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Una copa de vino al día, según muchos médicos, es bueno para la salud. Más de una, puede llevarnos a la ruina. Sea dudoso o no el consejo para la salud del cuerpo, defiende Scruton, es indudablemente bueno para la salud del alma. Y no hay mejor acompañamiento que el vino cuando se trata de filosofar. La filosofía, con una copa en la mano, no solo enseña a beber pensando, sino a pensar bebiendo. Con sentido del humor, el autor ofrece un antídoto ante tantos disparates que hoy se escriben sobre el vino, y defende con contundencia una bebida que está en el fundamento mismo de nuestra civilización. In vino veritas.
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Seitenzahl: 421
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Roger Scruton
BEBO, LUEGO EXISTO.
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
Título original: I drink, therefore I am
© 2009 byROGER SCRUTON
Traducción publicada en acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc
© 2017 de la edición española por ELENA ÁLVAREZ
byEdiciones Rialp, S. A.,
Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4860-6
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ven —el palacio de los cielos se apoya en columnas de aire.
Ven, y tráeme vino; nuestros días son viento.
HAFIZ
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PREFACIO
1. PRELUDIO
PRIMERA PARTE. YO BEBO
2. MI CAÍDA
3. EL TOUR DE FRANCIA
4. NOTICIAS DE OTRA PARTE
SEGUNDA PARTE. LUEGO EXISTO
5. CONCIENCIA Y SER
6. SIGNIFICADO DEL VINO
7. EL SIGNIFICADO DEL LAMENTO
8. SER Y EXCEDERSE
ANEXO: QUÉ BEBER CON QUÉ
ROGER SCRUTON
PREFACIO
ESTE LIBRO NO ES UNA GUÍA para beber vino, sino una introducción a la reflexión sobre él. Es un tributo al placer, obra de un devoto de la felicidad, y una defensa de la virtud por un fugitivo del vicio. Su argumentación se dirige a creyentes y ateos, a cristianos, judíos, hindúes y musulmanes: a cualquier persona pensante en quien la alegría de la meditación no haya extinguido los placeres del cuerpo. Mis palabras son duras para los fanáticos de la salud, para los mulás locos y para cualquiera que prefiera ofenderse a ver el punto de vista del otro. Mi propósito es defender la opinión que se atribuyó una vez a Platón, según la cual “nada más excelente o valioso que el vino ha sido dado por los dioses al hombre”. Confío en que todos los que se sientan ofendidos por esta actitud inocente encuentren una demostración de su poca importancia.
Chris Morrissey, Bob Grant, Barry Smith y Fiona Ellis han leído los borradores de esta obra, y sus observaciones han sido muy beneficiosas para mí. Antes de eso, he echado algunos tragos junto a Esa Atanassow y Thomas Bartscherer, quienes también han hecho sugerencias importantes, que he tratado de reflejar al máximo. Estoy especialmente agradecido a mi mujer, Sophie, por haber aguantado los doce años de investigación que se recogen en este libro. Parte de esa investigación fue realizada para el New Statesman, cuyos editores han manifestado una paciencia ejemplar al tolerar, entre las portadas del más respetable periódico londinense de izquierdas, temas como la familia, la jerarquía, la caza y Dios, además de algunas indicaciones sobre la forma de comprender esos temas insufribles. Esa columna ha sido para mí una fuente de gran disfrute, porque me he basado libremente en las observaciones que venían a mi mente mientras escribía.
También he usado otro material publicado, especialmente para el capítulo “Filosofía del vino”, que es una contribución a la colección de Barry Smith sobre este tema, Cuestiones de gusto: la filosofía del vino. Ese capítulo es una primera versión de lo que constituye el capítulo 6 de este libro. También me he apoyado en dos recuerdos escritos con otros fines, uno de mi tutor, Lawrence Picken, para un volumen conmemorativo reciente dedicado al Jesus College, Cambridge, y otro de David Watkin, redactado para un volumen conmemorativo con ocasión de su jubilación. Algunas partes del capítulo 5 se apoyan en materiales publicados por primera vez en la revista online del MIT, Technology Review.
Sperryville, Virginia;
Malmesbury, Wiltshire;
Navidad de 2008.
1.
PRELUDIO
A LO LARGO DE LA HISTORIA documentada, los seres humanos han recurrido al consumo de sustancias tóxicas para hacer su vida más llevadera. Las sociedades discrepan sobre los intoxicantes que se debería fomentar, los que se toleran y los que se prohíben, pero siempre ha habido una opinión convergente en una regla de la máxima importancia: que el resultado no debe amenazar el orden público. La pipa de la paz de los americanos nativos, o la hookah del Oriente Medio, son ejemplos de la existencia de un ideal de intoxicación social, en la que unas caladas ceremoniales ponen en juego las buenas maneras, los afectos descomplicados y los pensamientos serenos. Algunos interpretan el cannabis en términos similares, aunque la investigación sobre sus efectos neurológicos arroja otra luz más inquietante sobre su significado social.
Sin embargo, nuestro tema no es el cannabis, sino el alcohol, y este tiene un efecto instantáneo sobre la coordinación física, el comportamiento, las emociones y la comprensión. Un visitante de otro planeta, que observe a los rusos bajo la influencia del vodka, a los checos bajo el dominio del slivovitz, a los paisanos americanos como cubas a la luz de la luna, sin duda se pondría a favor de su prohibición. Pero, como sabemos, la prohibición es ineficaz. El motivo es que, aunque las sustancias tóxicas puedan ser una amenaza para la sociedad, su ausencia es igualmente amenazadora. Sin su ayuda nos veríamos unos a otros como somos, y ninguna sociedad humana se puede construir sobre una base tan frágil. El mundo está asediado por ilusiones destructivas, y la historia reciente nos ha puesto en guardia sobre ellas, nos hace tan precavidos que llegamos a olvidar que las ilusiones son beneficiosas, a veces. ¿Qué sería de nosotros si no creyéramos que los seres humanos pueden hacer frente al desastre y jurar un amor inmortal? Una creencia como esa solo puede mantenerse si se renueva en la imaginación, pero ¿cómo puede hacerlo si no tenemos una vía de escape de la evidencia? Por eso la necesidad de sustancias tóxicas está profundamente arraigada en nosotros, y todos los intentos de prohibir nuestras costumbres están abocados al fracaso. En consecuencia, propongo que la auténtica cuestión no es si hay que aprobar las sustancias tóxicas, sino cuáles de ellas. Aunque todas las sustancias tóxicas encubren la realidad, algunas (especialmente el vino) pueden ayudarnos a hacerle frente, porque la presentan bajo formas imaginadas e idealizadas de nuevo.
