Yo, Claudio - Robert Graves - E-Book

Yo, Claudio E-Book

Robert Graves

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Beschreibung

En el díptico que integran "Yo, Claudio" y "Claudio el dios y su esposa Mesalina", la amplitud y la profundidad de los conocimientos sobre la Antigüedad clásica de Robert Graves (1895-1985) se conjugan con una prosa que da aliento una poderosa y viva imaginación capaz de reconstruir toda la grandeza y miseria de la Roma imperial. Primer volumen de la supuesta "autobiografía" de este singular emperador, destinado a serlo contra sus propias inclinaciones, las intrigas, la depravación, las sangrientas purgas y la crueldad de los reinados de Augusto y Tiberio, que culminaron en la locura de la etapa de Calígula, sirven de marco histórico a la trama de la novela.

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Seitenzahl: 848

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Robert Graves

Yo, Claudio

A partir de la autobiografía de Claudio

Emperador de los romanos nacidoen el año 10 a. de C. y asesinadoy deificado el 54 d. de C.

Índice

Nota del autor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Árbol genealógico de la familia imperial y sus vinculaciones hasta el año 41

Créditos

... Una historia que fue sometida a toda clase de tergiversaciones, no sólo por parte de quienes entonces vivían, sino también en tiempos posteriores; porque es lo cierto que toda transición de prominente importancia está envuelta en la duda y la oscuridad. Mientras unos tienen por hechos ciertos los rumores más precarios, otros convierten los hechos en falsedades. Y unos y otros son exagerados por la posteridad.

TÁCITO

Por la versión latina de los versos sibilinos mencionados en el primer capítulo quedo en deuda con Mr. A. K. Smith. Se publican aquí por primera vez:

Punica centenos durabit poena per annos:

Res Romana viro parebit caesariato:

Calvus caesarie dominus dominabitur orbi:

Omnibus ille viris mulier mas ille puellis:

Rex equitabit equo bifidis equus unguibus ibit:

Filius imbelli fictus mactaverit ictu.

Imperium hinc alter ficto patre caesariato

Caesariae crinitus habet, qui marmore Romae

Mutabit lateres. Non visis vinciet Urbem

Compedibus. Fictae secreto coniugis astu

Occidet ut fictus bona filius occupet heres.

Tertius hinc sumet ficto patre caesariato

Calvus caesarie regnum cui sanguine limus

Commixtus. Victrix penes ilium et victa vicissim

Roma erit. Ille instar gladii pulvinar habebit,

Filius et fictus regni potietur iniqui.

Quartus habet solium ficto patre caesariato

Calvus caesarie invenis, cui Roma ministrae est.

Feta veneficiis Urbs impia serviet uni.

Quo puer ibat equo vectus calcatus eodem

Se iuvenem ferro cecidisse fatetur equino

Caesariatus ad hoc quintus numerabitur hirtus

Caesarie, toti genti contemptus avitae.

Imbecillus iners, aestivas addere Romae

Aptus aquas populo frumenta hiemalia praebet.

Ille tamen fictae secreto coniugis astu

Occidet ut fictus bona filius occupet heres.

Sextus habet regnum ficto patre caesariato.

Flamma pavor citharoedus eunt tria monstra per urbem.

Sanguine dextra rubert materno. Septimus heres

Nemo erit, at sexti busto cruor ibit ab imo.

R. G.

Galmpton, Brixham

Nota del autor

La «pieza de oro» que se emplea aquí como unidad monetaria regular es el aureus latino, una moneda que vale 100 sestertii o veinticinco denarii de plata («piezas de plata»). Se la puede comparar, aproximadamente, con una libra esterlina o cinco dólares norteamericanos de preguerra. La «milla» es la milla romana, unos treinta pasos más corta que la inglesa. Las fechas marginales se han dado, con fines de conveniencia, de acuerdo con los cómputos cristianos: los cómputos griegos usados por Claudio contaban los años a partir de la Primera Olimpíada, que se realizó en 776 a. de C. También por motivos de conveniencia se han usado los nombres geográficos más familiares: por ejemplo, «Francia», y no «Galia Transalpina», porque Francia abarca más o menos la misma región territorial, y habría sido incoherente llamar a ciudades como Nimes, Boulogne y Lyon por sus nombres modernos –los clásicos no serían popularmente reconocibles– ubicándolas en la Gallia Transalpina o, como la llamaban los griegos, en Galatia. (Los términos geográficos griegos se prestan a confusión: Germania era «el país de los celtas».) De manera similar, se han utilizado las formas más familiares de los nombres propios: «Livio» por Titus Livius, «Cimbelino» por Cunobelinus, «Marco Antonio» por Marcus Antonius.

En ocasiones resultó difícil encontrar versiones adecuadas para términos militares, legales y otros vocabularios técnicos. Para dar un solo ejemplo, la palabra «azagaya». El aviador T. E. Shaw (y aprovecho esta oportunidad para agradecerle su cuidadosa lectura de estas pruebas) pone en tela de juicio mi utilización de «azagaya» como equivalente de la framea o pfreim germana. Sugiere «jabalina». Pero no he adoptado la sugestión, si bien adopté, con reconocimiento, algunas otras que me hizo, porque necesitaba «jabalina» como equivalente de pilum, el proyectil arrojadizo normal del disciplinado infante romano, y porque «azagaya» tiene un sonido más salvaje. «Azagaya» tiene una vigencia de 300 años en el idioma inglés y adquirió nuevo vigor en el siglo xix gracias a las guerras zulúes. La framea de largo ástil y punta de hierro fue utilizada, según Tácito, como arma arrojadiza y como arma de empuñar para el ataque. Lo mismo sucedió con la azagaya de los guerreros ama-zulúes, con quienes los germanos de la época de Claudio tenían mucho en común en el plano cultural. Si hay que reconciliar las afirmaciones de Tácito, primero en cuanto a la naturaleza manipulable de la framea en la lucha cuerpo a cuerpo, y luego en cuanto a su naturaleza poco manipulable en la lucha entre árboles, es probable que los germanos hayan hecho lo que hicieron los zulúes: quebrar el extremo del largo ástil de la framea cuando comenzaba el combate cuerpo a cuerpo. Pero pocas veces se llegó a esa situación, porque los germanos preferían las tácticas de guerrillas cuando luchaban con el infante romano, mucho mejor armado que ellos.

En sus Doce Césares, Suetonio se refiere a las historias de Claudio, considerándolas escritas con «ineptitud», y no con «falta de elegancia». Empero, si algunos pasajes de esta obra están escritos, no sólo con cierta ineptitud, sino, además, con poca elegancia –las frases penosamente construidas y las digresiones torpemente ubicadas–, ello no está en desacuerdo con el estilo literario de Claudio, tal como aparece en su discurso latino sobre las franquicias de Aedua, algunos fragmentos del cual sobreviven. En verdad, el discurso está sembrado de inelegancias de ese tipo, pero es probable que se trate de una trascripción del acta taquigráfica oficial de las palabras exactas pronunciadas por Claudio ante el Senado, el discurso de un hombre fatigado que improvisaba conscientemente su oratoria tomando como base un papel con unas cuantas notas generales. Yo, Claudio es una obra compuesta en el estilo familiar de la conversación, lo mismo que el griego, en verdad, es un lenguaje mucho más conversacional que el latín. La carta griega de Claudio a los alejandrinos, descubierta en fecha reciente, y que sin embargo podría ser en parte la obra de un secretario imperial, se lee con mucha mayor facilidad que el discurso sobre Aedua.

