Confesiones de un hereje - Roger Scruton - E-Book

Confesiones de un hereje E-Book

Roger Scruton

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Beschreibung

Confesiones de un hereje es una colección de ensayos provocativos, donde cada "confesión" revela aspectos del pensamiento del autor que sus críticos probablemente le habrían aconsejado silenciar. En esta selección, que abarca desde el arte y la arquitectura hasta la política y la conservación de la naturaleza, Scruton desafía la opinión popular sobre aspectos clave de nuestra cultura: ¿Qué podemos hacer para proteger los valores occidentales contra el extremismo islamista? ¿Cómo podemos fomentar una verdadera amistad a través de las redes sociales? ¿Por qué vale la pena preservar el Estado-nación? ¿Cómo debemos lograr una muerte oportuna frente a los avances de la medicina moderna?

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Seitenzahl: 253

Veröffentlichungsjahr: 2025

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ROGER SCRUTON

CONFESIONES DE UN HEREJE

EDICIONES RIALP

MADRID

Título original: Confessions of a heretic

© 2016 byRoger Scruton

© 2021 Introducción byDouglas Murray

© 2024 de la versión española realizada por David Cerdá

by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6906-9

ISBN (edición digital): 978-84-321-6907-6

ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6908-3

ISNI: 0000 0001 0725 313X

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

Introducción

Prefacio

1. Fingir

2. Amar a los animales

3. Gobernar correctamente

4. Por qué son necesarias las naciones

5. Construir para perdurar

6. Hacer accesible lo inefable

7. Esconderse tras una pantalla

8. Luto por lo que perdimos: una reflexión sobre

Metamorfosis

de Strauss

9. Morir a tiempo

10. Conservar la naturaleza

11. Defender Occidente

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Introducción Douglas Murray

«Hereje» puede parecer un término fuerte para describir a Roger Scruton. No obstante, su uso en el título de este hermoso volumen es correcto y fue un acierto del autor el sugerirlo. Porque, aunque hubo épocas en las que los herejes eran de izquierdas, durante la época en la que Roger Scruton vivió y trabajó era el pensamiento conservador el que estaba en desacuerdo con los dogmas establecidos.

Por supuesto, hay una serie de peculiaridades a este respecto, entre las que destaca el marco temporal en el que Scruton saltó a la fama. Se dio a conocer en la década de los ochenta con The Meaning of Conservatism (1980) y su columna semanal en The Times. Los estudiantes que en su día estudien Historia observarán que los conservadores no estuvieron ausentes del poder durante este periodo. Sin embargo, durante este tiempo las ideas conservadoras siguieron siendo anómalas, cuando no estuvieron totalmente ausentes. Es cierto que los conservadores discutieron y ganaron las luchas económicas y geopolíticas de su época. Pero, más allá de estos ámbitos, las ideas conservadoras se consideraban aborrecibles precisamente porque se suponía que prevalecían en el gobierno. En ningún lugar ocurrió esto más que en el sistema universitario en el que Scruton debería haber podido hacer carrera, pero del que fue efectivamente expulsado porque sus puntos de vista fueron considerados ofensivos.

Sin embargo, no fue únicamente el dominio de la izquierda ideológica de su época la que convirtió a Scruton en un hereje. Durante la mayor parte de su vida, nuestro autor también fue un marginado en el ámbito de su propia sensibilidad política. Como miembro fundador del Grupo de Filosofía Conservadora y editor de The Salisbury Review, intentó con coraje que sus ideas fueran relevantes para el Partido Conservador. Pero los conservadores no parecían tener necesidad de pensadores conservadores, a diferencia de los gobiernos de izquierdas, que sí se procuraban pensadores de su propia ideología. Para dar otra vuelta de tuerca, Scruton no pensaba que los conservadores estuvieran totalmente equivocados al sospechar del pensamiento conservador. Podría decirse incluso que la necesidad de sospechar de la filosofía política en su conjunto fue una de las profundas, pero inevitables contradicciones que Scruton tuvo que gestionar a lo largo de su carrera.