Los antiguos encontraron una solución para el problema del alcohol que consistió en revestir la bebida con ritos religiosos, tratarla como encarnación de un Dios y marginar el comportamiento disruptivo como obra del dios, no del creyente. Fue un buen movimiento, porque es mucho más fácil reformar a un dios que a un ser humano. Bajo la disciplina del rito, la oración y la teología, el vino fue domesticado gradualmente desde su origen orgiástico hasta convertirse, primero, en una libación solemne a los dioses del Olimpo, y después en la Eucaristía cristiana —ese breve encuentro con lo sagrado cuya meta es la reconciliación.
Esta solución religiosa no es la única que encontraron los antiguos. También está el simposio secular. En lugar de excluir la bebida de la sociedad, los griegos construyeron un nuevo tipo de sociedad alrededor de la bebida. Por supuesto, no era la bebida fuerte del vodka o del whisky, sino esa que es solo lo suficientemente fuerte como para permitir el aflojamiento gradual de los miembros y de las inhibiciones —esa bebida que hace que sonriamos al mundo y que el mundo nos sonría. Los griegos eran humanos, y podían ser muy indulgentes, como la tripulación de Ulises en el palacio de Circe. También tuvieron su periodo de prohibición, que ha quedado registrado en Las Bacantes de Eurípides. Esta cuenta la trágica historia de Penteo, que fue desmembrado en castigo por haber expulsado al dios del vino. Pero en el simposio descubrieron la costumbre que saca a la luz lo mejor del vino y lo mejor de los bebedores: esa por la que hasta los más temerosos alcanzan la seguridad en sí mismos. Esta seguridad en uno mismo, Selbstbestimmung,comola llamaron los filósofos románticos, es el tema de este libro.
El simposio invitó a Dionisio, dios del vino, a entrar en un recinto ceremonial. Los invitados, con guirnaldas de flores, se reclinaban en un diván, apoyados sobre su brazo izquierdo, con la comida dispuesta sobre mesas bajas delante de ellos. Varios esclavos elegantes llenaban sus copas en una crátera común, en la que el vino estaba diluido en agua para posponer todo lo posible el momento de embriaguez. Las formas, los gestos y las palabras estaban estrictamente controlados, igual que en la ceremonia del té japonesa, y los invitados tenían que dejar tiempo a los demás para hablar, recitar o cantar, de forma que la conversación siempre fuera general. Uno de esos eventos, registrado y embellecido por Platón, es muy conocido para los amantes de la literatura: la escena del encuentro entre Sócrates y Alcibíades. El Simposio de Platón es conocido como un homenaje a Eros. Aunque, en realidad, es un homenaje a Dionisio (o Baco, como le llamaban los romanos) e ilustra la capacidad que tiene el vino, cuando se usa adecuadamente, para situar al amor y al deseo en una distancia capaz de hacer que dialoguen entre sí.
El simposio griego era exclusivo y muy selecto: solo podían participar los hombres de una determinada clase. Pero su principio tiene una aplicación más amplia. El vino es un complemento de la sociedad humana, puesto que se usa para estimular la conversación, y dar conversación sigue siendo algo civilizado y universal. Nos horroriza la borrachera en las calles de nuestras ciudades, y muchos tienen la tentación de culpar al alcohol de los disturbios porque el alcohol forma parte de la causa. Pero la borrachera pública, del tipo que provoca la prohibición, se produjo porque la gente estaba bebiendo algo equivocado de la forma equivocada. No fue el vino, sino su ausencia, la causa de las borracheras anegadas en ginebra del Londres del siglo XVIII, y seguramente Jefferson tenía razón cuando afirmaba, en contexto americano, que “el vino es el único antídoto al whisky”.
La bebida social del vino, durante la comida o después, y con plena consciencia de su delicado sabor y de su aura evocadora, rara vez termina en borrachera, y más raramente aún conduce a un comportamiento grosero. El problema con el vino que encontramos en nuestras ciudades proviene de nuestra incapacidad de dar a Baco su tributo. Debido a nuestro empobrecimiento cultural, los jóvenes ya no cuentan con un repertorio de canciones, poemas, argumentos e ideas con los que entretenerse entre copa y copa. Beben para llenar el vacío moral generado por su cultura y, mientras que nos resulta familiar el efecto nocivo de la bebida en un estómago vacío, somos testigos del efecto mucho peor que tiene la bebida en una mente vacía.
Pero las peleas de borrachos no son lo único ofensivo. También la mayor parte de nuestras cenas son ofensivas. Los invitados gritan egocéntricamente a sus vecinos, se mantienen diez conversaciones al mismo tiempo, cada una de ellas conduce a ninguna parte, y el relleno ceremonial del vaso cede el paso a actos de coger y engullir. El buen vino tendría que ir siempre acompañado por un buen tema, y este se tendría que seguir alrededor de la mesa, igual que se pasa el vino. Como ya reconocieron los griegos, esta es la mejor forma de considerar las cuestiones realmente serias, como si el deseo sexual es individual o universal, o si el acorde de Tristán es una séptima medio disminuida, o si puede existir una demostración de la conjetura de Goldbach.
Estamos acostumbrados a la opinión médica de que uno o dos vasos diarios de vino son buenos para la salud, y también a la opinión contraria de que más de uno o dos vasos nos introducen en el camino a la ruina[1]. Son consejos importantes, pero no tanto como parecen. Sea cual sea el efecto del vino sobre la salud física, tiene efectos mucho más significativos sobre la salud mental —tanto negativos, cuando se aparta de la cultura del simposio, como positivos, cuando se asocia a ella. En Estados Unidos de América (donde, en muchas regiones, la edad para el consentimiento del alcohol precede cinco años a la edad para el consentimiento sexual), las botellas de vino ya tienen que llevar una advertencia sobre la salud. Si el fin es educar al público, todo es correcto y bueno, siempre que la advertencia diga la verdad (lo cual no se cumple). El mismo fin educativo tendría que persuadirnos de poner advertencias de salud en el agua embotellada, para recordarnos los estados mentales sombríos que derivan de beberla, de la necesidad de tomarnos un tiempo para huir de la hipocondría para dar comida y bebida al alma, y de la insensatez ecológica de transportar por el mundo en botellas una materia que cae de lo alto sobre nosotros y que circula a nuestros pies.
