Alta tensión - Harlan Coben - E-Book

Alta tensión E-Book

Harlan Coben

0,0

Beschreibung

Myron Bolitar siempre ha soñado con la voluptuosa mujer fatal que acaba de entrar en su despacho para pedirle ayuda. Tenía unas curvas de locura, pero ahora está embarazada de ocho meses, y eso pone fin a todas las posibles fantasías de Bolitar. La antigua estrella del tenis Suzze T y su marido, Lex, una estrella del rock, son clientes, y a lo largo de los años Myron ha negociado multitud de contratos para la preciosa pareja. Pero ahora Lex ha desaparecido y la muy embarazada Suzze llora, convencida de que los rumores colgados en la red poniendo en duda la paternidad del bebé han alejado al hombre que ella jura es el padre de su hijo. Para Myron, el tema de la paternidad no puede afectarle más, mientras su padre, Al, se aferra a la vida, y el hermano que abandonó la familia hace años reaparece, con el peligro pisándole los talones. Myron no tarda en verse forzado a enfrentarse con los oscuros secretos en el pasado de Suzze, la mortalidad de su familia, y antes de que acabe Alta Tensión, la suya.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 469

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original: Live Wire

© Harlan Coben, 2011

© Traducción de Alberto Coscarelli, 2011

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

OEBO125

ISBN: 978-84-9867-995-3

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Créditos

Dedicatoria

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

Epílogo

Agradecimientos

Notas

Otros títulos

Para Anne, porque lo mejor está a punto de llegar

1

La más fea de las verdades, le dijo una vez un amigo a Myron, es mejor que la más bonita de las mentiras.

Myron pensó en aquella frase mientras miraba a su padre en la cama del hospital. Volvió dieciséis años atrás, a la última vez que le había mentido a su padre, a la mentira que había causado tanta desolación y dolor, una mentira que inició una trágica oleada y que, finalmente, de forma desastrosa, terminaría aquí.

Los ojos de su padre permanecían cerrados, su respiración era rasposa e irregular. Los tubos parecían salir por todas partes. Myron miró el antebrazo de su padre. Recordó que en su infancia acudía a visitar a su padre a aquel almacén de Newark, y la manera en que su padre se sentaba a la enorme mesa, con las mangas enrolladas. Entonces, el antebrazo era tan poderoso que tensaba la tela, haciendo que el puño se apretase como un torniquete sobre el músculo. Ahora el músculo se veía esponjoso, deshinchado por la edad. Aquel pecho de tonel que había hecho sentirse tan seguro a Myron todavía estaba allí, pero se había vuelto tan quebradizo que si una mano lo estrujase podría romperle las costillas como si fueran ramas secas. El rostro sin afeitar de su padre mostraba unas manchas grises en lugar de la habitual sombra de barba, y la piel alrededor de la barbilla suelta le colgaba como una capa que le viniese demasiado grande.

La madre de Myron —la esposa de Al Bolitar durante los últimos cuarenta y tres años— estaba sentada junto al lecho. Su mano, temblorosa por el Parkinson, sujetaba la de él. Ella también parecía sorprendentemente frágil. En su juventud, su madre había sido una de las primeras feministas que quemaron su sujetador con Gloria Steinem y llevaba camisetas con lemas como «El lugar de una mujer está en la casa... Blanca». Y ahora, ahí estaban los dos, Ellen y Al Bolitar. («Somos el El-Al —siempre bromeaba mamá—, como las Líneas Aéreas Israelíes»), destrozados por la edad, agarrados de la mano, más afortunados que la gran mayoría de amantes ancianos; éste era el final que la suerte parecía depararles.

Dios tenía sentido del humor.

—¿Qué? —preguntó mamá a Myron en voz baja—. ¿Estamos de acuerdo?

Myron no respondió. La más bonita de las mentiras contra la más fea de las verdades. Myron tendría que haber aprendido la lección entonces, dieciséis años atrás, con aquella última mentira a este gran hombre que amaba como a ningún otro. Pero no, no era tan sencillo. La más fea de las verdades podía ser devastadora. Podía sacudir un mundo.

Incluso matar.

Así que cuando su padre abrió los ojos, y ese hombre, al que Myron admiraba como a ningún otro, miró a su hijo mayor con una confusión suplicante, casi infantil, Myron observó a su madre y asintió despacio. Luego se tragó las lágrimas y se preparó para decirle a su padre una última mentira.

2

seis días antes

—Por favor, Myron, necesito tu ayuda.

Para Myron era algo así como la materialización de una fantasía: una preciosa damisela en apuros acababa de entrar en su despacho, como si saliera de una vieja película de Bogart. Sólo que, bueno, caminaba como un pato, y su ausencia de silueta delataba que la preciosa damisela en cuestión estaba embarazada de ocho meses, detalle que, lo siento, mataba todo el efecto de la fantasía.

Su nombre era Suzze T, abreviatura de Trevantino, y era una estrella del tenis retirada. Había sido la sensual chica mala del tour, más conocida por sus atuendos provocativos, los piercings y los tatuajes que por su juego. A pesar de todo, Suzze había ganado uno de los grandes campeonatos y consiguió una millonada con los patrocinios, el más notable de ellos como portavoz (a Myron le encantaba el eufemismo) de la La-La-Latte, una cadena de cafeterías topless, donde a los chicos universitarios les encantaba pedir «más leche». Qué buenos tiempos.

Myron abrió los brazos.

—Aquí estoy para ti, Suzze, veinticuatro horas al día, los siete días de la semana; ya lo sabes.

Estaban en su despacho de Park Avenue, sede de MB Reps. La M mayúscula correspondía a Myron, la B a Bolitar y Reps indicaba que era representante de deportistas, actores y escritores. Se trataba de un nombre literal.

—Sólo dime qué puedo hacer por ti.

Suzze comenzó a caminar por el despacho.

—No sé por dónde empezar. —Myron se disponía a hablar cuando ella levantó la mano—. Si te atreves a decir: «Empieza por el principio», te arrancaré uno de tus testículos.

—¿Sólo uno?

—Ahora estás comprometido. Pienso en tu pobre prometida.

Suzze aumentó la velocidad e intensidad de sus pasos hasta tal punto que una pequeña parte de Myron temió que comenzase a parir allí mismo, en su despacho recién acabado de reformar.

—Estoo... la alfombra —dijo Myron—. Es nueva.

Ella frunció el entrecejo, siguió caminando un poco más y comenzó a morderse las uñas, demasiado pulidas.

—¿Suzze?

Ella se detuvo. Sus miradas se encontraron.

—Dímelo —dijo él.

—¿Recuerdas cuando nos conocimos?

Myron asintió. Hacía sólo unos pocos meses que había salido de la Facultad de Derecho y acababa de poner en marcha su empresa. Entonces, en sus comienzos, MB Reps, era conocido como MB Sport Reps. Se llamaba así porque al principio Myron sólo representaba a deportistas. Cuando empezó a representar a actores, escritores y otros profesionales del campo de las artes y las celebridades, quitó el Sports del nombre de la empresa, y éste se quedó en MB Reps. De nuevo, la preferencia por lo literal.

—Por supuesto.

—Era un desastre, ¿verdad?

—Tenías un gran talento para el tenis.

—Y era un desastre. No me dores la píldora.

Myron levantó las palmas hacia el techo.

—Tenías dieciocho años.

—Diecisiete.

—Diecisiete, lo que sea. —Tuvo un rápido recuerdo de Suzze al sol: el pelo rubio recogido en una coleta, la sonrisa traviesa en su rostro, un golpe derecho que le daba a la pelota como si ésta la hubiese ofendido—. Acababas de convertirte en jugadora profesional. Los adolescentes colgaban tu retrato en sus dormitorios. Se suponía que ibas a derrotar a las leyendas de inmediato. Tus padres redefinieron la palabra prepotente. Habría sido un milagro que te mantuvieses incólume.

