Buscando un amo - José Jiménez Lozano - E-Book

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José Jiménez Lozano

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Beschreibung

En esta esmerada selección de algunos de sus mejores textos periodísticos, Jiménez Lozano ayuda a contemplar acontecimientos culturales y sociales a la luz del sentido común y de un hondo conocimiento de la historia. Proporciona también elementos de juicio, con el lenguaje actual y dinámico del mejor periodismo. Por sus páginas resuena la caída de Constantinopla, los terrorismos y las políticas totalitarias, las quejas de una Europa desconcertada con sus raíces, el papel insustituible de la poesía, las cicatrices de la guerra civil y sus largos ecos en la actualidad, etc. Un legado de textos dirigido no solo a jóvenes escritores y analistas de actualidad, sino a todo aquel que busque contemplar la misma realidad desde la tribuna de una de las grandes plumas de nuestro tiempo.

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JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

BUSCANDO UN AMO

y

OTRAS APRENSIONES

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2017 by JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO

© 2017 byEdiciones Rialp, S. A.,

Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid (www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4763-0

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

OFRECIMIENTO

LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA

UN CIGARRILLO Y UN SOMBRERO

ESPAÑA CHEQUEADA

EL ESTILO INGLÉS Y EL MES DE JULIO

LOS COMEDORES DE HIGOS

UN FIERO DÁLMATA

RESERVAS DE MUNDO

GRULLAS Y RASTROJOS

CUESTIÓN DE CARRETERAS

BUSCANDO UN AMO

LA PIEDRA CONTRA LA CRISTALERA

CERVANTES ANTE EL COMITÉ

UNA ALTIVEZ Y UN SUSURRO

LA ACOMODACIÓN SOCIAL

EL ORGULLO DE NO LEER

LA FRAGILIDAD DEL RESPETO

UN MUNDO QUE DESCIENDE

CONTAGIOS ORIENTALES

MODALES DE OTRO TIEMPO

LIBROS DE DESECHO

EL CESTILLO DE ZURBARÁN

NINGUNA NECESIDAD DE CULTURA

ANTIGUALLAS CHINAS

LA LÓGICA DE LA BUFANDA

DESPUÉS DE CÁDIZ

LAS PALABRAS QUE CUENTAN

LA BONDAD PELIGROSA

NI SALAS DE ESPERAR AL TREN

JUEGOS Y APOCALIPSIS

LA MELANCOLÍA DE YUSTE

LA CELEBRACIÓN DEL MUNDO

DE FRAY LUIS A PASTERNAK

JUEGOS PELIGROSOS

EVOCACIONES NECESARIAS

EL PARAGUAS COMO CERTEZA

VALER MÁS QUE EL MUNDO

LA ALEGRÍA DEL VIVIR

ADIÓS AL OTOÑO

LA PEQUEÑA BONDAD HUMANA

MEMORIA DE “LA SAN BARTOLOMÉ”

CONSEJOS PARA ESPAÑOLES

ENSEÑANZA DE BAJA INTENSIDAD

HOJUELAS

KARAMAZOV EN AUTOBÚS

NUESTRAS ALDEAS POTEMKIN

UN PUEBLO DE FILÓSOFOS

EN LA MUERTE DE SOLZHENITSYN

¿VAMOS A SER ATERRORIZADOS?

ERIALES Y MELANCOLÍA

SUPERSTICIONES DE LOS TIEMPOS

LA DIFÍCIL DIFERENCIA

LISTOS PARA SERVIR

UNA NECESARIA TAREA DE ROMANOS

RISA PROHIBIDA

RINCÓN CON LIBRO

ÍNDICE DE ARTÍCULOS

OFRECIMIENTO

ESTA ES UNA ANTOLOGÍA de textos periodísticos publicados por el autor a través de unos cuantos años y en varios periódicos: ABC,La Razón y los diarios del Grupo PROMECAL que, para esta su recogida en libro, se han revisado ligeramente en la materialidad de su expresión.

El autor ofrece a un eventual lector esta escritura, para su mera reflexión y acompañamiento. El criterio con el que se han escogido los artículos ha sido el de un cierto arbitrio impresionista. En esta antología se trata, en realidad, de una pequeña parte de los artículos publicados, y seguramente hubiera sido interesante contraponer un mismo tema abordado con varios años de distancia, o en diversas publicaciones, pero todo este hacer crítico queda al margen, al igual que todo otro propósito que el de ser un mero ofrecimiento al lector de una escritura en torno a asuntos que se presume que tienen un interés general, especialmente cultural, en los últimos años.

