Asedio y caída de Troya - Robert Graves - E-Book

Asedio y caída de Troya E-Book

Robert Graves

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Beschreibung

A comienzos del siglo XII a. C., durante diez años, Troya fue asolada por una guerra en la que se mezclaron la ambición, codicia, crueldad, sufrimiento, locura, traición, celos, orgullo e ineptitud. Su historia mantuvo electrizado durante siglos al mundo antiguo y ha moldeado nuestra tradición literaria y nuestra imaginación, manteniendo vivo su recuerdo hasta nuestros días. Robert Graves recrea esta epopeya a partir de la "Ilíada" y la "Odisea", pero también de muchos otros testimonios de poetas griegos y latinos, y ofrece el primer intento moderno de convertir la historia completa, desde la fundación de Troya hasta el regreso de los griegos victoriosos, en un libro para el deleite de todos y todas.

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Seitenzahl: 141

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Robert Graves

Asedio y caída de Troya

Traducción de Manuel Cuesta Aguirre

Índice

Introducción

I. La fundación de Troya

II. Paris y la reina Helena

III. Zarpa la expedición

IV. Los ocho primeros años de guerra

V. La disputa de Aquiles con Agamenón

VI. Ganan la delantera los griegos

VII. Ganan la delantera los troyanos

VIII. Peligra el campamento

IX. Aquiles venga a Patroclo

X. El caballo de madera

XI. El saqueo de Troya

XII. Los griegos vuelven a casa

XIII. Las andanzas de Odiseo

Notas del traductor

Créditos

Introducción

Asedio y caída de Troya describe todos los males que en la guerra es común encontrar a gran escala: ambición, codicia, crueldad, traición, incompetencia. Pero los griegos, aunque relataron sin ambages cómo sus ancestros se arruinaron a sí mismos en aquella absurda campaña de diez años, ni siquiera a los dioses del Olimpo los consideraban inocentes. Al rey Príamo y al rey Agamenón los empujó a la guerra —decían ellos— una disputa de celos entre tres diosas en la que ni el mismísimo Zeus Todopoderoso se atrevía a poner orden. (Los empujaron a la guerra, con otras palabras, fuerzas que excedían el control humano.) Los efectos se sintieron en lugares tan distantes como el norte de Italia, Libia, Etiopía, Palestina, Armenia y Crimea.

Los poemas de Homero no son, en modo alguno, la única fuente de la leyenda. De hecho, aproximadamente dos tercios de este libro están sacados de otros autores griegos y latinos. Sin embargo, conectando todos sus relatos me sorprende constatar lo bien que casan. Buena parte de la historia tiene sentido en términos históricos, aunque Homero tomase de una epopeya oriental anterior la fuga de Paris y Helena, y aunque el célebre caballo de madera fuese, según ciertos autores, en realidad una máquina de asedio (una estructura de madera cubierta con cuero de caballo que permitió a los hombres de Agamenón escalar las murallas de Troya por un punto débil de estas). Desgraciadamente, las aventuras de reyes y príncipes guiadores de carros de guerra son todo el combate del que estos relatos hablan, debido quizás a que los aedos cantaban sus poemas en cortes reales donde la democracia no estaba bien vista. A Tersites, el único soldado común al que en la Ilíada se menciona por su nombre, se lo ridiculiza presentándolo como un cobarde feo y contrahecho que intenta iniciar un motín en el campamento.

Troya, cuyas ruinas han sido descubiertas y excavadas en la entrada del Helesponto —actual estrecho de los Dardanelos—, cayó, a lo que parece, a comienzos del siglo XII a. C. La Ilíada de Homero se data actualmente hacia el año 750 a. C. La Odisea, aunque se supone que también es suya, fue escrita una generación después por una mano diferente y se aparta de la trama que generalmente se acepta para la guerra de Troya, pues blanquea a Odiseo y le hace sustraerse a todo el castigo que merecía.

La literatura inglesa exige, para su adecuada comprensión, un conocimiento tan íntimo de la guerra de Troya como de la Biblia: la belleza de Helena, la astucia de Odiseo, la noble valentía de Héctor, el talón vulnerable de Aquiles, la locura de Áyax, el asesinato de Agamenón se han vuelto, todos, proverbiales. Es posible, sin embargo, que este sea el primer intento moderno de convertir la historia completa, desde la fundación de Troya hasta el regreso de los griegos victoriosos, en un único librito para chicos y chicas.

Más detalles —con una lista de los libros de la Antigüedad consultados— se encuentran en mis Mitos griegos1.