—Bien dicho.

—Entonces, ¿qué pasa?

Suzze se miró la barriga como si acabase de aparecer.

—Estoy embarazada.

—Eh, sí, ya lo veo.

—La vida es buena, ¿sabes? —Ahora su voz era suave, nostálgica—. Después de todos aquellos años, cuando era un desastre... encontré a Lex. Su música nunca ha sonado mejor. La academia de tenis funciona a tope. Ahora todo va de maravilla.

Myron esperó. Los ojos de ella permanecían fijos en su barriga mientras la acunaba como si su contenido fuese lo que, más o menos, era, dedujo Myron. Para mantener la conversación, preguntó:

—¿Te gusta estar embarazada?

—¿Te refieres al acto físico de gestar un niño?

—Sí.

Suzze se encogió de hombros.

—No es que me sienta radiante ni nada por el estilo. Me refiero a que estoy muy dispuesta a parir. Es un pensamiento interesante. A algunas mujeres les encanta estar embarazadas.

—¿A ti no?

—Es como si tuviese una excavadora aparcada en la vejiga. Creo que la razón por la que a las mujeres les gusta estar embarazadas es porque las hace sentirse especiales. Como si fuesen famosillas. La mayoría de las mujeres pasan por la vida sin llamar la atención, pero cuando están embarazadas, la gente monta revuelo a su alrededor. Puede parecer un poco condescendiente, pero a las mujeres embarazadas les gusta el aplauso. ¿Sabes a qué me refiero?

—Creo que sí.

—Supongo que ya he tenido mi ración de aplausos. —Se movió hacia la ventana y miró al exterior durante unos segundos. Luego se volvió hacia él—. Por cierto, ¿has visto lo grandes que tengo las tetas ahora?

—Hum —dijo Myron, y decidió no añadir nada más.

—Ahora que lo pienso, me pregunto si no deberías llamar a La-La-Latte para una nueva sesión fotográfica.

—¿Unas tomas en ángulos estratégicos?

—Exacto. Se podría hacer una gran campaña con estas mamas. —Se las cogió con las manos, como si Myron no se hubiera dado cuenta de a qué mamas se refería—. ¿Tú qué opinas?

—Creo —respondió Myron— que te estás yendo por las ramas.

Ahora en los ojos de ella había lágrimas.

—Soy tan rematadamente feliz.

—Sí, bueno, comprendo que podría ser un problema.

Ella sonrió al oírle.

—He dejado atrás los demonios. Incluso me he reconciliado con mi madre. Lex y yo no podríamos estar más preparados para tener al bebé. Quiero mantener a los demonios apartados.

Myron se irguió en el sillón.

—¿No estarás consumiendo de nuevo?

—Por Dios, no. No esa clase de demonios. Lex y yo ya hemos acabado con aquello.

Lex Ryder, el marido de Suzze, era la mitad de la legendaria banda/dúo, conocida como HorsePower; en realidad, seamos sinceros, era la mitad menos importante respecto a Gabriel Wire, un tipo con un carisma sobrenatural. Lex era un buen músico, aunque algo atribulado, pero él siempre sería un John Oates y Gabriel, un Daryl Hall; un Andrew Ridgeley y no un George Michael; sería como el resto de componentes de las Pussycat Dolls, eclipsadas por Nicole Scherz o como se llame.

—¿Qué clase de demonios, entonces?

Suzze metió la mano en el bolso. Sacó algo que desde el otro lado de la mesa parecía una foto. La miró durante unos instantes y se la pasó a Myron. Él le echó un vistazo y esperó a que ella hablase de nuevo. Por fin, sólo por decir algo, dijo una obviedad:

—Es la ecografía de tu bebé.

—Sí. Veintiocho semanas de edad.

Más silencio. Myron lo volvió a romper.

—¿Al bebé le pasa algo malo?

—Nada. Es perfecto.

—¿Él?

Suzze T sonrió.

—Voy a tener a mi hombrecito.

—Es muy guay.

—Sí. Oh, es una de las razones por las que estoy aquí: Lex y yo hemos estado hablando de ello. Los dos queremos que seas el padrino.

—¿Yo?

—Sí.

Myron no dijo nada.

—¿Y bien?

Ahora era Myron quien tenía los ojos húmedos.

—Me siento muy honrado.

—¿Estás llorando?

Myron no abrió la boca.

—Estás hecho una nenaza —dijo ella.

—¿Qué pasa, Suzze?

—Quizá nada. —Una pausa—. Creo que hay alguien que tiene la intención de destruirme.

Myron mantuvo los ojos en la ecografía.

—¿Cómo?

Entonces ella se lo mostró. Le mostró tres palabras que resonarían sordamente en su corazón durante mucho tiempo.

3

Una hora más tarde, Windsor Horne Lockwood III —conocido por todos aquellos que le temían (es decir, casi todos) como Win— entraba en el despacho de Myron. Win tenía un estupendo andar arrogante, como si vistiese frac y sombrero negro de copa e hiciese girar un bastón. Sin embargo, vestía una corbata Lilly Pulitzer rosa y verde, una americana azul que llevaba algo que parecía un escudo y pantalón caqui con una raya lo bastante aguda como para hacer sangre. Calzaba mocasines, sin calcetines, y en resumen parecía como si llegara de un crucero en el SS Ricachón.

—Suzze T acaba de estar aquí —comentó Myron.

Win asintió y echó la mandíbula hacia fuera.

—La vi cuando salía.

—¿Parecía alterada?

—No me fijé —respondió Win, y se sentó—. Le han crecido los pechos —añadió.

—Tiene un problema —dijo Myron.

Win se echó hacia atrás y cruzó las piernas con su típica calma tensa.

—Explícate.

Myron giró la pantalla del ordenador para que Win la viese. Una hora antes, Suzze T había hecho lo mismo. Pensó en aquellas tres pequeñas palabras. Muy inocentes en sí mismas, pero preñadas de sentido en su contexto. En éste, aquellas tres palabras, todavía helaban la habitación.

Win miró la pantalla y buscó algo en el bolsillo interior de la chaqueta. Sacó un par de gafas. Las llevaba desde hacía casi un mes, y aunque Myron hubiese dicho que eso era imposible, hacían que Win pareciese todavía más altivo y presuntuoso. También le deprimía mucho verlas. No es que fueran viejas ni mucho menos, pero cuando Win se las mostró por primera vez, empleó esta analogía del golf: «Ahora estamos oficialmente en los últimos nueve de la vida».

—¿Es una página de Facebook? —preguntó Win.

—Sí. Suzze dijo que la utiliza para promocionar su academia de tenis.

Win se acercó un poco más.

—¿Es su ecografía?

—Sí.

—¿Y cómo es que usa una ecografía para promocionar una academia de tenis?

—Es lo que le pregunté. Dijo que necesitaba darle un toque personal. La gente no sólo quiere leer propaganda.

Win frunció el entrecejo.

—¿Entonces va y cuelga la ecografía de un feto? —Me miró—. ¿Tiene eso algún sentido para ti?

En realidad no lo tenía. Una vez más —con Win usando gafas para leer y los dos quejándose del nuevo mundo de las redes sociales—, Myron se sintió viejo.

—Mira los comentarios a la foto —dijo Myron.

Win le miró con ojos inexpresivos.

—¿Las personas comentan una ecografía?

—Tú léelos.

