Alitas quebradas, bracitos rotos - María Eugenia Chagra - E-Book

Alitas quebradas, bracitos rotos E-Book

María Eugenia Chagra

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Beschreibung

Relato mágico en el que el personaje rememora una infancia triste y solitaria desde una mirada ingenua en la que se mezcla la ilusión y la realidad, los sueños y el despertar, casi alucinación, casi locura. Maravillosa novela en la que mujeres que conviven en una vieja casa-burdel, comparten la intimidad a la manera en que solo las mujeres saben hacerlo. Casa que es escenario y a la vez personaje, cómplice o antagonista, casi un ser vivo. Y un libro, el Libro de los Mil Consejos, que va dando, como una voz en off, una perspectiva diferente de todo lo que sucede, y para todo tiene la respuesta justa: qué preparados se usan para lograr distintos colores en el pelo; cómo hacer un almíbar que puede servir tanto como golosina, como para depilarse; cómo se trata el nerviosismo o la falta de sueño; cómo evitar el embarazo; cómo combatir los piojos; cómo ahuyentar los demonios; cómo se compone el guardarropas de un caballero, y el de una dama; cómo y qué cuidados se deben tener para amamantar a un bebé; la cura del susto, del empacho, del mal de ojo… La protagonista es la mente de una niña de dudosa existencia, que si bien tiene plena consciencia de sí misma, no logra entender el lugar que ocupa en la historia, la que trata de armar con aquello que pudo ver o escuchar, y así, pinta un mundo a partir de una fina percepción de lo sensorial y razonamientos ingenuos que no se detienen en los hechos. Es la mente de una niña y va de una cosa a otra sin solución de continuidad y sin adentrarse en consideraciones dolorosas, e incluso, como los niños, nos hace reír, aún ante situaciones de gran dramatismo. Se hace evidente entonces un juego magistral de la autora que convierte en su cómplice al lector, quien, con mente avezada y avisada, irá completando la historia: la de un ser que quiere entender por qué le ha sido arrebatada la vida, por qué nadie la ha querido, ni siquiera mirado, y aún más, nadie la recuerda, intentando explicarse a sí misma.

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ALITAS QUEBRADAS,BRACITOS ROTOS

ALITAS QUEBRADAS,BRACITOS ROTOS

MARÍA EUGENIA CHAGRA

Chagra, María Eugenia

Alitas quebradas, bracitos rotos / María Eugenia Chagra. - 2a ed. - Salta : Biblioteca de Textos Universitarios, 2021.

Libro digital, EPUB - (Quena)

Archivo Digital: online

ISBN 978-950-851-118-8

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas de la Vida. 3. Trabajo de Mujeres. I. Título.

CDD A863

© 2021, por BTU (BIBLIOTECA DE TEXTOS UNIVERSITARIOS)

Colección Quena, vol. 5

Dibujo de tapa: Martín Aibar

Arte de tapa de la colección y adaptación para cada título: Carolina Ísola

Domicilio editorial: Los Júncaros 350 - Tres Cerritos - 4400 Salta

Teléfono: (+54) 387 4450231

Depósito Ley 11.723

ISBN: 978-950-851-118-8

Digitalización: Proyecto451

Todos los derechos reservados.

Índice de contenidos

Portada

Portadilla

Legales

Comienzo de lectura

A mis hermanos,

Cristina y Edmundo

Cuando niña, éramos muchos en mi casa entre parientes directos, habitantes de diferentes especies, visitantes de los más diversos y otros, tantos, que yo andaba entre todos medio perdida y confundida, bueno, hoy en día todavía suelo confundirme un poco, de tanto en tanto, hay quienes dicen que siempre; no es verdad, solo de a ratos, cuando intento recordar y poner orden a mis ideas, a veces, solo a veces, se me enredan y se mezclan y no logro saber claramente si soy niña o mayor, si es de día o ya de noche, si hace frío o es verano y, sobre todo, me es difícil identificar, retornando al pasado, cuál era habitante, visitante o pariente, si este era hombre, mujer, distinto, viejo, enano o menudo.

