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Creador en el ámbito de la novela de obras tan conocidas como "Yo, Claudio" o "Claudio el dios y su esposa Mesalina", Robert Graves (1895-1985) fue también autor de obras ensayísticas en las que concurren una prodigiosa erudición y una admirable intuición poética. "Los mitos griegos" sistematiza el amplísimo material de la mitología clásica de acuerdo con un método consistente «en reunir en una narración armoniosa todos los elementos diseminados en cada mito, apoyados por variantes poco conocidas que pueden ayudar a determinar su significado, y en responder a todas las preguntas que van surgiendo en términos antropológicos o históricos».
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Seitenzahl: 846
Veröffentlichungsjahr: 2024
Robert Graves
Los mitos griegos, 1
Traducción de Esther Gómez Parro
Prefacio
Introducción
1. El mito pelasgo de la creación
2. Los mitos homérico y órfico de la creación
3. El mito olímpico de la creación
4. Dos mitos filosóficos de la creación
5. Las cinco edades del hombre
6. La castración de Urano
7. El destronamiento de Crono
8. El nacimiento de Atenea
9. Zeus y Metis
10. Las Parcas
11. El nacimiento de Afrodita
12. Hera y sus hijos
13. Zeus y Hera
14. El nacimiento de Hermes, Apolo, Ártemis y Dioniso
15. El nacimiento de Eros
16. Naturaleza y hechos de Posidón
17. Naturaleza y hechos de Hermes
18. Naturaleza y hechos de Afrodita
19. Naturaleza y hechos de Ares
20. Naturaleza y hechos de Hestia
21. Naturaleza y hechos de Apolo
22. Naturaleza y hechos de Ártemis
23. Naturaleza y hechos de Hefesto
24. Naturaleza y hechos de Deméter
25. Naturaleza y hechos de Atenea
26. Naturaleza y hechos de Pan
27. Naturaleza y hechos de Dioniso
28. Orfeo
29. Ganimedes
30. Zagreo
31. Los dioses del mundo subterráneo
32. Tique y Némesis
33. Los hijos del Mar
34. Los hijos de Equidna
35. La rebelión de los gigantes
36. Tifón
37. Los Alóadas
38. El Diluvio de Deucalión
39. Atlante y Prometeo
40. Eos
41. Orión
42. Helio
43. Los hijos de Heleno
44. Ión
45. Alcíone y Ceice
46. Tereo
47. Erecteo y Eumolpo
48. Bóreas
49. Álope
50. Asclepio
51. Los oráculos
52. El alfabeto
53. Los Dáctilos
54. Los Telquines
55. Las Empusas
56. Ío
57. Foroneo
58. Europa y Cadmo
59. Cadmo y Harmonía
60. Belo y las Danaides
61. Lamia
62. Leda
63. Ixión
64. Endimión
65. Pigmalión y Galatea
66. Éaco
67. Sísifo
68. Salmoneo y Tiro
69. Alcestis
70. Atamante
71. Las yeguas de Glauco
72. Melampo
73. Perseo
74. Los mellizos rivales
75. Belerofonte
76. Antíope
77. Níobe
78. Cénide y Ceneo
79. Erígone
80. El jabalí de Calidón
81. Telamón y Peleo
82. Aristeo
83. Midas
84. Cleobis y Bitón
85. Narciso
86. Fílide y Caria
87. Arión
88. Minos y sus hermanos
89. Los amores de Minos
90. Los hijos de Pasífae
91. Escila y Niso
92. Dédalo y Talos
93. Catreo y Altémenes
94. Los hijos de Pandión
95. El nacimiento de Teseo
96. Los trabajos de Teseo
97. Teseo y Medea
98. Teseo en Creta
99. La federalización del Ática
100. Teseo y las Amazonas
101. Fedra e Hipólito
102. Lapitas y Centauros
103. Teseo en el Tártaro
104. La muerte de Teseo
Créditos
Desde la revisión de Los mitos griegos en 1958 he vuelto a meditar sobre el borracho dios Dioniso, sobre los Centauros y su contradictoria fama de sabiduría y fechorías, así como sobre la naturaleza de la ambrosía y el néctar de los dioses. Estos temas están muy ligados entre sí porque los Centauros adoraban a Dioniso, cuyo desenfrenado festín de otoño se conocía como «la ambrosía». A estas alturas ya no creo que cuando sus Ménades corrían furiosas por los campos, despedazando animales y niños (véase 27.f), jactándose des- pués de haber hecho el viaje de ida y vuelta a la India (véase 27.c), estuvieran sólo bajo el efecto embriagador del vino o cerveza de hiedra (véase 27.3). Las pruebas de mi afirmación, recopiladas en mi obra What Food the Centaurs Ate (Steps, Cassell & Co., 1958, pp. 319-343)1, indican que los Sátiros (miembros de tribus cuyo tótem era la cabra), los Centauros (miembros de tribus cuyo tótem era el caballo) y sus Ménades utilizaban estas bebidas para poder tragar una droga muy fuerte, un hongo silvestre llamado amanita muscaria que produce alucinaciones, desenfreno sensual, visiones proféticas, aumento de la energía erótica y notable fuerza muscular. Después de varias horas de experimentar este éxtasis sobreviene un estado de inercia total, fenómeno que explicaría la historia de Licurgo, según la cual, armado sólo con un aguijón, derrotó al embriagado ejército de Dioniso, compuesto de Sátiros y Ménades, tras su victorioso regreso de la India (véase 27.e).
La amanita muscaria aparece grabada en un espejo etrusco a los pies de Ixión, un héroe tesalio que degustaba ambrosía entre los dioses (véase 63.b). Existen otros mitos (véanse 102, 126, etc.) que concuerdan con mi teoría de que sus descendientes, los Centauros, comían este hongo. Y según algunos historiadores, más tarde lo utilizaron los feroces guerreros nórdicos berserks, para mostrar un ardor imparable en la batalla. Ahora estoy seguro de que tanto la «ambrosía» como el «néctar» eran hongos alucinógenos, al menos la amanita muscaria, y probablemente también otros, sobre todo un hongo pequeño y alargado que crece entre el estiércol llamado panaeolus papilionaceus, que produce agradabilísimas e inofensivas alucinaciones. Otro hongo similar aparece en un jarrón ático entre las pezuñas del centauro Neso. En los mitos la ambrosía y el néctar estaban reservados para los «dioses», que debieron de ser reinas y reyes sagrados de la época preclásica. El delito del rey Tántalo (véase 108.c) fue violar el tabú al invitar a plebeyos a compartir su ambrosía.
Los reinados sagrados masculinos y femeninos se extinguieron en Grecia, y al parecer la ambrosía pasó a ser el elemento secreto de los Misterios Eleusinos y Órficos, además de algunos otros asociados con Dioniso. En todo caso, sin embargo, los participantes juraban mantener secreto sobre todo lo que comieran o bebieran, tenían visiones inolvidables y se les prometía la inmortalidad. La «ambrosía» pasó a ser el premio que se concedía a los ganadores de la carrera a pie olímpica cuando se les dejó de otorgar la dignidad de rey. Consistía en una mezcla de alimentos cuyas letras iniciales, tal como demuestro en What Food the Centaurs Ate, formaban la palabra griega que significa «hongo». Las recetas mencionadas por los autores clásicos para el néctar y el cecyon, la bebida mentolada que tomaba Deméter en Eleusis, también componen la palabra griega para «hongo».
