Belladonna - Daša Drndić - E-Book

Belladonna E-Book

Daša Drndic

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Beschreibung

Andreas Ban es un psicólogo que se acaba de jubilar. Vive solo en un pueblo costero de Croacia. Su cuerpo comienza a dar señales de agotamiento y, entre una consulta médica y otra, revisa su pasado y examina los retazos de su vida —sus trabajos de investigación, sus libros, los registros médicos, las fotografías—. Andreas Ban rememora a los seres queridos mientras reflexiona sobre la ­desintegración de Yugoslavia y sobre la Segunda Guerra Mundial. Los recuerdos de sus vivencias en Belgrado, que pensó que había dejado atrás, y de Ámsterdam, donde sintió que tenía una vida diferente, se alternan con sus meditaciones sobre el tiempo, su pensión miserable, el envejecimiento y la fragilidad humanas, y también sobre una de sus obsesiones: la trágica historia de la Europa del siglo xx. Daša Drndić repasa una vez más los horrores de la historia con el mismo ingenio frío e inquebrantable, al tiempo que elabora un crudo retrato de la vejez en nuestro despiadado mundo moderno: un intelectual olvidado y marginado que trata de vivir y pensar en medio de una sociedad que predica la eterna juventud y reprime el pensamiento crítico.

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BELLADONNA

DAŠA DRNDIĆ

TRADUCCIÓN DEL CROATA Y NOTASDE JUAN CRISTÓBAL DÍAZ

TÍTULO ORIGINAL: Belladonna

 

Publicado por primera vez en croata por Fraktura (2012).

Publicado por primera vez en Reino Unido por MacLehose Press (2017).

 

 

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

 

[email protected]

www.automaticaeditorial.com

 

© de la obra, Daša Drndić y Fraktura, 2012

© de la traducción, Juan Cristóbal Díaz, 2023

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2023

© de la ilustración de cubierta, Ane Torres de Diego, 2023

Derechos exclusivos de traducción en lengua española: Automática Editorial S.L.U.

 

This book was published with the financial support of the Ministry of Culture and Media of the Republic of Croatia.

 

 

ISBN digital: 9788415509998

 

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica y de estilo: Samara Ibarra / Automática Editorial

Edición digital: Álvaro López

 

Primera edición en Automática: octubre de 2023

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

Hodie mihi, cras tibi.Quis evadet?

Índice

Cubierta

Portada

Legal

Dedicatoria

Belladonna

Contracubierta

El sábado 19 de enero de 2002, sesenta personas recluidas en un campamento de inmigrantes ilegales «se cosen a sí mismas la boca». Sesenta personas con la boca cosida pululan por el campamento mirando al cielo. Las siguen unos pequeños perros callejeros llenos de barro que brincan y gañen lastimosamente. Los Gobiernos, entretanto, aplazan sine die sus solicitudes de asilo.

Tereza Acosta es una mujer que ha decidido no recordar. Tereza Acosta no recuerda su infancia. En su memoria no queda vestigio de su existencia hasta los diez años. Su amnesia es densa y terca. En Tereza Acosta viven cinco Terezas Acosta distintas. Cada una con su voz y con una expresión facial distinta. Ninguna se acuerda de conversaciones entabladas con las demás Terezas Acosta. Cada Tereza niega la existencia de las otras cuatro. Cada Tereza Acosta tiene su propio concepto del matrimonio, del amor, del trabajo y de la vida en general, para nada coincidentes con los de las restantes Terezas Acosta. Después de muchas sesiones, el médico decide no inmiscuirse en las vidas de las cinco Terezas y deja que sigan cultivando su común desmemoria, gracias a la cual viven en concordia.

Catorce años atrás, Fausta Fink no recordaba su vida. Los médicos le administraron antidepresivos y comenzó a recordar. Decía: «Ahora me encuentro bien; estoy contenta», y entonces se mató. Se tiró del quinto piso. Llevaba un kimono rojo. Cayó hinchada como un globo, meciéndose. Flameaba como suspendida en el aire. Luego se espachurró contra el suelo.

En un manicomio del sur, aunque pudiera ser también del norte, treinta y tres «internos» también se cosieron la boca con hilo de sutura. Los internos procedían aplicándose unos anchos puntos oblicuos, con tres o cuatro les bastaba para sellarse la boca. Aquello fue una rebelión en toda regla de los pacientes contra el personal que los ignoraba. En el psiquiátrico se hizo entonces un silencio aún mayor, una mudez insondable que hoy emana como un humo, como un vapor, de los techos y muros del edificio en ruinas en mitad de la nada y que se eleva en nubes hacia el cielo. En las noches oscuras (moonless nights) ese mismo silencio, ese malévolo mutismo, supuestamente propio de enajenados, retorna como una brisa; cae como una lluvia mullida sobre las ventanas empañadas de nuestro asilo perdido y, con tal de sobrevivir, pues ese es el único aire a su alcance, los pacientes llenan sus pulmones ya maleados y vencidos con esa infecta aunque inodora brisa, esa tela de araña invisible de silencio. El paisaje en torno al manicomio está precintado, petrificado, como un dibujo inmóvil. Yace bajo un magma de silencio tejido por pasos inaudibles que crujen blandamente, pasos que desbordan el psiquiátrico, en el que todas las zapatillas son de felpa.

Él también podría dejar de hablar, dejar de recordar.

Así es.

Ahora está solo.

Ocupa un destartalado piso en una ciudad de provincias.

Ha hablado, escrito y reflexionado sobre ese piso, así como sobre esa ciudad, y no volverá a hacerlo. Se niega a pensar. Se niega a pensar en el piso, frío, oscuro y abandonado, a imagen de su morador, a su vez oscuro, abandonado y cada vez más frío. Y se niega a pensar en la ciudad, a la cual ignora por completo, como si no existiera, como si se hubiera derruido, como si se hubiera hundido en la fosa producida por un cataclismo y ahora él levitara sobre ese abismo (igual que Fausta Fink con su kimono rojo), alejándose paulatinamente y menguando hasta el silencio, hasta desaparecer.

Podría estar viviendo en cualquier parte, ahora eso ya no importa.

Ya no abre las ventanas más que cuando en su cabeza surge alguna música que lo estremece. Entonces una diminuta alegría recorre su cuerpo, un pálido rayo que exhala y se apaga de inmediato. En ese momento abre las ventanas de par en par y se asoma. Sigue el ir y venir de los trenes. Observa los hangares, los contenedores en los que penetran ratas y gatos, aguarda el baile de estos entre el reguero de desperdicios y pronuncia un breve «aj» que le interrumpe la respiración. Alza los párpados con dificultad y proyecta la vista a través de los jirones de mar que se mecen a los pies de una colina, hasta que se harta y vuelve a su aislamiento, para recorrer con celeridad, casi grotescamente, los once pasos del estrecho y largo pasillo y adentrarse como un topo en su oscuridad, en su silencio sepulcral, sintiendo cada vez cómo las paredes de esa especie de túnel se desplazan, se acercan, se unen, mientras él avanza a trompicones a lo largo de ese sendero tratando de evitar que las rocas de arriba lo aplasten y reduzcan a apenas una tenue línea mortal similar a la que muestra el electrocardiograma de un monitor hospitalario.

«El inhalador —dice—, el inhalador», una, dos, tres veces. Entonces empieza a sentirse mejor. Respira.

Ya no piensa en nada. Ya está todo pensado en su vida. Ha reunido en montoncitos los días y años, los nacimientos y muertes, los escasos amores y los numerosos viajes y personas conocidas, los dramas familiares, sus afanes sin sentido y batallitas aún con menos sentido, casi siempre perdidas, los idiomas, locales y foráneos, los lugares, todo lo ha clasificado ordenadamente, y con un cordel ha atado todo ese bagaje, ese lastre, y lo ha ido repartiendo por las esquinas de las amplias estancias como si aún se mantuviera a la espera de una gran mudanza.