Win lo hizo. Myron esperó. Se había aprendido la página de memoria. Había veintiséis comentarios en total; la mayoría expresaban buenos deseos. La madre de Suzze, la envejecida modelo del cartel de Mamá Malvada (tenis), por ejemplo, había escrito: «¡Atención, gente, voy a ser abuela! ¡Viva!». Alguien llamado Amy decía: «¡Qué chuli!». Un jocoso «se parece a su padre : )» era de un batería de estudio que solía trabajar en las sesiones de grabación con HorsePower. Un tipo llamado Kelvin escribía: «¡¡Felicitaciones!!». Tamy preguntaba: «¿Cuándo nacerá el bebé, cariño?».

Win se detuvo cuando faltaban tres para el final.

—Un tipo divertido.

—¿Cuál?

—Un humanoide mierdoso llamado Eric escribió —Win se aclaró la garganta y se acercó más a la pantalla—: «¡Tu bebé se parece a un caballito de mar!», y luego Eric la Monda añadió las letras «MT».

—Él no es su problema.

Win no se aplacó.

—Puede que el viejo Eric aún se merezca una visita.

—Tú continúa.

—Bien.

Las expresiones faciales de Win casi nunca cambiaban. Se había entrenado a sí mismo para no mostrar nunca sus emociones en los negocios ni en el combate.

Pero unos segundos más tarde, Myron vio que algo se oscurecía en los ojos de su viejo amigo. Win le miró. Myron asintió. Porque ahora Myron sabía que Win había encontrado las tres palabras.

Las tres aparecían al final de la página. Las tres palabras estaban en un comentario hecho por «Abeona F», un nombre que no significaba nada para él. La foto del perfil era algo así como un símbolo, quizás una letra china. Después, todo en mayúsculas, sin puntuación, había tres palabras sencillas pero desgarradoras: «NO ES SUYO».

Silencio.

Entonces Win exclamó:

—¡Caray!

—Desde luego.

Win se quitó las gafas.

—¿Necesito hacer la pregunta obligada?

—¿Cuál es?

—¿Es verdad eso?

—Suzze jura que el bebé es de Lex.

—¿La creemos?

—Sí —dijo Myron—. ¿Importa?

—No desde un punto de vista moral. ¿Mi teoría? Esto es obra de un tarado.

Myron asintió.

—Lo mejor de Internet es que da voz a todo el mundo. Y lo peor de Internet es que da voz a todo el mundo.

—El gran bastión de los cobardes y los anónimos —asintió Win—. Suzze tendría que borrarlo antes de que Lex lo vea.

—Demasiado tarde. Es parte del problema. Al parecer, Lex se ha largado.

—Entiendo —dijo Win—. ¿Quiere que nosotros le encontremos?

—Y que le llevemos a casa, sí.

—No será muy difícil encontrar a una famosa estrella del rock —afirmó Win—. ¿Cuál es la otra parte del problema?

—Ella quiere saber quién escribió esto.

—¿La verdadera identidad del señor Loco?

—Suzze cree que es algo más gordo. Que alguien va a por ella.

Win sacudió la cabeza.

—Es un loco.

—Vamos. Escribir «No es suyo»... Es bastante asqueroso.

—Un loco asqueroso. ¿Acaso no lees las tonterías de Internet? Coges cualquier noticia, en cualquier sitio, y te encuentras siempre con los típicos comentarios racistas, homófobos y paranoicos. —Trazó comillas en el aire con dos dedos—. Te hará aullar a la luna.

—Lo sé, pero le prometí investigarlo.

Win exhaló un suspiro, se puso de nuevo las gafas y se inclinó hacia la pantalla.

—La persona que lo colgó es una tal Abeona F. Supongamos que se trata de un seudónimo.

—Supongamos.

—¿Qué pasa con la foto del perfil? ¿Qué significa este símbolo?

—No lo sé.

—¿Se lo preguntaste a Suzze?

—Sí. Dijo que no tenía ni idea. Se parece a un símbolo chino.

—Quizá podamos encontrar a alguien que lo traduzca. —Win se echó hacia atrás y volvió a unir los dedos—. ¿Te has fijado en la hora que colgaron el comentario?

Myron asintió.

—La tres y diecisiete de la madrugada.

—Muy tarde.

—Es lo que estaba pensando —dijo Myron—. Podría ser el equivalente a la red social de los borrachos.

—Un ex con agravios —opinó Win.

—¿Los hay de otra clase?

—Si recuerdo bien la alocada juventud de Suzze, podría haber, por lo menos, unos cuantos candidatos.

—Ninguno al que ella crea capaz de hacer esto.

Win continuó mirando la pantalla.

—¿Cuál va a ser nuestro primer paso?

—¿De verdad?

—¿Perdón?

Myron se paseó por su despacho recién renovado. Habían desaparecido los carteles de las obras de Broadway y los recuerdos de Batman. Los habían quitado cuando tuvieron que pintarlo, y Myron no tenía claro si quería volver a colgarlos. También habían desaparecido los viejos trofeos y premios de sus días de deportista —los anillos de los campeonatos de la NCAA, su certificado del Parade All-American, su premio como Jugador del Año del Colegio Universitario—, salvo una excepción. Justo antes de su primer partido profesional, con los Boston Celtics, cuando su sueño por fin se hizo realidad, Myron había sufrido una grave lesión en la rodilla. Sports Illustrated lo sacó en portada con este título: «¿está acabado?». Y si bien ellos no contestaban a la pregunta, la respuesta acabó siendo un gran «¡SÍ!». No tenía claro por qué había conservado aquella portada enmarcada. Si le preguntaban, decía que era una advertencia para cualquier «superestrella» que entrara en su despacho sobre lo rápido que podría desaparecer del firmamento, pero Myron, hasta cierto punto, sospechaba que se trataba de algo más profundo.

—No es tu modus operandi habitual —señaló Myron.

—Oh, por favor, dime.

—Ahora viene cuando me dices que soy un agente, no un investigador privado, y que tú no ves ningún sentido en hacerlo porque no hay ningún beneficio económico en juego para la firma.

Win no dijo nada.

—A veces te quejas de que tengo complejo de héroe y de que tengo necesidad de ayudar a la gente para sentirme realizado. Y últimamente, o tal vez debería decir, más recientemente, tratas de explicarme que mis intervenciones han hecho más daño que bien o que he acabado hiriendo, e incluso matando, quizás a más personas de las que haya podido salvar.

Win bostezó.

—¿Hay algo más que quieras decir?

—Creía que era evidente, pero aquí está. ¿Por qué de pronto pareces tan dispuesto, e incluso entusiasmado, a aceptar esta misión en particular, cuando en el pasado...?

—En el pasado —interrumpió Win—. Siempre te he ayudado, ¿no?

—La mayoría de las veces, sí.

Win me miró, se golpeó la barbilla con el índice.

—¿Cómo explicarlo? —Se detuvo, pensó, asintió—. Tenemos tendencia a creer que las cosas buenas durarán para siempre. Está en nuestra naturaleza. Por ejemplo, los Beatles. Oh, siempre estarán con nosotros. Los Soprano, esa serie que no dejarán nunca de emitir. La serie de Zuckerman, de Philip Roth. Los conciertos de Springsteen. Pero las cosas buenas son escasas. Hay que disfrutarlas, porque siempre nos dejan demasiado pronto.

Win se levantó y se dirigió hacia la puerta. Antes de salir de la habitación miró atrás.

—Trabajar contigo —dijo— es una de esas cosas buenas.

4

No costó mucho encontrar a Lex Ryder.

Esperanza Díaz, la socia de Myron en MB Reps, le llamó a las once de la noche y dijo:

—Lex acaba de usar su tarjeta de crédito en el Three Downing.