Yo mismo he probado el hongo alucinógeno psylocibe, una ambrosía divina que se utiliza desde tiempos inmemoriales entre los indios masatecas de la provincia de Oaxaca, en México. Allí escuché a los sacerdotes invocar a Tlaloc, dios de los hongos, y tuve visiones trascendentales. Así pues, estoy totalmente de acuerdo con R. Gordon Wasson, el descubridor norteamericano de este antiguo rito, en que las ideas europeas sobre el cielo y el infierno pueden muy bien provenir de misterios similares. Tlaloc fue engendrado por el rayo, como lo fue Dioniso (véase 14.c), y en el folclore griego, como en el masateca, todos los hongos tienen el mismo origen; de ahí que en ambos idiomas se les llame proverbialmente «alimento de los dioses». Tlaloc llevaba una corona de serpientes, tal como Dioniso (véase 27.a). Tlaloc tenía un lugar de refugio bajo el agua, y Dioniso también (véase 27.e). Posiblemente la salvaje costumbre de las Ménades de arrancar la cabeza a sus víctimas (véanse 27.f y 28.d) se refiera alegóricamente a arrancar la cabeza de los hongos sagrados, ya que en México jamás se come el tallo. Leemos también que Perseo, rey sagrado de Argos, abrazó el culto a Dioniso (véase 27.i) y dio nombre a Micenas por un hongo que encontró en aquel lugar, debajo del cual brotaba una corriente de agua (véase 73.r). El emblema de Tlaloc, como el de Argos, era un sapo. En el fresco de Tepentitla aparece Tlaloc, y de la boca del sapo brota una corriente de agua. Por tanto, ¿en qué época entonces entablaron contacto las culturas de Europa y América Central?
Estas teorías requieren una investigación más a fondo, por lo que no he incluido mis últimos descubrimientos en el texto de la presente edición. Agradecería de todo corazón la ayuda de algún experto en la materia.
R. G.
Deiá, Mallorca, España
1960
1 Una selección del libro está traducida y publicada por Alianza Editorial, en la colección Alianza Tres, en el volumen La comida de los centauros y otros ensayos. Graves se refiere al ensayo que da título al libro y que ocupa, en la edición española, las pp. 61-93. (N. del E.)
Aparte de todo el corpus de la historia sagrada, los emisarios medievales de la Iglesia católica llevaron a Gran Bretaña un sistema universitario continental basado en los clásicos griegos y latinos. Se consideraba que las leyendas autóctonas como la del rey Arturo, Guy de Warwick, Robin Hood, la Bruja Azul de Leicester y el rey Lear eran apropiadas para el vulgo, pero ya en los comienzos de la dinastía Tudor el clero y las clases cultas aludían con mucha más frecuencia a los mitos que aparecen en las obras de Ovidio y Virgilio y a los resúmenes de la guerra de Troya que se manejaban en las escuelas de enseñanza primaria (o elemental). Aunque la literatura inglesa de los siglos XVI al XIX no puede, por tanto, conocerse correctamente sino a la luz de la mitología griega, los autores clásicos han perdido tanto terreno en escuelas y universidades que ya nadie espera que una persona culta sepa, por ejemplo, quiénes fueron Deucalión, Pélope, Dédalo, Enone, Laocoonte o Antígona. El conocimiento actual de estos mitos se deriva en su mayor parte de versiones de cuentos de hadas, como los Heroes de Kingsley y los Tanglewood Tales de Hawthorne. A primera vista parece que esto no importa mucho, porque en los dos últimos milenios ha estado de moda desprestigiar los mitos tildándolos de historias ridículas y fantasiosas, un legado encantador de la infancia de la inteligencia griega que la Iglesia, lógicamente, desvaloriza para destacar así la superior importancia espiritual de la Biblia. No obstante, resulta difícil sobrestimar su valor en el estudio de la sociología, la religión y la historia primera de Europa.
«Quimérico» es una forma adjetivada del sustantivo chimaera, que significa «cabra». Hace cuatro mil años, la Quimera seguramente no resultaba más extraña que cualquier emblema religioso, heráldico o comercial de nuestros días. Era una bestia ceremonial que tenía (como recoge Homero) cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de serpiente. Se ha hallado una Quimera grabada en las paredes de un templo hitita en Carquemis y, al igual que otras bestias similares, como la Esfinge o el Unicornio, originalmente debió de ser un símbolo calendario: cada componente representaba una estación del año sagrado de la Reina del Cielo, como también lo eran, según Diodoro Sículo, las tres cuerdas de su lira de concha de tortuga. Este antiguo tema del año de tres estaciones es tratado por Nilsson en su obra Primitive Time Reckoning (1920).
Sin embargo, sólo una pequeña parte del enorme y desordenado cuerpo de la mitología griega, que contiene además importaciones de Creta, Egipto, Palestina, Frigia, Babilonia y algunos lugares más, se puede clasificar correctamente tomando la Quimera como un mito auténtico. Por mito auténtico se puede definir la reducción a taquigrafía narrativa de una pantomima ritual representada en festivales públicos y recogida pictóricamente en muchos casos en las paredes de templos, vasijas, sellos, tazones, espejos, cofres, escudos, tapices, etc. La Quimera y animales afines del calendario ocuparon seguramente un lugar destacado en estas representaciones dramáticas que, junto con sus registros orales e iconográficos, se convirtieron en la primera autoridad o carta fundacional de las instituciones religiosas de cada tribu, clan o ciudad. Sus temas eran arcaicos hechizos mágicos para fomentar la fertilidad o la estabilidad de un reinado sagrado (masculino o femenino, aunque, según parece, los reinados femeninos precedieron a los masculinos en toda la región donde se hablaba el griego), así como modificaciones a los mismos en función de las circunstancias. El en- sayo de Luciano Sobre la danza enumera una cantidad increíble de pantomimas rituales que aún se seguían representando en el siglo II de nuestra era. Y la descripción de Pausanias de las pinturas del templo de Delfos y las tallas del Cofre de Cipselo sugieren que hasta ese mismo período habían sobrevivido muchísimos registros mitológicos diversos de los que hoy en día no queda ni rastro.
El verdadero mito debe diferenciarse de:
1.La alegoría filosófica, como la cosmogonía de Hesíodo.
2.La explicación «etiológica» de mitos que ya han dejado de ser comprensibles, como el uncimiento que hace Admeto de un león y un jabalí a su carro.
3.La sátira o parodia, como el relato de Sileno sobre la Atlántida.
4.La fábula sentimental, como la historia de Narciso y Eco.
5.La historia adornada, como la aventura de Arión con el delfín.
6.El romance juglaresco, como la historia de Céfalo y Procris.
7.La propaganda política, como la federalización del Ática por parte de Teseo.
8.La leyenda moral, como la historia del collar de Erifile.
9.La anécdota humorística, como la farsa de Heracles, Ónfale y Pan en el dormitorio.
10.El melodrama teatral, como la historia de Téstor y sus hijas.
11.La saga heroica, como lo es el tema principal de la Ilíada.
12.La ficción realista, como la visita de Odiseo a los Feacios2.
Sin embargo, se pueden encontrar auténticos elementos míticos insertados en las fábulas menos interesantes, y la versión más completa o esclarecedora de un mito concreto pocas veces es dada por un solo autor. Al buscar su forma original no debería suponerse que cuanto más antigua sea la fuente escrita, más fiel ha de ser. A veces, por ejemplo, el travieso alejandrino Calímaco, el frívolo Ovidio augustal o el aburridísimo Tzetzes del último período bizantino dan una versión evidentemente anterior a la de Hesíodo o los trágicos griegos. Y la Excidium Troiae del siglo XIII es en algunas partes más fidedigna que la Ilíada desde el punto de vista mítico. Cuando se quiere poner en prosa una narración mitológica o pseudomitológica, se debe prestar especial atención a los nombres, el origen tribal y el destino de los personajes que aparecen en ella, y luego devolverle la forma de ritual dramático, de tal manera que los elementos concomitantes sugerirán a veces una analogía con otro mito al que se le ha dado un giro anecdótico totalmente distinto, lo cual arrojará luz sobre ambos.
