Bajo la red - Iris Murdoch - E-Book

Bajo la red E-Book

Iris Murdoch

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Beschreibung

Considerada una de las cumbres de la narrativa inglesa del XX, "Bajo la red" supuso el debut novelístico de Iris Murdoch. Jake Donaghue, su protagonista, es un escritor y traductor que deambula por un Londres inabarcable intentando compensar de algún modo los errores del pasado. Tras regresar de un viaje a Francia, su vida da un vuelco: su novia, que se ha enamorado de un corredor de apuestas, le pide que se vaya de casa. Desesperado, Jake se ve obligado a recurrir a su exnovia, Anna Quentin, y a un antiguo amigo, Hugo Belfounder, quien en el pasado le inspiró un libro sobre la inutilidad del lenguaje. Así emprenderá su particular descenso a los infiernos, vagabundeando por el Londres más bohemio entre filósofos, sindicalistas borrachos y perros prodigio, en busca de un lugar en el que asentarse. Iluminado, pero víctima de una persistente desazón vital, Jake no abandona su idea de llegar a ser un verdadero escritor mientras el mundo parece derrumbarse a su paso. Un debut deslumbrante. Una magistral mezcla de reflexión filosófica y novela picaresca que trata sobre el trabajo, el amor y la fama; una historia brillante hecha para reír y pensar a partes iguales.

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A la deriva

Iris Murdoch

Traducción del inglés a cargo de

Javier Alfaya y Barbara McShane

 

 

 

 

 

El deslumbrante debut de Iris Murdoch. Una magistral mezcla de reflexión filosófica y novela picaresca que indaga sobre el trabajo, el amor, la fortuna y la fama.

 

 

 

 

 

«Bajo la red presagió el nacimiento de un talento literario sin parangón en su época.» TLS«Con Bajo la red estamos ante una tragicomedia dotada de un toque de ferocidad tal que logra emocionar poderosamente.» Elizabeth Jane Howard

Para Raymond Queneau

Todo, todo de igual forma:

tu Caza fue la de una Bestia;

tus Guerras nada trajeron;

tus Amantes fueron infieles.

Menos mal que acabó la vieja Era,

y hora es de que empiece una Nueva.

JOHN DRYDEN, The Secular Masque

UNO

Cuando vi a Finn esperándome en la esquina de la calle, supe enseguida que ocurría algo. Lo habitual es que me espere en la cama o apoyado en la puerta con los ojos cerrados. Además, yo llegaba tarde debido a la huelga. Detesto los viajes de vuelta a Inglaterra; hasta que no entierro mi cabeza bien al fondo de mi querido Londres para olvidar que he estado fuera, no tengo consuelo. Así que ya se pueden imaginar lo desdichado que me sentía por tener que esperar con impaciencia, en Newhaven, a que los trenes volvieran a ponerse en marcha, con el aroma de Francia todavía fresco en mi nariz. Además, en esta ocasión me habían quitado en la aduana las botellas de coñac que traía de contrabando, de modo que cuando llegó la hora de cerrar estaba totalmente entregado a los tormentos de una morbosa introspección. La estimulante objetividad de una verdadera contemplación es algo que un hombre de mi temperamento no puede lograr en ciudades poco conocidas de Inglaterra, y menos todavía cuando tiene que preocuparse por los trenes. Aun en el mejor de los casos, los trenes son malos para los nervios. ¿Con qué tendría pesadillas la gente antes de que hubiera trenes? Teniendo todo esto en cuenta, resultaba raro que Finn me esperase en la calle.

Cuando lo vi, me detuve y dejé las maletas. Estaban llenas de libros franceses y pesaban mucho. Le grité: «¡Hola!», y Finn se acercó lentamente. Nunca se da prisa. Me resulta difícil hablarle a la gente de Finn. No es exactamente mi criado. Se diría más bien que es mi agente. A veces lo mantengo yo y otras me mantiene él; eso depende. Pero está claro que no somos iguales. Se llama Peter O’Finney, pero eso no importa, porque todos lo llaman Finn y es una especie de primo lejano mío, o al menos eso decía él antes, y nunca me he preocupado por comprobarlo. Pero la gente tiene la impresión de que es mi criado y lo mismo me suele ocurrir a mí, aunque me sería difícil decir por qué. A veces creo que se debe simplemente a que Finn es una persona humilde y retraída, que automáticamente se sitúa en segundo plano. Cuando no tenemos camas suficientes, siempre es él quien duerme en el suelo y resulta perfectamente natural. Es cierto que estoy constantemente dándole órdenes, pero eso es porque Finn no tiene las ideas muy claras sobre cómo emplear su tiempo. Algunos de mis amigos creen que está chiflado, pero no es verdad; sabe muy bien lo que hace.

Cuando Finn se acercó, le indiqué una de las maletas que podía llevar, pero no la cogió. En lugar de eso, se sentó encima y me miró melancólicamente. Me senté encima de la otra maleta y estuvimos un rato en silencio. Yo estaba cansado y no tenía ganas de preguntarle nada, ya me lo contaría. Le encantan los problemas, los suyos y los de los demás, sin discriminación, y lo que le gusta aún más es dar malas noticias. De aspecto triste y larguirucho, Finn es bastante guapo, con cabellos lacios de color pardo y un huesudo rostro irlandés. Me saca una cabeza (yo soy un hombre bajo), pero es un poco cargado de hombros. Me miró con tanta tristeza que se me arrugó el corazón.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté por fin.

—Nos ha echado —dijo.

No me lo tomé en serio; era imposible.

—Venga —le dije amistosamente—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Nos echa —repitió—. A los dos, ahora, hoy mismo.

Finn es un pájaro de mal agüero, pero nunca miente, ni siquiera exagera. Aun así, aquello era demasiado.

—¿Pero por qué? —pregunté— . ¿Qué hemos hecho?

—No se trata de lo que hayamos hecho nosotros, sino de lo que va a hacer ella —dijo Finn—. Se va a casar con un tipo.

Fue un golpe, pero al encajarlo me dije a mí mismo: ¿y por qué no? Soy un hombre tolerante e imparcial. Y enseguida me pregunté adónde podríamos ir.

—Pero nunca me ha comentado nada —observé.

—Nunca le has preguntado nada —me contestó.

Era verdad. A lo largo del último año no había mostrado el menor interés por la vida privada de Magdalen. Si se comprometía con otro hombre, ¿quién tenía la culpa más que yo?

—¿Quién es ese tipo? —pregunté.

—Un corredor de apuestas —dijo Finn.

—¿Es rico?

—Sí, tiene coche —dijo Finn. Esa era su manera de valorarlo, y me parece que por entonces también era la mía—. Las mujeres me ponen enfermo —añadió Finn. Estaba tan fastidiado como yo de que nos echaran.

