Un milagro para Navidad - Grace Green - E-Book

Un milagro para Navidad E-Book

Grace Green

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Beschreibung

Julia 979 Damian McAllister no celebraba la Navidad. Ni regalos, ni villancicos, ni muérdago, ni besos. El día de Navidad era como otro día cualquiera. Habiendo perdido a su familia, ¿qué otra cosa podía hacer? Necesitaría un milagro para volver a enamorarse. Stephanie Redford creía en los finales felices... y en los milagros. Debía de haber sido el destino el que la condujo, tras un accidente, a la casa de Damian en aquella víspera de Navidad. Sólo con mirar una vez aquellos preciosos ojos tristes, decidió que haría todo lo posible para que en ellos volviera a brillar la felicidad…

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Grace Green

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un milagro para Navidad, julia 979 - marzo 2023

Título original: A MIRACLE FOR CHRISTMAS

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción.

Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411416382

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

DAMIAN McAllister murmuró un juramento mientras observaba la tienda de juguetes situada justamente enfrente de su oficina, al otro lado de la calle. Aquel endemoniado letrero de neón del escaparate había estado parpadeando ante su vista desde noviembre, y lo estaba volviendo loco. Decía: Feliz Navidad Para Todos.

«No puedo soportarlo», se dijo cerrando el puño y golpeando la mesa de caoba. «No puedo soportarlo ni un minuto más», volvió a decirse poniéndose en pie.

—¡Señora Sutton! —gritó.

Marjorie Sutton, la secretaria del presidente de McAllister Architectural Group, dejó el donut de chocolate que estaba a punto de mojar en el café y, suspirando, levantó el pesado y encorsetado cuerpo de la silla para dirigirse a la oficina de al lado.

Los ojos azules de su jefe mostraban una expresión airada, y su cabello negro estaba revuelto, como si hubiera querido arrancárselo mechón por mechón. No obstante deseó como siempre, a pesar de estar felizmente casada, tener treinta años menos. O bien que el presidente de la M.A.G. no fuera como un sueño.

—¿Sí, señor?

—Cancele todos mis compromisos de aquí a año nuevo —contestó serio—. He decidido marcharme al refugio de Vermont antes de lo planeado.

Se mantuvo rígidamente de espaldas a la ventana mientras hablaba, pero hubiera podido jurar que estaba viendo el reflejo del letrero luminoso sobre la pared que tenía delante.

—¿Se encuentra usted bien, señor McAllister? Está usted pálido, como si hubiera visto un… fantasma.

Sí, se dijo a sí mismo en silencio, el fantasma de las Navidades.

—Creo que debo de tener algo… probablemente sea ese virus de la gripe —contestó soltándose el nudo de la corbata y desabrochándose el primer botón de la camisa—. Bien…

—¿Y qué me dice de la fiesta del viernes por la noche?

—¿Qué fiesta?

—El cóctel que ofrece el señor Anthony Gould. Su invitación llegó por correo el mes pasado, y usted aceptó. ¿Recuerda?

El mes pasado, se repitió. Entonces estaba convencido de que aquel año todo sería diferente, se había convencido de que no se iba a comportar como un cobarde, de que no iba a huir de las Navidades.

—Sí, lo recuerdo. Gould va a presentar en sociedad a su nueva novia —dijo aclarándose la garganta con una mueca de dolor y sintiendo como si estuviera arrastrando por las amígdalas un rallador de queso. Abrió un cajón de la mesa y lo revolvió hasta encontrar unas pastillas para la tos. Luego se metió una en la boca—. Cancélelo. Lo que menos me apetece en este momento es ir a ver el desfile de ostentación de su último trofeo…

—¡Señor McAllister! —lo reprendió la señora Sutton.

—Avísele —repitió sin arrepentirse mientras sus ojos se inundaban de lágrimas y sentía deseos de estornudar. Marjorie le ofreció un pañuelo que él aceptó—. ¿Me sacará del apuro?

—Sí, bien, entonces… —se interrumpió mientras él se limpiaba la nariz— ¿es todo, señor?

McAllister recogió la chaqueta del respaldo de la silla, se la puso y cruzó la habitación.

—Lo dejo todo en sus expertas manos, señora Sutton.