Cualquier estudio de la mitología griega debería comenzar con un análisis de los sistemas políticos y religiosos que existían en Europa antes de las invasiones arias procedentes de los lejanos norte y este. A juzgar por los artefactos y los mitos que han sobrevivido hasta nuestros días, toda la Europa neolítica tenía un sistema de ideas notablemente homogéneo, basado en el culto a la Diosa Madre (con su diversidad de nombres), que también era conocida en Siria y Libia.
La Europa antigua no tenía dioses. La Gran Diosa era considerada inmortal, inmutable y omnipotente, y el concepto de paternidad no se había incorporado aún al pensamiento religioso. Ella tenía amantes, pero sólo por placer, no para dar un padre a sus hijos. Los varones temían, adoraban y obedecían a la matriarca. El hogar que ella atendía en una cueva o choza era el más primitivo centro social, y la maternidad, el misterio esencial. Así pues, la primera víctima de un sacrificio público en Grecia era ofrecida siempre a Hestia, diosa del Hogar. La blanca imagen anicónica de la diosa, quizás su emblema más difundido, que aparece en Delfos como el omphalos u ombligo, puede que representara originalmente un montón de cenizas blancas cubriendo el carbón al rojo, que es la forma más sencilla de mantener el fuego sin humo. Más tarde se identificó pictóricamente con el montón encalado bajo el cual se escondía el muñeco protector de la cosecha de maíz, que se sacaba ya germinado en primavera, y con el montículo de conchas marinas, cuarzo o mármol bajo el cual se enterraba a los reyes. Y a juzgar por Hémera de Grecia y Grainne de Irlanda, no sólo la luna sino también el sol eran los símbolos celestiales de la diosa. Sin embargo, en el antiguo mito griego el sol cede prioridad a la luna, la cual inspira un horrible temor supersticioso, no se oscurece al declinar el año y tiene el poder de dar o negar agua a los campos.
Las tres fases de la luna –nueva, llena y menguante– evocaban las tres edades de la matriarca: doncella, ninfa (mujer núbil) y vieja fea. Luego, dado que el curso anual del sol recordaba igualmente el auge y declive de sus facultades físicas –doncella en la primavera, ninfa en verano y vieja en invierno–, se identificaba a la diosa con los cambios de estación en la vida vegetal y animal, y por tanto con la Diosa Madre, que al comienzo del año vegetativo da sólo hojas y capullos, luego flores y frutos y finalmente deja de producir. Posteriormente se la concibió como otra tríada: la doncella del aire superior, la ninfa de la tierra o el mar y la vieja del mundo subterráneo, tipificadas, respectivamente, por Selene, Afrodita y Hécate. Estas analogías místicas fomentaron el carácter sagrado del número tres, y la diosa Luna llegó a alcanzar nueve facetas cuando cada una de las tres personificaciones –doncella, ninfa y vieja– aparecieron en tríadas para demostrar su divinidad. Sus adoradores nunca olvidaron que no se trataba de tres diosas, sino de una, aunque en la época clásica el templo de Estínfalo en Arcadia era uno de los pocos que quedaban en los que todas ellas llevaban el mismo nombre: Hera.
Una vez admitida oficialmente la relación del coito con el parto –un relato de este momento decisivo en la historia de la religión aparece en el mito hitita del ingenuo Appu (H. G. Güterbock, Kumarbi, 1946)–, el estatus del hombre en la religión fue mejorando gradualmente y se dejó de atribuir a los vientos o los ríos la preñez de las mujeres. Parece que la ninfa tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes varones, un rey para ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un símbolo de fertilidad más que un objeto de placer erótico. La sangre esparcida de este hombre servía para hacer fructificar los árboles y las cosechas y para la reproducción de los rebaños. Su carne se partía y era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras de perras, yeguas o cerdas. Después, como modificación a esta práctica, el rey moría tan pronto como el poder del sol, con el que se le identificaba, empezaba a declinar en verano, y otro joven, su mellizo o supuesto mellizo –un antiguo término irlandés muy apropiado es tanist–, se convertía en amante de la reina para ser debidamente sacrificado a mediados del invierno y recibir el premio de convertirse en serpiente oracular. Estos consortes tenían poder ejecutivo sólo cuando se les permitía representar a la reina vestidos con sus trajes mágicos. Así fue como se desarrolló el reinado masculino y, aunque el sol se convirtió en símbolo de la fertilidad masculina al identificarse la vida del rey con el paso de las estaciones, siguió estando bajo la tutela de la Luna, al igual que el rey lo estuvo bajo la de la reina, al menos en teoría, incluso mucho después de haber desaparecido la fase matriarcal. Por eso las brujas de Tesalia, una región conservadora, solían amenazar al Sol, en nombre de la Luna, con engullirlo en una noche eterna.
Sin embargo, no hay pruebas de que incluso allá donde las mujeres eran soberanas en asuntos religiosos a los hombres se les negaran algunos campos en los que pudieran actuar sin la supervisión femenina, aunque es muy posible que adoptaran muchas de las características del «sexo débil» consideradas hasta entonces funcionalmente propias del hombre. A ellos se les podía confiar la caza, la pesca, la recolección de ciertos alimentos, el pastoreo de rebaños y manadas y su ayuda en la defensa del territorio tribal frente a los intrusos, siempre y cuando no transgredieran la ley matriarcal. Se elegían jefes de los clanes totémicos y se les recompensaba otorgándoles ciertos poderes, especialmente en tiempos de guerra o durante las migraciones. Las reglas para determinar quién actuaría como jefe supremo variaban, al parecer, de un matriarcado a otro: normalmente se elegía al hermano de la reina, su tío materno o el hijo de su tía por parte de madre. El jefe supremo de una tribu primitiva tenía también autoridad para actuar como juez de disputas personales entre hombres, con tal de que no se menoscabara con ello la autoridad religiosa de la reina. La sociedad matriarcal más primitiva que existe en nuestros días es la de los nagares de la India meridional, donde las princesas, a pesar de casarse con niños de los que inmediatamente se divorcian, tienen hijos con amantes de cualquier rango social. Las princesas de varias tribus matrilineales de África Occidental se casan con extranjeros o plebeyos. Las mujeres de la realeza griega prehelénica también consideraban normal elegir amantes entre sus siervos cuando las Cien Casas de Lócride y los locros epicefirios no eran excepcionales.
Al principio se calculaba el tiempo por las fases de la luna, y todas las ceremonias importantes tenían lugar en una determinada fase. Los solsticios y equinoccios no se fijaban con exactitud, sino por aproximación a la siguiente luna nueva o llena. El número siete adquirió un especial carácter sagrado porque el rey moría en la séptima luna llena después del día más corto. E incluso cuando, tras una cuidadosa observación astronómica, se demostró que el año solar constaba de 364 días más algunas horas, tuvo que ser dividido en meses –es decir, en ciclos lunares– antes que en fracciones del ciclo solar. Estos meses se convirtieron más tarde en lo que el mundo de habla inglesa aún sigue llamando common-law months (meses de derecho consuetudinario), de veintiocho días cada uno. El veintiocho era un número sagrado, en el sentido de que se podía adorar a la luna como mujer, cuyo ciclo menstrual es normalmente de veintiocho días, y porque éste es también el verdadero período de las revoluciones de la luna en relación con el sol. La semana de siete días era una unidad del mes de derecho consuetudinario, y parece que el carácter de cada día se deducía de la cualidad atribuida al correspondiente mes de vida del rey sagrado. Este sistema llevó a una identificación aún más estrecha de la mujer con la luna y, dado que el año de 364 días es exactamente divisible por veintiocho, la secuencia anual de festivales populares podría encajar en esos meses de derecho consuetudinario. Como tradición religiosa el año de trece meses subsistió entre los campesinos europeos durante más de mil años tras la adopción del calendario juliano. Así, Robin Hood, que vivió en la época de Eduardo II, exclamó en una balada que celebraba el festival del Primero de Mayo:
¿Cuántos meses felices hay en el año?
