Amor sin culpa - Deudas pendientes - Grace Green - E-Book

Amor sin culpa - Deudas pendientes E-Book

Grace Green

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Beschreibung

Amor sin culpa El doctor Scott Galbraith necesitaba un niñera para sus hijos, no una esposa; por eso había incluido una sola condición en el anuncio ofreciendo el empleo: la candidata no debía tener ningún interés en casarse. Willow era guapa y soltera, pero parecía totalmente inmune a los encantos de Scott... lo que, para sorpresa del doctor, estaba empezando a ponerlo muy furioso. Deudas pendientes Dermid McTaggart tenía que encontrar una madre de alquiler que gestara a su hijo o perdería la oportunidad de ser padre. La última persona que esperaba que lo ayudara era Lacey Maxwell, la hermana de su difunta esposa. Lacey estaba dispuesta a tomarse un año de descanso de su exitosa vida profesional para tener el bebé, y después… se marcharía. A menos que Dermid la convenciera para que se quedara.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 534 - Octubre 2021

 

© 2001 Grace Green

Amor sin culpa

Título original: His Potential Wife

 

© 2002 Grace Green

Deudas pendientes

Título original: The Pregnancy Plan

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-943-2

Índice

 

Portada

Créditos

 

Amor sin culpa

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Deudas pendientes

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑORA Trent, lo que yo necesito es una niñera normal y corriente.

–Una niñera normal y corriente… No sé si le entiendo bien –Ida Trent parecía asombrada.

Scott Galbraith alargó un brazo como si tuviera un resorte.

–¡Mikey, no toques eso!

Sentó en el regazo a su hijo de dos años justo en el momento en que este iba agarrar la violeta africana que Ida Trent tenía en un macetero de porcelana sobre su inmaculada mesa de despacho.

La dueña de la Agencia de Colocación Trent se aclaró la garganta.

–Doctor Galbraith, no estoy completamente segura de haber…

–Déjeme que se lo explique –distraídamente limpiaba las manos de Mikey–. Quiero una mujer cuya prioridad sea…, mejor dicho, cuya única actividad sea cuidar de mis tres hijos. No quiero una mujer que sueñe con marchas nupciales o me considere un posible marido…

Se calló al ver que Amy, su hija de cuatro años, se dirigía decididamente hacia la puerta de la oficina.

–¡Amy, ven aquí!

Amy siguió su camino.

–¡Lizzie! –dio unos golpecitos en el hombro de su hija mayor, que leía apoyada en la mesa–. ¿Te importaría agarrar a tu hermana antes de que llegue a la calle?

Lizzie suspiró como solo lo hace una niña de ocho años que se siente la víctima y fue por su hermana. La agarró y la arrastró hasta el sofá.

–Quédate aquí –le dijo bruscamente– e intenta no ser una pesadilla.

Los azules ojos de Amy se llenaron de lágrimas.

–¡No soy una pesadilla!

–Sí lo eres.

–No lo soy.

Lizzie se apartó la rubia cabellera de la cara.

–¡Pesadilla, pesadilla, pesadilla!

Volvió junto a la mesa y clavó la mirada en el libro.

Scott abrió la boca para reprenderla, pero volvió a cerrarla al ver que Lizzie estaba pálida y le temblaban los labios.

Lo que vio lo llenó de desasosiego e impotencia, sentimientos que eran habituales en él desde hacía veinte meses. Sintió verdadera compasión por Lizzie, ya que era consciente de que la niña debía de albergar sentimientos tan negativos como los suyos. De los tres niños, ella era la que más añoraba a su madre. Él sabía que al ser la mayor, solía sobrecargarla con demasiadas responsabilidades. En vez de reñirla, se volvió hacia la mujer que estaba sentada al otro lado de la mesa.

–¿Por dónde íbamos, señora Trent?

–Me decía que quiere una niñera normal y corriente…

–¡Y que no esté loca por los hombres!

–Y que no esté loca por los hombres… En realidad… –Ida Trent parecía pensativa–. Creo que tengo a alguien que encaja perfectamente. Tiene unas referencias excelentes y adora a los niños…, y sé a ciencia cierta que lo último que busca es un romance. Además, en este momento está libre y podría empezar inmediatamente.

Scott notó que una humedad procedente del trasero de Mikey empapaba sus carísimos pantalones nuevos. Era lo que le faltaba.

–Dígame –dijo con resignación–, ¿tiene nombre ese dechado de virtudes?

–Lo tiene, doctor Galbraith. Se llama Willow Tyler.

 

 

–¡Eh, mamá!

Willow Tyler estaba sentada en un banco al sol y levantó la mirada para ver cómo se acercaba corriendo su hijo. Volvió a guardar la cartera en el bolso.

Ya se preocuparía más tarde por el saldo tan raquítico que tenía en el banco. Por el momento se centraría en Jamie. Cuando encontrara otro trabajo, y rezaba para que fuese pronto, tendría poco tiempo para disfrutar de él.

No pudo evitar dirigirle una sonrisa mientras se acercaba. El pelo negro le goteaba, llevaba la camiseta por fuera del pantalón y tenía los cordones de las zapatillas de deporte mal atados. Le habría encantado adecentarlo, pero él se consideraba el chico más independiente sobre la faz de la tierra y ella sabía que se habría negado. Desde el primer momento, Jamie se había negado rotundamente a que ella lo atendiera después de las clases de natación.

–No puedes entrar en el vestuario de hombres, mamá –le advirtió–. Y lo siento, pero no pienso entrar en el vestuario de mujeres.

Olía a cloro y dio unos saltos delante de ella con los ojos gris verdoso llenos de entusiasmo.

–¿Podemos ir a Morganti a tomar una hamburguesa? Por favor… Me muero de hambre.

Willow dudó. Le fastidiaba gastarse el dinero en ese tipo de comida…, pero también le espantaba desilusionar a Jamie, y su hijo no pedía mucho.

–De acuerdo, pero no te acostumbres.

Morganti estaba a la vuelta de la esquina.

–¿También vas a tomar una hamburguesa? –preguntó Jamie a su madre en cuanto entraron.

