Biografía de Jesús - Gianfranco Ravasi - E-Book

Biografía de Jesús E-Book

Gianfranco Ravasi

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Beschreibung

Para componer una Biografía de Jesús que responda a la pregunta «y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», es necesario acudir a fuentes que demuestran un delicado equilibrio entre la fe y la historia. Esta peculiaridad impide un relato exclusiva y rigurosamente histórico. Sin embargo, y pese a la dificultad de separar la fe del dato histórico, el cardenal Ravasi ha logrado en esta obra aproximarse a su figura desde diferentes ángulos. Tras describir las coordenadas históricas, culturales y geográficas en las que nacen los evangelios y recorrer brevemente los capítulos que los componen, traza el perfil de Jesucristo siguiendo algunos rasgos fundamentales: sus orígenes, las palabras y gestos de su vida pública, el acto supremo de su muerte y su resurrección, para la que, junto con alguna pista histórica, es fundamental el componente de la fe pascual. Por último, añade la visión de los evangelios apócrifos, que dejaron una profunda huella sobre todo en la representación artística de Jesucristo. Así, esta Biografía de Jesús es una obra para creyentes y no creyentes, para aquellos que se sienten interpelados por la identidad de Jesús de Nazaret.

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© SAN PABLO 2023 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Raffaello Cortina Editore, Milán 2021

Título original: Biografia di Gesù. Secondo i Vangeli

Traducido por Juan Antonio Carrera Páramo, SSP

Distribución: SAN PABLO. División Comercial

Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-285-6719-0

Depósito legal: M. 2.332-2023

Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid)

Printed in Spain. Impreso en España

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

ÍNDICE

Abreviaturas de los libros bíblicos

Introducción

En el origen de los evangelios

Corinto, Pascua del año 57 d.C.

Buscando pruebas imperiales

Buscando pruebas judías

El Jesús histórico y el Cristo de la fe

Los criterios de historicidad

Las raíces judías de Jesús

En la fuente de los orígenes cristianos

Hasta el delta final de la fe cristiana

Un género literario inédito, el «evangelio»

Bibliografía

Marcos, el primer evangelista

Un lluvioso marzo de 1928 en Perú

En el umbral del evangelio de Marcos

El león de san Marcos

¿Un evangelio desordenado?

Un lenguaje pobre pero vibrante

Un extraño «secreto»

La primera parte del evangelio

La partitura textual de Marcos

El primer camino narrativo

«Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

La segunda parte del evangelio

Tras las huellas de Jesús

No es el final, sino el fin del mundo y de la historia

En la colina de las ejecuciones, el Gólgota

Bibliografía

Mateo, el evangelio más popular

En el umbral del evangelio de Mateo

Mateo Leví, ¿escriba o recaudador de impuestos?

¿Para quién escribe Mateo?

El retrato de Cristo, de la Iglesia y de los fieles

El primer gran discurso de Jesús

La partitura textual del evangelio

El evangelio de un niño

La carta magna del cristianismo

Los grandes temas del «sermón de la montaña»

Los discursos de la misión y las parábolas

«Os envío como ovejas entre lobos»

Un sembrador y un campo de malas hierbas

Un discurso sobre la Iglesia

La piedra y las llaves del Reino

«No siete, sino setenta veces siete»

El discurso sobre el fin último de la historia

Velando en la noche de la espera

El grandioso fresco del juicio final

Pasión, muerte y gloria

El gobernador Poncio Pilato y su mujer

Las últimas palabras del Resucitado

Bibliografía

Lucas, el evangelista más refinado

En el umbral del evangelio de Lucas

Médico y evangelista

Un evangelio fruto de «investigarlo todo diligentemente»

La partitura textual del evangelio

De Nazaret a Jerusalén

Un discurso en la sinagoga de Nazaret

La larga marcha de Jesús

La pasión de Cristo según Lucas

«Quédate con nosotros, porque atardece»

Índice de los principales temas del evangelio de Lucas

Bibliografía

Juan, el último evangelio

Un pequeño fragmento de papiro

La compleja formación del evangelio: la primera etapa

La segunda etapa de la formación del evangelio

La tercera etapa: el evangelio

El primer movimiento del relato evangélico

La partitura textual del evangelio

Un rabino, una hereje, un funcionario

El pan, la luz, el agua

El grandioso «signo» de la tumba de Lázaro

El segundo movimiento del relato evangélico

«Era de noche»

El huerto de olivos cerca del torrente Cedrón

La sorprendente confusión de María de Magdala

Una segunda edición del evangelio de Juan

El glorioso retrato del Cristo joánico

Bibliografía

La infancia de Jesús

El anuncio del ángel

¿Anunciación a María o a José?

El censo del gobernador Quirino

La anunciación a los pastores

La anunciación-epifanía estelar de los Magos

Los cantos del alba mesiánica

Bibliografía

Sus palabras

Un orador fascinante

«Les habló muchas cosas en parábolas»

Una dramática historia familiar

Un episodio de crónicas negras

Las palabras fuertes de Jesús

Jesús y la política

La oración de Jesús

El «Padre-abbá» del evangelista Lucas

El «Padrenuestro» del evangelista Mateo

«¿No nos dejes caer en la tentación?»

Desde lo alto del cielo hasta el fondo de la tierra

Bibliografía

Sus manos

Llagas, órganos paralizados, cuerpos deshechos o inertes

¿El Hamlet de Shakespeare sin el príncipe?

La historicidad de los milagros de Jesús: tres premisas

El criterio de la «discontinuidad» en la verificación histórica de los milagros

El criterio de la «continuidad» en la verificación histórica de los milagros

El diablo en la sinagoga

El loco endemoniado de Gerasa

El epiléptico al pie del Tabor

Satanás, la antropología, la teología

Bibliografía

El juicio y la condena

Entre los olivos de Getsemaní

La asamblea judicial ante el Sanedrín

La asamblea judicial ante el gobernador romano

La figura del gobernador Pilato en la tradición cristiana

Jesús torturado y vilipendiado

Hacia el Gólgota

La muerte de Cristo

Bibliografía

La resurrección

La Pascua de Cristo entre la historia y la fe

Dos lenguajes: resurrección y exaltación

Las «apariciones de reconocimiento»

Las «apariciones de misión»

Bibliografía

Los evangelios apócrifos

Un imponente horizonte literario y religioso

Judas y Pilato

Pilato convertido

Cristo resucitado se encuentra con su madre

El Evangelio de Tomás

Bibliografía

Πνεῦμα κυρίου ἐπ’ ἐμέ,

οὗ εἵνεκεν ἔχρισέν με,

εὐαγγελίσασθαι πτωχοῖς ἀπέσταλκέν με,

κηρύξαι αἰχμαλώτοις ἄφεσιν

καὶ τυφλοῖς ἀνάβλεψιν,

ἀποστεῖλαι τεθραυσμένους ἐν ἀφέσει,

κηρύξαι ἐνιαυτὸν κυρίου δεκτόν.