Al encontrarse fuera de las instituciones, Scruton acabó yendo por libre en su vida profesional. A lo largo de cuatro décadas se las arregló para llevar una vida a menudo precaria al margen de dichas instituciones. Escribió libros, ensayos y artículos periodísticos. Editó revistas y otros volúmenes. A la larga, sus esfuerzos intelectuales le granjearon admiradores. Pero a corto plazo lo que más le aportaron fueron pedradas ideológicas malintencionadas. Otra persona podría haberse sentido amargada por ese confinamiento y la soledad resultante. Pero a medida que pasaban los años y Scruton escribía lo que tenía que escribir, el alcance y la profundidad de sus logros se hicieron cada vez más evidentes y le distinguieron incluso ante muchos de sus antiguos oponentes.

Al fin y al cabo, si bien otras personas podrían haber escrito uno de sus libros, ¿quién más podría haberlos escrito todos? ¿Quién podría haber escrito volúmenes no solo sobre música, sino también sobre arquitectura, política y estética? ¿Quién podría haberse preocupado como hizo él de las idas y venidas cotidianas de los asuntos de una nación —un conocimiento necesario para fraguar columnas periodísticas— y escribir al mismo tiempo estudios sobre Kant y Spinoza?

Solo Scruton podría haber hecho todas estas cosas y más. Y esa es una de las razones por las que durante el último periodo de su vida —y puede que aún más desde su muerte en 2020— se hizo tan inestimable para una nueva generación de lectores tanto en Gran Bretaña como en el extranjero. Hay varias razones para ello, todas ellas sugeridas en el presente volumen.

La primera es que Scruton siempre se situó una capa por debajo del nivel al que jugaban sus contemporáneos. Aunque muchas personas han escrito en los últimos años sobre el nacionalismo y la autodeterminación, pocas o ninguna han optado por abordar el tema desde la elemental cuestión de la necesidad de pertenencia. Esto es lo que hace Scruton en “Por qué son necesarias las naciones”, entre otros lugares, porque sabía que, aunque el deseo de luchar y pelear por las cosas es muy fuerte —especialmente en los jóvenes—, la necesidad de reconciliarse con ellas, de pertenecer a algo y encontrar un hogar en la nación —en el mundo—, es también un anhelo muy profundo. Scruton describió mejor que nadie cómo este anhelo puede encontrar una forma sensata y respetable.

Otra razón por la que la gente gravitaba hacia Scruton a pesar de —o debido a— su herejía era que se tomaba en serio algunas cosas que la época se había saltado a la ligera. Por ejemplo, fue la figura más notable de cualquier tendencia política en cuanto a tomarse en serio la importancia del medioambiente que construimos. Dado que este medioambiente es el único en el que puede vivir la mayoría de la gente, parece extraño que se haya ignorado tanto que hay que embellecer los lugares donde vivimos, o al menos dejar de hacerlos tan feos. En la medida en que pensaban en ello, la mayoría de los conservadores parecían creer que una de esas cosas que el mercado resolvería. Como han demostrado nuestras ciudades gobernadas por conservadores y laboristas, esta esperanza estaba totalmente injustificada. Al aportar su propia perspectiva sobre los lugares donde vivimos, Scruton acabó provocando incluso a un gobierno conservador para que abordara la cuestión.

Y luego estaba el aspecto positivo de su visión. Muchos pensadores y polemistas de derechas han sido capaces de deconstruir algunas de las ortodoxias izquierdistas de su época; pero Scruton tenía el don de ir un paso más allá. Naturalmente, una parte de lo que hizo respecto a su tiempo tiene una orientación crítica. Pero al menos dedicó la misma parte de su tiempo a hacer lo que muy poca gente hace: después de la deconstrucción, volver a construir y aportar luz. Dicho en términos prácticos, Scruton mostró a sus lectores no solo lo que debían rechazar, sino también lo que debían alimentar y amar. Sus escritos sobre música —como el que aquí presentamos sobre Metamorfosis, la obra de Strauss— no son más que una puerta de entrada a este aspecto de su pensamiento.