–No, tomaré un helado con caramelo caliente.

–Yo te lo traeré.

Adoptó el tono de hacerse cargo de las cosas, y ella sabía que le gustaba hacer de hombre de la casa cuando estaban fuera. Alargó la mano para pedir dinero.

–¿Quieres nueces?

–Sin nueces –le dio un billete de diez dólares–. Pero con el doble de caramelo.

–¿Puedo tomar un refresco grande?

–Claro.

–¡Bien!

Le dio la mochila a su madre y salió corriendo para hacer la cola en el mostrador.

Willow se sentó a una mesa vacía y dejó la mochila debajo de la silla. Luego miró alrededor.

El restaurante estaba casi lleno, pero Tradition, en la Columbia Británica, era una población pequeña y ella conocía a casi todo el mundo. Saludó con un gesto a todos los que le sonrieron.

La mesa de al lado estaba ocupada por cuatro personas: un hombre y tres niños. El adulto tenía el pelo oscuro y los hombros anchos; estaba de espaldas y no podía verle la cara. En cambio, podía ver perfectamente a los niños, y no los conocía. Había una niña rubia preciosa de unos nueve años que estaba leyendo mientras comía una hamburguesa; otra niña, pelirroja, con las mejillas sucias por el rastro de lágrimas, y un niño sentado en una trona que tenía el pelo manchado por algo que parecía el ketchup de las patatas fritas que tenía delante.

El hombre se levantó.

–Lizzie, vigila un poco a tus hermanos. Voy por un poco más de café –dijo con una voz grave que a Willow le pareció de terciopelo.

El desconocido se dirigió hacia el mostrador y ella comprobó que era bastante alto. También notó que andaba con una agilidad que indicaba que estaba en forma, y que era más corpulento de lo que parecía a primera vista. La decisión con que fue hacia el mostrador delataba que era alguien seguro de sí mismo. Llevaba un traje gris oscuro con un corte impecable.

Ocupó su sitio en una de las colas y, mientras lo hacía, Willow vio a Jamie, que volvía hacia la mesa. Se acercaba intentando mantener la bandeja en equilibrio. Ella contuvo la respiración al ver las oscilaciones del vaso de refresco, pero Jamie se detuvo un instante y consiguió equilibrarse. Luego se puso en marcha otra vez.

Todo iba bien hasta que se produjo una pelea en la mesa de al lado. El niño de la trona dejó escapar un aullido furioso porque, al parecer, la niña intermedia le había robado un puñado de patatas fritas.

–¡Devuélveselas, Amy! –dijo la tal Lizzie–. ¿Cuándo vas a dejar de ser tan pesada?

Agarró a Amy por el brazo hasta que esta soltó las patatas fritas.

–¡Dámelas! –gritó Amy mientras intentaba alcanzarlas.

–Ni hablar, pesadilla. ¡Pesadilla, pesadilla, pesadilla!

Lizzie extendió el brazo y golpeó sin querer a Jamie, que avanzaba por el pasillo. La bandeja salió volando por los aires.

Los tres niños se quedaron en silencio durante un segundo. El más pequeño se quedó con la boca abierta; la pelirroja se calló como si un hacha hubiera cortado sus gritos; la expresión de la niña rubia pasó a ser de horror absoluto.

Luego, se oyó el estruendo de la bandeja al golpear en el suelo y el grito desesperado de Jamie.

Willow se levantó de un salto y los tres niños de la mesa vecina volvieron a pelearse.

–Ha sido culpa tuya, Amy. Si no fueras una pesadilla…

–Lo has hecho tú –gritó Amy llena de ira–. Ha sido…

–¡Quiero más patatas fritas! –el niño golpeó la bandeja de su trona con las manos–. ¡Más, más, más!

Jamie sollozaba en silencio.

–¡Cariño! –Willow se agachó y lo abrazó–. No llores. No ha sido tu culpa, lo estabas haciendo muy bien. Alguien limpiará todo esto y nosotros volveremos a pedir lo mismo.

Jamie se apartó de ella y se secó los ojos furiosamente.

–Quiero irme a casa. Hoy no me gusta este sitio –miró a los tres hermanos, que no le hacían ningún caso–. ¡Y no me gustan esos niños! Ni siquiera me han pedido perdón…

–Disculpe…

Willow miró por encima del hombro de Jamie al reconocer la voz aterciopelada y vio unas largas piernas cubiertas por una fantástica tela de color gris oscuro.

Sintió una satisfacción enorme. El hombre había aparecido en el momento en que se sentía dominada por la ira.

Se levantó con Jamie agarrado de la mano y con el deseo de reprocharle el comportamiento de aquellos niños.

Tragó saliva y dio un paso atrás. El desconocido era mucho más alto de lo que le había parecido.

Además, era, sin duda, el hombre más arrebatadoramente atractivo que había visto en su vida.

Sintió vértigo ante el efecto de aquellos ojos azul eléctrico, que centelleaban bajo unas espesas cejas oscuras. Sus dientes eran tan blancos como los de una estrella de Hollywood y brillaban en una sonrisa cautelosa; tenía unos rasgos tan perfectamente cincelados que podrían haber sido creados por ordenador.

Sin embargo, a pesar de haberse quedado pasmada, tuvo una desconcertante sensación de déjà vu.

Había visto antes a ese hombre. En alguna parte.

Pero si lo hubiera visto, ¿no lo recordaría? Era inolvidable.

–Disculpe –volvió a murmurar él.

Aquella voz seductora y aterciopelada tenía un tono arrebatador.

Willow se puso rígida y firme. No iba a permitir que un hombre la hiciera derretirse solo con la voz. Ella estaba hecha de una pasta más dura.

Lo miró con unos ojos gélidos y penetrantes.

–¿Esos niños son suyos? –señaló con la cabeza al trío, que seguía armando alboroto.

–Sí –se pasó unos dedos largos por el pelo.

Un destello dorado salió del reloj, de los gemelos y de una ancha alianza de matrimonio. Apartó la mano y el pelo quedó perfectamente colocado; «el signo inequívoco de un buen corte», pensó amargamente Willow.

