Deudas pendientes - Grace Green - E-Book

Deudas pendientes E-Book

Grace Green

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Beschreibung

Dermid McTaggart se enfrentaba a la decisión más difícil de su vida: tenía que encontrar una madre de alquiler que gestara a su hijo o perdería la oportunidad de ser padre. La última persona que esperaba que lo ayudara era Lacey Maxwell, la hermana de su difunta esposa. Lacey estaba dispuesta a tomarse un año de descanso de su exitosa vida profesional para tener el bebé, y después… se marcharía. A menos que Dermid la convenciera para que se quedara.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Grace Green

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Deudas pendientes, n.º 1732 - marzo 2015

Título original: The Pregnancy Plan

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6075-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Miró extrañado a su alrededor. Estaba en el jardín, y entonces Alice se acercó a él, envuelta en la niebla de la mañana.

–La decisión es tuya, cariño –le dijo, los ojos empañados por las lágrimas–, pero debes tomarla pronto, Dermid –lo instó con voz entrecortada–. Esta espera… está destrozándome…

Quería abrazarla, consolarla, pero cuando alargó una mano hacia ella, su esposa se dio la vuelta y comenzó a desvanecerse mientras se alejaba.

–¡Espera! ¡Alice, espera!

Pero la niebla la engulló lentamente, mientras las amplias mangas de su vestido blanco, como de gasa, flotaban detrás de ella como las alas de un ángel.

–¡Alice!

Trató de seguirla, pero la niebla se volvió más densa y húmeda en torno a él, asfixiándolo, reteniéndolo…

–¡Papá! –una manita le sacudió el brazo y la voz infantil volvió a llamarlo–. ¡Papá!

Dermid se despertó. Se notaba la cabeza embotada y estaba desorientado. Su hijo Jack, de cuatro años, estaba de pie junto a su cama, con su pijama sin planchar, el oscuro cabello revuelto, y verdadera ansiedad en sus ojos castaños. Dermid se incorporó apoyándose sobre el codo y se aclaró la garganta.

–Lo siento, hijo. ¿Te he despertado?

–Estabas gritando muy fuerte. ¿Qué te pasaba, papá?

–Tenía una pesadilla, hijo –le contestó–. La misma de siempre… –dijo pensativo, más para sí que para el niño. Dermid se bajó de la cama y, rodeando al pequeño con el brazo, lo llevó hasta la ventana–. ¡Pero mira qué amanecer tan increíble! –exclamó tratando de alejar la preocupación del niño. El sol se asomaba ya tras las nevadas cordilleras de la isla de Vancouver, en aquella mañana de finales de mayo–. Va a hacer un día estupendo.

–Sí, y tendremos que pasar la mitad de él en el ferry –se quejó Jack. Iban a la región del Lower Mainland al bautizo de su nuevo primo.

–¿No quieres ir?

–Preferiría quedarme aquí en el rancho y ayudar a Arthur con los animales.

–Bueno, hijo, a mí tampoco me hacen gracia estos compromisos, pero cuando se trata de la familia, uno tiene que hacer un esfuerzo.

Lo cierto es que tampoco eran su familia directa, sino su familia política, la familia de Alice, pero se sentía muy próximo a ellos, excepto a Lacey. Lacey era fría, superficial… Era bonita, de eso no cabía duda, pero, a pesar de ser hermana de Alice, no se parecía en nada a ella.

Alice… Cuando murió, Dermid hubiera querido quedarse solo con su dolor, pero no podía cuando su hijo lo necesitaba. Por el bien del pequeño también trataba de mantener el contacto con la familia de su madre aunque verlos solo volviera a abrir la herida y se le hiciera más difícil dejar atrás el pasado. Claro que no podría dejarlo atrás hasta que tuviera el valor suficiente para poner fin a la situación que lo estaba royendo por dentro.

–¿De verdad tenemos que ir, papá?

–Sí, Jack –dijo su padre con voz cansina. Miró abajo, al jardín, el jardín de Alice, en un tiempo atendido con ternura, como había hecho con él y entonces, como también como él, descuidado y abandonado–, tengo que hablar con tu tío Jordan de algo.

