Amor de carretera - Nikki Logan - E-Book
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Amor de carretera E-Book

Nikki Logan

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Beschreibung

No sabía que necesitaba que la rescataran. Eve Read no necesitaba ayuda de nadie. Buscaba a su hermano desaparecido y no quería distracciones. Pero compartir su carga con Marshall Sullivan, un misterioso motorista vestido de cuero, era un alivio, y pronto fue incapaz de resistir las chispas que saltaban entre ambos. Marshall, de profesión meteorólogo, se pasaba la vida en la carretera, pero Eve tenía algo que lo inducía a dejar de hacerlo. ¿Había encontrado Eve, por fin, lo que estaba buscando?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Nikki Logan

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor de carretera, n.º 2574 - agosto 2015

Título original: Her Knight in the Outback

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6824-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Evelyn Read odiaba esos momentos: los que le determinaban la vida, aquellos en que se debía enfrentar a sus miedos y prejuicios.

Frunció lo ojos para mirar al lejano motorista que se dirigía cojeando hacia ella. Tal vez en un momento como aquel su hermano hubiera desaparecido, hacía ya meses. Tal vez Travis se hubiera detenido para ayudar a la persona equivocada.

Su instinto le indicó que debía acelerar hasta que sobrepasara al desconocido, pero, si alguien se hubiera parado a ayudar a su hermano, quizá Travis habría vuelto con su familia y estuviera a salvo.

El miedo de no saber lo que le había pasado le oprimió el estómago, como siempre que pensaba en la locura que estaba cometiendo.

El motorista se hallaba más cerca.

¿Debería pasar sin detenerse o responder a sus veinticuatro años de condicionamiento social y ayudar a un ser humano con problemas?

Eve observó a lo lejos la moto, situada a un lado de la larga y solitaria carretera, y al hombre que se hallaba muy cerca del autobús Bedford 1956 restaurado con el que estaba recorriendo Australia.

El hombre se detuvo cerca de la puerta del autobús y la miró con expectación. Llevaba una barba poblada, el tatuaje de una daga le sobresalía por la camiseta y unas gafas de sol ocultaban sus ojos.

Eve pensó que aquella era su casa y que no iba a abrir la puerta principal a un desconocido. Le indicó que se acercara a la ventanilla del conductor.

–Buenos días. Parece que tiene un mal día

–Ha sido un emú

Ella le vio fugazmente los dientes y las encías, que parecían sanos, y eso, aunque era una estupidez, la tranquilizó.

–¿Está usted bien?

–Sí, gracias. Como yo iba muy deprisa, el emú se me echó prácticamente encima mientras corría con la manada.

Le enseñó el casco abollado. Ella asintió, no dispuesta a ceder ni un milímetro más de lo necesario.

–¿Hacia dónde va? –pregunto él.

–Hacia el oeste.

–¿Me lleva hasta el pueblo más próximo?

Ella miró la motocicleta averiada.

–Esa tendrá que quedarse aquí hasta que vuelva a recogerla con una camioneta –añadió él.

Había algo en la caída de sus hombros y en cómo trataba de no apoyarse en la pierna herida que la tranquilizaron, a diferencia de la barba y el tatuaje. Era evidente que se había dado un buen golpe. ¿Tendría más heridas de las que se apreciaban a simple vista?

–¿Y bien?

–No lo conozco.

–Solo hay una hora hasta la frontera. Me quedaré de pie en la escalerilla hasta Eucla.

A su lado, donde podría hacerle cualquier cosa y ella no podría hacer nada para evitarlo.

–Puede que en moto sea una hora. Pero este se toma las cosas con más calma y tardará el doble.

–Muy bien, pues estaré dos horas de pie.

Podía dejarlo allí y enviarle ayuda. Pero se imaginó a su hermano, perdido y necesitado de ayuda mientras alguien pasaba de largo dejándolo solo y herido.

–No lo conozco –repitió ella empezando a vacilar.

–Mire, lo entiendo. Una mujer que viaja sola y un motorista que inspira miedo. Es usted inteligente al ser precavida, pero la realidad es que tal vez no pase nadie más en todo el día, por lo que tendré que pasar la noche aquí congelándome.

Ella buscó el móvil.

–¿Cree que si hubiera cobertura estaría aquí? Lléveme hasta donde la haya –dijo él, claramente molesto por tener que suplicar–. Venga, por favor.