Trece hay, digo yo...
lo que un editor Tudor cambió por «Sólo doce, digo yo...». Trece, el número del mes en que muere el sol, nunca ha perdido su maléfica reputación entre los supersticiosos. Los días de la semana estaban a cargo de los Titanes: los genios del sol, de la luna y de los cinco planetas descubiertos hasta entonces, que eran responsables de ellos ante la diosa como Creadora. Este sistema se desarrolló probablemente en la matriarcal Sumeria.
Así pues, el sol pasaba por trece fases mensuales, comenzando en el solsticio de invierno, cuando los días empiezan a alargarse tras su largo declive otoñal. El día adicional del año astral, ganado al año solar por la rotación de la Tierra alrededor de la órbita del sol, se intercaló entre el decimotercero y el primer mes, y se convirtió en el día más importante de los 365, con ocasión del cual la ninfa tribal elegía al rey sagrado, que solía ser el ganador de una carrera, un combate o un torneo de arco. Pero este calendario primitivo sufrió modificaciones; parece que en algunas regiones el día adicional se intercaló, no en el solsticio de invierno, sino en algún otro día del Año Nuevo, como el correspondiente al día de la Candelaria (que marca el ecuador del invierno), cuando empiezan a aparecer los primeros indicios de la primavera; o en el equinoccio de primavera, cuando se considera que el sol alcanza su madurez; o en el solsticio de verano; o en el orto de Sirio, cuando crece el Nilo; o en el equinoccio de otoño, cuando caen las primeras lluvias.
La mitología griega primitiva se ocupa principalmente de las cambiantes relaciones entre la reina y sus amantes, relaciones que empiezan con los sacrificios anuales o bianuales de éstos y terminan en la época en que se compuso la Ilíada y los reyes se jactaban de «ser mejores que sus padres», siendo aquélla eclipsada por una monarquía masculina ilimitada. Numerosas analogías africanas ilustran las diferentes etapas de este proceso de cambio.
Buena parte del mito griego es historia político-religiosa. Belerofonte doma al alado Pegaso y da muerte a la Quimera; Perseo, en una variante de la misma leyenda, vuela por los aires y decapita a la madre de Pegaso, la gorgona Medusa; también Marduk, el héroe babilónico, mata a la monstruosa Tiamat, diosa del Mar. El nombre de Perseo debería deletrearse correctamente Pterseus, «el destructor», que no era, como bien ha sugerido el profesor Kerenyi, una figura arquetípica de la Muerte, sino que probablemente representaba a los patriarcales helenos que invadieron Grecia y el Asia Menor a comienzos del segundo milenio a.C., y desafiaron el poder de la triple Diosa. Pegaso había sido consagrado a ella porque el caballo con cascos en forma de luna aparecía en las ceremonias de invocación de la lluvia y de nombramiento de los reyes sagrados, y sus alas, más que de velocidad, eran símbolos de la naturaleza celestial. Jane Harrison ha señalado (Prolegomena to the Study of Greek Religion, capítulo V) que Medusa fue en un tiempo la diosa misma, ocultada tras una máscara profiláctica gorgona: un rostro espantoso para advertir a los profanos de los peligros de violar sus Misterios. Perseo decapita a Medusa, es decir, los helenos saquearon los principales templos de la diosa, despojaron a sus sacerdotisas de sus máscaras gorgonas y se apoderaron de los caballos sagrados. En Beocia se ha encontrado una representación primitiva de la diosa con cabeza de gorgona y cuerpo de yegua. Belerofonte, el doble de Perseo, mata a la Quimera licia, es decir, los helenos anularon el antiguo calendario medusino y lo sustituyeron por otro.
Igualmente la destrucción de Pitón por Apolo en Delfos parece registrar la toma del templo de la diosa Tierra cretense por parte de los aqueos. Y lo mismo se puede decir del intento de violación de Dafne, a quien Hera metamorfoseó luego en un laurel. Este mito ha sido citado por psicólogos freudianos como símbolo del horror instintivo de las muchachas por el acto sexual, si bien Dafne podría ser todo menos una virgen asustada. Su nombre es una contracción de Daphoene, «la sanguinaria», la diosa en estado orgiástico cuyas sacerdotisas, las Ménades, mascaban hojas de laurel para embriagarse (el laurel contiene cianuro potásico) y de tanto en tanto salían corriendo en noches de luna llena, asaltaban a los incautos viajeros y descuartizaban niños o animales jóvenes. Estos grupos de Ménades fueron suprimidos por los helenos y tan sólo el bosquecillo de laurel testimoniaba que Dafne había ocupado anteriormente los templos. Mascar laurel por alguien que no fuera la sacerdotisa profética, a quien Apolo mantuvo a su servicio en Delfos, estuvo prohibido en Grecia hasta la época romana.
Las invasiones helénicas a comienzos del segundo milenio a.C., denominadas comúnmente eólica y jónica, parecen haber sido menos destructivas que la aquea y la doria, a las que precedieron. Pequeñas bandas armadas de pastores que adoraban a la trinidad aria formada por Indra, Mitra y Varuna cruzaron la barrera natural del monte Otris y se asentaron de forma bastante pacífica entre las colonias prehelénicas de Tesalia y Grecia central. Fueron aceptados como hijos de la diosa local, a la que proporcionaban reyes sagrados. Fue así como la aristocracia militar masculina se reconcilió con la teocracia femenina no sólo en Grecia, sino también en Creta, donde igualmente pusieron el pie los helenos, quienes después llevaron la civilización cretense a Atenas y el Peloponeso. El griego llegó a hablarse finalmente en todo el Egeo y ya en la época de Herodoto solamente un oráculo utilizaba la lengua prehelénica (Herodoto: viii, 134-5). El rey actuaba como representante de Zeus, Poseidón o Apolo, y se hacía llamar por uno o varios de esos nombres, aunque incluso Zeus fue durante siglos un simple semidiós, y no una divinidad olímpica inmortal. Todos los mitos primitivos sobre el tema del dios que seduce a las ninfas parecen referirse a los matrimonios entre caudillos helenos y sacerdotisas de la Luna locales, matrimonios a los que Hera se oponía enconadamente, lo que viene a significar la oposición del sentimiento religioso conservador.