–¿Y no puedes hacerlo por teléfono?

La vista de Dermid dejó el jardín para perderse más allá, en los pastos, unos setenta acres de su propiedad, donde se alimentaban sus rebaños de alpacas y llamas.

–No, es algo muy importante, algo de lo que tengo que hablar con él cara a cara.

Pero Jack había perdido el interés en la conversación al ver que una figura larguirucha se aproximaba desde el granero principal.

–¡Allí viene Arthur! Voy a vestirme y ayudarlo a limpiar los establos.

Dermid observó como su hijo salía corriendo de la habitación. Difícilmente podía saber él lo importante que era aquel asunto, aquella decisión que había de tomar, la misma que le había hecho tener pesadillas durante meses, la decisión más cruel que un hombre pudiera tener que tomar.

 

 

–¡Lacey!, ¡gracias a Dios que has venido!

Lacey Maxwell apagó el contacto de su descapotable plateado. Extrajo las llaves y miró con extrañeza a su cuñada, Felicity, quien corría en ese momento hacia el coche, bajando los escalones de la entrada de Deerhaven, su hogar.

Al llegar junto a ella, Felicity se detuvo sin aliento justo cuando Lacey estaba a punto de echar las llaves en su bolso de cuero gris.

–¡Espera, espera, no las guardes!

–¿No? –contestó Lacey deteniendo su mano.

–Tengo que pedirte un favor. Dermid me llamó desde el ferry hace un rato para avisarme de que la salida se había retrasado. Jordan le había dicho que los recogería cuando llegaran a Horseshoe Bay, pero le ha surgido algún problema en la oficina, así que…

–Así que quieres que lo haga yo –concluyó Lacey.

–¿Lo harías, Lacey? Iría yo, pero tengo que dar de comer al bebé y…

–Vale, vale, no pasa nada. Lo haré encantada.

–¡Eres un ángel! –respondió Felicity. Echó hacia atrás su rubia trenza y miró el reloj de pulsera–. Si sales ahora mismo llegarás justo cuando el ferry esté atracando.

Lacey volvió a poner las llaves en el contacto.

–Bueno, esto va a ser divertido. El terrateniente va a deberme un favor, y eso no va a hacerle mucha gracia…

–Lacey…

–¿Qué? –inquirió ella sonriendo con malicia.

–No seas muy dura con él, ¿quieres?

–Lo intentaré, pero ese machismo suyo siempre saca lo peor que hay en mí.

Las dos mujeres se rieron. Lacey se despidió de ella y se alejó en el coche, pensando en lo afortunado que había sido su hermano Jordan al encontrar a Felicity. Su primer matrimonio había sido un desastre. Su difunta esposa, Marla, había resultado ser una mujer egoísta e insensible, y lo había engañado con un amante durante años. Tras su muerte, Jordan había conocido a Felicity, y se había enamorado perdidamente de ella. Para Mandy, la hija de su primera unión, se había convertido en la madre que Marla nunca fue, y habían tenido además dos hijos, Todd y Andrew, y una hija, Verity, la estrella del bautizo de aquel día.

Iba a ser una bonita reunión familiar, pensó Lacey mientras se aproximaba a Horseshoe Bay. Solo una cosa podría aguarle la fiesta: la presencia de Dermid Andrew McTaggart.

Por suerte no era hermano suyo, sino solo cuñado. La familia de Dermid, sus padres, dos hermanos y toda una ristra de parientes vivían en Escocia y, por lo que a Lacey respectaba, podía haberse quedado allí con el resto del clan.

Nunca le había gustado a Dermid, y no por su culpa. Ella había estado decidida a ser agradable con el hombre que se casara con su hermana, porque siempre la había adorado, pero aquel escocés estrecho de miras no le había dado opción. Para él las modelos no eran más que vanas criaturas huecas con las que no podía desperdiciar su valioso tiempo.