Robert Graves

Deyá, Mallorca, España

I. La fundación de Troya

Troya fue fundada —dicen— por el príncipe Escamandro, quien, a causa de una hambruna, zarpó hacia el este desde la isla de Creta con gran número de seguidores, resuelto a establecer una colonia en algún punto fértil. Un oráculo le había ordenado asentarse dondequiera que, bajo la cobertura de la oscuridad, desarmaran a sus hombres enemigos nacidos de la tierra. Arribó a la costa de Frigia, desde donde se atisbaba un alto monte poblado de pinos al que dio el nombre de Ida —en honor del monte cretense homónimo—, y acampó junto a un río al que le dio su propio nombre, Escamandro. Cuando despertaron a la mañana siguiente, los cretenses vieron que una plaga de ratones hambrientos había estado mordisqueando las cuerdas de sus arcos, las correas de cuero de sus escudos y todas las partes comestibles de sus armaduras. Como aquellos tenían que ser claramente los enemigos nacidos de la tierra a los que se refería el oráculo, Escamandro ordenó que se detuviesen allí, trabó amistad con los nativos frigios y empezó a cultivar la tierra. No mucho después, desembarcó cerca de allí una colonia de griegos locrios que se pusieron bajo su mando. Aunque los frigios le permitían construir una ciudad en las inmediaciones del río al que había dado su nombre, Escamandro al principio no lograba decidirse sobre cuál era la mejor posición. Entonces alguien propuso mandar una vaca moteada a la llanura y mirar dónde se tumbaba a rumiar. La vaca eligió una pequeña colina, y alrededor de esta marcaron los límites de Troya los hombres de Escamandro. Construyeron casas dentro, pero pasaron unos cuantos años hasta que pudieron levantar las murallas, tan ocupados como estaban haciendo mejoras en sus granjas.

Por fin un rey troyano llamado Laomedonte consiguió que dos importantes dioses, Poseidón y Apolo, le prestasen toda la ayuda que necesitaba. Estos dioses se habían rebelado contra el todopoderoso Zeus, el jefe de los dioses del Olimpo, quien los sentenció a ser esclavos de Laomedonte durante todo un año. Por orden del rey, Poseidón construyó la mayor parte de las murallas mientras Apolo tocaba un arpa y apacentaba los rebaños y las manadas reales. Éaco, un colono locrio, edificó la muralla que miraba hacia al mar. No era, por supuesto, ni de lejos tan resistente como las que habían construido los dioses…

Laomedonte prometió pagar a Apolo, Poseidón y Éaco unas buenas recompensas por su labor, pero, como era el más mezquino de los hombres, los despachó con las manos vacías. Éaco zarpó de vuelta a Grecia disgustado; Apolo infectó a los rebaños troyanos de podredumbre del pie, y Poseidón se vengó enviando a tierra a un escamoso monstruo marino que se tragara vivos a cuantos troyanos se encontrara. Cuando los troyanos culparon a Laomedonte de sus infortunios, este consultó al oráculo de Apolo. La sacerdotisa le dijo que el monstruo no se marcharía hasta que no se hubiera comido a su hija Hesíone. Él entonces ató a esta, desnuda, a una roca. Justo a tiempo pasó por allí, sin embargo, el héroe Heracles —que andaba en uno de sus famosos trabajos— y se apiadó de Hesíone. Prometió destruir al monstruo si Laomedonte le permitía casarse con ella y le daba, además, dos magníficos caballos —blancos como la nieve— que le había regalado el todopoderoso Zeus. Laomedonte accedió con entusiasmo. Heracles a continuación le rompió el cráneo al monstruo con un golpe de su clava de madera de olivo y rescató a Hesíone.

Laomedonte, tan mezquino como siempre, jugó sucio con Heracles: no solo se negó a entregarle a Hesíone, sino también los caballos. Heracles se marchó maldiciendo y regresó, a las pocas semanas, al mando de una pequeña flota que le había prestado Telamón, hijo de Éaco. Tomaron Troya por sorpresa, abatieron a Laomedonte, mataron a todos sus hijos —excepto al más joven, cuyo nombre era Príamo— y se llevaron consigo a Hesíone. Príamo se convirtió en el rey de Troya. Hizo a la ciudad más fuerte de lo que nunca había sido y, tras un reinado largo y sabio, convocó un consejo para decidir la mejor forma posible de traer a su hermana Hesíone a casa. Cuando propuso enviar una flota que la rescatase, el consejo le sugirió reclamar primero su entrega educadamente. Los legados de Príamo visitaron, pues, Salamina, donde se decía que vivía Hesíone. Allí les recordaron que, en su día, Laomedonte había prometido a Heracles que se la daría, pero faltó a su palabra; que Heracles volvió, saqueó Troya, se llevó a Hesíone consigo y se la dio en matrimonio a su amigo Telamón; que a Éaco, el padre de Telamón, también le había hecho una jugada sucia Laomedonte, y, por último, que Hesíone le había dado a Telamón un hijo llamado Teucro el Arquero —ya un adulto— y no deseaba abandonar Salamina, ni siquiera para una visita breve.