Cuando la brevedad del reinado masculino empezó a resultar molesta, se acordó prolongar el año de trece meses a un Gran Año de cien lunaciones, al final del cual casi coincide el tiempo lunar con el solar. Pero, dado que aún era necesario hacer fructificar los campos y las cosechas, el rey accedió a sufrir una falsa muerte anual y ceder su soberanía por un día –el día intercalado que no se contaba en el año astral sagrado– al rey niño sustituto, o interrex, que moría al ocaso y con cuya sangre se rociaban los campos en una ceremonia. Luego el rey sagrado gobernaba durante todo el Gran Año, teniendo un tanista como lugarteniente, o bien los dos lo hacían en años alternos, o bien la reina les permitía dividir el reino en dos mitades y reinar de forma simultánea. El rey representaba a la reina en muchas funciones sagradas, llevaba sus vestiduras, se ponía pechos falsos, tomaba prestada su hacha lunar como símbolo de poder e incluso llegó a apoderarse del arte mágico de hacer llover. La muerte ritual del rey variaba en función de las circunstancias; podía ser descuartizado por mujeres salvajes, traspasado con una lanza de pastinaca, derribado con un hacha, atravesado en el talón con una flecha envenenada, tirado por un precipicio, quemado en una pira, ahogado en un estanque o muerto en un accidente de carro especialmente ideado a tal fin. La cuestión era que debía morir. La situación cambió cuando llegó una etapa en que los chicos fueron sustituidos por animales en el ara de sacrificios y el rey se negó a morir al concluir su prolongado mandato. Tras dividir el reino en tres partes y otorgar una a cada uno de sus sucesores, conseguía reinar durante un mandato más con la excusa de haber encontrado una aproximación más exacta entre el tiempo solar y el lunar, a saber, diecinueve años, o 325 lunaciones. El Gran Año se había convertido así en un Año Mayor.
Durante esta sucesión de etapas, reflejadas en numerosos mitos, el rey sagrado conservaba su posición sólo por el derecho que le otorgaba el matrimonio con la ninfa local, que se elegía bien por el resultado obtenido en una carrera con sus compañeras de la casa real, o bien por «ultimogenitura», es decir, por ser la hija núbil de menor edad en la rama más joven. El trono seguía siendo matrilineal, como lo era al menos teóricamente en Egipto, y el rey sagrado y su tanista siempre se elegían, por tanto, entre los miembros que no pertenecían a la casa real femenina. Hasta que finalmente un día un atrevido rey se decidió a cometer incesto con la heredera, considerada como hija suya, consiguiendo así un nuevo derecho al trono cuando llegase el momento de renovar su reinado.
Las invasiones aqueas del siglo XIII a.C. debilitaron seriamente la tradición matrilineal. Parece que fue ahora cuando el rey se las ingenió para reinar durante toda su vida natural, de manera que en el momento de la llegada de los dorios, hacia finales del segundo milenio, la sucesión patrilineal ya se había convertido en norma. Un príncipe ya no abandonaba la casa paterna para casarse con una princesa extranjera; ahora era ella la que iba a vivir con él, como hizo Penélope seducida por Odiseo. La genealogía se hizo patrilineal, aunque un episodio samio mencionado en la Vida de Homero del pseudo Herodoto demuestra que algún tiempo después de que las Apaturias (o Festival del Parentesco Masculino) hubieran sustituido al Festival del Parentesco Femenino, los ritos aún estaban constituidos por sacrificios a la Madre Diosa a los que no se permitía la asistencia de hombres.
Entonces se acordó el sistema familiar olímpico como conciliación de las posturas helénica y prehelénica: una familia divina compuesta de seis dioses y seis diosas –encabezada por los respectivos soberanos, Zeus y Hera– que formaban una especie de Consejo de Dioses al estilo babilónico. Pero, tras una rebelión de la población prehelénica descrita en la Ilíada como una conspiración contra Zeus, Hera quedó subordinada a aquél. Atenea se declaró «a favor del Padre» y al final Dioniso aseguró la preponderancia masculina en el Consejo desplazando a Hestia. Sin embargo, las diosas, a pesar de haber quedado en minoría, nunca fueron completamente excluidas –como lo fueron en Jerusalén– porque los venerados poetas Homero y Hesíodo «habían dado a estas deidades sus títulos y diferenciado sus diversos dominios y poderes especiales» (Herodoto: ii. 53), que no eran fáciles de expropiar. Además, aunque el sistema de reunir a todas las mujeres de sangre real bajo el control del rey para desanimar a los extraños de cualquier intento contra un trono matrilineal se adoptó en Roma con la fundación del Colegio de Vestales, y en Palestina cuando el rey David formó su harén real, en Grecia nunca llegó a establecerse. La descendencia, la sucesión y la herencia por línea paterna impiden la creación de más mitos. Comienza entonces la leyenda histórica, que va desapareciendo a la luz de la historia común.
Las vidas de personajes como Heracles, Dédalo, Tiresias y Fineo abarcan varias generaciones, porque en realidad son más bien títulos que nombres de héroes concretos. No obstante, los mitos siempre resultan prácticos aunque sea difícil reconciliarlos con la cronología: insisten en algún punto de la tradición, no importa cuánto se haya distorsionado su significado en el relato. Tomemos, por ejemplo, la confusa narración del sueño de Éaco, en el que las hormigas, cayendo de un roble oracular, se convierten en hombres y colonizan la isla de Egina después de haberla despoblado Hera. Aquí, los principales puntos de interés son los siguientes: que el roble naciera de una bellota de Dodona; que las hormigas fueran de Tesalia; y que Éaco fuera nieto del río Asopo. Estos elementos se combinaron para dar un recuento conciso de las inmigraciones a Egina que tuvieron lugar hacia finales del segundo milenio a.C.
A pesar de la similitud del modelo en los mitos griegos, todas las interpretaciones detalladas de leyendas concretas están abiertas a ser cuestionadas hasta que los arqueólogos puedan proporcionar una tabulación más exacta de los movimientos tribales en Grecia y sus fechas. No obstante, el enfoque histórico y antropológico es el único razonable. Es posible demostrar la falsedad de la teoría que afirma que la Quimera, la Esfinge, la Gorgona, los Centauros, los Sátiros y otros seres afines son explosiones ciegas del inconsciente colectivo jungiano a las que nunca se ha dado ni se podrá dar un significado preciso. La Edad del Bronce y el comienzo de la del Hierro en Grecia no corresponden a la infancia de la humanidad, como afirma Jung. El que Zeus se tragara a Metis, por ejemplo, y posteriormente diera a luz a Atenea a través de un orificio abierto de un hachazo en su cabeza no es una fantasía irreprimible, sino un ingenioso dogma teológico que encarna al menos tres visiones contradictorias entre sí:
1.Atenea era la hija partogénica de Metis, es decir, el miembro más joven de la tríada encabezada por Metis, diosa de la sabiduría.
2.Zeus se tragó a Metis, de ahí que los aqueos suprimieran el culto a ella y atribuyeran toda la sabiduría que la diosa poseía a Zeus como su dios patriarcal.
3.Atenea era hija de Zeus, por eso los aqueos adoradores de Zeus no destruyeron los templos de Atenea a condición de que sus seguidores aceptaran la soberanía suprema del dios.
La deglución de Metis por Zeus y su secuela tuvieron que ser representadas gráficamente en las paredes de un templo, y así, tal como el erótico Dioniso –en un tiempo hijo partogénico de Sémele– renació de su muslo, la intelectual Atenea renació de la cabeza de su padre Zeus.
