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La Estrella de la Muerte del franquismo
La cárcel de Carabanchel, construida en 1940 por mano de obra esclava republicana, fue la más grande y masificada de las prisiones que poblaron la España de posguerra. Todo en ella, desde su diseño panóptico a la sucesión de abusos, la convirtió en buque insignia de la represión del franquismo, su Estrella de la Muerte.
Su cierre en 1998, abandono y posterior demolición en 2008 supuso también la pérdida de la mayoría de su archivo. A pesar de este «holocausto documental», el historiador Luis A. Ruiz Casero, con el apoyo de la Plataforma por el Centro de Memoria de la Cárcel de Carabanchel, ha logrado construir una pormenorizada y finísima historia general de este patrimonio doloroso e incómodo.
En este libro, Ruiz Casero no solo da cuenta de los mecanismos opresivos del régimen sino también de la vida cotidiana de los presos: la importancia del papel de las mujeres de los reclusos mientras construían la prisión, los métodos de algunos de los más terribles torturadores, las diferentes formas de unión y resistencia de los encarcelados, su ingenio para poder despedirse de los prisioneros que serían ajusticiados al amanecer, la formación de la COPEL, y los continuos intentos de fugas, algunas exitosas.
«Ningún edificio condensa la historia del siglo XX en España como la cárcel de Carabanchel. Entender la cárcel es entender el franquismo, la Transición y las primeras décadas de la democracia. Luis A. Ruiz Casero, con su envidiable capacidad para revivir la historia, nos ofrece la biografía apasionante de un espacio de represión que marcó a la sociedad española durante seis décadas. Una lectura imprescindible para entender de dónde venimos y, en muchos sentidos, dónde estamos».
Alfredo González-Ruibal, Premio Nacional de Ensayo 2024
SOBRE EL AUTOR
Luis A. Ruiz Casero (Madrid, 1985) es doctor en Historia por la UCM y arqueólogo por la Universidad de Alcalá. Ha centrado sus investigaciones en la guerra civil española y en sus consecuencias. Ha publicado medio centenar de artículos científicos y, en 2023, una monografía sobre los frentes olvidados de 1936-1939. Desde 2021 ha documentado la historia de la mayor prisión del franquismo, la cárcel de Carabanchel. Actualmente se encuentra inmerso en un proyecto sobre los restos materiales de los campos de concentración y los destacamentos penales de la dictadura.
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Seitenzahl: 336
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Luis A. Ruiz Casero
CARABANCHEL
La Estrella de la Muerte del franquismo
Prólogo de Carmen Ortiz
primera edición: marzo de 2025
© Luis Antonio Ruiz Casero, 2025
© del prólogo, Carmen Ortiz, 2025
© de las fotografías de interior, Eva G. Herrero
© Libros del K.O., S. L. L., 2025
Calle San Bernardo 97-99, entresuelo 8
28015 Madrid
La realización de esta obra ha sido posible gracias a las subvenciones de 2020 y 2022 para actividades relacionadas con la recuperación de la Memoria Democrática y las víctimas de la guerra civil y de la dictadura otorgadas por Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática.
isbn: 978-84-19119-93-3
código bic: HBTB, 3JKF, 3JKJ
diseño de cubierta: Artur Galocha
maquetación: María OʼShea
corrección: Melina Grinberg y Estela Gómez
A todos los presos
Presentación Por Carmen Ortiz
El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza solo es inherente al historiador que está penetrado de lo siguiente: tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.
