Un pintor de Alejandría - José Jiménez Lozano - E-Book

Un pintor de Alejandría E-Book

José Jiménez Lozano

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Beschreibung

José Jiménez Lozano, premio Miguel de Cervantes 2002, nos vuelve a cautivar con este ingenioso y divertido relato sobre las peripecias de un pueblo que quiere rehacer las pinturas de la iglesia deterioradas por el tiempo. Para ello Don Absalón, el cura del pueblo, instiga a Juan de Salinas para que vaya a buscar a un pintor a las lejanas tierras de Alejandría. Las extrañas situaciones vividas en el viaje, las conversaciones del pintor en Castilla y los efectos que produce la pintura se describen con la certera y original prosa del autor. Una narración llena de inteligente y disparatado humor y una metáfora tierna del final de los tiempos.

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Literatura73

A los lectores

Esta colección está dirigida a aquellos lectores curiosos y atrevidos que anhelen encontrar una historia hermosa, un drama que revele algo de nosotros mismos o una percepción más aguda del misterio del hombre y del universo. Quien abre un libro espera que se le descubra algo más sobre el mundo y sobre su posición en él. De otro modo sería incomprensible que siguiésemos acercándonos a los libros, cuando la lectura es uno de los gestos del hombre más gratuitos e innecesarios. Como decía Flannery O’Connor, una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo.

La colección Literatura de Ediciones Encuentro ofrece obras que permitan sentir con mayor urgencia el anhelo de un significado y la experiencia de la belleza. Textos en los que la razón se abre y el afecto se conmueve. Piezas teatrales, poemas, narraciones y ensayos en los que andar por otros mundos, abrazar otras vidas, espiar la hermosura de las cosas, y participar en la experiencia dramática que despierta un hecho escandaloso en la historia, el de Dios hecho hombre.

Guadalupe Arbona AbascalDirectora de la colección Literatura

José Jiménez Lozano

Un pintor de Alejandría

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-573-1

© 2010 José Jiménez LozanoyEdiciones Encuentro, S. A., Madrid

Diseño de la cubierta:o3, s.l. —www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10ª —28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

La edición de este libro quiere responder a la deuda de amor contraída con quien escribe las hermosuras del mundo, siente las heridas de sus historias y descubre la urdimbre de la vida.

A José Jiménez Lozano, en su ochenta cumpleaños

«Decirse ha primero la ciudad, patria y linaje, ventura, desgracia y fortuna, su modo, manera y conversación, su trato, plática y fin, porque solamente gozará de este retrato quien todo lo leyere».

(Francisco Delicado, La Lozana Andaluza)

Las señales de los tiempos, y los efectos colaterales del Juicio Universal

Cuando los tiempos se echan a estropear se nota enseguida por inequívocas señales, y en estas tierras de Soria y Guadalajara, como no tienen adornos de ninguna clase, sino que a veces son puros serrijones con cuatro matas pequeñas, es como si los acontecimientos se anunciaran enseñando las uñas como los gatos o los tigres antes de atacar, según los pintores los pintan. Y a días se oían y veían tantas cosas que algunos decían que era al mismísimo Juicio Final al que parecía que se le veían las uñas.

Estaban entonces, un día, unas mujeres cosiendo al solillo en una solana y pasó un arriero con una recua de tres o cuatro animales, y se paró un momento junto a ellas para enterarse de qué pueblo se trataba, o bien para echar una parrafada después de a lo mejor un día entero de silencio o hablando solamente con su recua.

Le preguntaron las mujeres, como siempre hacen en todas partes:

—¿De dónde viene el buen hombre?

—De Zaragoza —contestó él.

—¿Y qué trae de noticias y mercaderías de Zaragoza?

—De mercadería, aceite, cera, miel, candelas, y jabón. Y las noticias malas son, porque allí queman por pensares.

—¿Cómo es que queman por pensares, y quiénes son los que tal hacen? —preguntó Don Absalón, el cura que acababa de llegar al pueblo, de vuelta de casi un día entero de caza con cuatro lebreles, y estaba en la solana hablando con las mujeres.

¿Es que hemos caído en la morisma otra vez? Desde Justiniano por lo menos, si no recuerdo yo mal mis Bolonias, nadie puede ser juzgado por sus pensares y sentires.

—Yo digo lo que he visto —dijo el trajinero—, y eso es lo que hacen los señores inquisidores.

—¿Y nadie pone pie en pared? —insistió el cura.