En su ensayo sobre la poesía persa, Emerson alaba al borracho Hafiz con las siguientes palabras:
Hafiz alaba el vino, las rosas, las doncellas, los niños, los pájaros, las mañanas y la música, para expresar su inmensa hilaridad y su simpatía hacia toda forma de belleza y de alegría; y pone el énfasis en estas cosas para destacar su desprecio hacia la santurronería y la prudencia.
Mi argumentación se dirige en buena parte contra la santurronería y la prudencia, no para animar al vicio, sino para demostrar que el vino es compatible con la virtud. La buena forma de vida consiste en disfrutar de las propias facultades, en esforzarse por aceptar a nuestros semejantes y amarlos si es posible, y también en aceptar que la muerte es necesaria en sí misma y como alivio para quienes tendrían que cargar con el cuidado del enfermo. A esos fanáticos de la salud que han envenenado todas nuestras diversiones naturales, a mi modo de ver, habría que atarlos y encerrarlos en un lugar donde puedan sostenerse mutuamente en sus anhelos inútiles de vida eterna. Los demás tendríamos que vivir el resto de nuestras vidas en una cadena de simposios relacionados, cuyo catalizador es el vino, el medio de conversación, cuya meta es la aceptación serena de nuestra carga, y la determinación de no extralimitar nuestra acogida.
Este libro analiza el vino como acompañamiento a la filosofía, y la filosofía como un subproducto del vino. A mi modo de ver, el vino es un excelente acompañamiento para la comida; pero es mejor acompañamiento para el pensamiento. Pensando con vino somos capaces de aprender no solo a beber en pensamientos, sino a pensar en sorbos. Al tragar la premisa, el argumento y la conclusión en una sola corriente satisfactoria, uno no se limita meramente a entender una idea, sino que además la encaja en su propia vida. Llega a apreciar todo su valor, no solo su verdad y su coherencia. El vino es algo por lo que uno vive; así también es una idea. Y en la medida en que está implicada la vida, el vino es la prueba de la idea —el ejemplo preliminar que prefigura el efecto mental a largo plazo. El vino bebido en el momento adecuado, en el lugar correcto y con la compañía correcta, es camino a la meditación y precursor de la paz.
[1] Para los interesados en los beneficios y riesgos para la salud desde un punto de vista médico, cf. Frederick Adolf PAOLA, “In vino sanitas”, en Fritz ALHOFF (ed.), Wine and Philosophy: A Symposium on Thinking and Drinking, Oxford, 2008.
PRIMERAPARTE
YO BEBO
2.
MI CAÍDA
HE CRECIDO EN LA INGLATERRA de posguerra que inmortalizaron Philip Larkin y Kingsley Amis, por lo que rara vez he encontrado uvas o su divino derivado. Pero algo llamado vino era habitual en nuestra familia, y era raro el otoño que llegaba sin jarras engalanadas con jugo de baya de saúco azucarado, congregadas delante de una estufa marrón esmaltada. Nuestra madre esperaba el día en que el frenético burbujeo disminuyera hasta convertirse en un suspiro y se pudiera recoger y embotellar el líquido rojo oscuro. Durante tres semanas, la cocina estaba llena del aroma a lúpulo de la fermentación. Por encima de las jarras flotaban pequeñas nubes de moscas de la fruta, y las avispas se arracimaban y brillaban sobre las piscinas del zumo derramado por todas partes.
El saúco crece silvestre entre nuestros setos y produce unas bayas fragantes que tienen su mejor momento en las noches de mitad de verano. Estas exhalan el perfume evocado en el acto II de Die Meistersinger, cuando Hans Sachs se sienta delante de su casa de campo, y medita el gran problema que, según mi experiencia, el vino contribuye a resolver más que cualquier otra cosa: cómo convertir el eros en ágape; o cómo dejar de querer a alguien, para querer en cambio su felicidad. Empapada en agua, espesada con azúcar y ácido cítrico, la baya del saúco hace que un verano agradable sea cordial. Las bayas rojo oscuro casi no tienen azúcar, pero son ricas en tanino y pectina. Si se hierven, se escurre el zumo, se añade azúcar y se reduce, el resultado es una gelatina que se conserva durante años y que añade un dulce halo carmesí al gusto del cordero.
Sin embargo, este licor ha sido el principal motivo de la estima que tienen los ingleses a la baya de saúco. La ciruela, la grosella roja, la manzana y la grosella espinosa producen excelentes licores de frutas que todavía se comercializan en Austria. Pero ninguno es comparable al licor de baya de saúco, que, por su cuota de tanino, madura durante bastantes años en botella, y así adquiere su propio acabado esplénico inglés. La fruta no aporta azúcar, sino que es necesario añadirla a la masa inicial de agua y bayas machacadas, tres libras el galón —por usar el lenguaje antiguo y prohibido— si se quiere que el resultado sea seco. Aunque hay levadura en los pellejos, esta solo causa una fermentación lenta, por eso nuestra madre echaba cierta cantidad de levadura cervecera, que hacía que los tallos de los racimos de bayas subieran y bailaran en el borde.
Cuando se había filtrado suficiente color de las bayas, ella vertía el torrente espumoso del balde a las jarras, cada una sellada con una válvula de un sentido, para permitir la salida de dióxido de carbono pero impidiendo la entrada de oxígeno. El golpeteo de las burbujas amenizaba nuestras tardes de otoño, hasta el momento del embotellado, que llegaba al empezar el invierno. Guardábamos el licor dos años, visitándolo ocasionalmente en la bodega bajo la cocina y poniéndolo a la luz para admirar el depósito negro. Cuando por fin se abría una botella, tomábamos un vaso después de cenar, igual que nuestros ancestros tomaban su clarete. Y la mezcla resultante de sonidos de aprecio y de alabanzas monosilábicas era la conversación sobre vino más interesante que he oído en mi vida.
