Astrofísica para ansiosos - Licia Troisi - E-Book

Astrofísica para ansiosos E-Book

Licia Troisi

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Beschreibung

UN FESTÍN DE TEORÍAS PARA AQUELLOS QUE HACEN SIMULACROS MENTALES DEL FIN DEL MUNDO… POR SI ACASO. Desde siempre, el fin del mundo ha sido parte del imaginario humano. A lo largo de los siglos, no han faltado profecías: desde el temor al bicho del Milenio en el año 2000 hasta la falsa predicción maya del 2012. El cine, la literatura y los medios exploran constantemente escenarios apocalípticos, quizá como forma de exorcizar miedos o quizá para apreciar mejor lo que tenemos. A partir de esta premisa, Astrofísica para ansiosos nos invita a explorar con rigor científico, pero también con sentido del humor, las muchas formas —a veces insólitas— en que el cosmos podría acabar con nosotros. Este libro nos revela que la amenaza más real... somos nosotros mismos. Descubre todas las formas en que el universo podría matarnos y cómo seguimos aquí contra todo pronóstico.

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Seitenzahl: 214

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Introducción

1. Cuando el cielo caiga sobre nuestras cabezas

2. La luna en el pozo (gravitatorio)

3. Paseando a la luz del sol

4. Cuando la noche se hizo día

5. Venganza

6. La gran explosión

7. Fantasmas

8. Vuelta a las tinieblas

9. Microamenazas

10. Los otros (no) somos nosotros

11. Ballets cósmicos

12. La nada avanza

13. El enemigo somos nosotros

Epílogo

Título original italiano: Astrofisica per ansiosi.

Autora: Licia Troisi.

© Mondadori Libri S.p.A., 2023.

Publicado originalmente por Rizzoli, Milán, Italia.

© de la traducción: M.ª Carmen Gómez Villasclaras, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBDO573

ISBN: 978-84-1098-437-0

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

INTRODUCCIÓN

De niña leí una antología, hoy imposible de encontrar, que estaba en la biblioteca de mis padres. Se titulaba Catastrofi!, con un signo de exclamación, y en la cubierta, con un diseño típico la década de 1980, en la que una nave espacial disparaba una especie de rayo de la muerte contra un planeta, aparecía el nombre de Isaac Asimov. Él era el editor de la colección, junto con Giuseppe Lippi, a quien más tarde conocí en persona, y que era el responsable de la edición italiana.

La antología reunía relatos de ciencia ficción en torno a un tema común: el fin del mundo. Estaba estructurada en términos de catástrofes de magnitud y gravedad crecientes, empezando por la destrucción de la Tierra hasta llegar a la destrucción del Universo en su totalidad. Recuerdo que me encantó, tanto que acabé apropiándome del libro. A Asimov también debía de fascinarle el tema porque, además de aquella antología, un par de años antes había probado suerte con un libro que trataba el mismo tema, pero desde un punto de vista divulgativo: ¿qué amenazas podían destruir la vida en la Tierra? Se trataba de Las amenazas de nuestro mundo, libro que también forma parte de mi biblioteca personal.

Las catástrofes siempre nos han fascinado. Mientras que para algunos pueblos antiguos la historia humana no era más que un ciclo continuo destinado a prolongarse eternamente, ya el Apocalipsis de san Juan imagina una venida de Dios a la Tierra bastante dramática, acompañada de aterradores prodigios y cataclismos. Para muchas culturas, la historia humana es una línea recta que conduce a un final, a veces positivo, a veces apocalíptico. Es más, a lo largo de nuestra historia siempre ha habido quien ha predicho el fin de los tiempos, la última vez en 2012, basándose en una supuesta profecía maya que ni siquiera existió. Pero ¿cómo olvidar los temores milenaristas del año 2000, que algunos decían que conduciría al colapso de la civilización? ¿Y todo lo que experimentamos durante las oscuras etapas de la pandemia de COVID? Recientemente, a nuestros temores se ha añadido la bomba atómica, en un contexto geopolítico que se ha vuelto repentinamente turbulento.

Sin embargo, podemos ir más allá de la realidad: ¿cuántas películas sobre catástrofes se han hecho en los últimos años? ¿Cuántas hemos visto? Al principio de la pandemia de COVID, películas como Contagio fueron la piedra de toque con la que intentamos interpretar y procesar lo que nos estaba pasando. Coqueteamos con el fin del mundo, quizá para exorcizarlo, quizá para apreciar mejor lo que —hasta ahora— tenemos, tal vez para estar preparados para cuando llegue. Y así llegamos a este libro.