En uno de los ensayos más conmovedores de este volumen (“Hacer accesible lo inefable”), describe cómo cualquier persona con una mente y un corazón abiertos se encuentra a lo largo de su vida con «momentos que están saturados de sentido, pero cuyo sentido no puede expresarse con palabras. Estos momentos nos resultan preciosos. Cuando ocurren es como si, en la sinuosa y mal iluminada escalera de nuestra vida, nos topáramos de repente con una ventana, a través de la cual vislumbramos otro mundo más luminoso, un mundo al que pertenecemos, pero en el que no podemos entrar».

Otro filósofo podría haber ignorado este aspecto de nuestras vidas, considerándolo insuperable o irrelevante para la investigación filosófica o de otro tipo. Scruton reconoció con razón que hacer esto es dejar sin examinar una de las grandes pistas que tenemos para hablarnos de nosotros mismos y de nuestra relación con el mundo que nos rodea.

Puede que Scruton tuviese una necesidad especial de averiguar qué significan realmente estas señales consoladoras y esperanzadoras que nos han dejado. Como puede atestiguar cualquiera que lo conociera, la sensación de sentirse asediado era muy profunda en Roger. A lo largo de toda su carrera, hasta el final, sufrió extraordinarios ataques de personas que creían comprenderle, pero que no se habían molestado en rascar su superficie: personas que apenas habían leído algunas palabras de sus libros se comportaban como si tuvieran una visión completa de su obra. Cualquier observador podía ver que no era así, pero con todo sus zarpazos afectaban a Roger a un nivel muy profundo, alimentando constantemente el temor de que estaba en desacuerdo con el mundo y resultaba inaceptable para la gente que debería haberle aceptado. El título de Caballero que le concedieron en 2016 puso fin durante un tiempo y en parte a esta sensación de distanciamiento. Pero las turbulencias siempre estuvieron ahí.

Por supuesto, uno de los ensayos de este volumen —“Morir a tiempo”— ha adquirido un significado adicional desde la muerte de su autor. Y es típico de Scruton que se sintiera tentado a luchar con la última de las grandes cuestiones mucho antes de tener que hacerlo. Uno de los pensamientos que se desprenden de su lectura es hasta qué punto Scruton consiguió, aquí como en otros lugares, estar a la altura de sus propios y exigentes estándares y principios. «El valor de la vida», escribe, «no consiste en su duración, sino en su profundidad». Aunque la duración de su propia vida ha terminado, sus profundidades permanecen aquí como en otros volúmenes: listas para que nuevas generaciones de lectores las descubran y encuentren en ellas una profunda realización.

Prefacio

Esta colección de ensayos surge de una década de compromiso con la cultura pública. Algunos ya han sido publicados en papel o en digital; otros aparecen aquí por vez primera. Los describo como confesiones, ya que revelan aspectos de mi pensamiento que, si he de creer a los críticos, debería haberme guardado para mí mismo. He eliminado el material de tipo académico, y he intentado incluir solo aquellos ensayos que tocan temas que preocupan a todas las personas inteligentes, en los tiempos volátiles en los que vivimos.

Scrutopia, Navidad de 2015

1.Fingir

«Sé sincero contigo mismo» —dice Polonio en Hamlet— «y de ahí se seguirá, como la noche sigue al día, que no puedas ser insincero con nadie». «Vivir en la verdad» fue lo que propuso Václav Havel. «Que la mentira venga al mundo», escribió Solzhenitsyn, «pero no a través de mí». ¿Hasta qué punto debemos tomarnos en serio estas declaraciones y cómo debemos obedecerlas?