José Jiménez Lozano

Marzo de 2016

LA CAÍDA DE CONSTANTINOPLA[1]

PENSADAS BIENLAS COSAS, el mundo en que vivíamos estaba perfectamente instalado antes del 11 de septiembre del pasado 2001, y naturalmente, no preveía cambio sustancial alguno. Pero lo que sucedió ese día fue algo muy similar, para Occidente, a la caída de Constantinopla en manos de los turcos, en 1453, sin que ciertamente tenga mucho que ver, o realmente nada, la condición de quienes se enfrentaron entonces, pese a las denominaciones formales, turcos (islámicos) y cristianos, y quienes se enfrentan hoy. Por una razón muy simple, que es, claro está, la de que entre los islámicos se invoca ciertamente su creencia, o su ley que dirían nuestros abuelos, pero el Occidente no tiene ninguna; hace bastante que dejó de ser cristiano, y la nueva cultura hace lo posible para que no quede polvo y paja de ello, pero también se ha liberado de la vieja cultura, que podríamos nosotros seguir denominando ley o sistema de simbolización del hombre y del mundo. Así que las cosas son, hoy, algo más complejas.

De un lado, en efecto, está este Occidente, sin ley como digo, instalado hasta ayer mismo en su confianza de progreso técnico y económico ilimitados y, de otro, se da una violencia que ha hecho del ejercicio del terror un humanismo bajo distintas representaciones, que van desde las invocaciones teológicas a la guerra santa, a las reivindicaciones nacionalistas, y las sociales, todavía en los tonos y los gestos, y desde luego en las tácticas, del viejo manual leninista revolucionario para barrer la maldadburguesa.

Así las cosas, el Occidente sin ley poco puede hacer para su cohesión como no sea acudir a una comunidad de intereses de dineros, porque su vieja cultura común, que hasta hace poco ya se venía considerando como una más entre las diversas culturas del mundo, ahora, según las últimas filosofías occidentales, debe ser dejada de lado en el mejor de los casos, o sencillamente destruida y olvidada, porque solo sería una enorme masa opresiva de tiranías, hipocresías, depredaciones, y genocidios. Y naturalmente que no es el caso de ahorrar a ese Occidente la vergüenza por muchas páginas de su historia, pero parecería que no se puede negar que algo ha hecho de lo que no tiene que avergonzarse precisamente, por mucho que, como digo, ahora la moda o el último descubrimiento, sea el de su condenación, y también el del feliz nihilismo, el de la liberación de todo ámbito de cultura, y el regreso a la historia natural. Y, en realidad, ya somos así los hombres, redondos y felices, como Nietzsche lo vio.

Pero lo que trato de decir es que así estábamos antes de ese 11 de setiembre, y, de repente, cayó Constantinopla. Es decir, no solo ocurrió un crimen horrendo sobre el que también se han echado ya toneladas de humanismo justificativo, sino que apareció algo así como la leyenda en medio del banquete del rey Baltasar de la que habla el Libro de Daniel, o, para decirlo sin tanta sonoridad apocalíptica, se dejó oír una voz silenciosa, que se parecía a la del viejo general De Gaulle en plenas fiestas de mayo del 68: ¡Señores, se acabó el recreo!O al menos el jolgorio.

Desde luego, en el plano político así será, ineluctablemente. Va a haber que despedirse de la plenitud de disfrute de los derechos y libertades ciudadanos, porque se está en guerra sencillamente, aunque quizás no se toquen las libertades de los media, porque la enorme masa de informaciones, glosas, y noticias equivale verdaderamente a ninguna. Y habrá también resentimiento en la economía; y seguramente lo otro, que es a lo que quería referirme singularmente. Es decir, un cambio de agujas en nuestro modo de mirar, sentir, y experimentar el mundo, en cuanto se derrita el azúcar de las interpretaciones explicativas, ideológicas, y tranquilizadoras, porque entonces quedará al descubierto, por lo menos, que las explicaciones mecanicistas de los fenómenos con su deliberada confusión entre vindicta y justicia, y los manuales sobre imperialismo y capitalismo, que residencian en USA —que sus asuntos pendientes tiene, como todo el mundo— el enigma de la iniquidad del hombre y de la historia, son más bien simplezas; como simplezas se nos revelan ahora las pretensiones de prevenirlos y curarlos.