La señora Sutton atravesó la puerta pasando por delante de él y quedándose delante de su mesa como esperando.

McAllister apretó los dientes. ¿Esperaría quizá que la felicitara por Navidad? Abrió la boca, intentó decir las palabras oportunas, pero no pudo. Sólo murmuró algo ininteligible. La señora Sutton podía descifrar esos sonidos como mejor prefiriera, decidió. Y se marchó.

Unos minutos más tarde, mientras salía del aparcamiento subterráneo, no podía apartar la vista de la tienda de juguetes. Warmest Fuzzies Toy Store… «¡Qué nombre tan deplorable!», se dijo. A pesar de intentar fijar la atención en el tráfico sus ojos permanecieron fijos en las letras rojas y verdes del escaparate… y sus oídos atentos a las palabras del periodista que hablaba por la radio del Corvette del carril de al lado… «Garth Brooks les informa de que «El amor renace en Navidad»». Seguro que estaba informando a todo Boston, recapacitó mientras las notas del villancico comenzaban a sonar.

 

 

Stephanie Redford se mordió el labio mientras buscaba entre la multitud de gente con corbata y traje negro. «¿Dónde estará Tony?», se preguntó. Tenía que hablar con él de inmediato. Eso que habían dicho los Whitney no podía ser sino un estúpido error…

Su blusa de tafetán crujió cuando alguien le deslizó un dedo por la espina dorsal. Giró y unas gotas de champán chorrearon de la copa… era Tony. Su cabello rubio brillaba bajo la lámpara de araña. Sus ojos, pálidos, mostraban calidez y aprobación.

—Querida —dijo deslizando una mano posesiva por el brazo de ella—, eres todo un éxito. Estoy muy orgulloso de ti. Y ahora ven conmigo para que te presente a los Cabot. Están ansiosos por conocer a la futura señora de Anthony Gould…

—Tony, los Whitney acaban de decirme que…

—Baja la voz, querida —advirtió él mientras arrugaba los aristocráticos rasgos con desaprobación—, Paula Whitney está mirando en esta dirección —añadió agarrándola del brazo y murmurando disculpas para conducirla por entre la multitud hasta el vestíbulo desierto. Aquella era la primera fiesta que daba Tony desde que había vuelto a decorar el ático, y Stephanie sabía que no debía echar a perder la ocasión—. Y ahora, querida… —sonrió con ojos inexpresivos—, dime, ¿cuál es el problema?

Stephanie dejó la copa de champán en la mesa Luis XVI y respiró hondo.

—Los Whitney acaban de decirme que están encantados de que hayamos aceptado su invitación para pasar las Navidades con ellos en Aspen.

—Nunca has estado en el refugio de esquí de los Whitney, querida. Es una maravilla, te va a encantar…

—Tony, hace dos semanas acordamos ir a Rockfield a pasar las vacaciones con mi familia. Los Redford siempre nos reunimos por Navidad… es una tradición familiar.

Tony agarró su mano y la sostuvo observando el anillo de zafiro de compromiso antes de responder:

—Stephanie, voy a casarme contigo muy pronto. Vas a ser una Gould, y los Gould creamos nuestras propias tradiciones. Vas a moverte en un círculo diferente, en mi círculo. Les has gustado a todos mis amigos, querida… a los Lasker, a los Gibson, a los Loeb…

Stephanie se soltó. Aunque el ático se mantenía a una temperatura constante de pronto el aire le parecía helado.

—Lo prometiste, Tony. Mis padres esperan ansiosos el momento de conocerte…

—Querida —contestó cariñoso—, creía que los Whitney estaban planeando marcharse al extranjero, pero fueron tan… Bueno, sus planes se vinieron abajo, así que organizaron un viaje para ir a esquiar con todos sus amigos. Va a ser un bombazo…

—Yo no quiero ir a Aspen —dijo Stephanie sosteniendo la mirada—. Quiero ir a casa.

La tensión estalló, pero Tony se mostró cauto. Un nervio temblaba en su cuello, justo por encima del nudo de la corbata. La atrajo a sus brazos, tomándola por sorpresa, y sonrió.

—Querida, ¿va a ser ésta nuestra primera disputa?