Walter Benjamin1
La tremenda destrucción material que resultó de una guerra planificada para que tuviera una máxima duración y dureza dejó a España convertida en una absoluta ruina. Así, una de las tareas urgentes tras su final fue la reconstrucción de la patria. En esta obra se pudo poner en práctica por la dictadura franquista con total libertad y conciencia un sistema integral de lo que Lefebvre2 denominó «la producción de un espacio del poder». Esta planificación se aplicó en los nuevos diseños urbanos emprendidos o en la construcción de núcleos obreros en las ciudades, cuyos extrarradios habían sido el paradigma del desorden, la amoralidad y la anarquía achacadas a la República. Pero la homogeneidad que se perseguía en la reconstrucción de los pueblos y ciudades no podía faltar tampoco en otros proyectos básicos, como en el que será elemento fundamental de la conformación del patrimonio monumental del franquismo: los memoriales y monumentos por los «héroes y mártires de la cruzada»3.
La supuesta apacible vida que la propaganda de Franco había impuesto como una imagen legitimadora de su dictadura4 y que estaba construida sobre las ruinas de la guerra era la parte banal o amable de otra realidad, más escondida y peligrosa, pero igual de presente y cercana para cualquier español: la del sistema represor de la violencia política. En realidad, estas dos geografías estaban igualmente controladas por la dictadura: una, la visible, la apacible, era el espacio diseñado para los «buenos» ciudadanos. Esta geografía pacificada se completaba y se entendía de hecho por oposición a la existencia de otros ámbitos invisibles o restringidos donde se practicaba la represión y la violencia sistemática contra los «malos» españoles o desafectos al régimen.
Ciertamente, en la construcción del espacio de poder de la posguerra jugaron un papel importante los lugares y los ámbitos dedicados a la represión, el castigo y el control social. La persistencia de la violencia de la guerra después de acabada esta; la sustitución de lo que se ha denominado como una «comunidad de la muerte» por una «comunidad del castigo» constituirá la especificidad de la represión franquista como la más brutal de las existentes en Europa, fuera de los extremos nazi y estalinista5. Así, toda una serie de instituciones y espacios creados para la segregación y el control securitario vigilaron la vida cotidiana de los ciudadanos. Como se ha repetido, al terminar la guerra España se convirtió en una enorme prisión6. La verdadera entidad y distribución de estos lugares de detención, tortura, prisión, y en muchas ocasiones desaparición, es un asunto en que todavía queda mucho por conocer.
Esta tipología de lugares del terror comenzaba por los campos de concentración, muchos desmantelados al finalizar la guerra, pero otros mantenidos como centros de clasificación de soldados y prisioneros, o destinados a alojar batallones disciplinarios de soldados y presos trabajadores. Las comisarías, las sedes de los tribunales militares, las cárceles y los cementerios completaban esta geografía del terror que llegó con una victoria que no trajo la paz. En muchos casos se han mantenido sin señalizar y sin establecer ningún elemento de conservación de su memoria los edificios de todo tipo —desde plazas de toros a cines o conventos— que sirvieron como cárceles provisionales durante la guerra y en las cuales murieron después de ella de hambre y penalidades o asesinadas miles de personas.
Las tapias de los cementerios donde eran ejecutados los condenados sin justicia han sido hasta hace muy poco en muchas ciudades lugares abyectos, donde las únicas huellas de lo ocurrido eran los agujeros de los tiros en los ladrillos, y en los cuales ciertos dirigentes políticos han llegado incluso a impedir que se erigieran memoriales dedicados al recuerdo de las víctimas. En otros casos, los vecinos actuales ya no recordaban que en su pueblo habían sufrido y muerto muchos prisioneros en el campo de concentración que tuvieron al lado. Los resistentes y presos políticos de la dictadura no pudieron conseguir que se conservara la prisión más emblemática del franquismo, la cárcel de Carabanchel en Madrid.
Estos sitios, aunque silenciados y olvidados, habían permanecido formando parte de la vida de los ciudadanos y de la nación, a pesar de su existencia ciertamente fantasmal hasta el final de la dictadura. A medida que el recuerdo de la guerra se fue alejando, fue cambiando y se fue democratizando, los lugares de la guerra, del miedo y de la violencia franquista comenzaron a ser reclamados como sitios convocantes de memoria7, y se convirtieron en un patrimonio, doloroso e ingrato, pero necesario de rescatar para afrontar el futuro8.