Porque el hombre y el mundo son lo que son, y, si no, no serían el hombre y el mundo. Y quizás entonces se vea que hay en el ser del hombre una zona de realidades pre-racionales, y no dominables por la pura razón ni reductibles a racionalidad que solo en el ámbito del ethos o de la ley pueden ser entendidas y reconducidas. E. Lèvinas lo advirtió ya en 1933 a propósito del racismo nazi, que no podría ser dominado y, menos, destruido, por la racionalidad de la Ilustración, porque aquel está en todos nosotros y es una de esas realidades a que me refiero contra las que el individuo y las sociedades tienen que luchar dentro de sí mismos. Aunque, hoy, ya no se concibe la cultura como un excavamiento y cultivo esforzados para escapar del neandertal y echarse encima treinta siglos de esos esfuerzos y logros que nos fueron legados, sino como expresión de la subjetividad o de demandas populares, y fogonazo lúdico, pura alegría porque nada es nada y no significa nada. Todo redondo y reluciente.

Y, ante esta situación de instalación definitiva, es ante la que George Gadamer decía con pesadumbre no hace tanto, pero antes de ese 11 de setiembre, que no veía muchos caminos para salir de una conciencia tan segura y tan satisfecha como no fuera una inmensa catástrofe. Y nadie puede condonar el sufrimiento humano en vistas a la llegada al paraíso mismo, como ha sido moneda manejada en los totalitarismos de nuestro siglo, y ya es de curso normal en nuestros propios discursos. Nadie que no sea un canalla pregonará esos precios, y, naturalmente, lo que Gadamer significaba con esa afirmación era que el hombre ya era tan redondo, que quizás solo algo terrible podría zarandearlo y despertarlo. Pero el caso es que algo horrendo ya ha ocurrido ese 11 de setiembre.

Nuestra espontánea reacción, en una civilización, que también ha olvidado el luto, creyendo barrer así el mal y la muerte, el crimen y la culpa, es la de rodear de explicaciones este hecho para neutralizarlo, resumirle incluso en lo político, lo social, y lo económico, pero guardando intactas todas las seguridades de nuestro satisfecho y lúdico nihilismo. Pero un hecho es innegable. La espantosa Historia del siglo XX solía presentarse ante los hombres en forma de dos individuos que llamaban a la puerta de casa a la hora del lechero, y, cuando todo esto lo dábamos por conjurado para siempre, porque solo sería el fruto de circunstancias políticas, ahora recién estrenado, el siglo XXI se ha presentado derribando la casa con sus habitantes dentro, y en plena mañana otoñal sin nubes.

[1]ABC, 13 de enero de 2002.

UN CIGARRILLO Y UN SOMBRERO[1]

CREO QUE ES KATHERINE MANSFIELD quien dice que, al fin y al cabo, la especie humana se divide en dos clases de personas, la de quienes van a casa de otra persona, dan un timbrazo a la puerta, y en paz; y la de quienes ante el timbre comienzan a preguntarse sobre si será oportuna o no su visita, si molestará o no molestará, y, por fin, se vuelven a su casa sin pulsar el timbre. Y no solo no están así mal vistas las cosas, referidas al talante y los mores de cada uno, sino que también puede decirse todo eso de civilizaciones y épocas enteras, porque también hay civilizaciones y épocas de civilidad y encanto frente a otras, hoscas, y rebosantes de vulgaridad y grosería. Y esto a comenzar por la vida pública, cuyas actitudes de bruticie y navajeo, o cuyo establecimiento de valores que Simone Weil comparaba al sistema indio de castas, destiñen luego sobre las costumbres públicas y privadas.

Estas son las épocas del “Usted no sabe con quién está hablando”, y las de “Aquí todos somos iguales, pero yo estaba primero”. ¡Tanto da!, barbarie en ambos casos. Y cedemos porque no queda otro remedio; la mala educación y la bruticie siempre ganan porque nos intimidan, y sabemos que tras las groserías verbales esa bruticie se abrirá camino a codos o con la navaja abierta. Cuestión, luego, de modalidades.

