Leica Format - Daša Drndić - E-Book

Leica Format E-Book

Daša Drndic

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Beschreibung

Leica Format es una obra brillante, compleja y caleidoscópica que aúna, en un impresionante collage, hechos reales e historias de ficción a través de un entramado de personajes y lugares que nos conducen por el mapa mental de una ciudad en decadencia. En una continua superposición de relatos, Daša Drndić nos adentra en los mundos de diferentes protagonistas, a veces destinados a cruzarse, otras obligados a quedarse solo cerca: una pianista que no recuerda su identidad llega a una ciudad y, sin saberlo, regresa a su pasado; un hospital austríaco aún conserva en secreto los experimentos de eugenesia realizados bajo el dominio nazi; un médico recala en una ciudad costera en la que verá su futuro marcado para siempre; un hombre colecciona libros de El Principito; otro está obsesionado con los nombres; una mujer busca un lugar en su ciudad, donde siempre se sentirá extranjera. Deambulando por Rijeka, entre ecos de Austria-Hungría, los años del Holocausto y los del fin de Yugoslavia, Daša Drndić arroja al lector a esta historia de historias; una obra poética y errante, una narrativa de saltos, fugas y secretos ocultos, que dialoga con algunas de las grandes obras de la tradición literaria occidental (de Pessoa a Calvino, de Sebald a Eliot, de Bernhard a Baudelaire) y da forma a una fina pieza de orfebrería en la que se entreveran los fríos datos de la investigación documental y las pulsiones de sus protagonistas.

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LEICA FORMAT

DAŠA DRNDIĆ

TRADUCCIÓN DEL CROATA Y NOTASDE JUAN CRISTÓBAL DÍAZ

PRÓLOGO DE MIGUEL ROÁN

TÍTULO ORIGINAL: Leica Format

Publicado por

AUTOMÁTICA

Automática Editorial S.L.U.

Avenida del Mediterráneo, 24 - 28007 Madrid

[email protected]

www.automaticaeditorial.com

© de la obra, Daša Drndić, 2003

© de la traducción, Juan Cristóbal Díaz, 2021

© del prólogo, Miguel Rodríguez Andreu, 2021

© de la presente edición, Automática Editorial S.L.U, 2021

© de la imagen de cubierta, Alicia López González, 2021

The publication of this book is supported by a grant from the Ministry of Culture and Media of the Republic of Croatia.

ISBN: 978-84-15509-67-7

eISBN: 978-84-15509-68-4

DEPÓSITO LEGAL: M-9563-2021

Diseño editorial: Álvaro Pérez d’Ors

Composición: Automática Editorial

Corrección ortotipográfica: Automática Editorial

Impresión y encuadernación: Romanyà Valls

Primera edición en Automática: abril de 2021

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización de los propietarios del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluyendo la reprografía y los medios informáticos.

Contenido

PRÓLOGO

PRÓLOGO

Disclaimer: el prólogo que no le gustaría leer a Daša Drndić

En un encuentro literario la escritora Daša Drndić declaraba lo siguiente: «siempre fui una enfant terrible, siempre me he rebelado, pero en realidad es algo estupendo, divertido, estimula la adrenalina, estás en constante conflicto, me resulta interesante». Se expresaba mientras tendía las manos entrelazadas sobre su regazo, como si acabara de ser descubierta cometiendo una inocente travesura. Un gesto tan coqueto como avieso. Con su gran sonrisa, se giró hacia el público, y este le respondió rendido ante la ocurrencia de la escritora. Se podía sentir que los presentes se regocijaban con aquel gesto distendido, tan balcánico, calculado y seductor.

Es muy probable que si Drndić leyera este prólogo me llamara la atención, manifestara su desagrado y me lo hiciera saber sin remilgos, porque sentenciaba que no quería que sus libros fueran prologados. Iba más allá: le parecía «ridículo» que un libro tuviera que incluir una introducción para que el público «lo entendiera». Por eso, podemos disimular entre nosotros que este añadido a la lectura de Leica Format no es una explicación del libro, ni siquiera una bienvenida solemne a sus páginas, sino una digresión personal, en clave de dedicatoria, sobre mi interés por la literatura de Daša Drndić, un mero ejercicio expositivo de un admirador.

Esta aproximación sería mejor aceptada por la escritora, porque disfrutaba de los lectores casuales que llegaban a su obra de forma imprevista, pero Drndić se resistía a hacer concesiones a aquellos que adoptaban la forma de críticos y expertos, e intentaban ponerle etiquetas a su obra o, peor aún, a su persona. Y, de hecho, la novedad que suponía su literatura en las letras posyugoslavas no solo le brindó numerosas reseñas, sino también sesudos trabajos de investigación académica. Les recomiendo, por lo tanto, que atiendan a este texto como una trastada inofensiva a sus espaldas, una simple complicidad con los que deseen saber algo más acerca de la novela que tienen delante.

Daša Drndić murió en 2018, dejando un vacío sonoro en las letras y en la vida cultural posyugoslava. Representaba una figura inclasificable que transgredía los hegemonismos que habían caracterizado la transición postsocialista, y por eso era tan admirada por un sector, como también repudiada e ignorada por otro. Poco antes de morir de un cáncer de pulmón, organizó en la librería Ex-libris de Rijeka, donde vivió prácticamente las últimas tres décadas de su vida y donde se desarrolla el escenario central de esta novela, una presentación literaria de despedida para sus amigos y seguidores. Ninguna autoridad institucional de la cultura croata se personó, a pesar de la fama internacional de la escritora, y de que su lugar de nacimiento era Zagreb.

En un tiempo donde la fundación de una Croacia posyugoslava exigía compromiso de sus nacionales, Daša Drndić fue un personaje incómodo, desentonaba porque se negaba a formar parte de esos seguidismos nacionalistas tan típicos que anulan al individuo y castigan con la marginación la disidencia. Si me animara a encasillarla en algún grupo o tipología, y es probable que Drndić respondiera igualmente con otro resoplido, diría que se caracterizaba por ser una feminae posyugoslava, entendido como si la ruptura de esos dos periodos históricos, tan trascendentales históricamente, solo hubiera resbalado por la superficie de su condición intelectual, por mucho que hubiera supuesto un vuelco radical en su vida.

Se puede especular con que esta actitud firme ante el devenir de los tiempos había madurado mucho antes. Daša Drndić era una mujer reconocida en Yugoslavia, como creadora de dramas radiofónicos para la Radio Televisión de Belgrado; pero, también, había forjado un temperamento asentado en su trayectoria como mujer de la cultura, como intelectual, traductora y editora, con cierta notoriedad en los círculos literarios belgradenses y zagrebenses, las capitales culturales por excelencia de la antigua Yugoslavia. Como curiosidad, llegó incluso a recibir el premio Ondas en 1991, el año de la fatídica fragmentación, como productora del radio-drama del escritor Alexander Hemon Život i djelo Alfonsa Kaudersa.

Cabe pensar que a Drndić le resultó más fácil encajar en el mundo yugoslavista por el ascendente de su padre. Ljubo Drndić fue soldado partisano, embajador dentro del titoismo y fundador con su hermano del periódico Glas Istre. Su madre, Timea, era neuropsiquiatra y murió de cáncer con solo cincuenta años. El interés de Daša Drndić por la Segunda Guerra Mundial refleja algo muy común en su generación, dado el trauma sufrido por la mayoría de la población, pero también una convicción manifiesta en las creencias y predicamentos antifascistas, como el mantra más integrado en el socialismo autogestionario, que, sin embargo, transparentaba sus contradicciones políticas, económicas y sociales de una forma más manifiesta conforme Yugoslavia se degradaba institucionalmente. No obstante, los años posteriores pusieron en evidencia que a grandes rasgos había tres prismas de aquella guerra fratricida. Una parte de la sociedad y de la intelectualidad yugoslava procesó la guerra desde el resentimiento, como una cuita histórica entre vecinos; otra parte, posiblemente mayoritaria, se convirtió en un magma silencioso y desarmado que buscó acomodo en las nuevas realidades nacionales según lo que mejor le convino a ellos y a su entorno, y otra parte lo procesó como una victoria contra el nazismo, superado con una apuesta, incluso antropológica, por la convivencia supranacional. Daša Drndić pertenecía a estos últimos.

