Autobiografía espiritual - Ramiro Calle - E-Book

Autobiografía espiritual E-Book

Ramiro Calle

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Beschreibung

Después de haber explorado en numerosas tradiciones iniciáticas de Oriente y Occidente, Ramiro Calle vuelca en este libro toda su experiencia como buscador espiritual: desde su infancia y las lecturas que lo marcaron, sus numerosos viajes a Asia, sus inicios en el yoga a los 15 años, su experiencia con diferentes métodos psicoterapéuticos, sus encuentros con los maestros de yoga y meditación más reconocidos del mundo todos los recuerdos de una vida dedicada a cultivar la paz interior. Por supuesto, el autor habla también de sus relaciones y las personas que más significaron en su vida, tanto familiares, como compañeras y amigos. Un capítulo aparte merece la enfermedad que lo aquejó no hace mucho tiempo y que lo llevó a experienciar en carne propia la proximidad de la muerte. Por todo ello, esta obra se convertirá tanto en un referente para los seguidores de Ramiro Calle como en un ameno y honestísimo compañero de viaje para los exploradores en la senda espiritual.

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Ramiro Calle

Autobiografía espiritual

Prólogo de Agustín Pániker

© 2012 by Ramiro Calle

© de la edición en castellano:

2012 by Editorial Kairós S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien van Steen

Foto cubierta: Nuria Jiménez Marqués

Foto contracubierta: Víctor Martínez Flores

Primera edición en papel: Noviembre 2012

Primera edición digital: Marzo 2014

ISBN en papel: 978-84-9988-189-8

ISBN epub: 978-84-9988-385-4

ISBN kindle: 978-84-9988-386-1

ISBN Google: 978-84-7245-977-9

Depósito legal: B 5.087-2014

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

En memoria de mi amado hermano Miguel Ángel Calle y de mi amigo del alma Baba Sibananda

Agradecimientos

Estoy sumamente agradecido a Agustín Pániker y al magnífico equipo editorial de Kairós, formado por personas sumamente eficientes, cooperantes y amables. Hago extensiva mi profunda gratitud a mis familiares, amigos y alumnos, por su confortadora e incondicional entrega y fidelidad. Siempre me he sentido inmensamente agradecido a mi hermano y amigo del alma Miguel Ángel Calle, que recientemente ha desencarnado y que durante toda la vida fue mi compañero de Búsqueda. No puedo dejar de expresar mi agradecimiento más permanente a Juan Castilla, que siempre trata de ayudarme y colaborar conmigo, desinteresadamente y con admirable generosidad, en diferentes aspectos de mi vida. Debo también referirme concretamente a esos amigos que de verdad lo son y para siempre, con lealtad inquebrantable, y que son Jesús Fonseca, Ignacio Fagalde, José Miguel Juárez, Simon Mundy, Paulino Monje, Antonio García Martínez, Roberto Majano, Marcos Fernández Fermoselle, Ángel Fernández Fermoselle, Joaquín Tamames, Víctor Martínez Flores, Helio Clemente y César Vega. Y grandes amigas del alma como Luisa Jiménez, Silvia Sánchez de Zarca, Isabel Morillo, Manuela Macías y Adoración Gracia. Mi agradecimiento para la profesora de yoga Violeta Arribas, que pone tanto entusiasmo en difundir mis actividades yóguicas y mis obras. Gracias muy sentidas para mis buenos amigos Antonio Tallón y su encantadora esposa Amalia Aguilar. Asimismo siempre agradecido a mi buen amigo el periodista Jordi Jarque, por su cariño y paciencia.

Siento un especial agradecimiento hacia Fernando Sánchez Dragó por su continuado y valioso apoyo a mis obras y actividades profesionales en los magníficos programas literarios y culturales que viene realizando desde hace muchos años en televisión; agradecimiento aún mayor por su proverbial amabilidad y su cariño.

Mi más sentida y profunda gratitud para mi admirado y querido amigo el doctor Rafael Rubio, por su generosa atención y su aprecio.

Sumario

AgradecimientosPrólogo de Agustín PánikerIntroducciónParte I:1. La soledad del ser2. En busca del universo paralelo3. Iniciación4. Shadak5. Cazador de hombres santos6. Satchidananda7. Un vagabundo del DharmaParte II:8. La senda sin senda es la Senda9. Profundizando10. La India es mi aventura11. Una vida a través del yoga12. La presencia de serParte III:13. Suresh, el faquir, y Shivaji, el yogui14. Baba Sibananda15. En busca del silencio de la mente16. La ruta de Buda17. La isla del Dhamma18. Cuatro meses después de salir del hospital19. En el umbral de lo incognoscible20. Matar el loro que llevamos en la cabezaEpílogoApéndice

Prólogo

Dicen que cuando en una ocasión un hombre le preguntó al mahatma Gandhi cuál sería su mensaje final a la humanidad, él respondió: «Mi vida es mi mensaje».

Hete aquí una máxima del sur de Asia. Una enseñanza no solo ha de ser comunicable y realizable, sino que el maestro, el sabio o el filósofo ha de ser él –o ella– ejemplo de congruencia y coherencia (lo cual, dicha sea la verdad, no siempre ha sido la norma). En cualquier caso, toda enseñanza y conocimiento están imbricados y entrelazados en una vida. El conocimiento es siempre personal, biográfico, contextual. Repasar la vida de alguien es la mejor manera –y la más amena– de entender su proceso evolutivo y su enseñanza. Y es una inmejorable ocasión para profundizar en nuestro propio trayecto.

Ramiro Calle es el “yogui” español por antonomasia. Él fue de los primeros autores en familiarizar al público de habla hispana con conceptos como jivan-mukta, samadhi, vipassana, moksha… Por eso, una vez superada la gravísima enfermedad que lo llevó literalmente a las puertas de la muerte, en 2010, le sugerí que escribiera esta autobiografía espiritual. Sabía que el resultado iba a ser inmensamente rico, porque Ramiro es un gran comunicador y tiene infinidad de vivencias, pensamientos y experiencias dignas de contar. Al leer ahora la trayectoria espiritual de Ramiro Calle relatada en primera persona, me doy cuenta de cuánta razón tenían Gandhi y la tradición de sabiduría índica: la vida de uno es el único y genuino mensaje. Y advierto cuán honesto y coherente es Ramiro con las enseñanzas que ha promulgado, practicado y alentado durante décadas. Todo un honor, pues, prologar la autobiografía de un yogui occidental.

En efecto, esta es la apasionante historia de un buscador de la verdad, alguien que, desde muy joven, se interroga por las grandes cuestiones metafísicas. Ramiro nos lleva de viaje desde el Madrid de los años cincuenta y sesenta, la India de los setenta y los ochenta, de nuevo en España, con sus últimas vivencias en pleno siglo XXI. En cierta manera, el relato de su trayectoria espiritual espejea el de buena parte de los buscadores occidentales.

Ramiro relata la especial relación que tuvo con su madre, su primera preceptora; o la complicidad con su hermano Miguel Ángel, a quien dedica un sentido «Epílogo». Y sus años de juventud, permanentemente inquieto, incompleto y desubicado. Si uno no ha experimentado la insatisfacción no puede embarcarse en la senda espiritual. Dicen budistas y jainistas que las divinidades, en su existencia gozosa en los paraísos celestiales, no pueden liberarse porque no tienen la urgencia o el anhelo por la liberación. Para embarcarse en la senda espiritual, no se puede estar gozando del paraíso; se necesita haber sentido en propia piel eso que el budismo ha llamado dukkha: la contingencia, la finitud, la insatisfacción, el sufrimiento, el dolor, la temporalidad, la alienación de ser humano.

