El azul sobrante - José Jiménez Lozano - E-Book

El azul sobrante E-Book

José Jiménez Lozano

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Beschreibung

El azul sobrante es la nueva colección de cuentos de José Jiménez Lozano, Premio Cervantes de Literatura. "Jiménez Lozano crea aventuras que viajan hasta los territorios de la pasión humana o se detienen en las heridas abiertas por una ternura superior. El abulense nos descubre lo escondido en los pliegues del corazón humano y el secreto cosido en el último resquicio de las entretelas de la historia" (Guadalupe Arbona)

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Literatura

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual.

A los lectores

Esta colección está dirigida a aquellos lectores curiosos y atrevidos que anhelen encontrar una historia hermosa, un drama que revele algo de nosotros mismos o una percepción más aguda del misterio del hombre y del universo. Quien abre un libro espera que se le descubra algo más sobre el mundo y sobre su posición en él. De otro modo sería incomprensible que siguiésemos acercándonos a los libros, cuando la lectura es uno de los gestos del hombre más gratuitos e innecesarios. Como decía Flannery O’Connor, una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo.

La colección Literatura de Ediciones Encuentro ofrece obras que permitan sentir con mayor urgencia el anhelo de un significado y la experiencia de la belleza. Textos en los que la razón se abre y el afecto se conmueve. Piezas teatrales, poemas, narraciones y ensayos en los que andar por otros mundos, abrazar otras vidas, espiar la hermosura de las cosas, y participar en la experiencia dramática que despierta un hecho escandaloso en la historia, el de Dios hecho hombre.

Guadalupe Arbona Abascal Directora de la colección Literatura

José Jiménez Lozano

El azul sobrante

Prólogo de Guadalupe Arbona

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-539-7

© 2009 José Jiménez Lozano y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

Las lágrimas de Nadejda y los añiles del mundo

«He pasado noches llorando por el hecho de que los verdugos no leen nada que pueda humanizarles, y todavía lloro. Pero yo tampoco he leído casi nada... Aprendí a leer, cuando releía a Dostoievski» (Nadejda Mandelstam, Contre tout espoir, III).

«[...] un bidón casi entero de pintura azul, de lo que había sobrado en el principio de cuando se pintó la bóveda del cielo del atardecer» (Jiménez Lozano, El azul sobrante).

Las lágrimas de Nadejda presiden este conjunto de historias de Jiménez Lozano. Son las lágrimas de la escritora rusa, Nadejda Mandelstam, vertidas a oscuras y hechas tinta en sus memorias. Nadejda, que en ruso significa Esperanza, se apena por los verdugos del siglo XX. Se lamenta, también, por todos aquellos otros que no pueden llorar porque no han leído «nada que pueda humanizarles». La cita proviene del texto de la escritora, cuyo primer volumen está dedicado a contar el exilio y la estancia en el campo de concentración de su marido, Ósip Mandelstam, muerto en el campo Vtoraya Rechka en 1938. En España sólo se ha traducido este primer volumen, que se refiere a la muerte del poeta en el gulag, pero Nadejda no se detuvo en esos años aciagos, continuó sus memorias, para señalar otras situaciones que marcan el mundo actual y van contra toda esperanza. Ahora bien, su voz es testimonio de que la esperanza no muere mientras quede un hilo de aquella experiencia con la que el mundo no puede: la discreta e irreductible compañía de un icono en el rincón de una casa moscovita.

Jiménez Lozano hace suyas esas lágrimas que se duelen por el mal de tantos verdugos en el siglo XX; por eso presiden esta colección de cuentos. Además ofrece al lector historias que le permitan atisbar rastros de vidas de hombre. La complicidad literaria reúne a la escritora rusa y al castellano en su visión aguda y dolorida sobre el mundo. A su vez, se unen en el seguimiento de Dostoievski, a quien los dos consideran maestro en la creación de mundos de hombre. Esos mundos son necesarios para que renazca «la esperanza contra toda esperanza».