No en vano la transición derivó en que muchos metamorfosearan, sin más objeciones, hacia posiciones incompatibles con la idea yugoslava de «hermandad y unidad» y se decantaran por el nacionalismo étnico: por miedo, supervivencia, interés, solidaridad, herencia familiar. Ella, en cambio, permaneció leal a ese legado desechado por el nuevo orden nacional, nunca a favor del autoritarismo yugoslavo, pero siempre en contra del nervio de las nuevas democracias étnicas que imponían a sus nacionales un pensamiento monocultural, que se podía asociar con una especie de fascismo articulado en torno al agravio nacional y la revancha histórica. Aquí radica una de las inquietudes principales de Drndić: el eterno retorno del fascismo, los ropajes con que se viste esta ideología tras pasar un periodo agazapado, esperando en suspensión unas circunstancias adecuadas para contagiar a una nueva generación de crédulos.

Su traslación de ese individualismo disconforme al terreno de las relaciones sociales podía verse a través de su temperamento, para algunos, especialmente para aquellos que no la conocieron, probablemente como desagradable o arisco, muy al contrario de las opiniones compartidas por los que la trataron más estrechamente. El escritor estadounidense de origen croata, Josip Novakovich, se la encontró durante la Feria del Libro de Pula en el año 2005. Según cuenta Novakovich en su texto An Electric Encephalogram of a Mind: On Daša Drndić’s “EEG”, «se sentó junto a mi hija de ocho años. Daša fumaba y mi hija tosía, y yo dije: “Daša, eres una gran humanista, pero aquí estás matando a mi hija con nicotina”, y ella respondió: “Oh, mojigatos estadounidenses, no impongas tus mezquinas normas donde quiera que vayas. En los Balcanes nos quedan algunas libertades. Vuelve a Estados Unidos y disfruta de tu fascismo puritano si quieres”». En el relato de Josip están ausentes tanto el tono como el gesto de Daša, pero expresa a las claras una forma de pensar en sintonía con su trayectoria ideológica, incluso literaria, al margen de los automatismos y reacciones primarias de la escritora.

Drndić, recurrentemente, insistía en recordar que no fue la única en tener ese talante confrontativo y rebelde frente a la nueva ola nacionalista y pagar el peaje por ello, sino que si uno sobrevuela los años de la transformación encontrará a toda una serie de mujeres de la política o de la cultura, como Latinka Perović, Vesna Pešić, Nataša Kandić, Slavenka Drakulić, Dubravka Ugrešić, Vedrana Rudan, Jelena Lovrić, Rada Iveković, Vesna Kesić, Svetlana Slapšak o Borka Pavićević que mantuvieron posiciones de rechazo e insumisión intelectual frente a los regímenes respectivos de Slobodan Milošević en Belgrado y de Franjo Tuđman en Zagreb, a costa de ser tildadas de «traidoras», «brujas» o «enemigas del pueblo». Ciudadanas valientes y celosas de proteger su integridad moral. En Daša Drndić se pueden percibir, tanto en su expresión política como literaria, unas fuertes convicciones feministas, que, además, se reafirman en su tesis doctoral dedicada a la dramaturga y guionista estadounidense Lillian Hellman. En su seno, estas mujeres respondían a una raza yugoslavista de buena formación y bagaje cosmopolita, legatarias de un cierto refinamiento urbano, con sus desdenes también elitistas, pero que habían tomado el testigo de una alta cultura de raíces austro-húngaras o centroeuropeas.

La historia de Drndić se suma, como otro triste caso más, a toda una serie de cazas y purgas políticas, más o menos expresas, como la de la actriz Mira Furlan, de origen croata y marido serbio, que se vio obligada a marcharse a Nueva York en 1991, pese a ser una actriz de renombre en el cine y en el teatro yugoslavos, y que llevaba sin prejuicios su condición de artista a caballo entre Zagreb y Belgrado: «Fue completamente como empezar de nuevo, como si alguien hubiera tomado una goma gigante y hubiera borrado mi vida». Drndić optó igualmente por marcharse de Belgrado, después de cuatro décadas viviendo allí: «me pusieron en una lista negra, perdí mi nombre y me convertí en croata y a mi hija le complicaron la vida, pero cuando llegué a la estación de trenes de Zagreb y vi que ponía “serbios, fuera”, el nacionalismo volvió a golpearme entre los ojos». Créanme si les digo que Daša Drndić renunció a los enormes réditos que podía haber obtenido si se hubiese promocionado ante el público en Zagreb como ‘una croata discriminada en Belgrado’, pero no lo hizo. Esto da cuenta de su altura, especialmente cuando el victimismo abundaba y abunda en las sociedades locales. La escritora se mudó a Rijeka prácticamente sin otro colchón que la presencia de su padre, también marginado por su reputación partisana.

No resulta extraño, desde esta perspectiva, que, tras llevar unos pocos años en Rijeka, estando en contra del intervencionismo militar del Gobierno croata de Franko Tuđman en Bosnia y Herzegovina, se exiliara con su hija como refugiadas a Canadá, donde dio clases en la Universidad de Toronto entre 1995 y 1997. Seguramente, se sintiera protegida, pero también inspirada, en un ambiente mucho menos claustrofóbico que la posguerra exyugoslava. En realidad, durante su periplo belgradense, ya había estado en los años setenta en los EE.UU., en la Southern Illinois University y en la Case Western Reserve University, con una beca Fulbright. De hecho, esta etapa canadiense impulsa una segunda etapa creativa de varias novelas, que además se incardinan perfectamente con su interés en el tema del exilio y en la emigración como un fenómeno histórico de naturaleza transnacional y transfronteriza. De forma sucinta: Daša escribía fuera de la nación en un contexto donde la nación lo era todo.

Este recorrido vital a contracorriente de la marea nacionalista ha hecho que la literatura de Daša Drndić fuera vista desde la lente de una presunta vocación autobiográfica, precisamente porque temas como el exilio, el totalitarismo, la pertenencia o las biografías anónimas se repiten en su literatura, salpicadas con referencias personales que invitan al lector a entender sus novelas como una forma de desquite personal o, por qué no decirlo, de revancha contra los nacionalismos serbio y croata que tanto trastocaron su progresión personal y profesional. No obstante, sin negar que los aspectos autobiográficos en la obra de Drndić sean fácilmente inferibles, la cuestión es más compleja de lo que pudiera parecer, y aquí tengo que recalcar que este es uno de sus principales valores literarios y donde estriba mi fascinación personal por los elementos discursivos de su obra.

Su literatura no es autobiográfica, sino más bien autorreflexiva. Su aparato intelectual se disocia de ella misma. Se la pueden imaginar, si quieren, como el académico que analiza un objeto de estudio con mirada severa y logra metodológicamente abstraerse de sus propias preconcepciones. Drndić se convirtió así en la transmisora de ideales más elevados o sublimes, con la literatura y la historiografía como recurso de acción político-creativa. A partir de aquí, las presunciones que uno pueda hacer sobre las conexiones con temas privados no interpelan a Daša Drndić, porque su precepto al respecto es que la ficción está condicionada por el pasado, y el mismo presente está marcado por un pasado que vuelve a nosotros de manera inexorable. Daša ejerce su compromiso con la memoria individual y colectiva, pero lo hace incluso cuando se refiere a ella misma.