«Un cuartel —dice—, vivo en un cuartel».

Un día de estos llamará a alguien para que se lleve esa basura, ese muladar en el que ha derivado su vida, para que aparte de su vista ese cúmulo de días dilapidados y no tenga que convivir más con todos esos montoncitos que comienzan a pudrirse por los rincones despidiendo un hedor desagradable, más irritante e intrusivo que alarmante, pero que al final acabarán disipándose en motas de polvo y dificultándole la respiración. «Lleváoslo todo —dirá—, no dejéis nada». Ha puesto en orden los libros, y se ha deshecho de los descartes tirando algunos y regalando otros. También ha regalado su ropa y calzado, llegando a hacerlo de un modo frenético según el día. Se ha acumulado demasiado peso muerto, escoria procedente de muchos sitios. Ha regalado abrigos, chaquetas, trajes, suéteres, camisas —qué cantidad de camisas tenía— y zapatos, algunos de los cuales no había llegado a estrenar.

Igual que hizo su madre más de treinta años atrás, dejando y repartiendo en viajes fragmentos de «su» vida, algo que entonces él no pudo comprender. Al volver de China, donde se especializó en acupuntura, cargada con paquetes de agujas, unas enormes orejas de goma donde se marcaban los puntos de acupuntura y una figura humana de un metro de altura articulada y desmontable hecha en plástico, cuyas vísceras podían extraerse para examinar los órganos internos, «imitaciones» de órganos primorosamente reducidos: corazón, pulmones, hígado, intestinos, páncreas, vasos sanguíneos en tres dimensiones, venas y arterias, huesos, cerebro y todo lo imaginable, los cuales, además, se podían extraer, desplazar, montar, girar y encajar como las piezas de un rompecabezas que imitaba el interior del organismo humano con todo detalle, con la figura siempre en posición erguida, fijada a una peana de madera y atravesada por una magnífica barra de hierro; al volver, pues, su madre de nuevo a ellos, a su familia y a sus pacientes psiquiátricos, de China, de una provincia china —no recuerda cuál, China es un país inmenso, heterogéneo—, de aquella pobre provincia despoblada en la que decía que la comida no se parecía nada a la comida china que se sirve en los restaurantes chinos de Europa, sino una comida elemental e insípida, diluida en agua y servida en platos de hojalata (en hospitales rurales), como antaño en el Ejército Popular Yugoslavo; al volver de China, donde la pelaron en seco, su madre volvió prácticamente sin equipaje, sosteniendo una nota de papel arrancada del extremo de una página de periódico en la que estaba escrito a boli (chino) el siguiente diagnóstico: ca corpus uteri. A él le trajo una cajita china ­antigua de palisandro para guardar tabaco que yace vacía desde hace mucho tiempo en el escritorio al que ya no se acerca, y también unos versos enmarcados de Lu Xun. A sus hermanas les trajo unas batas chinas en intensos tonos cárdenos y carmesíes con dragones voladores dorados y un viejo abanico con aroma a sándalo. Todo aquello lo contenía un pequeño cofre donde su madre había custodiado bajo llave retazos de sabiduría en los que él más tarde interpretaría resolución y miedo.

Ahora mismo estruja en su mano la oreja de goma con los puntos reflejos de todo el cuerpo. Una oreja como un feto en miniatura.

En esa oreja hace examen de sus órganos. De todos los órganos. Hace examen de sus dolencias. A veces, con ayuda de una aguja, de un mondadientes o de una uña, pincha su corazón, su ojo, su espalda o su cerebro y vuelve a la vida. Por un instante. Palpita. Cuando se queda sin dinero, da con el punto del hambre y se induce una ingravidez corporal que provoca que se balancee en un estado de inconsciencia.

Las orejas son un órgano extraño y feo; de hecho, todo el cuerpo humano es repulsivo, el hombre en general es un ser monstruoso y deforme, dotado de unas extremidades que se proyectan desgajadas de una masa central, y cuyas terminaciones tentaculares están rematadas por unos engastes blancuzcos y córneos que crecen sin descanso, mientras que en el extremo superior de ese monstruo, acoplado a un soporte corto, móvil y blando a modo de columna truncada, oscila un órgano esférico con una abertura mayor casi en su base y otras dos menores en el centro por las que expele aire caliente. Más arriba, dos bolitas acuosas alojadas en sendas cavidades y dotadas de una membrana de protección articulada giran silenciosamente. Para colmo, ese cuerpo curvo dotado de movimiento está cubierto de pelos que crecen en su mismo ápice, y entre los hombres en su superficie frontal también.

Hay muchas orejas en la literatura, orejas que oyen y orejas que desoyen, orejas que se envenenan y orejas que se cortan. Dicen que las orejas tampoco dejan de crecer. Las personas mayores tienen unas orejas grandes, incluso aquellos ancianos que de jóvenes las tuvieron pequeñas, en la vejez se les reblandecen y les cuelgan, con el lóbulo fláccido y funcionalmente sordas. Por eso le extraña algo que le ocurrió recientemente, cuando entró en un autobús con una carpeta rosa apoyada contra el pecho, y un señor mayor que llevaba sombrero y tenía el rostro lleno de arrugas y estrías se acercó y le preguntó: «¿Va usted también a “aquel” edificio, a la reunión de las dieciséis horas?». Acto seguido, el anciano le volvió la espalda, permaneció de pie en las escaleras de salida, con las puertas del autobús abiertas, al tiempo que él se le quedó mirando por detrás. Pues resulta que ese viejo, que llevaba un abrigo negro, tenía las orejas pequeñas, increíblemente pequeñas, unas orejas demoníacas.

Sus orejas están bien, son unas orejas perfectamente decentes, unas orejas dignas, sin pelos. Oye estupendamente, mejor sería que no oyera tan bien. Una vez, de hecho, en el oído izquierdo sintió el mar encrespado; las olas del mar rompían repetidamente contra su hueso frontal y se desvanecían en torno a las sienes y la nariz, y las palabras se alargaban morosas e ininteligibles con un eco insoportable. Lo metieron en una habitación insonorizada y le hicieron pruebas en el oído. El médico le dijo: «Con el oído derecho oye muy por encima de la media. No necesita el oído izquierdo». Pero su esquizofrenia auditiva, ese ruido en la cabeza, ese permanente estado cacofónico le duró poco: un mes o dos después en sus paredes craneales volvía a haber bonanza. Y ahora vuelve a estar «rodeado» de los ruidos procedentes del exterior, que le martillean el cerebro y que no puede sofocar, resonando como un eco desgarrador de esta ciudad, que no se parece al bullicio «normal» de cualquier ciudad.

