Aprender a hacer el amor - Alexandre Lacroix - E-Book

Aprender a hacer el amor E-Book

Alexandre Lacroix

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«Una animada oda a la libertad sexual, la igualdad y la fantasía». Elle   «Un poderoso tratado de sabiduría erótica». Le Monde   «Divertido, profundo, impúdico y erudito». Le Point   Que aprender a hacer el amor sea una cuestión para la filosofía, y no solo para la sexología o la psicología, puede sorprender a primera vista, pero una simple observación a la experiencia del deseo es suficiente para convencerse de ello. Los grandes pensadores de la Antigüedad, con Sócrates a la cabeza, buscaban la definición de la buena vida. La vocación primordial de la filosofía era ofrecernos representaciones de la vida por las que realmente vale la pena existir, un proyecto que la disciplina ha tendido a descuidar en los tiempos modernos. En este libro, el filósofo Alexandre Lacroix nos revela lo que podría ser la definición, o mejor dicho, la descripción filosófica completa del buen sexo. O sea, del polvo perfecto.   El autor procede en breves capítulos, cada uno de los cuales aborda una faceta o un momento de la relación sexual: los preliminares, el ritmo, los cambios de posición, las conversaciones, la dominación, el orgasmo… Lacroix no elude ningún tema, sino que los trata todos como un filósofo, arrojando luz sobre lo que nos determina y obstaculiza en el camino de un acto de amor auténticamente realizado.   Aprender a hacer el amor es una sagaz reflexión sobre el goce, la empatía y la creatividad en las relaciones sexuales, un ars amatoria en las antípodas de la sexualidad entendida como mercancía, tan común en nuestra época actual, donde el placer es consumido como cualquier otro producto.   

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APRENDER A HACER EL AMOR

 

 

Título original: Apprendre à faire l'amour

© del texto: Allary Éditions, 2022

© de la traducción: María Morán López, 2022

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Publicado mediante el especial acuerdo con Allary Éditionsy las agencias 2 Seas Literary Agency y SalmaiaLit

Primera edición: noviembre de 2022

ISBN: 978-84-18741-79-1

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Compaginem Llibres, S. L.

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

SUMARIO

INTRODUCCIÓN

1. El freudporno, el guion dominante

2. Sobre la noción de «preliminares»

3. Sobre la ropa

4. Sobre el uso de la palabra

5. Sobre el «Te quiero»

6. Sobre la risa y las sonrisas

7. Sobre el hábito

8. Sobre la diferencia entre límites y preferencias

9. Sobre los errores

10. Sobre el hecho de creer

11. Sobre el ritmo

12. Sobre la inmovilidad

13. Sobre los cambios de postura

14. Sobre los gritos

15. Sobre la curiosidad activa

16. Sobre lo voluntario e involuntario

17. Sobre la caricia y el apretón

18. Sobre la brutalidad

19. Sobre la dominación masculina

20. Sobre ver de cerca

21. Sobre los detalles del cuerpo

22. Sobre la reificación

23. Sobre el diálogo de las conciencias

24. Sobre la elasticidad del tiempo

25. Sobre la finalidad

26. En el «justo al borde»

27. Sobre el placer que nos produce el placer del otro

28. Sobre el orgasmo (de nuevo)

29. Sobre las lágrimas

30. Sobre los comentarios posteriores

31. Sobre el sueño posterior

CONCLUSIÓN

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

Que aprender a hacer el amor sea una cuestión para la filosofía, y no solo para la sexología o la psicología, puede sorprender a primera vista. Sin embargo, una simple observación sobre la experiencia del deseo es suficiente para convencerse de ello.

Desde las primeras líneas de sus Tres ensayos sobre teoría sexual (1905), obra que ha influido decisivamente en las costumbres de nuestra modernidad, Sigmund Freud plantea el concepto de «pulsión sexual» o libido, que propone definir como «analogía con la pulsión de comer: el hambre». Pero esta comparación no funciona. En el caso del hambre o la sed, obtener una satisfacción plena, o al menos una extinción temporal de estos apetitos, está al alcance de todos: un plato de espaguetis o un vaso de agua bastan. Por supuesto, siempre habrá quien prefiera exquisiteces, exigiendo un estofado de conejo o una bandeja de marisco acompañada de un buen vino, pero no cabe duda de que la necesidad inicial —el hambre o la sed— se satisface fácilmente, y deja de sentirse mientras dura la digestión.