Por la ayuda recibida en cuanto a la corrección clásica, tengo que agradecer a Miss Eirlys Roberts, y por las críticas respecto de la congruencia con la redacción inglesa, a Miss Laura Riding.

R. G.

Capítulo 1

Año 41

Yo, Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico Esto-y-lo-otro-y-lo-de-más-allá (porque no pienso molestarlos todavía con todos mis títulos), que otrora, no hace mucho, fui conocido de mis parientes, amigos y colaboradores como «Claudio el Idiota», o «Ese Claudio», o «Claudio el Tartamudo» o «Clau-Clau-Claudio», o, cuando mucho, como «El pobre tío Claudio», voy a escribir ahora esta extraña historia de mi vida. Comenzaré con mi niñez más temprana y seguiré año tras año, hasta llegar al fatídico momento del cambio en que, hace unos ocho años, a la edad de cincuenta y uno, me encontré de pronto en lo que podría denominar «la jaula dorada» de la cual jamás he podido zafarme desde entonces.

Éste no es en modo alguno mi primer libro; en rigor, la literatura, y en especial la redacción de obras de historia –que de joven estudié aquí en Roma con los mejores maestros contemporáneos–, fue, hasta que sobrevino el cambio, mi única profesión e interés durante más de treinta y cinco años. Por lo tanto, mis lectores no deberán sorprenderse ante mi consumado estilo: en verdad es el propio Claudio el que escribe este libro, y no un secretario cualquiera, ni tampoco alguno de los cronistas oficiales a quienes los hombres públicos acostumbran a comunicar sus recuerdos, en la esperanza de que una escritura elegante anule la parvedad del tema y la adulación endulce los vicios. En esta obra, lo juro por todos los dioses, soy mi propio secretario y mi propio analista oficial. Escribo por mi propia mano, ¿y qué favor puedo esperar ganar de mí mismo con zalamerías? Permítaseme agregar que ésta no es la primera historia de mi vida que he escrito. En una ocasión escribí otra, en ocho volúmenes, como contribución a los archivos de la ciudad. Fue una cosa chata, que tuve en muy poco aprecio, y sólo la escribí en respuesta a peticiones públicas. Para ser sincero, durante su composición estuve muy ocupado con otros asuntos –eso fue hace dos años– y la mayor parte de los cuatro primeros volúmenes la dicté a un secretario griego, con la orden de no alterar nada mientras escribía (salvo donde fuese necesario para el equilibrio de las frases, o para eliminar repeticiones o contradicciones). Pero admito que casi toda la segunda mitad de la obra, y por lo menos algunos capítulos de la primera, fueron compuestos por ese mismo individuo, Polibio (a quien yo mismo bauticé, cuando era un joven esclavo, con el nombre del famoso historiador), con materiales que yo le suministré. Y copió con tanta exactitud mi estilo, que en verdad, cuando terminó, nadie habría podido adivinar qué parte había sido escrita por mí y cuál por él.

Era un libro monótono, lo repito. No me encontraba en condiciones de criticar al emperador Augusto, que era mi tío abuelo materno, ni a su tercera y última esposa, Livia Augusta, que era mi abuela, porque ambos habían sido oficialmente deificados y yo estaba vinculado a sus cultos en calidad de sacerdote. Y aunque habría podido criticar con acritud a los dos indignos sucesores imperiales de Augusto, no lo hice por respeto a la decencia. Habría sido injusto exculpar a Livia, y al propio Augusto en la medida en que se sometió a la voluntad de esa mujer notable y –quiero decirlo de una vez– abominable, y decir a la vez la verdad sobre los otros dos, cuyos recuerdos no estaban igualmente protegidos por el respeto religioso. Permití que fuese un libro aburrido, y registré en él sólo hechos tan poco discutibles como, por ejemplo, que Fulano se casó con Zutana, la hija de Mengano, quien tenía a su favor tal y cual cantidad de honores públicos, sin mencionar, sin embargo, los motivos políticos del matrimonio, ni el regateo oculto entre las familias. O si no, escribía que Fulano había muerto de pronto, después de comer un plato de higos africanos, pero no hablaba para nada del veneno, ni de aquellos para quienes la muerte resultaba ventajosa, a menos de que los hechos estuviesen respaldados por un veredicto de los tribunales en lo criminal. No decía mentira alguna, pero tampoco decía la verdad en el sentido en que pienso decirla aquí. Hoy, cuando consulté ese libro en la biblioteca de Apolo, en la colina Palatina, para refrescar mi memoria en cuanto a ciertos problemas de fechas, me sentí interesado al tropezar con algunos pasajes de los capítulos públicos que habría podido jurar que fueron escritos o dictados por mí, tan peculiarmente propio parecía el estilo, aunque no recordaba haberlos escrito ni dictado. Si eran obra de Polibio, constituían un trabajo maravillosamente perfecto de imitación (admito que tenía mis otras historias para estudiar), pero si en realidad eran míos, entonces mi memoria es peor aún de lo que afirman mis enemigos. Después de leer lo que acabo de escribir, veo que estoy incitando sospechas, en lugar de desarmarlas, en primer lugar en cuanto a mi paternidad absoluta de lo que sigue, luego en cuanto a mi integridad como historiador y finalmente en relación con mi memoria para los hechos. Pero dejaré las cosas como están; escribo como siento, y a medida que la historia se desarrolle, el lector estará mejor dispuesto a creer que no oculto nada: ése por lo menos es mi mérito.

Ésta es una historia confidencial. ¿Pero quiénes, se preguntará, son mis confidentes? Mi respuesta es: la dirijo a la posteridad. No me refiero a mis biznietos ni a mis tataranietos. Me refiero a una posteridad remotísima. Y sin embargo tengo la esperanza de que ustedes, mis eventuales lectores de la centésima generación futura, o de más lejos aún en el tiempo, sientan que hablo con ustedes en forma directa, como si fuese un contemporáneo, como a menudo Heródoto y Tucídides, muertos tiempo ha, parecen hablarme a mí. ¿Y por qué especifico una posteridad tan remota? Lo explicaré.

Hace poco menos de dieciocho años fui a Cumas, en Campania, y visité a la sibila en su risco del monte Gauro. Siempre hay una sibila en Cumas, porque cuando una muere la reemplaza su novicia-servidora. Pero no todas son igualmente famosas. A algunas de ellas Apolo jamás les concede el favor de una profecía en los largos años de su servicio. Otras profetizan, por supuesto, pero parecen inspiradas más bien por Baco que por Apolo, por las tonterías de borracho que salen de su boca, cosa que ha desacreditado al oráculo. Antes de la sucesión de Deófoba, a quien Augusto consultaba a menudo, y de Amaltea, que todavía vive y es famosísima, hubo una serie de mediocres sibilas durante casi 300 años. La caverna está detrás de un bello templete griego consagrado a Apolo y Artemisa (Cumas era una colonia griega eólica). Sobre el pórtico hay un antiguo friso dorado que se cree obra de Dédalo, lo que es un absurdo, porque no tiene más de 500 años de antigüedad, si los tiene, en tanto que Dédalo vivió por lo menos hace 1.100 años. Representa la historia de Teseo y el minotauro al que mató en el Laberinto de Creta. Antes de que se me permitiera visitar a la sibila tuve que sacrificar allí un buey y una oveja a Apolo y Artemisa, respectivamente. Era diciembre y hacía un tiempo frío. La caverna era un lugar aterrador, excavado en la roca viva; el acceso, empinado, tortuoso, oscuro como la pez y lleno de murciélagos. Fui disfrazado, pero la sibila me reconoció. Sin duda me traicionó mi tartamudeo. De niño tartamudeaba mucho, y si bien siguiendo el consejo de especialistas en elocución aprendí gradualmente a dominarme cuando pronunciaba discursos en algunas ocasiones públicas, en otros momentos, en privado, sigo teniendo tendencia –si bien menos que antes–, de vez en cuando, a algún que otro tartajeo nervioso. Que es lo que me sucedió en Cumas.