Hace poco leyó un texto sobre las orejas de los judíos. En el texto tres mujeres discutían de los iris escaneados y de las caras escaneadas en general, así como de la potencial implantación de chips en las personas. Una de esas tres mujeres contaba cómo se sobresaltó cuando se fotografió en Viena para un nuevo pasaporte y le dijeron: «Descúbrase las orejas; deben verse ambas orejas». Eso a la mujer le recordaba las historias de la guerra que contaba su madre. Otra contaba cómo en la policía les habían hecho volver dos veces para sacar los pasaportes de sus nietos porque las orejas de estos, primero, eran muy pequeñas y, segundo, estaban totalmente pegadas a la cabeza. Tras varios intentos lograron obtener unas fotografías en las que se veían las puntas de las orejas de los niños, pero entonces surgieron problemas con los ojos de sus nietos, pues no estaban lo suficientemente abiertos para poder escanearlos. Los niños debieron haberse quedado adormecidos ante el fotógrafo. En las fotografías de los documentos identificativos está prohibido reírse e incluso sonreír, pero esto no supuso ningún problema para los nietos de esa mujer, quienes ella misma reconocía que jamás sonreían. Finalmente, sus nietos pudieron viajar al extranjero con sus padres, y salir de Rumanía. A donde nunca volvieron. Entonces la primera mujer añadía que su madre contaba que durante la época del nazismo las fotografías en los documentos de los judíos no podían retocarse y que en ellas debía verse la oreja izquierda, pues la raza judía aparentemente era reconocible por la forma de la oreja. Los nazis creían que los judíos tenían unas orejas particulares. En el texto, las tres mujeres comparaban sus orejas, pero no reparaban en ninguna diferencia fundamental, pese a que solo un par de orejas era judío. Al final, la mujer judía mostraba documentos identificativos durante la guerra de algunos parientes suyos asesinados en Treblinka y en todas las fotografías, efectivamente, se veía con claridad la oreja izquierda.

Las narices por ahora no las procesa la policía, aunque algunos científicos afirman que tras el escaneado de la nariz se esconde un potencial biométrico extraordinario. Los científicos se quejan de que las narices están injustificadamente infrautilizadas en los procedimientos biométricos. Las narices escaneadas pueden acelerar de manera significativa el reconocimiento de las personas, así como la aplicación de la técnica a la fotografía entera, lo cual no es el caso en los estándares actuales de la biométrica. Las narices no se alteran aunque la expresión facial sí lo haga; las orejas dan la sensación de que sí lo hacen, aunque esta afirmación no es del todo cierta. Cuando la gente sonríe, la nariz se le ensancha, mientras que hay a quienes no se les mueven las orejas al reírse, aunque también hay a quienes las orejas se les mueven en las cuatro direcciones, y hay quienes son capaces de moverlas aun cuando no se ríen, con la fuerza de la mente. Básicamente, en Inglaterra fue donde surgió la investigación científica de un total de cuarenta narices, que luego se extendió por Europa. Actualmente no dejan de aflorar bases de datos (nasales) para futuras pruebas.

Él tiene una linda naricita de formas regulares.

Recoge suvenires por el piso que irán a parar a la basura. Los mete en bolsas negras de plástico. Enérgicamente, con movimientos espasmódicos. A quién le importarán unos recuerdos que ni siquiera él mismo desea retener; unos recuerdos que han caído en la fosa del olvido y que, una vez allí, deja que se hundan.

La gente reúne bobadas porque eso le hace sentir mejor, sin preocupaciones; no evocan paseos, paisajes, conversaciones, olores y tactos, no, para eso no hay tiempo mientras discurre la vida, de forma amena para la mayoría, y eso es ahora cuando lo comprende. La gente desperdiga sus episodios vitales por estanterías y paredes, y de vez en cuando les dirige una mirada gélida al paso y les dice: «Quedaos ahí, esperadme». Cuando las luces comienzan a apagarse, la gente imagina que volverá a estar acompañada de su raído pasado condensado en bibelots sin vida, con los que podrá sentir el roce mutuo y contarse mutuamente mustios cuentos de hadas olvidados. Seguro que sí. Los recuerdos fenecen en cuanto se extirpan de su ámbito, se difuminan, palidecen y adquieren la rigidez de los difuntos. De ellos queda apenas un caparazón de contornos descoloridos. Las placas cerebrales borradas a medias son un terreno resbaladizo y engañoso. El archivo mental yace cerrado bajo llave en las tinieblas. El pasado es suprimido, los recuerdos no pueden arreglar nada. Hay que expulsarlo todo. Todo. Y tal vez a todos.

Finalmente conservaría el zapatito de porcelana que le había regalado la madre, un zapatito que no lo conducía a nada. Así como el viejo reloj de pie herrumbroso, patinado y dotado de una esfera oblicua, como si hubiera surgido del País de las Maravillas, y unas manecillas que se movían solo cuando se le introducía una moneda; regalo de su hijo Leo. Y también se quedaría con Elvira: siempre la lleva consigo, a todos lados. Eso es todo lo que guardará.

Se llama Andreas Ban.

Un psicólogo que ha dejado de psicologizar.

Un escritor que ha dejado de escribir.

Un guía turístico que no guía a ninguna parte.

Un nadador que hace tiempo que no nada.

Aún existen ocupaciones que nadie necesita a día de hoy. Especialmente él.

Tiene sesenta y cinco años, pero mantiene un aspecto relativamente digno, como si tuviera cincuenta. La sacudida que aguardaba y para la que estaba preparado (sabía lo que hacer, se había estado aprestando para eso) acabó ocurriendo en un instante, lo asaltó inesperadamente cuando una compañera medio iletrada, una burócrata perfecta, una obediente apparatchik, una colega «estremecedoramente decente» y reservada le soltó en la cara delante de todo el colectivo el hecho de que ya no era necesario en su institución porque, al fin y al cabo, «usted está a punto de jubilarse». ¿Fue ese el detonante? «Sus sugerencias son irrelevantes y no van a fructificar —le dijo—. Usted se jubila». Esto ocurrió cuando él y unos cuantos más pidieron que se endurecieran los criterios de evaluación para los trabajos científicos y artísticos, los criterios para evaluar la presencia en la vida en general, así como la participación política, social y cultural, pues afirmaban que el personal educativo se había recluido en sus propias ­cloacas; apenas un uno por ciento del profesorado comparecía en público, el resto no existía, y lo mismo ocurría con la mayor parte de los académicos croatas, que callaban y se dejaban fotografiar en los aniversarios y carecían de problemas con las pensiones, de modo que en aquel momento Andreas Ban le preguntó a su colega que dónde y cuándo se había manifestado, que quién la conocía, que quién escribía de ella, a lo que esta le replicó: «Eso no importa. Usted se marcha y yo me quedo». Eso sin mencionar las mortalmente aburridas y vacuas sesiones kafkianas del claustro de la facultad, presididas por cuatro o cinco miembros, luciendo ellos ternos azul oscuro y ellas ceñidos conjuntos de chaqueta y falda, además del inevitable peinado a lo príncipe valiente, los cuales adiestran a sus «cuadros» en el modo de rellenar formularios, en cómo registrar «imperativamente» unos datos absolutamente inútiles en las «casillas habilitadas a tal efecto»; miembros que leen los materiales repartidos entre todos los asistentes, que se reproducen al mismo tiempo por PowerPoint en la pared, como si el noventa por ciento de los docentes estuviera en prácticas de lectura de estupideces administrativas; miembros que se dirigen a todos de forma anónima, profiriendo nada más que títulos y tratamientos impersonales a través de sus implantes dentales. Y luego «todo eso», ese sketch amateur en forma de prolongada acta, lo envían a cada profesor por correo electrónico, tras lo cual esa «junta» informa a la totalidad de los cuadros docentes, junto a la amenazante etiqueta de «urgente», de que los buzones de correo de la universidad están saturados y de que deben vaciarlos de manera inmediata.

Hay profesores que tratan de aparentar su compromiso, y así algunas mujeres en las reuniones del claustro se quejan de la falta de repisas para los bolsos en los baños, y pasan a describir con profusión sus necesidades higiénicas y fisiológicas femeninas, mientras noventa personas callan y escuchan, y el secretario anota. Entonces comienzan a levantarse las manos, y en cuanto se pone sobre la mesa alguna cuestión delicada, esta acaba casi siempre o en una formulación extraordinariamente indeterminada o en un unánime «a favor» o en un unánime «en contra», sin vacilaciones. Domina una armonía jubilosa, una unidad solidaria en los márgenes de la vida. Quien osa rebelarse es acallado; naturalmente, de plena conformidad con la normativa, el reglamento o los estatutos, siempre se da con la grieta propicia. Si, por casualidad, surge alguna pregunta digamos que de mayor importancia, el público enseguida da muestras de agotamiento, y cuanto mayor es la relevancia de la pregunta, los niveles de cansancio crecen en proporción geométrica, de modo que el cuerpo de (los) docentes siente sed y hambre y la reunión se interrumpe, quedando la sesión aplazada, para que al final no se resuelva nada, o más bien se resuelva de una manera tibia, ambigua y laxa.