Myron se alojaba, como hacía a menudo, en el apartamento de Win en el legendario edificio Dakota, que daba a Central Park West, en la esquina de la Calle 72. Win tenía uno o tres dormitorios libres. El Dakota databa de 1884 y destacaba. Su estructura de fortaleza era hermosa, oscura y, en cierto modo, maravillosamente deprimente. Era un batiburrillo de gabletes, balcones, florones, pedimentos, balaustradas, hierros forjados, medias cúpulas, rejas forjadas, arcadas, buhardillas; una extraña mezcla sin solución de continuidad, más perfecta que abrumadora.

—¿Qué es eso? —preguntó Myron.

—¿No conoces el Three Downing? —preguntó Esperanza.

—¿Debería?

—Sin duda. Ahora mismo es el local de moda en la ciudad. Diddy, las supermodelos, los diseñadores, toda esa pandilla. Está en Chelsea.

—Oh.

—Es un poco decepcionante —opinó Esperanza.

—¿Qué?

—Que un chuleta de tu categoría no conozca los lugares de moda.

—Cuando Win y yo vamos de clubes, llegamos en la limusina Hummer blanca y utilizamos las entradas subterráneas. Los nombres se confunden.

—Puede que estar prometido esté estropeando tu estilo —dijo Esperanza—. ¿Quieres pasar por ir allí y recogerle?

—Estoy en pijama.

—Sí, todo un chuleta. ¿Tus pijamas tienen pies?

Myron consultó su reloj de nuevo. Podía estar en el centro antes de medianoche.

—Voy para allá.

—¿Win está ahí? —preguntó Esperanza.

—No, todavía no ha vuelto.

—¿Vas a ir solo?

—¿Te preocupa que un bocado delicioso como yo vaya a un club nocturno solo?

—Me preocupa que no te dejen entrar. Me encontraré contigo allí. Dentro de media hora. En la entrada de la Calle 17. Vístete para impresionar.

Esperanza colgó. Eso sorprendió a Myron. Desde que había sido madre, Esperanza, una juerguista chica bisexual, ya no salía por las noches. Siempre se había tomado su trabajo muy en serio. Ahora era dueña del cuarenta y nueve por ciento de MB Reps y, con tantos viajes extraños de Myron en los últimos tiempos, había tenido que asumir casi toda la carga de la empresa. Pero, tras años de llevar una vida nocturna tan hedonista que hubiese puesto verde de envidia a Calígula, Esperanza se había pasado a la abstinencia total, después de casarse con el correctísimo Tom y tener un hijo llamado Héctor. Pasó de ser Lindsey Lohan a Carol Brady en cuatro segundos y cinco centésimas.

Myron echó un vistazo a su armario, preguntándose qué debería ponerse para ir al local nocturno de moda. Esperanza le había dicho que se vistiese para impresionar, así que se decidió por lo habitual y seguro —tejanos, americana azul, mocasines caros—, el Señor Chic Informal, más que nada porque era lo único disponible que encajaba con la sugerencia. En realidad había poco más en su armario que tejanos, americanas y un traje de confección, a menos que quisiese parecer un vendedor de una tienda de electrodomésticos.

Cogió un taxi en Central Park West. El cliché sobre los taxistas de Manhattan es que son todos extranjeros y apenas saben hablar inglés. El cliché puede ser cierto, pero habían pasado por lo menos cinco años desde la última vez que Myron había hablado con uno. Todos los taxistas de Nueva York llevan el audífono de un móvil Bluetooth en el oído, las veinticuatro horas del día, siete días a la semana, y hablan en voz baja en su lengua nativa con quien sea que esté al otro lado. Modales aparte, Myron siempre se preguntaba qué persona podía haber en sus vidas que quisiera hablar con ellos a todas horas. En ese sentido, se podía afirmar que se trataba de hombres muy afortunados.

Myron estaba preparado para encontrarse con una cola de público inmensa, un cordón de terciopelo o algo así, pero cuando llegaron a la dirección, en la Calle 17, no había ninguna señal de un club nocturno. Por fin comprendió que el «Three» correspondía al tercer piso y que Downing era el nombre del edificio que había enfrente. Alguien había ido a la Escuela de Nombres Literales de MB Reps.

El ascensor llegó al tercer piso. Tan pronto como se abrieron las puertas, Myron sintió el ritmo del bajo en su pecho. La larga cola de desesperados por entrar ya se había formado. Al parecer, las personas acudían a clubes como éste para divertirse, pero la realidad era que la mayoría, después de hacer cola, acababan recibiendo un severo recordatorio de que no eran lo bastante interesantes para sentarse a la mesa de los chicos más populares. Los vips pasaban a su lado casi sin mirarles, y eso hacía que su deseo de entrar creciera aún más. Había un cordón de terciopelo, que indicaba su estatus inferior, vigilado por tres gorilas con cabezas afeitadas y caras agrias.

Myron se acercó con su mejor andar estilo Win.

—Hola, chicos.

Los gorilas no le hicieron caso. El más grande de los tres llevaba un traje negro sin camisa. Nada. La chaqueta y sin camisa. Su pecho untado con vaselina mostraba una impresionante musculatura metrosexual. Ahora mismo se estaba ocupando de un grupo de cuatro chicas de quizá-veintiún años. Todas llevaban unos tacones ridículamente altos —la confirmación de que los tacones estaban de moda este año—, y más que caminar, se tambaleaban. Los vestidos eran lo bastante cortos como para que las denunciasen, pero eso ya no era nada nuevo.

El gorila las miró como si fuesen ganado. Las chicas hicieron poses y sonrieron. Myron casi esperó verlas abrir la boca para que él pudiese mirarles los dientes.

—Vosotras tres, vale —dijo Músculos—. Vuestra amiga es demasiado gorda.

La chica gorda, que debía de usar una talla cuarenta y dos, comenzó a llorar. Sus tres amigas formaron un círculo y discutieron si debían entrar sin ella. La chica gorda se marchó llorando. Las amigas se encogieron de hombros y entraron. Los tres gorilas sonrieron.

—Elegante —dijo Myron.

Las sonrisas burlonas se volvieron hacia él. Músculos le miró a los ojos, con actitud desafiante. Myron aguantó la mirada y no la apartó. Músculos le miró de arriba abajo y, evidentemente, le pilló en falta.

—Bonito atuendo —comentó Músculos—. ¿Va camino de discutir una multa de aparcamiento en el juzgado de tráfico?

Sus dos colegas, ambos con camisetas Ed Hardy ajustadísimas, le rieron la gracia.

—Sí —respondió Myron, y le señaló el pecho—. Tendría que haberme dejado la camisa en casa.

El gorila situado a la izquierda de Músculos formó una O de sorpresa con los labios.

Músculos levantó el pulgar, al estilo de un árbitro de béisbol.

—Al final de la cola, compañero. O mejor todavía, váyase.

—Estoy aquí para ver a Lex Ryder.

—¿Quién dice que está aquí?

—Lo digo yo.

—¿Y usted es?

—Myron Bolitar.

Silencio. Uno de ellos parpadeó. Myron estuvo a punto de gritar: «¡Ta-chán!», pero se contuvo.

—Soy su agente.

—Su nombre no está en la lista —señaló Músculos.

—Y no sabemos quién es usted —añadió O de Sorpresa.

—Así que... —el tercer gorila movió sus cinco gruesos dedos—, adiós.

—Qué ironía —dijo Myron.

—¿Qué?

—Tíos, ¿no veis la ironía? —preguntó Myron—. Sois cancerberos de un lugar donde a vosotros nunca os permitirían la entrada. Sin embargo, en lugar de verlo y, por lo tanto, añadir un toque humano, actuáis como payasos.