Sin darle tiempo a contestar la besó. Después de unos segundos de mostrar resistencia, Stephanie dejó escapar un suspiro y se rindió. Lo amaba, y el placer de la presión de su cuerpo contra el de ella junto a sus besos hacía desaparecer todo rencor. Tony la amaba, y le había jurado, cuando la pidió en matrimonio, que iba a dedicar su vida a hacerla feliz. No podía decepcionarla, no en aquella ocasión. Era demasiado importante.

—Entonces —preguntó echándose atrás y mirándolo con ternura—, iremos a Rockfield, ¿no?

—¡Stephanie! —la soltó irritado—. ¿Es que no has escuchado lo que acabo de decirte? Vamos a Aspen. Sabes lo importantes que son los Whitney para mí. Fueron mis primeros clientes cuando monté el despacho de abogados, y siguen siendo los mejores clientes…

—Creo que te olvidas de lo más importante —contestó Stephanie pasándose una mano temblorosa por el pelo castaño que le llegaba hasta los hombros—: una promesa es una promesa. Tendrás que decirles que tenemos otros planes. Lo comprenderán.

—Yo voy a ir a Aspen, Stephanie, quiero que eso quede bien claro. Tú puedes elegir. Puedes pasar las Navidades en Vermont con tu familia o pasarlas en Colorado conmigo.

—¿Que puedo elegir… o es un ultimátum? —lo miró incrédula.

—Si es así como quieres interpretarlo —se encogió de hombros.

¿De qué otro modo podía interpretarlo?, se preguntó Stephanie. Tony creía que le estaba dando a elegir, pero no era cierto. Le había prometido a sus padres que iría a casa por Navidad.

Sus dedos temblaron mientras se quitaba el anillo de compromiso y se lo tendía. Nunca le había parecido tan bonito el zafiro. Tony se quedó mirándolo sin moverse. Estaba sorprendido. Probablemente era la primera vez en la vida en que alguien le decía «no» a Anthony Howard Gould III, reflexionó Stephanie mientras trataba de mantener el control.

—Iré arriba a por mis cosas —dijo Stephanie dejando caer el anillo sobre la mesa.

—Estás cometiendo un error, Stephanie. No me hagas esto. ¿Qué voy a decirles a los Whitney? ¿Qué voy a…?

Stephanie pasó por delante de él y se dirigió al dormitorio. Estaba feliz y orgullosa de poder contener las lágrimas. Debía esperar a llegar a la furgoneta.

La bolsa de lona azul estaba medio abierta sobre la cama. Dentro tenía el salto de cama negro. Había planeado ponérselo esa noche, cuando Tony y ella, por primera vez…

Cerró la cremallera enfurecida. Se puso el abrigo rojo, guardó el bolso de noche y salió hacia el vestíbulo. Entonces hizo una pausa, vaciló, y miró hacia atrás. Su corazón dio un vuelco al comprobar que Tony seguía en el mismo lugar en el que lo había dejado. Su rostro estaba tan pálido como la nieve que cubría la ciudad. Por unos instantes dudó, pero sólo durante unos instantes. Apretó los labios. Si Tony no creía en el valor de las promesas no había futuro para ellos dos, reflexionó.

Aquella noche, Tony le había mostrado un aspecto de sí mismo que no sabía que existiera, algo que no le había gustado. Seguramente siempre había estado ahí, pero ella había estado demasiado ciega como para verlo. Cegada por el amor y…sí, debía admitirlo, cegada por el hecho de ser cortejada por uno de los solteros más codiciados de Boston. Debería de haberse dado cuenta antes, se dijo amargamente, de lo que significaba relacionarse con la alta sociedad. Sacudió la cabeza y se prometió que nunca más volvería a cometer ese error.

Sus tacones no hicieron el menor ruido por la alfombra. Se dirigió hacia el ascensor. Sólo escuchaba los latidos de su corazón.

Entró y, cuando las puertas comenzaron a cerrarse, miró a su alrededor. Tony se había marchado. El vestíbulo estaba vacío. Ni siquiera había esperado a que ella desapareciera para volver a la fiesta, pensó con tristeza.