Hay dos tipos de falsedad: mentir y fingir. La persona que miente dice lo que no cree. La persona que finge dice lo que cree, aunque solo por el momento y para el fin que persigue1.

Cualquiera puede mentir. Basta con decir algo con la intención de engañar. Fingir, sin embargo, es un logro. Para fingir hay que engañar a la gente, incluido a uno mismo. El mentiroso puede fingir que se escandaliza cuando se descubren sus mentiras: pero su fingimiento forma parte de la mentira. Quien finge se escandaliza de verdad cuando queda al descubierto, ya que había creado a su alrededor una comunidad de confianza, de la que él mismo era miembro.

En todas las épocas la gente ha mentido para escapar a las consecuencias de sus actos, y el primer paso en la educación moral es enseñar a los niños a no decir mentiras. Pero el fingimiento es un fenómeno cultural, que cobra más relieve en unas épocas que en otras. En la sociedad descrita por Homero, por ejemplo, o en la descrita por Chaucer, se finge muy poco. En la época de Shakespeare, sin embargo, poetas y dramaturgos empiezan a interesarse mucho por este nuevo tipo humano.

En Rey Lear de Shakespeare, las malvadas hermanas Goneril y Regan pertenecen a un mundo de falsas emociones; se convencen a sí mismas y a su padre de que sienten el amor más profundo, cuando en realidad carecen por completo de corazón. Pero lo cierto es que no saben que no tienen corazón: si lo supieran, no podrían comportarse tan descaradamente. La tragedia del Rey Lear comienza cuando las personas de veras —Kent, Cordelia, Edgar, Gloucester— son expulsadas por las que fingen.

Quien finge es una persona que se ha reconstruido a sí misma, con vistas a ocupar otra posición social distinta de la que le sería natural. Eso es lo que hace el Tartufo de Molière, el impostor religioso que se apodera de una casa mediante un alarde de piedad intrigante, y que dio nombre a un vicio que su creador fue quizá el primero en señalar con total exactitud. Al igual que Shakespeare, Molière percibió que fingir afecta al corazón mismo de la persona que lo hace. Tartufo no es simplemente un hipócrita, alguien que finge ideales en los que no cree: es una persona fabricada, alguien que cree en sus propios ideales puesto que es tan ilusorio como ellos.

El fingimiento de Tartufo era una cuestión de beatería. Con la decadencia de la religión durante el siglo xix surgió un nuevo tipo de fingimiento; los poetas y pintores románticos dieron la espalda a la religión y buscaron la salvación a través del arte. Creían en el genio del artista, dotado de una capacidad especial para trascender la condición humana de forma creativa, rompiendo todas las reglas para alcanzar un nuevo orden de experiencia. El arte se convirtió en una vía hacia lo trascendental, la puerta de entrada a un tipo superior de conocimiento.

La originalidad se convirtió así en la prueba que distingue el arte verdadero del falso. Es difícil decir en términos generales en qué consiste la originalidad, pero tenemos ejemplos suficientes: Tiziano, Beethoven, Goethe, Baudelaire. Pero esos ejemplos nos enseñan que la originalidad es difícil: no se alcanza fácilmente, aunque existan prodigios naturales como Rimbaud y Mozart que parezcan hacerlo. La originalidad requiere aprendizaje, trabajo duro, el dominio de un medio y —sobre todo— la sensibilidad refinada y la apertura a la experiencia, disposiciones que suelen exigir como contrapartida la soledad y el sufrimiento.

De ahí que no sea fácil alcanzar la categoría de artista original. No obstante, en una sociedad donde el arte se venera como el mayor logro cultural las recompensas son enormes. Por eso hay motivos para fingir. Artistas y críticos se reúnen para hacerse pasar por ellos mismos, los artistas haciéndose pasar por creadores que aportan asombrosos avances, los críticos haciéndose pasar por penetrantes jueces de la verdadera vanguardia.

