Amor en el mediterráneo - Margaret Mayo - E-Book

Amor en el mediterráneo E-Book

Margaret Mayo

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Beschreibung

Tentada por el jefe... Anne James era una eficiente secretaria que luchaba por hacer frente al mismo tiempo a sus responsabilidades como madre soltera y a las exigencias de su nuevo jefe, Andreas Papadakis. Por eso la sorprendente oferta del magnate griego parecía la solución perfecta a sus problemas... Andreas necesitaba alguien que cuidara de su hijo y eso significaba vivir en su casa. Anne se sintió impulsada a aceptar... el problema era que su guapísimo jefe era demasiado difícil de satisfacer. Pero, una vez en casa de Andreas, Anne se dio cuenta de que él tenía en mente algo más que una relación profesional...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Margaret Mayo

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor en el mediterráneo, n.º 1413 - junio 2017

Título original: The Mediterranean Tycoon

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9696-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Anne llamó a la puerta con la barbilla alzada en un gesto de decisión. Habían corrido muchas historias en la empresa acerca del nuevo propietario, hombre excesivamente dinámico.

En el transcurso de unas cuantas semanas ya se habían marchado muchos empleados. Nadie quería trabajar para el Tirano, sobrenombre que se ganó apenas llegado. Y a ella la habían ascendido al cargo de secretaria personal. ¡La tercera en tres semanas! Él no se había tomado la molestia de preguntarle si estaba de acuerdo con el nombramiento; claro que no. Había enviado a un directivo para notificarle que, o aceptaba el puesto o quedaba despedida.

De inmediato, Anne había sentido una gran antipatía hacia él, pero no se podía permitir el lujo de marcharse porque necesitaba el dinero.

–¡Entre! –ordenó una voz profunda y resonante.

Anne había visto a Andreas Papadakis por los pasillos de la empresa Linam Shipping. También en los despachos, examinando y evaluando a cada empleado con esos ojos oscuros a los que no se les escapaba el menor detalle. Algunas compañeras casi se habían desmayado al verlo.

Anne solo había visto a un hombre alto, arrogante, con el ceño permanentemente fruncido, lo que disminuía su evidente atractivo físico. Proyectaba una imagen dura y poderosa. Sin embargo, no se había impresionado por su aspecto. A ella le gustaban los hombres cálidos y humanos. Y ese hombre no lo era. Simplemente se encontraba allí para convertir una empresa floreciente en una máquina de hacer dinero.

Anne respiró a fondo, cuadró los hombros y entró en el despacho. Cruzó la alfombra color avena hacia la inmensa mesa que dominaba la estancia. Era la primera vez que se encontraba en ese lugar sagrado. Los paneles de madera de roble que cubrían las paredes, los cuadros al óleo, todos originales, y los muebles antiguos eran impresionantes, aunque intuyó que no era un decorado que ese hombre hubiese elegido por su propio gusto. Ya había instalado ordenadores y equipo de alta tecnología en la estancia que una vez había sido el despacho del señor Brown.

Andreas Papadakis se encontraba junto a la mesa, el pelo peinado hacia atrás, las cejas fruncidas y los ojos castaños entornados mientras la examinaba a fondo. Era el retrato mismo de la intimidación. Anne enderezó los hombros.

–Buenos días, señor Papadakis –saludó en tono apacible.

–Señorita James –dijo al tiempo que inclinaba la cabeza y le indicaba una silla frente a él–. Siéntese… por favor.

Anne obedeció y acto seguido deseó haberse quedado de pie. Era un hombre muy alto, de amplios hombros y poderosos músculos, y sus ojos castaños no dejaban de espiar cada uno de sus movimientos, situación muy incómoda que ella disimuló con la barbilla alzada, una brillante sonrisa y el bolígrafo sobre el bloc de notas.