Si Nadejda aprendió a leer con Dostoievski, Jiménez Lozano lee constantemente al ruso y convive desde hace mucho con sus historias. En la pasión de Jiménez Lozano por el drama de sus contemporáneos es fácil reconocer el mismo origen que animó a Dostoievski en su escritura. Ni uno ni otro tienen miedo a descender hasta los infiernos más profundos del corazón humano. Lo hacen, no con el ánimo de jugar morbosamente con el mal, sino arrastrados por una extraordinaria y a veces atormentada pasión por la verdad de sus figuras. De este modo, ni a uno ni a otro podemos encontrarlos satisfechos con una lectura simplista de lo real. Dostoievski casi violentamente nos sumerge en los torrentes de sus espacios interiores, mientras que Jiménez Lozano nos ofrece historias sólo aparentemente sencillas. Tras este velo de sencillez descubrimos, ya sea en las historias cotidianas protagonizadas por los más pobres, ya sea en el relato de los personajes consignados por la historia, dramas intensos. Jiménez Lozano crea aventuras que viajan hasta los territorios de la pasión humana o se detienen en las heridas abiertas por una ternura superior. El abulense nos descubre lo escondido en los pliegues del corazón humano y el secreto cosido en el último resquicio de las entretelas de la historia.

Sus ojos se fijan especialmente en los dramas que el lector de Jiménez Lozano conoce bien porque son los más llorados por el autor: los totalitarismos del siglo XX, la difícil convivencia entre judíos y cristianos en España, los juicios de la Inquisición, las miserias de los poderosos; en lo que se refiere a nuestro presente, el autor imagina dramas relacionados con la inmigración, la violencia en los hogares y los dramas familiares, la intrusión de las regulaciones estatales en la vida de las personas, la pérdida de los ideales o la humillación de los más débiles.

Las experiencias que nutren las aberraciones de los totalitarismos del siglo XX aparecen en dos cuentos de esta colección. Se describe la aterradora complicidad y connivencia de los hombres con el infierno del holocausto judío. Es el caso de la historia narrada en «El libro de los broches de plata». El asistente del protagonista nos enseña a su jefe: el Doctor Schnizler, que lee a Spinoza, a Poe, escucha a Bach, bebe agua mineral suiza... y, al mismo tiempo, no teme acariciar un libro encuadernado en piel femenina. Es también experiencia aterradora la historia de un hermoso silbato usado en los campos de exterminio húngaros en «El silbato del Diablo». En este cuento el silbato, aun habiendo sido originalmente instrumento de muerte y de dolor cuando se usaba para llevar a los judíos «trotando a las cámaras de gas», sirve después de misterioso instrumento para la sanación de un inocente y, en tercer lugar, es ocasión para el retraso del final de los tiempos. De ese modo, se combinan en un primer nivel tres historias en torno a una misma cosa: un silbato de plata.

Otros cuentos llevan en sus cauces las dolorosas historias por la difícil convivencia entre judíos y cristianos en España. Entre ellas, Jiménez Lozano recrea el triste exilio del humanista español Luis Vives en «El mesón del flamenco»; muestra las humillaciones que padece un rabino judío primero en el seno de su comunidad y después en un barrio cristiano en «La burra de Balaam». También se subraya el carácter beneficioso de la convivencia entre judíos y cristianos a través del prodigio de un capote judío que, usado por un inquisidor, lo hace benevolente en «El sobretodo»; y la compleja historia sobre el inevitable e imposible amor entre una judía y el sobrino de un inquisidor en «La cojita».

Hay dos historias que se enmarcan en la corte española y muestran la «intrahistoria» que alimenta la historia y las miserias de los poderosos. El primer relato, titulado «Los ochos días de Canosa», cuenta el alivio que sintió Floridablanca cuando se enteró del retraso de la llegada a la corte española de noticias sobre la Revolución Francesa. Son los ocho días de respiro que le quedan a la corte antes de que se deshaga la nieve que cierra las fronteras del Pirineo y se sepa de las guillotinas francesas. La segunda, titulada «La audiencia», es la patética visión que nos devuelve la voz de Rebénac, embajador francés, cuando su monarca le pregunta por la monarquía española. El embajador cuenta su encuentro con el rey español Carlos II en audiencia oficial: ha visto a un rey enfermo e impotente, «un niño doliente», en medio de una corte que cruelmente lo mantiene como monarca.

