Amor sin culpa - Grace Green - E-Book

Amor sin culpa E-Book

Grace Green

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Beschreibung

El doctor Scott Galbraith estaba harto de que todas las mujeres intentaran llevarlo al altar. Necesitaba un niñera para sus hijos, no una esposa; por eso había incluido una sola condición en el anuncio ofreciendo el empleo: la candidata no debía tener ningún interés en casarse. Willow era guapa y soltera, pero parecía totalmente inmune a los encantos de Scott... lo que, para sorpresa del doctor, estaba empezando a ponerlo muy furioso. De pronto se encontró considerando una posibilidad impensable: casarse...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Grace Green

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor sin culpa, n.º 1690 - diciembre 2019

Título original: His Potential Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-653-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑORA Trent, lo que yo necesito es una niñera normal y corriente.

–Una niñera normal y corriente… No sé si le entiendo bien –Ida Trent parecía asombrada.

Scott Galbraith alargó un brazo como si tuviera un resorte.

–¡Mikey, no toques eso!

Sentó en el regazo a su hijo de dos años justo en el momento en que este iba agarrar la violeta africana que Ida Trent tenía en un macetero de porcelana sobre su inmaculada mesa de despacho.

La dueña de la Agencia de Colocación Trent se aclaró la garganta.

–Doctor Galbraith, no estoy completamente segura de haber…

–Déjeme que se lo explique –distraídamente limpiaba las manos de Mikey–. Quiero una mujer cuya prioridad sea…, mejor dicho, cuya única actividad sea cuidar de mis tres hijos. No quiero una mujer que sueñe con marchas nupciales o me considere un posible marido…

Se calló al ver que Amy, su hija de cuatro años, se dirigía decididamente hacia la puerta de la oficina.

–¡Amy, ven aquí!

Amy siguió su camino.

–¡Lizzie! –dio unos golpecitos en el hombro de su hija mayor, que leía apoyada en la mesa–. ¿Te importaría agarrar a tu hermana antes de que llegue a la calle?

Lizzie suspiró como solo lo hace una niña de ocho años que se siente la víctima y fue por su hermana. La agarró y la arrastró hasta el sofá.

–Quédate aquí –le dijo bruscamente– e intenta no ser una pesadilla.

Los azules ojos de Amy se llenaron de lágrimas.

–¡No soy una pesadilla!

–Sí lo eres.

–No lo soy.

Lizzie se apartó la rubia cabellera de la cara.

–¡Pesadilla, pesadilla, pesadilla!

Volvió junto a la mesa y clavó la mirada en el libro.

Scott abrió la boca para reprenderla, pero volvió a cerrarla al ver que Lizzie estaba pálida y le temblaban los labios.

Lo que vio lo llenó de desasosiego e impotencia, sentimientos que eran habituales en él desde hacía veinte meses. Sintió verdadera compasión por Lizzie, ya que era consciente de que la niña debía de albergar sentimientos tan negativos como los suyos. De los tres niños, ella era la que más añoraba a su madre. Él sabía que al ser la mayor, solía sobrecargarla con demasiadas responsabilidades. En vez de reñirla, se volvió hacia la mujer que estaba sentada al otro lado de la mesa.

–¿Por dónde íbamos, señora Trent?

–Me decía que quiere una niñera normal y corriente…

–¡Y que no esté loca por los hombres!

–Y que no esté loca por los hombres… En realidad… –Ida Trent parecía pensativa–. Creo que tengo a alguien que encaja perfectamente. Tiene unas referencias excelentes y adora a los niños…, y sé a ciencia cierta que lo último que busca es un romance. Además, en este momento está libre y podría empezar inmediatamente.

Scott notó que una humedad procedente del trasero de Mikey empapaba sus carísimos pantalones nuevos. Era lo que le faltaba.

–Dígame –dijo con resignación–, ¿tiene nombre ese dechado de virtudes?

–Lo tiene, doctor Galbraith. Se llama Willow Tyler.