Me quedé allí sentado un momento, sintiendo una especie de dolor físico en el que los celos y mi orgullo herido se combinaban con una profunda sensación de desamparo. Allí estábamos, sentados sobre dos maletas, en Earls Court Road en una soleada y polvorienta mañana de julio. ¿Adónde íbamos a ir ahora? Siempre pasaba igual. Me había esforzado por poner en orden mi universo y todo saltaba por los aires volviendo a la situación anterior. Finn y yo tendríamos que espabilar de nuevo. Digo mi universo, no el nuestro, porque a veces pienso que Finn tiene muy poca vida interior. No lo digo de forma despectiva; algunas personas la tienen y otras no. Para mí está relacionado con su franqueza. Las personas sutiles como yo tenemos en cuenta demasiadas cosas como para dar una respuesta directa. Siempre me preocupan los matices. Y también lo relaciono con su inclinación a hacer manifestaciones objetivas en el momento menos oportuno, como una luz muy fuerte cuando te duele la cabeza. Aunque puede ser que Finn eche de menos su vida interior y por eso me siga, ya que la mía es compleja y muy variada. Así que, para mí, Finn forma parte de mi universo y no puedo concebir que él tenga uno en el que yo figure. Además, ese acuerdo resulta muy tranquilizador para los dos.

Quedaban todavía dos horas para abrir, y me costaba hacerme a la idea de que iba a tener que enfrentarme con Magdalen enseguida. Ella esperaría que yo le montara una escena, pero no me sentía con fuerzas suficientes y además no tenía ni idea de qué clase de escena tenía que montar. Habría que meditarlo mucho. No hay nada como que te echen para que te pongas a pensar en por qué te han echado. Necesitaba tiempo para reflexionar sobre mi situación.

—¿Quieres tomar una taza de café en Lyons? —pregunté a Finn esperando que me dijera que sí.

—No —contestó—. Ya lo he pasado bastante mal esperando a que volvieras, con ella deseando perderme de vista. Ve a verla. —Y echó a andar calle abajo. Finn siempre se refiere a la gente mediante pronombres y vocativos. Lo seguí lentamente, intentando aclararme quién era yo.

Magdalen vivía en una de esas repugnantes y pesadas casas de Earls Court Road. Le pertenecía la mitad superior de la casa; y allí llevaba yo viviendo más de ocho meses, igual que Finn. Los dos dormíamos en la cuarta planta, en un laberinto de buhardillas, y Magdalen en la tercera, aunque eso no quiere decir que no nos viéramos mucho, por lo menos al principio. Había empezado a considerar mía aquella casa. A veces Magdalen se echaba novio, pero no me molestaba y nunca le pregunté nada. Me sentía más a gusto cuando lo tenía, porque entonces yo disponía de más tiempo para trabajar, o más bien para dedicarme a esa especie de reflexión ensoñadoramente estéril que es lo que más me gusta en el mundo.

Estábamos allí tan a gusto como un par de nueces en sus cáscaras. Además, vivíamos prácticamente sin tener que pagar el alquiler, lo que también tenía su importancia. No hay nada que me resulte más irritante que tener que pagar un alquiler.

Debo explicarles que Magdalen es mecanógrafa en el centro de la ciudad, o por lo menos lo era cuando se produjeron los primeros acontecimientos de este relato. Sin embargo, no es esa una descripción completa. Su verdadera ocupación consiste en ser ella misma, y a ello dedica un celo y una habilidad artística tremendos. Sus esfuerzos siguen los preceptos de las revistas femeninas y del cine, y solo cierta veta de ingenuidad y la incorruptible vitalidad que hay en ella le han impedido convertirse en un ser anodino, a pesar de dedicarse al estudio constante de los trucos de seducción más en boga. No es hermosa: ese es un adjetivo que no suelo usar; pero es bonita y atractiva. Su gracia estriba en sus rasgos regulares y en la finura de su tez, que cubre con una máscara de maquillaje de color melocotón hasta dejarla tan lisa e inexpresiva como el alabastro. Sus cabellos los peina según los dictados de la moda del momento. Se los tiñe de rubio. Las mujeres piensan que la belleza consiste en aproximarse lo máximo posible a una norma de armonía. La única razón por la que no consiguen llegar a ser indistintamente parecidas unas a otras es por falta de tiempo, dinero y técnica. Las estrellas de cine, que disponen de todo ello, son indistintamente parecidas. El atractivo de Magdalen reside en sus ojos, y en la vitalidad de sus maneras y de su expresión. Los ojos son la única parte del rostro que nada puede disfrazar, o al menos nada se ha inventado todavía para conseguirlo. Los ojos son el espejo del alma y no se puede pintar sobre ellos ni rociarlos con polvos dorados. Los de Magdalen son grandes, grises y almendrados, y resplandecen como piedrecitas bajo la lluvia. De vez en cuando gana mucho dinero, pero no aporreando una máquina de escribir, sino como modelo de fotografía. Todo el mundo considera que es una chica guapa.

Magdalen estaba en el baño cuando llegamos. Fuimos a su sala de estar, en la que la estufa eléctrica y los montoncitos de medias de nailon y de ropa interior de seda y el olor de los polvos faciales formaban un escenario acogedor. Finn se dejó caer en el deslucido diván precisamente de la manera en que ella le pedía siempre que no lo hiciera. Me acerqué a la puerta del cuarto de baño y grité: «¡Madge!».

El chapoteo en el agua cesó y dijo:

—¿Eres tú, Jake?

La cisterna hizo un ruido infernal.

—Sí, por supuesto, soy yo. ¿Qué es lo que pasa?

—No puedo oírte —dijo—. Espera un momento.

—¿Qué es lo que pasa? —le grité—. ¿Es verdad que te vas a casar con un corredor de apuestas? ¡No puedes hacerlo sin consultarme!

Me pareció que estaba montando una escena bastante pasable junto a la puerta del cuarto de baño. Hasta golpeé la madera.

—No puedo oír ni una palabra —dijo Madge. Lo cual no era cierto; lo que quería era ganar tiempo—. Jake, querido, prepara la cafetera y nos tomamos un café. Saldré en un minuto.

Magdalen salió del cuarto de baño envuelta en una ráfaga de aire caliente y perfumado mientras yo hacía el café, pero se dirigió directamente a su dormitorio. Finn se levantó apresuradamente del diván. Encendimos un cigarrillo y esperamos. Al cabo de un largo rato, Magdalen apareció resplandeciente y se situó delante de mí. La miré con tranquila sorpresa. Su aspecto había cambiado notablemente. Llevaba un ceñido vestido de seda, un modelo caro y complicado, y alhajas de buen precio. Hasta parecía distinta la expresión de su rostro. Ahora comprendía lo que Finn me había dicho. Mientras caminaba por la calle estaba demasiado preocupado con mis cosas como para reflexionar acerca de lo extravagante y tremendo del plan de Madge. Me di cuenta de que era cuestión de dinero. Desde luego, resultaba sorprendente. Madge solía salir con hombres aburridos pero humanos, funcionarios públicos de gustos bohemios o, en el peor de los casos, con escritores a sueldo, como yo.

Me pregunto qué curioso defecto de la estratificación social la había llevado a tratar con un hombre que la inducía a vestirse de esa manera. Di una vuelta a su alrededor, mirándola.

—¿Qué te crees que soy, el Albert Memorial? —preguntó Magdalen.

—Con esos ojos, no. —Y miré en las profundidades moteadas de sus pupilas.

Luego sentí un dolor extraño y tuve que volverme. Debería haberme preocupado más de esa chica. Una metamorfosis semejante tenía que llevar mucho tiempo preparándose, pero yo había sido demasiado torpe para darme cuenta. Una muchacha como Magdalen no se transforma de la noche a la mañana. Alguien había hecho una buena labor de zapa.