El resto de la jornada transcurrió en un torbellino de dictados, reuniones, órdenes ladradas, concertación de entrevistas y envío de decenas de correos electrónicos. La opinión de Anne sobre Andreas Papadakis no cambió un ápice. Incluso encontró que era más arrogante y despótico de lo que le habían contado. Sin embargo, se sintió complacida por el modo en que había manejado su iniciación. Estaba a punto de ponerse la chaqueta para marcharse cuando de pronto se abrió la puerta que comunicaba su despacho con el del jefe.

–No se apresure tanto, señorita James. Todavía nos queda trabajo.

Anne miró el reloj de la pared.

–Creí que mi horario era de nueve a cinco de la tarde –declaró con los grandes ojos azules fijos en él–. Pasan dos minutos de las cinco.

–Como si pasaran veinte –arremetió él–. La necesito ahora.

Si ese era su modo de hablar a las otras secretarias no la sorprendía que se hubieran marchado, pensó Anne. Desgraciadamente, tendría que obedecer si quería mantener el empleo.

–Muy bien –contestó con calma, en tanto volvía a colgar la chaqueta–. He terminado todo el trabajo de hoy, por lo tanto dígame qué debo hacer.

Él arrojó una cinta en la mesa de Anne.

–Quiero este informe para las seis. Asegúrese de transcribir las cifras correctamente; es muy importante –«seguro; para ti todo es importante», pensó Anne mientras se recogía la abundante cabellera castaño rojiza y aproximaba una mano al teléfono.

–Marnie, tendré que quedarme en la oficina. ¿Podrías cuidar a Ben un rato más?

Odiaba tener que dejar solo a su hijo un minuto más de lo necesario. Incluso se sentía culpable; pero no quedaba más remedio. Ben era un ser muy especial para ella. Quería que tuviera los mejores comienzos en la vida y si eso significaba tener que salir a trabajar, entonces tenía que hacerlo.

–Desde luego que sí. No te preocupes. Le daré de cenar.

A Marnie, su vecina, le encantaba quedarse con Ben. Sus nietos ya eran unos jovencitos y echaba de menos a un pequeño por la casa. Marnie era un tesoro. Anne no habría sabido qué hacer sin ella.

Eran casi las siete cuando finalmente pudo marcharse de la oficina. Andreas Papadakis era un adicto al trabajo y esperaba que todo el mundo lo fuese. Anne había oído decir que a veces llegaba a las seis de la mañana a su despacho.

No tenía idea si estaba casado o no. No llevaba alianza y protegía su intimidad con fiereza. Aunque se rumoreaba que tenía amigas muy atractivas, una esposa en Atenas, una amante en Inglaterra, propiedades en Nueva York, en las Bahamas, en Europa y también en Grecia, su tierra natal. Anne no sabía de dónde sacaba tiempo para todo eso.

A la mañana siguiente, cuando llegó a las nueve menos diez, el jefe la estaba esperando.

–Me preguntaba a qué hora iba a aparecer por aquí –murmuró, con un fulgor irritado en los ojos castaños.

Parecía que hubiera pasado la noche en la oficina porque la corbata le colgaba en un nudo flojo, llevaba el cuello de la camisa abierto y el pelo desordenado.

–Necesito un café fuerte, sin leche, y media docena de bollos. ¿Quiere encargarse de eso? Y traiga su bloc de notas. Hay mucho trabajo.

Anne asintió.

Toda la jornada estuvo de mal humor; pero Anne, obstinadamente, rehusó darse por vencida. Se mantuvo tranquila, amable y colaboró activamente con él, a pesar de los ásperos pensamientos que bullían bajo su serena superficie.

Cuando finalizaba la semana, comenzó a sentirse más satisfecha de sí misma. Empezaba a comprender a su jefe y, afortunadamente, él estaba contento con ella. Sus estados de ánimos eran legendarios, pero Anne simplemente los ignoraba y, al parecer, la estrategia funcionaba bien. Las cosas empezaron a ir mal cuando volvió a pedirle que se quedara hasta más tarde.

–Lo siento, señor, no puedo –respondió con firmeza.

–¿Qué ha dicho? –preguntó, ceñudo.

–Hoy no puedo quedarme.