–¿Tiene algún documento de identificación?

Él sacó la cartera del bolsillo trasero de los vaqueros.

–No, el carné de conducir no me vale. ¿Tiene usted alguna foto?

Él, que parecía no dar crédito, se sacó el móvil y se lo enseñó.

Un rostro serio la miraba. Iba afeitado y con camisa de ejecutivo. Muy respetable, casi guapo.

–Ese no es usted.

–Claro que soy yo. ¡Por favor…!

Buscó otra en la que aparecía con más barba. Al ver que ella dudaba, se puso las gafas en la cabeza. Tenía los ojos grises y el cabello rubio.

Bueno, tal vez fuera él.

–¿El carné?

Él masculló una palabrota que se le quedó enredada en los largos pelos del bigote, pero sacó el carné y lo estampó contra la ventanilla.

Marshall Sullivan.

Ella le hizo una foto con el móvil en la que también aparecía el carné.

–¿A que viene eso?

–Lo hago por seguridad.

–Solo necesito que me lleve. Usted no me interesa para nada más.

–Eso es fácil decirlo.

Ella mandó la foto a una amiga y a su padre en Melbourne.

–No hay cobertura.

–En el momento en que la haya la recibirán –afirmó ella dejando el teléfono en el salpicadero.

–Señora, tiene usted problemas para confiar en los demás, por si no lo sabía.

–Y este puede ser el truco más antiguo de la historia –un vehículo averiado en una carretera remota en el interior de Australia. Observó su casco, que presentaba marcas que podían ser de las garras de un emú–. Su historia es bastante convincente.

–Porque es verdad.

–Pero viajo sola y no voy a correr riesgo alguno. Lo siento, pero no voy a dejarle que se monte conmigo. Tendrá que viajar en la parte de atrás.

–¿Y los gérmenes que voy a esparcir por todas sus cosas?

–¿Quiere que lo lleve o no?

Él la fulminó con la mirada.

–Sí –afirmó él. Después masculló su agradecimiento.

Se dirigió a la moto a recoger el equipaje: una chaqueta de cuero, un par de mochilas y una caja.

Ella aceleró hasta llegar a su lado y le gritó por la ventanilla:

–Por la puerta de atrás.

Sullivan cojeó hasta la parte trasera del autobús y se acomodó entre las posesiones de ella.

Dos horas…

–Vamos, bonito –murmuró dirigiéndose al vetusto autobús–. Con un poco de ritmo.

 

Marshall buscó un interruptor, pero lo único que halló fue una gruesa cortina que descorrió para que entrara la luz. La vista le resultó extraordinaria.

Había visto autobuses convertidos en vehículos particulares, y solían parecer usados y sin alma. Pero aquel era cálido y acogedor, a diferencia de su hostil dueña.

Era como una cabaña en el bosque, todo de madera, con el suelo cubierto de alfombras oscuras. Tenía una cocinita, una zona para estar, un aparato de televisión, una nevera y un sofá. Al otro extremo, donde iba el conductor, una puerta cerrada debía de conducir al único mueble que faltaba: la cama.

Se dio cuenta de por qué ella se había mostrado reacia a dejarlo subir. Era como invitar a un completo desconocido a su dormitorio.

No era tan cómodo como su piso en la ciudad, pero mucho más que la gravilla en la que había estado sentado dos horas.

¡Qué estúpido el emú! Podían haberse matado los dos.

Se sentó en el sofá y resistió la tentación de examinarse el pie izquierdo. A veces las botas eran lo que sujetaban los huesos fracturados tras un accidente de moto, por lo que no iba a quitársela a no ser que fuera a desangrarse. Mantendría en alto la pierna.

Puso una de las mochilas sobre el sofá y dos cojines sobre ella, sobre los que depositó el pie.

Le encantaba la moto, la velocidad, la relación con el paisaje y la libertad que le proporcionaba recorrer el país.

En su opinión, en aquel enorme país, todo el tiempo que se estuviera solo era poco. Si se viajaba en la época adecuada del año, la que no era turística, en la mayor parte de las carreteras del interior no había nadie. Podía hacer lo que le diera la gana, ponerse la ropa que quisiera, dejarse la barba que quisiera y ducharse cuando le apeteciera. Había dejado de importarle la opinión de los demás al mismo tiempo que le había dejado de importarle la gente.

Era agua pasada.