–Tengo que reconocerlo –murmuró él–. Son míos.

–Entonces puedo decirle que son los niños peor educados que he visto en mi vida.

–Si me permitiera pedirle disculpas en su nombre…

–¿Disculparse en su nombre? –se rio con sarcasmo–. No se disculpe por ellos –vio por el rabillo del ojo que un empleado se acercaba para limpiar el suelo–. Usted es quien debería estar avergonzado. ¡Cuando unos niños se comportan así es por culpa de sus padres!

Debería haberlo dejado en ese punto, y lo habría hecho si no se hubiera dado cuenta de repente de lo espantosa que debía estar con su camiseta barata y los pantalones cortados, sobre todo comparada con él, que vestía como si fuese a comer en el Palacio de Buckingham. En vez de callarse, siguió con el ataque.

–Si dedicara menos tiempo a su pelo, a su ropa y a sus… sus complementos de lujo y más tiempo a leer algo sobre psicología infantil –soltó ella sin respirar–, quizá pudiera llevar a su familia a cualquier sitio sin tener que pedir disculpas.

¡Qué barbaridad! Sintió que era imposible que ella hubiese dicho eso y deseó poder volver a tragarse las palabras, pero, naturalmente, era demasiado tarde…

Él estaba enfadado.

Un brillo amenazador se había adueñado de sus ojos. La curva sensual de la boca se había convertido en una fina línea. Su cuerpo irradiaba una tensión que le recordaba a una pantera a punto de atacar.

Ella oyó una señal de alarma que le aconsejaba la retirada.

Agarró la mochila de Jamie, levantó la nariz con un gesto que intentó ser desdeñoso, lo cual resultaba difícil dada su pequeña estatura y su andrajosa vestimenta, y arrastró a Jamie hacia la puerta de salida.

–¡Eh, espere! –oyó que decía él.

Ella fingió no haber oído nada.

Una vez fuera, aceleró el paso por si él salía detrás de ella. No miró hacia atrás hasta que llegaron a la esquina. Cuando miró, no vio rastro del desconocido y suspiró aliviada.

Todo el incidente había sido, cuando menos, angustioso.

–¿Quiénes eran? –preguntó Jamie.

–No los había visto nunca antes. Estarán de paso.

–Me alegro, porque no me gustaría volver a encontrármelos.

Willow estuvo de acuerdo con su hijo.

Jamie metió la mano en el bolsillo.

–Toma, las vueltas.

–Guárdalo en la hucha –dijo Willow–. Después de la próxima lección de natación volveremos a Morganti.

–¿Le diremos a la abuela lo que ha pasado?

–Claro, si quieres.

Pero cuando llegaron a casa, Gemma, la madre de Willow, tenía noticias. Noticias tan buenas que ella y Jamie se olvidaron de todo lo sucedido.

Habían llamado de la agencia de empleo. Por fin, la señora Trent tenía un trabajo para Willow. Un trabajo excelente, le había dicho a Gemma, de niñera para unos niños adorables. Willow debía llamar a la oficina para firmar el contrato.

 

 

–¿El trabajo es en Summerhill? –Willow miro a Ida Trent horrorizada.

–Sí, Willow. ¿Tienes alguna objeción?

Willow sintió que se le hacía un nudo en el estómago mientras la abrumaban los recuerdos. Recuerdos que siete años después todavía le producían amargura… y remordimiento.

Sobre todo remordimiento. Un remordimiento que no desaparecería jamás.

–Willow…

Willow hizo un esfuerzo por recomponerse.

–No, claro que no. Ya sabes cuánto quiero volver a trabajar.

Ida apoyó las manos en la mesa delante de Willow.

–Estupendo, porque este trabajo es perfecto para ti. Summerhill es una casa preciosa. Lleva vacía siete años. Los Galbraith, Galen y Anna, se fueron a Nueva Escocia justo después del entierro de su hijo y Galen murió de un ataque al corazón poco después. Su mujer no regresó nunca y cuando esta primavera volvió a casarse, la casa pasó al hijo superviviente: el doctor Scott Galbraith. Llegó a Summerhill con su familia hace una semana.

–¿Van a quedarse aquí?

–Sí. Él va a asociarse con el doctor Black en la clínica y empezará el mes que viene. Ya sé, Willow, que tú prefieres volver a casa durante la noche, pero él quiere una niñera interna y ofrece un sueldo extraordinario.

–Y… ¿has conocido a los niños?

–Unos niños adorables.

Sonó el teléfono y la señora Trent contestó después de susurrar una disculpa. Escuchó y dejó escapar un suspiro de preocupación.

–Sí, Dora. Claro, voy inmediatamente.

Colgó y pasó el contrato a Willow.

–Siento meterte prisa, pero mi marido ha tenido uno de sus ataques. Era su cuidadora.

Willow, que se sentía desorientada y sin haber asimilado lo que pasaba, echó una ojeada al contrato y firmó.

–Lo siento, tengo que irme corriendo –dijo Ida Trent en cuanto Willow soltó el bolígrafo.

Agarró el bolso y arrastró a Willow hasta la puerta.

–Señora Trent, los niños…

–Adorables, adorables –aseguró la señora Trent con una vaguedad impropia de ella–. El doctor Galbraith te espera mañana a las diez de la mañana. Él te pondrá al tanto de todo cuando estés en Summerhill.

El coche de la dueña de la agencia estaba aparcado delante de la oficina.

–Es viudo –gritó por encima de su hombro Ida Trent mientras corría hacia el coche– y me ha advertido que no le mande a nadie que pueda considerarlo como un posible marido. Me pidió una niñera normal y corriente. Me dio a entender claramente que las mujeres lo consideran terriblemente atractivo y que les cuesta dejarlo en paz.

Willow se quedó boquiabierta. Menudo engreído. ¿Quién se creía que era?

Ella sabía que no era hermosa, pero…

–Le dije… –continuó la señora Trent mientras entraba en el coche– que tú no estabas interesada en los hombres –cerró la puerta–. Así que creo –dijo con la ventanilla bajada– que la relación será perfecta. Tú y el doctor Galbraith encajáis en todo.