En otro tiempo parece que había gentes —y no pocas— que pasaban por todo eso, incluso si ello les perjudicaba. Es decir, que tenían la vieja mentalidad del caballero medieval que no usaba espada con canalillo, porque su herida, aunque fuese la de un rasguño era mortal para el enemigo entre horribles sufrimientos, a consecuencia de la infección que con la entrada de aire procuraba el canalillo, y esto significaba una maldad supletoria que no tenía que ver nada con la lucha caballeresca. Pero unos escrúpulos de esta clase hace mucho tiempo que pasaron, y en la vida diaria misma cualquier preocupación por no herir al prójimo, que es como no permitirnos un canalillo por el que pueda destilar hosquedad o indelicadeza, es cosa de mucha risa, y el signo de que no somos más que monos inferiores, y que puede tomársenos a beneficio de inventario o por el pito de un sereno que toca a su voluntad. Si es que a esto no se añade ahora hasta algo así como la obligación de admirar y aplaudir a los triunfadores a cuyo carro se nos ata; que tal parece ya la barbarie consensuada, podríamos decir. ¿Incluso si ese consenso es pasivo, porque para cambiar esa relación habría que ser también algo bárbaro?

Pues de ordinario sí; y no acertaría a adivinar cuándo no, ni cómo podrían hacerse las cosas de otra manera. Quizás solo en el mito de Orfeo del que amansó a las fieras con música, pero eran fieras del mundo animal, no de las pertenecientes a muestra especie. Un bárbaro como Genserico se rió mucho, cuando para hacerle entrar razón se puso ante sus ojos la belleza de las villas romanas, la dulzura de las muchachas y los niños y la gloria de los libros, pensando que esto iba a conmoverle, y que depondría las armas. Pero se rió. Todo eso le era tan ajeno, o quizás le resultaba tan odioso como a Lenin los pequeños chalets suizos, y mucho más cuando se le informó que eran de gentes modestas y trabajadoras que se lo habían ganado con su esfuerzo, porque, para él, este esfuerzo era pura pudrición burguesa que había que llevarse por delante. Parece que no hubo nadie que frente a esa barbarie, e incluso con palabras muy educadas, frenara la bruticie del señor Lenin en seco.

Un biógrafo austríaco del Príncipe de Metternich, Raul Auernheimer traza en su libro dos estampas paralelas de dos encuentros entre dos bárbaros prepotentes, y dos hombre civilizados. El primero tuvo lugar, en Dresde, entre Napoleón y Metternich. Llegado un momento de la diplomática entrevista, este se permitió destruir los proyectos de grandeza bélica de Napoleón, diciéndole: “¿Con qué va a hacer su majestad la guerra cuando gaste el ejército de chicos de veinte años que una vez más ha podido organizar?”. Y Napoleón contestó muy seguro: “Aunque la victoria me cueste un millón de soldados...”; pero Metternich no le dejó concluir y le atajó muy tranquilo: “Abramos las ventanas, Sire, para que toda Europa pueda oír sus palabras”. De manera que, entonces, Napoleón, enfurecido, se puso a pasear por la habitación, y, al pasar ante Metternich que se apoyaba en una consola entre dos ventanas, tiró su sombrero a los pies del príncipe que no se inmutó en absoluto, y al fin fue el propio Napoleón el que se agachó para recogerlo, y ponerlo sobre una silla. Y Metternich, al despedirse, por si el significado de no haber recogido él el sombrero del emperador pasaba inadvertido para este, le dijo: “Sire, estáis perdido”.