Ahí empezó a gestarse la ruina.

Aquella maliciosa mujer sin educación de una pequeña universidad de provincias tendrá un aspecto repulsivo en la vejez. Tendrá unas orejas grandes. La nariz, además, se le afilará más y acabará cayendo por su propio peso sobre el labio superior, inclinada hacia la boca; el vacío dejado por los dientes caídos, a su vez, hará que la barbilla revire hacia arriba, le aflorarán verrugas por toda la cara y su voz se convertirá en una especie de gruñido.

Oh, sí, le encantaría abandonar todos esos órganos y colectividades que succionan, esos devoradores de ideas, ese eco cacofónico, esas máscaras bobaliconas que encubren una nada aún mayor, y poder dedicarse a ocupaciones más alegres y alimentar sus células cerebrales para que palpiten y se dilaten, pero la mísera pensión del país pequeño, fracasado e ilusorio en el que vive (¿cómo es posible que le haya tocado vivir esa broma macabra del destino?); de un país del que se larga por patas todo el que puede; de un país en el que el ministro de Educación amenazó con introducir en las escuelas la asignatura de «Formación Patriótica»; del que, para que el mensaje llegue hasta el último confín aldeano de su territorio, pública y abiertamente se interpretan por televisión canciones con el estribillo «mi madre croata me parió», lo cual hace que quienes no cumplan con esa irrelevante especifidad étnica en su nacimiento sientan que son unos indeseables, mientras que los que sí la cumplen se exaltan embriagados de orgullo y superioridad, listos para «eliminar» de una forma u otra a aquellos no nacidos de madre croata, hasta lapidándolos si hiciera falta; de este país en el que se pretende creer que, en vez de las mujeres, es la patria la que engendra y pare a la gente; de un país con tanta falsa cortesía y etiqueta que las personas han perdido el nombre, y en el trabajo se tratan de «director», «decano», «profesor» o «jefe»; de modo que la pensión en este país, una pensión obtenida tras veinticinco años de aprendizaje y formación y cuarenta años de trabajo, garantiza una muerte relativamente rápida y objetivamente horrenda. Esa jubilación, esa «pensión de retiro», en efecto retira, aunque no solo del trabajo, sino también de la vida, asediándola insidiosa y ruinmente en múltiples frentes. Así que, como Andreas Ban es incapaz de aceptar que su pensión le dicte cómo quiere afrontar su retiro o que su inmortal «madre croata» le diga cuándo está harta de su hijo, decide tomar las riendas de su propia existencia. Pues Andreas Ban no va a tolerar una alimentación a base de unas alitas de pollo que es incapaz de imaginar, pero es que aunque pudiera y quisiera, esa mera posibilidad se aleja de él porque las alitas de pollo son cada vez más caras, y al final solo le quedará la opción del bazo, los pulmones y el resto de la asquerosa casquería que algunos dan de comer a sus perros. Ya está preso, recluido y encadenado a este pequeño país, pues no puede viajar, no puede huir (no tiene dinero), aunque carezca de problemas de movilidad y siga (aunque no por mucho) recibiendo su sueldo. La verdad es que no quiere caminar con unos zapatos destrozados y pasados de moda, no quiere llevar más jerséis grises raídos y con pelotillas, no quiere que le pongan en la boca prótesis dentales hechas de cualquier manera. Hace poco le dijo a una mujer: «Este pulóver está apelotillado del todo», y entonces ella se rio y repuso: «Qué palabra más graciosa, apelotillado. ¿Qué es lo que significa?». No quiere montarse (de 10 a 12) en los autobuses urbanos, (pese a que su madre Croacia le ofrezca el viaje gratis), autobuses llenos de criaturas débiles, viejas, sordas y muy ruidosas que llevan una bolsa con un par de manzanas, un pimiento y unas gachas de sobre del mercado. No quiere obedecer,

La ingresaron en un geriátrico, ella guarda esperanzas de poder salir, pero no lo hará. ¿Puede caminar?

La metieron en un geriátrico y no tardaron en vender su piso. ¿Está senil?

No le contaron que el piso ya no era suyo. Se habría muerto al instante. No está senil.

no quiere ver esas caras decaídas, esos rostros «hambrientos e insatisfechos», a esa gente arrugada que se persigna cuando el autobús pasa junto a una iglesia, murmurando algo entre dientes y «bajando la mirada» humildemente ante Dios, no quiere ver esas bocas desdentadas que aspiran rítmicamente el interior de sus pómulos hundidos al tiempo que chascan la lengua con un ruido infantil y desagradable, esos rostros «voraces», lo cual es más evidente en fechas festivas, cuando su madre Croacia les obsequia con dos sardinas y un plato de habichuelas, tras aguardar durante horas con paciencia y orden, «en formación», mientras son vigilados de cerca por guardas de seguridad, no quiera Dios que se desmanden y se entreguen al pillaje descontrolado de los alimentos ofrendados. Esas benévolas celebraciones para personas enfermas, ancianas y abandonadas pero fanáticamente enamoradas de la vida se ponen en marcha desde las nueve de la mañana y se prolongan hasta bien entrada la tarde, cuando se agota la comida y bebida ofrecida, que caen en los estómagos jibarizados de los viejos, y se despejan las plazas con mangueras de agua y se adecentan para los festejos nocturnos que harán las delicias musicales de otros, más jóvenes y mejor nutridos. Andreas Ban observa esa barahúnda de cadáveres vivientes a medio pudrir que proliferan multiplicándose. Están por todos lados, especialmente en los ambulatorios, llenando salas de espera. Allí acuden a reunirse y a calentarse en invierno, ocupando todos los asientos disponibles. Van a los centros de salud y hospitales, preocupados por su salud. En particular, les gusta sacarse sangre, pese a que las colas para los practicantes sean inmensas y allí no haya asientos. No hay empatía ni relajación, solo una espera dura apoyándose en una u otra pierna, alternativamente. La fila se extiende a lo largo de dos plantas, y en ellas los ancianos se tocan, se pegan unos a otros, esperando de pie. ¿De dónde sacan esa paciencia? ¿De dónde aflora esa hambre y sed para vivir más allá de lo que les toca, en soledad? Da igual que los pisen, que se los lleven por delante, están hechos de una pasta especial, silenciosa, tenaz y testaruda, habituada a resistir las inclemencias y el dolor. Una anciana insistía en que la operaran de cataratas, aunque la metástasis se había propagado ya por completo. «La metástasis está por todos lados —le dijeron los médicos—, va a morirse pronto». Esto en la actualidad ha devenido praxis médica: desembucharle todo al paciente en la cara, comunicar los resultados, pero sin interpretarlos, solo el desenlace desnudo, pues los doctores no tienen tiempo para galanterías. De modo que aquella mujer repetía: «Quiero ver claro», y los médicos se apiadaron de ella, le hicieron un favor y la reconfortaron devolviéndole una vista que habría que preguntarse si alguna vez había tenido y, en efecto, tras la intervención pudo ver mejor, aunque su organismo estuviera consumido y exhausto.