Willow se quedó con la cabeza hecha un lío y mirando cómo el coche se alejaba. Ella no buscaba un marido, en eso tenía razón la señora Trent, pero de ahí a encajar en todo con el doctor Galbraith… Lo que menos le apetecía del mundo era trabajar para una persona tan arrogante como parecía ser él, y Summerhill era el sitio del mundo donde menos quería ir.

Sin embargo, no tenía elección. Tendría que aceptar el trabajo porque necesitaba desesperadamente el dinero.

No solo había acumulado muchas deudas mientras había estado sin trabajo, sino que había tenido que dejar de usar el coche porque no podía pagar el seguro, y Gemma lo necesitaría para llevar a Jamie al colegio durante el invierno. Todos los ingresos dependían de ella y eso era una responsabilidad ardua, pero era algo que no iba a eludir.

Pero si Scott Galbraith se enteraba de que ella había sido la responsable de la tragedia que había azotado a su familia hacía siete años, la pondría de patitas en la calle antes de que pudiera parpadear.

 

 

La mañana siguiente al incidente de Morganti, Scott se despertó por el apremiante llanto de Mikey. Puso los ojos en blanco. ¿Para que quería un despertador si tenía ese hijo?

Salió de la cama y ya se dirigía tambaleándose hacia la puerta cuando irrumpió Lizzie. En una mano llevaba una novela de bolsillo y con la otra arrastraba a su hermana.

–¡Esta pesadilla de niña me ha arrancado la última página del libro! –sacudió a su hermana–. No quiere decirme donde la ha escondido.

–Lizzie –dijo Scott–, ¿no es ese el libro que compraste de segunda mano en la librería? A lo mejor ya le faltaba la página…

–¡Yo no he roto su libro! –Amy consiguió soltarse–. Me gustan los libros. No los rompo.

Otro grito de Mikey ahogó todo lo que pudiera haber dicho Amy.

–Un momento, niñas, resolveremos todo esto cuando haya cambiado los pañales a Mikey.

–¡Pesadilla! –le dijo Lizzie a su hermana.

–No lo soy.

–Sí lo eres.

Scott fue a la habitación de Mikey sacudiendo la cabeza. Su hijo saltaba en la cuna con el pantalón de pijama medio bajado por el peso de los pañales. Dejó de llorar en cuanto vio a su padre.

–Buenos días, Barrabás –dijo Scott con cariño.

–Orinal, papá.

Scott sonrió.

–Me parece que hemos llegado tarde, hijo –se dio cuenta de que la colcha de Mikey estaba llena de trozos de papel.

Tomó unos trozos, los miró detenidamente y frunció el ceño.

–Mikey, ¿de dónde has sacado esto?

–Libro.

–¿El libro de Lizzie? ¿Es una página del libro de Lizzie?

–Se cayó –asintió seriamente con la cabeza–. Lo dijo Amy.

Salió al pasillo y oyó a sus hijas gritarse la una a la otra como unas salvajes.

Agarró a Mikey y, mientras lo llevaba al cuarto de baño de los niños, sintió una felicidad enorme al recordar que esa sería la última mañana que tendría que lidiar solo con esa situación. La niñera nueva, el dechado de virtudes que había prometido la señora Trent, llegaría a las diez.

No podía esperar más.

 

 

Willow subió en bicicleta el camino que llevaba a Summerhill y aminoró la velocidad a medida que se acercaba a la bifurcación. Un camino llevaba a la parte delantera de la casa y el otro a la trasera.

La última y única vez que había visitado la casa, no lo había hecho como empleada, sino que era una adolescente muy turbada que iba a entregar una carta.

Todavía recordaba a la perfección esa noche y las consecuencias de su acción. Demasiado perfectamente. Demasiado dolorosamente.

Volvió a guardar los recuerdos en el compartimiento al que pertenecían: el pasado.

Tomó el camino que llevaba a la parte trasera, dejó la bicicleta contra la pared y llamó a la puerta. Respiró hondo para tranquilizarse y esperó a que alguien respondiera.

No tuvo que esperar mucho tiempo.

Se abrió la puerta y se le congeló la sonrisa al ver la persona que la miraba. Su nuevo jefe era el hombre con el que se había portado tan groseramente el día anterior.

Con la misma brusquedad con que se quedó sin respiración, comprendió la sensación de déjà vu que había sentido al verlo. Sí, había conocido a Scott Galbraith… en ese mismo lugar.

El recuerdo hizo que sintiera un escalofrío.

Con razón no lo había reconocido. Aquella noche de hacía tanto tiempo era oscura y sin luna. Ella le entregó el sobre y se escabulló entre las sombras.

Él tampoco la recordaría por lo sucedido hacía siete años, pero seguro que se acordaba de lo ocurrido el día anterior. Parecía tan perplejo como ella.

–¡Usted! –abrió mucho los ojos–. No me diga que es…

–La nueva niñera –Willow se alegro de que las palabras le salieran con un tono normal en vez de con el chillido que había temido–. Sí, soy Willow Tyler.

Del interior de la casa salió un quejido seguido de un grito y el sonido de algo que se rompía.

–Bienvenida a Summerhill, señorita Tyler –Scott Galbraith sonrió sarcásticamente–. Recuerdo que ayer dijo que mis hijos eran los peor educados que había visto en su vida –la invitó a entrar con un gesto exageradamente cortés–. A partir de este momento, están en sus manos. Debo advertirle que desde hace veinte meses, desde que murió su madre, mis hijos han conocido por lo menos a cinco niñeras muy especializadas –añadió él mientras ella pasaba a su lado con el corazón en un puño.

Scott Galbraith cerró la puerta.

Estaba atrapada.

–Me pregunto –siguió diciendo él con esa voz de terciopelo que ya le resultaba tan conocida– cuánto durará usted.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DOCE horas. Eso fue lo que duró.

Por la mañana, Willow comprendió amargamente que tendría que reconocérselo al doctor Galbraith.