Aquellos felices días de nuestra familia se quebraron cuando la frágil autoestima de nuestra madre se desmoronó ante la ira inexplicable de nuestro padre. El gusto de las bayas de saúco en la lengua, entre dulce y amargo, trae a mi memoria su rostro amable, su tímida preocupación por sus hijos, y el eco de la culpa en nosotros, cada vez que recordamos entre lágrimas el amor que nos tenía, inquebrantable y sufrido. El vino de bayas de saúco está unido a ella, a una Inglaterra de extrañas privaciones, de recetas caseras y amabilidad sacrificada, un mundo en el que la uva todavía tenía que conquistar su atractivo en los suburbios. Mis dos hermanas y yo fuimos criados al abrigo de la penuria y de las restricciones puritanas. Y tal vez habríamos conservado la compostura mansa de nuestra niñez si no se hubiera producido la gran transformación que padeció nuestra generación cuando la marca portuguesa Mateus Rosé irrumpió en escena, junto con otras infracciones del decoro inglés, alrededor de 1963, «entre el fin de la prohibición del Chatterley y el primer LP de los Beatles», según la frase memorable de Philip Larkin (aunque en otro sentido). Entonces
Habló la seria trompeta, y los sones plateados,
De los címbalos que besa hicieron un alegre bullicio —
¡Eran Baco y su compañía!
Venían como a una movida cosecha,
Coronados de hojas verdes, y con las caras encendidas;
Todos danzaban locamente por el agradable valle,
¡Para espantarte, Melancolía!
Puede ser que Keats no haya rimado bien las palabras “valle” y “melancolía”. Pero no hay duda de que sabía algo de los efectos del vino. Nos lanzamos ingenuamente a la corriente que había brotado de repente en nuestras calles, nos bañábamos en su fresco aroma, y engullimos su don de sueños. Me fui a Cambridge, como uno de los pocos afortunados dotados con una beca de estudio. Pero, a pesar de este recurso financiero, el vino me mantuvo en la pobreza.
Al principio bebía sin conocimiento, ignorante de que Baco había dispersado a sus sacerdotes por nuestro mundo, y ellos seguían su llamada en lugares que se pueden descubrir casi siempre por accidente y rara vez por designio. Durante mis vacaciones de verano de Cambridge, a veces me quedaba con Desmond, un simpático irlandés que había leído todo, que había dormido con todo el mundo, había gastado todo lo que podía, y estaba convaleciente en un pueblo cercano a Fontainebleau. Hizo falta poco tiempo para descubrir que Desmond era un sacerdote de Baco, al que su médico había aconsejado moderación con el alcohol. Desmond interpretó sus palabras como tomar claretes de la primera cosecha en la cena, y tal vez de la segunda cosecha en la comida. Estaba seguro de que su médico aprobaría, concretamente, el Château Trotanoy 1945, elaborado con las últimas uvas que escaparon a la plaga de la filoxera, y que tenía un efecto beneficioso sobre una constitución frágil si se bebía solo después de cenar. Desmond opinaba que resultaba bastante insultante para la salud de su joven invitado, cuyas papilas gustativas no estaban educadas, y cuya sangre anémica pedía a gritos un Beaurjolais. Yo bebía con agradecimiento lo que me ofrecía, y me compadecía de Desmond, cuya vida estaba tan limitada por las aburridas rutinas médicas.
Con todo, no podía evitar sentir algo de curiosidad hacia esa botella que Desmond abrazaba en la biblioteca después de la cena. Su misterio se veía aumentado por su nombre enigmático, su etiqueta desteñida, y esas manos frágiles y pertinaces que se cerraban en torno a ella. Un día que encontré a Desmond dormido en su sillón, le liberé sigilosamente de su tesoro y disfruté por primera vez de la experiencia inefable que se produce cuando el aroma de esa excelente cosecha flota en el aire, y los labios tiemblan igual que cuando están a punto de dar un beso fatal. Yo estaba a punto de enamorarme —y no de un sabor, o de una planta, o de una droga, sino de un trozo bendito de Francia. Esa botella, sobre la que había desplegado mis manos amantes, contenía un líquido brillante de color caoba, un aroma embriagador, un sabor sutil y rico en matices. Pero tenía también algo más poderoso que todo eso, que se resumía en los nombres, antiguos e inescrutables, de Trotanoy, el château, y Pomerol, el lugar. Me embargaba la percepción de esta bebida como destilación de un lugar, de un tiempo y de una cultura.
Después aprendí a querer los vinos de Francia, pueblo por pueblo, viñedo a viñedo, aunque solo retenía las nociones más generales sobre las uvas que se usaban para elaborarlos, y sin punto de comparación que me indicara si esas uvas, plantadas en otros suelos y bendecidas por otros topónimos, podrían producir un efecto similar. Desde el momento de mi caída, me convertí en terrorista, alguien que valora el suelo como el principal ingrediente de una botella.
Con el término “suelo” no me refiero solo a la mezcla física de caliza, capa vegetal y humus. Entiendo el suelo igual que Jean Giono, Giovanni Verga o D. H. Lawrence, que lo describían como nido de pasiones, escenario de dramas y hábitat de las divinidades locales. Las divinidades que dan nombre a las localidades de Francia —ya sean paganas, como en Mercurey y Juliénas, o cristianas, como en St. Amour y St. Joseph— son guardianas de vinos que han adquirido su carácter no solo de los minerales que absorben de las rocas subyacentes, sino también de los ritos sacrificiales de las últimas comunidades. Mi primer sorbo de Château Trotanoy me inspiró este pensamiento, que se ha quedado conmigo hasta hoy. De todas formas, hoy en día el concepto deterroir[1] se ha vuelto muy controvertido, porque cada vez son más las personas que siguen el camino de perdición que yo recorrí hace cuarenta y cinco años. La poesía, la historia, el calendario de santos, el sufrimiento de los mártires: las cuestiones de este tipo son menos importantes para la nueva generación igualitaria de borrachos que para nosotros, pioneros de una clase media más baja. Los bebedores paganos de hoy buscan la uniformidad, lo que es confiable y lo que se puede recordar con facilidad. En cuanto a la procedencia del vino, ¿qué importa, mientras su sabor sea bueno? De aquí viene la tendencia a clasificar los vinos según la marca y la variedad de uva, ignorando por completo el suelo, o como mucho incluyéndolo bajo alguna categoría del tipo: creta, arcilla, marga o grava. En síntesis, la nueva experiencia del vino es lo mismo que beber el zumo de uva fermentado. Pero no fue esa mi experiencia aquel día fatal en Fontainebleau: cuando mi nariz rozaba la nariz del Trotanoy, me situaba cara a cara con un viñedo. Allí, en la copa, estaba el suelo de un lugar, y ese suelo tenía un alma.