Entré en la caverna interior después de subir a gatas y penosamente por las escaleras, y vi a la sibila, más semejante a un mono que a una mujer, sentada en una silla, en una jaula que pendía del techo. Sus vestiduras eran rojas y sus ojos inmóviles brillaban, rojos, en el rayo de luz roja que caía de alguna parte, sobre su cabeza. Su boca desdentada sonreía. Había en mi derredor un olor a muerte. Pero conseguí pronunciar de cualquier manera el saludo que había preparado. No me contestó. Sólo más tarde me enteré de que ése era el cuerpo momificado de Deófoba, la sibila anterior, que había muerto recientemente a la edad de 110 años. Sus párpados estaban sostenidos por bolitas de vidrio plateadas por detrás para hacerlas brillar. La sibila reinante vivía siempre con su predecesora. Bueno, debo de haber estado unos minutos frente a Deófoba, estremecido y haciendo muecas propiciatorias... me pareció toda una vida. Al cabo apareció la sibila viviente, que se llamaba Amaltea y que era una mujer joven. El rayo de luz roja se extinguió y con él desapareció Deófoba –alguien, probablemente la novicia, había cubierto el ventanillo de vidrio rojo– y un nuevo rayo de luz, esta vez blanco, descendió e iluminó a Amaltea, sentada en un trono de marfil, en las sombras de la parte posterior. Tenía un hermoso rostro de demente, de alta frente, y estaba sentada tan inmóvil como Deófoba. Pero tenía los ojos cerrados. Me temblaron las rodillas y rompí a tartamudear sin poder contenerme.

–Oh Sib... Sib... Sib... Sib... Sib.. –comencé a decir. Ella abrió los ojos, frunció el ceño y me remedó:

–Oh Clau... Clau... Clau...

Eso me avergonzó y logré recordar lo que había ido a preguntar. Dije entonces, con un gran esfuerzo:

–Oh Sibila; he venido a interrogarte en cuanto al destino de Roma y el mío.

El rostro de la mujer cambió de manera gradual, el poder profético se apoderó de ella, se retorció y jadeó, y en todas las galerías hubo un ruido como de carreras, portazos, alas que me rozaron el rostro, la luz se apagó. La sibila musitó un verso griego con la voz del dios:

La que gime bajo la púnica maldición

y se ahoga bajo el peso de su oro,

antes de sanar, aún más enfermará.

Su boca viva engendrará moscones

y gusanos en sus ojos bullirán.

Hombre alguno sabrá el día de su muerte.

Luego agitó los brazos sobre la cabeza y continuó:

Diez años y cincuenta y tres días,

y Clau-Clau-Claudio recibirá

un regalo que todos codician menos él.

Mas cuando haya enmudecido y ya no esté

–mil novecientos años, más o menos–,

Clau-Clau-Claudio hablará con claridad.

El dios rió entonces por su boca, con un sonido encantador y sin embargo terrible, ¡jo, jo, jo! Hice una reverencia, me volví deprisa y salí tambaleándome; caí de cabeza por el primer tramo de rotos escalones, me herí la frente y las rodillas y así, penosamente, salí, perseguido por la tremenda carcajada.

Ahora hablo como adivino experto, como historiador profesional y como sacerdote que ha tenido oportunidades de estudiar los libros sibilinos, tal como fueron normalizados por Augusto, y sé que puedo interpretar los versos con cierta confianza. Es indudable que por maldición púnica la sibila se refería a la destrucción de Cartago por nosotros, los romanos. Hace tiempo que debido a ello nos encontramos bajo la maldición divina. Juramos amistad y protección a Cartago en nombre de nuestros principales dioses, Apolo incluido, y luego, celosos de su rápida recuperación de los desastres de la segunda guerra púnica, la empujamos a librar la tercera, la destruimos por completo, diezmamos a sus habitantes y cubrimos sus campos de sal. «El peso de su oro» es el principal instrumento de esa maldición: un ansia de dinero que ha asfixiado a Roma desde que destruyó a su principal rival comercial y se convirtió en la dueña de todas las riquezas del Mediterráneo. Con las riquezas vino la pereza, la codicia, la crueldad, la deshonestidad, la cobardía, el afeminamiento y todos los otros vicios no romanos. A su debido tiempo se sabrá cuál es el regalo que todos deseaban menos yo, y que me fue entregado exactamente diez años y cincuenta y tres días más tarde. Los versos referentes a la claridad con que hablaría Claudio me intrigaron durante años, pero a la postre creo que he llegado a entenderlos. Pienso que son un mandato de escribir esta obra. Cuando la haya terminado la trataré con un líquido conservador, la encerraré en un cofrecillo de plomo y la enterraré profundamente en alguna parte, para que la posteridad la encuentre y la lea. Si mi interpretación es correcta, será hallada dentro de unos 1.900 años. Y luego, cuando todos los otros autores de la actualidad cuyas obras los sobrevivan parezcan arrastrarse y tartajear, puesto que sólo han escrito para el día de hoy, y ello con reservas, mi historia hablará con claridad y audacia. Quizá, pensándolo bien, no me tomaré el trabajo de encerrarla en un cofre. La dejaré en cualquier lado. Porque mi experiencia como historiador me dice que más documentos sobreviven por casualidad que por intención. Apolo ha hecho su profecía, de modo que dejaré que Apolo cuide del manuscrito. Como ven, he preferido escribir en griego, porque el griego, pienso, seguirá siendo siempre el principal idioma literario del mundo, y si Roma decae como ha indicado la sibila, ¿no decaerá también su idioma? Además, el griego es el lenguaje de Apolo.

Tendré sumo cuidado con las fechas (que como se advierte voy poniendo al margen) y los nombres propios. Al compilar mis historias de Etruria y Cartago tuve que dedicar más horas enfurecidas de lo que quiero recordar, para desentrañar en qué año había sucedido tal o cual acontecimiento y si un hombre llamado Fulano de Tal era en realidad Fulano de Tal, o si era un hijo, un nieto o un biznieto de éste, o si no tenía parentesco alguno con él. Quiero evitar a mis sucesores este tipo de irritación. Así, por ejemplo, de los distintos personajes de esta historia que llevan el nombre de Druso –mi padre, yo mismo, un hijo mío, mi primo, mi sobrino–, cada uno de ellos será distinguido con claridad cuando se lo mencione. Y, otro ejemplo, cuando hable de mi tutor, Marco Porcio Catón, dejaré establecido que no se trata de Marco Porcio Catón, el Censor, instigador de la tercera guerra púnica; ni de su hijo del mismo nombre, el conocidísimo jurista; ni de su nieto, el cónsul del mismo nombre; ni de su biznieto del mismo nombre, el enemigo de Julio César; ni de su tataranieto del mismo nombre, que murió en la batalla de Filipos, sino de un hijo de ese tataranieto, absolutamente anónimo y también del mismo nombre, que nunca ocupó un cargo público ni lo mereció. Augusto lo nombró mi tutor y después fue maestro de varios otros jóvenes nobles romanos e hijos de reyes extranjeros, porque si bien su nombre le daba derecho a un puesto de la más elevada dignidad, su naturaleza severa, estúpida y pedante no lo calificaba para nada mejor que el oficio de maestro elemental de escuela.