Los relatos de Jiménez Lozano se encarnan en el tiempo: el tiempo de la historia que moldea los perfiles de las experiencias narradas, y el tiempo de las situaciones más cercanas, enmarcadas en nuestro presente. El autor no se desentiende del ahora, se hace su testigo y por eso vuelve en esta recopilación a mirar y a crear relatos que bien pudieran ser vividos en nuestro siglo. Lo hace con historias que transparentan nuestros latidos, nuestros rencores y odios, como también las posibles ternuras y las huellas de caridad. Esos cuentos son las nuevas lágrimas vertidas por nuestro mundo —el del siglo XXI—, que, como puñales afilados, se proponen para su lectura a los lectores. Los dramas de la inmigración se nos ofrecen en dos hermosos cuentos: el protagonizado por el serbio Esteban Djilas que, en medio de humillaciones y dificultades, mantiene una esperanza invencible en «La segunda remesa»; o la humanidad puesta a prueba por la miseria en «Los papeles de España». Se asoma a historias de odio en los matrimonios, dos de ellas sórdidas: «Cuello de garza» y «En la tienda». En «Ángeles detectives», el terrorismo actual aparece en su faceta más cruel y nos ofrece un cuento cuyo centro son los niños bomba.

En «El merendero» se refleja la tristeza que genera la secularización. Me detengo algo más en este relato que cuenta el final de la comida copiosa que reúne a varios matrimonios amigos un Viernes Santo. Se ven para planificar un viaje a Londres; cada uno de ellos siente la desdicha del presente y la nostalgia del pasado. Los personajes han perdido sus certezas y sienten su ausencia. Sienten el recuerdo de lo que se celebraba y han perdido. Un recuerdo que se hace punzante a través de diferentes formas: lo leído en una página del periódico, una intención secreta, un silencio, un cielo cárdeno o unas piezas de carne sanguinolentas. La noticia es la que ha leído uno de los personajes en la sección de curiosidades y hábitos ya perdidos: la costumbre de no comer carne en Viernes Santo. La intención secreta es el deseo vergonzante de Lorenzo de ir a una iglesia. El silencio es el que nace de la incertidumbre y del desconcierto entre ellos. El cielo de nubes rojas y cárdenas insinúa el contenido de lo que se celebra en Viernes Santo y que ellos han olvidado. Las piezas de carne sanguinolentas son las que ven salir del merendero y que les traen a la memoria al «cordero del mundo», cuya historia recuerdan de la niñez. De este modo, los atisbos de certezas perdidas se hacen legión, quizá inútilmente, en este cuento.

La pérdida del gusto por la vida y las amargas consecuencias del desencanto de las utopías son el contenido de otra de las historias. Se trata del último cuento de esta recopilación, el titulado «Una cena íntima». En él se describe la trágica indiferencia de una pareja ante el dolor y el sufrimiento ajenos. El matrimonio había estado comprometido en su juventud con la revolución, pero pasado el tiempo se han convertido en burgueses insensibles. Han perdido el afán de lucha y están de tal modo anestesiados frente al drama, que juzgan la muerte de un joven criado como la simple incomodidad de un trastorno para sus planes.

Los añiles del mundo

Las lágrimas por el mundo no nublan la visión de Jiménez Lozano porque su mirada no se detiene en el mal. Con una inteligencia creadora llena de compasión por los lugares, tiempos y personas de sus mundos imaginarios, sabe descubrir los azules del mundo. Jiménez Lozano los hace emerger de entre la miseria, la desidia o las tragedias de la historia y el mundo. Son puntos de fuga que desde el interior de la historia la atraviesan, apoyándose en una o varias de las categorías del cuento.