Madge me miró con curiosidad.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. ¿Estás enfermo?

Le dije lo que estaba pensando.

—Madge, debería haberme ocupado más de ti.

—No te has ocupado en absoluto —dijo— . Ahora lo va a hacer otra persona.

Su risa sonó cortante, pero sus ojos parecían preocupados y, aunque fuera demasiado tarde, sentí ganas de hacerle una temeraria proposición. Una extraña luz, dirigida sobre nuestra amistad, hizo resaltar cosas nuevas e intenté por un momento entender la esencia de mi necesidad de ella. Sin embargo, respiré hondo y seguí mi regla de no hablar nunca con franqueza a las mujeres en momentos de emoción. No trae nada bueno. No es propio de mi naturaleza asumir la responsabilidad de otras personas. Tengo ya bastante con ocuparme de mí mismo. Pasó el momento de peligro, la señal desapareció, y también el fulgor en la mirada de Magdalen, que dijo: «Dame un café», y se lo di.

—Mira, Jakie —continuó—, ya sabes cómo son estas cosas. Quiero que saques todo lo tuyo de aquí tan pronto como puedas; si es posible, hoy mismo. Lo he metido todo en tu habitación.

Lo había hecho. Faltaban varios objetos míos que habitualmente decoraban la sala de estar. Me sentí como si ya no viviera allí.

—No sé cómo son «estas cosas» —dije— y me gustaría mucho que me lo explicaras.

—Por supuesto, tienes que llevártelo todo. Si quieres pagaré el taxi.

Estaba más fresca que una lechuga.

—Ten un poco de corazón, Madge —dije.

Volvía a preocuparme de mí mismo y me sentía mucho mejor.

—¿No podría seguir viviendo en la parte de arriba? No te molestaré.

Pero sabía que no era una buena idea.

—¡Oh, Jake! —contestó—. ¡Eres un imbécil!

Era el comentario más amable que había hecho hasta entonces. Los dos nos sentimos más tranquilos.

Durante todo ese tiempo, Finn había estado apoyado contra la puerta, mirando a alguna parte distraídamente. Era difícil saber si escuchaba o no.

—Échalo —dijo Magdalen—. Me da grima.

—¿Dónde lo voy a mandar? —pregunté—. ¿Adónde podemos ir? Sabes que no tengo dinero.

No era verdad del todo, pero hacer como que no tenía un centavo constituía una cuestión de principios, porque nunca se sabe si puede resultar útil que los demás piensen eso de uno.

—Ya sois mayorcitos —dijo ella—. Al menos eso parece. Es problema vuestro.

Me encontré con la mirada soñolienta de Finn.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté.

Finn a veces tenía ideas, y después de todo había tenido más tiempo que yo para reflexionar sobre la situación.

—Vamos donde Dave —dijo.

Me pareció una idea sensata; así que dije:

—¡Vale! —Y le grité—: ¡Coge las maletas! —ya que había salido corriendo como una flecha.

A veces pienso que Magdalen no le cae bien. Volvió, cogió una y se esfumó.

Magdalen y yo nos miramos como dos boxeadores al comienzo del segundo asalto.

—Mira, Madge… —empecé—, no puedes echarme así como así.

—Llegaste así como así —me contestó.

Era cierto. Suspiré.

—Ven aquí, Madge. —Y extendí mi mano. Me dio la suya, pero estaba tan tiesa e insensible como una espumadera, y al cabo de unos segundos la solté.

—No me hagas una escena, Jakie —dijo Madge.

En aquel momento no podía hacerla, ni siquiera una pequeña. Me sentía débil y me tumbé en el sofá.

—¡Eh, eh! —dije suavemente—. Así que me pones en la calle, y todo por un hombre que vive de los vicios de los demás.

—Todos vivimos de los vicios de los demás —dijo con un aire de cinismo muy de la época, que no le iba nada bien—. Yo lo hago, tú también lo haces, y además vives de vicios peores que los suyos.

Se refería a la clase de libros que a veces traducía.

—¿Cómo se llama ese tipo? —le pregunté.

Madge me miró fijamente, atenta al efecto que me iba a producir su respuesta.

—Su nombre —dijo— es Starfield. Quizá hayas oído hablar de él.

Sus ojos brillaban sin pudor.

Endurecí mi rostro para no traicionarme. Así que se trataba de Starfield, Samuel Starfield, el Sagrado Sammy. Decir que era un corredor de apuestas resultaba un tanto pintoresco por parte de Finn, aunque todavía tenía sus oficinas cerca de Piccadilly y su nombre en luces de neón. Starfield hacía un poco de todo en aquellos sectores a los que lo llevaban sus gustos y su dinero: ropa femenina, cabarets, películas, restaurantes.

—Ya entiendo. —No estaba dispuesto a montarle un espectáculo a Madge—. ¿Dónde lo conociste? Te lo pregunto solo por curiosidad sociológica.

—No entiendo lo que quieres decir —contestó—. Pero, si tan interesado estás en saberlo, lo conocí en el autobús.

Estaba claro que era mentira. Meneé la cabeza.

—Lo que vas a hacer es convertirte en un maniquí para toda tu vida —le dije—. Tendrás que pasarte todo el tiempo convertida en un símbolo de ostentosa riqueza.

Y al decírselo pensé que quizá esa podía no ser una vida tan mala.

—¡Jakie! ¿Quieres irte de una vez? —exclamó Magdalen.

—De todas maneras —continué— no vas a vivir aquí con el Sagrado Sam, ¿no?

—Necesitaremos este piso —contestó ella— y quiero que te vayas ahora mismo.

Pensé que se escabullía de la pregunta.

—¿No has dicho que te ibas a casar? —le pregunté.

Otra vez me volvía el sentido de la responsabilidad. Después de todo, ella no tenía padre y yo me sentía in loco parentis. Era el único lugar que me quedaba. Y, ahora que lo pensaba, empezaba a parecerme fantásticamente improbable que Starfield se casara con una muchacha como Magdalen. Madge podía servir para llevar abrigos de pieles como cualquier otra mujer loca por la ropa. Pero no era vistosa, ni tampoco rica ni famosa. Era una simpática y saludable inglesita, tan sencilla y dulce como la fiesta del Primero de Mayo en Kew. Y yo me imaginaba los gustos de Starfield más exóticos y poco interesados en el matrimonio.

—Sí —dijo Madge enfáticamente, todavía más fresca que una rosa—. ¿ Y quieres hacer de una vez las maletas?

Tenía mala conciencia. Me di cuenta porque evitaba mirarme a los ojos.

Comenzó a rebuscar en las estanterías, diciendo:

—Me parece que hay unos libros tuyos por aquí.

Y sacó Murphy y Pierrot Mon Ami.

—Estás haciendo sitio para el camarada Starfield —le dije—. ¿Sabe leer? Y, a propósito, ¿sabe que existo?

—Bueno, sí —dijo con aire evasivo—, pero no quiero que coincidáis. Por eso debes hacer enseguida las maletas. A partir de mañana, Sammy pasará aquí mucho tiempo.