Año 10 a. de C.

Para fijar la fecha a que corresponden estos acontecimientos, creo que lo mejor que puedo hacer es decir que mi nacimiento ocurrió en el año 744 después de la fundación de Roma por Rómulo y en el año 767 después de la primera olimpíada, y que el emperador Augusto, cuyo nombre es difícil que perezca ni siquiera luego de 1.900 años de historia, gobernaba para entonces desde hacía veinte años.

Antes de cerrar este capítulo de introducción quiero agregar algo más acerca de la sibila y sus profecías. Ya he dicho que en Cumas, cuando muere una sibila la sucede otra, pero que algunas son más famosas que las demás. Hubo una muy famosa, Demófila, a quien Eneas consultó antes de su descenso al infierno. Y más tarde hubo otra Herófila, quien visitó al rey Tarquino y le ofreció una colección de profecías a un precio superior al que él quería pagar. Cuando se negó a abonar el precio, según dice la historia, ella quemó una parte y le ofreció lo que quedaba por el mismo dinero, pero él continuó negándose. Luego la sibila quemó otra parte y le ofreció lo que restaba, siempre al mismo precio... que él, por curiosidad, pagó al fin. Los oráculos de Herófila eran de dos tipos: profecías de advertencia o de esperanza para el futuro, y órdenes para que se hicieran los adecuados sacrificios propiciatorios cuando se presentaban tales y cuales augurios. A estas dos clases se agregaron, con el correr del tiempo, todos los oráculos notables y confirmados que se ofrecían a personas privadas. Por lo tanto, cada vez que Roma parecía amenazada por extraños presagios de desastre, el Senado ordenaba una consulta de los libros por los sacerdotes encargados de ellos, y siempre se encontraba un remedio. En dos ocasiones los libros fueron parcialmente destruidos por el fuego y las profecías perdidas restauradas por los recuerdos combinados de los sacerdotes que los cuidaban. Parece que en muchos casos esos recuerdos resultaron muy defectuosos; es por eso por lo que Augusto puso manos a la obra para redactar un canon autorizado de las profecías y rechazó interpolaciones o restauraciones evidentemente carentes de inspiración. También reunió y destruyó todas las colecciones privadas de oráculos sibilinos no autorizados, así como otros libros de predicciones públicas que pudo encontrar, en número de más de 2.000. Encerró los libros sibilinos revisados en un armario, bajo el pedestal de la estatua de Apolo, en el templo que construyó para el dios cerca de su palacio de la colina palatina. Un libro de la biblioteca histórica privada de Augusto cayó en mis manos algún tiempo después de su muerte. Se denominaba Curiosidades sibilinas y estaba compuesto por las profecías que se habían incorporado al canon original y que luego fueron rechazadas por los sacerdotes de Apolo. Los versos estaban copiados con la hermosa letra del propio Augusto, con los errores característicos de ortografía que, cometidos en su origen por ignorancia, fueron respetados por él como una cuestión de orgullo personal. Es evidente que la mayoría de esos versos no habían sido pronunciados jamás por la sibila, ya sea en éxtasis o fuera de él, sino que fueron compuestos por personas irresponsables que querían glorificarse a sí mismas o a sus casas, o maldecir las casas rivales, afirmando la paternidad divina de sus imaginarias predicciones contra ellas. He advertido que la familia Claudia se mostró particularmente activa en tales falsificaciones. Y sin embargo encontré una o dos profecías cuyo lenguaje demostraba que eran respetablemente arcaicas, cuya inspiración parecía divina y cuyo sentido sencillo y alarmante había decidido sin duda a Augusto –su palabra era ley entre los sacerdotes de Apolo– a no admitirlas en su canon. Ya no tengo el librito en mi poder. Pero puedo recordar casi palabra por palabra la más memorable de una de esas profecías en apariencia auténticas, que estaba registrada en el griego original y (como la mayoría de las piezas del canon) en tosca traducción latina en verso. Hela aquí:

A cien años de la púnica maldición

Roma será esclava de un hombre velludo,

un hombre velludo de muy poco pelo.

Todos los hombres serán mujeres, y cada mujer un hombre.

El corcel que monte tendrá dedos por cascos.

Morirá a manos de su hijo, que no es hijo,

y no en el campo de batalla.

El otro velludo que esclavice al Estado

será hijo, no hijo, del último velludo.

Tendrá de cabellos abundante pelambre.

Dará mármol a Roma en lugar de la arcilla

y la ceñirá con cadenas invisibles.

Morirá a manos de su esposa, que no es esposa,

para bien de su hijo, que no es su hijo.

El tercer velludo que esclavice al Estado

será hijo no hijo de este último velludo.

Será barro mezclado con sangre,

un hombre velludo de muy poco pelo.

Dará a Roma victorias y derrotas

y morirá para bien de su hijo no hijo...

un cojín será su espada.

El cuarto velludo que esclavice al Estado

será hijo no hijo de este último velludo,

un hombre velludo de muy poco pelo.

Dará a Roma venenos y blasfemias

y morirá de una coz de su viejo caballo

que lo paseó de niño.

El quinto velludo que esclavice al Estado,

que esclavice al Estado contra su voluntad,

será el idiota a quien todos desprecian.

Tendrá de cabellos abundante pelambre,

dará a Roma agua y pan de invierno

y morirá a manos de su esposa, que no es esposa,

para bien de su hijo, que no es su hijo.

El sexto velludo que esclavice al Estado

será hijo y no hijo de este último velludo.

Dará a Roma violines y miedo y fuego.

Sus manos estarán tintas en sangre paterna.

No habrá un séptimo velludo que lo suceda

y de su tumba brotará la sangre.

A Augusto tiene que haberle resultado evidente que el primero de los velludos, es decir, los Césares (porque César quiere decir cabellera), fue su tío abuelo Julio, que lo adoptó. Julio era calvo y adquirió renombre por sus orgías con uno y otro sexo. Y su corcel de guerra, como se sabe públicamente, era un monstruo que tenía dedos en lugar de cascos. Julio escapó con vida de muchas duras batallas, pero finalmente fue asesinado en el Senado por Bruto. Y Bruto, aunque se le había endosado otra paternidad, era, según se creía, hijo natural de Julio. «¡También tú, hijo!», dijo Julio, cuando Bruto se precipitó sobre él daga en mano. Ya he hablado de la guerra púnica. Augusto debe de haber reconocido en sí mismo al segundo de los Césares. En verdad él mismo, al final de su vida, se jactó, mientras contemplaba los templos y los edificios públicos que había reedificado espléndidamente, y pensando también en la obra de toda su vida, de fortalecer y glorificar al imperio, que había encontrado a Roma de barro y la dejaba de mármol. Pero en cuanto a la forma de su muerte, debe de haberle parecido que la profecía era ininteligible o increíble; y sin embargo cierto escrúpulo le impidió destruirla. La historia demostrará con claridad quiénes fueron el cuarto y el quinto velludos; y yo en verdad sería un idiota si, admitiendo la inflexible exactitud del oráculo en todos los detalles, hasta el momento, no reconociese al sexto velludo o no me regocijase, en bien de Roma, de que no haya un séptimo velludo para sucederlo.