II. Paris y la reina Helena

Al rey Príamo le sentó mal lo que los legados le contaron de su visita a Salamina y, cuando fue su hijo Paris quien raptó a la reina Helena de Esparta —llevándosela a Troya consigo—, se negó a su vez a devolverla. Fue aquella decisión lo que provocó la larga y calamitosa guerra de Troya, que no benefició a nadie (ni siquiera a los conquistadores).

He aquí la historia de Paris y Helena. Paris era uno de los hijos que el rey Príamo tuvo con la reina Hécuba2, quien, justo antes de que aquel naciese, soñó que daba a luz, en lugar de un niño, una tea en llamas de la que salían incontables serpientes de fuego. Príamo le preguntó a Calcante, profeta de Apolo, qué significaba aquel sueño. Calcante contestó: «Este niño ha de ser la ruina de Troya. Córtale el cuello en cuanto nazca». Príamo no se veía matando a un bebé —menos aún a su propio hijo—, pero aquella advertencia le asustó. De manera que le entregó el niño al jefe de sus ganaderos, diciéndole: «Déjalo detrás de un arbusto en algún punto de los bosques del monte Ida y no vuelvas allí en nueve días».

El ganadero obedeció. Pero al noveno día, pasando por el malezoso valle en el que Paris había quedado, se encontró a una osa que lo amamantaba. Pasmado ante aquella visión, se llevó a Paris y lo crio con sus propios hijos.

Paris creció y se hizo alto, guapo, fuerte y listo. Los otros ganaderos lo invitaban siempre como juez a sus certámenes tauromáquicos. Desde su lejano palacio del Olimpo, el todopoderoso Zeus advertía cuán honestamente Paris daba su veredicto en tales ocasiones… y un día lo eligió para que decidiera en un certamen de belleza en el que él no se atrevía a comparecer. He aquí lo que ocurrió. A la diosa de las disputas —Eris se llamaba— no la habían invitado a una boda muy famosa, la de la diosa marina Tetis y el rey Peleo de Ftía, a la cual sí que asistían todo el resto de dioses y diosas. Eris, resentida, lanzó una manzana dorada entre los invitados tras rayarle en la piel: «Para la más bella». Los invitados le habrían dado la manzana a Tetis, por ser la novia; pero tenían miedo de ofender a tres diosas presentes que eran, de lejos, más importantes: a Hera, la esposa del todopoderoso Zeus; a Atenea, la hija soltera de este —que era la diosa no solo de la sabiduría, sino también de la batalla—, y a Afrodita, nuera de Zeus y diosa del amor. Cada una de las tres se consideraba a sí misma la más bella y empezaron a discutir a propósito de la manzana (como Eris pretendía). La única esperanza que a Zeus le quedaba para salvaguardar la paz doméstica consistía en disponer un certamen de belleza y escoger a un juez honesto.

Y así fue como Hermes, el heraldo de los dioses, bajó volando con la manzana dorada y un mensaje para Paris de parte de Zeus. «Tres diosas —le anunciaba— vendrán a visitarte al monte Ida; y las órdenes del todopoderoso Zeus son que le concedas esta manzana a la más bella. Todas acatarán, naturalmente, tu decisión». A Paris no le hizo gracia aquel encargo, pero tampoco podía eludirlo.