 

 

–¡Eh, mamá!

Willow Tyler estaba sentada en un banco al sol y levantó la mirada para ver cómo se acercaba corriendo su hijo. Volvió a guardar la cartera en el bolso.

Ya se preocuparía más tarde por el saldo tan raquítico que tenía en el banco. Por el momento se centraría en Jamie. Cuando encontrara otro trabajo, y rezaba para que fuese pronto, tendría poco tiempo para disfrutar de él.

No pudo evitar dirigirle una sonrisa mientras se acercaba. El pelo negro le goteaba, llevaba la camiseta por fuera del pantalón y tenía los cordones de las zapatillas de deporte mal atados. Le habría encantado adecentarlo, pero él se consideraba el chico más independiente sobre la faz de la tierra y ella sabía que se habría negado. Desde el primer momento, Jamie se había negado rotundamente a que ella lo atendiera después de las clases de natación.

–No puedes entrar en el vestuario de hombres, mamá –le advirtió–. Y lo siento, pero no pienso entrar en el vestuario de mujeres.

Olía a cloro y dio unos saltos delante de ella con los ojos gris verdoso llenos de entusiasmo.

–¿Podemos ir a Morganti a tomar una hamburguesa? Por favor… Me muero de hambre.

Willow dudó. Le fastidiaba gastarse el dinero en ese tipo de comida…, pero también le espantaba desilusionar a Jamie, y su hijo no pedía mucho.

–De acuerdo, pero no te acostumbres.

Morganti estaba a la vuelta de la esquina.

–¿También vas a tomar una hamburguesa? –preguntó Jamie a su madre en cuanto entraron.

–No, tomaré un helado con caramelo caliente.

–Yo te lo traeré.

Adoptó el tono de hacerse cargo de las cosas, y ella sabía que le gustaba hacer de hombre de la casa cuando estaban fuera. Alargó la mano para pedir dinero.

–¿Quieres nueces?

–Sin nueces –le dio un billete de diez dólares–. Pero con el doble de caramelo.

–¿Puedo tomar un refresco grande?

–Claro.

–¡Bien!

Le dio la mochila a su madre y salió corriendo para hacer la cola en el mostrador.

Willow se sentó a una mesa vacía y dejó la mochila debajo de la silla. Luego miró alrededor.

El restaurante estaba casi lleno, pero Tradition, en la Columbia Británica, era una población pequeña y ella conocía a casi todo el mundo. Saludó con un gesto a todos los que le sonrieron.

La mesa de al lado estaba ocupada por cuatro personas: un hombre y tres niños. El adulto tenía el pelo oscuro y los hombros anchos; estaba de espaldas y no podía verle la cara. En cambio, podía ver perfectamente a los niños, y no los conocía. Había una niña rubia preciosa de unos nueve años que estaba leyendo mientras comía una hamburguesa; otra niña, pelirroja, con las mejillas sucias por el rastro de lágrimas, y un niño sentado en una trona que tenía el pelo manchado por algo que parecía el ketchup de las patatas fritas que tenía delante.

El hombre se levantó.

–Lizzie, vigila un poco a tus hermanos. Voy por un poco más de café –dijo con una voz grave que a Willow le pareció de terciopelo.

El desconocido se dirigió hacia el mostrador y ella comprobó que era bastante alto. También notó que andaba con una agilidad que indicaba que estaba en forma, y que era más corpulento de lo que parecía a primera vista. La decisión con que fue hacia el mostrador delataba que era alguien seguro de sí mismo. Llevaba un traje gris oscuro con un corte impecable.

Ocupó su sitio en una de las colas y, mientras lo hacía, Willow vio a Jamie, que volvía hacia la mesa. Se acercaba intentando mantener la bandeja en equilibrio. Ella contuvo la respiración al ver las oscilaciones del vaso de refresco, pero Jamie se detuvo un instante y consiguió equilibrarse. Luego se puso en marcha otra vez.