Más parpadeos. Los tres avanzaron hacia él, una gigantesca pared de pectorales. Myron sintió que le ardía la sangre. Sus dedos se cerraron en puños. Los relajó y mantuvo la respiración normal. Se acercaron. Myron no retrocedió. Músculos, el líder, se inclinó hacia él.

—Será mejor que te largues, tío.

—¿Por qué? ¿Soy demasiado gordo? Por cierto, dime la verdad, ¿crees que estos tejanos me hacen el culo grande? Dímelo.

La larga cola de aspirantes a entrar guardó silencio ante la visión del desafío. Los gorilas se miraron entre ellos. Myron se hizo un reproche a sí mismo. Podría tratarse de una actitud contraproducente. Había ido hasta allí a buscar a Lex, no para meterse con unos tipos dominados por la rabia.

Músculos se rió.

—Vaya, vaya. Al parecer tenemos aquí un comediante.

—Sí —asintió el gorila O de Sorpresa—, un comediante. Ja, ja.

—Sí —dijo su compañero—. Es un auténtico comediante, ¿verdad, gracioso?

—Bueno —respondió Myron—, a riesgo de parecer poco modesto, también soy un cantante bien dotado. Por lo general, comienzo con «Mac the Knife» y sigo con una versión más sencilla de «Lady», más en plan Kenny Rogers que Lionel Richie. No queda ni un ojo seco en la sala.

Músculos se inclinó hacia la oreja de Myron, con sus compañeros cada vez más cerca.

—¿Se da cuenta, por supuesto, de que vamos a echarle de aquí a patadas en el culo?

—¿Y usted se da cuenta, por supuesto —respondió Myron—, de que los esteroides le achican los testículos?

Entonces, detrás de él, Esperanza dijo:

—Viene conmigo, Kyle.

Myron se volvió, vio a Esperanza, y consiguió no decir «¡Caray!» en voz alta, aunque no fue fácil. Conocía a Esperanza desde hacía veinte años, había trabajado codo a codo con ella, y algunas veces, cuando ves a una persona todos los días y te conviertes en su mejor amigo, te olvidas de lo espectacular que es. Cuando se conocieron, Esperanza era una luchadora profesional con muy poca ropa conocida como La Pequeña Pocahontas. Adorable, ágil y caliente a más no poder, había dejado de ser la chica guapa de las Fabulosas Damas de la Lucha para convertirse en su ayudante personal, mientras estudiaba Derecho por las noches. Por decirlo de alguna manera, había ascendido y ahora era la socia de Myron en MB Reps.

En el rostro de Músculos Kyle apareció una sonrisa.

—¿Poca? Chica, ¿de verdad eres tú? Estás tan buena que te lamería en un cucurucho de helado.

—Bonita frase, Kyle —aprobó Myron.

Esperanza le ofreció la mejilla para que le diera un beso.

—Yo también me alegro de verte.

—Ha pasado mucho tiempo, Poca.

La belleza morena de Esperanza hacía evocar cielos iluminados por la luna, paseos nocturnos por la playa y olivos mecidos por la brisa. Llevaba pendientes de aro. Su largo pelo negro tenía ese punto de despeinado perfecto. Su blusa blanca parecía cortada por una deidad generosa; quizá llevaba abierto un botón de más, pero funcionaba. Los tres gorilas se apartaron. Uno quitó el cordón de terciopelo. Esperanza le recompensó con una sonrisa deslumbrante. Mientras Myron la seguía, Músculos Kyle se interpuso en su camino para tropezar con él. Myron se preparó y se aseguró de que Kyle se llevase la peor parte. Esperanza murmuró:

—Hombres.

—Tú y yo no hemos acabado, tío —le susurró Músculos Kyle a Myron.

—Quedaremos para comer —dijo Myron—. Quizá podamos ir a la matiné de South Pacific.

Mientras entraban, Esperanza observó a Myron y sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—Dije que te vistieses para impresionar. Y pareces un chaval de quinto grado a punto de ir a la reunión de padres con el maestro.

Myron señaló sus pies.

—¿Con mocasines Ferragamo?

—¿Por qué te estabas metiendo con esos neardentales?

—Llamó gorda a una chica.

—¿Y tú acudiste a su rescate?

—Bueno, no. Pero se lo dijo a la cara. «Tus amigas pueden entrar, pero tú no porque estás gorda.» ¿Quién sería capaz de hacer eso?

La sala principal del club era oscura con unos toques de neón. Había grandes pantallas de televisión en una pared porque, cuando vas a un club nocturno lo que de verdad quieres, pensó Myron, es mirar la tele. El equipo de sonido, que tenía más o menos el tamaño y la dimensión de un concierto al aire libre de los Who, atacaba los sentidos. El Dj pinchaba música house, un estilo en el que los Dj con talento toman una canción decente y la destrozan a fondo añadiendo bajos sintetizados o percusión electrónica. Había un espectáculo láser, algo que Myron creía pasado de moda después de la gira de Blue Oyster Cult en 1979, y un grupo de chicas esqueléticas hacían «oooh» y «aaah» por encima de unos efectos especiales en un lugar donde la pista de baile escupía vapor, como si eso no pudieses verlo en la calle, cerca de cualquier camión de Con Ed.

Myron intentó gritar por encima de la música, pero era inútil. Esperanza le llevó a una zona tranquila, provista nada menos que de ordenadores. Todos los sitios estaban ocupados. Una vez más Myron sacudió la cabeza. ¿Iban a un club nocturno para navegar por la red? Se volvió hacia la pista de baile. Las mujeres encajaban, en aquella luz vaporosa, en el concepto de atractivas, aunque eran demasiado jóvenes e iban vestidas más como si jugaran a ser adultas que como si lo fueran. La mayoría de las mujeres sujetaban móviles y enviaban mensajes con los dedos huesudos; bailaban con una languidez que bordeaba lo comatoso.

Esperanza mostraba una leve sonrisa en su rostro.

—¿Qué? —preguntó Myron.

Ella le señaló el lado derecho de la pista de baile.

—Mira el culo de la tía de rojo.

Myron contempló las caderas vestidas de rojo que bailaban y recordó una frase de Alejandro Escovedo: «Me gusta más cuando se aleja». Hacía mucho tiempo que Myron no oía a Esperanza hablar de esa manera.

—Bonito —dijo Myron.

—¿Bonito?

—¿Espectacular?

Esperanza asintió mientras seguía sonriendo.

—Hay muchas cosas que podría hacer con un culo como ése.

Al mirar a la erótica bailarina y luego a Esperanza, una imagen apareció en la mente de Myron. La apartó de inmediato. Hay lugares en tu mente en los que más vale no entrar cuando estás intentando concentrarte en otras cosas.

—Estoy seguro de que a tu marido le encantaría.

—Estoy casada, no muerta. Puedo mirar.

Él la miró al rostro y notó su excitación, la extraña sensación de que ella se sentía de nuevo en su elemento. Cuando nació su hijo Héctor, hacía dos años, Esperanza se activó en modo mamá. Su mesa se llenó de pronto del clásico popurrí de imágenes cursis: Héctor con el Conejito de Pascua, Héctor con Santa Claus, Héctor con los personajes de Disney en la zona de juegos infantiles en Hershey Park. Sus mejores prendas de trabajo a menudo estaban salpicadas con saliva de bebé y, más que ocultarlo, le encantaba explicar cómo llegaban los escupitajos a su persona. Trababa amistad con mujeres de ese tipo mamá que le hubiesen hecho vomitar en el pasado, y hablaban de cochecitos Maclaren, de parvularios Montessori, de movimientos intestinales y de cuándo sus retoños habían gateado, caminado y hablado por primera vez. Todo su mundo, como el de muchas madres antes que ella —aunque decirlo parezca una declaración sexista—, se había reducido a una pequeña masa de carne de bebé.