El anhelo por la liberación lo llevó a sumergirse en variopintas tradiciones esotéricas, en las terapias más diversas (desde el psicoanálisis hasta el sistema de Gurdjieff), y le condujo a flirtear con sociedades secretas. Narra sus encuentros y tertulias con infinidad de filósofos, artistas, sabios, charlatanes y excéntricos. En este maravilloso ejercicio de desnudarse espiritualmente, sin pudor y sin tapujos, Ramiro nos introduce en las personas que más le influyeron, con quienes compartió sus experiencias y conocimientos, de quienes aprendió. Estos amigos, buscadores y amores (¡ah sí! mención especial a las mujeres de su vida), lo enriquecen y lo configuran.

El camino espiritual está necesariamente salpicado de ensayos frustrados, atascos, contradicciones, retrocesos, culs-de-sac. Ramiro posee la sinceridad de quien ya no tiene que justificar nada ni agasajar a nadie. Por ello es crítico con los maestros esotéricos que han enredado más que alumbrado el camino, o con determinadas corrientes psicoterapéuticas, y con gurús engreídos, hoy fagotizados por el supermercado de lo espiritual. Me identifico con esa vena descreída, ácrata y desmitificadora de Ramiro. No deja de ser un ejercicio de discernimiento, lo que en las tradiciones índicas llaman viveka. Él ha conocido a tantos supuestos gurús, ha visitado tantos ashrams y tinglados (algunos regentados por “mistagogos desaprensivos” en su atinada expresión), que no idealiza ni la figura del maestro ni la del iluminado. Sus reflexiones al respecto son certeras y brotan de la experiencia de primera mano. El iluminado no es ningún superhéroe que ha trascendido la condición humana. Aunque pueda residir en una dimensión más profunda del ser, el iluminado tiene hígado y cerebro, ergo enfermedades y apetitos, lo mismo que sentimientos, manías y contradicciones. Puede ser incluso un pícaro (léase a Alan Watts). Pero ello no quita que su mensaje pueda ser emancipador y que muchas personas se beneficien de él.

Entrelazada con las amadas de su vida, la India se yergue como su otra gran Musa. Ramiro ha transitado por la piel de esa Madre antigua, desde las cimas y tirthas del Himalaya hasta el extremo tropical del cabo Comorín, desde las espesas junglas del noreste hasta los tórridos desiertos del Rajastán. Ese amor por la India que transluce en todas sus obras me une nuevamente a Ramiro.

Él ha sido un incansable cazador de sadhus (hombres santos), un género humano virtualmente único de ese (sub-)continente. Como en otras obras suyas, aquí narra algunos de sus encuentros con sabios y yoguis, desde aclamados maestros (como Muktananda, Anandamayi Ma o el Dalái Lama) hasta esos anónimos renunciantes que pululan por todos los rincones de la geografía sagrada de la India. Pero más allá de esos memorables encuentros, es la India profunda, la de las mil facetas, la de bestiales contrastes, la India real de las estaciones de tren, de pavorosos ministerios, de los campos de té, la tierra de saris de colores, de afables comunidades tribales, de bandidos y leprosos… esa India es la que lo transforma, lo configura en su progresión espiritual y le proporciona una incomparable experiencia de la vida y la condición humana.

Cuenta el psiquiatra Régis Airault, que trabajó durante años en el consulado francés de Bombay, que cada año recibía en la legación diplomática a varias decenas de turistas y viajeros francófonos aquejados de un trastorno psicótico –leve pero inquietante–: una momentánea pérdida de la identidad. Él bautizó ese cuadro como “síndrome India”. Aunque es más frecuente en los jóvenes, el síndrome atraviesa fronteras de edad, sexo o clase. Después de algunos días en la India, aunque puede darse también tras una estancia prolongada, el bombardeo a los sentidos, las emociones y la psique resulta ser de tal intensidad que uno pierde momentáneamente su norte. La India no puede dejar a nadie impasible. Las sensaciones de agobio ante esas multitudes morenas de miradas insondables, bajo el polvo y la polución de sus ensordecedoras ciudades, empapados del sudor producido por un calor demoledor, bombardeados a diestra y siniestra con vacas sagradas, rickshaws estrepitosos, montañas de podredumbre, hedor y detritus, miseria y vidas agónicas, caos…, digo, esas sensaciones son inversamente proporcionales a la belleza de sus mujeres, al colorido del país, el olor a incienso o a jazmín, la sonrisa de unos niños, incluso de los más descalzos, la exuberancia de sus banyanos, una sílaba que reverbera, un yogui solitario junto a un riachuelo… El psiquiatra francés no lo pone en estos términos, pero yo lo interpreto así: la India genera un exceso de realidad que a nadie puede dejar indemne.

Dicen que el viaje a la India es siempre un viaje hacia dentro. Pero no tanto por los ashrams que uno pueda visitar, sino porque esa realidad hace aflorar de forma natural todo el arco de las emociones (positivas y negativas) y la más amplia gama de estados de conciencia, sin necesidad de estimulantes o anestésicos. Todo aquel que haya viajado a la India sabe de las dificultades, las miserias… lo mismo que de las bellezas y rarezas que abundan. (Al respecto, no tiene desperdicio la grotesca aventura que Ramiro nos cuenta de sus penurias en un ministerio de Calcuta y ulterior viaje hacia los Sunderbans; un periplo que, de una forma u otra, todos los que hemos viajado con cierta frecuencia a la India “reconocemos” al instante.) Ramiro tiene esa rara facultad –no solo producto de su prolongada experiencia como escritor– de transportarnos con una sencilla imagen a nuestro propio y fértil mundo de emociones, sentimientos y pensamientos.

Ramiro ama la India, pero no la mistifica. Lo ilustra con una incisiva frase que haríamos bien en recordar periódicamente: «sé muy bien el abismo que hay entre la India ensoñada y la real». Por ello es asimismo crítico con los embaucadores que la pueblan o con el nuevo ethos consumista que campea en sus urbes. De ahí su predilección por maestros –como su querido Baba Sibananda o los propios monjes theravadins de Sri Lanka– más humildes. Es también extremadamente afable con los maestros que le han mostrado el yoga. ¡Ojo!, está claro que Ramiro es un autodidacta. (Y en eso me identifico, por enésima vez, con él.) Cuando viaja por vez primera a la India y entrevista a los grandes yoguis ya es un buen conocedor de las filosofías hindúes y está metido en la práctica espiritual o sadhana. Él no viaja a la India a aprender el yoga, sino a enriquecer su práctica y sus conocimientos. Su periplo personal le ha portado a la matriz de donde surgieron la gran tradición yoga y el dharma budista. Esas dos dimensiones índicas de la espiritualidad (tan semejantes y complementarias) le van a proporcionar las respuestas más firmes a su búsqueda espiritual.

Aunque él ha leído todos los libros sobre espiritualidad, esoterismo o psicoterapia que hay que leer, y experimentó con numerosas vías, ha tenido el discernimiento y la lucidez suficientes como para alejarse de los cócteles superficiales que abundan en los círculos Nueva Era de hoy. Ramiro hace su particular interpretación del yoga y la meditación con un sólido anclaje en los saberes tradicionales. Eso le otorga una cohesión, una credibilidad y una robustez espiritual de la que carecen muchos supuestos maestros. Gracias a su práctica continuada del yoga y la meditación, Ramiro logra morar en aquello que siempre es, lo que en la India llaman sat.