La crítica del vino, tal y como la conocemos hoy en día, fue invención de un crítico literario, el profesor George Saintsbury, que en 1920 publicó su obra pionera La bodega de un literato. El libro no menciona ni una variedad de uva, y en cambio se detiene en los viñedos, los pueblos y las señas, que están representados en la bodega del profesor después de toda una vida de bebida. Saintsbury no abruma a su lector con “notas de cata”, a las que desprecia como “argot del vino”. Él creía que cada vino era un individuo, que no se puede asimilar a un tipo o a una marca; cada gusto era la firma inimitable de un lugar y de las tradiciones que se habían asentado en él, entre las cuales se encontraba la selección de la uva. En mi opinión (que intentaré justificar más adelante), el vino debería explicarse siempre de esta manera, si es que se quiere abrir paso a una consideración seria. “Nada hace ver el futuro tan de color rosa como contemplarlo a través de una copa de Chambertin”, decía Napoleón. Aceptamos enseguida ese sentimiento. Pero supongamos que hubiera dicho: “Nada hace ver el futuro tan de color rosa como contemplarlo a través de una copa de Pinot Noir”. En ese caso, el mundo contemplado habría perdido su resonancia, y la observación, por no asociar ya el personaje más intrépido de su tiempo con un punto tranquilo de la tierra de Borgoña, podría haber quedado purgado de su pathos y de su verdad espiritual.
Desmond tenía un apartamento en un patio interior de la Rue Molière. El sol nunca entraba en ese patio, por lo que las ventanas de Desmond se abrían a una caverna oscura que cada mediodía se llenaba de olor a ajo frito y de los gritos de los hombres que volvían a casa. Cuando visitaba París, yo ocupaba la habitación interior. No tenía ventanas, y podría pasarme el día tumbado en la cama que llenaba el espacio, sosteniendo bajo la luz junto a la cama alguno de los libros que flanqueaban los muros. Llegué a estar tan inmerso en la literatura francesa en aquella habitación oscura como antes había estado inmerso en el vino francés en la librería oscura de Fontainebleau. Pensaba que el vino y la literatura eran manifestaciones distintas del mismo concepto. El poeta bohemio, tramando su paradis artificiel en undesván de la ciudad, estaba ligado por hilos espirituales invisibles al jardín vallado de uvas encendidas por el sol —el paraíso natural del que se había escapado.
¿Pero por qué había huido de él? ¿Qué tenía esta ciudad que le faltara al campo —a ese campo que Balzac y Zola describieron con tanta precisión? Llegué a hacerme una idea de París pasando las páginas de Baudelaire, Verlaine, Nerval y Rimbaud; y las de Apollinaire, Leiris, Élouard y Ponge, con sus cubiertas blancas de Gallimard: unas encuadernaciones tan atractivas para el lector, que por sí mismas hacían innecesario explicar lo que iba a encontrar en ellas. Relacionaba mi concepto de la ciudad con Desmond, porque creía que le había llevado a la ciudad muchos años antes, en busca de aquello que solo se puede encontrar donde florecen juntas la soledad y la sociedad; donde los ensueños eróticos compiten con la decepción cansada, y donde los sonidos y las vistas de la vida burguesa originaria punzan la conciencia del observador con un remordimiento agudo y repentino —y eso es el yo. Desmond había venido a París después de la guerra, con lo que quedaba de una fortuna despilfarrada, con un apetito sexual omnívoro, y con el objetivo de gastar su herencia para enfrentarse a sí mismo. Como, a pesar de su libertinaje, tenía un corazón de oro, fue rescatado por una mujer buena capaz de cuidar de él, que volvió a llevarle a Fontainebleau, para formar un hogar para él y para los hijos de sus matrimonios fracasados —y también para mí, que fui acogido como uno de esos hijos y, por tanto, cuidado por ella.
Y tal vez yo haya encontrado lo mismo en París: esa realidad escurridiza, yo mismo, eso que Rimbaud envió en su bâteau ivre a cruzar mares imaginarios, que en realidad eran París y los brazos de Verlaine. Era la realidad que Desmond había encarado en aquel apartamento sombrío y sin ventanas del corazón de la ciudad. Yo también esperaba confrontarme con ella, tal vez leyendo a Baudelaire en aquel mismo cuartucho o gracias a algún encuentro en la barra —rematada de zinc—, que estaba junto a la porte cochère que había abajo.
Un día vino al apartamento de Desmond un poeta de carne y hueso. Su nombre era Yves de Bayser: la combinación de erotismo y aristocracia que emanaban de él tendrían que haberle reservado un lugar en cualquier círculo literario. Todavía era joven, alto y de buen aspecto. Había sido amigo de René Char y Albert Camus. Pero sus Églogues du Tyran no habían llamado la atención de los críticos, su vida amorosa era un desastre, y se sentaba en la esquina quieto, con sus gafas oscuras, bajo las cuales las lágrimas iban trazando un surco a lo largo de sus mejillas rojizas.
Como era claro que Yves iba a quedarse, en mis visitas a Fontainebleau hacía todo lo posible por hablar con él. Cuando por fin abordé la cuestión de sus problemas, me respondió con una descripción de su infancia en la región de Valois, impregnada de la atmósfera claustrofóbica de las Mémoires d’outre-tombe de Chateaubriand. Llegó hasta la discusión entre su padre y su madre: dijo mais tout ça c’est bien loin[2], y se marchó con un suspiro. Siempre que tocaba el tema obtenía la misma respuesta: un relato detallado, el estallido en el mismo punto insuperable, con las palabras mais tout ça c’est bien loin. Poco después empecé a pensar en él como el alma del apartamento de Desmond. No leía ni escribía, sino que se sentaba entre los libros como si estuviera personificando su significado. Reconocía todas mis opiniones con una suave inclinación de cabeza, como si hubiera estado mucho tiempo luchando contra la visión ortodoxa de Baudelaire, Rimbaud, Aragonés o cualquier otro, y hubiera admitido su derrota. Me parecía un símbolo del sufrimiento literario; si alguien estaba en camino hacia el descubrimiento de sí mismo, dentro de las condiciones peculiares de esa vida en París, era precisamente Yves, que parecía tener todo lo necesario para completar esa tarea. Había sufrido en el pasado y sufría en el presente, absorbía la inefable melancolía parisina con la oscuridad propia del apartamento de echt-bohemio de Desmond; estaba en el centro de la ciudad, rodeado por los ruidos y rumores de la normalidad burguesa; y nunca se asomaba a la calle. Había publicado un libro de poemas, dotado de una de esas portadas blancas y lisas que eran la prueba incontrovertible de su origen en un alma distinguida. Había amado a hombres y mujeres, y había sido amado por ambos. Y había creado su infancia sobre los modelos de Chateaubriand y Proust. No obstante, todavía faltaba algo.