Fue así como el famoso urinario de Duchamp se convirtió en una especie de paradigma para los artistas modernos. Esto es lo que hay que hacer, dijeron los críticos: coger una idea, exponerla, llamarla arte y echarle cara al asunto. El truco se repitió con las cajas de Brillo de Andy Warhol, y más tarde con los tiburones y vacas en formol de Damien Hirst. En cada uno de estos casos, los críticos se han reunido como gallinas cacareando en torno al nuevo e inescrutable huevo, y el fingimiento se ha expuesto al público con todo el aparato necesario para ser aceptado como algo real. Tan poderoso es el ímpetu hacia este fingimiento colectivo que ahora es raro ser finalista del Premio Turner sin producir algún objeto o acontecimiento que se muestre como arte sencillamente porque nadie podría concebir que lo fuera hasta que los críticos hayan dicho que lo es.

Los gestos originales, como los introducidos por Duchamp, no pueden repetirse, ya que, como los chistes, solo pueden contarse una vez. De ahí que el culto a la originalidad desemboque rápidamente en la repetición. El hábito del fingimiento está tan arraigado que no hay ningún juicio seguro, excepto el de que lo que tenemos ante nosotros es «auténtico» y no una falsificación, que a su vez es un juicio falso. Al final, lo único que sabemos es que cualquier cosa es arte, porque nada lo es.

Merece la pena preguntarse por qué el culto a la originalidad fingida atrae tanto a nuestras instituciones culturales, hasta el punto de que ningún museo o galería de arte, ni ninguna sala de conciertos financiada con fondos públicos, puede permitirse realmente no tomárselo en serio. Los primeros modernistas —Stravinski y Schönberg en música, Eliot y Pound en poesía, Matisse en pintura y Loos en arquitectura— coincidían en creer que el gusto popular se había corrompido, que el sentimentalismo, la banalidad y el kitsch habían invadido las diversas esferas del arte y eclipsado sus mensajes. Las armonías tonales habían sido corrompidas por la música popular, la pintura figurativa había sido superada por la fotografía; la rima y la métrica se habían convertido en el material de las tarjetas navideñas, y las historias ya se habían contado demasiadas veces. En el mundo de la gente ingenua e irreflexiva, todo era kitsch.

El modernismo fue el intento de rescatar lo sincero, lo veraz, lo arduamente logrado, de la plaga de la emoción fingida. Nadie puede dudar de que los primeros modernistas tuvieron éxito en esta empresa, dotándonos de obras de arte que mantienen vivo el espíritu humano en las nuevas circunstancias de la modernidad, y que establecen una continuidad con las grandes tradiciones de nuestra cultura. Pero el modernismo dio paso a rutinas de fingimiento: la ardua tarea de mantener la tradición resultó menos atractiva que las formas baratas de rechazarla. En lugar del estudio de toda la vida de Picasso, para presentar el rostro de la mujer moderna en un lenguaje moderno, se podía simplemente hacer lo que hizo Duchamp y pintarle un bigote a la Mona Lisa.

Lo interesante, sin embargo, es que la costumbre de fingir ha surgido del miedo a las falsificaciones. El arte modernista fue una reacción contra la emoción fingida y los clichés reconfortantes de la cultura popular. La intención era barrer el pseudoarte que nos hipnotiza con mentiras sentimentales y poner en su lugar la realidad, la realidad de la vida moderna, con la que solo el arte real puede llegar a un acuerdo. De ahí que desde hace mucho tiempo se dé por sentado que no puede haber creación auténtica en la esfera del arte elevado que no sea de algún modo un «desafío» a las complacencias de nuestra cultura pública. El arte debe ofender, ser un soplo del futuro que arremeta contra el gusto burgués por el conformismo y la comodidad, que no son sino otros nombres del kitsch y el cliché. Pero el resultado es que la ofensa misma se convierte en un cliché. Si el público se ha vuelto tan inmune a la conmoción que solo un tiburón muerto en formol despertará un breve espasmo de indignación, entonces el artista debe producir un tiburón muerto en formol: este es, al menos, un gesto auténtico.