Andreas Ban observa toda esta caterva desvaída aferrándose con sus mermadas energías a la vida, avanzando a trompicones y renqueantes para cruzar la calle en una carrera absurda y atroz. ¿Y si alguien los atropellara?, ¿y si un coche se los llevara por delante a su paso? Eso sería al menos un final digno. Pero no, con sus ojos y boca dramáticamente abiertos, acaban aupándose a la acera, porque «aman la vida», esa vida hermosa y plena con la que su madre croata les ha obsequiado.

Tampoco quiere esos calendarios que a finales de año reparte también la madre Croacia, porque en ellos tendría que tachar sus días como si estuviera en una dictadura, en un campo de castigo o reeducación o en un gueto.

En 2011 se suicidaron veinticinco miembros de la organización macedonia UNIT, una asociación de trabajadores despedidos. No fueron capaces de soportar más una vida llena de miseria. Todos tenían más de cincuenta años. Unos se ahorcaron, otros saltaron de un puente o de un edificio, y otro se prendió fuego. (Noticia de prensa)

Andreas Ban es un hombre guapo, un apuesto decadente, exhabitante de metrópolis mundiales que, a pesar de sus veinte años de lucha contra ella, ha acabado derrotado por una pequeña ciudad de provincias. Ahora está declinando a pasos agigantados. Andreas Ban enmascara su decadencia exterior cubriéndola con ropa, para no verse a sí mismo. Camufla su vientre hinchado, sus músculos fláccidos, su piel arrugada en muslos y antebrazos, sus testículos caídos. Lleva gorros y sombreros, aunque no está calvo del todo, y conserva sus propios dientes. Al final, deja que su desierto interior se extienda, tras haberse esforzado en ofrecer resistencia lanzando chorros desde cañones de agua a esa pesada arena desértica, tratando de agitarla y de abrir un cauce en ella, pero sin resultado. Ahora está cansado.

Ha anotado lo que era importante para él, y ha establecido contacto con ello en la distancia, desde lejos: viejas amistades, amores muertos, ciudades abandonadas, libros, más libros, personajes reales e irreales, pasando cada vez más tiempo con escritores, básicamente fallecidos, pero también vivos, y un espacio en principio pequeño ha acabado aprisionándolo tras crecer como una masa hinchada por efecto de la levadura, aspirándolo hacia su hueco interior y tragándoselo finalmente. Por eso respira con dificultad, rodeado por esa asfixiante cavidad amasada. Se hunde.

Ha encontrado a hombres y mujeres que acarrean fragmentos de su historia, la misma que él trata de borrar ahora. Esas personas le parecen más vivas que las que lo rodean en esta superficial ciudad de cadáveres. Se agachan oprimidos entre las tapas de los libros, se arrastran, reptan, a veces carcomen el papel como los gusanos de barco, llamados también «bromas», y él deja que se sienten a su mesa, que se acuesten con él, que lo acompañen en sus escasos paseos. En ocasiones cruzan por sus estancias como fantasmas o como vencejos, se posan en el suelo tras un vuelo bajo y se deslizan por el suelo. Teme posarse sobre ellos, tropezarse con ellos, aplastarlos, pues ¿qué pasaría entonces? Se impondría una soledad insoportable, un silencio lóbrego.

Entre la balumba de turistas procedentes de muchos países que visitaban el lago de Ginebra, me topé con un hombre en busca de soledad. El hombre se sentó en «mi» banco, trazó en el suelo un círculo alrededor de él con un bastón y dijo: «Los dos nos sentamos en el mismo banco, yo le hablo a usted y usted me atiende, pero este círculo nos separa, y usted está más alejado de mí que el planeta en el confín más remoto de la galaxia». Eso es la soledad. Pero la soledad no es solo la fuerza que a veces nos eleva a los cielos y a veces nos hunde en el abismo, sino que también es el escondite para los amores perdidos.

Me llamo Edouard Estaunié. Soy un escritor que escribe sobre la soledad. Sé que nuestro pasado, con todos sus secretos, nos atenaza y ahoga, nos reduce el espacio, nos oprime la existencia, hasta hacerla saltar en añicos. Bajo nuestra realidad visible se oculta otra que despertaría el interés de los científicos de ser estos conscientes de ella. No existe una enfermedad tan terriblemente incomprensible como esta. Cuanto más nos aprieta, más profunda es nuestra verdad. La soledad no tiene por qué ser dramática, pero es como un saco lleno de piedras, cargado de tristeza.

La acumulación de experiencia en el cerebro conduce a cambios, a cambios químicos. Eso se ve perfectamente en los animales. Nada nos hace pensar que esto pueda ser distinto para el cerebro humano. Cuando dos grupos de ratas adultas,

Oh, Andreas Ban no soporta las ratas. Stefan Biber guardaba en su piso mil trescientas ratas y vete tú a saber cuántos gatos. El suelo de ese piso estaba cubierto de excrementos y orina de ratas y gatos. Mientras los gatos se movían en libertad, las ratas se empujaban frenéticas en jaulas, muchas de ellas «sin ojos ni patas». El Ayuntamiento le expropió el piso y él se compró un yate de diez metros al que se llevó sus ratas y gatos. En la embarcación de Biber la situación con los ­animales no era para nada mejor que la del piso. Al yate acudieron representantes de una sociedad protectora de animales y le incautaron treinta y siete ratas y seis gatos. Además, lo denunciaron por maltrato animal, hacinados como estaban en un espacio inadecuado y extremadamente reducido. En los exámenes veterinarios que se practicaron, se concluyó que todos los animales requisados a Stefan Biber estaban sanos. Biber manifestó públicamente que se consideraba víctima de «la venganza y la persecución».

cuando dos grupos de ratas adultas se exponen durante un periodo aproximado de ochenta días a unas condiciones vitales diferentes, de forma que las ratas de uno de los grupos son aisladas y provistas exclusivamente de lo básico para su supervivencia, mientras que las ratas del otro grupo se instalan juntas en un entorno social (y, por ende, dinámico), «enriquecido» además por diversos juguetes y actividades, la masa del córtex cerebral de las ratas que viven una «vida más enriquecedora» aumenta de tamaño, y la actividad de su acetilcolinesterasa cortical es mucho más significativa. En el resto de ratas, disminuidas en todos los aspectos, la masa cerebral se reduce, el cerebro se vacía, la experiencia se atenúa y las imágenes se evaporan. En las demás parcelas, el cerebro de las ratas con una vida más rica y ajetreada también logra mejoras visibles.

«Me estoy volviendo un retrasado, mi cerebro se achica, ashrinking brain», dice Andreas Ban.

Tu voz pierde modulación, Andreas, tus frases son lentas y monótonas, cada vez te bañas menos, Andreas, y giras los pulgares en silencio.

A urgencias han traído a un paciente que se ha cortado la lengua dos horas antes. El mismo paciente se había cortado también los testículos, pero eso ahora no importa. Evalúan al paciente como normal. Antes de rebanarse un tercio de su lengua, el paciente se ha inyectado una ampolla de Jetokain (lidocaína HCI 20 mg, epinefrina 0,125 mg/mL) para no sentir dolor durante la «operación». Para evitar que los médicos le recosan el pedazo de lengua tajada, la hace trocitos con unas tijeras. No ha habido hemorragia. Al paciente se le ha administrado una inyección contra el tétanos y lo han mandado a casa a que guarde reposo. Dos meses más tarde se mata jugando a la ruleta rusa. El paciente se llama Danil Demidov, residente del enclave ruso de Kaliningrado.

Las Soledades (Solitudes) de Estaunié le recuerdan a Andreas El pescador de Islandia de Loti, un libro que lo sacudió en la adolescencia y que aún le hace llorar. Ahora vacila entre abandonarse al «mar insaciable» o continuar recluido en su soledad.