Reprimió las lágrimas de tristeza e impotencia y se metió en la bañera que se había preparado en el cuarto de baño que estaba incorporado al dormitorio. Nada compensaba ese sufrimiento. Los niños Galbraith eran auténticos monstruos. Habían podido con cualquier intento por su parte de ganarse su confianza, y durante todo el día se habían propuesto provocarla.

Ella había decidido no permitir que le comieran el terreno y había llegado a creer que lo había conseguido. Hasta que consiguió acostarlos y se retiró a su habitación.

Entonces descubrió con horror que esas manitas perversas habían estado trabajando a escondidas. Podría haber llegado a perdonar que le derramaran pasta de dientes en su mejor chándal. Podría haber llegado a perdonar los garabatos que habían hecho en cada página de su diario nuevo, regalo de su madre. Incluso podría haber llegado a perdonar que le rompieran la cadena de su collar favorito. Lo que no podía perdonar de ninguna manera era que le hubieran roto la foto que su padre y ella se sacaron poco antes de que él muriera.

Alguien, quizá Lizzie, la había sacado del marco de latón y había hecho una pelota con ella.

Fue la gota que colmó el vaso de un día infernal.

¡Necesitaba hablar con alguien!

Tenía un teléfono en la mesilla. Después del baño se puso una camiseta, llamó a su madre y le contó toda la historia.

Gemma Tyler hizo todas las preguntas de rigor y, cuando su hija hubo terminado, dijo con delicadeza que el primer día de cualquier trabajo solía ser el peor.

–Lo sé, mamá, pero ya he pasado por los primeros días de otros trabajos y ninguno ha sido ni la décima parte de malo que este. Estos niños son unos monstruos.

–Cuéntame cómo son.

Willow se tumbó en la cama y miró al techo.

–Lizzie, la mayor, es rubia; una auténtica belleza. Amy tiene un pelo rizado y pelirrojo maravilloso y unos grandes ojos azules. Mikey es tan mono que podría hacer anuncios de pañales.

–Parecen agradables…

–Pura apariencia. Lizzie es tan hostil como hermosa; su hermana dice «negro» aunque piense «blanco» y el hermano dice «no» cada vez que abre la boca.

–¡Ay! –a través de la línea telefónica notó la compasión de su madre–. Veo que ese trabajo te va como un guante. Dime una cosa –siguió diciendo Gemma antes de que Willow le dijera que pensaba despedirse por la mañana–, solo una cosa. Cuando los miras, cuando los miras de verdad, ¿ves un atisbo de bondad en ellos?

Willow arrugó la nariz. ¿Un atisbo de bondad? Quiso decir que no veía nada de bondad, pero intentó ser justa. Contra su voluntad se acordó de que cuando había subido al piso de arriba para comprobar que estaban en su rato de reposo después de comer, como ella les había dicho que tenían que hacer, había encontrado a los tres en la habitación de Lizzie. Estaban en la cama y Lizzie rodeaba con los brazos a sus hermanos con un gesto protector.

La visión conmovió a Willow.

Sin embargo, toda compasión desapareció al cabo de diez minutos, cuando los tres bajaron organizando un alboroto tal que les hacía parecer un ejercito de vándalos.

–Sí…, mamá, creo que puede haber un atisbo de bondad en ellos.

–Entonces no debes darte por vencida. Esos críos han perdido a su madre y es natural que intenten oponerse a cualquiera que quiera ocupar su lugar. Debes darles la oportunidad de que se les pase tanto dolor. Tienes que encontrar el hueco en sus afligidos corazones.

«Afligidos corazones».

De repente, esas palabras le hicieron un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar lo afligido que ella tuvo el corazón después de la muerte de su padre.

Entonces comprendió que debía afrontar esa tarea que le había enviado el destino por desalentadora que fuese. Se quedaría en Summerhill mientras esos niños la necesitaran.

 

 

–Buenos días, señorita Tyler.

–Buenos días, doctor Galbraith.

Estaba apoyado en la encimera con una taza de café en la mano. Ella se detuvo en medio de la cocina y miró alrededor con ojos aterrados.

–Lo siento, me he dormido. Los niños no están en sus habitaciones…

–No es un comienzo muy bueno –le lanzó una mirada retadora–. Espero que no sea la tónica habitual.

–No, claro que no –se ruborizó hasta las orejas–. No sé lo que me ha pasado.

–Quizá mis hijos sean demasiado para usted. ¿La agotaron ayer?

Se pasó las manos nerviosamente por el costado de los pantalones cortos.

–Nunca es fácil el primer día con una familia nueva. Pero sé que sus hijos no son demasiado para mí. Si me dice dónde están…

–Tranquila –dejó la taza y sirvió café en otra–. Se han bañado, han desayunado y están en su cueva viendo la televisión con Lizzie al mando. Pero usted y yo tenemos que hablar. Siéntese, por favor.

Él comprobó que los ojos de Willow estaban llenos de cautela y ansiedad.

Era una criatura curiosa, pensó mientras le acercaba la taza de café. Si tuviera que definirla con una palabra, sería «irrelevante». Tenía el pelo del color de la paja quemada por el sol y lo llevaba recogido en una cola de caballo; los ojos, no se sabía si eran verdes o grises; una piel agradable, pero sin rastro de maquillaje, aparte de un leve pintalabios rosa, y un cuerpo de muchacho adolescente debajo de una camiseta blanca y unos pantalones cortos rosas muy alegres.

Él frunció el ceño mientras ella se sentaba y tomaba la taza con cierta torpeza. No parecía la misma persona con la que había tenido un altercado en Morganti. Allí había sido todo pasión y aunque lo había sacado de sus casillas, no había podido dejar de admirar su arrojo.

En ese momento parecía atemorizada.

Se sentó enfrente de ella.

–Señorita Tyler –intentó no mostrar impaciencia–, ¿cree que soy un ogro?

Ella parpadeó.

–No, claro que no…

–Señorita Tyler –tamborileó los dedos en la mesa–, si vamos a tener una relación laboral, tendrá que ser sincera conmigo. Se lo volveré a preguntar, ¿cree que soy un ogro?