Spiritus Domini super me;

propter quod unxit me,

evangelizare pauperibus misit me,

sanare contritos corde,

praedicare captivis remissionem,

et caecis visum,

dimittere confractos in remissionem,

praedicare annum Domini acceptum

et diem retributionis.

El Espíritu del Señor está sobre mí,

porque él me ha ungido.

Me ha enviado a evangelizar a los pobres,

a proclamar a los cautivos la libertad,

y a los ciegos, la vista;

a poner en libertad a los oprimidos;

a proclamar el año de gracia del Señor.

Lucas 4,18-19 (cf Isaías 61,1-2).

Abreviaturas de los libros bíblicos

Abd           Abdías
Ag             Ageo
Am            Amós
Ap             Apocalipsis
Bar            Baruc
Cant          Cantar de los Cantares
Col            Carta a los Colosenses
1 2 Cor      Cartas a los Corintios
1 2 Crón    Crónicas
Dan           Daniel
Dt              Deuteronomio
Ecl             Eclesiastés
Eclo           Eclesiástico
Ef              Carta a los Efesios
Esd            Esdras
Est             Ester
Éx              Éxodo
Ez              Ezequiel
Flm            Carta a Filemón
Flp             Carta a los Filipenses
Gál            Carta a los Gálatas
Gén           Génesis
Hab           Habacuc
Hch           Hechos de los Apóstoles
Heb           Carta a los Hebreos
Is               Isaías
Job            Job
Jds            Carta de Judas
Jdt             Judit
Jer             Jeremías
Jl               Joel
Jn              Juan
1 2 3 Jn     Cartas de Juan
Jon            Jonás
Jos            Josué
Jue            Jueces
Lam           Lamentaciones
Lc              Lucas
Lev            Levítico
1 2 Mac     Macabeos
Mal            Malaquías
Mc             Marcos
Miq            Miqueas
Mt              Mateo
Nah           Nahún
Neh           Nehemías
Núm          Números
Os             Oseas
1 2 Pe       Cartas de Pedro
Prov          Proverbios
1 2 Re       Libros de los Reyes
Rom          Carta a los Romanos
Rut            Rut
Sab           Sabiduría
Sal            Salmos
1 2 Sam    Libros de Samuel
Sant          Santiago
Sof            Sofonías
1 2 Tes      Cartas a los Tesalonicenses
1 2 Tim      Cartas a Timoteo
Tit              Carta a Tito
Tob            Tobías
Zac            Zacarías

Introducción

El filósofo vienés Ludwig Wittgenstein escribió en su Diario: «El cristianismo no es una doctrina ni una teoría de lo que ha sido y será en el alma humana, sino la descripción de un hecho real en la vida del hombre». En esos mismos años, en un horizonte cultural diferente, un escritor francés, François Mauriac, Nobel de Literatura en 1952, en sus Nuevas memorias interiores (1965) afirmaba al mismo tiempo que «el cristianismo no es una filosofía ni un sistema o ritual; es una historia». Estas declaraciones uniformes apuntan a ese núcleo del cristianismo que es la afirmación que aparece en el evangelio de Juan: «El Lógos/Verbo/Palabra se hizo carne» (1,14), es decir: lo divino se hace historia, lo eterno se entrelaza con el tiempo, el infinito se comprime en el espacio. Esto es lo que la teología cristiana ha definido con el término «encarnación».

No obstante, establecido este principio, si se afronta la tarea de describir y analizar ese hecho engendrador, hemos de observar que la documentación de la que disponemos revela una cualidad particular. Esta información está constituida esencialmente por los cuatro evangelios, pero estos no pertenecen, estrictamente hablando, al género historiográfico, dado que combinan datos/hechos/acontecimientos y la interpretación teológica de los mismos. Lo cierto es que, en sus páginas, la historia y la fe están inextricablemente entrelazadas. Desde esta perspectiva no es posible componer una biografía de Cristo en un sentido exclusiva y rigurosamente histórico.

Por eso, uno de los antiguos maestros de la exégesis católica, el dominico Marie-Joseph Lagrange (1855-1938), escribió en El evangelio de Jesucristo: «He renunciado a proponer al público una vida de Jesús en el sentido común de la expresión para dejar hablar más a los evangelios, por sí mismos insuficientes como documentos históricos, para hacer una historia de Jesucristo [...] Los evangelios son la única vida de Jesucristo que se puede escribir, siempre que seamos capaces de comprenderlos bien». Este es también el objetivo que nos planteamos con nuestra Biografía de Jesús según los evangelios.

Por su género literario específico, no son libros de historia, sino libros que se interesan por la historia de Jesús, leyendo sus palabras y los hechos ligados a su persona histórica a través del filtro interpretativo de la tradición de la fe. En la práctica, el perfil que resulta de un análisis cuidadoso de estos textos reúne muchos elementos del Jesús histórico entretejidos en las páginas evangélicas, pero la figura en su plenitud final es la de Jesucristo, donde está también insertada la presencia del Cristo Hijo de Dios. A la luz de esto comprendemos que sean muy escasas las «Vidas de Jesucristo» en sentido estrictamente historiográfico elaboradas por los exegetas (una excepción, de gran éxito en el pasado, pero ahora olvidada, es la que escribió el biblista Giuseppe Ricciotti en 1941).

Asimismo, las numerosas biografías de Jesús aparecidas a lo largo de los siglos llevan siempre una impronta que hace que esos retratos estén condicionados por interpretaciones, a menudo libres, empezando por la primera de todas, la del cartujo Ludolfo de Sajonia, que en 1474 publicó en Estrasburgo La Vida de Cristo, que fue reeditada 88 veces. Más libre aún fue la genealogía posterior de cientos de obras similares, algunas de ellas devocionales y otras críticas. También el joven Hegel en 1795 escribió una Vida de Jesús (que no fue publicada hasta 1907). Un éxito deslumbrante (con doce ediciones en 1863, el año de su publicación) tuvo la Vida de Jesús del entonces famoso erudito francés Ernest Renan, una curiosa mezcla de racionalismo y misticismo, de filología y poesía. En Italia, años después, fue la grandilocuente Historia de Cristo (1921), de Giovanni Papini, la que despertó interés y clamor, en parte porque supuso el punto de inflexión de la conversión del autor, que, a pesar de todo, estaba convencido de que «el odio, a veces, no es más que amor imperfecto», y la ofensa más grave hecha a Jesús de Nazaret no es la ofensa sino el olvido y la negligencia.