–Presumo que tendrá una buena razón.

–Sí, la tengo –declaró con la barbilla alzada–. Es el cumpleaños de mi hijo.

Él pareció conmocionado.

–¿Tiene un hijo? ¿Por qué demonios no me lo han dicho? Usted no me conviene como ayudante personal si necesita ausentarse constantemente.

Los ojos azules de Anne fulguraron de irritación.

–¿Qué quiere decir con eso de «constantemente»? Esta es una ocasión especial, señor Papadakis. Ben cumple ocho años y va a celebrarlo en un Mc Donald’s con sus amiguitos. Me niego a dejarlo solo.

Anne percibió una leve duda en su mirada. Luego asintió.

–Muy bien –dijo con severidad–. ¿Puede venir unas cuantas horas mañana sábado?

¡Era una petición, no una orden! ¡Una pequeña victoria!

Los sábados por la mañana Ben jugaba al fútbol. Pero, dadas las circunstancias, no era conveniente volver a negarse. A Marnie le encantaría acompañarlo.

–Sí, vendré mañana.

–Muy bien –Andreas la despidió con un gesto de la cabeza.

Anne no terminaba de sorprenderse del perfecto inglés que hablaba Andreas Papadakis. Si no hubiera sido por su aspecto helénico, cabello y ojos oscuros, habría pensado que era inglés.

Sin lugar a dudas era un hombre muy atractivo. Muchas veces ella había sentido en el cuerpo su presencia física, su magnetismo. Sin embargo, todo lo que veía era el rostro de un tirano. Y le disgustaba tanto como al principio.

 

 

–Mami, esta es mi mejor fiesta de cumpleaños –anunció Ben, al tiempo que daba buena cuenta de su segunda hamburguesa.

Anne sonrió. El ruido era ensordecedor; cada uno de los ocho amigos de Ben hablaban a la vez, felices y entusiasmados.

–¿Cuál de todos vosotros es Ben? –preguntó una voz profunda y conocida detrás de Anne.

Anne se volvió y ahogó una exclamación al ver a Andreas Papadakis con un inmenso paquete bajo el brazo y los ojos brillantes. Aquel hombre era muy diferente al que había dejado en la oficina unas horas antes.

–Señor Papadakis –dijo con voz ahogada y mirada perpleja–. ¿Qué hace aquí?

–He traído un regalo para el niño que está de cumpleaños. ¿Cuál es?

Para entonces, todos los ojos estaban puestos en Ben, sonrojado de vergüenza.

–¿Quién es usted? –preguntó, alzando la barbilla igual que su madre.

No se podía negar el parentesco. Aunque el cabello del niño era más oscuro, tenía los mismos ojos azules e idéntica mandíbula.

–Soy el jefe de tu madre. Ella me dijo que era tu cumpleaños y pensé que esto podría gustarte –dijo, entregándole el paquete.

Anne estaba conmocionada. El Andreas Papadakis para el que trabajaba nunca habría pensado comprarle un regalo al hijo de una empleada, y todavía entregarlo personalmente.

–Usted es… muy amable, pero no tenía que haberse molestado –murmuró.

Luego no pudo evitar pensar que tal vez había ido allí para comprobar que no le había mentido en cuanto a la fiesta, pero de inmediato descartó ese pensamiento innoble. La verdad era que no sabía nada de ese hombre, salvo que en las horas de trabajo era el mismísimo demonio.

–Tengo que marcharme. Que disfrute de la fiesta. La espero mañana a las nueve, señorita James.

–Sí, y gracias nuevamente –respondió ella, con un hilo de voz.

Nadie notó su partida porque todos observaban a Ben mientras abría el paquete. Cuando hubo retirado el papel de regalo, se produjo una exclamación de asombro colectivo. ¡Era un magnífico Scalextric! El sueño de cualquier niño.

El primer impulso de Anne fue decirle que no podía aceptar un presente tan caro y que debía devolverlo, pero al ver la expresión de asombrada alegría en el rostro de su hijo, se abstuvo de hacerlo. Andreas Papadakis bien podía permitirse un regalo como ese.