La espiritualidad que propugna Ramiro no está reñida con la secular vida cotidiana. Aunque valora el esfuerzo, la frugalidad y la ascesis, él opta por no tomar la senda de la renuncia. Al contrario, su trayecto se me antoja como un permanente ejercicio de portar la espiritualidad a la vida diaria. Nos invita a derribar el falso binarismo entre un mundo espiritual y religioso y otro secular y profano. En esto Ramiro es casi un yin-shi, el “sabio oculto” del taoísmo. Y por ello mismo no congenia con los maestros que exigen un culto al cuerpo o un culto al dinero (como ese gurú que ¡ha tratado de patentar las asanas!) Ni tiene esa obsesión, tan extendida entre los buscadores occidentales, por tener “experiencias cumbre” y alcanzar exóticos estados alterados de conciencia. Él prefiere, a mi juicio con mucho más tino, hablar de “experiencias meseta”, es decir, de estados prolongados de sosiego y ecuanimidad. Aunque Ramiro no es un budista confeso (porque –como el que esto suscribe– posee identidades múltiples y sabidurías múltiples: el yoga, el zen, el tao…), es la figura del Buda la que insufla buena parte de su talante. Ramiro reniega de lo sectario y lo dogmático. Él es un pragmático, abierto, con humor, un autodidacta que sigue al pie de la letra aquel famoso dicho del Buda, en el sermón a los Kalamas:

«No os dejéis guiar por relaciones, ni por la tradición religiosa, ni por lo que habéis escuchado. No os dejéis guiar por la autoridad de los textos sagrados, ni por la simple lógica de la razón, ni por las apariencias… simplemente conoced por vosotros mismos: si algo es provechoso y conduce a la felicidad, tomadlo y morad en ello».

Combinando relatos narrativos (sus viajes por la India o sus intensas relaciones con familiares, amigos o compañeras) con reflexiones de gran calado filosófico y espiritual, la autobiografía nos va dibujando con nitidez una trayectoria yóguica. Ocurre que Ramiro le otorga al término “yoga” su sentido más profundo; un significado que es obvio en la India, pero no siempre reconocido afuera: yoga como camino espiritual; yoga como método físico, pero también psíquico, ético y espiritual. Aquí tenemos a un yogui que nos invita, con el ejemplo de su propia trayectoria de vida, a liberarnos de la ignorancia, el odio, la codicia y el egocentrismo. Porque en eso consiste el yoga y la meditación. Al menos, así lo entendemos Ramiro, unos cuantos más y yo. Por eso su centro de yoga Shadak, fundado en 1971, es toda una institución en la península ibérica. Y él es, sin el menor género de dudas, el decano del yoga en España.

Hacia el final de la obra, Ramiro nos sumerge en uno de los episodios centrales de esa trayectoria vital-y-espiritual: la gravísima enfermedad que lo llevó a las puertas de la muerte. Es de nuevo una experiencia del dukkha del que nos hablaba el Buda y que la tradición budista ilustró a las maravillas precisamente con la metáfora de la enfermedad, la vejez y la muerte. Pero a diferencia del dukkha o insatisfacción de juventud (aquel Ramiro permanentemente inquieto y sin sosiego), ahora lo afronta un Ramiro maduro, experimentado, un maestro de yoga reconocido, autor de más de 200 libros, que se sabe amado y ama, y que ha sido bendecido por no se sabe qué buena estrella en ese estadio intermedio entre una existencia y tal vez otra. Dice la aludida metáfora budista que, tras las salidas de palacio en las que el joven Siddharta vio al enfermo, a un anciano y a un cadáver, en una cuarta salida, encontró a un sadhu. Optó entonces por la senda o yoga que habría de conducirlo hasta la trascendencia del dukkha. Ramiro sale de la near-death-experience más lúcido, más desapegado y a la vez más plenamente humano que nunca. Porque ha trascendido la condición ignorante; sabe ahora disfrutar de la sonrisa o la mirada de su amada, del abrazo de un buen amigo, el ronroneo de su gato, ahora es plenamente consciente de su respiración, de sus emociones, de su trayectoria vital… de lo más profundo de sí mismo.

Disfrútenlo.

AGUSTÍN PÁNIKER

Barcelona, septiembre 2012

Introducción

Unos meses antes de cumplir los sesenta y seis años de edad, la muerte vino a buscarme. Durante un buen número de días había intentado llevárseme, pero al final no me arrebató la vida, de milagro, y decidió darme otra oportunidad.

No me engaño: siempre nos acecha y un día volverá y entonces todas las oportunidades se habrán acabado. No quiero, pues, ahuyentar ni mucho menos esa idea, sino todo lo contrario: utilizarla como consejera, inspiración, sentimiento de urgencia para el autoperfeccionamiento, e incluso como “despertador”. Quiero a cada instante ser consciente de que muchos días, durante mi grave enfermedad, se temió por mi vida, y de que estuve más cerca del otro lado que de este. Así, con el apoyo de este recordatorio, quiero vivir cada momento como si fuera el primero y el último, tratando de humanizarme y de valorar cada vez en mayor grado la fortuna de haber encontrado “coincidentes vitales” a los que amar y por los que ser amado. Siempre, y aún más después de la enfermedad, he tenido claro que no hay otra cosa que el amor.

Cuando todavía me encontraba en régimen hospitalario en casa, a sugerencia de la editorial Kailas, comencé a escribir mi libro En el límite, donde relato toda mi experiencia con la enfermedad. Más tarde me animé a escribir una novela de marcado contenido espiritual, para, una vez finalizada, comenzar a redactar la obra que ahora presento al lector, después de que una vez más Agustín Pániker, propietario de la Editorial Kairós, me renovase su confianza para publicar un libro mío más en su fondo, donde ya figuran otras tres de mis obras. A Agustín le pareció muy buena la idea de que en una obra relatase toda mi trayectoria, formación y vislumbres espirituales. Así que me propuse este reto, no pequeño, de desnudarme espiritualmente y escribir, con toda sinceridad, sobre mi propia búsqueda metafísica y mística, que ha ocupado buena parte de mi vida.

Mucho antes de comenzar a escribir sobre mis pesquisas místicas y logros espirituales, varios editores, y con no poca insistencia, me habían propuesto redactar mis memorias, pero yo estaba firmemente decidido a no acometer ni entonces ni nunca tal proyecto, pues creo que mi vida cotidiana y profana no tiene objeto compartirla con los demás y robarles tiempo con dicha narración, y, además, estoy convencido de que nadie es realmente ecuánime, y menos sincero, cuando se trata de exponer situaciones personales e incluso implicar en ellas a otras personas a las que no se puede dejar de juzgar o sobre las que es difícil no emitir opiniones que no son ni mucho menos neutrales. Al fin y al cabo, la mayoría de las memorias que los interesados escriben se tornan en última instancia en puro y simple “cotilleo”, amén de una tentación inevitable para afirmar el propio ego e incrementar la autoimportancia y, más o menos veladamente, favorecer a unos personajes y perjudicar a otros. Hago referencia, sin entrar en detalles, a algunas de mis relaciones sentimentales, porque mujeres tan formidables como las que me han acompañado en diferentes trechos de mi vida ayudan a persistir en la Búsqueda, máxime si ellas, como casi siempre ha sido el caso, también tienen esas inquietudes y sensibilidades místicas.