Posteriormente, llegando ya a nuestra época, y siempre a modo ilustrativo, pensemos en la Vida de Jesús que el citado Mauriac entregó a imprenta en 1936 y que fue traducida y reeditada muchas veces (la última, en italiano, en 20151), una obra muy emblemática en el tema del que trata y en su interpretación de esta frase: «No es un sentimiento, una pasión, sino una persona, alguien. ¿Un hombre? Exacto, un hombre, Dios. Él, que está aquí». Un planteamiento similar, marcado por una fe pura que observa los datos históricos, es el del texto del escritor Luigi Santucci en 1969, dedicado a una lacerante pregunta en el evangelio de Juan (6,67) que Jesús dirige a sus discípulos: «¿También vosotros queréis marcharos?». En las antípodas está el desconcertante y desmitificador El evangelio según Jesucristo (1991), del escritor portugués José Saramago, Nobel de Literatura en 1998.

Detengámonos aquí y definamos, pues, nuestra «biografía» de Jesús, que se realiza caminando, en un delicado equilibrio, en la cima que separa fe e historia. Después de un marco preliminar para identificar las coordenadas histórico-culturales y geopolíticas dentro de las cuales florece la tétrada de los evangelios, se inicia el recorrido de sus páginas, que –repetimos– no pretenden reconstruir académicamente un personaje y su historia, sino que desean recomponer retratos desde diferentes ángulos. Este es el núcleo de nuestra investigación, realizada con las herramientas exegéticas histórico-críticas y teológicas y de la que, en cierto sentido, se exprime el jugo. Por esta razón, es esencial que el lector mantenga siempre a su lado el texto de los cuatro evangelios, en el original griego, si ha realizado estudios clásicos, o, en su defecto, en una traducción italiana, a partir de la versión oficial de la Conferencia Episcopal Italiana2.

Tras recorrer brevemente los 89 capítulos en que ahora está dividida la tetralogía evangélica, tratamos de elaborar el perfil resultante de Jesucristo, siguiendo algunos rasgos fundamentales. En primer lugar hacemos hincapié en sus orígenes, ligados a coordenadas temporales y topográficas de contornos fluidos y que figuran en los «evangelios de la infancia» presentes en Mateo y Lucas, textos de características bastante peculiares que abren bien el portal a la breve pero intensa vida pública de este niño que creció en la marginalidad del pueblo de Nazaret. Hay dos rasgos fundamentales: por un lado, sus palabras, que normalmente se agrupan en discursos y en parábolas; por otro lado, sus manos, que realizan gestos sorprendentes, definidos como «milagros». Finalmente, entra en escena el acto supremo, el de su muerte por ejecución capital avalada por el poder romano, tras un doble juicio ante el Sanedrín judío y el gobernador imperial Poncio Pilato.

Pero es precisamente cuando cae el telón de su vida terrena cuando comienza un aspecto diferente de su vida respecto a la que llevó en los lugares de Galilea y Judea y que está dirigido a los testigos de su tiempo. Un elemento diferenciador inédito, definido como «resurrección» pero también como «glorificación-exaltación», genera una nueva presencia. Para trazarla es necesario y esencial otro cauce descriptivo, conectado a alguna pista histórica, pero encomendado sustancialmente a un conocimiento trascendente: es la llamada «fe pascual».

Al comienzo del itinerario que proponemos, hemos introducido un marco externo; al final, haremos un fresco o, si se quiere, un lienzo pictórico muy colorido que sirva de culminación libre y creativa a la biografía histórico-teológica de los evangelistas canónicos. Para ello entran en escena los «evangelios apócrifos», que dejaron una profunda huella en los siglos siguientes, especialmente en cuanto a la representación artística de la figura de Jesucristo.

Para terminar, retomando el hilo de las «Vidas de Jesús» mencionadas anteriormente, podría resonar en el oído del lector otra frase interpelante que Cristo planteó a sus discípulos en Cesarea de Filipo, en Galilea (Mt 16,15). Esta frase sella el Quinto evangelio, que el escritor Mario Pomilio publicó en 1975: «Cristo nos puso frente al misterio, nos puso definitivamente en la situación de sus discípulos ante la pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»3.

1 F. Mauriac, Vida de Jesús, Edibesa, Madrid 2016 (NdT).

2 Aquí hemos utilizado la versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (NdT).

3 Pensando en español, una de las «Vidas de Jesús» más apreciadas y difundidas durante las últimas cuatro décadas ha sido Vida y misterio de Jesús de Nazaret, del padre Martín Descalzo (1930-1991), sacerdote, periodista y escritor, que comienza su amplia obra con la pregunta: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8,29). Difundida inicialmente en tres tomos: Los comienzos (1986), El mensaje (1987) y La cruz y la gloria (1987), se publicó en un único volumen en 1989 y desde entonces ha sido ampliamente reeditada: J. L. Martín Descalzo, Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 2021 (NdT).

1

En el origen de los evangelios

Corinto, Pascua del año 57 d.C.

Pablo, el apóstol de Jesucristo, había recibido recientemente en la espléndida ciudad de Éfeso, en la costa de Asia Menor, una comunicación proveniente de la ciudad griega de Corinto. Se la habían hecho llegar unos enviados de una mujer de negocios, Cloe, una cristiana de Corinto, que también tenía una delegación de su empresa en Éfeso. Las noticias eran bastante alarmantes: la comunidad de Corinto se estaba rompiendo y dividiendo en siete facciones opuestas entre sí. Era la Pascua del año 57 d.C. y Pablo decidió dictar inmediatamente una larga carta, la que se convertiría en la Primera Carta a los Corintios, firmada por su propia mano (16,21). Pues bien, casi al final de esas páginas, el apóstol quiso evocar un Credo cristiano, que es en realidad la más antigua profesión de fe del cristianismo.

En la base estaba la figura de Jesucristo en su vida humana y en su cualidad divina. Unos quince años antes, alrededor del año 40, Pablo, recién convertido a la nueva religión, había aprendido de sus maestros el primer Credo cristiano. Él mismo lo afirma escribiendo así a los Corintios (15,3-5): «Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí»:

que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció.

En estas dos líneas se recoge el núcleo de todo el Nuevo Testamento, sobre el que se tejerán las 138.020 palabras griegas que componen los 27 escritos «canónicos» del cristianismo. Por su parte, los evangelios suman 64.327 palabras. Tratemos ahora de desgajar sus componentes, teniendo presente que las profesiones (o símbolos) de fe son, por su naturaleza, esenciales y se expresan en términos precisos y concisos.

El primer tema es la muerte de Cristo, una muerte real, sellada por una piedra en el sepulcro. Este es un dato importante para afirmar que Cristo no fue una figura mítica, símbolo de un mensaje o de una ideología, sino un hombre marcado por ese destino que nos une a todos: la muerte. Pero para el semita, evocar el extremo final del hilo de la vida es como aferrarse a todo el desarrollo anterior, por tanto también a la existencia histórica de Jesús de Nazaret desde sus orígenes.