—Una cosa es segura —dije—: no puedo trasladarlo todo en un solo día. Me llevaré algunas cosas ahora, pero tendré que volver mañana —detesto que me metan prisa—. Y no te olvides —dije muy convencido— de que la radiogramola es mía.

Mis pensamientos volvían al Lloyds Bank Limited.

—Sí, querido —dijo Madge—; pero, si vuelves otro día, llama por teléfono antes y, si contesta un hombre, cuelga.

—Todo esto me resulta repugnante —manifesté.

—Lo sé, querido —dijo—. ¿Quieres que llame a un taxi?

—¡No! —grité saliendo de la habitación.

—Si vuelves cuando Sammy esté aquí —vociferó Magdalen mientras yo subía las escaleras—, te romperé la cabeza.

* * *

Cogí la otra maleta, envolví mis manuscritos en papel de estraza y me fui caminando. Necesitaba pensar, y nunca consigo hacerlo en un taxi porque no hago más que mirar el taxímetro. Cogí el autobús 73 y me fui a la tienda de la señora Tinckham. La señora Tinckham regenta una tienda donde vende periódicos en el barrio de Charlotte Street. Es una tienda que hace esquina, polvorienta, sucia, de aspecto desagradable, con un tablón barato para los anuncios en el exterior, y allí vende periódicos en varias lenguas, revistas femeninas, novelas de vaqueros y de ciencia ficción y la Amazing Stories. Al menos exhibía ese tipo de publicaciones en pilas caóticas, aunque nunca he visto a nadie comprar más que helados y el Evening News. La mayor parte de la literatura permanece allí año tras año, descolorida por el sol, y nadie la toca hasta que, de vez en cuando, a la señora Tinckham le da por la lectura, y coge alguna novela de vaqueros, amarillenta por el paso del tiempo, para luego decir que ya la había leído antes, pero que se había olvidado. Debe haber leído casi todas las existencias de su almacén, que son limitadas y que aumentan con lentitud. A veces la he visto hojear los periódicos franceses, aunque dice que no sabe francés; quizá se limite a mirar las fotografías. Además de la cámara de los helados, hay una mesita de hierro y dos sillas, y arriba, en un estante, botellas de refrescos verdes y rojos. En ese lugar he pasado muchas horas agradables.

Otra de las características de la tienda de la señora Tinckham es que está llena de gatos. Una familia de gatos atigrados en constante aumento, que desciende de una enorme gata que suele sentarse en el mostrador o en los estantes vacíos, soñolienta y contemplativa, con sus ojos de color ámbar semicerrados y parpadeantes al sol, como un vago corte líquido en una superficie de cálido pelaje. Cuando entro, a menudo uno de los gatos salta y se sube a mis rodillas, donde permanece tranquilo durante un rato antes de salir a la calle y pasear por delante del escaparate. Aunque nunca he visto a ninguno de estos animales a más de cinco metros de la tienda. En medio de todo se encuentra la señora Tinckham, fumando un cigarrillo. Es la única persona que conozco que fuma literalmente en cadena. Enciende cada uno con la colilla del anterior; cómo enciende el primero del día sigue siendo un misterio para mí, porque nunca suele tener cerillas cuando se las pido. Una vez me la encontré muy angustiada porque el cigarrillo que estaba fumando se le había caído en la taza de café y no tenía con qué encender el siguiente. Quizá se dedique a fumar durante toda la noche o tenga un cigarrillo permanentemente encendido en su dormitorio. A sus pies hay una jofaina de esmalte que siempre está llena, normalmente a rebosar, de colillas; y junto a ella, sobre el mostrador, un pequeño aparato de radio siempre encendido, bajito e inaudible, con lo que una especie de murmullo musical acompaña a la señora Tinckham mientras está sentada entre los gatos, envuelta en el humo de los cigarrillos.

Entré y me senté, como siempre, junto a la mesa de hierro, cogí un gato del estante más cercano y lo puse sobre mis rodillas. Comenzó a ronronear como una máquina que empieza a funcionar. Ofrecí a la señora Tinckham mi primera sonrisa espontánea del día. Ella es lo que Finn llama un curioso y viejo espécimen, pero se ha portado muy bien conmigo y yo nunca olvido la amabilidad.

—Bueno, aquí estás otra vez —dijo la señora Tinckham, dejando las Amazing Stories y bajando la radio un poco más, hasta dejar un murmullo de fondo.

—Sí, por desgracia —dije—. Señora Tinck, ¿qué le parece si tomamos una copa?

Desde hace mucho tiempo guardo una reserva de whisky en la tienda de la señora Tinckham, por si se diera el caso de que necesitara una bebida medicinal en un lugar tranquilo, en el centro de Londres, cuando todo está cerrado. En aquel momento, los bares estaban ya abiertos, pero necesitaba el sosiego de la tienda, con el gato ronroneante, el susurro de la radio y la propia señora Tinckham, como una diosa terrestre envuelta en incienso. Al principio, cuando puse en marcha mi plan, solía marcar la botella después de cada copa, pero eso fue antes de conocer bien a la señora Tinckham. Se puede confiar en ella como en una ley de la naturaleza. Puede guardar un secreto como nadie. Una vez oí a uno de sus clientes de aspecto más peregrino, que había intentado sonsacarle algo, gritarle: «¡Eres patológicamente discreta!», y así es. Sospecho que ese es el secreto de su éxito. Su tienda sirve como eso que llaman «dirección de conveniencia» y es lugar de cita para la gente que quiere que sus asuntos se mantengan en la sombra. A veces me pregunto cuánto sabe la señora Tinckham de los asuntos de sus clientes. Cuando no estoy con ella, pienso que no puede ser tan ingenua como para no enterarse de lo que pasa delante de sus narices. Pero cuando estoy con ella la veo tan regordeta y perezosa, con ese parpadeo tan parecido al de sus gatos, que tengo mis dudas. Hay momentos en que, con el rabillo del ojo, me parece percibir una mirada de aguda inteligencia en su rostro; pero aunque vuelva rápidamente la cabeza nunca consigo captar en él una expresión que no sea de radiante y maternal solicitud y preocupación más o menos vaga. Lo cierto es que, sea cual sea la verdad, esta no se sabrá nunca. La policía dejó de hacerle preguntas hace mucho. Era una pérdida de tiempo. Además, sepa mucho o poco, ella nunca ha utilizado, por lo que yo sé, el más mínimo conocimiento del pequeño mundo que rodea su tienda para beneficio propio o para impresionar. Una mujer que no habla es una joya. Soy un devoto de la señora Tinckham.

Llenó un vasito de papier mâché y me lo pasó por encima del mostrador. Nunca la he visto beber.

—¿No has traído coñac esta vez, querido? —me preguntó.

—No; los malditos aduaneros me lo han confiscado —dije y, después de tomar un trago de whisky, añadí—: ¡Que se vayan al diablo! —con un gesto que abarcaba a la aduana, a Madge, a Starfield y al director de mi banco.

—¿Qué pasa, querido? ¿Van mal las cosas otra vez? —dijo la señora Tinckham, y mientras yo miraba mi copa vi sus ojos parpadear con comprensión—. La gente da muchos problemas, ¿no es cierto? —añadió con esa voz que había propiciado tantas confesiones.