Esto se ve bien en el cuento que da título a este conjunto: «El azul sobrante». La historia nos narra el recuerdo de la anciana Ruth que, tras ser preguntada por una periodista, se decide por fin a desvelar —iba a cumplir cien años— el porqué de «tener un pelo tan blanco y azulado y una ropa tan blanca y como con un aire azul». Su secreto se retrotrae al pasado cuando, siendo niña, ella, su hermano David y sus padres se salieron de la carretera detrás de un camión que llevaba unos decorados o carteles grandes. Los tres mozalbetes que iban en el camión le regalan a la niña un frasco pequeño de cristal blanco e irrompible con un azul que le ha permitido estar contenta desde entonces.

La historia primera es elemental y, en su sencillez, desvela una riqueza extraña. De hecho, las palabras transparentan una historia oculta en sus entretelas. Nos acercamos a través de una situación corriente a otra extraordinaria: el accidente se parece a un deslizamiento, no hay heridos ni muertos; el espacio es singular (un hermoso prado donde pace una cabra sin inmutarse); el tiempo se detiene («y pasó tiempo y tiempo»); produce silencio («los cuadros debían de producir silencio porque en cuanto los miraron se quedaron también como mudos»); y los personajes que encuentra esta familia son tres mozalbetes muy espigados y muy morenos que parecen marroquíes y llevan el nombre de los ángeles de la Escritura: Miguel, Rafael y Gabriel. Llegamos a saber que lo que ha provocado el accidente es un bote de pintura: un «bidón casi entero de pintura azul, de lo que había sobrado en el principio de cuando se pintó la bóveda del cielo del atardecer». Este azul es el protagonista en el relato que da título a este conjunto y cuyas pinceladas se reparten por el mundo. De hecho, este azul se descubre ligado a diferentes cosas y personas. Es como «la clavelina azul que tenía aquella mendiga en la mano»; o como «un paisaje japonés en azulina»; o como «si hubiera abierto el mar y los océanos; o fuera una mañana amaneciendo, y era una maravilla». Además, su belleza va más allá del tiempo porque está en su origen y permanecerá después de él: «una pintura de antes de la vida y de después de la muerte».

Así el azul, a partir de este cuento, se hace presente a lo largo del conjunto y adquiere valor de símbolo, es decir, se reparte entre las diferentes categorías de los cuentos: en sus estructuras complejas, en las voces del narrador o de los personajes, se revela epifánicamente en cosas y objetos, nutre la fantasía o se presenta en el vértice de la vida imaginaria.

Los añiles del mundo, presentes en los cuentos, son el testimonio discreto y contumaz de la famosa frase de Dostoievski «La belleza salvará el mundo» que, en complicidad sobrentendida, se hace explícita en uno de los diarios del autor. En el titulado Advenimientos1 se cita uno de los textos del ruso en el que Dostoievski confiesa dónde descansa su interés a la hora de crear: «Yo no describo la ciudad, el medio, las costumbres, las gentes, las situaciones, las relaciones y los cambios curiosos de estas relaciones en la vida provinciana de nuestra ciudad [...]. Yo me considero como el cronista de un curioso acontecimiento particular que se produjo entre nosotros súbitamente, inopinadamente, en los últimos tiempos, y que nos ha golpeado con su extrañeza. Aunque, como la cosa no se ha producido en el cielo, sino entre nosotros, me es imposible no evocar a veces en unas escenas el aspecto diario de nuestra existencia provincial, pero prevengo que no lo haré sino solamente cuando sea necesario. No me ocuparé de la descripción de nuestro modo de vida actual»2.

Pues bien, las descripciones de los mundos llorados son ocasión, en la obra de Jiménez Lozano, para descubrir esos añiles del mundo o esos «curioso[s] acontecimiento[s]» que nos golpean «con su extrañeza». Añiles que como en el caso de la anciana Ruth azulean la vida y la llenan de contento.