Todo iba bien hasta que se produjo una pelea en la mesa de al lado. El niño de la trona dejó escapar un aullido furioso porque, al parecer, la niña intermedia le había robado un puñado de patatas fritas.

–¡Devuélveselas, Amy! –dijo la tal Lizzie–. ¿Cuándo vas a dejar de ser tan pesada?

Agarró a Amy por el brazo hasta que esta soltó las patatas fritas.

–¡Dámelas! –gritó Amy mientras intentaba alcanzarlas.

–Ni hablar, pesadilla. ¡Pesadilla, pesadilla, pesadilla!

Lizzie extendió el brazo y golpeó sin querer a Jamie, que avanzaba por el pasillo. La bandeja salió volando por los aires.

Los tres niños se quedaron en silencio durante un segundo. El más pequeño se quedó con la boca abierta; la pelirroja se calló como si un hacha hubiera cortado sus gritos; la expresión de la niña rubia pasó a ser de horror absoluto.

Luego, se oyó el estruendo de la bandeja al golpear en el suelo y el grito desesperado de Jamie.

Willow se levantó de un salto y los tres niños de la mesa vecina volvieron a pelearse.

–Ha sido culpa tuya, Amy. Si no fueras una pesadilla…

–Lo has hecho tú –gritó Amy llena de ira–. Ha sido…

–¡Quiero más patatas fritas! –el niño golpeó la bandeja de su trona con las manos–. ¡Más, más, más!

Jamie sollozaba en silencio.

–¡Cariño! –Willow se agachó y lo abrazó–. No llores. No ha sido tu culpa, lo estabas haciendo muy bien. Alguien limpiará todo esto y nosotros volveremos a pedir lo mismo.

Jamie se apartó de ella y se secó los ojos furiosamente.

–Quiero irme a casa. Hoy no me gusta este sitio –miró a los tres hermanos, que no le hacían ningún caso–. ¡Y no me gustan esos niños! Ni siquiera me han pedido perdón…

–Disculpe…

Willow miró por encima del hombro de Jamie al reconocer la voz aterciopelada y vio unas largas piernas cubiertas por una fantástica tela de color gris oscuro.

Sintió una satisfacción enorme. El hombre había aparecido en el momento en que se sentía dominada por la ira.

Se levantó con Jamie agarrado de la mano y con el deseo de reprocharle el comportamiento de aquellos niños.

Tragó saliva y dio un paso atrás. El desconocido era mucho más alto de lo que le había parecido.

Además, era, sin duda, el hombre más arrebatadoramente atractivo que había visto en su vida.

Sintió vértigo ante el efecto de aquellos ojos azul eléctrico, que centelleaban bajo unas espesas cejas oscuras. Sus dientes eran tan blancos como los de una estrella de Hollywood y brillaban en una sonrisa cautelosa; tenía unos rasgos tan perfectamente cincelados que podrían haber sido creados por ordenador.

Sin embargo, a pesar de haberse quedado pasmada, tuvo una desconcertante sensación de déjà vu.

Había visto antes a ese hombre. En alguna parte.

Pero si lo hubiera visto, ¿no lo recordaría? Era inolvidable.

–Disculpe –volvió a murmurar él.

Aquella voz seductora y aterciopelada tenía un tono arrebatador.

Willow se puso rígida y firme. No iba a permitir que un hombre la hiciera derretirse solo con la voz. Ella estaba hecha de una pasta más dura.

Lo miró con unos ojos gélidos y penetrantes.

–¿Esos niños son suyos? –señaló con la cabeza al trío, que seguía armando alboroto.

–Sí –se pasó unos dedos largos por el pelo.

Un destello dorado salió del reloj, de los gemelos y de una ancha alianza de matrimonio. Apartó la mano y el pelo quedó perfectamente colocado; «el signo inequívoco de un buen corte», pensó amargamente Willow.

–Tengo que reconocerlo –murmuró él–. Son míos.

–Entonces puedo decirle que son los niños peor educados que he visto en mi vida.