Capítulo 2

No puedo recordar a mi padre, que murió cuando yo era muy niño, pero de joven jamás deseché una oportunidad de reunir informaciones del tipo más detallado posible sobre su vida y carácter, de todas las personas que estuvieran a mi alcance –senador, soldado, esclavo– y que lo hubieran conocido. Empecé a escribir su biografía como mi tarea de aprendiz en historia, y si bien muy pronto mi abuela Livia terminó con eso, continué reuniendo material con la esperanza de poder terminar algún día la obra. La terminé, en realidad, pero tampoco ahora tiene mucho sentido ponerla en circulación. Está imbuida de sentimientos tan republicanos, que en cuanto Agripinila –mi actual esposa– se enterase de su publicación, haría secuestrar hasta el último ejemplar y mis infortunados copistas-escribas tendrían mucha suerte si escapaban con los brazos incólumes y los pulgares e índices sin retorcer, cosa que sería una muestra típica de los sentimientos de Agripinila. ¡Cómo me odia esa mujer!

El ejemplo de mi padre me ha guiado a través de la vida con más energía que el de ninguna otra persona, con la excepción de mi hermano Germánico. Y todos convienen en que Germánico fue la verdadera imagen de mi padre en facciones, cuerpo (a pesar de sus delgadas piernas), valentía, intelecto y nobleza, de modo que me resulta fácil combinarlos en mis pensamientos para formar un personaje único. Si pudiese comenzar este relato con una narración de mi infancia, sin ir más allá de mis padres, por cierto que lo haría, porque las genealogías y las historias de familia son tediosas. Pero no podré dejar de escribir con cierta extensión acerca de mi abuela Livia (la única de mis cuatro abuelos que vivía cuando yo nací), porque, por desgracia, es el principal personaje de la primera parte de mi historia, y si no hago un relato claro de su vida en esa época sus acciones posteriores no resultarán inteligibles. He mencionado que se casó con el emperador Augusto; ése fue su segundo matrimonio, después de divorciarse de mi abuelo. Después de la muerte de mi padre se convirtió en la jefa virtual de nuestra familia, puesto en el que suplantó a mi madre Antonia, a mi tío Tiberio –el jefe legal– y al propio Augusto, a cuya poderosa protección nos había confiado mi padre en su testamento.

Livia pertenecía a la familia Claudia, una de las más antiguas de Roma, lo mismo que mi abuelo. Hay una balada popular, que todavía canta la gente de edad, cuyo refrán dice que el árbol claudio da dos clases de frutos, la manzana dulce y la agria, pero que las ácidas superan en número a las otras. Entre las manzanas ácidas el baladista incluye a Appio Claudio el Orgulloso, que lanzó a toda Roma a un tumulto cuando trató de esclavizar y seducir a una muchacha nacida libre y llamada Virginia, y a Claudio Druso, que en la época republicana trató de ser rey de toda Italia, y a Claudio el Hermoso, que cuando las gallinas sagradas no quisieron comer las arrojó al mar, mientras gritaba: «Pues entonces que beban», a raíz de lo cual perdió una importante batalla naval. Y entre las manzanas dulces el baladista menciona a Appio el Ciego, que disuadió a Roma de una peligrosa alianza con el rey Pirro, y a Claudio Tronco de Árbol, que expulsó a los cartagineses de Sicilia, y a Claudio Nerón (que en el dialecto sabino quiere decir El Fuerte), que derrotó a Asdrúbal cuando salió de España para unir sus fuerzas a las de su hermano, el gran Aníbal. Estos tres fueron hombres virtuosos, además de audaces y sabios. Y el baladista dice que entre las mujeres de la familia Claudia también hay algunas dulces y otras ácidas pero que, asimismo, las ácidas superan en número a las dulces.

Mi abuelo fue uno de los mejores Claudios. Como creía que Julio César era el único hombre lo bastante poderoso para dar a Roma seguridad y paz en aquellos tiempos difíciles, se incorporó al partido cesáreo y luchó con valentía por Julio en la guerra egipcia. Cuando sospechó que Julio trataba de implantar una tiranía personal, mi abuelo no quiso estimular a sabiendas sus ambiciones en Roma, si bien no quiso tampoco arriesgarse a una ruptura franca. Por lo tanto, pidió y obtuvo el puesto de pontífice y en tal carácter fue enviado a Francia, a fundar colonias de soldados veteranos. A su regreso, después del asesinato de Julio, se granjeó la enemistad del joven Augusto, el hijo adoptivo de Julio, que entonces era conocido con el nombre de Octaviano, y de su aliado, el gran Marco Antonio, al tener la osadía de proponer honores a los tiranicidas. Tuvo que huir de Roma. En los disturbios que siguieron se incorporó, ora a este partido, ora a aquél, según que el derecho pareciera asistir a uno o a otro.

Año 41a. de C.

En un momento dado estuvo con el joven Pompeyo, en otro luchó con el hermano de Marco Antonio contra Augusto, en Perusia, Etruria. Pero convencido finalmente de que Augusto, si bien por lealtad estaba obligado a vengar el asesinato de Julio, su padre adoptivo –deber que ejecutó en forma implacable–, no era un tirano en el fondo y más bien buscaba la restauración de las antiguas libertades del pueblo, se pasó a su bando y se estableció en Roma con mi abuela Livia y mi tío Tiberio, que entonces sólo tenía dos años de edad. No participó ya en las guerras civiles, y se conformó con sus deberes de pontífice.

Mi abuela Livia era una de las peores entre los Claudios. Es muy posible que haya sido una reencarnación de aquella Claudia, hermana de Claudio el Hermoso, que fue juzgada por alta traición, porque en una ocasión, cuando su carroza fue detenida por la muchedumbre en la calle, gritó: «¡Si viviera mi hermano! Él sabía cómo dispersar muchedumbres. Usaba el látigo». Cuando uno de los Protectores del Pueblo (en latín «tribunos») se acercó y le ordenó, colérico, que se callara, recordándole que su hermano, por su impiedad, había perdido una flota romana, ella le replicó:

–Buen motivo para desear que estuviera vivo. Podría perder otra flota, y luego otra más, y de esa manera, Dios mediante, disminuir un poco a esta maldita plebe. –Y agregó–: Veo que eres un Protector del Pueblo, y tu persona es inviolable, pero no olvides que los Claudios hemos hecho azotar a algunos protectores antes de ahora, y al diablo con tu inviolabilidad.

Exactamente así hablaba mi abuela Livia, en esa época, acerca del pueblo romano.

–¡Chusma y esclavos! La república fue siempre un fraude. Lo que Roma necesita en realidad es otro rey.

Por lo menos así hablaba con mi abuelo, afirmando que Marco Antonio y Augusto (debería decir Octaviano) y Lépido (un noble adinerado pero poco enérgico), que ahora gobernaban el mundo romano, terminarían por reñir con el tiempo, y que si sabía manejar bien las cosas podía usar su dignidad de pontífice, y la reputación de integridad que le concedían todas las facciones, como un medio para llegar a ser rey él mismo. Mi abuelo replicaba con severidad que si volvía a hablar de esa manera se divorciaría de ella, porque según el antiguo estilo del casamiento romano, el esposo podía separarse de la mujer sin explicaciones públicas, devolviéndole la dote que había aportado pero quedándose con los hijos. Entonces mi abuela guardaba silencio y fingía someterse, pero todo amor que pudiese existir entre ellos había muerto desde ese momento. Sin que mi abuelo lo supiera, se dedicó en el acto a despertar la pasión de Augusto.