Y la vida era más sencilla así.

Cerró los ojos. Dos horas, había dicho ella. Tenía dos horas para descansar y disfrutar de la carretera desde una perspectiva más horizontal.

 

Eve examinó a aquel hombre, que parecía un oso, profundamente dormido en el sofá.

Carraspeó. Él no se movió.

–¿Señor Sullivan?

Nada.

Se le ocurrió que podría no estar durmiendo, sino haber entrado en coma. Tal vez tuviera más heridas de las que creía. Se acercó a él y le rozó la mandíbula.

–Señor Sullivan –dijo elevando la voz.

Las rubias cejas se movieron levemente, así que ella insistió.

–Ya hemos llegado.

Su mirada fue desde el pie que tenía en alto hasta sus manos, que tenía cruzadas sobre el estómago. Eran muy bonitas y cuidadas.

La clase de manos que aparecen en las revistas.

Volvió a mirarle el rostro. Él la miraba fijamente. Con la luz que entraba tras haber descorrido la cortina, ella vio que sus ojos no eran grises, o no solo grises, sino moteados de un amarillo que hacía juego con el rubio del cabello y de la barba.

Nunca había visto unos ojos iguales. Le hicieron pensar en las rocas quemadas de la Costa Norte, donde había iniciado el viaje ocho meses antes.

–Ya hemos llegado –repitió, irritada porque él la había pillado examinándolo.

–¿Adónde hemos llegado?

–A la frontera. Tiene que levantarse para que inspeccionen el autobús.

En la frontera entre Australia del Sur y Australia Occidental, se tomaban las medidas de seguridad muy en serio. No buscaban tanto contrabando de armas o tráfico de drogas como moscas de la fruta. La cuarentena era fundamental cuando la agricultura era la principal fuente de riqueza.

Sullivan se sentó y se incorporó con precaución. Trató de dejar los cojines como los había encontrado. Agarró sus cosas, los lanzó fuera del autobús y bajó despacio.

–¿Cómo tiene la pierna?

–Sobreviviré.

Era hombre de pocas palabras. Resultaba evidente que pasaba mucho tiempo solo.

La inspección del autobús se efectuó deprisa. Eve miró a Sullivan, que discutía con un empleado que hablaba por teléfono, probablemente para solicitar ayuda para la motocicleta. Cuando acabaron, él fue cojeando hasta ella y se echó las mochilas al hombro.

–Gracias por haberme traído –dijo con voz ahogada, como si le costara hacerlo.

–¿No tiene que ir a Eucla? –preguntó ella. Se estaba acostumbrando a estar con él.

–Va a venir alguien a recogerme y luego iremos por la moto.

–Qué bien que lo vayan a hacer tan deprisa. Buena suerte en…

Eve se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que aquel hombre hacía allí, además de chocar con emús. No se había molestado en preguntárselo.

–En el viaje.

–Gracias.

Y él se dirigió a la oficina de seguridad de la frontera y el café que había a su lado.

Marshall Sullivan ya no parecía tan peligroso. Todas las dudas que ella había tenido dos horas antes se evaporaron al mismo tiempo que él se alejaba.

Y se preguntó cómo no se había dado cuenta antes de lo bien que le sentaban los pantalones de cuero.

Capítulo 2

 

Lo primero que llamó la atención de Marshall fueron los gritos femeninos, ansiosos y airados, superados por los de unos hombres borrachos.

–¡Pare!

Se había formado un círculo en torno al espectáculo que tenía lugar en mitad del pueblo. Si algo malo estuviera pasando, alguien habría intervenido. Pero Marshall se abrió paso entre la gente hasta poder ver lo que sucedía. Trozos de papel cayeron sobre los presentes cuando uno de los hombres rompió algo.

–Si vuelve a poner otro, volveré a romperlo.

Lo que Marshall vio a continuación fue la nuca de la mujer, de cabello oscuro y recogido en una cola de caballo. Los hombres la hacían parecer más pequeña, pero ella no retrocedió.

A él le resultó muy familiar.

Era la mujer que lo había recogido en la carretera.

–Es un tablón de anuncios público –afirmó ella, sin arredrarse ante el tamaño del hombre.

–Solo para los habitantes de Norseman.

–Es público. ¿Tengo que deletreárselo?