Los azules —como el de la historia de «El azul sobrante»— se descubren sólo cuando el narrador los quiere revelar y aparecen siempre escondidos en los pliegues de la historia. Las diferentes categorías de los cuentos los esconden y/o revelan. Se muestran en las estructuras complejas, es decir, en aquellos cuentos que contando una historia principal sencilla nos revelan su secreto a través de la relación que establecen con otras historias que dependen de la principal. Se ve en la reunión de historias que se da en «El silbato del Diablo» y cuya vinculación nos permite descubrir la victoria sobre el mal; se manifiesta en la reunión de historias en torno a «La picota», cuento en el que se encadenan relatos de mujeres, en las que unas y otras se prestan significados. También la historia de Esteban Djilas narra sus «afortunados» sucesos en diferentes fechas de San Esteban; la belleza de esta historia reside en cómo este taxista serbio mira su historia. El relato que cuenta el entierro de una escritora, «Foto de grupo en las escaleras», permite repasar el entretejido de viejas amistades literarias e historias memorables que permitieron la fecundidad de su vida. «Los contemporáneos» reúne dos historias ligadas al presente que se alimentan de otras leídas, las que lega la literatura, y recreadas en constante conversación para sustento del presente.

Los añiles se ven también en las voces del relato, ya sea a través del narrador, cuya voz es testimonio de la historia imaginada y ordena las historias haciéndonos entrever acontecimientos que podrían pasar inadvertidos; ya sea a través de los personajes que nos las descubren. Valga de ejemplo la confesión del protagonista de «Un remusguillo», que nos revela una extraña historia de su juventud, o el amor hacia la madre de «El mesón del flamenco» o los secretos de amor y arrepentimiento que custodia el protagonista de «La llave de plata».

Las cosas y los objetos pueden ser también depositarios del azul que da contento. Es, por ejemplo, un pequeño plato que acompaña a la anciana en «La educación política». El plato representa la memoria de su hijo muerto que rompió la taza correspondiente siendo niño y ahora la acompaña. Hemos visto otros objetos: un silbato de plata en «El silbato del Diablo», símbolo de la esperanza contra toda esperanza, el abrigo de «El sobretodo» que, sobre los hombros de un inquisidor, le confiere una compasión inaudita.

Los azules, sinónimo del ideal, aparecen también con la forma de lo admirable. Así es en la inspectora que viaja en coche tirado por un unicornio y protagoniza el relato «La señora inspectora»; ella eclipsa al inspector real. Éste se presenta anodino, aburrido, desinteresado, porque ni pregunta ni felicita a los chavales de la escuela. Es admirable la reunión de experiencias que posibilita la lectura en relación con la tradición, en cuentos como «Los contemporáneos» o «Foto de grupo en las escaleras» y de donde emergen, inagotables, esos azules del mundo que son las historias y los relatos que son posibles en los libros y en la memoria de los hombres.

Por eso bien se puede llamar a esta colección las lágrimas de Nadejda, pues la hermosura de cada una de estas historias es la de una belleza herida. Y así nos lo asegura Ruth, protagonista de «El azul sobrante»: «Pero tampoco se iba a llevar el secreto con ella, cuando se muriese ¿no? Porque quería que, por lo menos, supiese la gente que, pasase lo que pasase, el mundo quedaría muy limpito y añilado antes de la fecha del Juicio, porque eso creía ella que hacía a la gente más alegre». El secreto y la esperanza de Ruth descansan en que los azules del principio del mundo prevalecerán y lo harán del mismo modo que han permanecido en ella; por eso nos lo cuenta.

Guadalupe Arbona Abascal

Notas

1 Jiménez Lozano, J., Advenimientos, Pre-Textos, Valencia 2006, p. 180.

2 Dostoievski, F., Carnets des Démons, 1955, p. 65, cit. en Les Démons, La Pléiade, París, reedición de 19SS, p. 999.

El azul sobrante

He pasado noches llorando por el hecho de que los verdugos no leen nada que pueda humanizarles, y todavía lloro. Pero yo tampoco he leído casi nada... Aprendí a leer, cuando releía a Dostoievski.