Así pues, en torno a los modernistas creció una clase de críticos y empresarios que se ofrecieron a explicar por qué no es una pérdida de tiempo mirar fijamente una pila de ladrillos, sentarse en silencio durante diez minutos de ruido insoportable o estudiar un crucifijo macerado en orina. Los expertos empezaron a promover lo incomprensible y lo escandaloso como algo natural, no vaya el público a considerar que sus servicios son superfluos. Para convencerse de que son verdaderos progresistas que cabalgan en la vanguardia de la historia, los nuevos empresarios se rodean de otros de su calaña, los promueven a todos los comités que son relevantes para su estatus y esperan ser promovidos a su vez por ellos. Así surgió el establishment modernista, el círculo cerrado de críticos que forman la espina dorsal de nuestras instituciones culturales oficiales y semioficiales y que comercian con la «originalidad», la «transgresión» y la «apertura de nuevos caminos». Esos son los términos rutinarios que emplean los burócratas del Arts Council y el establishment museístico cada vez que quieren gastar dinero público en algo que jamás se les ocurriría tener en el salón de su casa. Pero estos términos son clichés, al igual que las cosas que se utilizan para elogiar. De ahí que la huida del cliché acabe en cliché, y el intento de ser genuino acabe en puro fingimiento.

En los ataques a las viejas formas de hacer las cosas, una palabra en particular se puso de moda. Esa palabra era «kitsch». Una vez introducida, la palabra se quedó. Hagas lo que hagas, no debe ser kitsch. Esto se convirtió en el primer precepto del artista modernista en todos los medios. En un famoso ensayo publicado en 1939, el crítico estadounidense Clement Greenberg decía a sus lectores que ahora el artista solo tiene dos posibilidades: o pertenecer a la vanguardia, desafiando las viejas costumbres de la pintura figurativa; o producir kitsch. Y el miedo al kitsch es una de las razones de la ofensividad obligatoria de gran parte del arte que se produce en nuestros días. No importa que tu obra sea obscena, chocante o perturbadora, siempre que no sea kitsch.

Nadie sabe muy bien de dónde procede la palabra «kitsch», aunque estaba de moda en Alemania y Austria a finales del siglo xix. Tampoco se sabe muy bien cómo definirla. Pero todos reconocemos lo kitsch cuando lo tenemos delante: la muñeca Barbie; Bambi, de Walt Disney; Papá Noel en el supermercado; Bing Crosby cantando “White Christmas”; fotos de caniches con cintas en el pelo. En Navidad estamos rodeados de kitsch: clichés gastados, que han perdido su inocencia sin alcanzar la sabiduría. Los niños que creen en Papá Noel invierten emociones reales en una ficción. Nosotros, que hemos dejado de creer, solo tenemos emociones falsas que ofrecer. Pero el fingimiento es agradable; sienta bien fingir, y cuando todos lo hacemos al unísono es casi como si no fingiéramos en absoluto.

El novelista checo Milan Kundera hizo una famosa observación. «El kitsch», escribió, «produce dos lágrimas que se suceden rápidamente. La primera lágrima dice: ¡Qué bonito es ver a los niños corriendo por la hierba! La segunda lágrima dice: ¡Qué bonito es emocionarse, junto con toda la humanidad, al ver a niños corriendo por la hierba!». Dicho de otro modo, el kitsch no trata de la cosa observada, sino del observador. No te invita a conmoverte por la muñeca que vistes con tanta ternura, sino por ti mismo vistiendo a la muñeca. Así es el sentimentalismo: desvía la emoción del objeto al sujeto, para crear una fantasía de emoción sin el coste real de sentirla. El objeto kitsch te anima a pensar «mírame mientras sientes esto; qué simpático soy y qué adorable». Por eso Oscar Wilde, refiriéndose a una de las escenas de muerte más empalagosas de Dickens, dijo que «un hombre debe tener el corazón de piedra para no reírse de la muerte de la pequeña Nell».