Lo que pasa, y es para comprender, es que éramos muchos en casa y nunca en número fijo o estable ni ubicados en las mismas posiciones ni categorías, y yo, yo era la más pequeña y jamás me explicaban cómo sucedían las cosas, en realidad nadie me platicaba de nada, actuaban casi como si no existiera, como si todo fuera producto de mi imaginación, hasta yo misma.

En el mejor de los casos, me trataban como a un estorbo al que desalojaban permanentemente, a cada paso, si no el uno, el otro. Me quitaban del medio del pasillo, cuando avanzaban apresuradamente entre risas y comentarios, o serios y compuestos, según se tratara de un paseo o de salir apurados a realizar algún trámite o qué se yo qué cosa más, o me empujaban de las bancas.

Una vez, cuando ya tenía algo más de edad y podía contar hasta diez sin equivocarme, calculé con los dedos de mis dos manos tres veces diez las oportunidades en que en una sola mañana me mudaron de lugar alrededor de la mesa del comedor de diario. Siendo que se trataba de una mesada enorme de madera sólida como para soportar el maltrato cotidiano, y que a su vuelta cabían sentados no menos de veinte comensales que, si se apretaban un poquito unos con otros, podían sumar hasta veinticuatro o veinticinco apoltro­nados en incómodas sillas de respaldar recto y duro vestidas con unos delantalitos que cambiaban de vez en vez según se iban ensuciando con manchas de comida, líquidos varios, o eran quemados por alguna colilla de cigarrillo o habano, estropicios desmedidos que hacían igualmente imprescindible mantener el tablón forrado con un gran hule decorado a rayas verticales verdes y horizontales amarillas, o al revés, cuyos centros adornaban unos rosetones rojos o azules, según fuera el caso; claro que en otras ocasiones solo lo revestía un linóleo naranja o azulino o de cualquier tonalidad.

En fin, en tanto se iban ubicando y levantando, a mí me desplazaban de asiento, hasta que venía otro y me corría de nuevo, para arrellanarse a tomar un café, coser una prenda a las apuradas, charlar con alguno que ya estaba instalado allí o simplemente descansar un rato.

También los había de esos que solo yo veía, nadie más; entonces, cuando se acomodaban en este o aquel espacio, los evitaba; ellos no tenían problemas en llevar a alguno encima o entreverado, pero a mí no me atrapaban de ningún modo, aun haciendo el papel de tonta allí de pie, cuando parecía haber butacas vacías.

Estos se la pasaban miroteando a los demás y de vez en cuando producían pequeños percances que en circunstancias especiales eran motivo de desencuentro entre los otros; por ejemplo, les encantaba arrojar objetos al suelo o por el aire, correr una butaca cuando alguien estaba a punto de posarse o soplar suaves brisas que hacían flotar las cosas hasta los techos o un poco más abajo, pretextos más que suficientes para provocar riñas entre los habitantes de cuerpo presente y visible.

El tema es que yo variaba de lugar en lugar hasta que no restaba ninguno y no me quedaba más remedio que permanecer parada al lado de cualquiera. Al caso alguien pegaba un grito y me decía

¡Che!…, ¿por qué no vas a jugar con alguno de tu edad?

Pero yo andaba muy aturdida para jugar y menos con uno de mi edad, porque no existían en la casa, salvo que fuera un habitante circunstancial y esos aparecían cuando querían, en muchas ocasiones para acosarme o jugarme bromas pesadas.

Así, yo deambulaba todo el día y a veces por las noches también, con los ojos bien atentos para no chocar con ninguno y, según comentan, la boca medio abierta en un gesto bobalicón; de lo que no se daban ni cuenta es de que siempre estaba a punto de decir algo que nadie tenía intención de escuchar.

Erraba de habitación en habitación, por los patios, por los pasillos y en el fondo; me apoyaba en las paredes, los observaba desplazarse, de tanto en tanto tocaba un brazo, una prenda que llamaba mi atención.

