista de las ciencias:

«A la contraposición entre explicación y comprensión se está progresivamente sustituyendo un modelo de integración basado, por un lado, sobre la necesidad de un pluralismo metodológico que encuentre en el interior de los recorridos singulares la garantía de la propia ‘cientificidad’, y, por otro, sobre la necesidad de tener en cuenta aquellos aspectos ‘subjetivos’ de la investigación que constituyen parte integrante y, muchas veces, decisiva de la misma» [83].

2.4. La etnología de la religión

Antes de sacar conclusiones más generales de estas consideraciones, conviene hacer una sucinta mención de la etnología de la religión.

Esta disciplina ha ejercido una enorme influencia en nuestro campo, pero hoy atraviesa una profunda crisis, que para algunos pudiera llevar a la misma disolución. Por un lado, el criterio de la «extrañeza cultural» que ha demarcado sus límites tiende por su propia naturaleza a la autoanulación, pues «con el descubrimiento de los pueblos extraños su extrañeza se convirtió cada vez más en familiaridad»; de suerte que con el comienzo de la ciencia «comenzó ya necesariamente su proceso de disolución» [84]. Por otro, del lado de la materia a estudiar, el avance imparable de la asimilación / destrucción a que se han visto sometidas las culturas «primitivas» las convierte para la etnología en un «objeto que se disuelve a sí mismo» [85]. 

Por su planteamiento inicial –volcado sobre culturas estáticas y, al menos en apariencia, simples–, tendía espontáneamente a totalizar de algún modo el estudio de su objeto. La inevitable especialización que se fue imponiendo, con la consiguiente riqueza de sus resultados, inclina, sin embargo, a repartirla entre las diversas ciencias, sobre todo, por una parte, la psicología y la sociología religiosa [86], y, por otra, la historia de las religiones. En este último sentido, sería la historia aplicada a las religiones de las culturas primitivas [87]. Dada la amplitud con que aquí tomamos los términos, a él nos referiremos fundamentalmente [88].