Hace unos años asistí a la edición —por desgracia, única— del festival Tempo di Libri, y en tal marco participé en un encuentro de divulgación científica con la astrónoma Sandra Savaglio y la comisaria del festival, además de escritora y matemática, Chiara Valerio. Acabamos hablando, no recuerdo cómo, de las diversas maneras en que el Universo intenta acabar con nosotros, entre supernovas, asteroides y otras lindezas por el estilo. Y fue allí donde se me ocurrió por primera vez el título y la idea del libro. Soy una persona aprensiva y además tengo una gran fantasía, así que se me da bastante bien imaginar escenarios catastróficos a partir de los detalles más nimios. Sin embargo, no me sucede lo mismo cuando se trata de catástrofes cósmicas, anomalía que achaco a mi condición de astrónoma: sé de qué se habla, y el conocimiento suele disminuir el miedo. ¡Quién sabe! Quizá sea precisamente por eso por lo que el hombre empezó a hacerse preguntas sobre sí mismo y sobre el cosmos. Y así llegamos a la cuestión.

En los periódicos aparecen a menudo titulares alarmistas sobre el próximo asteroide que nos destruirá o el agujero negro que creará el CERN y se tragará la Tierra. Cuando los leo —y suelen ser historias sin fundamento o muy exageradas— me pregunto: ¿por qué pensar a pequeña escala? Si de lo que tenemos miedo es de ser destruidos, ¿por qué limitarnos a algo tan trivial como los asteroides o los microagujeros negros y no pensamos, en cambio, en las colisiones entre galaxias, en las explosiones estelares o incluso en el destino último del Universo? El cosmos tiene muchas maneras de acabar con nosotros.

Obviamente, mi intención al escribir este libro no es asustar al lector, sino exorcizar nuestros temores y divertirnos imaginando un futuro catastrófico, como en una película de Roland Emmerich —esperemos que con un poco más de verosimilitud científica—, desde una posición segura: cada una de las catástrofes cósmicas que vamos a analizar tiene una probabilidad muy baja de hacerse realidad, y si no es así, estamos haciendo todo lo posible por evitarlas. Algunas son meras especulaciones teóricas; otras, en cambio, son certezas de la ciencia, pero tan lejanas en el tiempo que no tenemos por qué preocuparnos por ellas. En definitiva, si lo que quieres es pasar miedo, en una montaña rusa o un tren de la bruja tendrás el terror asegurado.

Porque —¡spoiler!— descubriremos que, en efecto, el Universo podría acabar con nosotros de muchas y muy diversas maneras, pero ninguna tan eficaz, ni tan cercana, como las que nosotros mismos hemos sido capaces de inventar, poniéndonos palos en nuestras propias ruedas. Y es que, en la inmensidad de este lugar oscuro y hostil, que parece diseñado para tragarnos de un solo bocado, como cantan las musas, la Tierra es nuestro único refugio, y realmente, entre tantas amenazas remotas, no merece la pena que lo destruyamos con nuestras propias manos.

Así que, buen viaje por los peligros del Universo. Prepara las palomitas, porque allá vamos.

1

CUANDO EL CIELO CAIGA SOBRE NUESTRAS CABEZAS

Es un día como cualquier otro —o quizá una noche, no lo sabemos— en el Cretácico. La Tierra está cubierta de una rica flora, pero sobre todo está dominada por los dinosaurios, un tipo de reptil de diferentes formas y tamaños que pobló todo el planeta. También habitan la Tierra pequeños mamíferos, pero no parecen capaces de desafiar el dominio de los dinosaurios en la tierra y en el mar, y de los pterosaurios en el cielo. Sin embargo, todo está a punto de cambiar.

Desde hace unos días, una nueva estrella, cada vez más luminosa, es visible en el cielo. Desgraciadamente —al menos por lo que sabemos— no hay formas de vida en la Tierra con un grado de conciencia suficiente para comprender lo que significa esa nueva estrella, y aunque las hubiera, no podrían hacer gran cosa. Porque el nuevo objeto que ha aparecido en el cielo es un gigantesco asteroide —o un cometa, tampoco lo sabemos con seguridad— y está a punto de chocar contra la Tierra.

Es difícil imaginar lo que pasó por el cerebro de los dinosaurios en ese momento, ni lo que vieron en el cielo en los últimos instantes. Si huyeron, si miraron hacia arriba con curiosidad, como se ve en ciertas reconstrucciones.