Me pasaban por encima, de costado, por arriba, entre medio, sin percatarse de mi existencia; comía algunas veces pues nadie se ocupaba de ello, si bien recuerdo un trance en que se interesaron mucho por mi delgadez, sucedía que estaba a punto de desaparecer, lo que no hubiera sido extraño en una casa donde todos aparecían y desaparecían como si nada, pero en esa coyuntura, vaya uno a conocer la razón, alguno se inquietó por mí y me atosigaron a carnes rojizas y aceite de hígado de bacalao por un tiempo, después se volvieron a olvidar de mí o estarían demasiado ocupados, no alcanzo a determinarlo.

Cuando los niños presentan problemas de alimentación, es decir cuando empiezan a perder peso, palidecer, en algunas ocasiones temblequear, dejan de jugar y duermen en exceso, cosa que puede suceder con algunos mayores también, se recomienda:

Una cucharada o dos de aceite de hígado de bacalao a las mañanas en ayunas, lo que puede resultar difícil de ser ingerido por el infante, pero que al ser una medicina eficaz que colabora a recuperar peso y energía, debe de ser proporcionada a pesar de las resistencias ofrecidas.

Jugo de carne, es decir, la sangre del animal casi sin cocción.

También favorecen la rápida recuperación, las espinacas, acelgas, radichetas y otras hojas verdes, por su alto contenido en hierro.

Un huevo diario, o mejor la yema del mismo, cruda para no perder ninguna de sus propiedades, que será mejor tolerada si se ingiere bañada en un vino dulce, aporta suficiente proteína.

A poco de comenzado el tratamiento, si se lo observa con cuidado, se logra el resultado buscado.

Yo vagabundeaba por ahí, pellizcaba lo que podía, de vez en cuando dormía donde me agarraba el sueño, cuando me asaltaba, pues era común que rondara por las noches, de día igual, con los ojos semiabiertos y a veces semicerrados, ocurría que al no tener cama fija (porque como llegué de últimas ya no quedaba ninguna) variaba de ubicación según se fuera este o aquel, por una temporada o permanentemente. Es que así como se iban, arribaban otros, nunca se sabía a ciencia cierta con quiénes se contaba para comer, dormir u otros menesteres.

Con el tiempo aprendí a apresurarme para ganar un sitio en cualquier parte, como ya iba creciendo les costaba mucho más expulsarme. Además, era de los pocos que permanecían, con lo cual iba identificando en medio de tanto ajetreo, mejor que nadie, las costumbres y ritmos que a pesar de todo se imponían por épocas, lo que me favorecía a la hora de conseguir un bocado, una cama, un asiento u otras vituallas.

Llegué a ser la que dominaba los usos familiares, la que diferenciaba quiénes, qué y cómo habitaban la casa y la ocupaban, sin que repararan en mí; en definitiva, me sirvió de mucho pues obtuve mis pequeños beneficios personales, pero eso sucedió con el tiempo.

Mientras, yo peregrinaba por el enorme caserón de gruesas paredes y techos altísimos, de puertas de doble hoja con banderolas de vidrio que se cerraban jalando de una pequeña cadena que colgaba a un lado, sobre todo cuando alguien decidía jugar al cuarto oscuro clausurando todas las aberturas, para que cada cual se ocultara donde pudiera con las luces apagadas, el elegido de turno debía ubicar a los restantes; a mí no me invitaban pero de igual modo participaba con el cuerpo temblequeando de miedo. Como siempre sucedía que no me tenían en cuenta, los iba descubriendo con total facilidad, lo que ocasionaba una segura rabieta pues les estropeaba la diversión

¡Che!, salí del medio que nadie te invitó a jugar, solían decirme.

De todas maneras me filtraba sorprendiéndolos fácilmente gracias al crujido que producían al moverse sobre los largos tablones de madera que cubrían los pisos, lo que aumentaba el suspenso.

Dos patios plenos de macetas con malvones y geranios cobijaban, según los tiempos, a ocupantes varios.