A decir verdad, tampoco ella se molestó por obtener después su aprobación, porque tenía su corazoncito, y le había dolido que la juzgara sin conocerla. Si quería que acabara aquella guerra fría entre ellos, tendría que ser él quien diera el primer paso. ¡Como si eso fuera a ocurrir!, se dijo Lacey con una sonrisa irónica.

 

 

–¿Dónde está el tío Jordan? Pensaba que iba a venir a recogernos –preguntó Jack paseando la mirada.

En aquel día tan caluroso, el puerto del pueblo de Horseshoe Bay estaba lleno de turistas, autobuses, y vehículos de todo tipo. Los veraneantes colapsaban las aceras mirando los escaparates de las tiendas de joyería de jade, pequeños tótems de recuerdo y sudaderas de Vancouver. Otros paseaban lamiendo helados de cucurucho disfrutando de la brisa marina y la espectacular vista de los yates, el gran ferry blanco y el brillante y azul océano.

–Probablemente esté dando vueltas tratando de encontrar un sitio donde aparcar. Será mejor que nos quedemos aquí y lo esperemos. Él nos…

–Hola, Dermid –lo saludó una voz femenina detrás de él. El tono era áspero y desafiante. Dermid se dio la vuelta y allí estaba Lacey. Estaba tan deslumbrante como siempre, con una camisa blanca y unos pantalones azules de lino. Comparada con la marabunta de turistas sudorosos y quemados por el sol, parecía un hielo en medio del desierto.

–Lacey… –la saludó Dermid en un tono burlón–. ¿Eres nuestro chofer?

–Jordan te envía sus disculpas. No ha podido venir –y rápidamente se giró hacia el pequeño, que estaba mirándola con expresión de adoración–. ¡Eh, Jack, cómo me alegro de verte!

–¡Yo también a ti, tía Lacey!

–Te he traído una sorpresa de Francia. He estado allí la semana pasada.

Dermid sintió que la irritación lo invadía viéndolos charlar. No cabía la menor duda de que sabía cómo ganarse a los hombres, fueran de la edad que fueran. Siempre trataba a Jack como si fuera un adulto y el pequeño, pobre, estaba loco por ella desde que sus ojos infantiles se fijaran en aquella cortina de cabello negro como el ébano, los felinos ojos verdes y esa piel que parecía de seda. Seguramente dentro de unos años Jack añadiría a esa lista de encantos las largas piernas, su seductora forma de caminar…

–Bueno, Dermid, ¿nos vamos? –lo llamó Lacey. Sin esperar una respuesta, tomó a Jack por el hombro, le dio la espalda y empezó a caminar, o más bien a contonearse, dejando tras de sí una estela de su perfume de gardenias. Dermid resopló tratando de disipar aquel olor dulzón–. Tengo el coche aparcado por aquí.

Con paso decidido y elegante los llevó hasta el vehículo.

–Tu coche es una pasada, tía Lacey –dijo Jack con los ojos brillantes de entusiasmo–. ¿Puedo sentarme delante contigo?

–No veo por qué no –respondió ella alegremente–. A menos que a tu padre no quiera…

–¿Te importa, papá?

–No –gruñó Dermid irritado.

Unos minutos después salían del puerto y tomaban la autopista, con el cabello de Lacey ondeando al viento como si tuviera vida propia. Ella y Jack parloteaban sin parar y, de vez en cuando, giraba un poco la cabeza para preguntar.

–¿Todo bien ahí detrás?

A lo que invariablemente Dermid contestaba con un gruñido que pretendía ser un «sí».

En un momento dado, este miró hacia delante y se encontró con los ojos de ella en el retrovisor. Se quedaron mirándose fijamente, pero ella volvió la vista al momento hacia la carretera. Sin embargo, en ese breve instante, Dermid hubiera dicho que había creído ver en sus ojos una cierta vulnerabilidad y una comprensión que nunca antes había vislumbrado. Debía de haber sido un espejismo, se dijo, porque sabía perfectamente que Lacey Maxwell no era vulnerable, ni mucho menos comprensiva.