No le fue muy difícil, porque Augusto era joven e impresionable, y porque, además, ella había hecho un cuidadoso estudio de sus gustos. Por lo demás, era, según el veredicto popular, una de las tres mujeres más hermosas de su tiempo. Eligió a Augusto como mejor instrumento para sus ambiciones que Antonio –Lépido no contaba–, como un hombre que no se detendría ante nada para lograr sus objetivos y propósitos, cosa que había demostrado dos años antes, cuando 2.000 caballeros y 300 senadores pertenecientes a la facción opositora fueron muertos de manera sumaria por instigación especial de Augusto. Cuando estuvo segura de Augusto, lo instó a deshacerse de Escribonia –una mujer mayor que él, con la cual se había casado por motivos políticos–, para lo cual le dijo que estaba enterada del adulterio de Escribonia con un amigo íntimo de mi abuelo. Augusto se mostró dispuesto a creerlo sin exigir pruebas detalladas. Se divorció de Escribonia, aunque ésta era completamente inocente, el mismo día en que dio a luz a su hija Julia, a la que se llevó de la cámara del parto antes de que Escribonia hubiese visto siquiera a la criatura, y se la entregó a la esposa de uno de sus libertos para que la criara. Mi abuela –que entonces sólo tenía diecisiete años de edad, nueve menos que Augusto– se presentó entonces ante mi abuelo y le dijo:

–Ahora debes divorciarte de mí. Hace cinco meses que estoy embarazada, y tú no eres el padre de mi hijo. He jurado que no tendría otro hijo con un cobarde, y pienso cumplir con el juramento.

Mi abuelo, haya sentido lo que sintiere cuando escuchó esta confesión, sólo respondió:

–Llama al adúltero aquí y discutiremos las cosas juntos, en privado.

En realidad el hijo era de él, pero él no lo sabría nunca, y cuando mi abuela le dijo que era de otro, lo creyó.

Mi abuelo se asombró al enterarse de que su pretendido amigo Augusto era el que lo había traicionado, pero llegó a la conclusión de que había sido tentado por Livia y que no pudo resistirse a la belleza de ésta. Y quizá Augusto estaba resentido con él por la infortunada moción que una vez presentó en el Senado para recompensar a los asesinos de Julio César. Sea lo que fuere, no le hizo reproche alguno a Augusto. Sólo dijo:

–Si amas a esta mujer y quieres casarte con ella honorablemente, llévatela, pero que se observen todas las reglas de la decencia.

Augusto juró que se casaría con ella inmediatamente y que nunca la arrojaría de su lado mientras le fuese fiel. Se comprometió con los más espantosos juramentos. Entonces mi abuelo se divorció de ella. Se dice que consideró ese enamoramiento suyo como un castigo divino contra él, porque en una ocasión, en Sicilia, a instigación de Livia, había armado a unos esclavos para luchar contra ciudadanos romanos. Además ella era una Claudia, miembro de su propia familia, de modo que por esos dos motivos no estaba dispuesto a deshonrarla en público. Por cierto, que no fue por temor a Augusto que asistió a las bodas, unas semanas más tarde, en las que la entregó como lo haría un padre con su hija, para cantar luego, junto con todos, el himno nupcial. Cuando considero que la había amado mucho y que por generosidad se arriesgó a que se le tuviera por cobarde y alcahuete, me siento henchido de admiración por su conducta.

Pero Livia se mostró desagradecida, se encolerizó y se avergonzó cuando él tomó las cosas con tanta serenidad, cuando la entregó con tanta facilidad, como si ella fuese una cosa de poca valía. Y cuando nació su hijo, mi padre, tres meses después, estaba profundamente disgustada con Octavia, la hermana de Augusto y esposa de Marco Antonio –que eran mis otros dos abuelos–, debido a un epigrama griego en el que se decía que eran afortunados los padres que tenían gatos y perros a los tres meses. No sé si Octavia fue en verdad la autora del verso, pero si lo fue, Livia se lo hizo pagar con creces. No es probable que haya sido la autora, porque ella misma se casó con Marco Antonio mientras estaba embarazada de otro esposo que había muerto y, según las palabras del proverbio, el tullido no se burla del tullido. Pero el de Octavia había sido un casamiento político, legalizado por un decreto especial del Senado. No era fruto de la pasión de una de las partes y la ambición personal de la otra. Si se pregunta cómo el Colegio de Pontífices consintió en aceptar la validez del casamiento de Augusto con Livia, la respuesta es que mi abuelo y Augusto eran pontífices, y que el Sumo Pontífice era Lépido, que hacía exactamente lo que le ordenaba Augusto.

Año 33a. de C.

En cuanto mi padre fue destetado, Augusto lo envió a la casa de mi abuelo, donde fue criado junto con mi tío Tiberio, que era cuatro años mayor que él. En cuanto los niños llegaron a la edad de la comprensión, mi abuelo se encargó personalmente de su educación, en lugar de confiarla a un preceptor, como era ya la costumbre general. Jamás dejó de imbuirles el odio a la tiranía y la devoción a los antiguos ideales de justicia, libertad y virtud. Mi abuela Livia se quejó durante mucho tiempo de que sus dos hijos no estuviesen a su cargo –aunque en verdad la visitaban todos los días en el palacio de Augusto, que estaba muy cerca de su residencia en la colina Palatina–, y cuando descubrió en qué forma se les educaba se disgustó muchísimo. Mi abuelo murió de pronto mientras cenaba con unos amigos, y se sospechó que había sido envenenado, pero el asunto fue acallado porque Augusto y Livia se contaban entre los invitados. En su testamento los chicos fueron dejados a la custodia de Augusto. Mi tío Tiberio, de sólo nueve años de edad, pronunció la oración en el funeral de mi abuelo.

Año 31a. de C.

Augusto amaba intensamente a su hermana Octavia y se dolió mucho cuando, poco después del matrimonio de aquélla, se enteró de que Antonio, después de partir hacia el Oriente para guerrear en Partia, se había detenido en el camino para renovar sus intimidades con Cleopatra, la reina de Egipto. Y se dolió mucho más ante la carta insultante que Octavia recibió de Antonio cuando fue a ayudarlo al año siguiente, con hombres y dinero para su campaña. La carta, que le llegó cuando estaba a mitad de camino en su viaje, le ordenaba fríamente que regresara y se ocupara de los asuntos de la casa, pero aceptaba los hombres y el dinero. Livia se sintió secretamente encantada con el incidente, ya que hacía tiempo que se dedicaba con asiduidad a provocar incomprensiones y celos entre Augusto y Antonio, en tanto que Octavia se dedicaba con la misma asiduidad a borrar las desinteligencias. Cuando Octavia regresó a Roma, Livia le pidió a Augusto que la invitase a dejar la casa de Antonio e ir a vivir con ellos. La primera se negó a hacerlo, en parte porque no confiaba en Livia y en parte porque no quería aparecer como causante de la guerra inminente. Al cabo, Antonio, incitado por Cleopatra, envió a Octavia una petición de divorcio y declaró la guerra a Augusto. Fue la última de las guerras civiles, un duelo a muerte entre los dos únicos hombres que quedaban en pie –si se me permite usar la metáfora– después de un combate a espada, de todos contra todos, en el anfiteatro universal. Lépido aún seguía con vida, por cierto, pero era un prisionero en todo sentido, además de ser un individuo inofensivo: se había visto obligado a caer a los pies de Augusto y rogar para que se le perdonase la vida. También el joven Pompeyo, la única otra persona de importancia, cuya flota había dominado durante mucho tiempo el Mediterráneo, fue derrotado por Augusto, y capturado y ejecutado por Antonio. El duelo entre Augusto y Antonio fue breve. Antonio resultó totalmente derrotado en la batalla naval de Accio, en Grecia. Huyó a Alejandría, donde se suicidó... lo mismo que Cleopatra. Augusto se apoderó como propias de las conquistas orientales de Antonio –tal como era la intención de Livia– y se convirtió en el único gobernante del mundo romano. Octavia se mantuvo fiel a los intereses de los hijos de Antonio –no sólo a los de su hijo de una esposa anterior, sino también a los de los tres hijos que había tenido con Cleopatra, una niña y dos varones–, y los crió con sus dos hijas, una de las cuales, Antonia la menor, fue mi madre. Esta nobleza de espíritu provocó general admiración en Roma.