Las habitaciones contiguas, una al lado de la otra, comunicadas por una puerta intermedia, contribuían al desorden y la confusión, de tanto en tanto alguno se colaba donde no debía y podía provocar tremendo lío o por lo menos un sobresalto fenomenal a cualquiera que fuera tomado desprevenido. Así sucedió cuando uno de los tíos se equivocó de pieza o, al caso tal vez, de cama, yéndose a posar, o más correcto sería decir a recostar, en la de la prima Isabel, que lo corrió a zapatazos mientras la prima Rita daba de alaridos desde el cuarto de al lado. No era lo habitual pero sí ocasional.

Un solo baño, en el justo medio de las habitaciones, contaba con una enorme bañera enlozada sostenida por patas que semejaban angelitos, donde solíamos deleitarnos con el anhelado baño semanal, solíamos es un decir, pues dependía de muchas cuestiones, por ejemplo, que hubiera leña suficiente acumulada en la leñera para alimentar la cocina que concentraba y brindaba calor al tanque de agua a través de un elaborado sistema de tuberías; cuando escaseaba la madera acopiada en el fondo, se hacía necesario economizar y acaparar la reserva para cocer los alimentos.

También podía disminuir el agua si la reducían debido a las sequías; claro que en otras circunstancias lo que acontecía es que llovía demasiado, cosa que ocurría en los veranos frecuentemente, como cuando se anegó media ciudad, el sótano de la casa incluido, por lo que debimos esforzarnos tres días desagotando el lugar en hondos baldes de latón que acarreábamos entre todos uno a uno sin descanso, lo mismo la casa prosiguió trasminada de olor a humedad y fría durante varias semanas, refrescado el ambiente que afuera estaba caldeado, al menos ese beneficio cuajó de la catástrofe y la hedentina no resultó tan tremenda, diferente a cuando se desbordaron las cloacas, un horror el tufo, se tornaba imposible respirar del hedor que flotaba en el aire, al igual que transitar, dormir, ni tan siquiera vivir de semejante vaho que lo inundaba todo, la casa, las otras vecinas, el barrio entero, lo que promovió más de una queja cuando no denuncias.

Todo esto sucedió luego de que Valentín, que era quien limpiaba los desagües impidiendo que se obstruyeran, desapareciera un día, con lo que al no emplearse ninguno en tan desagradable tarea, los caños fueron acumulando lo que circulaba habitualmente más lo que uno a uno los habitantes de la casa se dedicaban irresponsablemente a arrojar. Prefiero no enumerar las inmundicias, pues el asco podría producirnos vómitos, lo mismo cada vez que lo recuerdo me invaden las náuseas, siendo que en aquel evento lo de menos fue el olor, lo que flotaba en el patio y se fue metiendo en las piezas entre el líquido nauseabundo, eso sí que era repugnante.

Al cabo vinieron los bomberos en un gran camión pintado de rojo ululando la sirena y con unos cables inmensos destrancaron la cañería, las porquerías permanecieron por varios días, lo mismo que cuando la inundación, esa vez el líquido se filtraba por cuanto recoveco existía y nos subía hasta las rodillas, pero escaseaba para el uso casero, habiéndose taponado los caños y vertederos de la ciudad, para peores males el agua se hallaba contaminada, pues entre tanto desborde y correntada, los desperdicios flotaban y algunos perros jugaban mientras otros se hundían muertos y putrefactos.

Cuando cuestiones como estas acontecían, el baño se distanciaba en el tiempo o las tías para no perdérselo se conformaban con menos agua y hasta ingresaban a la bañadera, que era vasta, de a dos o tres, lo que lo tornaba menos higiénico pero más divertido, era un gozo escucharlas a las carcajadas jugar como niñas, salpicando agua y desperdiciando jabón.

La otra posibilidad era lo que llamaban el «baño francés», la verdad es que no entendía de qué se trataba pues nadie me lo explicaba, imaginaba que sería alguna ceremonia especial aprendida en otras latitudes, pero por lo que yo sabía, nadie había salido del territorio de la casa y sus alrededores. Finalmente pude apreciar el elaborado ritual, de igual modo que todo lo que con el tiempo llegué a conocer, es decir, escondida tras una puerta en alguna esquina disimulada y espiando.