–Si me permitiera pedirle disculpas en su nombre…

–¿Disculparse en su nombre? –se rio con sarcasmo–. No se disculpe por ellos –vio por el rabillo del ojo que un empleado se acercaba para limpiar el suelo–. Usted es quien debería estar avergonzado. ¡Cuando unos niños se comportan así es por culpa de sus padres!

Debería haberlo dejado en ese punto, y lo habría hecho si no se hubiera dado cuenta de repente de lo espantosa que debía estar con su camiseta barata y los pantalones cortados, sobre todo comparada con él, que vestía como si fuese a comer en el Palacio de Buckingham. En vez de callarse, siguió con el ataque.

–Si dedicara menos tiempo a su pelo, a su ropa y a sus… sus complementos de lujo y más tiempo a leer algo sobre psicología infantil –soltó ella sin respirar–, quizá pudiera llevar a su familia a cualquier sitio sin tener que pedir disculpas.

¡Qué barbaridad! Sintió que era imposible que ella hubiese dicho eso y deseó poder volver a tragarse las palabras, pero, naturalmente, era demasiado tarde…

Él estaba enfadado.

Un brillo amenazador se había adueñado de sus ojos. La curva sensual de la boca se había convertido en una fina línea. Su cuerpo irradiaba una tensión que le recordaba a una pantera a punto de atacar.

Ella oyó una señal de alarma que le aconsejaba la retirada.

Agarró la mochila de Jamie, levantó la nariz con un gesto que intentó ser desdeñoso, lo cual resultaba difícil dada su pequeña estatura y su andrajosa vestimenta, y arrastró a Jamie hacia la puerta de salida.

–¡Eh, espere! –oyó que decía él.

Ella fingió no haber oído nada.

Una vez fuera, aceleró el paso por si él salía detrás de ella. No miró hacia atrás hasta que llegaron a la esquina. Cuando miró, no vio rastro del desconocido y suspiró aliviada.

Todo el incidente había sido, cuando menos, angustioso.

–¿Quiénes eran? –preguntó Jamie.

–No los había visto nunca antes. Estarán de paso.

–Me alegro, porque no me gustaría volver a encontrármelos.

Willow estuvo de acuerdo con su hijo.

Jamie metió la mano en el bolsillo.

–Toma, las vueltas.

–Guárdalo en la hucha –dijo Willow–. Después de la próxima lección de natación volveremos a Morganti.

–¿Le diremos a la abuela lo que ha pasado?

–Claro, si quieres.

Pero cuando llegaron a casa, Gemma, la madre de Willow, tenía noticias. Noticias tan buenas que ella y Jamie se olvidaron de todo lo sucedido.

Habían llamado de la agencia de empleo. Por fin, la señora Trent tenía un trabajo para Willow. Un trabajo excelente, le había dicho a Gemma, de niñera para unos niños adorables. Willow debía llamar a la oficina para firmar el contrato.

 

 

–¿El trabajo es en Summerhill? –Willow miro a Ida Trent horrorizada.

–Sí, Willow. ¿Tienes alguna objeción?

Willow sintió que se le hacía un nudo en el estómago mientras la abrumaban los recuerdos. Recuerdos que siete años después todavía le producían amargura… y remordimiento.

Sobre todo remordimiento. Un remordimiento que no desaparecería jamás.

–Willow…

Willow hizo un esfuerzo por recomponerse.

–No, claro que no. Ya sabes cuánto quiero volver a trabajar.

Ida apoyó las manos en la mesa delante de Willow.

–Estupendo, porque este trabajo es perfecto para ti. Summerhill es una casa preciosa. Lleva vacía siete años. Los Galbraith, Galen y Anna, se fueron a Nueva Escocia justo después del entierro de su hijo y Galen murió de un ataque al corazón poco después. Su mujer no regresó nunca y cuando esta primavera volvió a casarse, la casa pasó al hijo superviviente: el doctor Scott Galbraith. Llegó a Summerhill con su familia hace una semana.

–¿Van a quedarse aquí?