La segunda estampa es la del encuentro en Bertechsgaden, en 1938, entre el Canciller del III Reich, Adolf Hitler, y el muy civilizado ministro austríaco doctor Schuschnigg. Aquel también sacó en esta entrevista sus pésimos modales, como Napoleón lo había hecho con Metternich, y de peor manera aún, sencillamente porque era más bruto. Y, cuando Schuschnigg acababa de encender un cigarrillo, siquiera para seguir siendo dueño de sí mismo, Hitler le ordenó que le apagase porque le molestaba el humo del tabaco; y el cortés y delicado Schuschnigg, lo apagó. Pero si Schuschnigg, comenta su biógrafo, no lo hubiera apagado sino que hubiera seguido fumando, y mostrando en ello su intenso placer, quizás no hubiera ocurrido que cuatro semanas después de este encuentro entre Hitler y Schuschnigg aquel invadiese Austria, mientras que resulta más que probable que el día en que Metternich no alcanzó su sombrero a Napoleón, este comenzó a echar a andar primero a Elba, y luego a Santa Elena. Y otros paralelos podrían hacerse en un tiempo más cercano a nosotros, aunque no tantos ciertamente, porque priva más bien la complacencia con el Volkzeit o espìritu del tiempo, y este parece conllevar el complejo de anti—autoridad, y, por lo tanto, una gran espontaneidad hacia la servidumbre.

Aquellas viejas actitudes van pareciendo estampitas del pasado, y puede que así sea, pero también que entonces los perdidos somos nosotros, porque está bien que soportemos educadamente lo que haya que soportar, pero hasta la raya, y de ahí en adelante que los grandes poderes recojan su sombrero, mientras nosotros encendemos un cigarrillo para mostrar que somos nosotros. Y ¿por qué molestará tanto un cigarrillo a los grandes poderosos de este mundo? ¿Les recordará que su tiempo de gloria es al fin y al cabo como el que tarda en consumirse un cigarrillo, luego solo ceniza para tirar al basurero, y que están perdidos realmente? Mucho más cuanto que, para el hombre corriente, como para el caballero cristiano que nos pinta Kierkegaard, el mayor placer es encender y fumar su pipa al atardecer, sentado tranquilamente a su puerta, y preguntándose adónde irán el mundo y sus poderosos tan deprisa. Y, a veces, tan furiosos.

[1]ABC, 29 de julio de 2001.

ESPAÑA CHEQUEADA[1]

A PROPÓSITO DEL CENTENARIO del nacimiento de Luis Cernuda y del homenaje nacional ofrecido al poeta, en algunos ámbitos al menos, se ha vuelto a chequear a España, porque el poeta también lo hace, y admirablemente; pero quizás, sobre todo, porque España —su misma noción y consistencia, pensares y sentires de lo que España es— ha venido siendo sometida a chequeo, desde los tiempos de la Ilustración por lo menos.

Azorín puso a su libro, Lecturas españolas, un apéndice o coda, que llamó Retratos de algunos y malos españoles, y de un español honorario, en cuyas páginas pasa lista a ciertos diagnósticos sobre España y los españoles por parte de fray Luis: un pueblo inculto y duro; y Lope de Vega, que da la palabra a un indito americano que dice: con falsa religión y falsos dioses / nos venís a robar oro y las mujeres. O Cervantes del que escribe el propio Azorín que en el Quijote nos muestra una cáfila interminable de follones, malandrines, bellacos, gente fementida. Y toda esa caterva es española; Gracián, que encuentra a los españoles melancólicos y austeros porque es seca y árida la tierra de España, resume también Azorín; y Moratín, en fin, que, por cierto ha quedado fascinado por las bañeras de París y Londres, habla de ventas y pimientos en vinagre y vinarra que harto apeteces por esos ventorros, rodeados de moscas y mendigos y perros muertos. ¡Esa sí que es vida! Aunque, luego vio, también en París, una cabeza humana en una pica, que era guisote más fuerte que los pepinillos; pero esto es otro asunto, y otro asunto el de mal español honorario, que es Teófilo Gautier.

En el texto mismo del libro, nos explica Azorín que también Góngora nos muestra cómo ve España en su verso, Mentiras, arbitreras, abogados; o que Saavedra Fajardo critica el orgullo, o las constantes guerras españolas, pero también el desolado estado de la agricultura y el no salir de los españoles a otras naciones, porque ninguna juventud sale acertada en la misma patria, y no hay mina en estos reinos más rica que la agricultura; cosas estas maravillosas verdaderamente, cuando se las lee ahora, porque son realmente plena modernidad. Pero a lo que iba es a decir que está muy bien la ironía de Azorín en torno a estos malos españoles; pero que, una vez que nos hemos sonreído con un poco de amargor, comprobamos que, en realidad, lo que hacen esos eximios personajes es simplemente quejarse del mal gobierno o de lo socialmente desastroso, y lo que lamentan es la simple condición humana, porque, en cualquier tierra foránea, otros ingenios críticos pueden hablar de un pueblo inculto y duro, como fray Luis, o decir como Saavedra Fajardo, que, si las cosas fueran asá y no fueran así, tal y como son, todo sería un esplendor, lo que es exactamente igual que afirmar que si nuestra abuela tuviera ruedas sería carreta. Y follones y malandrines hay por doquier, sin duda alguna.