Qué enorme desierto sin agua ni sombra. Escucha, Andreas, nadie puede abrirse a nadie, ni siquiera a su propio vecino. Esa es la tragedia de todas mis almas solitarias, que, al margen de sus convencionales vidas públicamente visibles, viven una existencia terrible y secreta llena de padecimientos. Seres que, en definitiva, sufren en silencio. Tú, Andreas, en tu vida anterior, definirías el estado de esos hombres y mujeres avergonzados por sus silencios devastadores y destructivos como represión, usando una terminología completamente profesional y literaria; pero en ese silencio no se detiene ni acaba la vida, sino que esta apenas se disipa gradualmente y, paralizada, permanece latente en una impenetrable e indescifrable oscuridad. Esta vida confinada en el recinto de un invernadero es una vida de aislamiento, una vida de dolor. Eso lo sabes ahora, Andreas. Solo existir es imprescindible, ¡vivir! Escribe eso, Andreas, anótalo.

«¿À quoi bon? ¿À quoi bon?», le pregunta Andreas Ban a Estaunié. O tal vez no le pregunta a nadie, tal vez solo toma aliento acompañado de un rezongo.

Ante Andreas Ban aparece de pronto aquel Conrad que quiso matarse, aunque acabó renunciando a ese propósito:

[La verdadera soledad] nada tiene que ver con el sentido convencional de la palabra: es el terror desnudo. Incluso ante los solitarios se aparece con una máscara. Hasta el más miserable de los proscritosse abraza a algún recuerdo o a alguna ilusión. Así es cómo he sobrevivido.[1]

«Venga ya, Conrad, —dice Andreas Ban—. Qué recuerdo ni ilusión. Los recuerdos son ilusiones, y las ilusiones son inasibles. El coueísmo es para estúpidos. Solo los ciegos (y los locos) repiten como un mantra: “Tous les jours à tous points de vue je vais de mieux en mieux”».[2]

Andreas Ban sigue leyendo, aunque cada vez menos. Busca una confirmación de sus descubrimientos, aunque su situación es bastante clara. Lee disquisiciones y opiniones en disputa sobre la Melancolía de Durero, el grabado de 1514 del que Benjamin afirma que representa «una mortificación de los afectos», un «extremo grado de estar triste».[3] Pero él, Andreas Ban, no está triste. «No estoy triste», dice. El desconsolado ángel de Durero despierta en él un sentimiento de compasión, aunque no se identifica con él. Solo ese paisaje con un mar trascendental de fondo inquieta a Andreas Ban. «Esas son mis vistas», dice, y dirige su mirada a las persianas venecianas cerradas y podridas. «Es el final de la partida», dice. Benjamin cree que en cualquier objeto del cataclísmico universo de Durero subyace una «sabiduría enigmática», pero Andreas no. «Qué gilipollez», sentencia Andreas Ban, que cierra el libro y despacha a Durero.

Andreas Ban sabe que la desesperación que cada vez maneja peor no se ha presentado de la noche a la mañana. Se ha ido deslizando en sus días silenciosa y paulatinamente, y ha seguido sus pasos como si fuera su sombra, hasta acabar por tropezarse con su presencia. Ah, esa discordancia, esa colisión entre aquello que fue y esto que es ahora, qué galimatías. Por eso ahora permanece de pie y pasa revista. Se pasa revista a sí mismo, a sus prójimos y a su entorno, y antes del borrado final, aflora de todo al exterior. Salen a la superficie secretos que se le escurren y caen ante sus pies, secretos no invocados, así como los contornos de un pasado cuyos bordes trata de perfilar entrecerrando los ojos, jirones de la memoria que aterrizan ardiendo en sus hombros, chispas de felicidad bajo las que reposa imaginando que son pequeños fuegos artificiales (o suaves cascadas). Y entonces, como una gigantesca ola mortífera, lo desbordan un nerviosismo, una ira y una impotencia insoportables.

[1] Conrad, J. (2011). Bajo la mirada de Occidente. Traducción de Catalina Martínez Muñoz. Madrid. DeBolsillo.

[2] Mantra que constituía el principio central del método de «sugestión general» de Émile Coué, químico, farmacéutico y psicólogo francés introductor de la psicoterapia: «Todos los días, en todos los sentidos, estoy cada vez mejor».

[3] Benjamin, W. (2007). De El origen del «Trauerspiel»alemán. En Obras. Libro I, vol. I. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Abada editores.

Andreas Ban está tendido en una camilla desnudo de cintura para arriba. La consulta está a oscuras. Aguarda para hacerse una ecografía. Afuera llueve. Las gotas tamborilean en el canalón de hojalata. Él cuenta acostado en la camilla. Cuenta las gotas que caen fulgurantes y que no alcanza a aprehender en su totalidad. Apoya en la cadera el brazo derecho enyesado hasta el codo. «Levante las manos por encima de la cabeza», le dice el médico. El brazo derecho le pesa, la escayola le pesa, le han puesto demasiadas capas de material y además la escayola le cubre la férula, algo que no se hace, pero que han dejado así por comodidad. Y por rapidez. Es la segunda vez que visita al doctor Molina. La otra fue hace tres días. Entró sudoroso, con el rostro desfigurado por el dolor. «Cómo tiene la mano —le dijo el doctor Molina—. Está empapado en sudor. Arréglese y vuelva pasado mañana». Entonces cayó otra tromba de agua. En esta ciudad las primaveras son lluviosas, al igual que los otoños y los veranos. La vegetación crece exuberante y disemina unas partículas diminutas que le taponan los bronquios, así que siempre lleva unos inhaladores en los bolsillos y se mete unos chutes al paso como un drogadicto que esnifa pegamento con los ojos dándole vueltas. Sus ojos no dan vueltas.

En una bolsa azul transparente lleva pienso para su gato, que desaparecerá al poco tiempo. Será el último en abandonarlo.

Se ha resbalado. Tiene unos zapatos viejos con los cordones bastante maltrechos.

—¿Cordones?

—No tenemos.

—¿Cordones?

—No tenemos.

—¿Cordones?

—¿De qué color?

—Negros.

—No tenemos. Los tenemos rojos.

—¿Cordones?

—¿Qué es eso?

—Agujetas.

—¿Cómo dice?

—Pasadores.

—¡¿Pasadores?!

—Cabetes.

—¡Oh, cabetes!

—No tenemos.

—¿Cordones, pasadores, agujetas, cabetes?

—¿De qué color?

—Negros.

—Tenemos.

—¿Cómo de largos?

—De sesenta.

—No tenemos.

—Solo nos quedan de ciento veinte.

—Pues ahórquese con ellos.

Sale de la tienda, el paseo brilla por la lluvia, pierde el equilibrio, el pienso para el gato se desparrama rodando por las baldosas húmedas. Se ha caído de bruces y, calado hasta los huesos, observa cómo se hinchan los aritos de pienso marrón en forma de trébol sobre las pulidas baldosas de piedra, parecen setitas que alzaran la cabeza alegremente. Cesa el sonido —«¿quién ha apagado el sonido?»—, y junto a su cabeza desfilan hermosos zapatos de hombre y mujer. Podría quedarse en esa misma postura e incluso dormirse bajo la lluvia, pero alguien lo levanta del suelo. «Se me ha quedado el pie colgando —dice—, tengo la columna fatal». Se fija en su mano derecha, la muñeca se le ha doblado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, como un junco que alguien hubiera quebrado.

Ahora, mientras espera que el doctor Molina ponga en marcha el aparato y lo embadurne de gel, la mano sana sostiene en postura acrobática la otra, que tira de él con todo su peso hacia abajo, a punto de hacerlo caer de espaldas.

En la consulta de traumatología le dicen: «El doctor está almorzando en este momento».

El dolor le abrasa.