Si algunos mitos son desconcertantes a primera vista, se debe normalmente a que el mitógrafo ha malinterpretado, accidental o voluntariamente, una imagen sagrada o un rito dramático. A este proceso lo he denominado iconotropía, y se pueden encontrar ejemplos del mismo en cada cuerpo de la literatura sagrada que autoriza una reforma radical de las antiguas creencias. El mito griego abunda en ejemplos iconotrópicos. Por ejemplo, las mesas de taller de Hefesto, que tenían tres patas y eran capaces de trasladarse por sí mismas a las asambleas de los dioses para luego volver (Ilíada, xviii, pp. 368 y ss.), no son, como apunta sutilmente el Dr. Charles Seltman en su Twelve Olympian Gods, predecesoras de los automóviles, sino discos solares con tres patas cada uno (como el escudo de la Isla de Man), que aparentemente representaban el número de años de tres estaciones, período durante el cual se permitía reinar a un «hijo de Hefesto» en la isla de Lemnos. También el llamado «Juicio de Paris», en el que se apela a un héroe para que decida entre los encantos rivales de tres diosas y recompense con su manzana a la mejor, manifiesta una antigua situación ritual ya superada en la época de Homero y Hesíodo. Estas tres diosas son en realidad una sola en tríada: Atenea la doncella, Afrodita la ninfa y Hera la vieja. Y es Afrodita quien ofrece la manzana a Paris en lugar de recibirla de él. Esta manzana, que simboliza el amor comprado por Paris con su propia vida, será el pasaporte de éste a los Campos Elíseos, los huertos de manzanos del Occidente a los que sólo tienen permitido el acceso las almas de los héroes. Un obsequio parecido aparece con frecuencia en mitos irlandeses y galeses. También las Tres Hespérides se lo ofrecen a Heracles, y Eva, «Madre de todo ser viviente», se lo entrega a Adán. Así Némesis, diosa del bosquecillo sagrado que en un mito posterior se convirtió en símbolo de la venganza divina sobre los reyes orgullosos, lleva una rama cargada de manzanas, que es su regalo a los héroes. Todos los paraísos del Neolítico y la Edad del Bronce eran islas-huertos. De hecho, la misma palabra paraíso significa «huerto».
Una verdadera ciencia del mito debería comenzar con el estudio de la arqueología, la historia y la religión comparada, y no en la consulta del psicoterapeuta. Aunque los defensores de Jung sostienen que «los mitos son revelaciones originales de la psique preconsciente, conclusiones involuntarias sobre los sucesos psíquicos que tienen lugar en el inconsciente», el contenido de la mitología griega no fue más misterioso que las modernas caricaturas electorales, y en su mayor parte los mitos se formularon en territorios que mantenían estrechos contactos políticos con la Creta minoica, un país tan sofisticado que contaba con archivos escritos, edificios de cuatro pisos con higiénicos sistemas de canalización, puertas con modernos sistemas de seguridad, marcas registradas, ajedrez, un sistema centralizado de pesas y medidas y un calendario basado en una paciente observación astronómica.
Mi método ha consistido en ensamblar en una narrativa armónica todos los elementos sueltos de cada mito, apoyándolos con variantes poco conocidas que pueden ayudar a determinar el significado, y al mismo tiempo intentar responder lo mejor que sé a todas las preguntas que se puedan plantear, tanto en términos históricos como antropológicos. Soy consciente de que es ésta una tarea demasiado ambiciosa para un único mitólogo, por mucho empeño y esfuerzo que le dedique. Por alguna parte tendrán que aparecer errores. Permítaseme ahora recalcar que cualquier afirmación hecha en esta obra sobre la religión o el ritual mediterráneo antes de la aparición de los registros escritos es pura conjetura. No obstante, desde que este libro apareció en 1955, me he sentido alentado por las cercanas analogías que E. Meyrowitz aporta en su Akan Cosmological Drama (Faber & Faber) respecto a los cambios sociales y religiosos presentados aquí. Los akanos son un pueblo resultante de la inmigración hacia el sur de bereberes libios –primos de la población prehelénica griega– desde los oasis del Sáhara (véase 3.3) y su mezcla étnica mediante matrimonios en Tombuctú con negros del río Níger. En el siglo XI d.C. se trasladaron más al sur, hacia lo que ahora es Ghana. Entre ellos persisten cuatro tipos distintos de culto. El más antiguo adora a la Luna como la suprema triple diosa Ngame, absolutamente idéntica a la libia Neith, la cartaginesa Tanit, la cananea Anatha y la primitiva Atenea griega (véase 8.1). Se dice que Ngame procreó cuerpos celestes por sus propios medios (véase 1.1) y que luego dio vida a los hombres y a los animales disparando a sus cuerpos inertes flechas mágicas con su arco de luna nueva. También se cuenta que puede tomar vida en su aspecto asesino, como lo hizo la diosa lunar Ártemis (véase 22.1). Se piensa que en períodos de inestabilidad una princesa de linaje real puede ser derrotada por la magia lunar de Ngame y parir una deidad tribal que establece su morada en un santuario y guía a un grupo de emigrantes a una nueva región. Esta mujer se convierte en reina-madre, jefa militar, jueza y sacerdotisa de la colonia que ella misma funda. Entretanto, la deidad se ha revelado como un animal totémico que se halla protegido por un estricto tabú, aparte de la cacería anual y el posterior sacrificio de un único ejemplar, lo que arroja luz también sobre la cacería anual de la lechuza que practicaban los pelasgos en Atenas (véase 97.4). Se crean entonces los estados, formados por federaciones tribales, convirtiéndose la deidad tribal más poderosa en la diosa del Estado.
El segundo tipo de culto marca la coalescencia de los akanos con los adoradores sudaneses de un dios-padre, Odomankona, quien proclamaba haber creado el universo sin ayuda de nadie (véase 4.c). Parece que eran guiados por caudillos varones elegidos y habían adoptado la semana sumeria de siete días. Se adapta entonces el mito diciendo que Ngame dio vida a la creación inanimada de Odomankona y cada deidad tribal pasa a representar una de las siete potencias planetarias. Dichas potencias –tal como presumo que sucedió en Grecia cuando se introdujo desde Oriente el culto de los Titanes (véase 11.3)– forman parejas de varón y hembra. La reina-madre del Estado, como representante de Ngame, realiza un matrimonio anual sagrado con el representante de Odomankona, a saber, el amante que ella ha elegido y a quien, al acabar el año, los sacerdotes matan y desuellan. Esta misma práctica parece haber existido entre los griegos (véanse 9.a y 21.5).
En el tercer tipo de culto, el amante de la reina-madre se convierte en rey y es venerado como el aspecto masculino de la Luna, siendo así el equivalente del dios fenicio Baal Haman. Para evitar su muerte se sacrifica cada año a un muchacho que representa el papel de rey (véase 30.1). La reina-madre delega entonces su poder ejecutivo en un visir y se concentra en sus funciones rituales, destinadas a la fertilización.
En el cuarto tipo de culto, el rey, tras haber conseguido que le rindan pleitesía unos cuantos reyezuelos, rechaza su aspecto dios-Luna y se proclama a sí mismo rey-Sol al estilo de los egipcios (véanse 67.1 y 2). A pesar de seguir celebrándose cada año el sagrado rito matrimonial, el rey se libera de la dependencia de la Luna. En esta etapa, el matrimonio patrilocal sustituye al matrilocal y proporciona a las tribus heroicos ancestros masculinos a los que adorar, tal como ocurrió en Grecia, aunque allí el culto solar nunca desplazó al culto del dios-trueno.
Entre los akanos, todo cambio relacionado con el ritual de la corte se indica añadiendo algo al mito ya aceptado de los acontecimientos celestes. Así, si el rey ha nombrado un nuevo guardián real y para dar más brillo a este cargo le casa con una princesa, se anuncia entonces que un guardián celeste ha hecho lo mismo. Es probable que el matrimonio de Heracles con la diosa Hebe, y su nombramiento como guardián de Zeus (véase 145.i y j), reflejara un acontecimiento similar acaecido en la corte de Micenas; y que los festines divinos del Olimpo fueran el equivalente de las celebraciones de Olimpia bajo la presidencia conjunta del rey supremo de Micenas, semejante a Zeus, y la suma sacerdotisa de Hera en Argos.
Por último, quiero expresar mi profundo agradecimiento a Janet Seymour-Smith y a Kenneth Gay por ayudarme a dar forma a este libro; a Peter y Lalage Green por haber corregido las pruebas de los primeros capítulos; a Frank Seymour-Smith por enviarme desde Londres textos latinos y griegos difíciles de encontrar; y a los muchos amigos que me han ayudado a mejorar la primera edición.