La precisión de Drndić es tanto documental como estilística, como una suerte de proposición artística, como el artesano que pule imperfecciones indeseadas, el pintor que apuntilla el lienzo con una ligera deposición de pigmento o el actor de teatro que interpreta un guion ante el espejo de manera reiterada. La actitud minuciosa adquiere una dimensión más clara en sus largas listas de nombres de personas asesinadas por el nazismo o de vidas indefensas sometidas a cualquier tipo de injusticia social. Se trata de una cuestión ética y moral: «En cierto modo, estoy obsesionada con los nombres de las víctimas porque resultó que los nombres de los perpetradores son mucho más fáciles de recordar que los nombres de las víctimas». Su obsesión por que cada uno de esos sujetos tengan un nombre que resuene en la conciencia histórica es absoluta y encomiable: «son quizás el último hilo de telaraña que los separa del caos general del mundo, del caldero de puré rancio y empapado en el que estamos inmersos». Detrás de cada nombre hay una historia, y la literatura cumple una función trascendental cuando actúa de mensajera de los traumas personales. Pero el arte también es el detalle, y ahí es donde se refleja maravillosamente la capacidad de la escritora de observar, sentir, escuchar u oír. De hecho, Daša Drndić se quejaba amargamente, en sucesivas entrevistas, de poner empeño en construir frases de una manera muy específica, porque es la forma en la que se aporta esencia al relato, para que luego viniesen deformadas por la negligencia de un lingüista o de un traductor: «he tenido malas experiencias… me he dado cuenta de que tienden a suavizar mis palabras». Quería que se respetara la música literaria que sentía en su alma, su voz propia, que a veces se pronuncia con citas en idiomas extranjeros. Es por esto que debe estar bien formulada. Me consta que esta edición tiene un trabajo dedicado y pormenorizado de traducción y edición, incluso con numerosas notas, porque más allá del estilo, se encuentra el aura rigurosa de Drndić entre cada una de sus líneas.

El mérito de la obra que tienen delante, Leica Format, sube sus enteros, porque, si bien no nos ayuda a desgranar las entrañas personales de Daša Drndić, sí desnudará su esqueleto ideológico, creativo y estilístico. Es su novela más completa o totalizadora en este sentido, en la medida en que sirve como muestrario de sus motivaciones principales: el destino de la Europa del siglo XX, que en realidad para ella es el destino de nuestro siglo XXI. El éxito literario de Trieste, también publicado por la editorial Automática, y titulado originalmente como Sonnenschein (2007), una obra posterior a Leica Format (2003), es posiblemente a nivel narrativo su contribución más atractiva y reconocida comercialmente, donde destacan tres temas fundamentales: el fascismo, los campos de concentración y las guerras. No obstante, Leica Format es un paso más allá, un poliedro más completo y multidimensional. La novela fue concebida como una apuesta innovadora a nivel estilístico, reconocido como tal por la crítica local e internacional. El planteamiento polifónico y cíclico de la novela, como un retal de voces diversas, distanciadas en la geografía y en el tiempo, no procura otra cosa que ponernos ante el espejo de la complejidad de la existencia humana, incluso cuando tenemos que referirnos a los recuerdos, que son siempre una evocación esencialmente personal, pero también críptica e indescifrable.

Drndić reconoce que su instrumento principal de acercamiento a la literatura es la empatía, que encuentra su tránsito al relato a través de los nombres propios, los hechos aparentemente inconexos y unas circunstancias muy concretas que están al servicio de la subjetividad, para trazar un relato que solo adquiere cohesión en la mente imaginativa de cada lector. Drndić negocia de forma obsesiva con ‘el otro’, porque encuentra que, con la oficialidad, la generalidad y el trazo grueso, con el que observamos y analizamos generalmente los mundos ajenos, en realidad estamos haciendo trizas la memoria en toda su extensión. Su obra invita a responder con concreción a la amenaza del olvido. No se trata de adornar la ficción con contingencias, ni de que la ficción exprese esa realidad que la aparente realidad con la que convivimos no nos muestra, sino de ser realistas hasta el paroxismo, aunque sea una realidad pasada y superada por la contemporaneidad. Daša Drndić declaraba: «Cuando siento que un escritor está inventando todo, no le creo».

El género híbrido en Leica Format le permite acudir a los pasajes biográficos, descriptivos, líricos, historiográficos, emocionales, documentales o a una simple anécdota, porque precisamente es ese recurso coral el que mejor refleja la mirada humana: caprichosa, selectiva, distorsionada, manipulada, irracional, voluble, superficial, certera y exhaustiva. Todo ese esquematismo nos muestra a las claras que el ser humano no puede ser encasillado, porque ni siquiera su propia historia es lineal, y la coherencia reside en que tampoco lo es esta novela. En este punto, es donde Drndić combate como un dogma de fe cualquier atisbo de purificación que limite las conexiones, préstamos, mestizajes, herencias, intercambios, encuentros que jalonan la humanidad y que, de vez en cuando, pretenden ser desinfectados por la maquinaria nacionalista, la guerra, los totalitarismos o la estandarización de los idiomas. En su segunda etapa como escritora, después de la fragmentación yugoslava, Drndić recurrió en casi todas sus obras a las lenguas extranjeras para titular sus libros, con el objetivo de que los editores no cambiaran los títulos: Canzone di Guerra (1998), Totenwande (2000), Doppelgänger (2002), Leica format(2003), Sonnenschein (2007), April u Berlinu (2009), Belladonna (2012) y EEG (2016). Igualmente, reivindicó la alta literatura en sus textos a través de nombres insignes al margen de sus nacionalidades, como György Konrád, Miroslav Krleža, Ryszard Kapuściński, Edgar Allan Poe, Italo Calvino o Jorge Luis Borges, porque precisamente en la expresión artística de las letras universales encontraba una válvula de escape a las ofuscaciones que sumen en la oscuridad la creatividad y la libertad de pensamiento. Todo en ella es cosmopolitismo, sin las grandilocuencias que acompañan al término, sino literatura basada en una insistente e insobornable intimidad.

Como les comentaba al inicio, mi impulso a escribir este texto puede suponer una profanación de la obra de Drndić, pero está dedicado al tipo de proyecciones que su literatura genera en mi propia manera de entender el arte y a los seres humanos. El nombre de Daša Drndić se suma a otras figuras reconocidas de la literatura balcánica, como Danilo Kiš, Predrag Matvejević, Angel Wagenstein, Dubravka Ugrešić, David Albahari, Aleksandar Hemon, Saša Stanišić, Igor Štiks o Goran Vojnović, escritores de frontera o, más bien, sin ella, que saben expresar las diversas formas en las que los dramas gestan pensamientos y emociones más allá de las geografías personales, todo lo que mueven y remueven en nuestro interior, y que nos conecta con la colectividad más allá de documentos de identidad. Como decía Drndić: «el arte no puede cambiar el mundo, pero puede cambiarnos a nosotros». Demos pues a Daša Drndić la ocasión de sacudirnos el espíritu según nuestras propias consideraciones, según nuestros propios traumas, según nuestras propias emociones de pena, furia o compasión, tal y como surgen dentro de cada uno de nosotros. Y ya que me he tomado la licencia de referirme a ella y a su obra, debo al menos respetar el sentido último de su voluntad literaria, expresada por ella misma: «Me encantan los finales abiertos, y no solo en la literatura». Me consuela saber, al menos, que Drndić convendría conmigo en que la palabra disclaimer suena bastante mejor que decir «descargo de responsabilidad».

Fráncfort del Meno, 22 de marzo de 2021

Miguel Roán es politólogo y traductor especializado en los Balcanes.

LEICA FORMAT

DAŠA DRNDIĆ

TRADUCCIÓN DEL CROATA Y NOTAS DE JUAN CRISTÓBAL DÍAZ

Fuga — Trastorno de pérdida de memoria, amnesia prolongada en la que las capacidades mentales humanas no se ven afectadas. La fuga a veces induce a una salida precipitada del ambiente conocido a causa de una necesidad desbocada e irrefrenable de iniciar una nueva vida (en un nuevo entorno). Tras su recuperación, el «fugado» no recuerda su estado de postración precedente. De la palabra latina fuga: huida, en particular de la patria; persecución, y también expulsión.