Pero a eso ya no respondió aquél, y Don Absalón se respondió, a sí mismo y en voz alta, que, como no pusiera él pie en pared en todos los aspectos, en su parroquia y jurisdicción, las cosas irían de mal en peor y de peor en mucho peor, y sobrevendría mucho más rápidamente y de toda necesidad el fin del mundo por el empeoramiento continuo de éste.

—Y el Día del Juicio Universal y sus efectos colaterales —añadió.

Nadie supo con certeza lo que quería decir esto, pero le vieron a Don Absalón como muy decidido a hacer algo sonado, aunque nadie tampoco adivinaba por dónde se saldría aquel hombre. Hasta que se supo que ese mismo día por la noche llamó, a su casa, a Juan de las Salinas que era un Bachiller por Osma y un Licenciado por París, y había ido en peregrinación a Canterbury, que era lo que había hecho olvidar a todo el mundo que el abuelo o bisabuelo de Juan de las Salinas había sido judío, y de los más importantes y antiguos, y tanto como que le llamaban de mote Juan de Esperaindeo, como se dice que se llamaba el zapatero que negó a Nuestro Señor que se apoyase en una pared de su casa, cuando iba con la cruz a cuestas. Pero no le molestaba nada a aquel su abuelo que se lo llamasen, porque decía que, efectivamente, él esperaba en Dios porque sólo faltaba que fuera a confiar en los hombres, ni en sí mismo siquiera, teniendo como tenía la amarga experiencia del gato escaldado. Pero que había que tener compasión y ayudar a quien lo necesitase, y esto, dijo Juan de las Salinas que sí lo hacía él; y todo el mundo sabía que, efectivamente, cargaba con los gastos del Concejo en la asistencia a alguna gente pobre, o que estuviera de paso o tuviera que ser acogida por los fríos. E iba igualmente a costear una parte de las pinturas de la iglesia, que, a comenzar por las que hubo en el atrio, estaban tan borradas que ni se sabía ya de lo que trataban, y había sido Aurelia Agripina, la consoladora de Medinaceli, que tenía unos ojos de lince, la que había adivinado en la pared algunos detalles como los de un plato con unos ojos maravillosos que debían de ser los de una Santa Lucía, y otro plato con otros pechos también maravillosos que debían de ser los de Santa Ágatha, y parecía que una mujer con un cántaro y otra con unas espigas, y otra mujer también con un libro. Y también iba a costear un coro de niños y la educación latina de esos niños, porque eran una vergüenza los cánticos de la gente y el latín del sacristán. Y, si ya no pagaba el aceite de la lámpara del medio de la iglesia, Mosén Absalón le eximía de ello, porque sabía que pagaba el de la lámpara de la sinagoga del pueblo más grande de aquella tierra; y él mismo se lo encubría. Y, aunque confesaba Juan de las Salinas a Don Absalón que tenía miedo de que los señores inquisidores le llamaran falso converso y de que le chamuscaran, Don Absalón siempre le tranquilizaba, porque ya había visto muchas veces cómo hacía él de un bravo inquisidor, otro inquisidor manso. ¿Acaso no tenía los mejores torreznos, y los mejores gallos del reino que, cuando se los comían Sus Señorías, cambiaban las calificaciones y las sentencias? Pues entonces debía estar tranquilo, porque, además, el mismo Juan de las Salinas podía contar a los inquisidores su peregrinación a Canterbury, con todas sus historias, incluidas las más provocadoras que eran bien católicas y a ver qué tenían que decir de ellas, sin que ellos mismos, los señores inquisidores, no parecieran cátaros heresiarcas; o en todo caso no tuvieran que atenerse a las consecuencias de rechazar así como así la opinión de Don Absalón sobre este asunto, porque tenía escrito y medio acabado un libro sobre «Las historias del señor Guifrido de Chaucer comentadas y enmendadas a color más vivo», y eran la ortodoxia misma.

Pero todo iría por sus pasos contados, y lo primero que había que hacer era que Juan de las Salinas fuera a buscar al Oriente a un pintor de Alejandría, que era conocido suyo y tenía mucha fama, y lo trajese a estas tierras, costase lo que costase. Mientras tanto, se daban los últimos toques a la iglesia restaurando el tejado y los boquetes hechos en las paredes; y se quitaba el rollo o picota de delante de la iglesia, que sólo traía malos recuerdos; aunque no tan malos si se consideraba que en los últimos tiempos ya sólo servía a muchos mercaderes para extender su baratillo por las gradas y luego pregonarlo desde allí, o para atar a la picota y bien juntas, para que estuviesen silenciosas y hermanadas, a dos comadres que hubieran reñido, se hubieran motejado con palabras descompuestas y sin composición posible de tan bellacas que eran las palabras, y, por fin, hubieran llegado a las manos. Pero ya no se empleaba para nada más.