Aguantó firmemente la mirada de él.

–No, doctor Galbraith, no lo creo.

–Muy bien –se reclinó en la silla–. Entonces ¿qué piensa de mí?

–Ha pasado muy poco tiempo, doctor Galbraith, no…

–¡Se habrá formado una opinión!

Vio en los ojos de Willow el mismo brillo que la tarde que se habían conocido en Morganti.

–De acuerdo –dijo ella–. Si insiste, le daré mi opinión. Creo que anda sumido en un auténtico caos emocional desde que murió su mujer y que está seguro de que sus hijos también están destrozados, sobre todo Lizzie. Por eso les ha consentido mucho, demasiado, y ellos se están aprovechando. Están completamente fuera de control, lo cual es algo que usted considera intolerable, pero que soporta por las circunstancias, y eso le crea una tensión mayor. Está metido en un lío, doctor Galbraith. En un buen lío.

Esas palabras abrieron heridas todavía recientes. Sintió que la sangre le golpeaba en los oídos y, aunque intentó contener las emociones, un arrebato de ira disipó cualquier rastro de razonamiento.

Esa muchacha no tenía pelos en la lengua y estaba completamente confundida.

La despediría.

Tomaría la decisión con calma, como siempre las tomaba. Nunca se había precipitado.

Antes de poder decir nada, oyó un estruendo de pisadas que se acercaban mezclado con los gritos de Amy y la conocida cantinela de Lizzie.

–¡Pesadilla, pesadilla, pesadilla!

Comprendió con impotencia, contra su voluntad y con cansancio, que despedir a la señorita Tyler no era una decisión acertada. Ella tenía razón. Estaba metido en un lío, en un lío monumental. Era más sincera de lo que le convenía, pero él tenía que reconocer que había insistido en preguntar.

Es más, si lo había irritado tanto era porque había dado en el clavo, y la verdad le había dolido.

Willow Tyler era tan perspicaz como franca.

Además, había superado un día que habría conseguido acabar con cualquiera de las niñeras anteriores.

Después de todo, si bien no había comenzado con buen pie, existía la esperanza, aunque fuera remota, de que fuera la persona adecuada para lograr que su pequeña familia volviera a comportarse como tal.

–Verdaderamente no se anda con remilgos…, pero yo le he pedido su opinión y no puedo quejarme. Espero que sea siempre así de franca conmigo. Si hay una cualidad que aprecio en las personas es la sinceridad… y naturalmente, no tolero el engaño.

Notó una expresión extraña en los ojos de ella. Por un momento pensó que era miedo, pero desechó la idea. Ella le había dicho la verdad, no tenía nada que temer. Desconcertado, intentó adivinar qué podía haber sido, pero antes de conseguirlo, oyó que la marabunta estaba muy cerca. Se levantó de la mesa sin pestañear y se olvidó de la expresión de la señorita Tyler.

–Si me disculpa –dijo precipitadamente–, tengo que marcharme. Volveré a primera hora de la tarde.

Salió por la puerta trasera con la sensación de ser un general que abandona el campo de batalla.

Una vez en el exterior, se apoyó en la puerta y agradeció a la providencia haber podido huir tan oportunamente.

Estaba a punto de marcharse cuando oyó la voz de la niñera a través de la ventana abierta.

–Antes de hacer cualquier plan para el día, quiero que sepáis lo enfadada que estoy porque alguno o algunos de vosotros entrarais ayer en mi habitación y destrozarais algunas de las cosas que más quiero –dijo ella con un tono firme y claro.

Él se quedó helado. Se habían metido en su cuarto… No solo habían fisgado en sus cosas sino que habían destrozado algunas…

Sintió una profunda ira. Era intolerable. Entraría y arreglaría las cuentas con esos demonios.

Se dio la vuelta y agarró el pomo de la puerta. Se detuvo un instante y pensó que debía calmarse, que debía pensarlo un poco.

Comprendió que a lo mejor era un error entrometerse. No podía intervenir cada vez que los niños se portaran mal. Eso dificultaría que la señorita Tyler se ganara su respeto. A la larga sería más perjudicial que beneficioso.

Permaneció escuchando un rato y luego se dirigió hacia el garaje.

 

 

–¿Ha quedado claro? –Willow miraba a los niños que habían formado una piña cargada de hostilidad–. Todos tenemos nuestros terrenos privados y esos terrenos son sacrosantos.

–¿Qué es sacrosanto? –pregunto Amy.

–Lo que ha dicho ella –dijo Lizzie con mal humor–. Que no entremos allí, que es privado. Que no toquemos las cosas de los demás. Como tú no tenías que haber agarrado mi libro para arrancarle la página.

–¡No lo hice! –gritó Amy–. Se cayó y la dejé en la cuna de Mikey para que tú…

–Niños –Willow apretó los dientes–. Vámonos, ¿de acuerdo? Empezaremos de nuevo. Hoy empieza un nuevo día.

Lizzie evitó mirarla.

–¿Dónde está papá?

–Ha salido.

Lizzie frunció el ceño.

–¿Dónde ha ido?

–No me lo ha dicho –respondió Willow despreocupadamente–. Pero como hace un día precioso, nosotros también saldremos.

–¡No quiero salir! –Amy se puso las manos en la cintura–. ¡Quiero ver la televisión!

–¡Yo también! –Mikey se sentó en el suelo como si estuviese en huelga.

–Iremos a nadar –Willow abrió la nevera y sacó un tarro de mantequilla de cacahuetes–. Después haremos un picnic.

Lizzie la miró despectivamente.

–No podemos ir a nadar. Papá dice que ya es tarde para llenar la piscina.

Willow abrió por la mitad unos panecillos y empezó a untarlos con mantequilla de cacahuetes.

–No vamos a ir a vuestra piscina. Lizzie, por favor, sube y trae los trajes de baño.

–¿Cómo sabes que tenemos trajes de baño? –Amy frunció la nariz pecosa–. A lo mejor no tenemos.