Esa muerte se interpreta como un signo de redención («murió por nuestros pecados»), a la luz de aquellas Escrituras –es decir, del Antiguo Testamento– que el cristianismo considerará siempre como un único discurso divino, coherente con el del Nuevo Testamento. Pero Cristo, en la visión de ese primer Credo, no es solo un personaje con una muerte heroica: de hecho, aquí está inmediatamente después, un segundo artículo de fe, la resurrección. Así como la muerte tiene su sello en la sepultura, del mismo modo la resurrección tiene su raíz en la tumba vacía y su sello en las «apariciones», es decir, en aquellos encuentros misteriosos del Resucitado con los apóstoles y con algunos de los primeros creyentes.

Al igual que la muerte, también la resurrección está iluminada por las Escrituras. El hecho de que tenga lugar en el «tercer día» –algo problemático desde el punto de vista histórico si Jesús muere el viernes y las mujeres descubren la piedra de la tumba ya quitada en la madrugada del domingo (aunque ya se sabe que los judíos calculaban también las fracciones de un día como una unidad entera)– ha de entenderse según el simbolismo numérico bíblico de los «tres días», que quiere indicar un acontecimiento capital y trascendente.

En estos dos pilares de la vida terrena y de la gloria pascual de Jesús de Nazaret se comprende la trama sustancial de los evangelios: narrar e interpretar la historia de Jesucristo a la luz del misterio de su resurrección, esbozar el sentido que todo esto tiene para la historia de la humanidad y para la existencia de cada creyente y de la comunidad, la Iglesia. Es este anuncio cristiano –que los estudiosos todavía llaman con el término griego kérygma, el «anuncio» de un heraldo– el que moverá la fe de los creyentes en Cristo a lo largo de los siglos y también la curiosidad o la esperanza de los demás.

Insertados en las páginas del Nuevo Testamento hay otros Credos o kérygma de los orígenes cristianos. Pedro, el apóstol, en un caluroso mediodía en la terraza de una casa en Jafa, el puerto de la moderna Tel Aviv, había oído la misteriosa invitación de ir a Cesarea Marítima, una hermosa ciudad costera de estilo grecorromano, sede del procurador imperial. Allí le esperaba Cornelio, centurión romano de la cohorte itálica. Era simpatizante de la fe judía, pero quería dar un paso más hacia la nueva religión.

Pedro le había resumido todo el mensaje cristiano recurriendo también a un kérygma, en este caso un «anuncio» bastante extenso, en el que se vislumbraba la trama evangélica. Leámoslo en el relato que nos ofrece Lucas en su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles (10,37-41):

Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él. Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la tierra de los judíos y en Jerusalén. A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios.

Con estas palabras, Pedro retoma y amplía el antiguo Credo que Pablo pronunció ante los corintios, y el mismo Pablo lo reelaborará de otra forma más figurativa, dando comienzo a su obra maestra teológica, la Carta a los Romanos: «Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos: Jesucristo nuestro Señor» (1,3-4).

Por ahora quedan claros dos elementos de estos textos citados, que servirán en parte como dos estrellas de referencia para definir el núcleo de los evangelios. Dos líneas se entrelazan en la persona de Jesucristo. La primera es horizontal y se prolonga en la historia: incluye el nacimiento en una fecha más o menos precisa y en un territorio reconocible en los mapas de nuestro planeta; habla de su vida, que se expresa en gestos y palabras, y considera su trágica muerte, que tuvo lugar con una ejecución capital sobre un espolón rocoso de pocos metros de altura, en la ciudad de Jerusalén.

Pero hay también otra línea vertical, que tiende hacia arriba, hacia el más allá, lo infinito y lo eterno, y es la que se manifiesta sobre todo en la resurrección y en la cualidad divina de Cristo, escondida bajo la apariencia mortal de un predicador itinerante y sanador galileo. Caminar sobre la cresta que discurre entre la historia y la fe no es fácil. Hay quienes han preferido leer solo históricamente la figura de Jesús de Nazaret y hay quienes, por el contrario, lo han convertido en un icono divino que solo aparentemente tocó la historia y que, tal como se afirma en algunos textos apócrifos y en el mismo Corán (basándose en ellos), fue «sustituido» en la cruz por cualquier judío anónimo.

Sin querer reconstruir el complejo cuadro del Jesús histórico, objeto de una incesante investigación crítica, que mencionaremos más adelante, trataremos ahora de identificar algunos testimonios externos en ese trasfondo histórico-geográfico que se despliega en el siglo I, es decir, en el horizonte imperial romano y en la pequeña provincia palestina, como decíamos al principio. En realidad, la única biografía histórica posible de Jesús es la que surgirá de los evangelios, pero en ellos los dos hilos de la historia y la fe están tan entrelazados que no se pueden distinguir y aislar fácilmente.

Buscando pruebas imperiales

En otras palabras, los evangelios no son libros históricos en sentido académico: utilizarlos con un enfoque estrictamente historiográfico es –como veremos– posible, pero no permite elaborar un perfil biográfico completo y riguroso de Jesucristo. Antes de abordar las páginas del evangelio, intentemos situar, casi en el umbral, algunas huellas dejadas por el acontecimiento cristiano en el exterior. Comencemos con las cartas imperiales romanas. Es una fuente bastante escasa.

El texto más antiguo es una célebre carta (catalogada como X, 96) que Plinio el Joven, nieto del naturalista Plinio el Viejo (cuya trágica muerte en la erupción del Vesubio en agosto del año 79 recogerá en unos escritos), dirigió al emperador Trajano, informándole del peligro que representaba el surgimiento de una secta relacionada con Cristo y que tildaba de «una superstición perversa y desenfrenada». De la denuncia, bastante articulada, y del consejo solicitado al emperador sobre el procedimiento judicial a adoptar (Plinio había sido designado hacía poco –estamos alrededor del año 110-111– para ocupar el cargo de gobernador del Ponto y de Bitinia, en el actual noroeste de Turquía) elegimos un fragmento que nos interesa.

Según el autor latino, los miembros de esta comunidad tenían «la costumbre de reunirse antes del amanecer en un día señalado [el domingo], para recitar un himno a Cristo por turnos como si fuera un dios y de comprometerse con un juramento a no cometer delito alguno, así como a no cometer hurtos, rapiñas o adulterios, a no traicionar la palabra dada y no rehusar la devolución de una fianza si se les hubiera pedido. Al terminar estas ceremonias salían y se reunían para disfrutar de una comida normal e inofensiva».

Por lo tanto, ya se había consolidado una práctica litúrgica cristiana específica que incluía una himnología, diversamente interpretada por los estudiosos (¿antifonal, responsorial, bautismal?), y sobre todo un banquete comunitario, el ágape eucarístico. A la dimensión cultual, Plinio añade también la ética, que convierte a la primitiva comunidad cristiana en ejemplar incluso a los ojos de un pagano. Este alegato es particularmente relevante porque es el primer testimonio externo de la existencia del cristianismo estructurado.