No tardé mucho en descubrir lo que era. Había visto a Yves prepararse un sándwich o una taza de té. Pero nunca le había visto beber un vaso de vino. Se lo dije a Desmond, y él me contó que Yves era un alcohólico desintoxicado, que no quería volver a tocar siquiera la diabólica bebida. Por eso su melancolía se había hecho estática, congelada, como un depósito inmóvil en la base de su mente, y con todas sus ideas y melancolía atrapadas en el interior.
A estas alturas, mi aprendizaje había progresado hasta el punto de que vagaba por París con un vaso de vino blanco y había desarrollado el gusto por el Muscadet. Guardaba una botella en la nevera de Rue de Molière. Un día que Desmond vino al piso me descubrió, horrorizado, mientras vertía su líquido amarillento en un vaso. Salió corriendo al Nicolas[3] más cercano, de donde volvió con una botella de Puligny-Montrachet y algo de hielo para enfriarla. Este vino volvió a ser una gran revelación, igual que aquel vaso robado de Trotanoy, que salió a mi encuentro como una flor en un vaso, con sus pétalos blandos como guardianes de la radiación cristalina de un fruto que sabía a manzana. Y otra vez volví a asociar la complejidad y definición de su sabor con el alma del suelo. El nombre del vino también tenía su encanto, aunque todo eso fue mucho antes de que conociera el significado de la palabra Montrachet precedida de guion. Comparados con aquel sencillo Puligny de Nicolas, todos los vinos blancos que había probado parecieron insignificantes; de hecho, ningún encuentro nariz-a-nariz ejerció mayor influencia sobre mí, ni siquiera mi visita al vaso de Trotanoy. Llevé conmigo de vuelta a Cambridge el amor al Borgoña blanco y la fe en sus atributos, que no se vio disminuida por mi ignorancia de la uva, de la forma de vida y de la viticultura del lugar al que me había vinculado. Igual que quien se ha enamorado a primera vista, tenía un conocimiento pleno y privilegiado del objeto de mis amores y no necesitaba de ninguna otra fuente de información aparte de mis propios sentidos intoxicados. Por otra parte, este amor es la razón por la que no he visitado la Borgoña en mis viajes sucesivos a Francia. Conozco el lugar lo bastante bien como para ser capaz de soportar lo que, sin duda, ha sufrido debido al atropello de la afluencia de turistas.
Desmond era un vividor aficionado, que contribuyó mucho a debilitar los residuos de mi crianza puritana. Aunque en mis años de estudiante conocí a otro sacerdote de Baco que, por contraste, era todo lo estirado que pueda ser un sacerdote. Mi primera reacción en Cambridge fue la de salir corriendo, porque había pasado de nuestra escuela local a unos colegios universitarios en los que dominaban los chicos arrogantes de Eton y de Harrow, y yo aborrecía la forma en que lucían sus becas. Además, me encontraba con una habitación vacía, al estilo victoriano, y helada al principio de uno de los inviernos más fríos que han existido. Pero no podía hacer lo que me dictaba mi instinto, porque no había lugar al que salir corriendo: hacía nueve meses que ya había huido de casa, en uno de esos gestos adolescentes que me proponía rectificar en algún momento, aunque de hecho nunca me decidí a dar el paso. No me quedaba más que ir a la puerta de aquel tutor que había sido designado in loco parentis y decirle que no pensaba leer sobre ciencias naturales, que el solo pensamiento de la cristalografía, la bioquímica y la microbiología me llenaba de asco, y que estaba seguro de que debía existir otra asignatura —chino, por ejemplo— que pudiera dar respuesta a mis anhelos bohemios sin hacer daño a mi cerebro, y que en cualquier caso, si no era capaz de encontrar algo mejor, yo iba a dejar el colegio esa misma noche. Eso era todo.
Mi explosión agitada fue recibida con silencio. Aguzando el oído, pude percibir un sonido suave, como de un ratón que roe, en algún punto al otro lado de la puerta. Después de un momento me di cuenta de que el sonido era música —aunque estaba puesta tan baja que parecía recordada, no escuchada. Volví a llamar a la puerta y, tras una breve pausa, fui recibido con un sencillo “pase”. Después irrumpir como un toro proverbial, me encontré en el interior de lo que parecía una tienda china, rodeado de jarrones preciosos, delicados instrumentos musicales y un centenar de objetos brillantes y frágiles, entre los cuales ninguno destacaba tanto en su aparente brillo o fragilidad como el propio tutor: una gran cabeza de porcelana que dirigía hacia mí sus frágiles ojos azules desde detrás de un clavicordio, sobre cuyas teclas apoyaba sus hermosas manos de marfil.
“Usted es mi tutor”, dejé escapar, superado por la confusión.
El doctor Picken me observó en silencio.
“Me temo que es así”, dijo por fin.
“Tengo que hablar con usted”.
Se levantó del clavicordio y cerró la tapa con cuidado. Con gestos estudiadamente lentos, como si fuera un experto en desactivación de bombas, se giró y fue de puntillas a su escritorio, desde donde me señaló un sillón. Me quedé junto a él, sin sentarme, y pronuncié el discurso que tenía preparado. Él hacía una mueca de vez en cuando, en algún punto de la frase especialmente áspero, pero por lo demás siguió sentado, sin moverse, detrás de un arreglo perfecto de plumas, papeles y dragones verdes de jade. Cuando terminé, hubo un momento de silencio, durante el que me estuvo analizando con aprehensión. Después, entró con calma en el problema, como si estuviera hablando para sí mismo, con una voz tan suave que yo tenía que esforzarme para escucharle.
“No puedo recomendarle el chino”, dijo. “Se da el caso de que conozco la lengua, aunque tendría que hablar de una serie de lenguas, y exige una cantidad inmensa de tiempo y esfuerzo. Podemos descartar el inglés, porque es evidente que de todas formas usted va a leer todos esos libros, y eso no elimina la opción por el estudio de las ciencias históricas o morales. No apruebo ninguna de las dos”.