Lo que sí sabemos es que el objeto en rumbo de colisión con la Tierra tiene un diámetro de entre 10 y 14 kilómetros —a modo de comparación, es más alto que la montaña más alta de la Tierra, el Everest, que se eleva unos 8,8 kilómetros— y que se estrella en la península de Yucatán, una zona de aguas poco profundas de México. El impacto se produce a una velocidad de unos 72.000 km/h —por comparar, la Estación Espacial Internacional (EEI), el laboratorio en órbita a unos 400 kilómetros por encima de nuestras cabezas, viaja a 28.000 km/h—, y es absolutamente devastador. Se calcula que la potencia liberada es varios millones de veces mayor que la de la bomba atómica más potente jamás detonada, la Bomba del Zar, a su vez tres mil veces más potente que la lanzada sobre Hiroshima.

El cráter que se forma tiene unos 20 kilómetros de profundidad y 150 kilómetros de ancho. El agua directamente en contacto con el lugar del impacto se evapora, la roca se funde, y 25.000 toneladas de escombros salen disparados hacia la atmósfera, algunos a una velocidad tal que escapan a la gravedad terrestre y acaban alrededor del Sistema Solar, en Marte y en algunos satélites de Júpiter y Saturno. Una onda de choque atraviesa la atmósfera y los océanos, causando destrucción a lo largo de miles de kilómetros. Una bola de fuego incinera al instante todos los seres vivos en ese radio. Al mismo tiempo se genera un gigantesco tsunami, con olas de cientos de metros de altura, que da la vuelta al globo y afecta a todos los océanos. En tierra firme la situación no es mejor, pues se producen tremendos terremotos de magnitud 10 u 11.

Mientras tanto, la roca fundida por la energía del impacto y lanzada hacia arriba se solidifica de nuevo en forma de esferas llamadas tectitas, que comienzan a caer al suelo como un granizo letal.

A todo esto, el asteroide se ha desintegrado por completo en el impacto, y los escombros causados por la colisión comienzan a extenderse por la atmósfera y llegan a todos los rincones del globo. La nube ardiente provoca incendios por todas partes, primero en el hemisferio norte, donde ha tenido lugar el impacto, pero luego también a miles de kilómetros de distancia. Se calcula que el 70 % de los bosques de la época ardieron, lo que incrementó los residuos y el polvo en la atmósfera.

En los días siguientes las cosas no mejoran. Durante meses, el polvo permanece suspendido en la atmósfera, provocando lo que nosotros, las generaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, conocemos tristemente como «invierno nuclear»: el oscurecimiento de la atmósfera provoca una drástica reducción de la fotosíntesis en las plantas, que empiezan a morir, llevándose consigo el resto de la cadena alimentaria. Se calcula que el 75 % de las formas de vida de la época se extingui?, y casi todos los seres vivos que habitaban la Tierra en el momento de la catástrofe murieron.

Ocurrió un buen día de hace 66 millones de años, y fue así como, según numerosos investigadores, se extinguieron los dinosaurios.

El impacto del asteroide que «extinguió a los dinosaurios» es, sin duda, la más conocida y estudiada de todas las colisiones que se producen con regularidad entre nuestro planeta y cuerpos celestes de diferentes tamaños. Hay que decir que no existe consenso sobre si fue realmente este acontecimiento el causante de la extinción masiva de finales del Cretácico, o si se trató de una concausa, de igual importancia que otros factores, como la erupción simultánea de varios volcanes. En cualquier caso, sabemos mucho al respecto, tanto por las simulaciones que han reconstruido la cronología y los efectos, como por las pruebas de lo ocurrido que se han hallado.

Una de las primeras y más famosas se encuentra en Italia, cerca de Gubbio, en la garganta del Bottaccione. Allí, entre los diversos estratos geológicos claramente visibles, hay uno en el que se ha encontrado una cantidad de iridio, un metal bastante raro en la Tierra, sesenta veces superior a la normal. El iridio está presente en abundancia en los asteroides, y como el estrato geológico corresponde precisamente al episodio de extinción del Cretácico, los investigadores que lo descubrieron supusieron que se debía al impacto con un gran asteroide.