—¿Dónde puede estar Lex? —preguntó Myron.

—Es probable que en una de las salas VIP.

—¿Cómo entramos?

—Me desabrocharé otro botón —respondió Esperanza—. En serio, déjame trabajar sola un minuto. Ve al lavabo. Te apuesto veinte pavos a que no puedes mear en el urinario.

—¿Qué?

—Apuesta y ve —dijo, y señaló a la derecha.

Myron se encogió de hombros y fue hacia el lavabo. Era negro, oscuro y de mármol. Se acercó a los urinarios y de inmediato entendió a qué se refería Esperanza. Los urinarios estaban en una enorme pared de cristal de una sola dirección, como el espejo de una sala de interrogatorios de la policía. En resumen, desde ahí veías toda la pista de baile. Las lánguidas mujeres estaban literalmente a unos pasos de él, y algunas utilizaban el lado espejo del cristal para comprobar su maquillaje, sin darse cuenta (o quizá sí que se daban cuenta) de que estaban mirando a un hombre que intentaba mear.

Salió. Esperanza tenía la mano extendida con la palma hacia arriba. Myron la cruzó con un billete de veinte dólares.

—Veo que todavía tienes la vejiga tímida.

—¿El lavabo de señoras es idéntico?

—No lo quieras saber.

Esperanza hizo un gesto con la barbilla hacia el hombre con el pelo peinado hacia atrás que se abría camino hacia ellos. Si hubiera tenido que llenar su solicitud de trabajo, Myron no dudaba de que habría escrito: «Apellido: Basura. Nombre de pila: Euro». Myron contempló la estela del hombre en busca de babas.

Euro sonrió con dientes de comadreja.

—Poca, mi amor.

—Antón —dijo ella, y le dejó que le besase la mano con quizá demasiado entusiasmo.

Myron temió que pudiese utilizar aquellos dientes de comadreja para roerle la piel hasta el hueso.

—Todavía eres una criatura magnífica, Poca.

Hablaba con un curioso acento, quizás húngaro, quizás árabe, como si lo utilizara para hacer un número cómico. Antón iba sin afeitar, la sombra de la barba en su rostro brillaba de una manera poco agradable. Llevaba gafas de sol, pese a que allí adentro reinaba la oscuridad de una caverna.

—Te presento a Antón —dijo Esperanza—. Dice que Lex está en el servicio de botellas.

—Oh —exclamó Myron, sin tener idea de lo que era el servicio de botellas.

—Por aquí —dijo Antón.

Navegaron entre un mar de cuerpos. Esperanza iba delante. Myron disfrutó al ver cómo todos los cuellos se giraban para echarle una segunda mirada. Mientras continuaban serpenteando entre la multitud, algunas mujeres cruzaron la mirada con Myron y la mantuvieron, aunque no tantas como uno, dos o cinco años atrás. Se sentía como un viejo lanzador que necesitara este radar particular para saber si su pelota rápida estaba perdiendo velocidad. O quizá se tratara de otra cosa. Quizá las mujeres intuían que ahora Myron estaba prometido, que se había retirado del mercado por la encantadora Terese Collins y que ya no se le podía tratar como una simple golosina para los ojos.

«Sí —pensó Myron—. Sí, tenía que ser eso.»

Antón utilizó su llave para abrir la puerta de otra habitación y, al parecer, otra época. Mientras que el club actual era puro tecno con ángulos duros y superficies suaves, esa sala VIP era como un burdel de la América primitiva. Sofás color burdeos, candelabros de cristal, molduras de cuero hasta el techo, velas en las paredes. La habitación también tenía una pared de cristal de una sola dirección, de forma que los vips pudiesen mirar a las chicas bailar y quizás escoger unas cuantas para que se uniesen a ellos. Varias chicas con muchos implantes modelo porno suave, vestidas con corsés de época y ligueros, caminaban con botellas de champán; de ahí vendría, dedujo Myron, lo de «servicio de botellas».

—¿Estás mirando las botellas? —preguntó Esperanza.

—Casi.

Esperanza asintió y le sonrió a una camarera muy bien dotada y ataviada con un corsé negro.

—Humm... no me vendría mal un poco de servicio de botella para mí misma, ya sabes a qué me refiero.

Myron pensó en eso.

—En realidad, no —dijo—. Ambas sois mujeres, ¿no? Así que no estoy seguro de entender la referencia a la botella.

—Dios mío, sí que eres literal.

—Me has preguntado si estaba mirando las botellas. ¿Por qué?

—Porque están sirviendo champán Cristal —respondió ella.

—¿Y?

—¿Cuántas botellas ves?

Myron echó una ojeada.

—No lo sé, nueve, quizá diez.

—Vale ocho mil cada una, propina aparte.

Myron se llevó las manos al pecho para fingir palpitaciones. Vio a Lex Ryder despatarrado en un sofá, entre un colorido grupo de bellezas. Los otros hombres de la habitación eran músicos o pipas mayorcitos de pelo largo, pañuelos, barba, brazos nervudos y tripas fofas. Myron se abrió paso entre ellos.

—Hola, Lex.

La cabeza de Lex cayó a un lado. Miró y gritó con demasiado entusiasmo:

—¡Myron!

Lex intentó levantarse y no pudo, así que Myron le ofreció una mano. Lex la utilizó, consiguió ponerse de pie y abrazó a Myron con el entusiasmo que los hombres reservan para cuando beben demasiado.

—Tío, es fantástico verte.

HorsePower había comenzado como una banda en la ciudad natal de Lex y Gabriel, en Melbourne, Australia. El nombre venía del apellido de Lex, Ryder (Horse-Ryder) y el apellido de Gabriel, Wire (Power-Wire), pero desde el momento en que habían comenzado, Gabriel asumió todo el protagonismo. Gabriel Wire tenía una voz magnífica, claro, y era increíblemente guapo, con un carisma casi sobrenatural; pero también tenía aquel intangible aire esquivo, aquella cosa que «la sabes cuando la ves», que elevaba a los grandes a la categoría de legendarios.

Debía de ser duro, pensaba Myron a menudo, para Lex, o para cualquiera, vivir bajo aquella sombra. Claro que Lex era famoso y rico, y, técnicamente, todas las canciones eran producciones Wire-Ryder, pensó Myron. Puesto que él manejaba las finanzas del dúo, sabía que Lex cobraba un veinticinco por ciento contra el setenta y cinco por ciento de Gabriel. Y por supuesto, las mujeres todavía intentaban ligar con él y los hombres todavía querían ser sus amigos, pero Lex también era objeto de las inevitables bromas referentes al eterno segundón.

HorsePower todavía era un grupo importante, quizá más importante que nunca, pese a que Gabriel Wire se había esfumado después de un trágico escándalo ocurrido más de quince años atrás. Con la excepción de unas pocas fotos de paparazzi y muchos rumores, Gabriel Wire no había dado señales de vida en todo aquel tiempo: ninguna gira, ninguna entrevista, ninguna portada, ninguna aparición pública. Todo aquel secretismo hacía que el público desease más que nunca a Wire.

—Creo que es hora de irse a casa, Lex.

—No, Myron —dijo él con la voz pastosa, y Myron deseó que sólo fuese por efecto de la bebida—. Venga. Nos estamos divirtiendo. ¿No nos estamos divirtiendo, peña?