Estoy convencido de que la gente se sincera muchísimo con la señora Tinckham. A veces, entro en la tienda y lo percibo de manera clara en el ambiente. Yo mismo lo he hecho; y en la vida de muchos de sus clientes probablemente figurará como la única persona de absoluta confianza. Una posición así es sin duda, hasta cierto punto, lucrativa, y de hecho la señora Tinckham tiene dinero, porque una vez me dejó diez libras sin chistar, aunque estoy seguro de que su principal interés no consiste en conseguir beneficios. Simplemente le gusta estar al tanto de las actividades de todo el mundo, o más bien saber de sus vidas, porque «actividades» implica un interés más limitado y menos humano que el que sentía, o yo imaginaba que sentía, ella por mí. En realidad, la sitúo en un punto medio entre la ingenuidad y la carencia de ella, ya que vive en el mundo de los dramas de otras personas, donde es difícil distinguir la realidad de la ficción.

Sonó un suave murmullo que podía haber sido tanto la radio como la señora Tinckham lanzándome un leve hechizo para que le hablara: un sonido como el que hace al enrollarse suavemente un delicado sedal del que cuelga un pez exótico. Pero cerré los labios para no hablar. Quería esperar hasta poder contar mi historia de una manera mucho más dramática. La cosa tenía posibilidades, pero aún le faltaba tomar forma. Si hablaba entonces existía el peligro de que le dijera la verdad; cuando me pillan desprevenido suelo hacerlo, ¿y hay algo más aburrido que eso? Me encontré con la mirada de la señora Tinckham y, aunque sus ojos no decían nada, estaba seguro de que sabía lo que estaba pensando.

—La gente y el dinero, señora Tinck —dije—. Qué lugar tan feliz sería el mundo sin ninguna de las dos cosas.

—Y el sexo —añadió la señora Tinck. Los dos suspiramos.

—¿Hay nuevos gatitos? —le pregunté.

—Todavía no —contestó—, pero Maggie está preñada otra vez. ¡Pronto tendrás tus gatitos!, ¿a que sí? —le dijo a una gata de aspecto vulgar que estaba sobre el mostrador.

—¿Cree que habrá suerte esta vez? —le pregunté.

La señora Tinckham intentaba constantemente convencer a sus gatas de que se cruzaran con un guapo siamés que vivía calle abajo. Lo cierto es que sus esfuerzos se limitaban a llevar a las criaturas hasta la puerta y señalar hacia el elegante macho diciéndoles: «¡Mirad qué guapo es ese gato que hay allí!», y hasta entonces no había conseguido ningún resultado. Si han intentado alguna vez dirigir la atención de un gato hacia algo, sabrán lo difícil que resulta conseguirlo. El animal mirará a cualquier sitio salvo al que le señalen con el dedo.

—No hay ninguna posibilidad —dijo la señora Tinckham con amargura—. Todas están locas por el gato blanco y negro de la tienda de carne de caballo. ¿A que sí, guapa? —le dijo a la gata preñada, que estiró su pata pesada y juguetona y sacó a relucir sus garras sobre un montón de Nouvelles Littéraires. Comencé a deshacer mi paquete sobre la mesa. El gato bajó de un salto de mis rodillas y salió sigilosamente por la puerta.

La señora Tinckham dijo: «Ah, bueno», y cogió las Amazing Stories.

Eché un rápido vistazo a los manuscritos. Una vez, durante una rabieta, Magdalen había roto las primeras sesenta estancias de uno de mis poemas épicos, titulado Y el señorOppenheim heredará la tierra. Era de los tiempos en que yo tenía ideales. Por aquel entonces aún no tenía claro que en nuestra época no es posible escribir poemas épicos. Pensaba ingenuamente que no existía ninguna razón por la que no pudiera escribir todo lo que me apeteciera. Pero no hay nada más paralizante que el sentido de la perspectiva histórica, sobre todo en cuestiones literarias. Tal vez, en determinados momentos, se deba dejar de pensar. De hecho, yo decidí parar antes de haber visto suficientemente claro que la época actual no es adecuada ni siquiera para escribir novelas. Pero volviendo al Señor Oppenheim: mis amigos criticaron el título porque les sonaba antisemita, aunque por supuesto el señor Oppenheim simbolizaba simplemente los grandes negocios; pero Madge no lo rompió por esa razón, sino porque estaba cabreada porque yo había cancelado una comida con ella para poder conocer a una novelista que después resultó ser una pesada. Pero el caso es que cuando volví me encontré al Señor Oppenheim hecho pedazos. Ocurrió hace mucho tiempo, pero me temía que ahora hubiera repetido el espectáculo. ¿Quién puede saber qué pensamientos pasaron por su mente cuando tomó la decisión de echarme? Cuando una mujer quiere hacerte daño procura enfurecerse cada vez más contigo. Sé de sobra lo exasperante que resulta que alguien adopte una posición que te obligue a hacerle daño. De modo que miré el material con cuidado.

Todo parecía en orden, pero faltaba una cosa. Era la transcripción mecanografiada de mi traducción de Le Rossignol de Bois. Ese Ruiseñor de madera era la antepenúltima obra de Jean-Pierre Breteuil. La había pasado directamente a máquina; he traducido ya tantas cosas de Jean-Pierre que el único problema es la rapidez del mecanografiado. No puedo perder el tiempo con el papel carbón —no tengo ninguna destreza manual y ya se sabe cómo es el papel carbón—, así que únicamente había una copia. No me preocupé porque sabía que, si Magdalen quería destruir algo, destruiría mis trabajos de creación y no una traducción. Pensé que podría recogerla la próxima vez; seguramente estaría en el escritorio de abajo. Le Rossignol iba a ser un best seller, y eso significaba dinero. Trata de un joven compositor que es psicoanalizado y luego descubre que ha desaparecido su impulso creador. Me gustaba, aunque era mala literatura comercial, como todo lo que escribe Jean-Pierre.

Dave Gellman dice que me he especializado en traducir a Breteuil porque es la clase de literatura que me habría gustado escribir, pero no es así. Traduzco a Breteuil porque es fácil y porque se vende como rosquillas en cualquier idioma. También porque, perversamente, me gusta traducir; es como abrir la boca y oír cómo sale la voz de otro. La penúltima novela, Les Pierres de l’Amour, que había leído en París, sería sin duda otro éxito. También había otra novela más reciente, Nous les vainqueurs, que no había leído aún. Decidí ir a ver a mi editor y conseguir un anticipo de El ruiseñor de madera; además, intentaría venderle una idea que se me había ocurrido en París sobre una colección de relatos cortos franceses, que yo traduciría y prologaría. De todo eso estaban llenas mis maletas. Así podría ir tirando. Cualquier cosa menos trabajo de creación, como dice Dave. Calculé que tendría unas setenta libras en el banco. Pero estaba claro que el problema más inmediato y urgente consistía en encontrar un lugar barato y acogedor donde vivir y trabajar, ya que me habían cerrado las puertas de Earls Court Road.