Existe otra prueba bastante más reciente. En 2019 se publicaron los resultados de diez años de investigación durante los cuales se analizó un yacimiento paleontológico, Heel Creek, situado entre Dakota del Norte y del Sur, Montana y Wyoming, donde los investigadores afirman haber encontrado restos de animales arrastrados por el tsunami de aquel fatídico día. Hay restos de peces y plantas, pero también tectitas bastante similares a las que seguramente produjo el impacto en cuestión y que también se han hallado en otras regiones del globo. Por último, un reciente estudio publicado en la revista Nature afirma que ocurrió durante la primavera boreal: los investigadores que han analizado las fases de desarrollo de algunos fósiles de peces que datan del momento de la catástrofe han descubierto que presentaban tasas de crecimiento compatibles con el periodo primaveral.

En definitiva, fue un acontecimiento terrible, una auténtica catástrofe planetaria, del que sabemos mucho, pero que, como decíamos, no es único en la historia de nuestro planeta. Es más, seguramente se repetirá en el futuro.

Empecemos, pues, por intentar comprender de dónde proceden los asteroides y los cometas. Son lo que queda de la formación del Sistema Solar, que nació de una nube de polvo y gas que, debido a la rotación, se aplanó hasta formar un disco. En la zona central, más densa, se formó poco a poco el Sol gracias a la fuerza de la gravedad, mientras que en las regiones periféricas, la gravedad condensó el material restante —menos del 1 % del presente en la nube inicial— en forma de planetas y satélites de diversos tipos. Se trata de un fenómeno que, gracias a los telescopios e instrumentos de observación del cielo más avanzados, ahora podemos observar en directo, mientras ocurre en algún lugar de nuestra galaxia.

Sin embargo, no todo el material de la nube inicial pasó a formar el Sol, los planetas y sus satélites. Por diversas razones, una parte no logró condensarse en estructuras tan grandes y creó otras más pequeñas. Un ejemplo es el abundante material existente entre las órbitas de Marte y Júpiter, los planetas cuarto y quinto del Sistema Solar contando desde el Sol. Ese polvo no pudo formar estructuras mayores de unas decenas de kilómetros a causa de la enorme atracción de la gravedad de Júpiter. Allí, por tanto, solo hay objetos más pequeños, generalmente ferrosos o rocosos, que son los que llamamos asteroides. Esa región se denomina cinturón principal precisamente por ser rica en este tipo de objetos.

Otra parte del material resultante se halla más cerca: se trata de los troyanos, un grupo de asteroides que orbitan en torno al Sol cerca de ciertos puntos de equilibrio del campo gravitatorio Tierra-Sol. Estos puntos, denominados puntos de Lagrange, existen dispersos por todo el Sistema Solar, generados por las interacciones de distintos campos gravitatorios, y las órbitas de los objetos que giran a su alrededor son especialmente estables. De hecho, estos puntos se utilizan a menudo para poner en órbita sondas de todo tipo.

Una de ellas es Gaia, que mide la posición y los movimientos de las estrellas de nuestra galaxia. No obstante, los troyanos son una categoría de objetos que también existe en otros puntos del Sistema Solar: Júpiter y Marte, por ejemplo, tienen troyanos cuya característica es, en la práctica, preceder o seguir al planeta en su propia órbita.

Como hemos visto, además de los asteroides también existen los cometas. Las diferencias entre ambos son esencialmente de dos tipos. Por un lado, su composición es distinta: los asteroides son predominantemente rocosos y metálicos, mientras que los cometas, además de estos elementos, también contienen sustancias heladas. Además, sus parámetros orbitales y su lugar de origen, por así decirlo, son diferentes. Los cometas suelen tener órbitas muy elípticas y generalmente proceden de regiones externas del Sistema Solar. Existe la hipótesis de que muchos proceden de una zona esférica que rodea al Sistema Solar, conocida como nube de Oort, cuya existencia se ha teorizado, pero que nunca se ha observado debido a la distancia y a la débil luminosidad de los objetos que la pueblan.

La otra diferencia que llama la atención entre cometas y asteroides es su aspecto: los cometas tienen cola. Esta solo se forma cuando el cometa se encuentra en la fase orbital de menor distancia al Sol; en estas condiciones, los gases que lo componen se subliman y son iluminados por la luz solar, y es entonces cuando aparece la cola.

Sin embargo, lo que nos interesa es la peligrosidad de estos objetos y su capacidad de acabar con nosotros.