Se oyeron vocalizaciones de asentimiento. Myron miró a su alrededor. Puede que conociera a uno o dos de aquellos tipos, pero sólo reconocía a uno con seguridad: Buzz, el guardaespaldas y asistente personal de Lex. Buzz cruzó la mirada con Myron y se encogió de hombros, como diciendo: «¿Qué puedo hacer?».

Lex pasó un brazo alrededor del cuello de Myron, rodeándolo como si fuera la correa de una cámara de fotos.

—Siéntate, viejo amigo. Tomemos un trago, relájate, descansa.

—Suzze está preocupada por ti.

—¿Lo está? —Lex enarcó una ceja—. Así que ha enviado a su viejo chico de los recados para que me recoja.

—En sentido estricto, también soy tu chico de los recados, Lex.

—Ah, agentes. La más mercenaria de las ocupaciones.

Lex vestía pantalones negros y un chaleco de cuero negro, y parecía como si hubiese acabado de ir a comprar ropa en el Rocker-R-Us. Tenía el pelo corto gris. Se dejó caer en el sofá de nuevo.

—Siéntate, Myron —repitió.

—¿Por qué no vamos a dar un paseo, Lex?

—Tú eres también mi chico de los recados, ¿no? He dicho siéntate.

Tenía razón. Myron encontró un lugar y se hundió profunda y lentamente en los cojines. Lex giró una perilla a su derecha y bajó la música. Alguien le dio a Myron una copa de champán derramando un poco al hacerlo. La mayoría de las damas con corsé —aceptémoslo, es un efecto que funciona en cualquier época— habían desaparecido sin que nadie se diese cuenta, como si se hubiesen evaporado a través de las paredes.

Esperanza charlaba con la chica en la se que había fijado cuando entraron en la habitación. Los otros hombres de la sala miraban coquetear a las dos mujeres con la fascinación de cavernícolas viendo arder el fuego por primera vez.

Buzz fumaba un cigarrillo que, bueno, olía raro. Intentó pasárselo a Myron. Myron sacudió la cabeza y se giró hacia Lex, que estaba echado hacia atrás como si alguien le hubiese administrado un relajante muscular.

—¿Suzze te mostró la página? —preguntó Lex.

—Sí.

—¿Tú cómo lo ves, Myron?

—Un maníaco que intenta tocar las narices.

Lex bebió un gran trago de champán.

—¿De verdad lo crees?

—Sí, pero en cualquier caso estamos en el siglo xxi.

—¿Y eso qué significa?

—Significa que no es tan importante. Puedes pedir una prueba de ADN, si tanto te preocupa, y establecer la paternidad a ciencia cierta.

Lex asintió con lentitud y tomó otro buen sorbo. Myron intentaba mantenerse fuera de su papel de agente, pero cada una de aquellas botellas contenía setecientos cincuenta mililitros, lo que, dividido por ocho mil dólares, equivalía a 10,66 dólares el mililitro.

—He oído que estás prometido —dijo Lex.

—Sí.

—Bebamos por eso.

—O tomemos un sorbo. Sorber es más barato.

—Tranquilo, Myron. Estoy forrado.

Muy cierto. Bebieron.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa, Lex?

Lex no hizo caso de la pregunta.

—¿Cómo es que todavía no conozco a tu futura esposa?

—Es una larga historia.

—¿Dónde está ahora?

Myron contestó con vaguedad.

—En ultramar.

—¿Puedo darte un consejo sobre el matrimonio?

—¿Qué te parece: «No creas ningún estúpido rumor en Internet sobre la paternidad»?

Lex sonrió.

—Muy bueno.

—Bah —dijo Myron.

—Éste es el consejo: «Que seáis abiertos el uno con el otro». Del todo.

Myron esperó. Al ver que Lex no decía nada más, preguntó:

—¿Ya está?

—¿Esperabas algo profundo?

Myron se encogió de hombros.

—Bueno.

—Hay una canción que me encanta —añadió Lex—. La letra dice: «Tu corazón es como un paracaídas». ¿Sabes por qué?

—Creo que la frase habla de que la mente es como un paracaídas: sólo funciona cuando se abre.

—No, ésa la conozco. Ésta es mejor: Tu corazón es como un paracaídas, sólo se abre cuando caes. —Sonrió—. ¿A que es buena?

—Supongo.

—Todos tenemos amigos en nuestras vidas, como por ejemplo mis amigos aquí presentes. Les quiero, voy de fiesta con ellos, hablamos del tiempo, de los deportes y de las tías buenas, pero si no los viera durante un año, o no los volviera a ver nunca más, no significaría una gran diferencia en mi vida. Ocurre con la mayoría de las personas que conocemos.

Bebió otro sorbo. Se abrió la puerta detrás de ellos. Entró un grupo de mujeres que reían. Lex sacudió la cabeza y ellas se marcharon en el acto.

—Después —continuó—, muy de vez en cuando, tienes algún amigo de verdad. Como Buzz, que está allí. Hablamos de todo. Sabemos la verdad del otro; hasta el último fallo repugnante y depravado. ¿Tienes amigos así?

—Esperanza sabe que tengo una vejiga tímida —respondió Myron.

—¿Qué?

—No importa. Continúa. Sé de qué estás hablando.

—Vale, en cualquier caso, amigos de verdad. Dejas que vean toda la porquería que hay en tu cerebro. Lo feo. —Se irguió en el asiento, ahora que ya iba lanzado—. ¿Sabes qué es lo más extraño? ¿Sabes qué ocurre cuando estás totalmente abierto y dejas que la otra persona vea que eres un completo degenerado?

Myron sacudió la cabeza.

—Tus amigos te quieren todavía más. Con todos los demás, pones la fachada para esconder la mierda y hacer que te quieran. Pero con los amigos verdaderos, les muestras la mierda y eso hace que se preocupen por ti. Cuando nos quitamos la fachada, conectamos más. Entonces te pregunto, Myron, ¿por qué no lo hacemos con todos?

—Supongo que vas a decírmelo.

—Que me cuelguen si lo sé. —Lex se echó hacia atrás, bebió un buen trago y ladeó la cabeza, pensativo—. Pero aquí viene lo importante: la fachada es, por naturaleza, una mentira. Está bien casi siempre. Pero si no te abres con la persona que más quieres, si no muestras los fallos, no puedes conectar. De hecho, estás ocultando secretos. Y esos secretos se infectan y te destruyen.

La puerta se abrió de nuevo. Cuatro mujeres y dos hombres entraron tambaleantes, riéndose y sonriendo, y sosteniendo botellas de champán de un precio obsceno en sus manos.

—¿Qué secretos le ocultas a Suzze? —preguntó Myron.

Él se limitó a sacudir la cabeza.

—Es una calle de dos direcciones, compañero.

—¿Qué secretos te oculta Suzze?

Lex no respondió. Miraba a través de la habitación. Myron se volvió para seguir su mirada.

Entonces la vio.

O al menos creyó haberla visto. Un parpadeo a través de la sala VIP, iluminada con la luz de las velas y llena de humo. Myron no la había vuelto a ver desde aquella noche nevada, dieciséis años atrás, con el vientre hinchado, las lágrimas corriendo por las mejillas y la sangre entre sus dedos. Ni siquiera había vuelto a saber nada de ellos. Pero lo último que había oído era que estaban viviendo en algún lugar de Sudamérica.

Sus ojos se cruzaron a través de la habitación durante no más de un segundo. Por imposible que pareciese, Myron la reconoció.

—¿Kitty?

Su voz quedó apagada por la música, pero Kitty no titubeó. Sus ojos se abrieron un poco, ¿quizá por miedo?, y se volvió. Corrió hacia la puerta. Myron intentó incorporarse, pero el mullido cojín del sofá le demoró. Cuando consiguió levantarse, Kitty Bolitar —la cuñada de Myron, la mujer que tanto le había arrebatado— ya se había ido.