En fin, tampoco tenía que ser tan duro con ella, al fin y al cabo les había hecho el favor de ir a recogerlos y, aunque si le hubieran dado opción habría preferido ir a pie, estaba en deuda con ella. Y cuanto antes pagara esa deuda, mejor.

Por ello, cuando se acercaban a la siguiente salida, se apoyó sobre el respaldo del conductor y le dijo:

–¿Podrías pararte en el centro comercial Caulfeild?

Lacey asintió y, tras poner el intermitente, tomó esa salida. El centro comercial estaba solo a unos minutos y, en cuanto pararon, Dermid se bajó del coche como un resorte.

–Enseguida vuelvo.

Tenía intención de comprar flores pero en el último momento cambió de idea y escogió una caja de bombones. Estaba demasiado delgada.

Cuando salió del centro comercial y se dirigió al coche, vio que ella y su hijo seguían charlando animadamente.

–… y a mí y a mi papá no nos gustan los compromisos, así que le dije que prefería quedarme y ayudar en el rancho a venir aquí a babear por un bebé… –Jack se calló cuando vio llegar a su padre–. ¡Ah, hola, papá! Le estaba diciendo a la tía Lacey que…

–Sí, sí, ya lo he oído…

Lacey lo miró con expresión divertida.

–Tu hijo y yo somos de la misma opinión respecto a los bebés. Los dos pensamos que son un verdadero latazo hasta que no aprenden a ir al baño solos y tienen conversación.

–La tía Lacey dice que se ensucian mucho y que hacen ruido y que necesitan tu atención veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

–Sí, un trabajo a tiempo completo –dijo su padre sentándose de nuevo en el asiento trasero. Y añadió en voz más alta–: algo más cansado, imagino, y ciertamente más satisfactorio, que pasar una hora o dos aquí o allí apoyada en una palmera con un tipo haciéndote fotos para una revista de papel cuché. ¿Cómo describirías tu trabajo, Lacey?, ¿tres horas al día, dos días en semana?

Los ojos verdes, que hasta ese momento habían brillado con su risa, se oscurecieron y, aunque no lo reconocería, Dermid se sintió culpable por haber estropeado su buen humor.

Ella apretó los labios, pero no contestó, solo giró la llave en el contacto y puso el coche en marcha. Jack pareció haber notado las malas vibraciones entre ellos, porque se hundió en su asiento con aspecto algo deprimido y, ni él ni su tía dijeron otra palabra hasta que llegaron a su destino.

 

 

Deerhaven, la residencia de Jordan y Felicity, se alzaba sobre las colinas de West Vancouver. Tenía una vista panorámica sobre el océano, zonas ajardinadas en derredor, una piscina, y hasta un área de juegos para los niños. Lacey vivía a solo unos minutos de allí, y siempre que tenía ocasión iba a visitarlos. A lo largo de los años, Felicity se había convertido en una de sus amigas más íntimas, pero había algo, concerniente a Dermid, que Lacey jamás le había dicho y no tenía intención de decirle.

Felicity tenía en alta estima a su cuñado, y tanto ella como Jordan restaban importancia a su antagonismo con Dermid. Lo que ninguno de los dos sabía era que, en los últimos meses, los comentarios de este se habían vuelto cada vez más hirientes.

La increpación burlona de hacía solo unos momentos había sido particularmente cruel: «¿Cómo describirías tu trabajo, Lacey?, ¿tres horas al día, dos días en semana?». Aquello le había aguado el día, y la joven sintió que su resentimiento hacia él se incrementaba. Dermid creía que en la vida de una modelo todo eran facilidades y glamour. ¡Qué poco imaginaba lo exhausta que se sentía la mayor parte del tiempo! No era solo el tener que viajar constantemente. Las sesiones de fotos eran tremendamente estresantes en sí mismas, al igual que los desfiles en Milán, París, Londres…

Lacey reprimió un suspiro y dejó a un lado aquellos pensamientos negativos mientras aparcaban frente a la casa. No iba a permitir que las puñaladas de Dermid hicieran mella en su ánimo. Se había propuesto disfrutar de aquella reunión familiar y eso era exactamente lo que iba a hacer.