Alguien debiera enseñar a aquella mujer a resolver conflictos. El tipo era un xenófobo y estaba borracho. Llamarlo estúpido delante de una multitud de habitantes del pueblo no era la manera de solucionar la situación.

Ella volvió a grapar otro cartel en el tablón.

Marshall ya lo había visto en otros pueblos.

–¡Pare!

El tipo no iba a hacerlo. Y los dos que lo acompañaban habían decidido actuar.

Marshall avanzó hasta el centro del círculo. Alzó la voz como lo hacía en las reuniones de la oficina cuando la gente se desmandaba.

–Muy bien, el espectáculo se ha terminado.

La multitud centró la atención en él, al igual que los tres borrachos, que no lo estaban tanto para no detenerse al verle la barba y el tatuaje.

–¿Y si buscamos otro sitio para ponerlos? –le sugirió a la mujer al tiempo que le quitaba el montón de carteles y la grapadora de las manos–. Probablemente haya sitios mejores en el pueblo.

Ella se dio la vuelta y lo fulminó con la mirada antes de reconocerlo.

–Démelos.

Él no le hizo caso y se dirigió a la multitud.

–Se acabó. Váyanse.

Volvió a abrirse paso entre la gente, y ella no tuvo más remedio que seguirlo.

–¡Son míos!

–Vamos a hablar en la esquina.

Pero cuando comenzaban a alejarse, el tipo grande no pudo contenerse.

–¡Tal vez haya desaparecido para perderla de vista! –gritó.

Ella se dio la vuelta y se dirigió directamente hacia los tres hombres.

Marshall se puso los carteles bajo el brazo y corrió tras ella. Consiguió agarrarla antes de que volviera a meterse en el ojo de la tormenta.

Los tres hombres la esperaban con impaciencia. Él la agarró por la cintura y la levantó al tiempo que retrocedía y le decía al oído:

–¡No lo haga!

Ella se retorció y lanzó improperios, pero él no la soltó hasta haberse alejado de la multitud y de la risa burlona de los borrachos.

–Suélteme, imbécil.

–La única imbécil aquí es usted, a la que acabo de salvar.

–Ya me las he tenido que ver antes con esta clase de gente.

–Pues le estaba yendo de maravilla.

–Tengo todo el derecho a pegar los carteles.

–No se lo discuto. Pero podía haberse marchado y esperar a que los borrachos se hubieran ido.

–Pero había más de treinta personas allí.

–Ninguna de las cuales se ha esforzado mucho en ayudarla, por si no se ha dado cuenta.

–No quería que me ayudaran, sino que me prestaran atención –le espetó volviéndose para mirarlo.

–¿Cómo dice?

–Treinta personas habrían leído el cartel, lo hubieran recordado. La misma gente que, de otro modo, habría pasado de largo sin verlo.

–¿Lo dice en serio?

Ella le arrebató los carteles y la grapadora.

–Totalmente. ¿Cree que hago esto por primera vez?

–No sé qué pensar. Me ha tratado como a un paria porque iba vestido de cuero y llevaba un tatuaje, pero no le ha importado enfrentarse a esos tipos.

–Porque eso llama la atención.

–También lo hace un robo a mano armada.

Ella lo fulminó con la mirada.

–No lo entiende.

Se dio la vuelta y se alejó sin siquiera despedirse, ni mucho menos darle las gracias.

Él masculló una palabrota.

–Pues explíquemelo –le dijo cuando la alcanzó sin hacer caso del dolor de la pierna.

–¿Por qué iba a hacerlo?

–Porque acabo de arriesgar el cuello para ayudarla, lo que significa que está en deuda conmigo.

–Yo lo rescaté en la carretera. Estamos en paz.

–Muy bien –dijo él deteniéndose.

Ella siguió andando unos metros, pero luego se dio la vuelta.

–¿Ha visto el cartel?

–Llevo viéndolo desde la frontera.

–¿Y?

–¿Y qué?

–¿Qué dice?

–Es un cartel de una persona desaparecida.

–Exactamente. Y usted lleva viéndolos desde la frontera, pero no sabría decirme el aspecto del hombre ni su nombre ni de qué trata –dio dos pasos hacia él–. Por eso es tan importante llamar la atención.

De pronto, Marshall cayó en la cuenta y se sintió como un estúpido por haber ido a rescatarla como a una damisela en apuros.

–Porque se acordarán de usted.

–¡De él! –exclamó ella furiosa.