No se puede decir precisamente que las políticas públicas de memoria hayan llegado en España al nivel de consenso democrático necesario y que es reclamado socialmente. Sin embargo, podemos observar algunas líneas muy sutiles que nos amplían la perspectiva acerca de la presencia de esta memoria de violencia. Si ponemos el foco en el giro epistémico que representa la hauntología, como estudio de las ausencias que, a pesar de su aparente invisibilidad, continúan persistiendo, y las posibilidades que ofrece para pensar las formas en que se materializa la memoria, en que pervive lo invisible y espectral9, podremos advertir un proceso —aunque sea metafórico— en el que la presencia fantasmal, ética y política, de la guerra y el franquismo, va emergiendo, se va imponiendo y superponiendo materialmente sobre los mausoleos, los monumentos, las pirámides y las cruces levantadas por los vencedores de la guerra, que, a su vez, se van convirtiendo en ruinas, perdiendo terreno y sentido; sumergiéndose o desvaneciéndose. El recuerdo de la antigua cárcel de Carabanchel, mantenido a través de los años, con memorializaciones más o menos efímeras en el enorme y desolado solar que quedó tras su demolición en 2008, sería un ejemplo de cómo la huella, la herida que significa este vacío material de lo que se ha querido borrar, es algo más vivo y presente de lo que los promotores del derribo hubieran querido.
El carácter fantasmal de las ruinas y las huellas de la guerra y la violencia dictatorial es así un elemento convocante10 y no solo para los activistas y emprendedores de iniciativas memoriales y patrimoniales, sino también para otros sectores, intelectuales y para el mundo del arte. En relación a esto, no dejan de ser significativos los variados casos en que las prisiones construidas o que fueron ocupadas durante la guerra y el franquismo han acabado siendo sedes de instituciones museísticas o de difusión cultural. Así, el Museo Extremeño Iberoamericano de Arte Contemporáneo de Badajoz (MEIAC), que alberga la que fuera cárcel provincial, construida entre 1941 y 1958 por los propios presos en el régimen de redención de penas por el trabajo. También el Domus Artium (DA2) en Salamanca es un museo de arte contemporáneo alojado en la cárcel construida en 1930, igual que el Museo de Arte Contemporáneo (MARCO) de Vigo que fue instalado en 2002 en el edificio de la antigua cárcel, rehabilitado en 1995.
Aunque ya en los primeros años de la Transición se puede encontrar algún precedente interesante, como el proyecto, elaborado precisamente para el MEIAC, Las otras galerías. La cárcel y las bellas artes, del escritor y curador Quico Rivas (1953-2008), en la actualidad destacan una serie de creadores dedicados al que puede llamarse arte político y que tienen a la cárcel —y específicamente la cárcel franquista— como ámbito especialmente relevante para expresar la violencia, las formas de coerción social y la pérdida de identidad individual que el encierro y la privación de libertad conllevan. Son ejemplo las investigaciones, instalaciones, esculturas y fotografías de Patricia Gómez y María Jesús González, como su Proyecto para cárcel abandonada (2008-2009) sobre la prisión de Valencia, o los numerosos trabajos de Paula Rubio Infante sobre la memoria de la cárcel de Carabanchel entre 1998 y la actualidad11.
Las iniciativas para la conservación del patrimonio memorial del franquismo es bien sabido que están acompañadas de una gran controversia ideológica, aun todavía hoy, y después de varias décadas de legislación y actuaciones políticas inequívocas en el sentido de sancionar la necesidad de restablecer la justicia, reparar el daño y reconocer a las víctimas de la dictadura. Algunos de los lugares emblemáticos, comenzando por el mausoleo de Cuelgamuros, han sido objeto de serios trabajos y exámenes jurídicos, políticos y éticos para conseguir su resignificación y el mantenimiento del lugar como sitio de memoria democrática12.