Tal vez era una forma de agradecerle su dedicación al trabajo. O tal vez, pensó con una mueca irónica, una forma suave de comprometerla para futuras horas extraordinarias. Pero como fuera, lo más importante era que su hijo estaba contento.

Cuando llegó a la oficina el sábado por la mañana, intentó volver a agradecerle el regalo, pero el hombre del día anterior había desaparecido. El señor Papadakis había vuelto a asumir su acostumbrada expresión de jefe absoluto y cualquier conversación personal estaba vedada para ella.

Sin embargo, cuando se puso a su lado para observar la pantalla del ordenador, Anne fue consciente de que tras esa áspera fachada se ocultaba un cálido ser humano. Y por esa razón, comenzó a sentir el magnetismo sensual que se desprendía de aquel hombre inclinado sobre ella.

Muy inquieta por la cercanía física, Anne cometió unos cuantos errores mientras escribía la carta que él esperaba impaciente.

–¿Qué le sucede? ¿Muy cansada por la fiesta de anoche?

¿Es que no se daba cuenta de que su presencia la ponía nerviosa?

–Me encuentro bien. Y a propósito, gracias por el regalo de Ben. Un regalo demasiado caro, pero el niño está encantado.

–Me alegro que le guste. Lléveme la carta cuando la haya imprimido. Y luego me gustaría ver el informe de Griff –ordenó secamente.

Sin decir más, se alejó hacia su despacho. No, ese hombre no tenía corazón.

La mañana pasó rápidamente. Anne había pensado que tendría que trabajar hasta la una.

–Señorita James, pídame algo para comer –pidió cuando ella entró en su despacho–. Después puede marcharse a pasar el resto del día con su hijo.

–Gracias –respondió, aliviada–. Y si me permite decirlo, usted trabaja demasiado. El señor Brown no hacía las mismas horas que usted.

–Por eso la empresa se estaba hundiendo.

–¿Qué quiere decir? Esta empresa tenía mucho éxito.

Siempre había pensado que era afortunada por trabajar en una compañía tan floreciente.

Andreas Papadakis movió la cabeza de un lado a otro.

–Esa es la impresión que él quería dar. No deseaba ver al personal preocupado; pero unos cuantos meses más, y usted tendría que haberse buscado otro empleo.

Ella lo miró con incredulidad.

–¿Eso es cierto?

–Desde luego que sí. Compré un barco que se hundía, señorita James. Pero le aseguro que no va a zozobrar.

 

 

En los días que siguieron, solo una vez le pidió que se quedara hasta más tarde.

–Comprendo perfectamente que quiera estar con su hijo, pero esto es realmente importante.

¿Cómo podría negarse a una petición formulada de ese modo?

Pero cuando el viernes por la tarde le dijo que necesitaba que lo acompañara a una conferencia que se iba a celebrar el lunes siguiente, y que acabaría bastante tarde, ella lo miró con severidad.

–Me temo que no será posible.

–Vaya.

Nunca en la corta vida de su hijo había dejado de bañarlo y llevarlo a la cama. Era un momento especial para ambos y mitigaba la culpa de tener que dejarlo tanto tiempo solo. Anne sabía que Marnie podría hacerse cargo de él porque ambos se adoraban, pero se iba a sentir muy mal consigo misma.

Por otra parte, ¿qué conferencia se prolongaba hasta altas horas de la noche?

–No puedo prometerle nada.

–¿No quiere o no puede? Sabe que puedo encontrar fácilmente otra secretaria, señorita James.

Hacía mucho tiempo que no mostraba su mal carácter, pero ella tendría que haber sabido que su conducta humana no podría durar demasiado.

–Lo dudo –replicó con decisión–. Nadie ha sido capaz de satisfacer sus excesivas demandas.

Las cejas del jefe se convirtieron en una dura línea.

–¿Cree que mis otras secretarias se marcharon por esa razón?

Ella asintió.