Y es por eso, en definitiva, que los modernistas tenían tanto horror al kitsch. Creían que, a lo largo del siglo xix, el arte había perdido la capacidad de distinguir la emoción precisa y real de su sustituto vago y autocomplaciente. En la pintura figurativa, en la música tonal y en los poemas llenos de clichés sobre el amor heroico y la gloria mítica nos encontramos con la misma enfermedad: el artista no explora el corazón humano, sino que crea un sucedáneo que hincha para después poner a la venta.

Por supuesto, se pueden utilizar los estilos antiguos; pero no se puede hablar en serio de ellos. Y si, a pesar de todo, se utilizan, el resultado será kitsch: productos estandarizados, baratos, producidos sin esfuerzo y consumidos sin pensar. La pintura figurativa se convierte en el material de las tarjetas navideñas, la música se vuelve débil y sentimental, y la literatura se hunde en el cliché. El kitsch es arte falso, porque expresa emociones fingidas cuyo propósito es engañar al consumidor haciéndole creer que siente algo profundo y serio, cuando en realidad no siente nada en absoluto.

Sin embargo, evitar el kitsch no es tan fácil como parece. Podrías intentar ser escandalosamente vanguardista, hacer algo que a nadie se le hubiera ocurrido hacer y llamarlo arte, hasta pisotear algún ideal o sentimiento religioso preciado. Pero este camino también conduce al fingimiento: la originalidad resulta falsa, falso el sentido, y brota un nuevo tipo de cliché, como vemos en gran parte del arte joven británico. Puedes hacerte pasar por modernista, pero eso no te llevará necesariamente a conseguir lo que consiguieron Eliot, Schönberg o Matisse, que es tocar el corazón moderno en sus regiones más profundas. El modernismo es difícil; requiere competencia en una tradición artística y el arte de apartarse de la tradición para decir algo nuevo.

Esta es una de las razones de la aparición de un empeño artístico totalmente nuevo, que yo llamo «kitsch preventivo». La severidad modernista es a la vez difícil e impopular, por lo que los artistas empezaron no a rehuir el kitsch, sino a abrazarlo, a la manera de Andy Warhol, Allen Jones y Jeff Koons. Lo peor es ser culpable involuntario de producir kitsch; mucho mejor es producir kitsch deliberadamente, porque entonces no es kitsch en absoluto, sino una especie de parodia sofisticada. El kitsch preventivo entrecomilla el kitsch real y espera así salvar sus credenciales artísticas. Tomemos una estatua de porcelana de Michael Jackson abrazando a su chimpancé Bubbles, añadámosle colores cursis y una capa de barniz; coloquemos las figuras en la postura de una Virgen y un niño; dotémoslas de expresiones sensibleras como si desafiaran al espectador a vomitar, y el resultado es tan kitsch que es imposible que sea kitsch. Jeff Koons debe querer decir algo más, pensamos, algo profundo y serio que hemos pasado por alto. Tal vez esta obra de arte sea en realidad un comentario sobre lo kitsch, de modo que al ser explícitamente kitsch se convierte en meta-kitsch, por así decirlo.

O tomemos el caso de Allen Jones, cuyo arte consiste en convertir imitaciones de mujeres contorsionadas en muebles, muñecas con sus partes sexuales remarcadas por la ropa interior, visiones vulgares e infantilmente desagradables de la mujer, resultando el conjunto de su obra tan trivial y abundante en sentimientos fingidos como cualquier pasarela de moda. De nuevo, el resultado es un kitsch tan obvio que no puede ser kitsch. El artista debe estar diciéndonos algo sobre nosotros mismos —sobre nuestros deseos y lujurias— y forzándonos a enfrentarnos al hecho de que nos gusta lo kitsch, mientras que él lo desprecia echándonoslo en cara. Para combatir nuestros ideales imaginarios en marcos dorados nos ofrece auténtica basura entrecomillada.