Por lo que respecta a los centros de detención y prisión, algunos importantes, como la Modelo de Barcelona, se han conservado manteniéndolos como centros que es posible visitar y sobre los cuales puede tenerse además un conocimiento accesible a través de muchos medios de difusión13. Muy distinto ha sido el caso de Carabanchel, la cárcel más grande, más poblada y con una historia más exclusivamente relacionada con la dictadura franquista, no solo como prisión donde se castigó la disidencia y la resistencia política antifascista, sino también donde se manifestaron de la forma más virulenta y dramática posible la desigualdad y las tensiones sociales provocadas por el régimen, que dieron lugar a oleadas de delincuencia común y desembocaron en las revueltas de los presos sociales y comunes en los años de las décadas de 1970 y 1980. El complejo penitenciario de Carabanchel, un conjunto de edificios y dependencias creadas para mantener el férreo sistema de orden público que caracterizó a la nueva España surgida de la guerra, fue primero abandonado y luego demolido —casi— por completo en 2008 en un intento claro de acabar con la memoria de lo que había sido la prisión emblemática de Franco. Sin embargo, no parece tan fácil acabar de un plumazo —o gruazo— con la memoria social ni acallar los recuerdos y las experiencias de las miles de personas que sufrieron en ella la pérdida de una parte muy importante de sus vidas, de su identidad y de su futuro.
El libro que tenemos ahora entre las manos es muy importante en muchos sentidos. En primer lugar hay que señalar que es el producto de un trabajo promovido por la sociedad civil, y fundamentalmente por grupos convencidos de la importancia memorial de la antigua prisión franquista y su mantenimiento en un entorno ciudadano y barrial específico. Es un ejemplo más de hasta qué punto puede ser fructífera la cooperación y el conocimiento colaborativo entre el activismo político y la investigación académica de la historia y la ciencia social.
Por otro lado, es un libro que ha costado hacer por muchas razones. Un motivo fundamental es que la sistemática intención de no conservar memoria de lo que para muchos eran lugares y hechos dolorosos, traumáticos y poco compatibles con nuestro presente democrático, comportó la «pérdida» o destrucción del «archivo» de la cárcel. Si se ha tardado tanto en poder contar con una historia mínimamente rigurosa y documentada de la cárcel de Carabanchel, en buena medida se debe a la falta de la documentación necesaria. Aunque contamos con algunos libros que han acometido este trabajo14, no existía hasta ahora ninguna obra como la de Luis Antonio Ruiz Casero. Como él mismo señala, este es un libro escrito con una mano atada a la espalda por la falta de la documentación oficial del establecimiento penitenciario. Ahora bien, este vacío institucional se ha mitigado utilizando las fuentes más diversas, recurriendo a documentación dispersa y difícil de obtener, y sin escatimar esfuerzo en rastrear la presencia de Carabanchel en memorias de activistas y resistentes antifranquistas, en las biografías de los presos más famosos que pasaron por la prisión, en la prensa, en documentales, entrevistas y en todo tipo de fuentes no siempre muy accesibles.
No es fácil hacer una historia con tales carencias documentales y, sin embargo, en el trabajo de Luis Antonio Ruiz Casero prácticamente no falta nada ni nadie. Una de las virtudes del libro es, así, el dedicar la necesaria atención a las múltiples circunstancias de adscripción política o sindical, o sencillamente provocadas por la pobreza o la condición sexual que podían acabar con cualquier persona entre rejas. De este modo, no solamente los líderes políticos famosos, los jóvenes «subversivos» o los promotores de huelgas aparecen entre los protagonistas de sus páginas; también muchos otros presos, mujeres y hombres, anónimos o no, que por motivos de orden público, por «vagos» o «maleantes», o peligrosos socialmente, se vieron también, como los primeros, privados de su libertad, de la salud, torturados, apartados de su ambiente familiar y afectivo, y muchos de los cuales acabaron sucumbiendo al emprisionamiento y los malos tratos entre sus muros.