Si me he animado, después de muchos años, a escribir este libro es porque a través de él quiero compartir con otros buscadores espirituales y sabuesos en pos de la Última Realidad, mis tentativas, más o menos acertadas o torpes, de encontrar significados y propósitos a la vida, de hallar respuestas a los grandes interrogantes y, sobre todo, de estar en comunicación con las personas que en su vida tienen inquietudes y sensibilidades espirituales y están deseosas de humanizarse y encontrar un sentido elevado a sus vidas. Quiero especificar, antes que nada, que me sirvo del término “espiritual”, tan manoseado y cosificado, independientemente de cualquier creencia, religión o culto religioso, así como de cualquier noción teísta o atea o cualquier sentido de trascendencia. Entiendo por persona espiritual (que puede ser totalmente escéptica o no, creyente o agnóstica) aquella que está en la búsqueda de la ampliación de la consciencia, que intenta mejorar y humanizarse, indagar en realidades allende el pensamiento ordinario y actualizar sus mejores potenciales internos, con el objetivo de encontrar un sentido y la paz interior. Esta espiritualidad no está en absoluto reñida con la vida cotidiana, sino que, de hecho, hay que impregnar de esa actitud espiritual la vida diaria y servirse de esta como escenario de trabajo interior. Esta espiritualidad es adogmática y une en lugar de separar, como han hecho la mayoría de las religiones. Este impulso espiritual implica la búsqueda de la más completa libertad interior, la evolución psíquica y el autoconocimiento y transformación interior. Se inspira en las enseñanzas de las mentes más claras, sabias y compasivas, y cuenta con un gran número de métodos para la realización de sí. Es un buscador o está en la Búsqueda el que tiene el impulso de querer mejorar y evolucionar para beneficio propio y de los demás, sin resignarse al lado oscuro de su psique y tratando de hallar enseñanzas y métodos para hacer posible la independencia de la mente, el discernimiento puro, el entendimiento correcto, el sosiego y la sabiduría, entendiendo por sabiduría, no el mero y limitado conocimiento ordinario o saber libresco, sino un tipo especial de cognición, percepción y noble comportamiento. El buscador, en esta búsqueda del sentido y la paz interior, sigue sus propias reglas y no tiene por qué formar parte (o sí) de un credo religioso, ni identificarse con ninguna jerarquía eclesiástica o corriente religiosa ortodoxa o instituida, o seguir a un maestro determinado. Como es un librepensador, busca, con actitud desprejuiciada y seria, en todas aquellas tradiciones o sabidurías que le reporten conocimientos y técnicas de trabajo interior con las que ensanchar la conciencia y acceder a una dimensión de esta guiada por el sosiego y la sabiduría. No regatea esfuerzos para poder evolucionar y mejorar, dándole así a la vida este precioso sentido, tenga o no tenga uno último.

Aunque llevo desde los quince años de edad hoyando, o tratando de hoyar, la senda interior y he pasado por innumerables disciplinas espirituales y técnicas de autorrealización, sigo considerándome (como declaraba el protagonista de mi novela El faquir) un aprendiz, y el deber de todo aprendiz es seguir aprendiendo.

Sin duda, todos estamos en la senda de ayudarnos, o así tendría que ser. Esa es mi profunda convicción, como aquella otra de que una persona sin el Dharma no es nada. El Dharma es la enseñanza espiritual y también leitmotiv y motivación para el buscador de lo Inefable. Es soporte y apoyo, es fuerza y manantial de alientos, es confianza en la propia capacidad para poder evolucionar conscientemente y contribuir así a elevar el dintel de la consciencia planetaria.

Desde muy niño he tenido la rara fortuna de poder conectar con el Dharma, que se ha convertido para mí en el real sentido de mi existencia humana. La senda ha estado salpicada de altibajos, callejones sin salida, desfallecimientos y desvelos, inevitables errores y aparentes retrocesos, pero he tratado de ser consistente, y cada vez que he estado tentado de salirme de ella, he procurado encontrar en mí mismo renovadas motivaciones y anhelos espirituales. Mi buen amigo el venerable Piyadassi Thera siempre me recordaba: «Unos arrastrándose, otros caminando y otros corriendo, al final todos nos encontraremos en la meta». También podríamos decir aquello de «vamos a ir, aunque no lleguemos», pero el que sacrifica de sí lo necesario y mantiene viva la aspiración adecuada, la virtud, la disciplina mental y el desarrollo del entendimiento correcto, ya ha llegado, y consigue en cada glorioso instante que el camino sea la meta, que la ascensión ya sea la cima. En el viaje de la vida, cuando lo aprovechamos para también viajar hacia dentro, siempre encontraremos la fuerza para seguir distinguiendo entre lo real y lo ilusorio, entre lo esencial y lo banal, entre lo importante y lo insustancial, y así haremos lo que deba hacerse y trataremos de no hacer lo que no deba hacerse. Tal es el noble arte de vivir, donde, en palabras de Buda, «el poder de la verdad protege al que persigue la verdad».

Esta que podríamos denominar una “autobiografía espiritual”, solo relativamente, ha seguido una línea cronológica. Para darle una mayor espontaneidad e intimidad, me he inspirado en asociaciones de ideas y emociones repentinas sin necesidad de respetar rígidamente la cronología y pudiendo retomar temas ya abordados en páginas anteriores e incidir más a fondo en ellos. He seleccionado aspectos esenciales de mi trabajo interior y mi desarrollo espiritual, pero podría abordar otros en sucesivas ediciones si las hubiere, o incluso profundizar aún más en algunos de los tratados. Ha imperado en mi ánimo, al escribir estas líneas, derruir todas las barreras que puedan a veces levantarse entre el autor y el lector y lograr una comunicación lo más directa, sincera y abierta posible, para tratar de entrar en comunión con muchos buscadores espirituales o personas con inquietudes y sensibilidades místicas que están abocadas en la senda hacia los adentros.

RAMIRO CALLE

NOTA: Si el lector está interesado en contactar con el autor, puede consultar su página web (www.ramirocalle.com), dirigirse a su centro de yoga Shadak, ubicado en la calle Ayala, 10, de Madrid, o bien escribirle a su dirección electrónica [email protected].

PARTE I

1.La soledad del ser

La primera maestra que tenemos en esta vida, por lo general, es nuestra madre. El primer mantra que nuestros labios pronuncian es “mamá”. La fuerza que más nos inspira, conforta, consuela y revela en los primeros años de vida es la de la figura materna. La madre es nuestra mejor mentora, ninguna como ella.

Para todo ser humano, su madre es muy especial. La muerte de una madre deja una herida inmensa, larga como un río, que nunca se logra cerrar. Para mí, desde la más corta infancia, mi madre fue musa, heroína, preceptora y un sol iluminando mis pasos. Era una mujer muy singular, que habría de tener una enorme influencia en mi formación humana, literaria y espiritual. No hay niño que no esté enamorado de su madre y que, por tanto, no padezca, a toda honra, el denominado complejo de Edipo, en el que tanto insistiera Freud.

Mi madre se llamaba María del Mar. Dado lo mucho que influyó en mi vida interior, tengo que dedicarle unas líneas. Fue, además, sin duda, mi primer y más fiable gurú. “Gurú” es un término que podría traducirse como “el que quita la oscuridad de la mente”. Y era, debo decirlo, una gurú muy paciente, aunque a la par con carácter, y que, por el infinito amor que me tenía, lograba soportar a ese “polimorfo perverso” que yo era: eternamente aburrido, inquieto hasta la saciedad, con destellos de hiperactivo, profundamente insatisfecho, pésimo estudiando desde el primer momento y travieso hasta lo inquietante. O sea, que no tenía nada de contemplativo, apacible, contento o calmo. Con un temperamento así, no es de extrañar que el destino generosamente me tuviera predestinado para entrar un día en la senda del yoga. Mi madre era escritora y poetisa. Su madre era también poetisa y su padre un escritor de éxito en esa época, llamado Emilio Carrere, atrevido en sus novelas tintadas de erotismo, pero muy cobarde en cuanto no tuvo la intrepidez de reconocer legalmente a su hija.