Quizá piensen que no fue muy amable por parte de Madge echarme con tan pocas explicaciones, y que fue una cobardía, por mi parte, tomármelo con tanta tranquilidad. Pero, en realidad, Magdalen no es tan dura. Es una persona alegre y sensual, sencilla y de buen corazón, dispuesta a complacer a cualquiera con tal de que no le cause complicaciones; ¿qué más se puede pedir? Por mi parte, yo tenía mala conciencia con respecto a Madge. He dicho antes que vivía casi sin pagar el alquiler. Bueno, pues no es del todo cierto: la verdad es que no pagaba nada en absoluto. Ese pensamiento me turbaba un poco. Es malo para el locus standi de uno vivir de la caridad de una mujer. También sabía que Madge quería casarse. Me lo había insinuado más de una vez; y la verdad es que creo que se habría casado conmigo. Lo que pasa es que yo quería otra cosa. Así que, por estas dos razones, pensaba que no tenía ningún derecho sobre Earls Court Road, y que yo era el único culpable de que Madge hubiera buscado su seguridad en otra parte; aunque me parece que fui bastante objetivo al pensar que el Sagrado Sammy era una apuesta demasiado arriesgada.

Quizá sea este el momento de contarles algo sobre mí. Me llamo James Donaghue, pero no vale la pena que piensen mucho en ello, ya que solo he estado en Dublín una vez, borracho perdido de whisky, y únicamente vi la luz del día en dos ocasiones: una cuando me soltaron de la comisaría de Store Street, y otra cuando Finn me metió en el barco para Holyhead. En aquellos tiempos yo solía beber bastante. Tengo algo más de treinta años y talento, pero soy perezoso. Hago trabajos literarios por encargo y solo unos pocos trabajos de creación, los mínimos posibles. Hoy en día se puede vivir de lo que se escribe si se hace de modo continuado y se está dispuesto a escribir lo que el mercado pide. Antes he mencionado que soy bajo, pero describirme como un hombre esbelto y bien formado se ajusta más a la realidad. Tengo el pelo rubio y los rasgos angulosos de un elfo. Se me da bien el judo, pero no me gusta el boxeo. En cualquier caso, lo más importante para el objeto de este relato es que tengo los nervios destrozados. Lo que no importa es cómo ocurrió. Esa es otra historia, y no pienso contarles toda mi vida. Los tengo así, y una de sus consecuencias es que no puedo soportar estar solo durante mucho tiempo. Por eso Finn me resulta tan útil. Nos sentamos juntos durante horas, a veces sin pronunciar ni una palabra, yo pensando, quizá en Dios, en la libertad y en la inmortalidad y sin tener ni idea de en qué estará pensando él. Pero sobre todo detesto vivir en una casa extraña. Necesito sentirme protegido. Por tanto, soy como un parásito, y habitualmente vivo en las casas de mis amigos, lo cual resulta ventajoso desde el punto de vista económico. Me acogen bien, porque mis costumbres son tranquilas y Finn sabe hacer toda clase de chapuzas.

La verdad es que era un problema pensar adónde iba a ir ahora. Me pregunté si nos acogería Dave Gellman. Acaricié esa idea, aunque supuse que no prosperaría. Dave es un viejo amigo, pero es filósofo, no de esos que te dicen tu horóscopo y el signo del zodiaco, sino uno de verdad, como Kant o Platón, por lo que no tiene dinero. Pensé que no debía exigirle nada a Dave. Además, es judío, y de los más intransigentes, que ayuna, que cree que el pecado no se puede redimir, incluso se escandaliza con el relato de la mujer que rompió el vaso de alabastro que contenía un precioso ungüento y otras muchas historias del Nuevo Testamento. Pero eso no es lo que me molesta de él, sino el que sea capaz de discutir interminablemente con Finn acerca de la Trinidad, sobre la falta de importancia de los sentimientos y sobre el concepto de caridad. No existe un concepto que Dave odie tanto como el de caridad. Le parece una especie de estafa espiritual. Según Dave, este concepto nos lleva siempre a una conducta retorcida y a la idea de que se puede hacer cualquier cosa impunemente. Los seres humanos, dice, deben vivir de acuerdo con unas reglas claras y prácticas, y no bajo la vaga iluminación de unas cuantas ideas arrogantes que aparentemente justifican toda clase de extravagancias. Dave es una de las pocas personas con las que Finn habla largamente. Debo decir que Finn es católico no practicante, aunque tiene temperamento de metodista, o eso me parece, y discute apasionadamente con Dave. Finn siempre dice que volverá a Irlanda para poder vivir en un país que tiene de verdad una religión, pero nunca acaba de irse. Por eso pensé que no sería muy tranquila la casa de Dave. Prefiero que Finn no hable demasiado. Antes yo mismo hablaba mucho con Dave sobre cosas abstractas. Me quedé fascinado cuando le conocí y me enteré de que era filósofo, pensando que tal vez me podría comunicar algunas verdades importantes. En aquella época, solía leer a Hegel y a Spinoza, aunque he de decir que nunca los entendí muy bien, y quería hablar con Dave sobre ellos. Pero por una razón u otra nunca llegábamos a ningún acuerdo, y la mayor parte de nuestras conversaciones consistían en que yo le decía algo y él me contestaba que no entendía lo que quería decirle, y entonces yo repetía lo dicho y Dave se ponía de lo más impaciente. Tardé cierto tiempo en darme cuenta de que, cuando Dave decía que no me entendía, era porque consideraba que lo que yo argumentaba eran sandeces. Hegel dice que Verdad es una gran palabra, y que la cosa en sí es aún más grande. Con Dave parecía que nunca íbamos a pasar de la palabra; así que, finalmente, renuncié. Sin embargo, le tengo mucho afecto y tenemos otros muchos temas de conversación, de modo que no rechacé del todo la idea de ir a vivir con él. Era lo único que se me ocurría. Cuando por fin llegué a esa conclusión, desempaqueté algunos de mis libros y los dejé, junto con los manuscritos, bajo el mostrador de la señora Tinckham. Luego me fui de la tienda y me dirigí al Lyons.

DOS

Hay partes de Londres que son necesarias y otras que son contingentes. Todo lo que hay al oeste de Earls Court es contingente, salvo unos cuantos lugares cerca del río. Odio lo contingente. Quiero que todo en mi vida tenga una razón de ser. Dave vivía al oeste de Earls Court y esa es otra de las cosas que tenía en su contra. Vivía junto a Goldhawk Road, en uno de esos edificios de color rojo oscuro que por alguna razón llaman mansiones. Fue en ese contexto, en mi oscura niñez londinense, donde escuché por primera vez esa palabra, y desde entonces me ha echado a perder muchos trabajos en prosa, entre ellos algunos bíblicos. Creo que a Dave no le importaba mucho dónde vivía. Como es filósofo, se ocupa profesionalmente del nudo central del ser (aunque a él no le gustaría nada saber que yo utilizo tales términos), y no de esos cabos sueltos con los que la mayor parte de nosotros tenemos que entretenernos. Además, como es judío, puede sentirse parte de la Historia sin hacer un esfuerzo especial. Le envidio eso, ya que a mí me cuesta cada vez más sentirme parte de la Historia. De manera que Dave puede permitirse el lujo de tener una dirección contingente. No estoy seguro de que yo pudiera hacerlo.