La cárcel de Carabanchel será, como el propio régimen franquista que la creó y la mantuvo, una obra permanentemente en construcción, pero siempre en pleno funcionamiento. La propia edificación —utilizando batallones de prisioneros—, su inauguración y llenado con presos republicanos procedentes de la cárcel habilitada de Porlier y otras, pero sin que sus grandiosas galerías estuvieran terminadas; su mismo diseño trasnochado como prisión moderna y su deterioro permanente al pasar de las décadas, hicieron del complejo penitenciario de Carabanchel una imagen fehaciente y claramente visible de la distancia que había entre la retórica grandilocuente y supuestamente cristiana que difundía la propaganda del régimen y la realidad de su acción represora y brutal mantenida desde sus inicios y hasta la muerte del dictador.
Luis Antonio Ruiz Casero consigue un relato completo de esta historia, desde la configuración del centro como una prisión emblemática del franquismo hasta llegar a la actualidad, cuando su existencia ya es historia y memoria. Sigue todas las fases de la biografía de la cárcel de un modo sistemático y además las narra con una forma que, sin escatimar la erudición y las normas formales que cualquier investigación académica debe cumplir, resulta clara y, sin renunciar a la complejidad, consigue una lectura llena de interés.
Este libro será así una obra fundamental cuando la materialidad de la cárcel ya no puede asegurarse; será una forma de acceder a ella y a la que fue su realidad, con su tremenda carga de injusticia y sufrimiento para muchísimas personas. El espacio-tiempo del pasado traumático no puede ser lineal; quienes lo han sufrido lo experimentan siempre, y para que pase a ser historia debe ser asumido colectivamente. Para que no se convierta en una huella de presencia fantasmal, que no se calma y que nos inquieta y nos impide seguir adelante, hay que reconocerlo, resarcirlo, enterrarlo, separarse de él, dejarlo ir. Pero este duelo necesita de sus justos rituales y en el proceso son necesarios anclajes que hagan posible la rememoración y el recuerdo. Como ya dejó claro Pierre Nora hace mucho tiempo, los lugares de memoria ni siquiera necesitan ser lugares, vale con símbolos y con acciones como la que ha producido este libro. Lo que hace falta es no olvidar nuestras obligaciones como ciudadanos y recordar siempre con Walter Benjamin15 que «existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra».
1Benjamin, Walter: «Tesis de filosofía de la historia», en Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1989, pp. 180-181.
2Lefebvre, Henri: La producción del espacio, Madrid, Capitán Swing, 2013.
3Del Arco, Miguel Ángel: Cruces de memoria y olvido. Los monumentos a los caídos de la guerra civil española (1936-2021), Barcelona, Crítica, 2022.
4Zamora, Félix: «The XXV Años de Paz Española: the invention of a Francoist aesthetics objectivity and the constitution of a new visual regime of history», Journal of Spanish Cultural Studies, 22 (4) 2021, pp. 497-517.
5Gómez Bravo, Gutmaro y Marco, Jorge: La obra del miedo. Violencia y sociedad en la España franquista (1938-1950), Barcelona, Península, 2011.
6Molinero, Carme; Sala, Margarida y Sobrequés, Jaume: Una inmensa prisión. Los campos de concentración y las prisiones durante la guerra civil y el franquismo, Barcelona, Crítica, 2003.
7Jelin, Elizabeth y Langland, Victoria (comps.): Monumentos, memoriales y marcas territoriales, Madrid, Siglo XXI, 2003.
8Tunbridge, J. E. y Ashworth, G. J.: Dissonant Heritage: The Management of the Past as a Resource in Conflict, Chichester, J. Wiley, 1996.