No hay nada tan automático en la sexualidad. Desde un punto de vista estrictamente fisiológico, todos llevamos con nosotros, allí donde tenemos un mínimo de intimidad, una forma muy accesible de aplacar el impulso sexual: la masturbación. En nuestras sociedades, en las que este acto se considera más bien saludable o, al menos, ya no es vilipendiado como un pecado, bastantes personas, adolescentes o adultos, hombres o mujeres, se masturban regularmente. Sin embargo, hay que decir que la frustración está lejos de haber desaparecido. A veces adquiere proporciones obsesivas, aunque la tensión en los genitales se alivie técnicamente varias veces a la semana.

Algunos objetarán que la estimulación de los orgasmos genitales o el orgasmo son demasiado prosaicos, que también es indispensable una dimensión relacional, que la saciedad del deseo sexual presupone el contacto con el otro, que el placer llega a través de un encuentro. Pero este argumento psicológico o moral tampoco se sostiene. Muchas personas mantienen relaciones sexuales regulares con una o varias parejas, acompañadas de un afecto sincero (pensemos en el matrimonio, en la conyugalidad), y esto no impide en absoluto que sientan que todavía falta sexo, que no está del todo bien, que debería ser mejor... En definitiva, no se sienten realizados.

Así pues, nos encontramos en el umbral de una cuestión genuinamente filosófica: ¿Qué tiene de especial el deseo sexual que hace imposible garantizar su realización? ¿Qué es esta búsqueda de una ruptura con las circunstancias normales de la existencia, de una satisfacción esencial, de un éxtasis que impulsa la sexualidad humana?

En este ensayo, seguiré un método que es indudablemente cuestionable, pero que tiene el mérito de la claridad. Los filósofos de la Antigüedad, con Sócrates a la cabeza, buscaban la definición de la vida buena. La vocación primordial de la filosofía era ofrecernos representaciones de la vida que realmente vale la pena vivir, un proyecto que la disciplina ha tendido a descuidar en los tiempos modernos. Por mi parte, intentaré dar una definición, o mejor dicho, una descripción filosófica completa del buen sexo, es decir, del polvo perfecto. Procederé en capítulos cortos, cada uno será como una lección objetiva, que tratará de una faceta o aspecto del acto sexual. Por el camino, me apartaré con toda franqueza del modelo de sexualidad hegemónico en nuestras sociedades occidentales, al que he decidido dar el nombre de freudporno (este término se explicará en el próximo capítulo).

Obviamente, esta descripción del polvo perfecto, que barre las preocupaciones ordinarias, el cual inunda las horas y a veces los días siguientes con una alegría que se siente de pies a cabeza, es una utopía. A nivel global, los demógrafos calculan que cada año se producen más de ciento noventa mil millones de encuentros sexuales entre humanos. A nivel individual, es razonable decir que tenemos relaciones sexuales entre cinco y diez mil veces en la vida. ¿Cuántas de ellas son memorables? En la práctica cotidiana solo encontramos algunos componentes de la relación sexual ideal, siempre de forma fragmentaria e incompleta.

Sin embargo, si se desconfía de las utopías políticas, si a menudo conducen al desastre en cuanto se intentan realizar, apostemos por que una utopía erótica no puede hacer daño, sino que nos permitirá explorar y profundizar en los momentos que dedicamos a abrazarnos, dándoles un horizonte más abierto.

Como la controversia y la sospecha son inevitables cuando se trata de la sexualidad, me gustaría añadir tres aclaraciones antes de entrar en materia.