Fuga — Composición musical polifónica en la que las partes se repiten en función de determinadas reglas; forma artística que consta de tema y réplica —réplica que no alcanza a ser lo contenido entre estas rayas, limitadas a no ser más que retales; rayas que no logran cuestionar nada, en ningún caso—. Las fugas a veces se repiten, se repiten siguiendo «determinadas reglas», contraviniéndolas esporádicamente, pero no tienen nada más que preguntar, que cuestionar, que inquirir.

Fuga — Unión entre piedras o baldosas; junta: espacio dejado adrede en una construcción que anula la posibilidad de que se agriete lo construido; grieta: algo que podría funcionar como metáfora para estos cascotes.1

1La tercera de la serie de definiciones libres del término «fuga» no se corresponde con ninguna de las acepciones reconocidas en español, aunque sí lo hace en el idioma original croata.

Es mayo de 1992. Más exactamente, la mañana del 14 de mayo de 1992. Hace un día soleado, prácticamente veraniego. Antonia Host, ama de casa de cuarenta y dos años, madre de dos hijos (de trece y dieciséis), lleva un bolso de viaje marrón, acartonado, ajado por la inmovilidad, por el polvo y el aire seco, por no viajar, no salir y no llegar, a nadie ni a nada. El ama de casa Antonia Host cierra la puerta con llave al salir y abandona su patio. La loza está lavada, las camas hechas, las flores están coloridas, han retoñado, Antonia Host canta «Bella ciao» sottovoce y el pelo, recién teñido, festoneado con mechas rojas y dispuesto en un corte moderno, flamea, se le mece mientras camina. «Mi pelo está bonito», dice Antonia Host. «Está radiante. Bella ciao, bella ciao, ciao, ciao», canturrea Antonia Host a su paso. Nadie diría que Antonia Host estuviera triste.

Antonia Host se sienta en el tren y llega al muelle dos horas antes de la partida del navío rumbo al sur de Europa. En una taberna de pescadores come calamares a la brasa y acelgas aliñadas con aceite de oliva, bebe una copa de merlot y un café sin leche ni azúcar. Pide un camarote. Viaja durante dos días. Mira al mar. Canturrea. Llega a una ciudad mediterránea. Alquila un cuarto. Mira al mar. Canturrea. Tamborilea con los dedos. Los agita sin pausa, rápida y sutilmente, como si percutiera sobre la piel estirada de un tam-tam africano. Mil kilómetros terrestres y quién sabe cuántas millas marinas la separan de su hogar. O tal vez nada la separe de nada.

La ciudad mediterránea es una ciudad históricamente célebre; una ciudad antigua dotada de un variado rango de silencios donde la música está viva. Es una ciudad con una academia musical activa, conocida más allá de sus fronteras. Al día siguiente de su llegada, Antonia Host calza sus pies desnudos con unas sandalias de tacón alto, negras, y envuelta en un ajustado vestido de shantung, igualmente negro, llama a la puerta del director de la academia. El día es soleado, aún más estival, más caluroso que en la ciudad de la que Antonia Host salió, la cual se extiende al borde de un robledal; esta ciudad de aquí, en cambio, abunda en pinos. El cielo es descaradamente azul, «el cielo es de color azul perla, el cielo canta —dice Antonia Host— y el maquillaje me queda bien». Antonia Host tiene ojos verdes y una altura elegante. Antonia Host respira profunda y acompasadamente. «Me gusta mi boca roja y mi pelo rojo —dice—. Me gustan mis caderas, son unas caderas serias que llevan una canción, y mi vestido es elegante».

Antonia Host se presenta como Lydia Paut al director de la academia.

—Me licencié aquí, hace mucho. Soy pianista. Podría dar clase a los estudiantes. Me llamo Lydia Paut —así le dijo.

—Comience con clases particulares, y ya veremos —repuso el director, tan afable como amable.

Como Lydia Paut, Antonia Host se convierte en la favorita de la ciudad antaño fortificada y hoy soleada urbe abierta a todas partes. Lydia Paut, alias Antonia Host, toca en conciertos de cámara, y también en solitario. Interpreta al aire libre, en auditorios de piedra donde sus hombros se entumecen del frío. El público es internacional y entendido. Dos años después, el (mismo) director del conservatorio le dice:

—Querida Lydia, hágase mi ayudante.

Antonia Host o, lo que es lo mismo, Lydia Paut responde:

—Eso me haría feliz.

Lydia Paut tiene amigos. Lydia Paut tiene un piso, un piano y nuevos recuerdos. «Mis viejos recuerdos son extensos como veleros, blancos como lienzos; mis recuerdos flotan como fantasmas y en ellos no hay nada escrito», dice Lydia Paut cuando alguien le pregunta por su pasado, aunque son pocos los que le preguntan algo: así es la gente de allí. Va a lo suyo. Lydia Paut aprende nuevas lenguas. Lydia Paut sonríe.

Pasan cinco años. La vida es hermosa. «A veces camino descalza por calles empedradas, de noche —dice Lydia Paut—. La piedra irradia el calor del sol».

Es el concierto de Año Nuevo. Lydia Paut interpreta a Liszt. La ciudad respira solemne, en ella titilan infinidad de lucecitas de plata. Las noches son frías y secas. Las olas se enfurecen, pero no alcanzan la ciudad. Tras el concierto, a Lydia Paut se le acerca una mujer gorda y le dice:

—Tú no eres Lydia Paut. Tú eres Antonia Host. Os conozco a las dos. Estudiamos juntas aquí, en esta ciudad, hace mucho.

Lydia Paut (Antonia Host) observa con ojos como platos a la mujer gorda.

—Eso es imposible —dice—. Yo a usted jamás la he visto.

Poco después transportan en helicóptero (y a la fuerza) a Antonia Host, aún convencida de que es Lydia Paut, a su antigua ciudad caduca. En la pista la espera el marido, una figura pública político-religiosa. La esperan también sus hijos, ya mayores de edad.

—¿Quiénes sois vosotros? —pregunta Antonia Host—. No os conozco.

Ingresan a Antonia Host en una clínica psiquiátrica donde le curan la amnesia y le extirpan la fuga.

—La devolveremos a la vida —dicen.

—¿A qué vida? —pregunta Lydia Paut, que a continuación se sume en el silencio.

BREVE BIOGRAFÍA DE ANTONIA HOST

Antonia Host se cría en una familia católica fanáticamente religiosa. Sus padres, celosos defensores en público de unas estrictas normas morales, en privado se acusan torrencial y tumultuosamente de infidelidades matrimoniales mutuas, llegando a gritar tanto y a emplear palabras tan terribles que le hacen dudar a Antonia de la legitimidad de su engendramiento. «De divorcio ni hablar», repiten los padres de Antonia Host ante las insinuaciones cada vez más frecuentes de amigos y familiares. «Sería algo sacrílego y blasfemo», dicen. Así se mantienen juntos «hasta que la muerte los separe», descargando en sus dos hijas su recíproca animadversión. Antonia vive recluida en un mundo de prohibiciones. Sin poder juntarse con nadie, sin salida. En su soledad, envuelta en vestidos plisados de tweed, abotonada hasta el cuello. Con el ropero lleno de cuellos y calzas de ganchillo, con el peso de las coletas color castaño oscuro sobre la espalda y pesadillas en la cabeza. Antonia tiene una hermana mayor, Magdalena, con la que juega a compartir secretos de los que en verdad carece. Y así vive. Pero cuando Antonia cumple los diecisiete años, Magdalena muere. Antonia no encuentra consuelo. Antonia se vuelve taciturna, más taciturna de lo que ya era. Antonia no escucha la música que antes amaba. Antonia ya no toca el piano, ya no practica. Al terminar el bachillerato, los padres de Antonia la mandan a un conservatorio, a una ciudad del sur de Europa. En esa ciudad del sur de Europa Antonia comparte piso con la estudiante Lydia Paut. Lydia Paut es una muchacha alegre y atractiva de pelo rojo natural. Lydia Paut es buena. A Lydia Paut le gusta Antonia Host. Gracias a ella, Antonia Host hace amigos y libera su mente. «Eres mi nueva hermana», le dice Antonia a su amiga Lydia.