5

Myron corrió tras ella.

Cuando llegó a la salida de la sala VIP, ésta era la imagen que cruzó su mente: Myron tenía once años, su hermano Brad, seis, con el pelo rizado, y estaban en el dormitorio que compartían, jugando a un sucedáneo de baloncesto. El tablero era de cartón, la pelota una esponja redonda. El aro estaba sujeto a la parte superior de la puerta del armario con dos ventosas de color naranja que tenías que lamer para pegarlas. Los dos hermanos jugaban durante horas, se inventaban equipos y se asignaban apodos y nombres de otras personas. Estaban Shooting Sam, Jumping Jim y Leaping Jenny, y Myron, por ser el hermano mayor, controlaba la acción, se inventaba un universo falso con jugadores que eran buenos tipos y jugadores que eran malos tipos, partidos emocionantes y juegos reñidos hasta el último segundo. Pero la mayoría de las veces, al final, dejaba que Brad ganase. Por la noche, cuando se acostaban en sus literas —Myron en la de arriba, Brad debajo—, recapitulaban los encuentros en la oscuridad como comentaristas de televisión haciendo sus análisis después del partido.

El recuerdo se clavó de nuevo en su corazón.

Esperanza le vio correr.

—¿Qué?

—Kitty.

—¿Qué?

No había tiempo para dar explicaciones. Llegó a la puerta y salió. Ahora estaba de nuevo en el club, con aquella música ensordecedora. El hombre mayor que había en él se preguntó quién podía disfrutar socializando si no podías oír lo que te decían. Pero en realidad ahora sus pensamientos estaban completamente concentrados en alcanzar a Kitty.

Myron era alto, un metro noventa, y de puntillas, veía por encima de la mayoría de la multitud. Ninguna señal de Quizá-Kitty. ¿Qué vestía? Un top turquesa. Buscó destellos de turquesa.

Allí. De espaldas a él. Iba hacia la salida del club.

Myron tenía que moverse. Gritó «perdón» mientras intentaba nadar entre los cuerpos, pero había demasiados. Las luces estroboscópicas y el espectáculo láser tampoco ayudaba. Kitty. ¿Qué demonios estaba haciendo Kitty allí? Años atrás, Kitty también había sido una maravilla del tenis, y se entrenaba con Suzze. Así se habían conocido. Podría ser que las dos viejas amigas estuviesen de nuevo en contacto, por supuesto, pero ¿respondía eso de verdad a la cuestión de por qué estaba Kitty allí esa noche, en ese club, sin su hermano?

¿O es que Brad también estaba allí?

Comenzó a moverse más rápido. Intentó no chocar con nadie pero, por supuesto, eso era imposible. Recibió miradas asesinas y gritos de «¡Eh!» o «¿Dónde está el fuego?», pero Myron no les hizo caso, siguió adelante; toda la escena comenzaba a adquirir una cualidad onírica, como uno de esos sueños en los que corres sin ir a ninguna parte y los pies te pesan cada vez más, o en los que tratas de avanzar a través de un metro de nieve.

—¡Ay! —gritó una chica—. ¡Imbécil, gilipollas, me has dado un pisotón!

—Lo siento —se disculpó Myron, que seguía insistiendo en abrirse paso.

Una mano grande se apoyó en el hombro de Myron y le hizo girar. Alguien le empujó con fuerza por detrás y casi le derribó. Myron recuperó el equilibrio y se vio frente a lo que podría ser una actuación del Jersey Shore: la reunión de los diez años. Formaban una mezcla de espuma para el pelo, falso bronceado, cejas depiladas, pechos aceitados y músculos de concurso. Tenían las expresiones desdeñosas de los tipos duros, el aspecto extraño de los que se acicalan y depilan a tope. Darles un puñetazo en la cara dolería; estropearles el peinado dolería todavía más.

Eran cuatro, cinco o quizá seis —tendían a confundirse en una masa de baboso aspecto y asfixiante hedor a colonia Axe—, y estaban excitados por la posibilidad de demostrar lo hombres que eran en defensa del honor de los dedos de los pies de una chica.

A pesar de todo, Myron se comportó como todo un diplomático.

—Lo siento, tíos —dijo—. Es una emergencia.

—¿Dónde está el fuego? —preguntó Gorro de Ducha—. ¿Tú ves algún fuego, Vinny?

—¿Sí, dónde está el fuego? —repitió Vinny—. Porque yo no lo veo. ¿Tú lo ves, Slap?

Antes de que Slap pudiese hablar, Myron dijo:

—Sí, ya lo entiendo. No hay fuego. Lo siento mucho, de verdad, pero tengo mucha prisa.

Pero Slap tenía que decir la suya.

—No, yo tampoco veo ningún fuego.

No tenía tiempo para eso. Myron trató de a moverse (maldita sea, ninguna señal de Kitty), pero los tipos cerraron filas. Gorro de Ducha, con la mano todavía en el hombro de Myron, decidió apretar los dedos.

—Dile a Sandra que lo sientes.

—Ah, ¿qué parte de «lo siento mucho, de verdad» no has entendido?

—A Sandra —insistió.

Myron se volvió hacia la muchacha que, a juzgar por el vestido y la compañía que llevaba, no recibía nunca bastante atención de su papá. Sacudió el hombro para apartar la molesta mano que lo agarraba.

—Lo siento mucho, Sandra.

Lo dijo porque era lo mejor que se podía hacer. Intentar hacer las paces y seguir adelante. Pero Myron lo sabía. Lo veía en el rojo de los rostros, en los ojos húmedos. Ahora estaban funcionando las hormonas. Así que cuando se volvió hacia el tipo que lo había empujado, Myron no se sorprendió al ver que un puño venía hacia su rostro.

Las peleas por lo general sólo duran unos segundos, y estos segundos están llenos de tres cosas: confusión, caos y pánico. Por lo tanto, cuando las personas ven que un puño viene hacia ellas, lo normal es que tengan una reacción excesiva. Intentan agacharse o se echan hacia atrás. Es un error. Si pierdes el equilibrio o dejas de ver a tu adversario, te metes en un peligro mucho mayor. Los buenos pugilistas a menudo lanzan golpes por esta razón; no porque quieran hacer impacto, sino para que el oponente se coloque en una posición más vulnerable.

En consecuencia, el movimiento de Myron para evitar el golpe fue corto, sólo unos pocos centímetros. Su mano derecha ya estaba levantada. No tienes que apartar el puño con fuerza ni con algún gran movimiento de karate. Sólo necesitas desviar un poco su rumbo. Fue lo que hizo Myron.

El objetivo de Myron era sencillo: derribar a ese tipo con un mínimo de escándalo o lesión. Myron redirigió el puño en movimiento, y luego, con la misma mano ya levantada, unió el índice y el anular y descargó un golpe como un dardo en el hueco blando de la garganta del atacante. El golpe dio de lleno en su objetivo. Jerzie Boy soltó un gorgoteo. Sus dos manos volaron hacia la garganta y le dejaron totalmente expuesto. En una pelea normal, ése era el momento en que Myron lo hubiera derribado. Pero no era eso lo que quería hacer ahora. Lo que quería era irse.

Así que, antes de que Myron pudiese calcular su siguiente golpe, comenzó a dejar atrás al tipo en un intento por apartarse lo más rápido posible de la escena, pero se dio cuenta de que ahora tenía cerradas todas las vías de escape. Los clientes del club abarrotado se habían acercado, atraídos por el olor de una pelea y el instinto básico de ver a otro ser humano herido o maltratado.