Este alegato precede en unos diez años al famoso pasaje de los Anales de Tácito (XV, 44) en el que –alrededor del año 115-120– el historiador romano evoca el incendio de Roma provocado por Nerón en el año 64, indicando que el emperador «declaró culpables y sometió a los más atroces tormentos a los que el vulgo llama Chrestianos [...], quienes tomaron su nombre de Cresto, condenado a muerte por el procurador Poncio Pilato bajo el imperio de Tiberio».

Poco después será Suetonio, en su biografía del emperador Claudio, quien vuelva a proponer la figura de «Cresto», considerado un personaje sedicioso, a través de su comunidad de fieles de origen judío: «Los judíos, que continuamente se amotinaban a instigación de Cresto, fueron expulsados de Roma» (n. 25). Los Hechos de los Apóstoles (18,2) también recuerdan esta disposición de expulsión de los judíos de Roma; puede ser que Suetonio atribuya a Cristo (Cresto) de forma anacrónica y precipitada la responsabilidad de las tensiones provocadas por los cristianos, a los que confunde con los judíos de la ciudad.

Hay otros breves testimonios que pueden leerse en algunos escritores romanos del siglo II, como el filósofo Epicteto, el emperador Marco Aurelio y el retórico Frontón, que fue el primero en realizar una crítica resuelta según la perspectiva pagana del cristianismo en una Oración contra los cristianos, que ha llegado hasta nosotros a través de las citas de un autor cristiano, Minucio Félix. Los cristianos aparecen representados con sarcasmo en Sobre la muerte del peregrino y en Alejandro o el falso profeta, de Luciano de Samosata, escritor griego que vivió entre los años 120 y 190; también figuran en un escrito del médico griego Galeno (siglo II) y en un fragmento de los escritos del polemista y filósofo Celso, que un gran maestro cristiano, Orígenes, cita en la respuesta que ofrece a la acusación del nacimiento ilegítimo de Jesús por el adulterio de su madre con un soldado, un tal Pantera, tal vez una deformación del griego parthénos, «virgen», con el que se llamaba a María en los evangelios, como veremos.

Buscando pruebas judías

Encontramos un pequeño rastro sobre Jesús y el cristianismo primitivo en las cartas imperiales. ¿Y en las judías, mucho más cerca de la figura y vida de Jesús? Una vez más, la respuesta es bastante insuficiente. Sin embargo, viene en nuestra ayuda el historiador judeo-romano Flavio Josefo, quien en el vasto fresco que hizo de la historia de su pueblo, Antigüedades judías, habla de Juan el Bautista, al mismo Jesús y de Santiago el menor.

Detengámonos solo en ese retrato de Jesús conocido como Testimonio flaviano (XVIII, 63-64):

Por este tiempo vivió Jesús, un hombre sabio, si es que puede llamársele hombre, porque fue alguien que realizó hechos sorprendentes y fue maestro de esas gentes que aceptan la verdad con placer. Se ganó a muchos judíos y griegos. Él fue el Mesías. Cuando Pilato, ante una acusación presentada por gente principal entre nosotros, lo condenó a la cruz, los que lo habían amado desde el principio continuaron afectos a él. Al tercer día se les apareció devuelto a la vida, pues los santos profetas habían predicho esto y muchas otras maravillas acerca de él: Y la tribu de los cristianos, llamados así por su causa, no ha desaparecido aún hasta el día de hoy.

El pasaje es sorprendente y revela casi con certeza glosas de mano cristiana, pero el trasfondo sustancial se remonta al historiador judeo-romano y da fe del relieve de la figura de Jesús en el contexto judío que siguió inmediatamente al suyo.

Un párrafo del tratado Sanedrín (43a) del Talmud babilónico, una gran colección de tradiciones judías, se remonta a este mismo ámbito. Dice así: «La víspera de la Pascua se colgó a Jeshū el Nazareno. El heraldo había marchado durante cuarenta días ante él diciendo: “Este es Jesús el Nazareno, que va a ser lapidado porque ha practicado la brujería y ha seducido y extraviado a Israel. Si hay alguien que quiera alegar algo en su descargo, que venga y lo declare”. Pero no se encontró a nadie que lo defendiera y se le colgó la víspera de la Pascua».

También hay testimonios sobre el cristianismo en otros pasajes del Talmud, pero incluso en estos casos son solo evocaciones alusivas y, en todo caso, más bien tardías. Pero más impresionante pareció ser la identificación que el jesuita José O’Callaghan realizó en 1973 sobre un delgado fragmento encontrado en la séptima cueva de Qumrán.

Como se sabe, a partir de 1947, en una serie de cuevas de la costa noroccidental del Mar Muerto salieron a la luz numerosos textos pertenecientes a una comunidad judía que tenía su sede en esa zona. En diez de las once cuevas salieron a la luz textos hebreos (libros bíblicos y escritos internos de la comunidad que estaba firmemente asentada en Qumrán), pero en la séptima los diecinueve fragmentos inventariados contenían todos escritos griegos.

Pues bien, en uno de estos diminutos fragmentos, conocido por las iniciales 7Q5, el citado estudioso creyó posible relacionar las pocas letras griegas conservadas (trece para ser exactos, repartidas en varias líneas) con algunas de las pertenecientes a una frase del evangelio de Marcos: «Terminada la travesía, llegaron a Genesaret y atracaron. Apenas desembarcados, lo reconocieron» (6,53-54). Las letras nnes favorecían especialmente la identificación, que se suponía pertenecía a la palabra Genesaret, un lugar desconocido en el Antiguo Testamento (al menos en esta forma). El evangelio, por lo tanto, hipotéticamente también se habría incluido en la «biblioteca» judía de Qumrán.

O’Callaghan intentó hacer otras identificaciones neotestamentarias en otros ocho fragmentos cuya datación se fijó alrededor del año 50. La hipótesis, por ahora, ha sido claramente cuestionada por la mayoría de los estudiosos, quienes también rechazaron la hipótesis del alemán Carsten P. Thiede, quien había recurrido a tres fragmentos de un códice del Magdalen College de Oxford, que contenía pasajes del capítulo 26 de Mateo, según él fechados entre el año 40 y el 70. Más allá de las objeciones «técnicas» que se pueden plantear sobre la arriesgada datación, sobre la fragilidad de sus interpretaciones y sobre la insignificancia de los testimonios aducidos, queda abierta una cuestión fundamental a la que ya hemos aludido: los evangelios son, por su naturaleza, un calibrado entrelazamiento entre historia y fe.