–Papá, ¿puedo ir a la parte de atrás para ver si están allí mis primos? –preguntó Jack tras desabrocharse el cinturón de seguridad.

–Claro, hijo, ve.

Dermid y Lacey echaron a andar juntos hacia la puerta delantera de la vivienda, pero él se detuvo antes de llegar a ella, dándose la vuelta para contemplar el océano.

–¡Menuda vista! –murmuró casi para sí. Lacey miró también en aquella dirección. Había al menos siete cargueros y docenas de yates amarrados al puerto, mientras que unas pocas lanchas corrían sobre el agua.

–Sí, es impresionante –asintió Lacey alzando la vista hacia él. No le extrañaba que su hermana se hubiera sentido atraída por él, porque lo cierto era que resultaba un hombre muy atractivo: cabello castaño oscuro, rasgos muy masculinos y labios carnosos. ¡Lástima que su carácter dejara tanto que desear!

Lacey tenía llave, así que abrió la puerta y pasó al recibidor con Dermid tras ella. Del piso de arriba les llegó el llanto de un bebé.

–¡Ya estamos aquí, Fliss! –llamó Lacey a su cuñada desde el pie de la escalera. Unos instantes después esta apareció en el rellano superior con una amplia sonrisa en los labios.

–Hola, Dermid, me alegra que hayas podido venir. ¿Dónde está Jack?

–Ha ido a la parte de atrás a buscar a los chicos.

–Oh, bien, están allí jugando con Shauna, nuestra niñera. Es una chica encantadora que vive en la casa de al lado, ¿sabes? Bueno, voy a acostar a Verity para que se eche su siesta y bajaré enseguida. Puedo ofreceros un refresco antes del almuerzo. Tenemos mucho tiempo, el bautizo no es hasta las dos y media.

–¿Puedo ayudarte en algo? –se ofreció Lacey.

–¿Te importaría poner la mesa?

–En absoluto.

–Y tú, Dermid… ¿Podrías traer la trona de Andrew de la cocina y llevarla al comedor?

–No hay problema.

Lacey dispuso la mesa con el mantel más fino de Felicity, la cubertería de plata y las copas de cristal tallado. A continuación, sacó las servilletas a juego de un cajón y las dobló de forma que semejaban pequeños cisnes sobre los platos. La joven dio un paso atrás para contemplar su obra satisfecha. Detestaba tener que limpiar y era un desastre en la cocina, pero al menos sabía cómo poner una mesa. El patoso de Dermid, en cambio, ni siquiera había sido capaz de llevar aún la trona del pequeño. ¿Dónde se habría metido? Fue a la cocina a buscarlo, pero se detuvo en el pasillo al escucharlo hablando con Jordan.

–… Sí, claro que podemos hablar –estaba diciéndole su hermano.

–Bien, pero más tarde –respondió Dermid–, después de la fiesta. Es un asunto personal, Jordan, y familiar.

–Pero, si tiene que ver con Alice, ¿no crees que Lacey también debería estar presente?

–¡No! –fue la cortante respuesta de Dermid–. Es la última persona a quien pediría opinión. Jordan, he estado posponiendo esta decisión demasiado tiempo, y lo que necesito es tu apoyo.

Lacey escuchó los pasos de Felicity bajando las escaleras y regresó rápidamente al recibidor. No quería que la acusaran de escuchar conversaciones ajenas.

–¿Ya has puesto la mesa?

–Sí, ven a ver lo bonita que ha quedado… –respondió Lacey sonriendo. Sin embargo, a pesar del entusiasmo que trató de imprimir en la frase, por dentro se sentía triste y molesta con Dermid. ¿Qué asunto tenían que tratar que requería el apoyo de su hermano, y por qué no quería que ella se enterara de nada? Aquello la puso furiosa. Ella también era una Maxwell, y lo que concernía a Alice también la concernía a ella. ¡No tenía derecho a dejarla fuera! De un modo u otro, se prometió a sí misma, averiguaría de qué se trataba.

Capítulo 2

 

El bautizo se celebró en el marco perfecto, el jardín de la casa, entre árboles y rosales.