 

 

—Tony Gould es un majadero —dijo Janey Martin mirando a su compañera de apartamento mientras aplastaba peluches en una enorme bolsa de plástico naranja—. ¡Así que se va a esquiar a Aspen! Espero que se rompa una pierna —Stephanie decidió no contestar a ese comentario. En lugar de ello gritó «aleluya» cuando por fin logró meter el cuello de una jirafa de peluche en la bolsa—. No sólo es un majadero, sino que además debe de estar loco. ¿Dónde cree que va a encontrar a otra chica como tú? Nunca, en toda su vida. Y no me refiero sólo a tu físico, aunque bien sabe Dios que podrías ser estrella de cine, sino a lo buena persona que eres.

Stephanie cerró la bolsa con las correas y la dejó sobre la alfombra, junto a otras tres, al lado de la puerta. Sólo entonces se volvió hacia Janey y contestó:

—No quiero hablar más de él.

—Está bien… pero iba a llevarte a Rockfield en su jaguar, y ahora tendrás que ir en la furgoneta. Sabes muy bien que está vieja y no puedes fiarte de ella.

—Le pediré a mi padre que le eche un vistazo cuando llegue a casa.

—Pero deberías revisarla aquí, antes de irte de viaje.

—Ahora no puedo pagar la factura…

—Te has quedado sin blanca por culpa de esa blusa de Louis Féraud para el cóctel —suspiró.

—Janey… —la avisó.

—¡Es que estoy preocupada! Puedes quedarte tirada en cualquier carretera secundaria, está todo nevado… ¿Por qué no te vas en autobús?

—¿Crees que podría ir con todas estas bolsas en un autobús?

—Deja los juguetes, a los niños no les importará.

—¿Que a los niños no les importará? ¡Janey, mis muñecos de Warmest Fuzzies son el momento culminante de sus vacaciones de Navidad! Y ahora, si dejas de protestar y me ayudas a llevar todo esto a la furgoneta, te lo agradeceré. Me gustaría irme ya —Stephanie se miró en el espejo del vestidor aprovechando furtivamente la oportunidad de enjugarse las lágrimas. Se ladeó pícaramente el gorro blanco con detalles en rojo y se volvió con una brillante sonrisa—. Bien, estoy lista —añadió poniéndose el abrigo rojo.

—¿Has avisado a tus padres? —sacudió Janey la cabeza haciendo que su cabello rojizo se balanceara—. ¿Saben que vas a casa un día antes de lo previsto?

—No… ¡Vaya! ¿Cómo has llegado tú hasta aquí? —exclamó Stephanie inclinándose para recoger un osito de peluche de debajo de una silla.

Aquel oso era su diseño favorito de la temporada. Era suave y mimoso, hecho de felpa del tono de la nuez moscada. Sus ojos eran cuentas de cristal y su expresión, muy viva, resultaba entrañable. Abrió la correa de la bolsa de viaje y metió al oso dentro, junto con la ropa. No quedaba demasiado espacio, así que cuando fue a cerrarla la cabeza del oso sobresalió. Parecía indignado, como si dijera: «¡Eh, que necesito aire!» Stephanie sonrió.

—Steph… ¿tus padres?

—No se lo he dicho. Si supieran que voy a salir de viaje sola se preocuparían. Ya se enterarán cuando llegue.

—¿Y qué pasa con Warmest Fuzzies Toy Store?

—Joyce cuidará de la tienda, y su hija Gina va a ayudarla. Según parece, Gina espera un bebé para Junio, así que está ahorrando para cuando se case. Unos ingresos extra le vendrán bien.

—Parece que lo tienes todo calculado —contestó Janey recogiendo dos bolsas naranjas y saliendo al vestíbulo—. ¿Cuánto tiempo tardarás en llegar?

—Cuatro o cinco horas. Teniendo en cuenta que es víspera de noche buena lo más probable es que haya bastante tráfico, pero estos días no ha nevado, así que las carreteras estarán despejadas. Con suerte llegaré a Rockfield antes de que anochezca…

 

 

El sol lucía radiante cuando abandonó Boston, pero cuando llegó a Montpellier, en donde paró a echar gasolina, el cielo se había tornado gris.

—Hoy va a oscurecer pronto —comentó el dependiente mientras le devolvía la tarjeta visa—. Está previsto que esta noche haya tormenta. ¿Va usted muy lejos?

—A Rockfield.

—¿Rockfield? Cuidado con las carreteras de montaña cuando salga de la autopista. Pueden ser muy traicioneras en esta época del año.