Sigo con mi madre. Mi admiración hacia ella es tan profunda como tan intenso es mi desprecio por la actuación de mi abuelo biológico, si bien, gracias a su ausencia (estaba casado con otra mujer), mi abuela se desposó con un hombre maravilloso y que aceptó ser el padre de María del Mar. Eso es generosidad; lo de Emilio Carrere es crueldad… y miedo social. No sé si en los genes permanecen las tendencias literarias o incluso esotéricas. El caso es que mi hermano Miguel Ángel es poeta y yo, escritor, y ambos estuvimos durante nuestra juventud muy interesados por el esoterismo, como lo estuviera ese bohemio empedernido llamado Emilio Carrere, hoy para muchas personas en el olvido, excepto para algunas como Joaquín Sabina, que confiesa admirarlo y haberse inspirado en él, y un puñado de otros lectores de sus pocos libros reeditados.

Emilio Carrere escribió un gran número de poemas, relatos, cuentos (incluso espiritistas) y novelas. Aunque se codeaba con el pueblo llano, incluso de los estratos más bajos, estaba bastante decepcionado de los españoles, o por lo menos de los madrileños, en general, pues consideraba que no tenían altura de miras y que lo único que les importaba eran los toros. Era un hombre muy contradictorio. Para evitar la guerra (y esta anécdota me la contó muchas veces mi madre), se escondió en un sanatorio y los nacionales lo dieron por muerto. Una de sus novelas, La torre de los siete jorobados, habría de llevarla al cine Edgar Neville. Carrere se tenía por teósofo, y durante un tiempo estuvo muy interesado por el espiritismo, pero después terminó por dudar de la “doctrina”, lo que no es de extrañar si tuvo que aguantar a los típicos médiums pícaros que no hacían otra cosa que simular.

Dada la generosidad de corazón y alma de mi madre, siempre siguió, clandestinamente, tratando a su padre e incluso, aunque yo era muy niño, me llevaba a verlo. Parece que yo, su nieto clandestino, le caía en gracia y me hacía algunos mimos, a pesar de todo, o precisamente por ello. Yo tenía solo tres años de vida cuando mi madre me llevaba a verlo, y en las muselinas nebulosas de la memoria recuerdo a un señor achaparrado y redondo, siempre con un gran sombrero de ala, fumando una pipa que apestaba, con bigote y forzando una sonrisa para mí. De haber sabido de su fechoría, le hubiera puesto las espinillas moradas a fuerza de puntapiés. ¡Tener una hija como mi madre, una princesa de manos de loto y sonrisa arrobadora, y no reconocerla! Si me lo encuentro en una próxima reencarnación, ¡Dios no lo quiera!, le voy a cantar las cuarenta, y eso que entre mis defectos no cabe, por simple higiene mental, el del rencor. Bueno, como estaban en mi casa desde que yo nací, me leí de este hombre algunos libros como la Cortesana de las Cruces o la Casa de la Trini. Le gustaban, además del espiritismo y el ocultismo, las prostitutas, los barrios bajos, las cerilleras nocturnas y el clamor de los serenos. El caprichoso y a la par inexorable destino, siempre dispuesto a sorprendernos y a jugar con nosotros, quiso que años después mi íntimo y entrañable amigo Edgar Naranjo viviera muy cerca de donde durante muchos años lo hiciera mi, a fortiori, abuelo biológico: en el Barrio de Argüelles, en la casa conocida como de las Flores. Fue un buen amigo del ocultista y escritor Mario Rosso de Luna (cuyas obras leí en su totalidad), frecuentaba el Ateneo (en el que yo medio siglo después de su muerte intervendría varias veces con mis conferencias sobre yoga), y al menos esta ciudad, que tanto le ha olvidado, le tiene dedicada una calle. Durante años, mi madre nos llevó a mis hermanos y a mí a visitar a sus hermanastros, con los que parecía llevarse muy bien, no siendo ellos responsables de la actitud cruel que su padre inspiraba por el miedo de la época.

Para Buda, la enfermedad, la vejez y la muerte son tres mensajeros divinos, si sabemos instrumentalizarlos para avanzar con paso más raudo hacia el nirvana o salida de la ciénaga del samsara o existencia fenoménica. Pues bien, mi madre pronto se encontró frente a frente con uno de esos mensajeros divinos. Estando sola en casa, con once años, afrontó la muerte de su madre. ¡Una noche larga para una niña de tan corta edad! Una noche interminable de la agonía de un ser amado para una niña sentada sobre el lecho de muerte de su madre.

Pues, además de ser yo un “polimorfo perverso”, de buenos sentimientos por otro lado, víctima de la más profunda insatisfacción, había nacido con los pies vueltos por completo hacia los lados. No era necesario para mí, pues, imitar a Charlot en sus movimientos; era más oportuno si él imitaba los míos. Desde luego, viendo mis piernas, ni el más alucinado optimista hubiera podido imaginar que yo pudiese un día practicar la postura del loto. No era ni mucho menos por culpa de mis piernas que yo me sintiera tan descontento en el escenario de luces y sombras de la vida de un ser humano. Simplemente, y dicho en términos orientales, es que me espantaba el samsara y ello me llevaba, desde los primeros años de vida, a hacerme toda clase de preguntas metafísicas y enredarme con interrogantes que no podía resolver, lo que aumentaba aún más mi sentimiento de angustia. ¿No sería que el eco de infinitud, el perfume del éter o akasha me hacían sentir una desmesurada nostalgia de Aquello de lo que me desgajé a mi pesar? La vida se me presentaba como gris, tediosa, anodina, y encima como un koan que mi mente infantil no lograba descifrar, enfrentándome una y otra vez contra el muro de la incomprensión y el desaliento. No, no me afectaban, por lo menos así lo creo, esos horribles aparatos ortopédicos que encajonaban mis piernas de la ingle a la planta del pie, y que me obligaban a estar sentado sobre el suelo en el parque cuando los demás niños corrían o jugueteaban; lo que me afectaba era sentirme en el escenario de luces y sombras de la llamada existencia humana, como si hubiera sido arrojado del edén y tuviera que cargar no solo con mi cuerpo torpe y débil, sino con mi alma atribulada e incapaz de resignarse a la ausencia de preguntas.

Pero por fortuna estaba María del Mar, mi mentora. ¡Buena le había caído con el primogénito! Eternamente inquieto, ¡eternamente insatisfecho, eternamente aburrido! Queriendo desde corta edad hallar un sentido a una vida que me parecía el mayor absurdo, el sinsentido más colosal, el mayor de los desatinos. Pero como especificara un personaje de Moravia en su novela El aburrimiento, no quería morir, pero tampoco seguir viviendo. O sea, estaba metido en el gran atolladero.

La voz melódica de mi madre iba penetrando en mi mente dejando en ella palabras de hermosos textos de Rabindranath Tagore. Tenía yo seis o siete años, y nunca hubiera imaginado por aquel entonces que un día, muchos años después, visitaría la casa del escritor en Calcuta, y no solo una vez, sino numerosas. En las melancólicas tardes de los domingos, cuando la angustia atenazaba más mis entrañas, con una voz cadente, que ha quedado inscrita en mis células para siempre, me daba a conocer la obra de ese gran escritor y formidable seductor (atrajo irresistiblemente a las mujeres hasta el final de sus días), al que Gandhi habría de llamar “el Guardián de la India” y sobre el que yo habría de escribir, años más tarde, una breve biografía. Se alojó en mi mente para siempre aquel aforismo que reza: «No dejes tu amor sobre el abismo». Y admiré a Tagore desde niño y leí su libro Mashi, y ya cuando tenía una veintena de años, La religión del hombre, Sadhana y una obrita de teatro que siempre me ha conmovido, El renunciante, que explica primorosa y maravillosamente los riesgos del apego mal entendido y la renuncia mal aplicada.