Es recomendable para mantener un buen estado de salud, observar reglas higiénicas básicas, como el saludable baño semanal que elimina grasa e impurezas que impiden a la piel respirar debidamente, y refresca eliminando malos olores en zonas pudendas.

De no ser posible, se deberá salvar su falta lavando con agua y jabón abundante o en su defecto pasando una pequeña toalla o un paño mojado por axilas, cuello, orejas, entrepierna y más profundo. Completar con un buen lavatorio de pies, orejas y limpieza de uñas.

Si se tiene en disposición, es placentero agregar unas gotas de agua de colonia para agradar el olfato. Esto es lo que se ha dado en llamar «baño francés» debido a su uso acostumbrado en aquel país.

En lo que a mí se refiere, debía conformarme con esperar a colarme en la gran tina entre una y otra de las mujeres de la casa, antes que el desagüe se tragara el resto de agua jabonosa, ni tan clara ni tan caliente, igualmente maravillosa para juguetear un rato allí, eliminando la mugre y hediondez que acumulaba mi magro cuerpo, luego de pasar las horas frotándome en las paredes o pisos de la casa o dormitando recostada en cualquier sitio. Eso a las apuradas antes de que me corrieran como era costumbre

¡Che!, quién te creés vos para desperdiciar agua y jabón… Salí de ahí, y me sacaban a empellones.

Pero… ¿en qué estaba? Ah, ya…, creo que recorriendo la casa.

Los dormitorios quedaban encerrados entre dos comedores, uno de recibir y otro de diario, que a veces actuaba de alcoba según aumentaran o disminuyeran los huéspedes.

Al fondo, la cocina, sin puertas y sin ventanas, se abría a un pequeño patio a través de una arcada, por donde circulaban los gatos, propios y ajenos, que bajaban de los techos procurando un bocado; la despensa con embutidos colgados, cajones de frutas y verduras y las bolsas grandes de azúcar y harina, abundantes o no según las épocas, como los habitantes de la casa que se sucedían en cantidades variables.

Luego el fondo con mandarino, parral, limonero y la higuera. Ahí moraba uno de los más conocidos. Jugaba a veces conmigo. Pero no era el único, porque en algunos crepúsculos lo escuchaba conversar con otros, escondidos tras los troncos que se amontonaban en pilas para alimentar la cocina a leña; yo atendía procurando entender lo que decían sin lograrlo, debía de ser por el extraño idioma que empleaban y que no era jeringonza, ese me lo enseñó la tía Julia un corto período en que pasó por la casa. Con ella jugábamos a que no comprendieran los demás, aunque la mayoría lo lograba, a pesar de que se hacían los burros desentendidos.

mipi tipiapa jupulipiapa, nopo eperapa mipi tipiapa, peperopo copomopo apa capasipi topodopos yopo lapa llapamapabapa apasipi, epellapa eperapa mupuypy jopovepencipitapa ypy hepermoposapa

Y un día llegó triste por una gran disputa que había mantenido con su mamá por un novio que amaba, la mamá no, y ella se vino escapada por tras de él que según cuentan se fue con otra puesto que era un mujeriego de aquellos que las quería a todas, pero en serio ni hablar, la tía Julia lloró, lloró y lloró más, hasta que casi se le salieron los ojos y se quedó sin lágrimas y sin risas, pero lo de las lágrimas fue tan grave que se le secó el blanco del ojo y se le acumularon unos cristalitos, a punto de no poder cerrar los párpados porque se le lastimaba (el blanco del ojo) con lo que vivía despierta o dormida con los ojos abiertos, casi un fenómeno, tanto que la entrevistaron para una revista de curiosidades, en realidad fue a los otros, que morían por aparecer, ella no se dejó ni ver, simplemente vivió enclaustrada hasta que se marchó sin que se supiera el rumbo.

Yo la vi partir con el corazón estrujado, era de las pocas que me habían prestado atención, y mientras le decía

Chapaupu tipiapa Jupuliapa