R. G.
Deiá, Mallorca
España
Nota
Cada mito se cuenta primero en forma de narración, identificándose los párrafos con letras en cursiva (a, b, c...). Las fuentes se dan en notas al pie de página, numeradas de acuerdo con las referencias del texto. Luego viene un comentario explicativo dividido en párrafos identificados con números en cursiva (1, 2, 3...). Las referencias cruzadas de una sección explicativa a otra se hacen indicando el número del mito y del párrafo. Por ejemplo (43.4) remite al lector al párrafo 4 de la sección explicativa del mito 43.
2 Véanse 4, 69, 83, 84, 87, 89, 99, 106, 136, 161, 162-165, 170.
a. En el principio Eurínome, diosa de Todas las Cosas, surgió desnuda del Caos, pero no encontró una base sólida en la cual apoyar sus pies, así que separó el mar del cielo danzando sola sobre las olas. Danzó en dirección al sur, y el viento que se creaba a su paso pareció algo nuevo y distinto, apropiado para comenzar una obra de creación. Volviéndose, atrapó este viento del norte, lo frotó entre sus manos y he aquí que apareció la gran serpiente Ofión. Eurínome siguió bailando para entrar en calor, su danza cada vez más y más salvaje, hasta que Ofión, invadido por la lujuria, se enroscó entre esos miembros divinos y se vio impelido a copular con ella. Este viento del norte, también llamado Bóreas, fertiliza por eso las yeguas que con frecuencia tornan sus cuartos traseros al viento y conciben potros sin ayuda alguna de semental3. Fue así como Eurínome quedó encinta.
b. Después tomó la forma de una paloma y anidó en las olas, y, llegado el momento, puso el Huevo Universal. A petición suya Ofión se enroscó siete veces en este huevo hasta que rompió y se dividió en dos mitades. De él salieron sus hijos, todo lo que existe: el sol, la luna, los planetas, las estrellas, la Tierra con sus montañas y ríos, sus árboles, hierbas y todas las criaturas vivientes.
c. Eurínome y Ofión establecieron su morada en la cima del monte Olimpo, donde él la ofendió afirmando ser el creador del universo. Acto seguido ella le golpeó la cabeza con el talón, le arrancó los dientes de un puntapié y lo desterró a las oscuras cavernas subterráneas4.
d. Después la diosa creó las siete potencias planetarias, poniendo cada una de ellas bajo el control de un titán y una titánide: Tía e Hiperión para el sol; Febe y Atlas para la luna; Dione y Crío para el planeta Marte; Metis y Ceo para Mercurio; Temis y Eurimedonte para Júpiter; Tetis y Océano para Venus; Rea y Crono para Saturno5. Pero el primer hombre fue Pelasgo, progenitor de los Pelasgos. Surgió del suelo de Arcadia y fue seguido por varios otros a los que enseñó a construir cabañas, alimentarse de bellotas y hacer túnicas con piel de cerdo como las que siguen utilizando las gentes humildes de Eubea y Fócida6.
1. No obstante, en este arcaico sistema religioso no existían los dioses ni los sacerdotes, sino sólo una diosa universal y sus sacerdotisas, siendo las mujeres el sexo dominante y el varón una víctima asustada. La paternidad no era un honor, la fecundación se atribuía al viento, a la ingestión de habas o al hecho de tragarse accidentalmente algún insecto; la herencia era matrilineal y se consideraba a las serpientes encarnaciones de los muertos. Eurínome («vagar sin límite») era el título de la diosa como luna visible. Su nombre sumerio era Iahu («paloma suprema»), título que más tarde pasó a Jehová como creador. Fue en su forma de paloma como Marduk la cortó simbólicamente en dos en la Fiesta de la Primavera en Babilonia, cuando inauguró el nuevo orden mundial.
2. Ofión, o Bóreas, es la serpiente demiurgo del mito egipcio y hebreo. En el primitivo arte mediterráneo la diosa aparece constantemente en su compañía. Los pelasgos nacidos de la tierra, que al parecer se consideraban nacidos de los dientes de Ofión, quizás fueran originariamente el pueblo neolítico de las «vasijas pintadas» que llegaron a Grecia desde Palestina alrededor del año 3500 a.C., y a quienes los primeros helenos –inmigrantes llegados de Asia Menor cruzando las Cíclades– encontraron ocupando el Peloponeso setecientos años después. Pero el término «pelasgo» llegó a aplicarse de forma vaga a todos los habitantes prehelénicos de Grecia. Así Eurípide (citado por Estrabón: v.2.4) dice que los pelasgos adoptaron el nombre de «danaides» a la llegada a Argos de Dánao y sus cincuenta hijas (véase 60.f). Las severas críticas a su licenciosa conducta (Herodoto: vi.37) se refieren seguramente a la costumbre prehelénica de orgías. Estrabón cuenta en el mismo párrafo que los que vivían cerca de Atenas eran conocidos con el nombre de pelargi, que significa «cigüeña», quizás por ser ésta su ave totémica.
3. Los Titanes («señores») y las Titánides tenían sus equivalentes en las astrologías babilonia y palestina, donde eran deidades que regían los siete días de la sagrada semana planetaria, y es posible que fueran introducidas por los cananeos o los hititas, colonia que se asentó en el istmo de Corinto a principios del segundo milenio a.C. (véase 67.2), o incluso por los primeros helenos. Pero cuando se abolió en Grecia el culto a los Titanes y la semana de siete días dejó de aparecer en el calendario oficial, su número, según algunos autores, se redujo a doce, seguramente para hacerlos corresponder con los signos del zodíaco. Hesíodo, Apolodoro, Estéfano de Bizancio, Pausanias y otros dan listas incongruentes de sus nombres. En el mito babilonio los regentes planetarios de la semana –a saber, Samas, Sin, Nergal, Bel, Beltis y Ninib– eran todos varones excepto Beltis, la diosa del Amor. Pero en la semana germánica, que los celtas habían tomado del Mediterráneo oriental, el domingo, el martes y el viernes estaban regidos por Titánides y no por Titanes. A juzgar por el carácter divino de las parejas de hijos e hijas de Éolo (véase 43.4) y el mito de Níobe (véase 77.1), cuando el sistema llegó por primera vez a la Grecia prehelénica desde Palestina se decidió emparejar a una Titánide con un Titán como una forma de salvaguardar los intereses de la diosa. Pero no pasó mucho tiempo antes de que los catorce quedaran reducidos a una compañía mixta de siete. Las potencias planetarias eran las siguientes: el Sol, que representaba la iluminación; la Luna, el encantamiento; Marte, el crecimiento; Mercurio, la sabiduría; Júpiter, la ley; Venus, el amor; Saturno, la paz. Los astrólogos griegos clásicos estuvieron de acuerdo con los babilonios y adaptaron los nombres a Helio, Selene, Ares, Hermes (o Apolo), Zeus, Afrodita y Crono, cuyos equivalentes latinos, mencionados anteriormente, siguen dando nombre a las semanas italiana, francesa y española.