–Sí. Él va a asociarse con el doctor Black en la clínica y empezará el mes que viene. Ya sé, Willow, que tú prefieres volver a casa durante la noche, pero él quiere una niñera interna y ofrece un sueldo extraordinario.

–Y… ¿has conocido a los niños?

–Unos niños adorables.

Sonó el teléfono y la señora Trent contestó después de susurrar una disculpa. Escuchó y dejó escapar un suspiro de preocupación.

–Sí, Dora. Claro, voy inmediatamente.

Colgó y pasó el contrato a Willow.

–Siento meterte prisa, pero mi marido ha tenido uno de sus ataques. Era su cuidadora.

Willow, que se sentía desorientada y sin haber asimilado lo que pasaba, echó una ojeada al contrato y firmó.

–Lo siento, tengo que irme corriendo –dijo Ida Trent en cuanto Willow soltó el bolígrafo.

Agarró el bolso y arrastró a Willow hasta la puerta.

–Señora Trent, los niños…

–Adorables, adorables –aseguró la señora Trent con una vaguedad impropia de ella–. El doctor Galbraith te espera mañana a las diez de la mañana. Él te pondrá al tanto de todo cuando estés en Summerhill.

El coche de la dueña de la agencia estaba aparcado delante de la oficina.

–Es viudo –gritó por encima de su hombro Ida Trent mientras corría hacia el coche– y me ha advertido que no le mande a nadie que pueda considerarlo como un posible marido. Me pidió una niñera normal y corriente. Me dio a entender claramente que las mujeres lo consideran terriblemente atractivo y que les cuesta dejarlo en paz.

Willow se quedó boquiabierta. Menudo engreído. ¿Quién se creía que era?

Ella sabía que no era hermosa, pero…

–Le dije… –continuó la señora Trent mientras entraba en el coche– que tú no estabas interesada en los hombres –cerró la puerta–. Así que creo –dijo con la ventanilla bajada– que la relación será perfecta. Tú y el doctor Galbraith encajáis en todo.

Willow se quedó con la cabeza hecha un lío y mirando cómo el coche se alejaba. Ella no buscaba un marido, en eso tenía razón la señora Trent, pero de ahí a encajar en todo con el doctor Galbraith… Lo que menos le apetecía del mundo era trabajar para una persona tan arrogante como parecía ser él, y Summerhill era el sitio del mundo donde menos quería ir.

Sin embargo, no tenía elección. Tendría que aceptar el trabajo porque necesitaba desesperadamente el dinero.

No solo había acumulado muchas deudas mientras había estado sin trabajo, sino que había tenido que dejar de usar el coche porque no podía pagar el seguro, y Gemma lo necesitaría para llevar a Jamie al colegio durante el invierno. Todos los ingresos dependían de ella y eso era una responsabilidad ardua, pero era algo que no iba a eludir.

Pero si Scott Galbraith se enteraba de que ella había sido la responsable de la tragedia que había azotado a su familia hacía siete años, la pondría de patitas en la calle antes de que pudiera parpadear.

 

 

La mañana siguiente al incidente de Morganti, Scott se despertó por el apremiante llanto de Mikey. Puso los ojos en blanco. ¿Para que quería un despertador si tenía ese hijo?

Salió de la cama y ya se dirigía tambaleándose hacia la puerta cuando irrumpió Lizzie. En una mano llevaba una novela de bolsillo y con la otra arrastraba a su hermana.

–¡Esta pesadilla de niña me ha arrancado la última página del libro! –sacudió a su hermana–. No quiere decirme donde la ha escondido.

–Lizzie –dijo Scott–, ¿no es ese el libro que compraste de segunda mano en la librería? A lo mejor ya le faltaba la página…

–¡Yo no he roto su libro! –Amy consiguió soltarse–. Me gustan los libros. No los rompo.

Otro grito de Mikey ahogó todo lo que pudiera haber dicho Amy.

–Un momento, niñas, resolveremos todo esto cuando haya cambiado los pañales a Mikey.