Sesenta y siete minutos más tarde (los cordones se rompen y los zapatos se le caen) llega un médico más viejo y panzudo con una bata medio limpia bajo la que se asoma un jersey gris de punto de arroz. Espera a que otros diez pacientes entren en la consulta antes de que lo llamen a él. En la consulta hay colgados dos grandes carteles, uno en cada pared. Uno retrata al papa (anterior)[4] y el otro a Tudjman.

—¿Qué hacen esos dos pósteres en un consultorio de fracturas? —pregunta.

—¿Quién es usted? —le pregunta a su vez el médico.

—Necesito esta mano para escribir, arréglemela como pueda —le pide.

—¿No irá por casualidad a Leipzig? Estos días se escribe mucho sobre la Feria del Libro de Leipzig. ¿Va Aralica[5] a Leipzig?—inquiere el doctor.

Le hacen radiografías de la mano y la muñeca, tras lo cual el médico le comunica:

—Tiene dos cartílagos fracturados, vaya a la unidad de enyesado.

Allí es donde le han plantificado este horror.

El doctor Molina palpa el tórax de Andreas Ban.

—¿Cuándo se ha tocado esta protuberancia?

—¿Va a darme una noticia buena o una mala? —pregunta Andreas Ban mientras el médico le sigue tanteando.

El doctor Molina calla durante un buen rato.

—Me temo que es lo segundo.

El corazón se le desploma. Andreas Ban siente cómo el corazón se le desprende y cruza por su espalda, y cae lentamente en el suelo, bajo la camilla en la que está tendido. Se pone de lado y, tras el borde de la camilla, avista su corazón grande y nadador latiendo en el vacío, como si tomara aire, cada vez más despacio. Con la palma de su mano izquierda formando un cuenco, coge su corazón y lo devuelve al lugar donde debería estar.

—Siéntese y conversemos —le propone el doctor Molina.

—Váyase al carajo —le replica, y se marcha fuera, bajo la lluvia.

No sabe qué hacer con ese diagnóstico: ca mammae, cáncer de mama, y un tumor de 1 cm de diámetro. ¿Decírselo a alguien? Está parado en la estrecha acera y observa el tránsito. Junto a él pasa un niño que lleva un pequeño paraguas rosa. Detrás de él corretea una niña con un vestido amarillo mojado. Ambos se ríen. En la esquina, bajo una marquesina, una mujer compone frenéticamente mensajes de SMS sin mirar el teclado. Mientras pulsa las teclas lanza miradas nerviosas en derredor, como si ocurriera algo importante, pero la verdad es que no pasa nada. Otra chica se topa con él. Esta vez la chica le grita al móvil «adiós, adiós, chao, chao, chao». Con gusto le daría un buen sopapo. Las gotas de lluvia le hieren la cabeza como si padeciera los tormentos de una tortura china, como si en los calabozos del puente de los Suspiros de Venecia aguardara la última gota que le golpeara en el cerebro y lo rematara. Pero esa gota no llega.

Gira la cabeza a izquierda y derecha. Debería cortarse el pelo. Lo han invitado a cenar. Ha comprado vino.

¿Venecia?

Los escaparates esplenden en Rialto, los collares de cristal de Murano —caros y baratos— tintinean, americanos jovencísimos y viejísimos arman bullicio y los dinares se cambian a un precio regalado. Visitar la isla de enfrente, Giudecca, donde viven los gondoleros, los sopladores de vidrio, gruesas mammas italianas, donde la gente es pobre, las calles sólidas, la madera verde y el pescado llega directamente del mar. Donde los niños son churretosos y vocingleros.

Se acostó con Zoja en una habitación de hotel barato repleta de chinches, bajo unos edredones polvorientos y unas sábanas húmedas, y no estuvo nada mal. Rodeado de esa podredumbre, imaginó a la difunta Elvira en descomposición, imaginó cómo oprimía las paredes lumbares de ella, roídas simultáneamente por cientos de gusanos, y cómo succionaba su único pecho, calcinado, hasta que de él fluía una sangre densa y oscura. Tiraba espasmódicamente de la cabellera de Elvira, inasible (inexistente de hecho, mero efecto residual de los citostáticos) y pegajosa como una telaraña al mismo tiempo. Besaba las cuencas de los ojos vacías de Elvira hasta que Zoja le dijo: «Andreas, duele». Zoja lo dejó poco después. O él a ella. Se dejaron.

Hace veinticinco años que Elvira no está. Para Leo, Elvira es un cuento de hadas que no se cumplirá, un recuerdo inventado, un amor ficticio. Para Andreas, es una madeja que rueda en su pecho, una madeja cerrada cuya melodía se difumina.

Han pasado treinta y tres años desde la muerte de su madre, Marisa.

Entre los varones, el cáncer de mama es un tipo de cáncer extremadamente maligno. El pronóstico del cáncer de mama es mucho peor en los hombres que en las mujeres. Del número total de pacientes, independientemente del estadio de la enfermedad, solo un 36 % sobrevive cinco años, y un 17 % lo hace diez años.

Marisa se despidió a los cincuenta. Elvira a los treinta.

Su padre tiene noventa y dos. Quiere morirse, pero no se muere.

Andreas Ban se pasa por el anticuario de la esquina. Acude a menudo a esa tienda de antigüedades. Toma café con Oskar y hojea libros. Le trae viejas postales, documentos históricos, fotografías en blanco y negro, «recuerdos» de familia de celebridades mundiales, en su mayor parte duplicados (conserva los originales), al tiempo que limpia sus cajones. Oskar sonríe al verlo entrar. «¿Me corto el pelo», le pregunta Andreas Ban a Oskar. Sin esperar respuesta, añade: «Tengo cáncer de mama». Oskar deja de sonreír. En ese momento, un septuagenario que también se encuentra en la tienda de antigüedades se dirige en italiano a Oskar: «¿Avete delle vecchie fotografie famigliari?», le pregunta. Entre las fotografías que Oskar le extiende al extranjero, Andreas Ban reconoce algunas de las que él previamente se ha deshecho, algunas incluso de su propia familia, fotos de principios del siglo XX, duplicados en color sepia de su tatarabuela, de la que no sabe nada, ni cómo fue su vida ni cómo olía, alguien totalmente extraño para él y, por tanto, innecesario; reconoce a un tío lejano con el bigote retorcido enfundado en unas botas de caza, cuyo nombre ni siquiera recuerda, observa a esa parentela, esas pequeñas figuras planas, al cliente viejo y forastero que se adentra en el montoncito de espectros sin vida, al que oye cómo pronuncia: «Ecco la mia nonna, ho trovato la mia nonna. Comprerò tutto». Andreas Ban no dice nada, está pensando en su pecho. El anciano abandona el anticuario con un conjunto de personas de papel apelotonadas en una bolsita de nailon. Oskar le dice:

—Es un triestino, viene con frecuencia, busca a su familia.

—Ha comprado a mi familia —dice Andreas Ban—, vidas ajenas.

Han pasado tres años desde entonces. Entonces la situación era nueva. Era la tercera nueva situación para Andreas Ban en tres años. Luego se desencadenarían más y más situaciones nuevas que parecían no tener fin. La primera de ellas se había producido año antes, con su columna vertebral, cuando tuvo el percance del pie caído. Ahí comenzó a venirse abajo. Su cuerpo empezó a menguar, y con él sus días se hicieron insufribles.