Retrotraerlos, acercarlos a los hechos que narran, no cambiaría su calidad de libros en los que se ilustran e interpretan hechos históricos a la luz de la fe pascual. Además, estrictamente hablando, una coincidencia temporal directa con un evento por parte de un documento o un testigo no garantiza automáticamente la historicidad del documento o del testimonio en sí. Por estas y otras razones, esa hipótesis ha sido abandonada por casi todos los estudiosos.

El Jesús histórico y el Cristo de la fe

Es necesario, pues, retomar los evangelios como documento primario para remontarse a la historia de Jesús, pero hay que hacerlo con rigor y atención. Es lo que se ha intentado hacer desde el siglo pasado hasta nuestros días con resultados asombrosos y apasionantes, con supuestos discutibles y con métodos válidos. La evolución de la investigación ha permitido poner orden en esta selva de hipótesis y análisis. Ya han quedado atrás las hileras de los aguadores, los viejos racionalistas ilustrados como aquel profesor de lenguas orientales de Hamburgo, Hermann Samuel Reimarus, que en el siglo XVIII propuso en cuatro mil páginas una reconstrucción crítica bastante radical y destructiva de los evangelios y de su historia, publicada póstumamente por el filósofo y dramaturgo Gotthold Efraim Lessing (1729-1781) bajo el seudónimo de «Anónimo de Wolfenbüttel» solo en siete fragmentos.

También ahora está detrás el férreo patrullaje de los profesores de la Universidad alemana de Tubinga, empezando por David Friedrich Strauss, que, en 1835, proponía una Vida de Jesús elaborada críticamente, introduciendo el mito como clave interpretativa para descubrir el verdadero rostro de Cristo. Más cautelosos, pero en última instancia igualmente vacilantes respecto a la fiabilidad histórica de los evangelios, fueron los maestros de la llamada «escuela liberal», entre quienes solo mencionamos la importante Esencia del cristianismo, de Adolf von Harnack, publicada en 1901.

En Francia –como ya se ha dicho– Ernest Renan había triunfado con su enfática y exitosa Vida de Jesús, ahora completamente olvidada por los estudiosos por su enfoque anticuado. Incluso en un nivel menos culto, el desmantelamiento de la figura de Jesús tal como se encuentra en los evangelios ha tenido sus seguidores. También el joven Benito Mussolini, con desprecio por el peligro, se aventuró en ese problema escribiendo lapidariamente: «Jesús, probablemente, nunca existió. O si existió, fue un hombre pequeño y mezquino».

Así lo repetían muchos autores, liberales, socialistas y marxistas, eruditos y gente sencilla, en formas menos crudas que las de Mussolini pero con el mismo resultado, como atestiguó allá por los años setenta del siglo pasado el historiador marxista Ambrogio Donini, quien abrió la voz «Jesucristo» de su Historia de las religiones de la siguiente manera: «Legendario fundador de la religión cristiana, cuya existencia histórica no puede demostrarse con certeza, reconocido como dios en el culto». En realidad, el análisis histórico más preciso había tomado mientras tanto caminos menos precipitados que, más allá de los resultados, fueron esbozados brevemente en el título de una conferencia del estudioso alemán Martin Kähler, publicada en 1892 en Leipzig: El así llamado Jesús de la historia y el Cristo bíblico histórico. Aparecía, pues, una figura de dos caras: por un lado, el hombre Jesús de Nazaret, un ser histórico que dejó –como hemos visto– unas tenues huellas en documentos romanos y judíos y una huella decisiva en los evangelios; en cambio, aquí está Cristo, hijo de Dios, Mesías y Señor, que domina en todas las páginas neotestamentarias. La cuestión fundamental era una sola: ¿el Jesús histórico y el Cristo de la fe pueden ser reconocidos en una sola naturaleza o la primera prevalece sobre la segunda y la oscurece? Una respuesta que condicionó mucho la investigación histórica y teológica del siglo XX la volvió a pronunciar un alemán, Rudolf Bultmann (1884-1976), profesor de una universidad de provincias, Marburgo, a unos noventa kilómetros al norte de Frankfurt, una figura que tendremos la oportunidad de reencontrar más adelante. Para comprenderlo, es necesario comenzar con cierta distancia y utilizar términos alemanes que se volverán comunes en la exégesis contemporánea.

Comencemos con el nombre de una «escuela» en la que también participó Bultmann, la Formgeschichte, «historia de las formas (y formación)» de los evangelios. Para ilustrar el método utilizamos dos imágenes. Cuando el geólogo tiene que catalogar la secuencia de las «agrupaciones» de los estratos de un terreno, debe proceder a un corte estratigráfico que defina claramente la sucesión. O el crítico de arte, cuando tiene que estudiar un lienzo determinando la elaboración progresiva del tema representado, también puede recurrir a la radiografía: esa revela que bajo la superficie de la obra final a menudo hay bocetos o bosquejos o variantes. Pues bien, esa «escuela» de investigación quería precisamente ir más allá de la superficie de los evangelios, tratando de ir más allá de la redacción final a la predicación de los primeros comunicadores del mensaje cristiano y posiblemente hasta la memoria de Jesús.

Deseaban, precisamente, remontarse hasta la fuente, hasta las palabras y las obras del mismo Jesús histórico. Por eso trataron de delinear la «formación» (Form) de los evangelios en su historia (Geschichte). Esta formación se llevó a cabo rebajando las palabras y las obras de Jesús a «formas» literarias (Form), semejantes a pequeños moldes fijos (pensemos en las parábolas, en los relatos de los milagros, en los lóghia, es decir, en los refranes, frases o dichos lapidarios de Jesús, en las polémicas o controversias de Cristo con sus adversarios, etc.).

Esta operación que seleccionaba y adaptaba las memorias de Jesús y sobre Jesús en el cristianismo primitivo tuvo lugar –según esta «escuela» de eruditos alemanes nacida en la época de la Primera Guerra Mundial– bajo el impulso de diferentes contextos, llamados Sitz im Leben, es decir, «situación en la vida» o ambiente vital, dentro del cual se transmitió la memoria y el mensaje de Cristo. Para Bultmann se trataba de ámbitos populares, propensos a la creación de mitos y leyendas, listas para exasperar los aspectos sensacionalistas y religiosos, para adaptar y deformar la historia de Jesús según las demandas concretas de las diversas comunidades.

A partir de estas consideraciones, es fácil imaginar cuál fue el resultado de la investigación de la Formgeschichte y de Bultmann. Un infranqueable muro divisorio separa al Cristo de la fe, plenamente disponible para nosotros, del Jesús histórico: no sabemos nada del Wie de Jesús, es decir, de «cómo» habló, amó, vivió; nada sabemos de su Was («qué»), es decir, de los contenidos de su predicación y de su humanidad histórica; solo sabemos que Jesús ha sido un Dass, es decir, algo existente, y esto debería bastarnos, porque los evangelios quieren presentar a los creyentes solo al Cristo de la fe y de la gloria pascual, el Hijo de Dios, el Salvador.