(Nadejda Mandesltam, Contre tout espoir, III)

La educación política

El piso era minúsculo, tenía tres habitaciones pequeñas: una cocina, un dormitorio y otro cuarto para estar, que era sobre el que se abría la puerta de la calle; pero a ella la sobraba casa, como la había sobrado siempre, y mucho más ahora que estaba sola, aunque muchos días la parecía que no lo estaba, y que su hijo estaba en el trabajo y volvería para la hora de la comida. No podía pensar que ya nunca volvería, aunque lo sabía perfectamente, y desde que se despertaba a las cinco de la mañana ya había rezado por él y luego había ido a misa de siete, y al salir de allí, pasaba algunos días a comprar un trozo de hueso de jamón para un caldo, que era lo que más le gustaba a su hijo, como había gustado a su padre, y ahora era la base de su dieta, juntamente con las naranjas y el queso.

No necesitaba más, salvo una bombona de gas de vez en cuando, que la servía para la cocina y para calefacción, aunque la encendía muy poco; primero porque tenía que ir con cuidado de no gastar demasiado, pero también porque tenía miedo de que un día, en algún descuido suyo, explotase, y con solo pensar que podía hacerlo y llevarse tantas vidas humanas por delante, se la pasaba el frío muchos días. Aunque en alguna ocasión no tenía más remedio que encenderla, como hoy porque tenía un aviso de que iban a ir a visitarla «los de la Tercera Edad» del Ayuntamiento, y ya era la segunda vez que venían este año.

De manera que a las nueve de la mañana ya estaba toda la casa y cada cosa que había en ella perfectamente limpias y relucientes incluso, como era el caso del frutero de cristal azul que tenía encima de un pañito sobre la camilla, o las tazas y las dos jarritas de china que estaban en el pequeño aparador, aunque faltaba una de las tazas, porque su hijo, cuando era muy pequeño, la había roto al tratar de cogerla aupado en una silla. Le había dado un par de azotes, pero luego, en este tiempo que él ya no estaba, ni se había atrevido al principio a poner allí el juego de café; aunque más tarde la parecía que el plato de la taza rota la consolaba, y puso sobre él un cabo de vela, que algunas noches encendía mientras se bebía el caldo o se tomaba un quesito como en compañía. Luego daba gracias a Dios por aquel sustento, le pedía que la llevase pronto a ella donde estaba su hijo, y eso también la consolaba. Pero, aunque esa mañana ya había sacado el juego de café de china para ponerle en el aparadorcillo, de repente decidió no poner allí el plato descabalado y solitario.

—¿A cuento de qué? Ellos vienen a lo que vienen, y no tengo por qué darles discuentos de mi vida —dijo en voz alta, como muchas veces la sucedía.

Pero esta vez, cuando alzó la cabeza se encontró con que estaba allí su vecino, el señor Andrés, que la pidió excusas por haber entrado sin que ella diese su permiso porque no había contestado, pero en vista de que había dejado la puerta abierta le extrañaba, y entró; pero que sólo quería saber si le podía prestar una bolsa de té para su mujer, a la que, nada más levantarse de la cama, se la había revuelto el estómago. Y luego dijo:

—¿Y a qué hora cree usted que vendrán los del Ayuntamiento a preguntarnos?

—Cuando les parezca. Ellos son los dueños y señores.

Él contestó que no dijera eso, que ahora estábamos en una democracia, y ya se sabía que no era verdad que todos éramos iguales, pero que era lo que había que decir y buena gana había de singularizarse. Y ella, que ya volvía con la bolsita de té, sólo comentó que enseguida pasaría a ver lo que la ocurría a su mujer, que no sería nada, y que el té, efectivamente, sentaba muy bien. Y lo cierto fue que a ella la dio tiempo de ir a ver a la mujer del señor Andrés, a la que ya se la había pasado el malandrín, de volver y estar un rato de parleta con un vendedor de libros que quería que ella le comprase a toda costa un libro de cocina tradicional o moderna, y luego una parleta más corta con dos mormones, que ella creyó, al abrir la puerta, que eran como de una funeraria, aunque se extrañó un poco de que llevasen cada uno de ellos como un libro de misa bajo el brazo; o también podían ser los de algún Banco o del Ayuntamiento mismo, porque ahora todos ellos vestían como de boda o funeral, o a lo mejor ése sería el uniforme de empleados de los que mandaban.