El kitsch preventivo es el primer eslabón de una cadena. El artista finge tomarse en serio a sí mismo, los críticos fingen juzgar su producto y el establishment modernista finge promocionarlo. Al final de todo este fingimiento, alguien que no puede percibir la diferencia entre lo auténtico y lo falso decide que debe comprarlo. Solo entonces se acaba la cadena de fingimientos y se revela el valor real de este tipo de arte, es decir, su valor monetario. Sin embargo, incluso en este punto, el hecho de fingir importa. El comprador debe seguir creyendo que lo que compra es verdadero arte y, por tanto, intrínsecamente valioso, una ganga a cualquier precio. De lo contrario, el precio reflejaría el hecho evidente de que cualquiera —incluso el comprador— podría haber producido ese fingimiento. La esencia de las obras fingidas es que no son realmente ellas mismas, sino sustitutas de sí mismas. Como objetos que se ven en espejos paralelos, se replican hasta el infinito, y en cada réplica el precio sube un escalón, hasta el punto de que un perro hecho con globos de Jeff Koons, que cualquier niño podría concebir y muchos podrían realizar, alcanza el precio más alto jamás pagado por una obra de un artista vivo (si bien, naturalmente, él no es un verdadero artista).

La originalidad, la emoción y la pericia fingidas de los críticos están por todas partes, y en tal abundancia que apenas sabemos dónde buscar lo auténtico. ¿O es que ya no hay nada real? ¿Puede ser que el mundo del arte ya no sea más que una gran farsa en la que todos participamos, puesto que, al fin y al cabo, no tiene ningún coste real, excepto para aquellos que, como Charles Saatchi, son lo suficientemente ricos como para despilfarrar su fortuna en comprar basura? A lo mejor cualquier cosa es arte si alguien dice que lo es. Quizá no exista un juez cualificado. «Todo es cuestión de gustos», dicen algunos; hasta ahí llega su pensamiento. Pero ¿es que no somos capaces de responderles? ¿No tenemos forma de distinguir el arte verdadero del falso, o de decir por qué importa el arte y hasta qué punto?

Haré algunas sugerencias positivas a este respecto. Antes de eso, sin embargo, debemos apartar los factores que distorsionan nuestro juicio. Los cuadros y las esculturas pueden poseerse, comprarse y venderse; de ahí que exista un vasto mercado para ellas, y, tengan o no valor, desde luego tienen un precio. Oscar Wilde definió al cínico como aquel que conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. El mercado del arte está inevitablemente dirigido por cínicos. La basura se acumula en nuestros museos porque tiene un precio. No se puede poseer una sinfonía o una novela como se puede poseer un Damien Hirst. Por eso hay muchas menos falsas sinfonías o novelas que falsas obras de las artes plásticas.

Los canales del mecenazgo oficial también distorsionan las cosas. El Arts Council inglés existe para subvencionar a los artistas, escritores y músicos cuyo trabajo es importante. Pero ¿cómo deciden los burócratas que algo es importante? La cultura imperante les dice que una obra es importante si es original, y la prueba de que una obra es original es que no le gusta al público. Además, si gustara al público, ¿para qué necesitaría una subvención? Así pues, el mecenazgo oficial favorece inevitablemente las obras arcanas, insoportables o sin sentido en detrimento de las que tienen un atractivo real y duradero.

Entonces, ¿cuál es la fuente de ese atractivo y cómo juzgamos que una obra de arte lo posee? Tres palabras resumen mi respuesta: «belleza», «forma» y «redención».