9Labanyi, Jo: «History and Hauntology; or, What Does One Do with the Ghosts of the Past? Reflections on the Spanish Film and Fiction of the Post-Franco Period». En Resina, J. R. (ed.), Disremembering the Dictatorship: The Politics of Memory in the Spanish Transition to Democracy, Ámsterdam, Brill, 2000, pp. 65-82; Colmeiro, José: «A Nation of Ghosts? Haunting, Historical Memory and Forgetting in Post-Franco Spain», 452°F. Revista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, 4, 2011, pp. 17-34; Hristova, Marije: Reimagining Spain: Trasnational Entanglements and Remembrance of the Spanish Civil War since 1989, Maastricht, Universitaire Pers Maastricht, 2016; Gómez Gabriel, Núria: «Espectropolítica: imagen y hauntología en la cultura visual contemporánea», Contextos, 34, 2020, pp. 153-176.
10Michonneau, Stéphanne: Fue ayer. Belchite: un pueblo frente a la cuestión del pasado,Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2017, pp. 290-303.
11Rubio Infante, Paula: Castillo Negro. Sucesos creativos en torno al sanatorio psiquiátrico penitenciario de Carabanchel, Madrid, Ayuntamiento de Madrid, 2018.
12Ferrándiz, Francisco: «Guerras sin fin: guía para descifrar el Valle de los Caídos en la España contemporánea», Política y Sociedad, 48 (3), 2011, pp. 481-500.
13Polo, M. Carmen (ed.): La Model de Barcelona. Històries de la presó, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 2010.
14VV. AA.: Prisión de Carabanchel. Memoria de una época, Madrid, Ministerio del Interior, 1998; Del Río López, Ángel: Cárcel de Carabanchel: condena cumplida, Madrid, Acción Getafense, 2009; Ortiz, Carmen (coord.): Lugares de represión, paisajes de la memoria. Aspectos materiales y simbólicos de la cárcel de Carabanchel,Madrid, Los Libros de la Catarata, 2013.
15Benjamin, W.: «Tesis de filosofía de la historia»… (cit.), p. 178.
CAPÍTULO 1: PODER ABSOLUTO (1939-1944)
Vamos progresando indudablemente, recorriendo todos los colores del iris. Primero fue la trata de negros, más tarde la trata de blancas y ahora la trata de rojos. Con la enorme diferencia de que mientras la trata de blancas constituía un horrendo pecado, la de rojos está patrocinada y bendecida por nuestra Santa Madre Iglesia.
Valentín Gutiérrez, preso en Santa Rita16
Las cárceles no serán en lo futuro mazmorras lóbregas, sino lugares de trabajo.
Francisco Franco17
16Guzmán, Eduardo de: Nosotros, los asesinos, Madrid, G. del Toro, 1976.
17Redención, 20-4-1940.
Las condiciones de habitabilidad, higiene y paseo al aire libre; los servicios de enfermería, cocina y régimen interior; la instalación de talleres de trabajo, escuelas, biblioteca y hasta de un campo de cultura física y el alojamiento de los funcionarios transformarán la fisonomía de esta Prisión con respecto a los modelos conocidos en España […]18.
Así definía Redención, el semanario oficial de las prisiones de la dictadura franquista, el proyecto de la cárcel de Carabanchel en el momento en que comenzaban sus obras. Cuatro años después, se inauguraba entre grandes fastos. El evento, retratado por el fotorreportero Santos Yubero19, mostraba a las autoridades en torno al ministro de Justicia, el falangista Eduardo Aunós, paseando por pulcros salones, patios amplios y galerías luminosas. Ante ellos los presos, en formación armoniosa, asistían al paso de los jerarcas franquistas que hacían el saludo romano ante la prensa, con el telón sonoro de fondo de marchas militares. Los volúmenes modernos de la arquitectura emparentaban tímidamente con las construcciones racionalistas de antes de la guerra, aunque no estaban exentos de una monumentalidad muy del gusto de las potencias fascistas europeas. Si solo se tuvieran en cuenta las fuentes oficiales, incluidas las pretendidamente imparciales fotografías, parecería que los nobles propósitos enunciados en 1940 se habían cumplido con creces.