Eran de esas tardes en las que el tiempo no parecía discurrir. No las vivía con alegría o contento, sino con profunda sensación de tristeza y a veces con una insatisfacción que, sin serlo, rayaba en el tedio, un tedio, diría, que vital, que me acompañaría a lo largo de muchos años de mi primera juventud, asociado a un sentimiento de intensa insatisfacción y a veces a un insuperable desconsuelo. Ya se manifestaba en mí entonces lo que todo buscador de lo Otro bien conoce y que yo denomino “la soledad del ser”, esa soledad que no es salvable ni mitigable con nada externo ni con ninguna actividad que uno pueda llevar a cabo, sino que la sentimos como una falta de completud interior y que solo será posible superar en el momento en que nos llenemos de nosotros mismos y podamos irnos estableciendo en la Conciencia. No es en la otreidad donde podemos hallar refugio, sino en la mismidad.

Eran tardes para la reflexión y la lectura, además de para experimentar la ineluctable sensación de ser la difusa angustia de la separatividad. ¿Separado de quién o de qué? No alcanzaba a saberlo. Y prefería la lectura de los cuentos de Rudyard Kipling a la de Guillermo el Travieso, y la de los aforismos de Tagore a la de Tartarín de Tarascón. Sin duda, a mi madre le asustaba mi precoz sentimiento de trascendentalidad, pero ella también era un alma trascendental, aunque sabía mucho mejor que yo combinar lo trascendente con lo frívolo y lo espiritual con lo cotidiano. Era así una sabia con la capacidad de navegar por el océano de la vida interior y el de la vida exterior.

Fue mi madre la que un día habría de hablarme sobre Allan Kardec, padre del espiritismo moderno, y de los espectros y el incognoscible más allá. Otro día haría referencia a un país lejano y misterioso llamado la India; en otra ocasión escuché de sus labios la palabra “Buda” y me dio a leer La vuelta al mundo de un novelista, poniéndome el acento en el desgarrador capítulo dedicado a Calcuta. Más adelante me entregaría, para que los leyera, Siddharta y luego Demian.

Desde niño encontré una gran amiga en mi madre. Fue mi consejera en todos los ámbitos de mi vida, y a menudo le transmitía mis zozobras existenciales y mis cuitas metafísicas. La verdad es que no entendía nada (¡ay, eso me desesperaba!), máxime cuando mordía implacablemente mi alma la soledad del ser. A medida que yo iba sumando años, nuestras conversaciones eran mucho más profundas. Mi inteligencia mística no era despreciable, y en realidad es lo que me alimentaba y me atormentaba, pero fui progresivamente fracasando de modo estrepitoso en las clases de solfeo, de pintura y otras actividades, en tanto mi desinterés por los estudios escolares era absoluto. Desde muy niño mi resistencia a todo lo instituido, incluyendo los estudios reglados y académicos, me convertía en un desidioso incorregible con respecto a ellos, pero en un voraz lector. En la biblioteca de mi padre encontré un verdadero filón de obras de superación personal, que leía con inaudito entusiasmo. Había un autor que destacaba sobre todos, porque mi padre tenía todas sus obras –como hombre básicamente hecho a sí mismo– y se llamaba Paul Jagot. Leí y releí sus libros, en especial los relacionados con la educación de la voluntad y el control de las emociones.

Nunca comprenderé cómo pude llegar a tercero de Derecho, puesto que nunca sabré tampoco cómo pude ir aprobando año tras año el bachillerato y el entonces llamado “preuniversitario”. Si, por un lado, me interesaban las obras de Anatole France, Victor Hugo, Pierre Loti y Balzac, que mi madre iba poniendo en mis manos, por otro lado, me aburrían los estudios propios del bachillerato. Lo que deseaba no era aprender cosas inútiles, sino aprender sobre mí mismo, y ya sentía ansias no por conocer, sino por conocer al conocedor. Bueno, al final aprendemos muchas cosas que tenemos que desaprender. Me quedaba, casi desde que aprendí a leer, leyendo hasta la madrugada, pero en cambio me sentía incapaz de echarle un vistazo a las asignaturas oficiales.

Mi desidia por las actividades académicas me condujo a un internado durante dos años. Ilusoriamente, mi madre pensaba que mejoraría en mis estudios. En un colegio llamado Alamán tuve ocasión de vivir dos tipos de experiencias. Una, la de soportar a un energúmeno, el director, llamado Mancho, un verdadero cafre que, aun siendo ciego, se las arreglaba para buscar con sus manazas mi cara y brutamente golpearla. ¡Educador de la época! Ciego también de los ojos del alma, la peor ceguera. Recibía ese trato simplemente porque no se les pasaba una a los jovencitos petulantes, mezquinos y prepotentes, de familias de clase alta, que pululaban, mimados y a sus anchas, por el colegio, custodiados por ese bulldog al que llamaban Mancho. Yo era un ácrata para todos ellos, un contestatario, un rebelde callado; me instalé en esa resistencia pasiva que tanto utilizaba el que habría pronto de ser mi gran ídolo, Gandhi, cuando todavía no había descubierto (lo haría bastantes años después) lo desgraciados que había hecho a su mujer y a sus hijos, debido a sus inexorables y desorbitadas exigencias. La otra experiencia fue bien distinta y de naturaleza mística. Durante una época fui trasladado a otro edificio que tenía el mismo colegio en el campo, desgraciadamente regentado por uno de los más detestados hijos de Mancho, pero donde por fortuna había una veintena de kilómetros de separación con el sádico fundador y director supremo del colegio. Durante los meses crudos del invierno practicaba una penitencia que consistía en pasear de madrugada con los pies descalzos sobre la escarcha; también me hice un atleta de los ayunos (como Gandhi), me dediqué a la plegaria y a la contemplación, y me hice un adicto a la Virgen, a la que yo llama Diosa, preguntándome por qué había un Dios, que nos presentaban por cierto bastante antipático, y no había una Diosa amable, confortadora, inspiradora y entrañable. La encontré muchos años después en la India. Se llama Parvati, la amorosa consorte del dios Shiva. También habría de encontrarme con la benevolente diosa Tara y aficionarme a recitar su mantra (Om Tare Tutare Ture Soha) para invocarla y que me ayudara a cruzar de la orilla de la nesciencia a la de la sabiduría. En esa época, apartado hasta donde era posible del mundanal ruido en esas gélidas madrugadas (por fuera y por dentro, porque no hay peor gelidez que la del alma), saboreé momentos de éxtasis o especiales estados de consciencia que despertaban en mí un sentimiento de unidad y que me ayudaban a consolarme por la tristeza que sentía al estar separado de mi amada madre, compañera del alma, mentora y fuente de inspiración. Mortificaba mi cuerpo paseando por la nieve con los pies desnudos, pero también así sacaba mi mente del abotargamiento y alertaba la consciencia. Años después, al interesarme vivamente por la historia de los ascetas comprendí que la ascesis tiene dos vertientes bien diferentes, y solo a veces conciliables. Una de ellas es la ascesis por la ascesis misma, como medio de autopunición o herramienta de penitencia para saldar pecados (palabra que tanto espantaba a Vivekananda y prefería cambiar por “errores”) y purificarse, y que ha sido la ascesis propiciada por las corrientes cristianas paranoicamente enfocadas hacia la culpa y la autoculpa. Pero otra vertiente bien distinta de esta es la que se sirve de la ascesis como medio para transformar energías y emociones, fortalecer la voluntad en grado sumo y sacar a flote potenciales internos que pasan desapercibidos, o cultivar ese fuego interior (tapas, agni) que valoran los hindúes. De lo que no cabe duda es de que, a través de la austeridad o la ascesis, esos buscadores de lo Eterno que tomaron la anacoresis y que llegaron a estar incluso bastante en boga en el Medioevo, hallando refugio en los desiertos, se convirtieron en verdaderos atletas del espíritu, poniendo a prueba todos sus recursos internos de resistencia y convirtiéndose en los faquires de Occidente. No podía dejar de admirar a esos colosos que se sometían a pruebas tan extremas, a veces maltratando injustamente su cuerpo, cuando este, de acuerdo con el yoga, es el “templo de Dios” y hay que atenderlo con esmero, pero asimismo sin apego. Yo mismo en determinadas épocas de mi juventud me convertí en un implacable “domador” de mi cuerpo y lo sometí a prolongados ayunos, consiguiendo con uno de ellos adelgazar quince kilos. Hay que decir que el ayuno (que siempre debe ser vigilado y controlado, al contrario de lo que yo hacía) tiene una asombrosa capacidad para reportarle claridad y lucidez a la consciencia, además de que es un ejercicio superior para fortalecer la voluntad. ¿Cómo hubiera podido yo barruntar por esa época que un día tendría ocasión de codearme con penitentes de todo tipo tanto en la India como en Sri Lanka, capaces de emular incluso a los ascetas medievales que, para tomar consciencia de la transitoriedad de la vida, dormían en sepulcros? Pero los penitentes de la India no han ido a la zaga, desde luego, aunque a menudo han actuado con más instinto materialista que aquellos de los desiertos de Nitria o el Alto Egipto.