La mansión donde vive Dave es alta, pero a su lado sobresale un gran hospital moderno, de blancos muros. Un lugar frío, aunque justificado, por el que paso con un escalofrío. Mientras subía por la oscura escalera adornada con vidrieras, oí un murmullo de voces en el piso de Dave. No me gustó. Dave conoce a demasiada gente. Su vida es un constante tour de force de intimidad. A mí me parece que resulta inmoral intimar con más de cuatro personas al mismo tiempo. Pero Dave vive en intimidad con más de cien. Tiene numerosos y fieles amigos entre los artistas e intelectuales, y conoce a muchos políticos de izquierdas, entre ellos a tipos tan curiosos como Lefty Todd, el dirigente del Nuevo Partido Socialista Independiente, y a otros todavía más excéntricos. Luego están sus alumnos y los amigos de estos, y la horda siempre creciente de sus exalumnos. Nadie a quien Dave haya dado clase parece haber perdido el contacto con él. Me resulta difícil de entender, ya que, como he dicho antes, Dave nunca fue capaz de comunicarme nada cuando hablábamos de filosofía. Aunque quizá yo sea, en exceso, un artista incorregible, como él mismo me dijo en una ocasión. Lo que me lleva a añadir que Dave desaprueba mi manera de vivir y siempre me presiona para que encuentre un trabajo estable.

Dave también trabaja fuera de la universidad y se rodea de muchos jóvenes que de vez en cuando se interesan por la verdad. Sus alumnos lo adoran, pero hay una lucha permanente entre ellos y él. Se alzan como girasoles. Todos son metafísicos naturales, o eso dice Dave con disgusto. A mí me parece estupendo que lo sean, pero Dave se opone apasionadamente. Para los alumnos de Dave, el mundo es un misterio. Un misterio cuya clave, que podría estar contenida en un libro de unas ochocientas páginas, puede ser razonablemente descubierta. Encontrarla no es precisamente algo sencillo, pero ellos tienen la seguridad de que dedicando de cuatro a diez horas semanales, sin contar las vacaciones universitarias, se puede conseguir. No conciben que el asunto pueda ser ni más sencillo ni más complejo que eso. Dentro de ciertos límites, están dispuestos a alterar sus opiniones. Muchos de ellos llegan a él como teósofos y se marchan siendo realistas críticos o bradleianos. Es notable ver cómo a menudo la crítica de Dave actúa en sus acciones como catalítico. Los deslumbra con la destructiva furia del sol, pero, en vez de disipar sus pretensiones metafísicas, solo consigue su metamorfosis de un estado fértil a otro. Este curioso hecho me hace pensar que, después de todo, a pesar de sí mismo, Dave es un buen profesor. Algunas veces ha conseguido convertir a algún joven especialmente receptivo a su peculiar modo de análisis lingüístico; después de lo cual, el joven suele perder por completo el interés en la filosofía. Ver a Dave trabajar con esos jóvenes es como ver a alguien podando un rosal. Son los brotes más fuertes y vigorosos los que hay que cortar. Más tarde es posible que broten capullos; pero Dave no quiere que sean filosóficos. Su objetivo principal consiste en convencer a los jóvenes de que no se dediquen a la filosofía. Siempre me advierte contra ella con especial seriedad.

Vacilé en la puerta. Detesto entrar en una habitación llena de gente y sentir que toda una galería de rostros se fija en mí. Tuve la tentación de marcharme; pero al final, en lo que para mí supone un alarde de indiferencia, entré. La habitación estaba atestada de jóvenes, todos hablando a la vez y bebiendo tazas de té, pero no tenía por qué preocuparme por sus caras, ya que nadie se fijó en mi entrada salvo el propio Dave. Estaba sentado en un rincón, un poco apartado de la mêlée, y cuando me vio levantó la mano con el gesto digno de un patriarca que recibe la aparición de una señal esperada. No es que Dave parezca un patriarca hebreo. Es regordete y calvo, tiene unos alegres ojos castaños y manos rechonchas, su voz es ligeramente gutural y su dominio del inglés, imperfecto. Finn estaba sentado cerca de él, en el suelo, apoyado contra la pared y con las piernas estiradas, como si hubiera sufrido un accidente.

Me abrí camino entre varios jóvenes imberbes, pasé por encima de las piernas de Finn y le estreché la mano a Dave. Le di a Finn un afectuoso puntapié y me senté en el borde de la mesa. Un joven me sirvió automáticamente una taza de té, al tiempo que hablaba por encima de su hombro con alguien. «Al final, el “debería” te lleva de vuelta al “es”. Sí, pero ¿qué clase de “es”?»

—Veo que esto sigue —dije.

—Es una actividad humana natural —dijo Dave frunciendo ligeramente el ceño. Luego me miró amistosamente—. Me han dicho que estás en apuros —continuó, levantando ligeramente la voz por encima del barullo.

—Puedes llamarlo así —dije con precaución mientras tomaba mi té. Nunca exagero mis problemas con Dave porque se suele mostrar sarcástico y poco comprensivo respecto a ellos.

—Yo en tu caso —dijo Dave— buscaría un trabajo estable.

Señaló la pared blanca del hospital que se cernía amenazante sobre la ventana.

—Siempre hay demanda de auxiliares —dijo—. Hasta podrías trabajar de enfermero. O hacer cualquier otra cosa unas horas al día.

Dave me daba constantemente este tipo de consejos; nunca he entendido por qué, ya que había pocos consejos que estuviera menos dispuesto a seguir. Creo que en parte lo hacía para molestarme. En otras ocasiones, me había intentado convencer de lo deseable que resultaba ser agente judicial, inspector de fábricas o maestro en una escuela primaria.

Miré el muro del hospital.

—Para salvar mi alma —dije.

—¡No es eso! —dijo desdeñosamente—. No haces más que pensar en tu alma. Precisamente no es para pensar en tu alma, sino en los demás.

Sabía que tenía razón, aunque no era necesario que fuera Dave quien me lo dijera, pero no veía que por el momento pudiera hacer nada. Finn me tiró un cigarrillo. De una manera discreta, siempre intentaba protegerme de Dave. El problema inmediato consistía en encontrar un lugar acogedor donde vivir y, hasta que no lo arreglara, lo demás no tenía importancia. Tengo que seguir escribiendo si quiero llegar a final de mes, y cuando no tengo casa no puedo hacer nada.

Después de terminar el té, me propuse dar una prudente vuelta por el piso de Dave. Sala de estar, dormitorio, cuarto de invitados, baño y cocina. Inspeccioné detenidamente el cuarto de invitados, también daba al muro del hospital, pero desde allí parecía más cercano que nunca. La habitación estaba pintada de un asqueroso marrón dorado y el mobiliario era espartano. Ya estaba llena de las pertenencias de Finn. Podría haber sido peor. Cuando estaba examinando el armario, entró Dave. Sabía de sobra lo que estaba pasando por mi cabeza.

—No, Jake —dijo—. Definitivamente, no.

—¿Por qué no?

—Porque dos ruinas nerviosas no deben vivir juntas.

—¡Vieja víbora! —dije.

Dave no es una ruina nerviosa, sino que es tan duro como el acero. Pero no quise discutir porque me repelía un poco la idea de Jehová y la Trinidad.

—Ya que me echas —dije—, estás obligado a hacerme una sugerencia constructiva.