Endechas y melancolías son estas, y bien están, porque a fuerza de llorar los bebés consiguen a veces su potito. Pero, al fin y al cabo, todos estos insignes españoles de lo que se quejaban era de cómo en su tiempo eran España y los españoles, pero no dudaron nunca de aquella, ni se les pasó por las mientes el pensamiento, ni por el corazón el sentimiento, de renegar de su españolidad, ni de cambiar a España por cualquiera otra cosa. Esto llegó más tarde, con las cavilaciones de la Ilustración. No hubo, entre nosotros, una ilustración filosófica de un nivel entitativo y de alguna sustancia, y, en general, todo el fenómeno ilustrado tuvo un tinte sociológico, y como si el viejo arbitrista de solana o botillería propusiera ahora soluciones no solo contra el malgobierno, sino, como en una versión libre de la hegeliana dinámica del Espíritu Universal, para encarrilar la historia; esto es, no ya poner ruedas a la abuela, sino transformarla en una carreta. Así que España tenía que dejar de ser de España y convertirse en otra cosa, hacer otra España, que no tuviera que ver nada con España, para lo que habría que liquidar por lo pronto su historia, y el concepto y la consistencia mismos de su haber sido, y así se puede entender que, entre nosotros, hasta una mera ideología política ponga en cuestión hasta la existencia de España, y que haya instancias que como demenciales demiurgos, poseídos de hybris, traten de que lo que ha sido no haya sido, y que no deba aceptarse que España haya estado tan mal conformada, como si fueran señores de la Historia.

El paraíso siempre está en otra parte, dicen los franceses, aludiendo a la perpetua insatisfacción de nuestra condición humana en relación con lo que somos o tenemos; pero el adagio francés debe modificarse, en nuestro caso, explicitando que no es que la perfección y las relucencias del paraíso estén en cualquiera otra parte, sino que sería paraíso cualquier infierno con tal de que no esté en España. Algo muy similar a la radicalidad del multiculturalismo y la cultura alternativa, según los cuales cualquier cosa estará bien, menos la cultura occidental, lo que al fin y al cabo, es un eco de los estereotipos de una cierta intelligentsia, a cuyo tenor, si una novela, un poema, o una película nos gustan, es que son rematadamente malos. Y pioneros, entonces, los españoles en tan sofisticados sentires, la única España que parece que admitimos es la que no es España, y el gran proyecto, hacer de ella cualquier cosa con tal de que no se parezca a lo que se llamó España durante quinientos años, y parecía entender todo el mundo, tanto españoles como no españoles, pero de manera que estos, sin poder ya hacer pie en algo sólido se conviertan en cualquier cosa. Lo que, después de los surrealismos es, además, cosa bien factible, como nos han mostrado los dos grandes totalitarismos del XX, y no precisamente en pintura o escultura.

Lo que designa la palabra patriotismo pese a su descrédito —aunque realmente todo el lenguaje está desacreditado y no podríamos hablar si no tratáramos de que, pese a ello, las palabras nombren— es la tierra y la historia de los muertos que nos dieron la vida, nos hicieron como somos, y nos posibilitaron dar un paso más, y dejar también una herencia. Lo demás sería impiedad en el antiguo fortísimo sentido de la palabra, pero también una pura y simple necedad, y de peso.

Siempre hubo alguna modernidad, siempre fue fugaz, y siempre dio algún empujoncito, tanto en los arreglos de la casa de cada cual como en los de la casa común; pero, como digo, mientras en otras partes no se anda chequeando cada día qué es lo que sean Francia, o Alemania o Inglaterra, por ejemplo, entre nosotros, España no sale de radiografías, escáneres, análisis y tests, en vista de la misma absoluta inestabilidad del concepto, y así seguimos en lo de mentiras, arbitreras, abogados del verso gongorino.