A medida que sumaba años, las conversaciones con mi madre se hicieron sumamente profundas. A veces se añadía a ellas mi hermano Miguel Ángel y amigos de muy diversas edades y caracteres. Tengo que decir que durante años nuestra madre era una amiga que incorporábamos a innumerables reuniones. En unas ocasiones eran encuentros con artistas, otras con filósofos o visionarios, otras con espiritualistas o metafísicos, otras con escritores o aspirantes a serlo. A veces estas reuniones se eternizaban y nos sorprendía el amanecer. Especulaciones filosóficas, abstracciones metafísicas, disquisiciones existenciales y toda suerte de animadas conversaciones con un tinte de exploración espiritual o mística. Debatíamos sobre la existencia o no de un regente superior que hubiera construido un mundo tan mal diseñado como este, en el que todo se veía obligado, terriblemente, a fagocitarse. Entraban en liza los teístas contra los no teístas, y viceversa. Pero por lo general, aunque la conversación alguna vez se acalorase, teníamos flexibilidad en la exposición y ánimo amable en el trato, puesto que lo que nos divertía e inspiraba hasta el apasionamiento era la cháchara filosófica y conjugar toda suerte de hipótesis.

Paulatinamente me fui haciendo con una biblioteca extraordinaria, a pesar de que tenía catorce o quince años, pero además de leer incansablemente a los autores franceses y, por supuesto, toda obra de espiritualidad, metafísica o esoterismo que encontraba, comencé a interesarme por autores que narraban aventuras, como Emilio Salgari, en cuyas obras rezumaba el trasfondo de la India o de otros países exóticos, que entonces ni sospechaba que un día pudiera visitar tan a fondo.

Sucedieron unos años de fértil relación cultural y espiritual, en los que los que nos reuníamos llegábamos a abordar todos los temas imaginables e inimaginables, reinando un afán por exponer interrogantes existenciales, imposibles de responder. A menudo debatíamos el tema del destino. Mi madre era fatalista, y yo no menos que ella, como si lo que tuviera que estar destinado a ser, sería. Teníamos así, incluyendo a mi hermano Miguel Ángel, al que saco poco más de un año, alma de bohemios, poetas, místicos y fatalistas. Toda clase de personas pasaban por estas “asambleas en busca de lo incognoscible”. Escritores, filósofos, pintores, psiquiatras y diletantes pasaban por mi casa, en esas reuniones que tanto entusiasmaban a mi madre, que tenía un espíritu romántico y sensible, y que detestaba todo lo vulgar y mediocre, hallando fuente de inspiración, en cambio, en personajes originales o incluso estrafalarios. Debo decir en este punto que he conocido no pocos a lo largo de mi vida y que me han aportado cuando menos diversión sana e inspiradora, y no pocas veces estímulo para la indagación y la reflexión. Esta etapa de reuniones intelectuales y pseudointelectuales, con personas de largas miras espirituales y otras simples diletantes, habría de repetirse, pero que muy intensamente, años después, ya viviendo en mi propia casa, durante la etapa de casi diez años en la que estuve casado con Almudena Hauríe.

Mi madre solo pudo disfrutar de algunas de estas reuniones, mantenidas ya en mi casa, porque murió prematuramente y no pudo así conocer la galería de personajes de todo tipo que irían pasando por ella. ¡Cuánto hubiera disfrutado pudiendo asistir a mis encuentros con buscadores de lo Eterno, trotamundos, monjes y anacoretas, esoteristas y sanadores, marginados y ácratas, vagabundos del Dharma y sensitivos psiquistas, médicos inclinados hacia la búsqueda del universo paralelo, psiquiatras descarriados, embajadores de la India afanados más por deleitarse con la comida que por propagar la cultura de su país, detectives de ultratumba, sabuesos de la última realidad, y un sinfín de personas que a lo largo de muchos años fui tratando, pues no perdía ocasión para relacionarme con todas aquellas que pudieran aportarme cualquier conocimiento, fuera iniciático o no! Así conocí a joyeros del esoterismo y bisuteros del ocultismo; vagos que esperaban la iluminación sin levantar un dedo, y esforzados practicantes que no regateaban tiempo en seguir la senda hacia dentro; aquellos que se sentían temporalmente atraídos por temas espirituales para renovar su pobre capacidad de asombro y nada más, y aquellos que sacrificaban todo por hollar la senda hacia la consciencia realizada; falsarios y verdaderos adeptos; embaucadores y genuinos buscadores.

Devoraba cuanto libro caía en mis manos sobre los temas que me interesaban. Leía y releía las obras de Paul Jagot y empezaba a sentir curiosidad muy viva por todo aquello que era justo lo que no enseñaban en la escuela y que censuraba el régimen dictatorial.

Mi madre me llevaba a las tertulias o a charlar a los cafés clásicos de Madrid, sin dejar de lado el Café Varela, ahora renovado, pero donde persiste una placa conmemorativa a mi abuelo biológico, que celebraba allí no pocos encuentros literarios o de otro tipo. Me apuntó a una escuela de pintura, y una vez más demostré mi incapacidad para seguir una disciplina que los otros me marcaran. Pues a la sazón yo era un recalcitrante neurótico, con mis crisis de melancolía insuperable, ansiedad, abisal insatisfacción y un ansia desmedida por comprender por qué misteriosos e insondables designios había sido encapsulado en un cuerpo y obligado a vivir una vida que consideraba realmente prescindible o, más aún, aborrecible. Pocos años después, cuánto me identificaría con Albert Camus, Sartre, Gabriel Marcel y otros, arrastrando sus miserias e incertidumbres en la barcaza de la vida. Fue cuando alternaba la lectura de los autores franceses con los rusos, sin dejar de lado a Blasco Ibáñez y Pío Baroja.

Las charlas de madrugada. ¿Cómo voy a olvidarlas? Una maraña de opiniones que a veces no conducían a parte alguna. Pero la inquietud estaba viva y la zozobra siempre presta. El anhelo por mirar al otro lado del muro; el afán por desvelar lo “indesvelable” y conocer lo incognoscible. Ya empezaba a desconfiar a mis quince o dieciséis años del pensamiento ordinario, de los modos comunes de cognición y de la lógica cartesiana y asfixiante. Había comenzado a escribir poemas, cuentos, relatos de diversa extensión y, sobre todo, reflexiones. También una especie de diario caótico, tintado por mis inquietos estados de ánimo. De todo aquel material, que mi madre aprobaba unas veces pero otras desaprobaba por completo, exigiéndome mucho más literariamente, terminé por deshacerme. Aunque llevaba escribiendo desde muy niño, mis dos primeras obras se publicaron cuando yo tenía veinticuatro años, por una editorial catalana. Después ofrecí otro de mis libros a otra editorial catalana, y me encargó nada menos que dos docenas de obras, de los títulos más diversos: filosofía oriental, yoga, budismo, hipnosis, esoterismo, biografías, test psicológicos y mentales, sexualidad, desarrollo interior y otros temas. Durante años publiqué con la editorial Cedel, y en realidad su propietario de entonces, José Oriol Ávila, un contumaz naturista, fue mi primer editor consistente.