–Bueno –dijo el sacerdote a los dichosos padres tras la ceremonia–, todo ha salido a pedir de boca. Y puedo decir que el Señor ha dotado a la pequeña Verity con unos magníficos pulmones.

–¿Quién sabe?, tal vez lleve dentro a una futura cantante de ópera –apuntó Jordan riéndose.

Para merendar, Felicity había preparado su famosa tarta de chocolate blanco junto con té helado para los adultos y limonada para los niños.

Después, los pequeños se fueron a jugar, Felicity, subió a llevar al bebé a su cuna y Jordan entró también en la casa con el párroco, dejando solos a Lacey y Dermid en el jardín.

La joven había estado muy parlanchina mientras estaban los demás, pero en ese momento se quedó callada, se recostó en su sillón de mimbre y cerró los ojos ignorando al padre de Jack. Dermid no se lo recriminó. Lo cierto era que, desde que había aparecido en el puerto para recogerlos, había sentido un impulso perverso de fastidiarla. Sabía que se había pasado con aquel ataque contra su trabajo. ¿Y qué si llevaba una vida fácil, inútil y vacía? El que él no aprobara esa clase de existencia improductiva no excusaba que la hiriera. Había sido muy cruel, más que otras veces, probablemente porque ella no le había seguido el juego. ¡Qué mezquino obtener satisfacción al seguir aguijoneando a quien no quiere bronca! Tenía que pedirle disculpas.

¿Y por qué había de disculparse? Allí estaba sentada como la reina de Saba, ignorándolo. Parecía que estuviera posando para alguna portada, la fría elegancia personificada. El vestido de seda negra con un dibujo de florecitas blancas que se había puesto para el bautizo debía de tener un precio exorbitante. De pronto ella abrió un ojo y se quedó mirándolo.

–Por la forma desagradable en que se han curvado tus labios, Dermid McTaggart, puedo decir que debes de estar pensando alguna cosa poco amable de mí –le dijo arrastrando las palabras –alzó la barbilla desafiante–. Vamos, suéltalo, no es bueno que te guardes todo ese veneno dentro –se burló.

–Estaba pensando –respondió él con pereza–, que por ese vestido debieron de pedirte más de lo que vale una de mis mejores alpacas.

–Sí, no me sorprendería. Y seguramente también estarías horrorizándote de lo poco útil que es mi existencia en comparación con la de tus queridas bestias –respondió ella. Dermid miró la mesa con los restos de comida.

–Lo que estaba pensando era que, si Alice estuviera aquí, ya habría llevado todos esos platos y vasos dentro, los habría lavado y habría limpiado la cocina para quitar trabajo a Felicity –Dermid se dio cuenta de que no tenía derecho a reprenderla así, pero las palabras ya habían salido de su boca. Observó cómo Lacey se ponía tensa, pero, en vez de la respuesta enfadada que esperaba, le contestó muy calmada.

–Sé que echas de menos a Alice, pero no conseguirás que nos llevemos mejor si estás siempre comparándome con ella. Sé que era una persona excepcional y lo mucho que significaba para ti, pero me da la impresión de que has recurrido a la ira para salir de tu dolor. En fin, si te ayuda desahogarte conmigo, continúa.

En ese momento se abrieron las puertas que daban al jardín y aparecieron Felicity y Jordan. Lacey cambió inmediatamente la cara.

–¿Ya has acostado al bebé?

–Sí, se ha quedado dormida en un santiamén. ¿Verdad que estaba preciosa con su traje de bautizar?

–Estaba adorable –asintió Lacey levantándose del sillón de mimbre en un grácil movimiento–. Voy a ir al coche por los regalos de los niños. ¿Quieres venir y echarme una mano para traerlos?

–¿Cómo no? Pero no tenías que haberte…

–Lo sé, lo sé, los mimo demasiado, pero tienes que entenderlo… Como yo no tengo niños…

–Por cierto –intervino su hermano–, ¿qué pasó con aquel tipo inglés que te persiguió por toda Europa, el que tenía un castillo en Wiltshire?