Los únicos que no faltaban de visita en lo alto, en los brazos del rollo, eran alguna urraca o algún cuervo, que siempre están observando la vida de la gente como para reírse de ella, y cotorreaban lo que no tenían que cotorrear. Pero ni falta hacía que los viese el pintor de Alejandría a quien iba a ir a buscar Juan de las Salinas, este año que tan buen negocio había tenido con la sal, y podía sentirse libre de trabajos.

De los informes que tenían de Teón de Alejandría

Quien había hablado, podía decirse que a diario, a Don Absalón, de Teón de Alejandría había sido naturalmente Juan de las Salinas, que le había conocido, cuando estuvo por aquí pintando un Edén con una palmera en el centro de él, que acogía al mundo entero bajo sus brazos, y además tenía en su cogollo como un cajón para guardar libros y por eso era el árbol de la sabiduría.

—¿Y de qué eran esos libros, Juan de las Salinas, si puede saberse? —preguntó Don Absalón.

—Estaban escritos en lenguas antiquísimas, según me dijo Teón de Alejandría —contestó Juan de las Salinas.

Y que, como en el Edén siempre hace verano o primavera eternos, la gente no tenía que hacer nada, pues subían por una escalerilla hasta el cogollo de la palmera, tomaba de allí un libro, y luego a la sombra misma de la palmera hojeaba el libro para ver las pinturas que allí había, o leía un rato para sí o para los demás.

—¿Y quién la había dicho a ese Teón que en el Edén o Paraíso había libros? ¿Acaso te dijo para qué los necesitaban?

—Vuestra Merced tiene ojeriza al pintor, e incluso no quiso ir a verle pintar cuando estaba por aquí, y todo lo que le cuento de él me lo echa a mala parte o a beneficio de inventario. Pero yo he recibido más de mil cartas de recomendación de los lugares más apartados del mundo, asegurando a Vuestra Merced que, en esto de pintar iglesias, es el mejor pintor de la tierra entera y capaz de pintar lo más hermoso en la iglesia de nuestro pueblo.

Y entonces pasó Juan de las Salinas a darle cuenta, sin más, de lo que decían las cartas de recomendación principales, firmadas por los más altos y entendidos personajes; y la primera era del Archipatriarca de Constantinopla, que afirmaba que Teón era el primer pintor de iglesias jamás conocido, y también sabía manejar los mosaicos, y hasta el pico y la pala y la azada y la regadera, como había mostrado en su jardín de Alejandría, donde cultivaba toda la clase de rosas, y sobre todo blancas y azules.

—¿Y es que quiere el señor Archipatriarca —preguntó Don Absalón— que nos dediquemos también a cultivar rosas nosotros para las damas corruptas de la Corte de Roma como hacían los alejandrinos antiguos, que componían hasta versos o lo que fuera, con tal de no dar golpe?

—El señor Archipatriarca recomienda simplemente al célebre pintor Teón, y luego Vuestra Merced decide lo que le parezca.

—¿Y manda dineros el señor Archipatriarca o recomienda solamente de boquilla, que siempre es cosa de poco gasto?

Juan de Salinas dijo, entonces, que buena cosa era que recomendasen gentes tan altas, y por lo menos el pintor podría salir más barato.

Pero apenas si pudo terminar de decirlo, porque Don Absalón argumentó que más barato que lo que él pensaba no iba a salir de ninguna manera, porque se le pagaría lo que se acordase, ni menos ni más. Y lo único que había que preguntar, a quienes le recomendasen o al pintor mismo cuando se fuese a contratarle, era si tenía un paladar muy rico y hecho a placeres orientales, porque en este caso había que ponerle al corriente de que en estas tierras de Soria y Guadalajara todo lo que fuera más allá del puro jamón, y las natillas y tocinillos de cielo de postre, estaba excusado y tenido por una gula y lujuria extraordinarias.

—¿Lujuria? —preguntó extrañado Juan de las Salinas.

—Lujuria y grande, que yo sé bien lo que me digo y para eso hice mis estudios, y no voy ahora a andar dando explicaciones.

Así que Juan de las Salinas siguió leyendo recomendaciones de muchas iglesias y monasterios en los que Teón había pintado, y afirmaban toda la excelencia de su pintura; lo mismo decían también los mensajes de mujeres muy hermosas a las que aquél había hecho un retrato, y estaban muy contentas de cómo lo había hecho.

—Ésta es la mejor recomendación: la de las mujeres, y feas o hermosas lo mismo da, porque nunca se encuentran como ellas querrían; pero, para un Juicio Final, no valen estos pareceres.