Pero… en el quinto año de estudios, Lydia Paut se enamora de un joven dentista. Antonia Host sale con la pareja de enamorados a bailar y de excursión. Y, por supuesto, comienza a abrigar una oculta inclinación hacia el prometido de su «hermana». Algo que, considerando cómo se había criado, era un hecho inimaginable, un pecado imperdonable. Fustigada por los celos y por el amor no correspondido, Antonia Host retorna a la cárcel de su infancia. Lydia Paut abandona los estudios, se casa y se marcha con su marido a otro país, al otro lado del océano. Antonia Host, postrada y retraída, acaba graduándose, sin ningún entusiasmo, y se casa con un hombre que física y psíquicamente le causa indiferencia, pagando así su deseo incontrolable por el «fruto prohibido». La vida junto a un hombre de convicciones conservadoras, creyente fervoroso, contrario a la música divertida y al cine contemporáneo, contrario al aborto, contrario a las mujeres trabajadoras independientes, contrario a gais y lesbianas, contrario a ateos y agnósticos —no hablemos de comunistas—, contrario a la moda, contrario al pelo teñido y al maquillaje, contrario a los perfumes, contrario a las tabernas, al tabaco, al vino y al café, junto a un hombre fanáticamente entregado a una vida saludable que hace enfermar hasta a los más fuertes, esa vida se vuelve insoportable para Antonia Host. Los días de estudiante en la ciudad del sur de Europa se transforman en su imaginación en un cuento de hadas que, evidentemente por culpa suya, se le ha escurrido de las manos y se ha roto en mil pedazos que con masoquismo ella ha triturado hasta convertirlos en polvo. Para colmo de males, después de una larga enfermedad, fallece la hija más joven de Antonia Host, dotada para la música y su favorita. Esto acontece el 10 de mayo de 1992. Después del entierro, Antonia Host va al peluquero y le dice: «Hágame unas mechas rojas». Tres días más tarde, el 14 de mayo de 1992, Antonia Host coge un bolso rígido de viaje de insulso plástico marrón, se marcha de casa sin dar explicaciones y desaparece sin dejar rastro.

Fugas: amiguitas indestructibles de nuestras realidades. A veces al conjunto de fugas inocuas, de dóciles fuguitas que cuales perritos se nos ponen de puntillas y dan saltitos, le añadimos nuevas fugas inasibles con el sabor de los sueños. Quién sabe de qué depósitos desenterramos las fugas que creíamos muertas. Nuestras fugas son nuestra fe, nuestro sano juicio, nuestros dioses, la paz con la que decoramos nuestras vidas, que, al igual que cuando decoramos los árboles de Navidad, a veces nos da por exagerar. ¿Cómo podríamos vivir de otro modo? ¿Cómo? Debajo de ellas se está caliente; las fugas son el refugio de nuestros días. A su lado y en su compañía caminamos en tiempos de aflicciones banales. Cuando se cruza en nuestro camino la buena gente —les encanta cruzarse en nuestro camino para atraernos a sus vidas arrastrándonos fuera de las nuestras—, solemos decir: «está bien». Y esperamos que brote el germen de una nueva fuga que como el tono de una misteriosa melodía surja de nuestro aliento y crezca hasta convertirse en la sinfonía en la que nos zambullimos. Hay quien guiña el ojo, abraza su fuga y pone rumbo a lo desconocido. Hay quien frunce el ceño, se envaina la fuga en el pecho y sigue caminando como si nada hubiera ocurrido. Y hay quien le dice a la fuga ¡zape!, le vuelve la espalda y ahí se apaga. Esa gente apagada, sin fugas, anda siempre desnortada dondequiera que va. No son más que armaduras articuladas de escayola que deambulan envaradas por este planeta y que a veces se lamentan como espíritus cantando su eco, su vacío. Cuando llegan los diluvios, cuando las inundaciones estallan, se desvanecen, solo entonces, disolviéndose en la nada. Cuando vienen las sequías, revientan e irradian un sonido aterrador, amenazante. Y así continuamente, de vida en vida, cada día.

Esto, todo esto, es como un cuento de hadas.

También hay cuentos de hadas de pesadilla. Los cuentos de hadas están poblados por estas y por monstruos, por enanos y gigantes, en ellos acontecen crímenes grandes y pequeños, en ellos las muertes son dulces y amorosas, pero también cruentas y vengativas. En los cuentos de hadas, los muertos reviven, de una u otra forma, hasta que dejan de hacerlo, desaparecen y se pierden, pese a lo cual la historia continúa su curso. El relato se las compone perfectamente sin esos héroes esfumados (muertos y asesinados), porque precisamente así ha sido concebido, con giros espasmódicos aquí y allá. Esto, todo esto, las vidas que tenemos hoy, son como un cuento de hadas. Son un absurdo.

 

Son un trastorno, un estado similar al de la separación de dos amantes, una separación impuesta por las circunstancias en vez de por los deseos. Un estado de fatiga, un estado de estasis. Este inadoptable modo de vida no se adapta, sino que roza y chirría como el calzado socialista. Esta vida se retuerce y se disloca como una sombra.

Esto son manchas.

 

Todo se desmorona; el centro se doblega.

Turning and turning in the widening gyre

The falcon cannot hear the falconer;

Things fall apart; the centre cannot hold;

Mere anarchy is loosed upon the world,

The blood-dimmed tide is loosed, and

[everywhere

The ceremony of innocence is drowned;

The best lack all conviction, while the worst

Are full of passionate intensity.2

2En inglés en el original. «Girando sin cesar en la espira creciente / el halcón ha dejado de oír al halconero; / todo se desmorona; el centro se doblega; / arrecia sobre el mundo la anarquía,/ arrecia la marea rebosante de sangre, y en todas partes / la ceremonia de la inocencia es anegada; / los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores /están llenos de brío apasionado». Primera estrofa de las dos que componen el poema «La segunda venida» (The second coming), de W. B. Yeats, traducción de Jordi Doce.

Conocí a un hombre que coleccionaba ejemplares de El principito. No coleccionaba ningún otro libro, solo Principitos. Tenía El principito en cuarenta y siete idiomas, cada uno de un tamaño diferente, con ilustraciones en colores y en blanco y negro, El principito en tapa dura, El principito en tapa blanda y El principito mutilado, sin tapa, descabalado. Tal vez ahora tenga más de cuarenta y siete Principitos, lo desconozco; aquel hombre desapareció de mi vida hace tiempo y no sé cómo es que me he acordado de él ahora, durante esta huida forzada. Tal vez ya no esté vivo. Cuando me crucé con él era mayor y fumaba pipa en una gran mansión vacía en algún lugar de los Estados Unidos. La casa apenas tenía muebles (y los pocos que había eran de jardín, plegables, como si tuviera la intención de marcharse en cualquier momento, como si estuviera preparándose para salir, o para esperar) y el hombre se paseaba en soledad por sus aposentos. Tal vez estuviera esperando que algo (o alguien) volviera, pero hoy veo que tal cosa no tenía sentido. Y si hubiera muerto, ¿qué habrá sido de sus Principitos? En las horas de ociosidad tendría que investigar si sus Principitos se encuentran actualmente repartidos por el mundo o si por el contrario han acabado en un vertedero norteamericano reciclándose en nuevos cuentos.

Pessoa a menudo me ataca los nervios. Escarba como cuando un dentista penetra en el nervio desnudo con el torno giratorio. Así es. Hurga en sí mismo y a su alrededor. Enajenado, compasivo, autocompasivo, muy pocas veces enfadado, pero aun así…

¿Quién ha dicho eso, él o yo?