En primer lugar, el punto de vista que dominará estas páginas es masculino y heterosexual. Aquí no hay ostracismo, ni hacia las mujeres heterosexuales, ni hacia las lesbianas, gais, bisexuales o queer. Al contrario. Lo que ocurre es que, en este campo, los conocimientos solo se adquieren marginalmente a través de los libros, y solo se puede mantener un discurso creíble y bien fundamentado si se habla desde la experiencia. Por lo tanto, es sobre la base de mi propia experiencia, de mis observaciones, sobre las que he desarrollado la esencia de estas reflexiones. Resulta que soy un hombre y además heterosexual. A pesar de ello, quiero creer que la mayoría de las cuestiones que voy a explorar o de las tesis que voy a sostener pueden trasponerse a registros de sexo o género distintos del mío. No todo, pero sí una gran parte. En lugar de aventurarme en ámbitos en los que no tengo legitimidad, prefiero dejar a mis lectoras y lectores que realicen ellos mismos las trasposiciones pertinentes para que evalúen en qué medida las ideas defendidas aquí y allá se aplican a sus propias preferencias y prácticas, cuando estas difieren de las mías. No quiero hablar en nombre de nadie y, no obstante, me dirijo a todos. Este ensayo no pretende reiterar o imponer los prejuicios de la dominación masculina, sino identificar lo que es valioso y universal del placer sexual desde la perspectiva de un hombre heterosexual.

En segundo lugar, he optado por utilizar la expresión «hacer el amor», que algunos probablemente considerarán anticuada o demasiado romántica. En el lenguaje común, diríamos «acostarse» o «follar», y cada vez más jóvenes recurren al neologismo «tener sexo»; pero el fallo de estos términos es que reducen el acto a su dimensión física y concreta. La gran ventaja que veo en «hacer el amor» es que significa, de entrada, que el juego de los cuerpos no lo es todo, que las emociones y los sentimientos se despiertan, se agitan en el transcurso del acto sexual. Al utilizar «hacer el amor», no asumo que uno esté necesariamente enamorado, y en este libro el término se aplica tanto a una relación dentro de una pareja estable y asentada como a un rollo de una noche.

Una última aclaración, una parte considerable de lo que se escribe en la filosofía contemporánea sobre ética sexual gira en torno al consentimiento, a los delitos sexuales o a los casos polémicos, como el sadomasoquismo, el bondage, la prostitución, las sextapes, la zoofilia, etc. Se desarrolla una casuística sofisticada; se pregunta en qué contextos y en qué condiciones un acto tan poco frecuente desde el punto de vista estadístico es moralmente aceptable o, por el contrario, censurable, y qué límites deben fijarse para su libre realización. La discusión de estos casos es aún más importante, las opiniones son apasionadas, ya que estas cuestiones se encuentran en las denuncias presentadas en las comisarías y los tribunales. Pero me temo que esto no ayuda a que cada uno reflexione sobre su propia sexualidad, cuando no es ni extrema ni transgresora con respecto a la ley, cuando no constituye un crimen o un delito, y cuando tampoco es condenable éticamente. Asumiré que se trata de adultos que se desean mutuamente, cuyo objetivo es obtener placer y darlo, y que no siempre lo consiguen, lo que me parece la configuración más frecuente con diferencia. En otras palabras, lo que me interesa es la sexualidad banal, la que se improvisa día y noche en la mayoría de los dormitorios (y a veces en otros lugares más insólitos), y que puede ser fuente de felicidad, de energía vital inagotable o de preocupación, de mal humor y de esperanzas no cumplidas.

En resumen, estoy empeorando las cosas: no solo soy un hombre blanco heterosexual, sino que además voy a tratar principalmente la sexualidad «casera», aquella que se desarrolla entre personas que se gustan y se atraen, donde no hay manipulación, ni intención de hacer daño, ni una puesta en escena enrevesada, donde se alcanza intensamente el misterio de la condición humana.

1

EL FREUDPORNO, EL GUION DOMINANTE

Un error muy común sobre el acto sexual es creer que es instintivo, natural, independiente de las convenciones que suelen regir la vida social.

Una de las principales aportaciones de la sociología de la sexualidad es la «teoría del guion sexual», propuesta por primera vez en 1973 por dos investigadores: John Gagnon y William Simon, que trabajaban para el Instituto Kinsey de Bloomington (Indiana). Esta teoría nos muestra que nuestro comportamiento sexual no es tan impulsivo, y tampoco específicamente subversivo, por la sencilla razón de que está sujeto a una codificación social muy sutil.

Cuando hacemos el amor, no actuamos según el impulso del momento, sino que seguimos «guiones», que no dejan mucho al azar. Por ejemplo, cuando un hombre le quita la blusa a una mujer, espera que ella le meta la mano debajo de la camisa o se la quite. Si le hace un cunnilingus, anticipa que poco después ella le hará una felación.