Pregunté: “¿Qué son las ciencias morales?”
“Buena pregunta. Es el nombre que da la tradición de Cambridge a la filosofía”.
“Entonces, ciencias morales”. Lo decidí en ese instante.
El doctor Picken suspiró, con un reproche apenas contenido.
“Les admitimos a ustedes, jóvenes, para el estudio de las ciencias naturales, que son, como sabe, el mejor legado de esta universidad, y ustedes no son capaces de seguir hasta el final”.
“¿Hubiera podido usted?”. Se lo pregunté mirando a los libros e instrumentos, los rollos y jarrones, y dando por hecho que me encontraba en presencia de un eminente orientalista.
“Lo he hecho”, respondió.
“¿Quiere decir que usted es un científico?”, pregunté con incredulidad. Él asintió.
“He diversificado un poco mi campo”, añadió. “Pero he llegado hasta el final”.
Acepté con muchas ganas el vaso de cherry que me sirvió desde un decantador. Me habló de sus trabajos sobre citología, tema sobre el que había escrito un gran libro. Le pedí verlo, y al pasar sus páginas advertí que el último capítulo se titulaba Envoi, una palabra que yo conocía gracias a las traducciones de Ezra Pound realizadas por Cavalcanti. Volví a observar al Dr. Picken con renovado interés. Estaba claro que ese viejo no era en absoluto un tutor; y tampoco era tan viejo. Le pregunté qué pensaba de Ezra Pound. Me respondió con una lección tímida pero autorizada de las odas sobre Confucio. Los descuidos de Pound en la traducción, me dijo, se veían compensados por algunas intuiciones felices en el sentimiento. Siguió hablando de las obras teatrales de Noh, insinuando que también sabía japonés, sin llegar a decirlo claramente. Y cuando ya me había convencido de que era la persona más culta que había visto en mi vida, y de que tendría que seguir su consejo, se levantó despacio y dijo:
“Así que ciencias morales. Voy a mandarle al Dr. Ewing”.
Había algo precario en su actitud, y me resultó claro que estaba molestando y que había estado molestando todo el rato; solamente una capa de educación, cultivada cuidadosamente, le había permitido aguantar la conversación conmigo; y lo más probable era que la sesión de clavicordio interrumpida hubiera seguido en su cabeza durante toda nuestra charla. Me marché con una nota para el Dr. Ewing, y así empezó mi carrera de filósofo.
El Dr. Picken fue un tutor estricto, que se negaba de forma bastante categórica a designar favoritos entre sus pupilos, y que nos invitaba a cenar a todos, de cinco en cinco, una vez al año. Sabía que yo le resultaba incómodo, porque le visitaba con frecuencia fuera de las horas establecidas, para pedir un exeat de emergencia, que me concedía mientras me observaba con ojos distantes y temibles, como si no estuviera seguro de que no le iba a engañar para implicarle en algún crimen que él desconocía. Replegaba cualquier emoción, y no me hubiera consentido expresarla. A veces, cuando pasaba delante de su habitación por la noche, y le veía sentado al clavicordio, o en el adorable órgano de cámara en el que tocaba los Preludios Corales de Bach, me sentía ante una criatura tan frágil que el solo tocarla podía hacer que cayera al suelo hecha pedazos.
Todavía me acuerdo de la conversación en la que el Dr. Picken me introdujo en la siguiente fase de mi carrera de bebedor. Me había saludado con un poco de Borgoña que había sobrado de una de sus cenas y estábamos los dos de pie en su pequeña cocina, tan ordenada y limpia como cualquier otra zona de sus habitaciones. Él limpiaba cuidadosamente, porque le hubiera resultado totalmente intolerable la vista de un vaso sucio contaminando la mesilla. Se volvió para mirarme —cosa que solo hacía en raras ocasiones— y de repente su cara redonda se iluminó con una radiación divina.
“Tengo que decirle”, dijo, “que el Borgoña que acaba de beber no es muy bueno. En realidad, la comercialización ha destruido más o menos la región, y es probable que las personas de su generación nunca lleguen a conocer el Borgoña como lo conocíamos nosotros. Salvo una excepción. Hay un pequeño Domaine en Vosne-Romanée, llamado Domaine de la Romanée-Conti. Si alguna vez pasa por allí, tendría que beberlo. Tiene el tallo y la fruta, y el suelo habla también a través de él. Nadie más sabe producir un vino como ese”. Y después de sostener mi mirada asombrada durante unos instantes, pasó de repente a mirar hacia otro lado, preguntándose claramente si habría debido hacer una demostración tan evidente de su apostolado.
Recibí esta opinión en 1964, cuando Romanée-Conti era probablemente el doble de caro que otros grandes crus. En esto como en todo, la opinión del Dr. Picken suponía un conocimiento[4]. El Domaine, cuyos 4 acres de antiguos viñedos han sido cultivados durante siglos por los monjes de St. Vivant, es reconocido actualmente, después de siete siglos de determinación mortal y de intervención divina, como el mejor viñedo de la Côte d’Or. Grabé en mi memoria el breve discurso del doctor Picken y fui capaz de repetirlo en todas las reuniones donde el conocimiento del buen vino se premiara con un vaso. Pero pasaron cuarenta años antes de que pudiera probar Romanée-Conti, cuyo precio en esa época ya era cincuenta veces superior al de otros buenos Borgoña.
Me encontré en una cata profesional organizada por Corney y Barrow, distribuidor londinense con derechos exclusivos sobre los vinos del Domaine. Estaba entre maestros del vino, silenciosos y de caras alargadas, en una estancia que parecía de hospital, con baldas blancas y limpias, decantadores, vasos y cada muro alineado por grifos y lavabos. Veía las nueces moverse, temblorosas, dentro de los cuellos de los expertos, mientras oía asombrado cómo el vino se sorbía y gorjeaba en aquellos paladares distinguidos, para acabar de repente y de forma perentoria escupido en el lavabo: ¡valía la pena hacerlo por unas cien libras!