En resumen, «al principio solo existía la predicación», el kérygma, es decir, el anuncio de la fe, y no el Jesús de la historia. La fuente del cristianismo no está en el judío Jesús de Nazaret, sino en Cristo predicado y creído, en el anuncio pascual de los apóstoles. Como es evidente, por un camino antitético al racionalista de los profesores decimonónicos, Bultmann, aunque había tomado, por el contrario, un camino fideísta, llegó al mismo resultado: el Jesús histórico se nos escapa, envuelto en el incienso de la adoración cristiana; solo se nos aparece el Cristo glorioso, y para los evangelistas es solo él quien debe interesarnos.

Así, volvemos a nuestro punto de partida, cuando nos situamos en la arista entre la historia y la fe, sugerida por las antiguas profesiones de la fe cristiana, y nos preguntamos: ¿acaso no es practicable un camino que no se deslice en la negación de la historia, hundiéndose en el rechazo racionalista o fideísta? Un estudioso italiano de la cuestión, Giuseppe Segalla (1932-2011), observó acertadamente: «El objeto de la fe en sí mismo no es el Jesús histórico como tal, y el Jesús histórico no puede convertirse en el único fundamento y justificación de la fe; sin embargo, el Jesús histórico pertenece a la fe porque la fe tiene por objeto creer en un personaje histórico, que vivió dentro de una historia particular, la de la Palestina del primer siglo».

Los criterios de historicidad

A principios de la década de 1950 se emprendió un nuevo camino de investigación que se dibujó precisamente en la cima entre la fe y la historia, conscientes de que la visión cristiana de los orígenes no quería reducir a Jesús a un mito o a un símbolo misterioso o místico y la fe a una experiencia subjetiva de tipo gnóstico (la gnosis, que floreció en los primeros siglos cristianos, indicaba solo caminos personales e ideales para el encuentro con un Cristo transfigurado y transhumanizado). Así se configuró lo que se denominó New Quest, «nueva investigación», a partir del título original de un libro del erudito y obispo anglicano John A. T. Robinson, A New Quest of the Historical Jesus, que en la versión italiana de 1977 se convirtió en Kérigma e Gesù storico.

La confianza en la posibilidad de alcanzar el rostro de Jesús de Nazaret en su realidad histórica se hizo más concreta: dentro del anuncio de la fe se intentó desentrañar la memoria histórica de Jesús. Uno de los caminos privilegiados fue el de los criterios de historicidad, es decir, el de comprobar la autenticidad histórica o no de los diversos datos evangélicos, datos que están –no nos cansamos de repetirlo– siempre entrelazados, iluminados o interpretados por la fe. En este sentido es emblemática la impresionante investigación llevada a cabo por el exegeta estadounidense John P. Meier, que alcanza hasta el momento cinco grandes volúmenes, traducidos al italiano con el título Un ebreo marginale (2001-2017)4. Queremos detenernos ahora en solo dos de esos criterios.

El primero se denomina convencionalmente criterio de discontinuidad. Podríamos formularlo así: los datos del evangelio han de ser considerados como históricamente auténticos e irreductibles a las concepciones del judaísmo y a las posteriores concepciones de la Iglesia. Como es fácil de adivinar, se toman en consideración dos vertientes. En primer lugar, hay algunos elementos que chocan con el judaísmo contemporáneo y revelan tal originalidad que no pueden ser considerados un simple producto del ámbito judío. Tomemos algunos ejemplos.

El erudito alemán Joachim Jeremias (1900-1979) se preocupó por evaluar el uso que hace Jesús del término abbá, que en arameo es un término cariñoso similar a nuestro «papá», dirigido a Dios, el Padre por excelencia. Se atestigua algún uso judío similar, pero va en una dirección distinta a la original y desconcertante adoptada por Jesús (cf Mc 14,36). Jeremías escribe: «Estamos ante algo nuevo e inédito que va más allá de los límites del judaísmo». Como suelen decir los especialistas en un latín un tanto pintoresco, abbá es uno de los ipsissima verba Jesu, es decir, una de las «mismísimas palabras» pronunciadas por el Jesús histórico.

Otro ejemplo. Jesús pasa por la costa del mar de Galilea, ve a unos pescadores y les dice: «Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mc 1,17-18). También en este caso hay algo original con respecto al esquema rabínico. Porque los maestros judíos se colocaban en las plazas o en los cruces y predicaban: quien se convencía seguía a ese rabí («mi maestro») convirtiéndose en su discípulo. Jesús invirtió la práctica de la época: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os ha elegido» (Jn 15,16).

Otro ejemplo significativo de «discontinuidad» está en la libertad sustancial de Jesús con respecto a las leyes rituales de pureza practicadas entonces (piénsese en el encuentro con los leprosos, a los que incluso «toca» para curarlos). Muchas veces –superando el rigor de las costumbres socio-religiosas de la época– Jesús está en malas compañías, rodeado de mujeres cuya vida no siempre es impecable, de recaudadores de impuestos, de pecadores de todo tipo, de marginados, de «excomulgados». Su figura, por tanto, no puede considerarse un puro y simple retoño del rabinismo ni un producto del judaísmo del siglo I, al que también le unen indiscutibles raíces comunes, pero con una autonomía igualmente indiscutible.

En este sentido, es significativo lo que escribió un rabino contemporáneo, Jacob Neusner, en la obra publicada en Nueva York en 1993 bajo el título A Rabbi Talks with Jesus y traducida al italiano en 1996 como Disputa immaginaria tra un rabbino e Gesù5. Él se imagina entre la multitud que escuchaba aquel «Sermón de la Montaña» de Jesús que presentaremos más adelante en el evangelio de Mateo. Cuando Cristo deja de hablar, él está seguro: no seguiré al rabino de Nazaret; volveré a mi casa, a mi familia, a mi pueblo, a mi trabajo habitual. En Jesús hay demasiada falta de Torá, es decir, de ley, carece de esa regulación global de la vida personal y comunitaria que encuentro en el judaísmo. Pero sobre todo toma el lugar no solo de Moisés, sino del mismo Dios («Se dijo [...] Pero yo os digo»).

Hablábamos de otra vertiente, en la que se manifiesta la «discontinuidad», es la vertiente de la relación con el cristianismo posterior. La escena del bautismo en el Jordán, en la que Jesús aparece en medio de los pecadores, para participar en un rito de remisión de los pecados y como alternativa a Juan Bautista, ¿cómo podría haber sido «inventada» por los primeros cristianos que precisamente entonces comenzaban a discutir con algunas sectas «bautistas» que consideraban a Juan como el verdadero Mesías? ¿Cómo podría haber imaginado la Iglesia primitiva la experiencia humillante de las tentaciones, con un Jesús a merced de Satanás si el mismo Jesús no hubiera hablado de ello? ¿Cómo habría podido imaginar un final tan ignominioso, con la «tortura de los esclavos», según la definición de la crucifixión acuñada por el citado historiador romano Tácito, más que en la dura realidad de los hechos?