Augusto gobernaba el mundo, pero Livia gobernaba a Augusto. Y aquí tengo que explicar la notable influencia que tenía sobre él. Siempre fue motivo de asombro que el matrimonio no produjese hijos, ya que mi abuela no había demostrado ser infructífera y se afirmaba que Augusto era padre por lo menos de cuatro hijos naturales, aparte de su hija Julia, de quien no hay motivos para dudar de que no fuese su propia hija. Además se sabía que estaba apasionadamente enamorado de mi abuela. La verdad no será aceptada con facilidad. La verdad es que el matrimonio jamás se consumó. Aunque capaz con otras mujeres, Augusto era tan impotente como un niño cuando trataba de mantener relaciones con mi abuela. La única explicación razonable es la de que, en el fondo, Augusto era un hombre piadoso, aunque la crueldad y aun la mala fe le habían sido impuestas por los peligros provocados por el asesinato de su tío abuelo Julio César. Sabía que su matrimonio era impío; parece que este conocimiento le afectó los nervios e impuso un freno interior a su carne.

Mi abuela, que había querido a Augusto como instrumento de su ambición, antes que como amante, se alegró más de lo que se entristeció por su impotencia. Descubrió que podía utilizarla como arma para someter su voluntad a la de ella. Solía hacerle continuos reproches por haberla seducido y apartado de mi abuelo, a quien afirmaba haber amado, y decía que Augusto lo había logrado asegurándole su profunda pasión por ella y amenazando a mi abuelo en secreto de que, si no la entregaba, sería enjuiciado como enemigo público. (Esto último era falso de cabo a rabo.) ¡Y mira, decía, cómo me has engañado! ¡Ese amante apasionado resultaba no ser siquiera un hombre; cualquier pobre carbonero o esclavo era más hombre que él! Ni siquiera Julia era su hija verdadera, y él lo sabía. Para lo único que servía, decía, era para acariciar y manosear y besar y hacer caídas de ojos, como un eunuco cantor. Inútil que Augusto protestara que con otras mujeres era un Hércules. O bien ella se negaba a creerlo o bien lo acusaba de derrochar en otras mujeres lo que le negaba a ella. Pero para que no trascendiese el escándalo de la situación, en una ocasión fingió estar embarazada por él y luego fingió haber tenido un mal parto. La vergüenza y la pasión insatisfecha unieron a Augusto cada vez más a su esposa, con más intensidad que si los deseos de ambos hubiesen sido satisfechos todas las noches o que si ella le hubiese dado una docena de hermosos hijos. Y ella cuidaba con escrupulosidad su salud y comodidad, y le era fiel, ya que no tenía los apetitos naturales, como no fuesen los del poder. Y él se mostraba tan agradecido por ello, que le permitía guiarlo y gobernarlo en todos sus actos públicos y privados. He oído a viejos funcionarios del palacio declarar confidencialmente que, después de casar con mi abuela, Augusto jamás volvió a mirar a otra mujer. Sin embargo, circulaban por Roma todo tipo de historias en cuanto a sus relaciones con esposas e hijas de notables; y después de su muerte, para explicar cómo había logrado un dominio tan completo sobre sus afectos, Livia solía decir que eso no sólo se debía a que ella le había sido fiel, sino también a que jamás se entrometía en sus pasajeros asuntos amorosos. Yo estoy seguro de que ella misma difundió todos esos escándalos a fin de tener algo que reprocharle.

Si se me discute mi autoridad en cuanto a los detalles de esta curiosa historia, puedo ofrecerla. La primera parte, la relacionada con el divorcio, la conocí de labios de la propia Livia, en el año en que murió. El resto, lo concerniente a la impotencia de Augusto, lo supe por una mujer llamada Briseis, criada de mi madre que antes había servido a mi abuela, y como entonces sólo tenía siete años de edad pudo escuchar conversaciones que se creía era demasiado pequeña para entender. Creo que mi relato es veraz, y continuaré creyéndolo así hasta que lo pueda sustituir por otro que se adapte igualmente bien a los hechos. A mi modo de pensar, el verso de la sibila sobre la «esposa que no es esposa» confirma el asunto. No, no puedo cerrar el asunto aquí. Al escribir este pasaje, con la idea, supongo, de proteger el buen nombre de Augusto, me he reservado algo que, en fin de cuentas, ahora revelaré. Porque, como dice el proverbio, «la verdad ayuda al relato a avanzar». Se trata de lo siguiente. Mi abuela Livia consolidó ingeniosamente su influencia sobre Augusto poniendo en sus manos, en secreto y por su propia voluntad, hermosas jóvenes con las cuales podía acostarse cada vez que ella advertía que la pasión lo volvía inquieto. Ella se ocupó de eso, sin decir una palabra antes o después, absteniéndose de los celos que, como esposa, él estaba convencido de que Livia debía experimentar. Pero todo se hizo con suma decencia y sigilo, y las jóvenes (que ella misma elegía en el mercado sirio de esclavas; él prefería las sirias) eran introducidas en el dormitorio de Augusto, de noche, con un golpe y el tintineo de una cadena como señal, y se las volvía a buscar por la mañana temprano, con un golpe y tintineo similares. Y las muchachas guardaban silencio en su presencia, como si fuesen súcubos surgidos de algún sueño... Todo eso lo hizo ella, y siguió siéndole fiel a pesar de su impotencia para con ella, y Augusto debe de haberlo considerado una prueba perfecta del sincero amor de su esposa. Podrá objetarse que Augusto, en su posición, habría podido tener las mujeres más hermosas del mundo, libres o esclavas, solteras o casadas, para alimentar su apetito sin la ayuda de Livia como alcahueta. Eso es cierto, pero también es cierto que después de su casamiento con Livia él no volvió a probar carne, como él mismo dijo en cierta ocasión, si bien quizás en otro contexto, que ella no hubiese aprobado como digna de ser comida.

Por lo tanto, Livia no tenía motivo alguno para sentir celos de las mujeres, con la excepción de su cuñada, mi otra abuela, Octavia, cuya belleza provocaba tanta admiración como su virtud. Livia obtenía un placer malicioso en simpatizar con ella por la infidelidad de Antonio. Había llegado hasta el punto de sugerir que la culpa, en gran parte, la tenía la propia Octavia por vestirse con tanta modestia y comportarse con tanto decoro. Señaló que Marco Antonio era un hombre de fuertes pasiones, y que para retenerlo con éxito una mujer debía atemperar la castidad de una matrona romana con las artes y extravagancias de una cortesana oriental. Octavia debía imitar a Cleopatra en ciertos aspectos, porque la egipcia, si bien era inferior a Octavia en belleza y mayor que ella en ocho o nueve años, sabía muy bien cómo alimentar el apetito sensual de Antonio.

–Hombres como Antonio, hombres de verdad, prefieren lo extraño a lo saludable –terminó Livia, sentenciosa–. Encuentran que el queso verde y con gusanos es más sabroso que el requesón recién prensado.

–Guárdate tus gusanos para ti –le replicó Octavia con furia.