–Eso es lo que dice todo el mundo.

Él se inclinó al borde de la mesa de Anne, demasiado cerca de ella, lo que le provocó una alarmante agitación interior. Para su intranquilidad, esa proximidad se estaba produciendo con demasiada frecuencia. Anne empezaba a percibirlo más como un hombre excitante que como un jefe imposible.

–Es hora de aclarar la cosas. No se marcharon porque no pudieran trabajar conmigo. Las despedí por incompetentes.

Los ojos azules de Anne le lanzaron una viva mirada.

–Tal vez habría que diferenciar entre lo que usted llama incompetencia y lo que las chicas consideran peticiones injustas.

Los ojos del jefe se entornaron.

–Creo haber sido más que razonable; pero si usted piensa que es injusto que ocasionalmente le pida que trabaje unas horas extra muy bien remuneradas, entonces le sugiero que se marche también.

Anne no podía explicarse cómo había llegado a esa situación. Realmente no debió haberle hablado de esa manera. Después de todo él era su jefe.

–De acuerdo, lo haré –dijo rápidamente.

Cuando se marchaba de su despacho, la voz de Andreas Papadakis la detuvo.

–La conferencia es el lunes, a las dos. Póngase su traje más elegante. Y le sugiero un vestido de cóctel para la tarde.

Ella se volvió a mirarlo, sorprendida. ¿Un traje de cóctel?

–De acuerdo.

Anne se dirigió a su coche con la sospecha de que algo no funcionaba ahí. Parecía que más que una secretaria, el jefe necesitaba una acompañante. Y no estaba segura de querer serlo. El problema es que ya se lo había prometido.

Capítulo 2

 

El domingo por la tarde, Anne llevó a Ben al parque a alimentar a los patos. Cuando volvieron a casa se sentía relajada y feliz junto a su hijo hasta que vio el Mercedes de Andreas Papadakis estacionado ante su puerta.

–¡Vaya! ¿De quién es eso? –preguntó Ben.

No hubo tiempo de responder porque en ese momento su jefe salía del coche y luego se apoyaba en la puerta con los brazos y las piernas cruzadas, con una sonrisa que suavizaba sus facciones austeras. Anne sintió que se le tensaban los músculos y su sonrisa fue algo más que una mueca.

Era la primera vez que lo veía vestido con camisa y pantalones de sport. Su aspecto era menos formidable, pero infinitamente más peligroso.

Ben rompió el incómodo silencio.

–Tú eres el jefe de mami, ¿verdad? Gracias por el Scalextric. Me encanta. Lo hemos armado con mamá. ¿Te gustaría jugar con él?

Andreas Papadakis le dedicó una breve sonrisa.

–Otro día, ahora debo hablar con tu madre.

–El señor Papadakis ha venido por asuntos profesionales, Ben. Ahora no puede jugar contigo.

Tras abrir la puerta, Ben corrió a su habitación, escaleras arriba.

Como Andreas estaba detrás de ella, no tuvo más remedio que invitarlo a entrar. La vivienda era pequeña, una típica casa de pueblo en las afueras de Southampton. A ella le habría gustado algo mejor pero, con todo, era su hogar. Todo estaba limpio, ordenado, y los muebles que había adquirido armonizaban con el estilo de la casa.

–Esta visita es toda una sorpresa, señor Papadakis ¿Es que la conferencia se ha postergado? –Anne se enfrentó a él en la sala de estar.

–No, de ninguna manera –respondió, enfático–. Usted pareció algo sorprendida cuando mencioné el vestido de cóctel y quería asegurarme de que iría preparada.

–Sí, me sorprendió. Me pareció entender que íbamos a una fiesta o algo así. Y yo…

–No es una fiesta, se lo aseguro –se apresuró a responder–. Tras la conferencia habrá una cena de negocios en el mismo hotel, pero hay que vestirse de etiqueta.

Anne ladeó la cabeza, con los ojos entornados y una mirada especulativa.

–¿Y en calidad de qué iría yo?

Andreas enarcó una ceja.