Me encontré por vez primera con el verdadero sufrimiento del escritor sobre vino. Porque ¿cómo se puede mover por la boca con expresión beatífica en la cara, sabiendo que va a tener un precio de venta de 1.500 libras por botella, y después garabatear en el cuaderno de notas “condenadamente bueno”? He visto los ceños fruncidos de quienes se esforzaban por alargar sus párrafos, para parkerizar aquí y cauterizar allí, y excusar de alguna manera el horrible crimen de arrojar todo el coste de la hipoteca familiar por el sumidero. Luché bastante rato para describir el Grands Échezéaux, y al final llegué a: “Saint-Saëns segundo concierto para cello: notas profundas de tenor tras un velo sutil”. Miré un rato mi descripción, y después la taché, molesto por su afectación; en lugar de eso, escribí “condenadamente bueno”. Si esos párrafos de discurso débil sobre el vino, con su mezcla de metáforas y analogías forzadas, son capaces de decir algo más, será una de las cuestiones profundas y difíciles que voy a tratar en el capítulo 6.
¿Cómo se puede permitir alguien un vino como este? “Es sencillo”, respondió Adam Brett-Smith, de Corney y Barrow, “Romanée-Conti es el único vino que se puede beber libremente: solo hay que comparar el precio en primeur con el precio actual. Sin duda, en 2003 se vendía a 3.500 libras las seis botellas; y un año después, el día que yo lo bebí, su precio era de 8.400 libras. Se podía haber comprado una docena en 2003, y vendido seis botellas en 2004, para obtener con ello seis botellas y un beneficio de 1.400 libras”. Además, añadía la satisfacción adicional de haber robado a los ricos. El único problema, por supuesto, hubiera sido encontrar las 7.000 libras iniciales.
Estoy seguro de que el Dr. Picken nunca hubiera gastado en vino la suma necesaria para comprar el último ejemplar existente de una flauta de caña de Anatolia. En cualquier caso, en su época el Romanée-Conti todavía era asequible (más o menos). En realidad, el Dr. Picken tenía unos hábitos frugales, y era la imagen misma del graduado que se retira de la vida para sumergirse en el estudio. El vino formaba parte de ese aprendizaje, y el placer que obtenía de él resultaba inseparable del saber que se podía obtener de los meniscos. Para quienes le han dedicado sus vidas, y han dejado de lado el eros, el vino proporciona un consuelo que confiere a la dura armadura de la vida académica una suave cobertura de placer.
El Dr. Picken era un ejemplo típico del proceso de ósmosis por el que se transmitía una herencia cultural e intelectual dentro de los muros de un college. Siempre que uno se acercara a él con una humildad equivalente a la que él representaba constantemente, podía recabar de él cualquier cantidad de conocimiento de todo tipo de temas —desde la estructura ondular del anillo de benceno a la traducción de Dante, desde la teoría de la magia de Frazer a la cronología de los upanishads—. La propia irrelevancia para el mundo de todo lo que sabía hacía más interesante el aprendizaje. Su persona justificaba, a mi modo de ver, el riguroso monasticismo que se había alimentado en los colleges de Cambridge, porque él vivía en retiro permanente de los fenómenos. Su actitud hacia el aprendizaje era el extremo opuesto de la que ha llegado a hacerse dominante en las escuelas y universidades actuales. No creía que el propósito del conocimiento fuera ayudar al estudiante. Todo lo contrario. Para él, Dr. Picken, el propósito del estudiante es contribuir al conocimiento. Durante toda su vida fue fiduciario voluntario y sacrificado de una herencia intelectual. La gente joven le interesaba porque podía derramar en sus cerebros las reservas que tenía enseñanza, a la vez que el vino. Nos miraba, a sus estudiantes, de manera escéptica, pero siempre con la esperanza subyacente de encontrar todavía, en este o aquel joven rostro, algún signo externo de un cerebro lo bastante amplio y lo suficientemente desapasionado como para captar algo del conocimiento acumulado por la humanidad, y que fuera capaz de llevar ese conocimiento a lo largo de su vida sin derramarlo, hasta que encontrara otro cerebro en el que pudiera descargarlo.
De este modo, aprendí del Dr. Picken que el vino no es solo un objeto de placer, sino también objeto de conocimiento; y que el placer depende del conocimiento. A diferencia de cualquier otro producto que se produce para la mesa, el vino se presenta en tantas variedades como personas lo producen. Las variantes en la técnica, el clima, la uva, el suelo y la cultura marcan la identidad de cada vino, que es la bebida más impredecible, y para un buen conocedor es también la más informativa, porque responde a sus orígenes igual que un juego de ajedrez responde a su primer movimiento. Precisamente porque no hay nada —es decir, nada inmediato— que se pueda hacer con el conocimiento del vino, el Dr. Picken se hizo con él, como había adquirido el conocimiento del gagaku japonés, de la semántica de la lógica, modal, o de la estructura métrica de la qasida andaluza, y de los efectos cuánticos en el córtex prefrontal. Me enseñó a no limitarme a pensar sin relevancia, y también a no beber sin ella tampoco. Es la única forma de subvertir la regla de la mera opinión y dejar su trono al conocimiento.
Gracias a personas como el Dr. Picken, Baco había sido debidamente honrado en nuestros colleges, y a uno de ellos, Peterhouse, me dirigí yo como miembro. Sin embargo, llevaba conmigo un bagaje que el Dr. Picken había observado con angustia: el de una vida bohemia, de dudosa reputación, en la que todo estaba incluido, desde la guitarra a la novia. Peterhouse tenía una excelente bodega, donde yacían durmientes durante años algunos claretes de buena clase, para quedar a disposición de los miembros a un precio reducido en comparación con el mercado. Llegué allí en 1969, renovado por los événements de mai, de los que había sido testigo en Paris, y gracias a los cuales yo había descubierto mi vocación de paria intelectual. Su larga marcha por las instituciones proseguía a buen ritmo, la marginación de los currículums estaba más o menos conseguida, y lo único bueno que quedaba de la vida colegial, hasta donde yo era capaz de ver, eran las bodegas. Aunque estaban amenazadas, porque el oficio de Maestro de Bodega de Peterhouse había sido confiado a un americano de izquierdas que estaba terminando rápidamente con aquellos símbolos de privilegio de clase y decadencia capitalista.
Al final de mi primer año como miembro del college llegó otro paria llamado David Watkin, un historiador de la arquitectura famoso porque siempre llevaba cuello y corbata. Me lo habían descrito como un malvado reaccionario, enemigo de la ilustración y del progreso social, alguien que iba a hacer todo lo que estuviera en su mano por impedir que se realizaran las ambiciones de aquellos miembros que luchaban por implantar los desafíos educativos del siglo XX