Livia vestía lujosamente y usaba los más costosos perfumes asiáticos, pero no permitía la menor extravagancia en su casa, a la que se jactaba de dirigir según el antiguo estilo romano. Sus normas eran sencillas: comida simple pero abundante, culto familiar normal, nada de baños calientes después de las comidas, trabajo constante para todos y nada de derroches. «Todos» no eran sólo los esclavos y los libertos, sino todos los miembros de la familia. De la desdichada niña Julia se esperaba que diese un ejemplo de industriosidad. Hacía una vida extenuante. Todos los días tenía algún trabajo que hacer: lana que cardar e hilar, y tela que tejer, y bordados que realizar, y se la hacía levantar de su dura cama al alba, y aun antes del alba, en los meses de invierno, a fin de poder cumplir con sus obligaciones. Y como su madrastra creía en la necesidad de dar a las muchachas una educación liberal, se le impuso, entre otras tareas, la de aprender de memoria la Ilíada y la Odisea de Homero.

Julia tenía que llevar también un diario detallado, para fiscalización de Livia, de los trabajos que hacía, los libros que leía, las conversaciones que mantenía y demás, cosa que constituía una pesada carga para ella. No se le permitía amistad alguna con los hombres, aunque su belleza era muy celebrada. Un joven de añeja familia y moral irreprochable, hijo de un cónsul, tuvo la audacia de presentarse ante ella, un día, en Baias, con no sé qué cortés pretexto, cuando Julia hacía la media hora de caminata que se le concedía junto al mar, acompañada sólo por su dueña. Livia, que estaba celosa de la hermosura de Julia y del afecto de Augusto por ella, hizo que se le enviara al joven una carta enérgica en la que se le decía que debía perder toda esperanza de llegar a ocupar un cargo público durante la administración del padre de la joven cuyo buen nombre había tratado de mancillar por medio de esa insoportable familiaridad. Julia fue castigada con la prohibición de hacer su caminata fuera de los terrenos de la casa de campo. Por esa época, Julia se quedó completamente calva. No sé si Livia tuvo algo que ver con eso; no parece improbable que así fuera, aunque en la familia César existía cierta calvicie característica. Sea como fuere, Augusto encontró a un fabricante egipcio de pelucas, que le confeccionó una de las más espléndidas pelucas que se hayan visto jamás, y los encantos de ella aumentaron, de tal modo, en lugar de disminuir por su desgracia; su propio cabello no era muy atrayente. Se dice que la peluca no fue hecha en la forma acostumbrada, sobre una base de red de pelo, sino que era el cuero cabelludo entero de la hija de un caudillo germano, encogido hasta tener las dimensiones exactas de la cabeza de Julia, al que se mantenía vivo y flexible frotándolo de vez en cuando con un ungüento especial. Pero debo decir que yo no creo en esto.

Todos sabían que Livia mantenía a Augusto en un puño y que, si bien no estaba realmente atemorizado de ella, por lo menos se cuidaba de ofenderla. Un día, en su condición de Censor, disertaba ante algunos hombres de dinero, censurándolos por permitir que sus esposas se adornasen con joyas.

–Es indecoroso –dijo– que una mujer se vista con excesivo lujo. El deber del esposo es impedirlo. –Arrastrado por su propia elocuencia, agregó, por desdicha–: A veces he tenido ocasión de amonestar a mi esposa por eso mismo.

Los culpables lanzaron una exclamación alborozada.

–Oh, Augusto –dijeron–, dinos con qué palabras amonestas a Livia. Nos servirán de modelo. –Augusto se mostró turbado y alarmado.

–Me han entendido mal –replicó–. No digo que haya tenido ocasión de reprochar a Livia hasta ahora por un defecto así. Como saben de sobra, ella es un modelo de modestia matronal. Pero por cierto que no tendría vacilación alguna en censurarla si llegase a olvidar su dignidad vistiendo, como hacen algunas de sus esposas, como una bailarina alejandrina que por capricho del destino se ha convertido en una reina madre armenia.

Esa misma noche Livia trató de ridiculizar a Augusto, y apareció ante la mesa de la cena con los vestidos más fantásticamente lujosos que logró encontrar, so pretexto de que eran unos de los vestidos ceremoniales de Cleopatra. Pero él se escurrió con destreza de una situación embarazosa, y para ello la elogió por su oportuna e ingeniosa parodia del defecto que él había condenado.

Livia se había vuelto más prudente desde la época en que aconsejó a mi abuelo que se colocara una diadema en la cabeza y se proclamara rey. El título de «rey» continuaba siendo execrado en Roma por culpa de la impopular dinastía de los Tarquinos, a la cual, según la leyenda, el primer Bruto (lo llamo así para distinguirlo del segundo Bruto, que asesinó a Julio) puso fin expulsando de la ciudad a la familia real y convirtiéndose en uno de los dos primeros cónsules de la república romana. Livia entendía ya que el título de rey podía ser dejado a un lado mientras Augusto pudiese ejercer los poderes concretos de un monarca. Él siguió su consejo y fue concentrando en sí, en forma gradual, todas las más importantes dignidades republicanas. Fue cónsul en Roma, y cuando entregó el puesto a un amigo de confianza, ocupó en cambio el «Comando Supremo», que si bien nominalmente se encontraba a la misma altura del consulado, en la práctica era superior a esa y otras magistraturas. Tenía además el dominio absoluto de las provincias, y poderes para nombrar a los gobernadores generales de provincia, junto con el mando de todos los ejércitos y el derecho de reclutar tropas y de firmar la paz o hacer la guerra. En Roma se le concedió por votación el puesto vitalicio de Protector del Pueblo, que lo protegía contra toda disminución de su autoridad, le concedía el poder de vetar las decisiones de otros funcionarios y le aseguraba la inviolabilidad de su persona. El título de «emperador», que otrora sólo significaba «mariscal de campo» pero que en fecha reciente había llegado a significar monarca supremo, lo compartió con otros exitosos generales. También ocupaba el puesto de censor, que le proporcionaba autoridad sobre las dos principales órdenes sociales: la de los senadores y la de los caballeros. Con el pretexto de defectos morales, podía descalificar a cualquier miembro de una u otra de esas órdenes, y quitarle sus privilegios y dignidades, desgracia que la víctima sentía con fuerza. Supuestamente debía dar informes periódicos, pero nadie tuvo nunca la audacia de exigir una rendición de cuentas, si bien se sabía que había constantes transacciones del Tesoro Público a la Lista Civil.

De tal modo, dominaba los ejércitos, las leyes –porque su influencia sobre el Senado era tal, que los senadores votaban cualquier cosa que él les sugería–, la conducta social y la inviolabilidad de las personas. Incluso tenía el derecho de condenar en forma sumaria a cualquier ciudadano romano, de campesino a senador, y de condenarlo a muerte o a exilio perpetuo. La última dignidad que asumió fue la de Sumo Pontífice, que le concedió el dominio de todo el sistema religioso. El Senado estaba ansioso por votarle cualquier título que él quisiera aceptar, menos el de rey; no querían votárselo por miedo al pueblo. Su verdadero deseo era el de que se lo llamara Rómulo, pero Livia lo disuadió. Su argumento era que Rómulo había sido rey y que por lo tanto su nombre era peligroso; además era una de las deidades tutelares de Roma y adoptar su nombre podría parecer blasfemo. Pero su verdadero sentimiento era el de que no se trataba de un título lo bastante grande. Rómulo había sido un simple bandido-caudillo y no figuraba en la primera fila de los dioses. Por consiguiente, por consejo de Livia, él hizo saber al Senado que el título de Augusto le resultaría placentero. Y el Senado se lo votó. «Augusto» tenía connotaciones semidivinas, y el título común de rey no era nada en comparación.