Comencemos diciendo que en la Tierra caen objetos constantemente. Por ejemplo, últimamente habréis oído hablar de reentradas incontroladas de cohetes, a menudo chinos. Desde la Segunda Guerra Mundial hemos llenado el espacio de las inmediaciones de la Tierra de cosas, de basura espacial. Se trata sobre todo de satélites artificiales que ya no se utilizan, fragmentos de cohetes, polvo y otros objetos que ya no nos sirven, pero que siguen orbitando allí arriba. Pueden ser especialmente peligrosos para la EEI, pero también para todos los objetos que ponemos en órbita; incluso fragmentos pequeños, pero que viajan a gran velocidad, pueden dañar tanto las estructuras de la EEI como los cohetes y satélites que enviamos al espacio. Por eso existen proyectos que intentan localizarlos y establecer su peligrosidad.

En cuanto al riesgo de que nos hagan daño al caer sobre nosotros, este es mucho más limitado, ya que se trata de objetos muy pequeños, que en el caso de que entren en la atmósfera se queman por completo a causa de la fricción antes de llegar al suelo. La cuestión es un poco diferente en el caso de los cohetes que reingresan en la atmósfera terrestre de manera descontrolada. Aquí hay que abrir un breve paréntesis: en general, cuando se lanza un cohete para poner algo en órbita, también se planifica su reentrada. Los cohetes de la Space X de Elon Musk, por ejemplo, aterrizan verticalmente y se reutilizan. Pero incluso sin llegar a estos niveles de precisión, se suele procurar que la reentrada se haga de una manera controlada, de modo que se pueda determinar aproximadamente el lugar de aterrizaje. De hecho, estos objetos son bastante grandes, por lo que no se puede descartar del todo que algunas piezas lleguen al suelo ilesas incluso después de atravesar la atmósfera. Sin embargo, las cosas no siempre salen bien, y a veces la reentrada se vuelve impredecible. No es algo que deba preocuparnos: la Tierra, a pesar de su nombre, está compuesta en un 70 % por océanos y mares, por lo que si algún fragmento más o menos grande consiguiera llegar al suelo, es muy probable que caiga en el agua.

No obstante, hay algo que he mencionado anteriormente que debería haber alarmado a los lectores más aprensivos: un acontecimiento como el de los dinosaurios se repetirá con toda seguridad. La historia de la Tierra está jalonada de impactos más o menos catastróficos. Según una teoría, la propia Luna nació así: unos cientos de millones de años después de la formación de la Tierra, que aún se encontraba en estado fluido, un cuerpo del tamaño de Marte, también aún fluido y llamado Tea u Orfeo, colisionó con nuestro planeta y le arrancó literalmente un trozo. Ese trozo pasó a formar nuestro satélite.

Pero tampoco hace falta remontarse tan lejos en el tiempo. En 1908, decenas de millones de árboles de la taiga siberiana fueron derribados en una sola noche por una causa desconocida: hablamos del suceso de Tunguska, que hoy se cree que se trató de la explosión, a unos 10-15 kilómetros de altura, de un cometa o un asteroide de unas decenas de metros de diámetro. Más recientemente aún, en 2013, estalló a pocos kilómetros por encima de la ciudad rusa de Cheliábinsk un meteoro de unos 15 metros de diámetro (no es que Rusia sea un país especialmente desafortunado con los asteroides, lo que pasa es que es inmenso, y ello aumenta las posibilidades de recibir un impacto). Hubo casi 1.500 heridos y más de 7.200 edificios dañados por la onda expansiva. Las imágenes se pueden encontrar en internet y son realmente impresionantes. E incluso las estrellas fugaces que tanto nos maravillan no son más que escombros que arden en la atmósfera.

En definitiva, somos un blanco móvil. Pero, claro, hay una gran diferencia entre un objeto pequeño, que ni siquiera llega al suelo, y el asteroide que supuestamente provocó la extinción de los dinosaurios. Por tanto, la verdadera cuestión no es si ocurrirá. Al fin y al cabo, a largo plazo podemos afirmar con certeza razonable que todos estaremos muertos; la verdadera pregunta es: ¿qué probabilidad hay de que ocurra?

Depende. Se calcula que sucesos como el de Cheliábinsk ocurren cada 60 años, y como el de Tunguska, cada 600. Se trata de impactos que provocan una destrucción bastante limitada; claro que esto no es algo que puedas decirle a la fauna de Tunguska ni a los habitantes de Cheliábinsk que vieron que el bólido les caía encima, pero no son sucesos que puedan provocar, por ejemplo, la extinción de la humanidad, y mucho menos de la vida en la Tierra. Este último tipo de acontecimiento se produce de media cada 20 millones de años. En términos de probabilidades, esto significa que hay una posibilidad entre 20 millones de que un asteroide de ese tamaño caiga sobre nuestras cabezas en el plazo de un año. En cambio, cada uno de nosotros tiene una probabilidad entre 107 de morir en un accidente de coche a lo largo de su vida. Yo diría que podemos estar tranquilos.