4. Al final, mitológicamente hablando, Zeus se tragó a los Titanes, incluida su primitiva identidad, ya que los judíos de Jerusalén adoraban a un Dios trascendental formado por todas las potencias planetarias de la semana. Esta teoría se encuentra simbolizada en el candelabro de siete brazos y en los Siete Pilares de la Sabiduría. Según Pausanias (ii.20.9), los siete pilares planetarios, instalados junto a la tumba del Caballo en Esparta, estaban adornados al modo antiguo, y posiblemente guardaban relación con los ritos egipcios introducidos por los pelasgos (Herodoto: ii.57). No es seguro que los judíos tomaran prestada esta teoría de los egipcios, o que fuera al contrario, pero el llamado Zeus Heliopolitano, del que habla A. B. Cock en su Zeus (i.570-76), era del tipo egipcio y llevaba bustos de las siete potencias planetarias como ornamentos frontales de su envoltura corporal, y frecuentemente también bustos de las restantes potencias olímpicas como ornamentos posteriores. Una estatuilla en bronce de este dios fue hallada en Tortosa, España; otra en Biblos, Fenicia; y una estela de mármol de Marsella muestra seis bustos planetarios y una figura de cuerpo entero de Hermes –a quien se le otorga suprema importancia en las estatuillas–, supuesto inventor de la astronomía. En Roma, Júpiter fue aclamado igualmente como dios trascendental por Quinto Valerio Sorano, aunque allí no regía el sistema semanal como en Marsella, Biblos y (probablemente) Tortosa. Pero nunca se permitió que las potencias planetarias influyeran en el culto olímpico oficial por ser consideradas no griegas (Herodoto: i.131) y por tanto antipatrióticas. Aristófanes (La paz, 403 y ss.) hace decir a Trígalo que la Luna y «el Sol, ese viejo villano», están tramando una conspiración para traicionar a Grecia y entregarla a los bárbaros persas.
5. La afirmación de Pausanias de que Pelasgo fue el primer hombre es una prueba de la continuidad de una cultura neolítica en Arcadia hasta la época clásica.
a. Algunos dicen que los dioses y todas las criaturas vivientes se originaron en la corriente de Océano, que envuelve al mundo, y que Tetis fue la madre de todos sus hijos7.
b. Pero los órficos dicen que la Noche de alas negras, diosa que inspiraba temor al propio Zeus8, fue cortejada por el Viento y puso un huevo de plata en el vientre de la Oscuridad; y que Eros, al que algunos llaman Fanes, salió de ese huevo y puso el universo en movimiento. Eros poseía los dos sexos, tenía alas doradas, cuatro cabezas, a veces mugía como un toro o rugía como un león, y a veces siseaba como una serpiente o balaba como un carnero. La Noche, que le dio el nombre de Ericepayo y Protógeno Faetonte9, vivía en una cueva con él manifestándose en su triple aspecto: Noche, Orden y Justicia. Delante de esa cueva se hallaba sentada la inevitable madre Rea, que tocaba un tambor de latón para llamar la atención de los hombres a los oráculos de la diosa. Fanes creó la tierra, el cielo, el sol y la luna, pero la triple diosa gobernó el universo hasta que su cetro pasó a manos de Urano10.
1. El mito de Homero es una versión del relato pelasgo de la creación (véase I.2), ya que Tetis gobernaba en el mar como Eurínome y Océano circundaba el universo como Ofión.
2. El mito órfico es otra versión pero con influencias de una doctrina mística posterior del amor (Eros) y de teorías sobre la adecuada relación entre los sexos. El huevo plateado de la Noche representa a la luna, siendo la plata el metal lunar. Como Ericepayo («comedor de erica»), el dios del amor Fanes («el que revela») es una abeja macho celestial de fuerte zumbido, hijo de la Gran Diosa (véase 18.4). La colmena era objeto de estudio como modelo de república ideal y confirmaba el mito de la Edad de Oro, cuando la miel caía de los árboles (véase 5.b). Rea tocaba su tambor de latón para evitar que las abejas enjambrasen donde no debían y ahuyentar las influencias malignas, como las bramaderas utilizadas en los Misterios. Como Protógeno Faetonte («primogénito deslumbrante»), Fanes es el Sol, que los órficos consideraban símbolo de la iluminación (véase 28.d), y sus cuatro cabezas corresponden a los animales simbólicos de las cuatro estaciones. Según Macrobio, el Oráculo de Colofón identificaba a este Fanes con el trascendental dios Iao: Zeus (carnero), la primavera; Helio (léon), el verano; Hades (serpiente), el invierno; Dioniso (toro), el Año Nuevo.
Con el advenimiento del patriarcado el cetro de la Noche pasó a Urano.
a. Al principio de todas las cosas la Madre Tierra surgió del Caos y, mientras dormía, parió a su hijo Urano. Mirándola tiernamente desde lo alto de las montañas, derramó lluvia fértil sobre sus grietas ocultas y ella concibió la hierba, las flores y los árboles, con los animales y las aves que podían vivir en ese entorno. Esta misma lluvia produjo las corrientes fluviales y llenó las cavidades con agua, y fue así como aparecieron los lagos y mares.
b. Los primeros hijos de la Madre Tierra, de forma semihumana, fueron los Gigantes de Cien Manos llamados Briareo, Giges y Coto. Luego aparecieron el viento salvaje, los tres brutales Cíclopes de un solo ojo, maestros herreros y constructores de gigantescas murallas, originariamente procedentes de Tracia, luego de Creta y Licia11, cuyos hijos encontró Odiseo en Sicilia12. Sus nombres eran Brontes, Estéropes y Arges, y sus fantasmas habitan las cavernas del volcán Etna desde que Apolo los mató en venganza por la muerte de Asclepio.
c. Sin embargo, los libios aseguran que Garamante nació antes que los de las cien manos y que, cuando emergió de la planicie, ofreció a la Madre Tierra un sacrificio de bellotas dulces13.
1. Este mito patriarcal de Urano fue aceptado oficialmente en el sistema religioso olímpico. Urano, cuyo nombre vino a significar el «cielo», parece haber ganado su posición como Padre Original al ser identificado con el dios pastoral Varuna, uno de los integrantes de la trinidad masculina aria. Pero su nombre griego es una forma masculina de Ur-ana («reina de las montañas», «reina del verano», «reina de los vientos» o «reina de los bueyes salvajes»), es decir, la diosa en su aspecto orgiástico estival. El matrimonio de Urano con la Madre Tierra recoge una primitiva invasión helénica del norte de Grecia que permitió al pueblo de Varuna afirmar que él había sido el padre de las tribus nativas que encontró allí, aunque reconocían que era el hijo de la Madre Tierra. Una enmienda al mito recogida por Apolodoro dice que la Tierra y el Cielo se separaron en una batalla mortal y posteriormente volvieron a unirse por amor. Esto también lo mencionan Eurípides (Melanipo el sabio, fragmento 484, ed. Nauck) y Apolonio de Rodas (Argonáutica, i.494). La mortal lucha debe de referirse al choque que provocó la invasión helénica entre los principios matriarcales y patriarcales. Giges («nacido de la tierra») tiene otra forma, gigas (gigante), y en el mito los gigantes se asocian con las montañas del norte de Grecia. Briareo («fuerte») también era llamado Egeón (Ilíada, i.403) y por tanto es posible que su pueblo fueran los libio-tracios, cuya diosa-cabra Egis (véase 8.1) dio nombre al mar Egeo. Coto fue el antepasado epónimo (dador de nombre) de los cotianos que adoraban a la orgiástica Cotito, y difundieron su culto desde Tracia por todo el noroeste de Europa. Estas tribus se encuentran descritas como «las cien manos», tal vez porque sus sacerdotisas estaban organizadas en colegios de cincuenta, como las Danaides y las Nereidas, o quizás porque los hombres estaban organizados militarmente en grupos de cien, como los primeros romanos.
2. Parece que los cíclopes fueron un gremio de forjadores de bronce de la primitiva Hélade. Cíclope significa «el de ojo en forma de anillo», y es muy probable que tuvieran tatuados anillos concéntricos en la frente en honor al sol, fuente de energía de sus hornos de forja. Los tracios continuaron la tradición de tatuarse hasta la época clásica (véase 28.2