No sé si estos sentimientos son una locura lenta del desconsuelo, si son reminiscencias de cualquier otro mundo en que hubiésemos estado — reminiscencias cruzadas y mezcladas, absurdas en la figura que vemos pero no en el origen si lo supiésemos. No sé si han existido otros seres que fuimos, cuya mayor plenitud sentimos hoy, en la sombra de ellos que somos, de una manera incompleta— perdida la solidez y figurándonosla nosotros mal en las dos únicas dimensiones de la sombra que vivimos.3

«Fernando —le dijo a Pessoa su abuela Dionisia antes de morir en el manicomio—, Fernando, vas a parecerte a mí, porque la sangre es traidora. Me llevarás toda la vida contigo. La vida es una locura y de locura estarán llenos tus bolsillos hasta la muerte».

Una noche en el cráneo de Fernando hizo acto de presencia Alberto Caeiro, pálido, rubio y de ojos azules. «Yo soy tu padre y señor —dijo—. Moriré de tuberculosis en un pueblo de Ribatejo, abrazado a mi tía, gorda y grande». «Así es la vida —respondió Pessoa—, enigmática. En ella todo está oculto, incluyéndote a ti».

Cuando Alberto Caeiro murió, Pessoa no lloró, hizo el amor con Ophelia Queiroz, una pequeña secretaria de la empresa donde trabajaba. «Aquí tienes un poema», dijo Álvaro de Campos, un futurista y nihilista decadente con el que Pessoa recurrentemente bebía, sobre todo en un pequeño restaurante llamado Pessoa, donde Bernardo Soares anotaba en servilletas y billetes de autobús usados sus inquietudes. Oyendo los versos de Álvaro de Campos, Pessoa se conmovía mucho. «Tu poema es excelente —dijo—. Hay muchos muchachos que parecen chicas, que incluso llegan a utilizar crema antiarrugas en el contorno de los ojos. Son dulces y les gusta la ropa ajustada. Y las joyas. Voy a separarme de Ophelia». Un día Ophelia llegó al trabajo con un vestido verde de flores amarillas y un lazo amarillo en el pelo negro. «A menudo paso al lado del mismo mendigo —le dijo Pessoa a Ophelia—. Su hedor me persigue un buen rato. Con Dios, queridísima Ophelia. He escrito versos para toda la gente del mundo, pero solo mi lorita es capaz de recitarlos».

¿Cómo se las arreglan los sordos? ¿Con quién hablan, a quién oyen, donde están sus voces? ¿Es acaso posible que en las cabezas de los sordos se abra un agujero negro de silencio? De haber nacido sordo, Pessoa tal vez no se habría cuadriplicado, se habría quedado solo. Y mudo. Al volver del trabajo entrelazando las manos con las de la casta Ophelia, que tiembla envuelta en una chaqueta de invierno lila, observaría las cucarachas apareándose.

También Proust me pone de los nervios. Me limito a contemplar sus libros desde fuera; no existe la posibilidad de que los lea. Por eso no voy a citarlo.

3Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, trad. Ángel Crespo, Seix Barral, 1997.

Dicen que hay un japonés que cría gatitos-bonsáis (enanos). Los coloca en frascos, y por la abertura anal les introduce una sonda, con la que los alimenta, cuyo extremo libre pasa por el cuello de la botella. La alimentación no es natural. Se trata de un compuesto químico que nutre y esteriliza simultáneamente a los animales. Los gatitos adoptan con el paso del tiempo la forma del recipiente. En su interior no pueden moverse, desplazarse ni limpiarse. Además, el recipiente suele tener forma cúbica, de modo que llega el día en que los gatos adquieren a su vez forma de cubo.

Podrían meter a gente en recipientes. Esa gente también se volvería pequeña, se convertiría en hombrecillos, enanos cuyos ojos desorbitados mirarían a través del cristal, limitados únicamente a mover la boca. Esos homúnculos y muliérculas, esos seres monstruosos podrían poblar estantes a modo de gentecilla decorativa. Las estanterías estarían repletas de montones de criaturas humanoides en miniatura que respiran —que acezan, más bien—, de modo que los frascos estarían empañados. Reinaría el silencio. Un silencio vivo, rítmico y ondeante, gentil. Un silencio humano.

En un manicomio del sur, aunque pudiera ser también del norte, los internos se cosieron la boca con hilo de sutura, de seda. El hilo de sutura es un hilo fuerte. Cuando procedían al cosido de la boca, los internos daban unos (anchos) puntos oblicuos, y con tres o cuatro puntos les bastaba. Fue una rebelión (muda) de los pacientes contra un personal que ni siquiera les dirigía la palabra. En el psiquiátrico se hizo entonces un silencio aún mayor, una mudez insondable que hoy emana como un humo, como un vapor, de los techos y muros del edificio en ruinas en mitad de la nada y que se eleva en nubes hacia el cielo. En las noches oscuras (moonless nights) ese mismo silencio, ese malévolo mutismo, supuestamente loco, retorna como una brisa; cae como una lluvia mullida sobre las ventanas empañadas de nuestro asilo perdido y, con tal de sobrevivir, pues ese es su único aire, los pacientes llenan sus pulmones ya maleados y vencidos con esa infecta aunque inodora brisa, esa tela de araña invisible de silencio. El paisaje en torno al manicomio está precintado, petrificado, como un dibujo inmóvil. Yace bajo un magma de silencio tejido por pasos inaudibles que crujen blandamente, pasos que desbordan el psiquiátrico, en el que todas las zapatillas son de felpa.

Ese paisaje o escenario o manicomio de nuestra época ha plantado sus restos por todas partes, allende el mar incluido. Como hallazgos arqueológicos, como fósiles de nuestra historia emergen, de una forma u otra, provocando un estremecimiento que incita a la náusea.

Estos recipientes de vidrio, sin ir más lejos.

Recipientes en los que no son alojados los seres humanoides previamente imaginados, aunque plenamente existentes, conformados en el silencio de la fantasía literaria, gente que durante siglos ha generado un ruido siniestro; recipientes donde justamente deberían haberse puesto, conservado y encerrado herméticamente los ejemplares degenerados del género humano desde hace tiempo para su castigo; recipientes de un manicomio de verdad, antaño denominado Am Steinhof y, más tarde, por mor del sosiego espiritual y del olvido inducido, rebautizado Otto Wagner Spital; recipientes que aguardan en los estantes más de medio siglo en la atmósfera viciada de un sótano de Europa, en la oscuridad de una cripta de Viena; recipientes en los que flotan cerebros de niños, no se sabe exactamente cuántos, cuántos cerebros infantiles: unos dicen que en torno a 500, otros que unos 600 y otros que alrededor de 770 cerebros

otros, queriendo ser precisos, sostienen la existencia de 772 o 789 cerebros infantiles (poca cosa al cabo, una escueta diferencia de 17 masas cerebrales)

de niños de entre 6 meses y 14 años, con presuntas malformaciones o trastornos cerebrales, muchos de ellos anónimos, cuyos cerebros, tras ser sometidos a la eutanasia, les fueron extirpados de las exiguas carcasas craneales a estos menudos pacientes del hospital infantil de Spiegelgrund en connivencia con la clínica psiquiátrica Am Steinhof, hoy día conocida como Otto Wagner Spital; todo ello con el fin de mejorar la raza humana, de mejorar la mente humana, la mente insana. Meticulosamente colocados, marcados con etiquetas adhesivas como frascos de confitura en la alacena de una diligente ama de casa, esos cerebros del pasado tan conservados como muertos llaman, tratan de establecer contacto con los nuestros de hoy.