Para los más aprensivos, la probabilidad de ser alcanzados directamente por un meteorito sigue siendo muy pequeña: se calcula que es de una entre 1.600.000. De hecho, son pocos los casos documentados, uno de los cuales fue el de Ann Elisabeth Hodge, que fue golpeada en la cadera por un meteorito que destrozó el tejado de su casa en 1954.

Sin embargo, como hemos visto, si esperamos un tiempo razonablemente largo, tarde o temprano ocurrirá otro suceso catastrófico en la Tierra. Y aunque la probabilidad sea muy pequeña, una persona aprensiva se sentiría más segura imaginando posibles soluciones que puedan salvarle la vida. También en ese frente estamos trabajando, con algún éxito reciente.

En primer lugar, existen programas de observación del cielo destinados precisamente a localizar y determinar los parámetros orbitales del mayor número posible de asteroides. Los más interesantes de estos son los objetos próximos a la Tierra, o NEO (de Near Earth Objects), cuya órbita tiene cierta probabilidad de cruzarse con la terrestre. Esto, naturalmente, no significa que vayan a colisionar. La Tierra, que tiene un diámetro de unos 13.000 kilómetros, se desplaza alrededor del Sol en una órbita de más de 924 millones de kilómetros, por lo que, para que se produzca la colisión, no basta con que la órbita del asteroide se cruce con esta larguísima trayectoria, sino que además debe hacerlo en el punto exacto por el que en ese momento esté pasando la Tierra.

Ahora bien, de vez en cuando los periódicos recogen la noticia de que se ha detectado un asteroide peligroso. Suele tratarse de objetos que tienen un riesgo importante (luego veremos hasta qué punto) de chocar contra nosotros, y por lo general no hay de qué preocuparse, tanto porque la probabilidad es baja, como porque se trata de estimaciones máximas, realizadas en cuanto se descubre el objeto. Después, cuando se estudia mejor su órbita, el peligro suele reducirse. El objeto que, recién descubierto, tenía mayor probabilidad de chocar contra nosotros fue 99942 Apofis, y puede que lo recuerdes porque la noticia llegó a los medios de comunicación generalistas. Según las primeras estimaciones, este asteroide habría tenido una probabilidad entre 37 de chocar contra la Tierra en 2029. Es decir, una probabilidad del 2,7 %, significativa, pero no muy alta. Estudios posteriores permitieron reducir la alarma. Sin embargo, tiene un diámetro de 320 metros, por lo que sería capaz de causar una devastación local, no global.

Desde entonces no hemos encontrado ningún objeto tan peligroso. Aun así, no conocemos todos los asteroides que giran alrededor del Sistema Solar: tal vez nuestro asesino esté ahí fuera a la espera de ser descubierto. No obstante, la humanidad no se ha quedado de brazos cruzados todos estos años.

Se han considerado varios sistemas para protegernos de impactos catastróficos. Como sabe cualquiera que haya visto Armageddon o No mires arriba, una posible solución consistiría en detonar una bomba atómica en la superficie del meteorito o justo debajo. Se trata de una medida de emergencia, en caso de que la amenaza se descubra cuando esté muy cerca de la Tierra. Por supuesto, habría que tener en cuenta, por ejemplo, la composición del meteorito, lo cual afecta a la manera en que se fragmentaría, así como a los medios necesarios para practicar el agujero en el que colocar la bomba. Sin embargo, hay algo más que se ha probado y que parece muy prometedor. Se trata de la desviación del asteroide, que ha sido ensayada por la misión de prueba de redireccionamiento de un asteroide binario, o DART (de Double Asteroid Redirection Test), un proyecto de la NASA con una importante aportación de la ASI, la Agencia Espacial Italiana.

El objetivo de la DART era un sistema de asteroides binario, es decir, compuesto por dos objetos, uno de los cuales orbita alrededor del otro. En este caso concreto se trataba de 65803 Dídimo (que significa «gemelo» en griego), formado por un asteroide de 780 metros de diámetro en torno al cual orbita un objeto más pequeño, Dimorfo, de 160 metros. Este último era precisamente la diana de la misión: la DART se estrellaría contra él a fin de cambiar su órbita alrededor de Dídimo.