¿Cómo habría podido inventarse la juventud de Jesús en Nazaret, un lugar desconocido para las Escrituras y «de donde nada bueno puede salir», según dice un personaje del cuarto evangelio (Jn 1,46)? ¿Cómo poner en labios de Jesús frases como «En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni ángeles del cielo ni el Hijo, solo el Padre» (Mc 13,32)? ¿Por qué no se «actualizó» la teología o el lenguaje puesto en labios de Jesús respecto a los desarrollos paulinos? ¿Por qué no se esbozó un retrato más idealizado de los apóstoles, las «columnas» de la Iglesia (Gál 2,9), presentados en cambio en los evangelios como obtusos, vacilantes, cobardes e incluso traidores?

Sin embargo, para validar mejor los datos históricos sobre Jesús y adquirir otros, también es útil seguir una trayectoria opuesta, la del criterio de continuidad, que se puede formular de la siguiente manera: se debe considerar auténtico un dicho o un gesto de Jesús si está en estricta conformidad no solo con el tiempo o el entorno lingüístico, geográfico, político, social y cultural del mismo Jesús, sino también estrechamente con su enseñanza y con la imagen general.

Es fácil comprender que, si los evangelios pintaban el telón de fondo de la vida y obra de Jesús con los colores y figuras del mundo grecorromano del siglo II, tendríamos algo parecido a las famosas «Cenas» de Jesús pintadas por Pablo Veronés o Tintoretto o por otros pintores en los que Cristo y sus invitados se insertan en la arquitectura renacentista y con detalles occidentales. La sospecha sobre el valor histórico de los hechos relatados sería más que legítima. Pues bien, los evangelios reflejan, en cambio, con gran aproximación (no olvidemos que no son libros históricos en sentido estricto) pero acertadamente, el trasfondo topográfico y sociocultural del siglo I.

El entorno social (trabajo, vivienda, profesiones, estratos sociales), religioso (las rivalidades teológicas entre el movimiento «progresista» de los fariseos y el movimiento «conservador» y «clerical» de los saduceos, las tensiones mesiánicas, el ritualismo, la demonología...), geográfico (las tres regiones palestinas de Galilea al norte, Samaría al centro y Judea al sur, ciudades como Jerusalén, Cafarnaún, Nazaret y las confirmaciones de la arqueología) y lingüístico (el sustrato arameo de no pocas páginas griegas de los evangelios, los llamados procedimientos mnemotécnicos de una civilización oral) están bien documentados por los evangelios, sin anacronismos excesivos y sospechosos.

Un erudito canadiense, René Latourelle (1918-2017) observó: «Uno no sabría cómo inventar conjuntos de datos tan complejos con las diversas piezas presentes en los evangelios, coordinándolos en detalle en una trama tan ajustada. La razón de ser de esta fidelidad está en la misma realidad que la produce». Las parábolas de Jesús son el emblema más significativo de esta coherencia no artificial con el entorno histórico real en el que Cristo habló y actuó, pero al mismo tiempo revelan en su mensaje su «discontinuidad» y originalidad.

Las raíces judías de Jesús

En el contexto de la «continuidad» con el mundo judío, nos gustaría mencionar tan solo tres caminos de verificación que, aunque muestran muchas limitaciones, han ofrecido una contribución significativa a la cuestión. Empecemos partiendo de una universidad sueca, la de Lund, donde desde la década de 1950 un erudito, Ernst Harald Riesenfeld, había sugerido examinar las palabras evangélicas de Jesús según los cánones de la enseñanza rabínica. Un discípulo suyo, Birger Gerhardsson, en un trabajo titulado Memory and Manuscript, realizó posteriormente la demostración práctica de la sugerencia.

Porque Jesús y los primeros discípulos habían adoptado los procedimientos de comunicación propios de su entorno, destinados a favorecer el aprendizaje mnemotécnico y, por tanto, la conservación fiel de las palabras del maestro. El rabino Jesús, al igual que los antiguos semitas, utilizó la técnica del paralelismo, es decir, la repetición de la misma imagen o concepto desde diferentes ángulos de visión. Veamos solo un ejemplo (Mt 7,17-18):

Todo árbol sano da frutos buenos;

pero el árbol dañado da frutos malos.

Un árbol sano no puede dar frutos malos,

ni un árbol dañado dar frutos buenos.

A los antiguos maestros también les encantaba la fórmula provocativa, excesiva y pintoresca, convencidos –basándose en un adagio rabínico– de que «más vale un grano de pimienta que una cesta de sandías». En el mismo sentido, como veremos al leer los evangelios, Jesús declara paradójicamente: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos» (Mt 19,24). Quienes hayan recurrido a corregir el griego kámelon, «camello», y cambiarlo por kámilon, «guindaleza» o «nudo marinero», o hayan pensado en una hipotética puerta de Jerusalén llamada «ojo de aguja» por su estrechez, no han tenido en cuenta la fuerza de la hipérbole, que, entre otras cosas, está documentada por fuentes judías, en las que se hace una comparación entre el ojo (de la aguja) y el elefante.

Hay muchas formas de comunicación rabínica que se encuentran aisladas dentro de los evangelios y que confirmarían la fidelidad de la transmisión de las memorias de Jesús y sobre Jesús. Sin embargo, es necesario recordar que las palabras de Jesús eran comunicadas en la tradición con una fidelidad no material y literaria, sino viva, adaptada a los diferentes contextos, con una ductilidad y una frescura que evitaban la estéril y aséptica conservación, similar a la de la piedra preciosa en el ataúd o a las «momias embalsamadas de Egipto preservadas en aceite rancio», como ironizaba el escritor francés Charles Péguy sobre la palabra de Cristo.

Un segundo camino de investigación se dedicó a reconstruir los vínculos entre Jesús y el judaísmo, conociendo su radical pertenencia a la realidad, a la visión del mundo y también a la espiritualidad del pueblo del Antiguo Testamento. Lo cierto es que, para algunos, este sería el único camino para identificar al Jesús auténtico e históricamente documentado. El «Jesús judío», como decía el título de un exitoso libro de Geza Vermes, o «nuestro hermano Jesús», como lo llamaba otro judío, Schalom Ben-Chorin, es el único resultado verdadero que, a nivel histórico, sería posible extraer de los evangelios.

El estudioso Ed Parish Sanders, que consagró algunas de sus obras a esta investigación, entre las que destacamos Jesús y el judaísmo y Jesús. La verdad histórica,