Stephanie se prometió a sí misma conducir con cautela, pero al intentar arrancar el coche se preguntó si llegaría algún día. Después de girar la llave de contacto seis veces tuvo que rendirse ante lo inevitable. Volvió a salir del coche y se dirigió hacia el taller mecánico, donde inspeccionaron el motor.

—Podemos arreglarlo, pero no estará listo hasta esta noche. Puede usted venir a recogerlo a las nueve, antes de cerrar.

Entonces se preguntó cómo llenaría el tiempo hasta ese momento. Paseó sin rumbo fijo y tomó una hamburguesa. Luego tomó un café tras otro y por último vio una película. Al salir del cine soplaba un viento helado. Olía a nieve.

Se encaminó hacia el taller, donde tenían lista la furgoneta, y desde allí tomó la autopista 89.

Por lo menos, se dijo, podía confiar en ella…

 

 

Nada más abandonar la autopista se levantó una fuerte ventisca. Estaba en una carretera secundaria, y tras salir de un puente cubierto, el viento la azotó cegándola con la nieve que arrastraba. Frenó ligeramente y se concentró en mantenerse en su carril. Entonces se preguntó en qué lío se había metido y echó de menos a Tony…

Pero tenía que apartarlo de su mente. Anthony Howard Gould III no era más que un fraude… una fachada, sin nada detrás. No lo necesitaba.

 

 

Llevaba conduciendo casi una hora cuando de pronto se dio cuenta, llena de pavor, de que en alguna parte del camino, posiblemente por culpa de la tormenta, se había equivocado de carretera. Tendría que haber llegado ya a la cima de la montaña tras la cual se encontraba Rockfield, reflexionó, y sin embargo marchaba cuesta abajo. No tenía ni idea de a dónde iba a llegar.

Aterrorizada, comprendió de pronto que aquella cuesta era tan pronunciada que podría resultar peligrosa. Frenó, pero la furgoneta no respondió sino que siguió aumentando de velocidad, continuamente. Juró, apretó el freno con todas sus fuerzas y rogó por que funcionara. Pero fue inútil.

Entonces sintió pánico y pisó con fuerza. La furgoneta comenzó a balancearse hacia los lados derrapando y patinando. Agarró el volante y miró desesperada hacia adelante. Todo estaba oscuro debido a la tormenta. Ni siquiera vio el montículo de nieve contra el que fue a estrellarse hasta que no chocó con él.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DAMIAN McAllister gruñó y hundió la cara en la almohada.

—Váyase —murmuró de mal humor—. Por el amor de Dios… váyase y déjeme solo…

No obstante los golpes en la puerta y los timbrazos continuaron insistentes, exigentes… quizá incluso con renovado vigor. Aquellos timbrazos hubieran podido despertar a un muerto, que era exactamente lo que él hubiera deseado ser en ese momento…

Al principio pensó que aquellos golpes sonaban sólo en su cabeza y que eran consecuencia del resfriado con el que había salido de Boston. Aquel virus había estado a punto de hacerle desfallecer al llegar a su destino. Pero los golpes, sin embargo, seguían sonando. La puerta debía de estar a punto de derrumbarse, pensó. Fuera quien fuera que el llamara no parecía dispuesto a marcharse hasta que no le abrieran.

Le llevó unos cuantos minutos levantarse de la cama, buscar un par de vaqueros y ponérselos. Consiguió mantenerse en pie agarrándose a los muebles que encontraba a su paso, pero bajar las escaleras, en cambio, fue algo más complicado. Para cuando llegó al último escalón había pasado bastante tiempo. No sabía si era de noche o de día, pero se había dejado todas las luces encendidas al llegar.

El timbre volvió a sonar.

—¡Un momento! —gritó—. ¡No sea tan impaciente!

Abrió la puerta, y entonces ocurrieron dos cosas. La primera fue que un viento helado azotó su pecho desnudo con tal fuerza que se quedó sin aliento. Y la segunda que comprendió que la visita era una mujer.

Se quedó mirándola extrañado mientras ella hacía lo mismo. Llevaba la ropa cubierta de nieve en parte, pero a la luz del vestíbulo pudo apreciar que el abrigo era rojo, las botas negras y el gorro blanco con detalles en rojo… Y llevaba colgando un saco de piel. Un saco completamente abarrotado, del que sobresalía la cabeza de un… osito de peluche. ¿Cómo era posible?, se preguntó.