Últimamente cada vez se escribe más del cuerpo, del cuerpo como mapa geográfico, del cuerpo que recuerda, del cuerpo que castiga, del cuerpo gordo, delgado, musculoso o caído, del cuerpo que ama, del culto al cuerpo, de la limpieza corporal, del cuerpo y sus señales, del cuerpo que gestiona, administra y ordena, del cuerpo que se rebela. ¿Del cuerpo que tira la toalla? Del cuerpo hablan sobre todo las mujeres, dando por sentado no solo que tienen un cuerpo, sino que ellas «son» su cuerpo. Esto ha llegado a un punto en el que ya le irrita. Andreas Ban está convencido de que entre él y su cuerpo se libra una batalla permanente, a vida o muerte. Andreas Ban puede pasar hambre, puede resistirse al sueño, puede renunciar a moverse; en definitiva, puede hacer con su cuerpo lo que quiera. Solo hace falta conocer las limitaciones.

La mujer que está sentada a su lado en el ambulatorio según el orden de espera chasquea la lengua y rechina los dientes. Se le cae la dentadura. Le dice: «Señora, péguese esas castañuelas. O sáqueselas». Todo lo saca de quicio. Los sonidos que lo rodean aguijonean su cerebro como si fueran agujas, desencadenan una tormenta en su pecho y resuenan en sus oídos. Pero ahora que está solo, en su cabeza hay sosiego. Nadie habla y nada se oye. De vez en cuando un pensamiento se cuela en su cráneo, que divaga hasta que se disipa. El peligro llega de fuera.

[4] Se refiere a Karol Wojtyła.

[5] Se refiere a Ivan Aralica, novelista, académico y exdiputado nacional repre­sentante del partido NHZ, fundado por el propio Tudjman.

Camina cada vez con más dolor, de modo que no deja de acudir al ambulatorio para que lo atiendan. Hace lo que le piden, se somete a exploraciones y análisis, mientras todo parece alargarse sine die. Tras la radiografía de la columna, el radiólogo sale de su despacho vociferante: «Tiene la columna de un nonagenario, ¡¿no le da vergüenza?!». Andreas Ban replica: «Me duelen los huesos, ¿no será a lo mejor un cáncer?». «No lo sé —responde el radiólogo—. Hágase un TAC urgentemente». Tras diez días de incertidumbre, informan a Andreas Ban de que no tiene cáncer de huesos, pero tiene que hacerse una resonancia magnética cuya lista de espera es de al menos seis meses.

Cuando se hizo dicha resonancia magnética, le dijeron: «Acuda al neurocirujano para que le dé nuevas indicaciones». En total, la columna le tuvo enredado diez meses con sus vértebras apiñadas, sus dolores y las dificultades para recuperarse cuando estaba tendido o sentado y, lo peor de todo, con cada paso dado.

Entonces comienza a cojear. De modo que ahora se balancea a medida que camina. Como un mástil, diría Kiš.

El neurocirujano observa la imagen de esa resonancia magnética, pero en la consulta se ha hecho un silencio latente que penetra en sus oídos. Siente una arteria pulsándole bajo la barbilla, como una gallina mecánica que picoteara granos en miniatura.

—¿Cuánto ha menguado? —le pregunta el neurocirujano.

Ambos saben que ha decrecido cinco centímetros. Por suerte, era alto y este decrecimiento no le ha supuesto un trastorno. Ahora goza de una considerable altura de 185 centímetros, que sigue siendo motivo de irritación para los más bajos. Por ejemplo, habría sido tremendo pasar del metro setenta al metro sesenta y cinco, lo cual le habría obligado a dar saltitos cada vez que se enojara en público. Ahora podía quedarse quieto.

—Padece graves alteraciones degenerativas —continúa el neurocirujano—, no sé cómo es capaz de caminar. Esta es su columna, la columna de alguien de noventa años. ¿Cuántos años tiene? ¿Cuál es su edad? La verdad, no sé cómo puede andar.

Entonces le pregunta al neurocirujano:

—¿Y qué vamos a hacer ahora?

El neurocirujano le dice:

—Podríamos extraerle dos, tres o cuatro vértebras, las que hagan falta, y sustituirlas por vértebras de acero, o más bien de teflón en realidad. A cada lado de la columna construiríamos unas varillas de acero que envolveríamos con tejido muscular previamente arrancado. Se trata de un procedimiento muy doloroso que conlleva tres meses sufriendo dolores insoportables y una intervención arriesgada cuyo resultado es imprevisible.

»No sude tanto, está muy pálido. Existe una alternativa conservadora que incluye rehabilitación, corriente, agua, ejercicio y campos magnéticos; deberá dedicarse a cuidar su cuerpo.

—¿Y después? —pregunta Andreas Ban.

—Después podrá retozar en el jardín —responde el neurocirujano.

—No tengo jardín —hace constar Andreas Ban—, y no me gusta retozar por los jardines. ¿Qué haría usted?

—Retozaría por el jardín —afirmó el neurocirujano—, me encanta retozar en el jardín. Es algo que me relaja. —Y entonces añadió—. Sin operación, le doy cuatro años.

—¿Para qué? —pregunta Andreas Ban.

—Para la silla de ruedas.

Entonces, en 2007, Andreas Ban solicita un préstamo y se embarca en la terapia. La seguridad social rechaza sufragar esa terapia porque aún no está incapacitado y puede desplazarse, aunque cojeando, sin ayuda externa.

Las recepcionistas del hospital le dicen:

—Puede darse con un canto en la frente de que no tenga un tumor cerebral.

Él las corrige:

—En los dientes.

A lo que las administrativas dicen: —Sí, en la frente.

Él vuelve a contradecirlas:

—En los dientes, se dice «en los dientes».

Y ellas suben el tono:

—No se sulfure, y ya podría darse con un canto en la frente, ya, de la suerte que tiene.

Esto es, debería darse con un canto en los dientes —o en la frente, quién sabe— por no saber cuándo va a morir.

Cuando Yugoslavia se deshizo, Andreas Ban aún trabajaba en París. Lo enviaron a París porque tenían confianza en él, porque había nacido en París después de la guerra, cuando destinaron allí a su padre, un héroe nacional condecorado con la medalla conmemorativa partisana de 1941, para establecer contactos. Y para poner en marcha relaciones culturales y políticas. Sus padres no lo inscribieron en el Registro Civil de la República Francesa, un gesto que habría tenido connotaciones antipatrióticas, un acto que habría constituido una traición, así que registraron su llegada al mundo en el Libro de Nacimientos de Yugoslavia. Cuando fue lo suficientemente mayor como para alterar esa circunstancia, estaba saturado de trabajo, así que hacerse francés didn’t cross his mind.

Cuando Yugoslavia desapareció, Andreas Ban volvió de París a Belgrado, ¿adónde si no? Y fue despedido. Le dijeron: «Ahora eres ciudadano de un país enemigo, eres croata». No le daba importancia al hecho de ser croata, y consideraba que lo que lo definía era su nombre. Sin embargo, había gente que sí le prestaba importancia a aquello. Andreas Ban fue consumiendo sus ahorros, que tampoco eran de por sí muy boyantes. Las amistades se fueron alejando y deteriorando. Los compañeros se hicieron simpatizantes de Šešelj. Andreas Ban vagaba por las calles y visitaba sus tumbas. Los conocidos que se cruzaban con él se sorprendían al comprobar que seguía ahí, en Belgrado. «¿No estabas en la ZNG?»,[6] le preguntaban. Entonces podían haberlo movilizado desde Belgrado, podían haberle dicho: «Vete a Croacia y libera Yugoslavia». Podían haberle dicho: «Mata sin escrúpulos».

Se había criado en Belgrado, allí había vivido desde los siete años, allí se licenció, de allí salió para hacer la mili en Skopie, en la tercera región militar, al cuartel Mariscal Tito, sección de infantería 4466, y de Skopie volvió a Belgrado, donde se casó, donde enterró a su Elvira, la pianista Elvira que en su lecho de muerte le dijo: «Te quiero como si fuera Madigan».[7]