Pero «los de la Tercera Edad» se presentaron más tarde, cuando ella ya había acabado de comer en la cocina, fregado, y acomodado los platos y la cazuelilla en los vasares, aunque de todos modos, cerró la puerta para que no se viese la cocina desde donde se sentarían, y salió a abrir la del piso en cuanto llamaron. Y eran dos, un hombre y una mujer como de media edad pero tirando a jóvenes, y se presentaron, él como funcionario del Área Social y ella como psicóloga.

—¿Y saben ustedes lo primero que preguntaron? —contó ella luego—. Pues me preguntaron si era feliz.

Y había sido lo primero y lo último, porque todo había ido por un igual; preguntas y más preguntas sobre la salud, los ingresos, si leía, cómo pasaba los ratos de ocio, qué pensión cobraba, si dormía bien o tenía ansiedades y sabe Dios qué más; y ella les dijo lo que se la vino a la boca en cada caso, y en paz. Pero, cuando empezaron con lo de la calidad de vida, de si tenía televisión y, sobre todo al final, con lo de si participaba en los servicios que tenía el Ayuntamiento para la Tercera Edad, como viajar, ir de vacaciones, o a los espectáculos y reuniones de amistad o talleres culturales que se celebraban, ella se había dicho que ya estaba bien, y había contestado que, agradeciéndoselo mucho al Ayuntamiento, no necesitaba nada de todo eso.

—¿Y no la parece que no es vida estar aquí encerrada entre cuatro paredes?

Ella no contestó, y entonces la psicóloga la preguntó que si no la gustaría mucho más vivir en un piso moderno con jardines, cenadores, y piscina y todo; y a esto respondió que sí, y que con mucho menos se conformaba, pero que eso estaba fuera de sus posibilidades.

—Pues el Ayuntamiento —dijo el señor de lo Social— ya ha pensado en esa posibilidad para usted.

Pero ella no le dejó continuar, sino que le interrumpió diciendo que ella se suponía muy bien lo que había pensado el Ayuntamiento, y era que ellos, los de esta casa vieja del centro, se fueran y luego acudieran a un sorteo entre cuatro mil o más como ella, a ver si les tocaba un piso nuevo en donde Cristo dio las tres voces y nadie le oyó, y que además, mucho o poco, tenían que pagárselo.

—¿Y a usted quién la ha dicho esas tonterías? Usted no tiene educación política ciudadana, y no puede entender. Nuestro partido cumple lo que dice.

—¡Pues será así, como ustedes me cuentan, y yo me alegro de ello! —contestó ella.

Pero ya se cerró en banda, y viendo ellos que ni hablaba, ni parecía escuchar, y que no sólo se negó a firmar para lo de la Tercera Edad, sino que les dijo que ella estaba ya en la Cuarta Edad y, por lo tanto, no la correspondía, se enfadaron bastante y se marcharon, asegurando que con ella era imposible hablar, pero que todos los mayores entre los demás vecinos habían firmado.

—Nosotros sí firmamos —dijo luego el señor Andrés—. Nos pusieron la cabeza como un bombo, y firmamos. ¿Y ahora qué va ser de nosotros?

—Pues lo mismo que de mí: nada. Nos echarán y nos llevarán donde quieran, o a las residencias, y ya está. O no nos echarán si no les conviene, y vendrán otra vez con otra embajada, porque ahora, como estamos en la democracia, recibimos más embajadores y embajadas que los reyes mismos, señor Andrés.

Y luego dijo que ella, por lo pronto, se iba a sentar a la camilla a dar la cabezada de todos los días, que ya se la habían retrasado bastante los de la Tercera Edad, y a lo mejor a cuenta de esto, hasta soñaba con ellos, no lo quisiera Dios.