Las diosas llegaron juntas, revelándole a Paris por turnos su belleza… y ofreciéndole por turnos un soborno. Hera prometió hacerle emperador de Asia. Atenea prometió hacerle el hombre vivo más sabio, y vencedor en todas las batallas. Pero Afrodita se le acercó furtivamente y le dijo: «Paris, querido, te digo que eres el tipo más apuesto que he visto en años. ¿Qué haces perdiendo el tiempo aquí, entre toros y vacas y estúpidos ganaderos? ¿Por qué no te vas a alguna ciudad rica y llevas una vida más interesante? Tú te mereces casarte con una mujer que sea casi tan bella como yo; déjame que te sugiera a la reina Helena de Esparta. Apenas te mire, haré que se enamore tan perdidamente que no le importe dejar a su marido, su palacio, su familia —todo— por ti». Fascinado por el relato que Afrodita le había hecho de la belleza de Helena, Paris le dio a ella la manzana, tras lo que Hera y Atenea se marcharon rabiosas —cogidas del brazo— a urdir la destrucción total de la raza troyana.

Al día siguiente, Paris hizo su primera visita a Troya y se encontró con que se estaban celebrando unos juegos atléticos. Su padre adoptivo, el ganadero —que había ido con él—, intentó disuadirle de entrar en el certamen de pugilato, que tenía lugar frente al trono de Príamo; pero Paris dio un paso adelante y se hizo con la corona de la victoria, más que por destreza, por puro arrojo. Se inscribió también para la carrera a pie y llegó el primero. Cuando los hijos de Príamo lo desafiaron a una carrera más larga, volvió a derrotarlos. Tal enojo les causaba a estos la idea de que un simple campesino se hubiese llevado tres coronas de la victoria seguidas, que desenvainaron sus espadas. Paris corrió en busca de protección al altar de Zeus mientras su padre adoptivo se arrodillaba ante Príamo, exclamando: «Majestad, perdonadme. Es vuestro hijo perdido».

El rey hizo llamar a Hécuba, y el padre adoptivo de Paris le mostró un sonajero que habían dejado en sus manos cuando era un bebé. Ella reconoció el sonajero de inmediato, conque se llevaron a Paris con ellos al palacio y allí celebraron un enorme banquete para festejar su vuelta. Calcante y los demás sacerdotes de Apolo advertían a Príamo, sin embargo, de que, salvo que diesen muerte al punto a Paris, Troya quedaría reducida a cenizas. Príamo respondió: «Prefiero que arda Troya a que muera mi maravilloso hijo».

Príamo aprestó una flota que zarpara con rumbo a Salamina para rescatar a la reina Hesíone por la fuerza de las armas. Paris se ofreció para tomar el mando, añadiendo: «Y si no podemos traer a mi tía a casa, tal vez pueda capturar a alguna princesa griega a la que podamos tomar de rehén». Ya estaba planeando, por supuesto, llevarse consigo a Helena y no tenía intención de ir a buscar a su anciana tía, en la que nadie en Troya fuera de Príamo tenía el menor interés, y la cual vivía encantada en Salamina.

Cuando Príamo estaba decidiendo si debía darle el mando de la expedición a Paris, visitó Troya por determinado asunto Menelao, el rey de Esparta. Trabó amistad con Paris y lo invitó a Esparta, lo que permitía a este llevar a cabo su plan con facilidad, usando nada más que una única nave rápida. Paris y Menelao zarparon en cuanto soplaron vientos favorables y, llegando a Esparta, estuvieron celebrándolo juntos nueve días seguidos. Helena, bajo el hechizo de Afrodita, amó a Paris desde el primer momento en que lo vio; pero se sentía muy incómoda por el comportamiento atrevido de él, que osó incluso escribir «Amo a Helena», con vino derramado, sobre la mesa del banquete. Menelao, sin embargo, afligido como estaba por las noticias de que su padre había muerto en Creta, no advertía nada y, al término de los nueve días, zarpó para asistir a las exequias, dejando al mando de Esparta, durante su ausencia, a Helena. (Lo cual no era sino lo más natural del mundo: Menelao se había convertido en rey de Esparta casándose con ella.)

Esa misma noche, Helena y Paris se fugaron en la nave rápida de este, llevándose consigo la mayor parte de los tesoros de palacio que ella había heredado de su padre adoptivo. Y Paris robó una gran cantidad de oro del templo de Apolo en venganza por la profecía que el sacerdote de este dios había hecho de que a él, a Paris, tenían que haberlo matado nada más nacer. Hera, resentida, hizo que se levantara una fuerte tempestad que empujó la embarcación hasta Chipre, y Paris decidió quedarse allí unos meses antes de volver a casa. (Menelao podría estar fondeando frente a Troya, esperando para capturarlo.) En Chipre, donde tenía amigos, reunió una flota para saquear Sidón, una rica ciudad de la costa de Palestina. La incursión fue todo un éxito: Paris mató al rey sidonio y se hizo con un gran botín.