–¡Pesadilla! –le dijo Lizzie a su hermana.

–No lo soy.

–Sí lo eres.

Scott fue a la habitación de Mikey sacudiendo la cabeza. Su hijo saltaba en la cuna con el pantalón de pijama medio bajado por el peso de los pañales. Dejó de llorar en cuanto vio a su padre.

–Buenos días, Barrabás –dijo Scott con cariño.

–Orinal, papá.

Scott sonrió.

–Me parece que hemos llegado tarde, hijo –se dio cuenta de que la colcha de Mikey estaba llena de trozos de papel.

Tomó unos trozos, los miró detenidamente y frunció el ceño.

–Mikey, ¿de dónde has sacado esto?

–Libro.

–¿El libro de Lizzie? ¿Es una página del libro de Lizzie?

–Se cayó –asintió seriamente con la cabeza–. Lo dijo Amy.

Salió al pasillo y oyó a sus hijas gritarse la una a la otra como unas salvajes.

Agarró a Mikey y, mientras lo llevaba al cuarto de baño de los niños, sintió una felicidad enorme al recordar que esa sería la última mañana que tendría que lidiar solo con esa situación. La niñera nueva, el dechado de virtudes que había prometido la señora Trent, llegaría a las diez.

No podía esperar más.

 

 

Willow subió en bicicleta el camino que llevaba a Summerhill y aminoró la velocidad a medida que se acercaba a la bifurcación. Un camino llevaba a la parte delantera de la casa y el otro a la trasera.

La última y única vez que había visitado la casa, no lo había hecho como empleada, sino que era una adolescente muy turbada que iba a entregar una carta.

Todavía recordaba a la perfección esa noche y las consecuencias de su acción. Demasiado perfectamente. Demasiado dolorosamente.

Volvió a guardar los recuerdos en el compartimiento al que pertenecían: el pasado.

Tomó el camino que llevaba a la parte trasera, dejó la bicicleta contra la pared y llamó a la puerta. Respiró hondo para tranquilizarse y esperó a que alguien respondiera.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Se abrió la puerta y se le congeló la sonrisa al ver la persona que la miraba. Su nuevo jefe era el hombre con el que se había portado tan groseramente el día anterior.

Con la misma brusquedad con que se quedó sin respiración, comprendió la sensación de déjà vu que había sentido al verlo. Sí, había conocido a Scott Galbraith… en ese mismo lugar.

El recuerdo hizo que sintiera un escalofrío.

Con razón no lo había reconocido. Aquella noche de hacía tanto tiempo era oscura y sin luna. Ella le entregó el sobre y se escabulló entre las sombras.

Él tampoco la recordaría por lo sucedido hacía siete años, pero seguro que se acordaba de lo ocurrido el día anterior. Parecía tan perplejo como ella.

–¡Usted! –abrió mucho los ojos–. No me diga que es…

–La nueva niñera –Willow se alegro de que las palabras le salieran con un tono normal en vez de con el chillido que había temido–. Sí, soy Willow Tyler.

Del interior de la casa salió un quejido seguido de un grito y el sonido de algo que se rompía.

–Bienvenida a Summerhill, señorita Tyler –Scott Galbraith sonrió sarcásticamente–. Recuerdo que ayer dijo que mis hijos eran los peor educados que había visto en su vida –la invitó a entrar con un gesto exageradamente cortés–. A partir de este momento, están en sus manos. Debo advertirle que desde hace veinte meses, desde que murió su madre, mis hijos han conocido por lo menos a cinco niñeras muy especializadas –añadió él mientras ella pasaba a su lado con el corazón en un puño.

Scott Galbraith cerró la puerta.

Estaba atrapada.

–Me pregunto –siguió diciendo él con esa voz de terciopelo que ya le resultaba tan conocida– cuánto durará usted.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DOCE horas. Eso fue lo que duró.

Por la mañana, Willow comprendió amargamente que tendría que reconocérselo al doctor Galbraith.