Me llamo Johann. Nací en Viena en 1931. Soy pintor —de brocha gorda—, tengo familia, hijos mayores y sanos. Tengo sobrinos. Tengo pesadillas. Pasé tres años en Spiegelgrund como paciente del doctor Heinrich Gross. Entonces tenía diez años. Antes del juicio nos llevaron al sótano del hospital. Los frascos de vidrio estaban herméticamente cerrados y cubiertos con una gruesa capa de polvo. Dicen que los cerebros se mantienen conservados. Flotan en formol, según afirman. El formol tiene un olor reconocible. No creo que los cerebros se conserven. El Dr. Gross y los miembros de su equipo perforaron y hurgaron en esos cerebros, pero aun cuando se hubieran mantenido bien conservados, ¿qué podría hacerse hoy con ellos, qué? No dejan de ser cerebros muertos, sin pulso, descoloridos. Son blandos fósiles cerebrales, cerebros momificados, carcomidos por dentro, tal vez incluso vacíos.

Cada vez que Gross entraba en la habitación del hospital, éramos incapaces de respirar, un viento helado nos cortaba el aliento.

El doctor Heinrich Gross, antiguo jefe de la sección infantil del hospital Steinhof y nazi recalcitrante, tiene hoy ochenta y siete años. Está sentado en el banquillo de los acusados y observa extrañado al pintor Johann. Sonríe. Se apoya en un bastón con el mango plateado. Es un bastón caro. Su traje es demasiado ancho. «Soy psiquiatra —dice el doctor Gross—, y sé cuándo alguien está confabulando. Este hombre tiene una fantasía desbocada y se imagina personas y acontecimientos. Debería medicarse».

En las noches de invierno nos dejaban medio desnudos en los balcones. Íbamos muriendo poco a poco. Yo no morí. Nos ponían inyecciones y sedantes, y primero temblábamos en esos balcones, para después quedarnos dormidos y finalmente acabar cogiendo una neumonía.

Gross no recuerda nada de su pasado. El juicio se interrumpe porque el doctor Heinrich Gross no conserva ningún recuerdo, de nadie, ni suyo ni de sus pacientes, ni tampoco histórico. Subsiste a duras penas en una falsa fuga, en una fuga de fingimiento o de demencia, no se sabe y nunca se sabrá. Sin recuerdos no se puede evocar el pasado. Existen pruebas, las pequeñas memorias que albergan las calaveras de aquellos que ya no existen. Esas evidencias embalsamadas llevan flotando sesenta años en formol. El perito psiquiátrico judicial declara senil al que fuera psiquiatra de las SS, Heinrich Gross, y, entre 1950 y 1998, reputado y bien pagado colega suyo, además de activo neurólogo pediátrico con decenas de trabajos científicos sobre las deformaciones cerebrales, motivos por los que el juez Karlheinz Seewald lo exime de culpabilidad. El doctor Heinrich Gross fallecerá de muerte natural como hombre inocente y libre.

Yo soy Waltraud Haupl. Tengo la cartilla de mi hermana Annemarie de 1943. Annemarie fue internada en Spiegelgrund por alteraciones óseas propias del raquitismo. El Dr. Gross la incluyó en su programa de eutanasia de niños con discapacidad mental. En la cartilla se alude a un régimen terapéutico de inanición a base de café con leche y un pedazo de pan una vez al día. Mi hermana murió a los cuatro años. Pesaba nueve kilos. Aún no he recibido su cerebro. Quisiera que me lo dieran. Quisiera enterrar ese cerebro.

El hospital Am Steinhof (Otto Wagner Spital) está situado en un bellísimo parque con pabellones de estilo Jugendstil. En él trabajó e investigó hasta 1945 la crema de la medicina austriaca y alemana. Construido en 1907, durante mucho tiempo fue considerado el mayor y más moderno centro hospitalario de Europa. Treinta años después, en 1940, se convertía en uno de los cuarenta centros de ejecución del programa nazi Aktion T4, concebido para el sacrificio de pacientes con discapacidad física y mental de todas las edades, hipócritamente denominado programa de eutanasia. El programa Aktion T4, llamado así por la dirección berlinesa Tiergartenstrasse 4 donde se ubicaba la soberbia mansión que albergaba el Estado Mayor del Führer. Allí, el equipo de monstruosos tarados mentales entonces en el Gobierno trama un plan de erradicación del gen patológico humano, una profilaxis higiénica de la raza humana, la purga de aquellos no aptos. En honor a la verdad, hay que decir que las teorías eugenésicas, las ideas a favor de la esterilización y la eutanasia de las personas con deficiencias aparecieron por primera vez en los Estados Unidos y en la Suecia de los años veinte del siglo pasado. Los nazis solo las retomaron y las llevaron a efecto.

Soy la madre de Friedl. Vivíamos en un pueblo a unos cien kilómetros de Viena. Las tropas rusas ya se encontraban en Austria. Caía una lluvia terrible en los estertores del mes de abril de 1945, una lluvia que se prolongaba varios días. Tenía muchas ganas de ver a Friedl. Llevaba dos semanas internado en Spiegelgrund. Allí me habían dicho que volviera a las tres semanas, que Friedl tenía una neumonía. No quise esperar tres semanas y me presenté allí dos semanas después, el 20 de abril. Celebraban el cumpleaños de Hitler. En el departamento me dijeron que volviera al día siguiente. La lluvia me caló hasta los huesos. Los pies se me empaparon. El pelo también. El viento soplaba. Había olvidado los guantes. Se me partió el paraguas. Era un paraguas azul con lunares amarillos. Llevaba unas medias marrones. «Quiero ver a Friedl», dije. «Si quiere ver a Friedl, búsquelo usted misma», me respondió la enfermera. No era una enfermera desagradable; en la comisura izquierda de los labios se le había pegado una miga de pastel, de chocolate además. Encontré a Friedl. Yacía en una cama con rejas. Las rejas estaban desgastadas. Todas las camas de la unidad tenían rejas. En todas las camas había niños postrados en jaulas diminutas, inmóviles. No lloraban, dormitaban. Tenían los ojos medio abiertos, les pesaban los párpados. Metí las manos a través de los barrotes, le acaricié la cara a Friedl; tenía la tez fría. «Aquí está mamá», le dije. Friedl no me reconoció. No hizo movimiento ni gesto alguno. Me fui a casa y volví a los tres días. La lluvia seguía cayendo. «He venido a por mi hijo —le dije al médico—, me lo llevo a casa». Spiegelgrund era el mejor hospital de Austria. Nadie inteligente habría sospechado de Spiegelgrund . «Su hijo ya no está —me dijeron—, ha sufrido una parada cardíaca». La enfermera miró la cartilla. «Sí, Friedl ha muerto. Murió ayer a las catorce horas y veintinueve minutos», declaró la enfermera. No era aquella de la miga de chocolate en la comisura de los labios. Era la estricta enfermera principal. Solicité algún papel, algún diagnóstico, algún informe sobre la muerte de mi hijo. No me dieron nada. «Estamos saturados de trabajo», me dijeron. Entonces dije: «Dadme su cuerpo, quiero su cuerpo, es lo que quiero». La rigurosa jefa de enfermería dijo: «Está enterrado en el cementerio del hospital, póngase de acuerdo con los enterradores». En el cementerio vi muchos féretros abiertos. Todos estaban enlodados, chorreando por la lluvia, llenos de agua. Llegó un camión cargado con sacos de papel. La lluvia había empapado el papel, los sacos se desintegraron y de ellos empezaron a desprenderse diminutos miembros: manitas y piernecitas desnudas de niños. Han pasado cincuenta y cinco años. He conseguido la cartilla de mi hijo. Me han llevado al sótano de Spiegelgrund. Hoy ese hospital lleva el nombre de Otto Wagner. Otto Wagner era arquitecto, me dijeron. Jamás fue un nazi; por eso le pusieron su nombre al hospital. Me condujeron al sótano. Allí encontré el cerebro de mi hijo. En un frasco de vidrio. «Llévese a Friedl», me dijeron. «Ya lo puede enterrar».