—¡Gracias a Dios! —exclamó la extraña temblando y dejando el saco en el suelo—. Comenzaba a pensar que no había nadie en casa.

«Es Santa Claus…», reflexionó Damian. «En versión femenina.» ¿Pero no debería de haber entrado por la chimenea?, se preguntó. Las piernas parecieron fallarle y se agarró al marco de la puerta.

—¡Váyase! Ha venido usted al lugar equivocado. Yo no celebro las Navidades.

Al ir a cerrar la puerta la extraña se abalanzó sobre él. Sus ojos tenían una expresión suplicante. La escuchó rogar un «¡espere!», y entonces se dio cuenta de otra cosa más: aquellos ojos, de un color verde como el de los pinos, parecían exhaustos… y tenían pintura corrida, como si hubiera estado llorando. Entonces vaciló.

—Por favor, ¿podría utilizar su teléfono? —rogó—. He tenido un accidente, mi furgoneta se ha estrellado contra un montículo de nieve en el camino que llega hasta aquí…

—¿Está usted herida?

—No, sólo el golpe. Y el susto. Y el frío. Pero gracias a Dios no estoy herida. Necesito llamar por teléfono para pedir una grúa. Tengo que sacar la furgoneta de allí. En cuanto venga me marcharé… se lo juro… no pretendo molestarlo.

¿Una furgoneta?, se preguntó Damian. ¿No debería viajar en reno? Los ojos suplicantes y desesperados de la extraña lo ablandaron al fin. Suspiró y abrió la puerta haciendo un gesto para que pasara. Ella se sacudió la nieve de las botas y entró, dejando a su paso una fragancia débil a perfume francés de mujer.

Damian dio un portazo y la siguió hasta el salón.

—¿Dónde está el teléfono?

—Allí —contestó carraspeando y señalando la mesita del salón—. Llame cuanto quiera.

La extraña dejó el saco en el suelo y se quitó el gorro soltándose una gloriosa cabellera sedosa y rizada del color del chocolate belga. Tenía una frente dulce, una nariz respingona y una barbilla con hoyuelos.

—Si no le importa me quitaré el abrigo. Es para no tener frío cuando vuelva a salir —añadió acercándose a la chimenea y dejando la prenda sobre un sillón. Llevaba un suéter ribeteado de rojo y unos pantalones color crema metidos por dentro de las botas. Tenía una silueta muy atractiva…—. ¿Dónde estamos? —preguntó—. Tengo que decirle al hombre de la grúa dónde estoy.

La fiebre lo estaba consumiendo, los escalofríos le hacían temblar. Las palabras de la extraña resonaban en su cabeza, que no cesaba de dar vueltas. De pronto sólo pudo pensar en meterse otra vez en la cama, en hundirse bajo las mantas.

—Dígales que está usted en casa de McAllister, en la carretera secundaria de Tarlity —gruñó—. Escuche, tengo un resfriado horrible y no estoy para bromas. Tómese su tiempo, está usted en su casa. Las guías telefónicas están debajo de la mesa. Llame a Grantham Towing. Bob es el único mecánico de la ciudad, pero es de fiar.

Damian se llevó dos dedos a la frente en un gesto de saludo y, girando rápidamente, se encaminó hacia las escaleras. A medio camino escuchó el pasar de páginas y supuso que eran las de las guías de teléfonos. Cuando llegó al descansillo ella ya estaba hablando por teléfono. Entró en el dormitorio dando un portazo y se dejó caer sobre la cama. Se dijo a sí mismo que nunca conseguiría dormir ni entrar en calor, pero antes de que pudiera darse cuenta se durmió.

 

 

—Lo siento, señorita, esta noche es imposible.

—¿Está usted absolutamente seguro? La cuestión es, señor Grantham, que estoy a solas en un lugar perdido con un completo extraño —añadió Stephanie bajando la voz y mirando furtivamente hacia las escaleras—. Ese hombre podría ser un asesino…

Al otro lado de la línea se escuchó una risa profunda que la sobresaltó.

—¿Dijo usted que llamaba desde la casa de McAllister?

—Exacto.