Hay toda una serie de regalos y contrarregalos, así como gestos de prueba —uno araña un poco la espalda del otro, uno intenta una caricia en la región anal para entender si le gusta o no— y, según se alcancen estos objetivos, la acción continúa en una u otra dirección. No es necesario verbalizar ni comentar cada paso, porque los amantes experimentados, al igual que los actores que no están en su primer papel, saben implícitamente en qué punto del guion se encuentra uno y qué viene después.

Para presentar su teoría, John Gagnon y William Simon dan un ejemplo esclarecedor. Supongamos que un hombre corriente de clase media se va de viaje de negocios durante unos días, fuera de casa. Tal vez esté de un humor volátil, tal vez esté pensando en tener una aventura. Y entonces, cuando vuelve a su hotel después de un día de trabajo, abre la puerta de su habitación y descubre a una mujer desnuda en su cama. «Es seguro asumir que la excitación sexual no va a ser su primera reacción —señalan Gagnon y Simon—. Una pequeña minoría de hombres —los que son un poco más paranoicos que otros— buscarán primero señales del abogado de su mujer o de un investigador privado. La mayoría optará simplemente por una retirada avergonzada y preocupada. Incluso en el pasillo y queriendo comprobar el número de su habitación, nuestro hombre no tendrá ninguna reacción sexual. Es más probable que vuelva a la recepción para solucionar el problema». La actividad sexual no va a suceder, porque hay una anomalía en el guion: no debería haber una mujer desnuda en esa habitación, huele a trampa o a malentendido.

Ahora vamos a proponer una variación de este ejemplo.

Después de cenar con su cliente, nuestro hombre, llamémoslo Daniel, vuelve al hotel, pero no tiene ganas de subir a su habitación de inmediato y se dirige al bar. Una mujer está sentada sola en el mostrador, bebiendo una copa de vino. Él se sienta en el taburete de al lado e inicia una conversación. Ella le dice que se llama Linda y, con un comentario casual, le informa de que lleva dos años divorciada. Daniel se da cuenta de que la copa de Linda está vacía y le ofrece otra; ella acepta. Esta vez, la situación parece estar bien definida y el comportamiento de los protagonistas respeta los códigos tácitos de la seducción. Alrededor de la medianoche, Daniel y Linda se encuentran en la habitación del hombre. Se tumban en la cama y se desnudan. Él va al minibar, coge un pequeño bote de mermelada y empieza a extender mermelada de fresa en el vientre de Linda, alrededor de su ombligo. Ella no se siente muy cómoda, es inusual, pero aun así pasa. Inmediatamente después, él vuelve a encender la luz y, sin una explicación, cierra la puerta del baño para ducharse, tarareando. Esta vez, es probable que ella recoja sus cosas y se vaya a su habitación, convencida de que ha tropezado con un lunático. Así, durante el acto sexual, no hacemos lo que nos da la gana, sino que obedecemos a escenarios precisos y delimitados, en los que se esperan ciertos gestos y se desaconsejan otros, incluso están prohibidos. Sin ser siempre conscientes de ello, seguimos, explican Gagnon y Simon, procedimientos conocidos y compartidos o «guiones sexuales».

Estos investigadores van más allá y distinguen tres niveles de guiones: en primer lugar, están las fantasías personales, a Daniel le gusta la ropa interior y a Linda le gusta escuchar música durante el sexo: son los «guiones intrapsíquicos». Luego están los «guiones interpersonales», los que caracterizan a una pareja de amantes, que comparten una serie de rituales y posiciones favoritas, acostumbrados a enlazar acciones en un orden que solo ellos conocen. Por último, están los «guiones culturales», que se difunden a través de las películas o las revistas, así como a través de las diversas representaciones de la sexualidad a las que tenemos acceso: tener sexo en un jacuzzi o en nuestra noche de bodas, por ejemplo. Estas tres dimensiones interactúan entre sí, lo que explica que todos hagamos el amor de forma relativamente similar, con pequeñas peculiaridades o fantasías aquí y allá.

Ahora trata de visualizar el guion más extendido, el más común, el que seguramente seguirás si entras en modo automático con una pareja normal. ¿De dónde viene? ¿Cómo se construyó? ¿Cómo lo has aprendido?