—Nunca has estado dentro, Jake —dijo Dave—, pero intentaré pensar.

Dave conoce mis exigencias. Regresamos a la otra habitación y el alboroto nos envolvió de nuevo.

—Deberías intentarlo con tus mujeres, ¿no?

—No —dije—. Ya estoy harto de mujeres.

—A veces eres insoportable, Jake.

—No puedo hacer nada, es mi manera de ser. Después de todo, la libertad únicamente es una idea.

—Eso está en la tercera Critique —le gritó Dave a alguien que estaba al otro lado de la habitación.

—De todas formas, ¿qué clase de mujeres?

—No conozco tu tipo de mujeres —dijo Dave—, pero si hicieras unas cuantas visitas, alguien podría darte alguna idea.

Me di cuenta de que Dave se alegraría mucho más de verme cuando ya estuviera instalado en otro sitio. Finn, que estaba tumbado con la cabeza bajo la mesa, dijo repentinamente:

—Prueba con Anna Quentin.

A veces Finn tiene las intuiciones más extraordinarias.

El nombre me atravesó como un dardo.

—¿Cómo voy a hacer eso? —dije—. Es completamente imposible —añadí.

—Ah, sigues así —dijo Dave.

—No sigo así en absoluto —dije—. Por otra parte, no tengo la menor idea de dónde vive.

Y les di la espalda para mirar por la ventana. No me gusta que la gente me lea el rostro.

—¡Ya empieza! —dijo Dave, que me conoce bien.

—Propón otra cosa —dije.

—Lo que propongo es que eres un verdadero imbécil —di-jo Dave—. La sociedad debería cogerte por el cuello y sacudirte hasta obligarte a trabajar en algo sensato. Luego, por las tardes, tendrías la posibilidad de escribir un gran libro.

Era evidente que Dave estaba de mal humor. El ruido estaba aumentando. Con el pie empujé mi maleta debajo de la mesa, junto a Finn.

—¿Puedo dejar esto aquí?

«¿Cómo puedes saber cuál es tu verdadero ser?», preguntaba alguien.

—Puedes dejarlos aquí a los dos —contestó Dave.

—Te llamaré más tarde —le dije. Y me marché.

Todavía sentía cierto dolor al escuchar el nombre que Finn había pronunciado. Pero, en medio del dolor, sonaba una extraña melodía; como una pequeña flauta tocando para que me fuera. Por supuesto, no tenía la más mínima intención de buscar a Anna, pero quería pensar en ella a solas. No soy un místico en lo que a las mujeres se refiere. Me gustan las mujeres de las novelas de James y Conrad, que suelen ser como flores y a las que se describe como «inocentes, profundas, confiadas y leales». Lo de «profundas» está bien; manos blancas que aletean, tan hondas como el mar. Pero nunca he conocido a ninguna de esas mujeres en la vida real. Me gusta leer acerca de ellas, pero también me gusta leer sobre Pegaso y Crisaor. Las mujeres que conozco suelen ser inexpertas, inexpresivas, crédulas y sencillas; y no veo ninguna razón para llamarlas profundas simplemente porque tengan cualidades que en los hombres nos llevarían a decir que están ensimismados. Y, si son astutas, se engañan a sí mismas y engañan a los demás más o menos de la misma manera que lo hacen los hombres. Se trata del mismo engaño en el que todos estamos metidos; excepto que, en lo que a las mujeres se refiere, siempre están un poco más desequilibradas por el papel que tienen que desempeñar. Como los zapatos de tacón, que desplazan los órganos internos con el paso del tiempo. Hay pocas cosas que me repugnen más que esas supuestas profundidades.

Sin embargo, yo encontraba profunda a Anna. No recuerdo qué hay en ella que me llevara a llamarla misteriosa, y, sin embargo, siempre me pareció un ser insondable. Dave me dijo una vez que encontrar a alguien inagotable es simplemente la definición del amor, así que a lo mejor yo estuve enamorado de Anna. Tiene una voz fuerte y un rostro suavemente moldeado, siempre iluminado por ese resplandor cálido e intenso que procede de dentro. Es un rostro lleno de añoranzas, pero tan equilibrado que nunca muestra ninguna inquietud. Tiene una fuerte melena castaña que se recoge en un arcaico moño con rizos, o al menos eso hacía cuando yo la conocí. Fue hace mucho tiempo. Anna tiene seis años más que yo, y en aquella época cantaba en un espectáculo con su hermana Sadie. Anna ponía la voz y Sadie aportaba vistosidad. Anna tiene una voz de contralto que te llega al corazón hasta por la radio; y los pequeños gestos que hace al cantar la vuelven irresistible. Parece como si te metiera la canción en el alma, al menos eso fue lo que me sucedió a mí la primera vez que la escuché, y nunca lo he podido olvidar.

Anna es tan parecida a su hermana como un dulce mirlo a un peligroso pez tropical, y con el tiempo acabaron separándose. En parte fue, creo, porque no podían soportarse, y en parte porque sus ambiciones divergían. Por aquel entonces, si recuerdan, el cine británico estaba pasando por una fase crítica. Acababan de fundar la Bounty Belfounder Company, y la vieja Phantasifilms pasó a nuevas manos. Pero ninguna compañía parecía capaz de descubrir a nuevas estrellas, aunque estaban los de siempre y de vez en cuando algún joven era recibido a bombo y platillo por la prensa, para luego desaparecer con el estruendo y la rapidez de un cohete. Phantasifilms decidió que los seres humanos no eran taquilleros y comenzó sus series de películas de animales, e hizo un par de descubrimientos en el reino animal: en especial, el perro lobo, Mister Mars, cuyas sentimentales fugas probablemente salvaron a la compañía de la bancarrota. Bounty Belfounder fue desde el comienzo una empresa con más éxito y allí fue donde Sadie comenzó a vender sus talentos; Sadie, como saben, se convirtió en una estrella.

Una estrella es un fenómeno curioso. No tiene nada que ver con ser una buena actriz cinematográfica; ni siquiera consiste en tener encanto y belleza. Lo que hace a una estrella es una característica del aspecto y del éclat. Sadie tenía éclat; o eso pensaba el público, aunque yo personalmente sigo prefiriendo la palabra vistosidad. Ya habrán notado que Sadie no me cae especialmente bien. Sadie es glamurosa y deslumbrante. Es más joven que Anna y tiene sus mismos rasgos, solo que más pequeños y apretados, como si alguien hubiera comenzado a reducir su cabeza, pero no hubiera pasado de la primera etapa. El sonido de su voz es parecido al de Anna, pero con un matiz descascarillado que la hace más metálica. No de cáscaras de castaña, sino de hierro oxidado. Hay personas que la encuentran fascinante. No sabe cantar.

Anna no intentó nunca hacer películas. No sé por qué; siempre me pareció que tenía muchas más posibilidades que Sadie. Pero quizá su delantera tuviera cierta superficial falta de definición. Se necesita un navío con una proa afilada para penetrar en el mundo del cine. Después de dejar a Sadie, Anna tuvo ciertas aspiraciones de cantar más seriamente; pero carecía de la preparación necesaria para llegar lejos. La última vez que supe de ella, cantaba canciones folclóricas en un cabaret, y esta clase de combinación la define bastante bien.