La finalización de la Segunda Guerra Mundial no supuso el punto final del asesinato de niños minusválidos. La última víctima de los descerebrados doctores - experimentadores fue el niño de cuatro años Richard Jenne, inmolado en el área infantil del hospital Kaufbeuren-Irsee de Baviera tres semanas después de la rendición incondicional de Alemania.

Con la generosa colaboración de científicos, estudiantes, personal médico y mandos nazis, entre 1934 y 1945 médicos alemanes y austriacos esterilizaron a la fuerza a 375 000 mujeres y hombres a los que habían diagnosticado presuntas deformidades psicofísicas hereditarias. Murieron asesinados más de 5 000 niños y 80 000 enfermos psiquiátricos adultos. En su mayoría esos médicos no fueron llevados a juicio, y permanecieron en la dirección de hospitales y áreas hospitalarias, publicando sus hallazgos científicos, siendo galardonados por los servicios prestados y muriendo como ciudadanos ejemplares. En la gloria del olvido más absoluto.

Se llamaba Živka, no sé si sigue viva. No se cansaba de repetir: «llamadme Žile, llamadme Žile»; y la llamamos Žile. La curó mi madre, quien decía que no había que curarlos. Los pacientes de mi madre venían de visita, y en vacaciones a almorzar, a veces varios a la vez. Algunos ni siquiera venían. Los había que eran callados, realmente callados. A mi madre le gustaban sus pacientes.

Žile se cortaba el pelo con las tijeras para la manicura. Le apasionaba mostrar su ropa interior: «Mira lo blanca que está —decía—; yo soy una mujer limpia». Žile era rechoncha, pero de carnes prietas; hablaba mucho y rápido, y olía a crema de bebé y a aceite de nuez. Solía llevar flores a la tumba de mi madre. Hoy desconozco cuál será la situación: todo está lejos, hasta la tumba de mi madre. Si Žile ha muerto, probablemente solo le lleve flores Elsa, vieja e inmortal como es. Žile encendía los cirios amarillos, que enseguida se apagaban porque en la tumba de mi madre no dejaba de correr el relente por culpa de aquel pino. El pino lo replantamos después del Año Nuevo al lado del sepulcro de mi madre, justo hace ahora treinta años. El pino era entonces pequeño, ahora es alto. Me extraña cómo ha podido desarrollar semejante ramaje; en los cementerios suele haber una tendencia a la falta de espacio, motivada por una superpoblación desmedida. El pino agita sus ramas como diciendo «venid», cuando posiblemente lo que quiera decir es «¡largaos!»; el aire lo mece y difunde su aroma mediterráneo. Es extraño. La tumba de mi madre es una tumba continental en la que yacen un pintor —de pincel fino—, también mediterráneo, y su esposa Marija, en lustrosos y oscurecidos ataúdes. Sus restos, alojados en su interior hace mucho tiempo, se han degradado y ya no son más que huesos quebradizos y polvo grisáceo, privados del más leve indicio de forma humana. Estos son solo hechos desarticulados, descontextualizados de las pasadas vidas humanas yacentes en aquel cementerio, vidas confeccionadas a medida como un poema, saladas y soleadas. El pequeño pino trasplantado de Año Nuevo, adquirido en una maceta de barro en una enorme plaza de abastos en Belgrado, ha sido igualmente transterrado (desenterrado y vuelto a enterrar) en un lugar donde no le corresponde. De manera que ahora estoy cerca del mar, mi madre no está, y aquí junto al mar no tengo ninguna tumba importante, ninguna tumba que visitar.

En las tardes de buen tiempo la población viva visita a los muertos y descifra los propios nombres en sus losas de piedra: a semejanza de la ciudad de los vivos, esta transmite una historia de esfuerzo, cóleras, ilusiones, sentimientos; solo que aquí todo se ha vuelto necesario, ajeno al azar, encasillado, en orden. Y para sentirse segura la Laudomia viva necesita buscar en la Laudomia de los muertos la explicación de sí misma, aun a riesgo de encontrar allí algo más o algo menos: explicaciones para más de una Laudomia, para ciudades diferentes que podían ser y no han sido, o razones parciales, contradictorias, engañosas.4

Žile llevaba combinaciones de nailon con bordes de encaje color pajizo también de nailon, que con el tiempo amarilleaba. A Žile le encantaba todo lo que fuera de nailon o plástico; estos materiales venían a ser para ella mágicos descubrimientos cósmicos. Recipientes de plástico de diversas formas y tamaños, de colores vivos, y el dilema de cuál elegir —¿cuál?—, cuando si pudiera se quedaría con todos: se lavan fácilmente y su ligereza resulta agradable. La ropa de nailon es revoltosa: cabe en la palma de la mano, y cuando esta se abre aquella se extiende sin arrugas. «Oh, me gustaría ser una mujer así, de plástico y nailon, despampanante», decía Žile.

Žile me regaló un mantel de hule, color burdeos, con diseños de cachemira que desaparecen sistemáticamente, perdiendo los contornos y desembocando en la monocromía. Le encantaba traer pequeños obsequios, un par de naranjas por ejemplo, lo cual me recordaba a los años cincuenta, a la pobreza alegre, entretejida con grávidas improvisaciones. Ese mantel de hule burdeos sobrevive indesgarrable en la mesa de mi cocina, aquí lejos, como relicto bizarro de una vida anterior de la que ya no queda prácticamente nada; ese hule es un desecho que no necesito, de modo que no sé por qué escribo sobre él. Aquello por lo que ahora sollozo se ha esfumado; cómo y cuándo es difícil de decir.

Algo más sobre Živka, a la que llamábamos Žile, y que en esta historia no es en absoluto relevante, del mismo modo que la propia historia es en sí irrelevante, por su condición de tangencial, limitada, y hasta podría decirse que llena de orificios. Por lo demás, las vidas están hechas de eso, de irrelevancia, igual que las redes de pesca. Esto que está hoy aquí se encuentra saturado de ilusiones, de cuadrados vacíos que se perciben como cubos, sin serlo, pues están hechos de aire. Esas débiles ventanas perforadas por las que, en un juego, introducimos los dedos atravesando lo invisible, tal vez sean fantasías oníricas, viejas ensoñaciones vívidas dotadas de aliento, inaprensibles sueños truncados, pues mientras hurgamos por ellas nada duele: solo la red se convulsiona y el ojo observa. Con cada contacto, deliberado o no, esa red de nuestros días se comba, se desliza, se desplaza, deambula por la palma de la mano sin ritmo, sin compás, irrefrenable, como la gigantesca faz perpleja de un cabezudo. Que esa red de nuestras vidas no se desintegre debemos agradecérselo a los cientos, miles de diminutos nudos apretados que la mantienen unida. De este modo, se convierte en una falsa capa mágica, a veces visible y a veces invisible, con la que tapamos y calentamos nuestra realidad. Al darle la vuelta hacia arriba, la capa se convierte en un cesto en el que guardamos el tiempo, ordenadamente, como la colada recién hecha.

El cestillo más pequeño del mundo tiene un tamaño de 7 mm. Existen museos de cestos y museos de miniaturas, de grandes dimensiones, pues, en general y de manera totalmente absurda, los museos son construcciones aparatosas, no se sabe muy bien por qué.

Así pues, Žile se ha deslizado en esta historia desde algún meandro oculto, poniendo rumbo y llegando a su destino pese a que en veinte años no se me hubiera aparecido ni en sueños, menos aún despierta. Živka, llamada Žile, que trataba a mi madre de «enfermera doctora», es un pequeño episodio, un puntito en mi flujo sanguíneo, en mi flujo de consciencia; junto a la delayed action y a una multitud de nudos invisibles, Žile está fermentando en estos momentos, avanzando en la metástasis, al igual que la reacción retardada de una inyección de árido silencio (de una institución mental).

Žile estaba enferma de tricotilomanía. Esto ocurre cuando alguien se arranca de forma obsesivo-compulsiva el pelo: en la cabeza, quedando islas blancas de calvicie; el vello de las piernas, con pinzas o con los dedos, indefinidamente; las cejas; el