–¡No! –aulló Mikey.

–Si no tenéis trajes de baño, tendréis que bañaros desnudos –dijo Willow con un tono alegre.

Lizzie se quedó boquiabierta.

–¡No puedes obligarnos!

Willow puso miel sobre la mantequilla de cacahuetes.

–Podéis elegir entre bañaros desnudos o hacerlo con traje de baño.

Partió los panecillos en cuatro.

–Tenemos trajes de baño –dijo Lizzie secamente.

–¡Perfecto! –Willow guardó los bocadillos en una bolsa de plástico.

–Pero –dijo Lizzie con desprecio– no vamos a usarlos hoy porque tenemos prohibido bañarnos en piscinas públicas. Nuestra última niñera dijo que en esos sitios se contagian los pies de atleta y otras cosas…

–¡Eso! –dijo Amy con aire triunfal–. No nos dejan.

–¡No! –repitió Mikey.

–No vamos a ninguna piscina pública.

Willow guardó la bolsa con los bocadillos en su mochila.

–¿Dónde vamos? –Lizzie la miró con ojos retadores.

–Es una sorpresa –Willow le dirigió una sonrisa–, pero creo que vais a pasarlo bien.

 

 

Scott llegó a casa sobre las dos y vio la nota que estaba apoyada en la cesta de fruta.

 

Doctor Galbraith:

Me he llevado a los niños al río para jugar en la zona poco profunda que hay pasada la poza.

 

Se preguntó cómo le iría a la nueva niñera. Podía imaginarse las protestas que habría tenido que oír tras proponer ir a nadar. Daba igual lo que hubiera propuesto, la discusión habría sido la misma. Además, si los niños no se hubieran quejado de palabra, lo habría hecho de obra. Los había visto en acción con las otras cinco niñeras.

Decidió que podía ser interesante pasarse por el bosque para echar una ojeada oculto entre los árboles.

La poza estaba en los terrenos de los Galbraith y era inaccesible para él publico gracias a unos barrancos que había en la orilla izquierda. Hacía años que no iba a la poza y se preguntó, sin darle mucha importancia, cómo la conocía la señorita Tyler.

 

 

Willow recogió los restos de la comida y observó durante un rato cómo se divertían los niños en el agua poco profunda que terminaba en una especie de pequeña playa arenosa bañada por el sol.

Le había costado ir allí. Le resultó angustioso pasar por la poza donde Chad y ella habían pasado tantas horas ocultos cuando eran adolescentes, pero sabía que a los niños les gustaría jugar en el agua y en la playa, así que hizo el esfuerzo. Estaba contenta y ellos se habían divertido.

Era una escena muy alegre. Lizzie llevaba un biquini amarillo; Amy un traje de baño entero azul y Mikey un pantalón naranja.

Debería haber llevado la cámara. Lo haría la próxima vez que fueran.

Era hora de volver a casa. Los llamaría para que se secaran y se fueran vistiendo.

Antes se vestiría ella.

Se escondió detrás de unos matorrales lo suficientemente altos como para ocultarla, pero que a la vez le permitían seguir vigilando a los niños.

Se quitó el biquini y levantó los brazos con el impulso de disfrutar de la primitiva y desconocida sensación de estar desnuda al sol.

Oyó el crujido de una rama.

El corazón le dio un brinco y cuando se volvió en dirección al sonido, se le paró el pulso. Scott Galbraith estaba a tres metros, en el borde del bosque. Estaba como clavado en el suelo y la miraba con unos ojos de sorpresa que no debían de ser muy distintos a los de ella.

Ella recogió precipitadamente la toalla y se cubrió. Tenía las mejillas como si fuesen a explotar y el corazón le latía desbocadamente. Apretó la mandíbula para no gritar.

–¿Qué hace aquí? –esperó en tensión a que él hiciera algo.

Él hizo una mueca.

Luego dijo algo incomprensible y dio un paso atrás.

–Lo siento… –apenas le salía la voz–. No pretendía… Solo he venido… Pensé… Maldita sea, señorita Tyler… No sabía que… estuviera….

–¿Desnuda? –lo dijo con frialdad y el tono preciso de ironía–. Doctor Galbraith, seguramente no sea la primera vez que ve a una mujer desnuda y estoy segura de que no será la última. Si me disculpa, debo vestirme para atender a sus hijos.

Parecía como si él fuera a decir algo.

Ella volvió a esperar y deseó que se fuera.

Por fin, él se rascó la cabeza con una expresión de bochorno y se dio la vuelta.

–Disculpe –dijo antes de perderse en el bosque.

Willow dejó escapar con alivio el aire que había retenido.

Se había ido. Gracias a Dios. Pero… era un desastre.

¿Cómo iba a poder volver a mirarlo a la cara?

 

 

Scott se abrió camino a través del bosque mientras se preguntaba si alguna vez se había sentido tan estúpido. Le estaba bien empleado por fisgar.

¿Cómo iba a poder volver a mirarla a la cara?

¿Podría volver a verla sin imaginársela desnuda? Gruñó. Si hubiera llegado cinco minutos después, si no hubiera salido de entre los árboles en el momento en que ella estiraba los brazos, bañada por el sol como una ninfa de los bosques, con la piel tostada por el sol excepto en las marcas blancas del biquini…

Se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra. Willow Tyler le había dicho esa mañana que estaba metido en un lío. Un lío era decir poco si se comparaba con la situación en que se encontraba en ese momento.

Le había pedido a Ida Trent que le mandara una niñera normal y corriente. Esa no era una niñera normal y corriente. No es que fuera una belleza; es más, ¿acaso no había decidido esa mañana que su cara era irrelevante? El problema era… su cuerpo. Era exquisito. El más exquisito que había visto en su vida, y eso que había visto unos cuantos. No podría tener a esa muchacha en la casa con una camiseta y unos pantalones cortos cuando sabía lo que se ocultaba debajo de ellos.

Tendría que ponerle una armadura; algún tipo de coraza que borrara la imagen tan atractiva que tenía en la cabeza.