Mi hipótesis es que el guion sexual hegemónico en las sociedades occidentales proviene de una concepción de la relación sexual heredada de Freud, una concepción que ha sido retomada y amplificada por el porno. Por eso llamo a este guion dominante el freudporno.

En sus Tres ensayos, Freud expone un esquema para una relación sexual sana y plena: comienza con los juegos preliminares, que sirven para provocar la excitación, seguidos de la penetración de la mujer por el hombre (en este texto polémico y fechado, Freud presenta la homosexualidad como una especie de perversión), que procede cada vez más rápidamente hasta que eyacula dentro de la cavidad vaginal. Este esquema tiene una dimensión contrafactual aunque solo se persiga el placer, hay que actuar como si se buscara la procreación, una finalidad necesaria, incluso noble, y que justifica el acto. También hay que señalar que esta progresión en el acto sexual es muy similar a la de la tragedia clásica, tal como la definió Aristóteles en su Poética, con su sucesión de secuencias debidamente organizadas: exposición - trama - crisis - desenlace. Este esquema freudiano, o ciclo sexual, ha tenido una inmensa influencia en la investigación posterior en sexología y nunca ha sido fundamentalmente cuestionado. Se sigue considerando la estructura básica de la relación usual.

Esta descripción de la relación sexual no solo fue ampliamente difundida, sino que proporcionó una herramienta sencilla y conveniente para la industria pornográfica cuando se desarrolló a partir de los años setenta, con las películas que ahora se clasifican como vintage y que muestran principalmente a parejas. Aunque esta no fuera su vocación inicial, el esquema preconizado por Freud permite transformar el momento sexual en un objeto cinematográfico. Consideremos, de hecho, a dos personas que pasan una tarde entera haciendo el amor. Se abrazan en la cama y en el sofá, van y vienen entre el dormitorio y la cocina, a veces van al baño, se toman descansos, hablan, toman una copa, comen algo o escuchan música. Desde luego, es un pasatiempo encantador desde su punto de vista. Pero si se pone una cámara en una esquina y se filma la escena, el resultado en la pantalla será aburrido y sin interés para un espectador externo. La progresión prevista por Freud permite orientar las acciones hacia un objetivo: condensar la historia en un escenario inmediatamente comprensible para todos, aunque sea esquemático. La única desviación del esquema de Freud está en el final, porque a menudo en las películas pornográficas, cuyo objetivo es hacer visible el goce, el hombre se retira justo antes de terminar y eyacula sobre la cara o el cuerpo de su amante, con un aspecto orgulloso y vagamente arrugado, un poco como un cosmonauta que planta su bandera en la luna.

Otro punto en común entre Freud y el porno es que ambos arrojan una cruda luz sobre la escena sexual. El fundador del psicoanálisis fue uno de los primeros que se atrevió a echar una mirada fría y médica al coito. Los vídeos porno amplían esta empresa desmitificadora al exponer los más mínimos detalles de los órganos que muestran.

El guion freudporno, dominante hoy en día, tiene varias características. En primer lugar, es irreversible, es decir, la pareja que hace el amor se encuentra en una vía; una vez superada una etapa, no hay vuelta atrás. Luego, la progresión es ascendente, hay una gradación de intensidad —si lo pusiéramos en un marco de referencia cartesiano, el nivel de excitación tendría que aumentar en proporción lineal al tiempo transcurrido, o quizás incluso en hipérbole hasta el eclipse del orgasmo, que hace que todo baje. Este guion está evidentemente orientado a la eficacia y, si se sigue al pie de la letra, ya que apenas hay espacio para la demora, la digresión o la pausa, no cabe duda de que la resolución se alcanzará con bastante rapidez, en pocos minutos, al menos para el hombre (que la mujer obtenga algo de ese escenario no era, evidentemente, una de las principales preocupaciones de Freud, y en el porno estándar solo los hombres disfrutan). Finalmente, el hombre tiene el papel activo y la mujer el papel pasivo: en el plano simbólico y físico el dominio masculino nunca se desestabiliza ni se invierte.

Nos guste o no, seamos conscientes o no, el modelo freudporno nos condiciona. Si no nos tomamos el tiempo de reflexionar sobre él, si no lo sometemos a un examen crítico, tenderemos a reproducirlo de forma bastante mecánica en nuestra forma de hacer el amor, mientras nos sorprendemos de que solo nos dé una ligera satisfacción, que se disipa rápidamente.