Era mi mente ese mono loco y ebrio al que se refieren los yoguis; ese elefante furioso e incontrolado. Todos los registros anímicos posibles los conocía de primera mano. Fluctuaciones de todo orden. Comencé a leer los poemas de san Juan de la Cruz. Ya aspiraba a «esa casa de la nada donde el alma no está penada». Después vendrían las concienzudas lecturas del maestro Echkart, de Kabir y de Rumí. Como un ciego dando palos para lograr abrir una ventana, siquiera un ventanuco, hacia una comprensión más profunda y un estado anímico menos turbado. Era el premio Nobel Richet, muy amante de la fenomenología oculta y lo desconocido, quien declaraba: «Solo hay una ventana abierta, y es sumamente estrecha». Para ensancharla, muchos recurrieron a los paraísos artificiales del ácido lisérgico, el STP y otros alucinógenos, y penetraron al final en callejones sin salida o, frustrados, se percataron de que esos “viajes”, de colores tan vivos y arabescos tan llamativos, al final no transformaban la consciencia y menos aún las actitudes y procederes y, empero, resonaban nocivamente en el cerebro. Nunca me aboqué por tales derroteros, convencido desde la niñez de que no se puede tomar el cielo tan fácilmente por asalto o de que no hay atajos hacia la Liberación. Habiendo viajado incansablemente por lugares como Katmandú, Goa, Bali y otros, me hubiera sido bien fácil probar sustancias diversas, pero siempre he creído que el verdadero Soma mora dentro de uno, y ahí hay que destilarlo. La misma nula inclinación he tenido por el alcohol. Creo que hay otros métodos, menos dependientes, de entonar el ánimo y quebrar inhibiciones. La urgente necesidad del occidental por que todo sea aquí y ahora. Años después leería en Rof Carballo aquello de que el occidental quiere obtener en un fin de semana lo que un monje zen o un yogui demoran años en conseguir. Además de mis impulsos hacia el descubrimiento del Universo Paralelo y el desarrollo de la consciencia que entonces primaban en mí, solo otros palpitaban sin disimulo, y eran los que me inclinaban hacia el Eterno Femenino, enamorándome así vez tras vez de las apetecibles amigas de mi madre, entre las que había románticas empedernidas, bailarinas, escritoras y poetisas, amén de algunas bastante frívolas y divertidas que contrastaban con las muy trascendentales, siendo más animosas y amenas. Dado que mi madre solo me sacaba diecisiete años, sus amigas eran siempre o casi siempre jóvenes, por lo que no solo estaba enamorado de mi madre, más bella de cuanto pueda decirse y una verdadera Shakti viviente, sino también de sus sugerentes amigas. Ya era dado entonces a deleitarme con el dulce y enardecedor contacto que provoca la caricia, y a convertir a las mujeres en inspiradoras musas, toda vez que desde niño me descubrí como un contumaz buscador del Eterno Femenino. Quizá ya tenía incipientemente algo de genuino tántrico, sin que nadie hubiera podido sospechar, ni yo mismo por supuesto, que muchos años después escribiría varias obras sobre el amor mágico, la sexualidad consciente, el tantrismo y la ciencia de amor. Lo que muy pocas personas saben es que yo comencé a publicar, por un lado, obras sobre sexualidad y, por otro, sobre técnicas de autorrealización, yoga, espiritualismo, test psicológicos (varios volúmenes) y filosofías orientales. Así tenía problemas con la censura en dos direcciones, pues pecado era ser osado en la exposición de los modos de amar como en los modos de pensar y filosofar. Mi obra Introducción a la vida sexual apareció muy vulnerada y “suavizada”; mi novela centrada en la difícil y clandestina vida de un homosexual tardó tres años en ser autorizada por la censura, y apareció con cortes de todo tipo; otra obra mía sobre sexualidad solo consiguió publicarse por “enchufe”, haciendo para ello las veces mi padre, y otra escrita a medias con mi hermano Miguel Ángel (Preguntas y respuestas sexuales) nunca logró ver la luz. Debía también extremar el cuidado al referirme a las sabidurías de Oriente, pues un impenitente no teísta como Buda era peor considerado que un diablo.

A menudo me preguntaba por el porqué del sufrimiento. Además de que uno no optaba por nacer, tenía que enfrentarse al sufrimiento propio y al ajeno, y, como una vez dijo Buda, si se reuniesen todas las lágrimas que los seres han llorado, no cabrían en todos los océanos del mundo. Ya desde aquellos remotos años anhelaba encontrar la forma y la fórmula de aliviar el sufrimiento propio y el de los demás. Con el tiempo sabría que tres son las bases del sufrimiento: una es la naturaleza misma, pues engendra ese sufrimiento universal que entraña enfermedad, vejez, muerte y separación de los seres queridos; otra es la mente, en tanto que no se libera de sus engaños y corrupciones, y otra es esa misma mente (enquistada en la ofuscación, la avaricia y el odio), que provoca daño en las otras criaturas. Desde mi mente juvenil me decía cuán mal construido estaba este mundo al existir tanto sufrimiento y fagocitación, tanta tribulación y desconsuelo, lo que era imposible en modo alguno acomodarlo a un regente divino omnipotente y bondadoso. Y ya desde muy niño comprendí visceralmente más que intelectivamente que la lucidez nos hace ver cara a cara esa masa enorme de sufrimiento, pero que todo está organizado para esconderlo, para no quererlo ver, hasta que uno, inevitablemente, se enfrenta de primera mano con él. Y también muchos años después sabría que numerosas técnicas de autorrealización han surgido para tratar de enfrentar con sabiduría y ecuanimidad el sufrimiento, y que muchos de los llamados métodos soteriológicos buscan liberarnos de él, o saber instrumentalizarlo en la senda hacia la Comprensión Clara.

Tenía quince o dieciséis años cuando (y aunque nunca he sido competitivo) casi inexplicablemente he aquí que gané el campeonato de todas las categorías de yudo, a pesar de que detestaba enfrentarme con otro yudoca. Debió de ser el miedo el que me hizo vencer, pues ¿no dicen que lo mejor de un boxeador, por ejemplo, sale cuando está contra las cuerdas? Y mi adversario era el yudoca más técnico y elegante que por entonces hubiera. Debí de tener un golpe de fortuna y por eso pude derribarlo. El yudo no me importaba lo más mínimo, pero gracias a haber acudido a un gimnasio para practicarlo conocí a una persona que desempeñaría un papel muy destacado en mi vida tras escucharle que hablaba de “yoga” con un compañero. Pregunté: «¿Qué es el yoga?». Rafael Masciarelli repuso: «Un método para el dominio de la mente». ¡Eureka! Yo deseaba como fuera saber más de ese misterioso método. ¡Y encima venía de la India y tenía miles de años de antigüedad! La palabra resonó con fuerza en lo más profundo de mi ser. ¡Yoga! No tenía ni idea de qué podía ser aquello a lo que se refería Rafael Masciarelli, pero estaba en mi ánimo sacarle todos los conocimientos que pudiera para adentrarme en ese universo del que nada sabía.