Consideró el problema cuando estaba saliendo de entre los árboles y se dirigía hacia la casa. Se le ocurrió la solución en el momento de llegar a la puerta trasera.

Las niñeras que había tenido en la ciudad siempre llevaban uniforme. Un vestido azul con cuello y puños blancos; medias blancas; zapatos de cordones blancos.

Esa era la solución. Vestiría de uniforme a la señorita Tyler. Seguro que funcionaba.

Volvió a gruñir y puso los ojos en blanco. Tenía que funcionar.

 

***

–Señorita Tyler, ¿le importaría venir un momento a mi despacho?

Willow se detuvo al pie de la escalera con el corazón en un puño. El doctor Galbraith había hecho todo lo posible por no encontrarse con ella desde el incidente del río y ella esperaba poder irse a su dormitorio sin verlo. Sus esperanzas no se habían cumplido.

Willow señaló con la cabeza la pila de ropa y toallas que llevaba entre los brazos.

–¿Le importa que meta todo esto en la lavadora primero?

–No, claro.

Él volvió a entrar en el despacho, pero dejó la puerta abierta.

Willow fue al cuarto de la lavadora preguntándose qué iría a decirle. ¿La despediría? ¿Pensaría que su comportamiento de esa tarde había sido indecoroso?

Después de poner la lavadora, se pasó nerviosamente la mano por el pelo para asegurarse de que tenía la cola de caballo en su sitio.

Dio un par de golpecitos en la puerta del despacho y entró.

Él estaba deambulando nerviosamente, cabizbajo y con las manos en los bolsillos del pantalón.

Cuando ella entró se detuvo y estiró el cuello.

–Ah, es usted.

Parecía tan desasosegado como ella, lo cual le dio a Willow cierto ánimo.

–Quería verme –dijo ella tranquilamente.

–Quería decirle que la mujer que he contratado, una tal señora Caird, empieza mañana. Se ocupará de la cocina y de la limpieza, excepto de su habitación, de su ropa y de la de los niños. ¿Le parece bien?

Willow asintió con la cabeza. Se sentía muy aliviada de saber que conservaba el trabajo.

–Claro, ¿pero podré seguir haciendo las meriendas de los niños y esas cosas?

–Es algo que debe arreglar con la señora Caird. Estoy seguro de que no se opondrá siempre que limpie lo que ensucie.

–Gracias.

Willow se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

–Eh… Antes de que se vaya… hay algo que debo saber.

Willow se dio la vuelta. Al ver la mirada evasiva de él sintió una punzada de temor. ¿La reprendería por su comportamiento de esa tarde?

–Sí… Dígame.

–Tengo que saber… mmm… sus medidas.

–No entiendo. ¿Mis medidas?

A él se le hinchó una vena en la frente.

–¿Tengo que repetírselo? –la miró con el ceño fruncido–. Lo que se entiende por medidas.

–¿«Lo que se entiende por medidas»?

–Su talla, señorita Tyler. De cintura, de cadera y de… –pareció que no iba a decir nada más– de pecho.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

NI LOCA!

Willow intentó hablar, pero no le salían las palabras. ¿Sus medidas? ¿No tenía suficiente con haberla visto desnuda, además quería que le diera las medidas de su busto? ¿Qué clase de pervertido…?

–Yo… –movió torpemente los pies–. Yo quiero ponerle un atuendo y necesito las medidas para pedirlo…

–¿Un atuendo, señor Galbraith? –por fin le salió la voz, pero era tan extraña que apenas la reconoció–. ¿Qué tipo de atuendo? Quizá me imagina con un sujetador carmesí, un liguero y… y… medias negras con zapatos de aguja y…

–Quería decir un uniforme, señorita Tyler –lo dijo como si tuviera una espina clavada en la garganta–. Un uniforme de niñera como el que llevaban las otras niñeras. Lo pediré por Internet.

Willow quiso que se la tragara la tierra.

–Lo siento –debía tener las mejillas del mismo color que el sujetador que se había imaginado con toda nitidez–. Me temo que no nos hemos entendido.

–Ya –murmuró él–. Eso parece.

Pero toda la culpa no había sido de ella, se tranquilizó. Él podría haberlo dicho claramente en vez de balbucir como un adolescente.

–¿Ninguna de las otras niñeras se opuso a darle una información tan personal? –preguntó ella con cierta brusquedad.

–Mi madrastra se ocupaba de esos asuntos. Ella contrataba a las niñeras y les encargaba los uniformes. Es algo completamente nuevo para mí, señorita Tyler, y le agradecería cierta indulgencia.

La sonrisa de él la pilló desprevenida y la desarmó. La curva de aquellos labios tan sensuales; los dientes tan blancos; el brillo burlón de los ojos… La sonrisa no solo la desarmó sino que casi la tumba. Cuando Scott Galbraith se proponía ser encantador, como en ese momento, era irresistible.

Al mirar esos ojos azules arrebatadores, comprendió con un escalofrío que si bajaba la guardia, sería peligrosamente fácil enamorarse de él. Ya se sentía al borde del abismo, como si estuviera a punto de saltar de un avión sin paracaídas.

Enamorarse del doctor Galbraith sería el mayor error de su vida.

El segundo mayor, para ser exactos. El mayor había sido el que había cometido siete años antes al confundir, con consecuencias trágicas, un capricho juvenil con amor verdadero.

Él estaba hablando otra vez y ella intentó concentrarse en sus palabras.

–Le propongo otra cosa –dijo él–. Ya que no quiere darme sus medidas, usted puede hacer directamente el pedido a través de mi ordenador. ¿Le parece aceptable?

–No.

Él la miró sorprendido.

–¿No quiere introducir esa información?

–Yo… preferiría no usar uniforme.

–¿Por qué?

–Se interpondría entre los niños y yo.

–Señorita Tyler, los niños están acostumbrados a que las niñeras lleven uniforme. Si acaso, les daría sensación de continuidad, lo cual sería positivo.

–Seguro, pero también me marginaría, lo cual es negativo.

–Le daría cierto aire de autoridad y la ayudaría a mantener la disciplina.