Por eso intentaré deconstruirlo y proponer una narrativa alternativa, otra forma de vivir la aventura sexual.

2

SOBRE LA NOCIÓN DE «PRELIMINARES»

La noción de «juego preliminar» es reciente, ya que la inventó Freud. Y es un cajón de sastre: en la mente del fundador del psicoanálisis, los preliminares incluyen una variedad de gestos y posiciones, que van desde los besos a las caricias, pasando por la felación, el cunnilingus y el sesenta y nueve, aunque esta lista no es exhaustiva. De hecho, se podría decir que, desde la perspectiva de Freud en los Tres Ensayos, la definición de los juegos preliminares es negativa, no positiva: incluye casi todos los actos realizados durante la intimidad erótica que no entran en el ámbito de lo que él llama, poéticamente, la «unión de los genitales».

El mismo Freud sugiere que gran parte de los juegos preliminares, incluido el contacto entre la «membrana mucosa de los labios» y los genitales, es una «transgresión anatómica». La boca, continúa, está en la entrada del sistema digestivo y se desvía de su función original para convertirse en un órgano sexual durante la felación o el cunnilingus. Semejante desviación de un órgano despertaría sensaciones y emociones encontradas; voluptuosidad, por supuesto, pero también la conciencia de insuficiencia, una dosis de vergüenza y asco.

Sin embargo, lo más importante en el marco freudiano no es esta referencia a la transgresión, más o menos teñida de moralidad y corrección: lo esencial es que la noción de «preliminar» sirve de base para identificar y calificar las perversiones. Según Freud, el comportamiento perverso consiste en fijarse en uno de estos estadios preparatorios o inferiores de las relaciones sexuales. La contemplación del cuerpo del otro, las caricias orales y manuales son, por tanto, solo aceptables cuando contribuyen a la excitación, pero deben ser superadas, olvidadas en favor de la relación sexual propiamente dicha, y el aleteo, el deambular de las yemas de los dedos, los pellizcos, los mordiscos en los labios o en las puntas de los pezones, las palmas que amasan enérgicamente los contornos del cuerpo del otro solo son concebibles y aceptables en la medida en que la excitación «debe durar hasta alcanzar el objetivo sexual final».

Curiosamente, fue en un ensayo sobre el arte del dibujo, Le plaisir au dessin (2007), del filósofo Jean-Luc Nancy, donde encontré el comentario más relevante sobre la noción freudiana de «preliminares». En este pasaje, Jean-Luc Nancy plantea dos ideas fundamentales.

En primer lugar, da una definición muy bonita de la sensualidad. «Lo que caracteriza al “placer preliminar” —escribe—, puede designarse como sensualidad, si por esta palabra entendemos una sensorialidad que disfruta de sí misma y no se contenta con proporcionar información sensorial».

En efecto, mis sentidos sensoriales —la vista, el oído, el olfato, el tacto, el gusto, el sentido del equilibrio, el calor y el frío— me sirven principalmente a lo largo del día para recabar información sobre mi entorno. Me ayudan a desplazarme por la calle y el metro, a conducir un coche, a evitar obstáculos, a ser alertado de una colisión o altercado, a detectar habitaciones con aire viciado y comida o agua en mal estado. Pero si afronto el acto sexual como lo hago cuando, por ejemplo, voy en bicicleta por la ciudad en un carril bici, solo consideraré el cuerpo de la otra persona como un conjunto de señales; la expresión de su cara, sus suspiros, la contracción de sus músculos, los interpretaré como una sucesión de luces rojas y verdes, y yo mismo me mostraré bastante impasible y desapegado, no me servirá de mucho. El abrazo, las caricias previas tienen el papel de modificar mi régimen de sensibilidad: gracias a ellos, la sensorialidad se vuelve reflexiva, es decir, las percepciones ya no son meras pistas sobre el estado del mundo y del otro, sino oportunidades de placer, adquieren un valor en sí mismas. La sensualidad del mundo y del otro no son solo ocasiones de placer, sino que adquieren un valor en sí mismas. La sensualidad, como bien dice Nancy, no es otra cosa que una «sensibilidad que disfruta de sí misma».