Pero la furia no le duró, como tampoco la adrenalina. Parecía exhausta.

–Tal vez –añadió.

–¿Qué hace?, ¿iniciar una pelea en cada pueblo?

–Lo que sea necesario.

–Oiga… –de repente, aquella mujer presentaba más capas, y todas ellas estaban teñidas de tristeza–. Siento haber intervenido si usted tenía la situación controlada. En el sitio del que vengo, nadie pasa de largo ante una mujer que grita en la calle.

No era totalmente verdad, porque procedía de una zona dura donde, a veces, era mejor seguir andando. Pero sus abuelos no lo habían educado así. Y él había seguido sus enseñanzas, a pesar de que Rick, su hermano, no lo hubiera hecho.

–Pues se meterá en muchos problemas –afirmó ella mirándolo con sus ojos oscuros.

Era verdad.

–¿Me permite que la invite a tomar algo? Demos tiempo a que esos tipos se vayan y luego la ayudaré a pegar los carteles.

–No necesito su ayuda. Ni su protección.

–De acuerdo, pero me gustaría examinar el cartel con atención.

La miró fijamente y vio una expresión de duda en su rostro, la misma que había visto en la carretera.

–¿O le sigue molestando mi aspecto?

–No, aún no me ha robado ni asesinado. Creo que unos minutos en un lugar público estarán bien.

Era difícil no sonreír. Su rostro serio era como una margarita que hiciera frente a un ciclón.

–Si hubiera querido hacerle daño, ya lo habría hecho. No necesito emborracharla.

–Un inicio de conversación muy estimulante.

–Ya sabe mi nombre, pero yo no sé el suyo.

Ella lo miró detenidamente y le tendió la mano con la grapadora.

–Evelyn Read. Eve.

Él estrechó a medias la mano y a medias la grapadora.

–¿Qué quieres tomar, Eve? –preguntó él cuando entraron en un pub.

–No bebo alcohol en público.

Una abstemia en un pub del interior de Australia.

Aquello prometía.

 

Eve le dejó los carteles a Marshall mientras iba al servicio. Cuando volvió, él estaba examinando uno de ellos.

–¿Es tu hermano? –le preguntó mientras ella se sentaba.

–¿Por qué lo dices?

Él le indicó el nombre que se leía en el cartel: Travis James Read.

–Podría ser mi esposo.

–Tiene tu mismo cabello castaño, la misma forma de los ojos y se te parece.

–Travis es mi hermano menor.

–¿Y ha desaparecido?

Ella odiaba esa parte. La compasión, la suposición automática de que algo malo le había pasado. Bastante difícil era ya no pensarlo todos los días para que los desconocidos se lo recordaran una y otra vez.

Aunque aquel desconocido al menos le había hecho el favor de no hablar de él en pasado.

–La semana que viene hará un año que desapareció.

–¿Por eso estás aquí, porque fue el último lugar en que se le vio?

–No, fue en Melbourne.

–Entonces, ¿qué te ha traído al oeste?

–Se me acabaron los pueblos y las ciudades del este.

Él frunció el ceño.

–No te sigo.

–Estoy yendo a todas las ciudades y pueblos del país a buscarlo.

–Creí que estabas de vacaciones.

–No, ese es mi trabajo.

Su trabajo en aquel momento. Antes había sido diseñadora gráfica en una empresa de marketing.

–¿Tu trabajo consiste en pegar carteles?

–En buscar a mi hermano –apuntó ella en tono defensivo–. ¿Hay algo más importante?

No era la primera persona que no comprendía lo que hacía, ni mucho menos. Ni siquiera lo entendía su padre, que solo quería llorar a su hijo como si hubiera muerto.

Pero ella no estaba dispuesta a aceptarlo. Estaba muy unida a su hermano. Si hubiera muerto, ¿no lo presentiría?

–Entonces, ¿recorres todas las carreteras pegando carteles?

–Más o menos. Intento avivar recuerdos.

–¿Y has tardado un año en recorrer la Costa Este?

–Unos ocho meses. Aunque empecé en el norte.

Y allí terminaría.

–¿Y antes de eso?

Se volvió a sentir culpable por los dos meses que había tardado en darse cuenta de cómo estaban las cosas y se había quedado esperando mientras las pesquisas policiales resultaban inútiles. Tal vez si hubiera empezado antes…

–Confiaba en el sistema.

–¿La policía no lo encontró?