Los relatos personales de los presos ofrecen una imagen bien distinta. Era el caso de Melquesidez Rodríguez Chaos, Melque, comunista veterano de las unidades de choque del Ejército republicano, que debió entrar en la prisión pocos días después de su inauguración, procedente, como la mayoría de los nuevos internos, de la cárcel de Porlier. La llamada a ser «Nueva Prisión Modelo de Madrid» ofreció, a sus ojos, el siguiente aspecto:
El traslado a Carabanchel fue precipitado por alguna circunstancia que desconozco. La cárcel no estaba terminada de construir. Solo había ocho o diez galerías en condiciones de ser habitadas. Las obras continuaban. Sin embargo, allí nos concentraron a los cinco mil presos de Porlier. Como en todos los sitios, teníamos que dormir en el suelo, y prácticamente unos encima de otros. A las galerías apenas subía el agua. Pasábamos una sed terrible y lavarse constituía casi un lujo. Había que hacerlo en una fuente situada en el patio general, al que nos obligaban a bajar de la mañana a la noche. Cuando caía el sol de plano, no podíamos protegernos en absoluto. Algunos no aguantaban más y se bañaban en la fuente, a pesar de que se exponían a ser castigados20.
Retrocediendo a la génesis del gran recinto carcelario, sus primeros pasos orgánicos se dieron cuando no habían transcurrido siquiera tres meses del final oficial de la guerra civil. El 15 de junio de 1939 se constituyó una Comisión de Arquitectos de la Dirección General de Prisiones que debía liquidar la venta de la vieja cárcel Modelo, destruida durante el conflicto, y comprar un solar para levantar la nueva prisión21. Desde el comienzo, el proyecto se vio envuelto en la polémica. La compra de los terrenos se formalizó mediante un concurso público, que ganó el duque de Tamames y Galisteo, propietario de una finca entre Carabanchel Alto y Carabanchel Bajo, al proponer por sus terrenos la oferta más barata y la mejor ubicación del solar según el criterio de la Comisión. Sin embargo, el proceso fue denunciado por otro de los aspirantes, el notario —y también aristócrata— Isauro Pardo, ante el Ministerio de Justicia. Al parecer, todo fue fruto de un malentendido: Pardo pensó que el precio de su oferta era el más ventajoso al confundir los pies de la finca con metros cuadrados. Las autoridades franquistas no se anduvieron con chiquitas, y el ministro derivó el caso a la Auditoría de Guerra, denunciando a su vez a Pardo por haber calumniado por escrito a la Dirección General de Prisiones. El asunto se saldó con una sanción gubernativa de 25 000 pesetas22.
Así, la prisión se construiría sobre los antiguos terrenos del duque de Tamames, en una gran parcela triangular de más de dieciséis hectáreas junto a la antiquísima ermita de Santa María y su cementerio, en el término municipal de Carabanchel Alto, pero junto al límite con el Bajo. Como declararon los arquitectos, la ubicación era muy pertinente, junto a la carretera de Extremadura, entre los caminos de Campamento y Aravaca (después, Avenida de los Poblados), y a menos de cinco kilómetros de la capital madrileña. Entre el elenco de las virtudes de su ubicación no consta la practicidad de tener la prisión a un paso de un paredón y un camposanto, pero seguro que a las meticulosas autoridades de la Dirección General de Prisiones no se les pasó por alto. La operación de venta del solar de la Modelo y de compra del nuevo terreno se saldó con un superávit para el Estado de más de cuatro millones de pesetas, que iban a invertirse de inmediato en las tareas de construcción de la primera fase.
El proyecto de la Prisión de Madrid corrió a cargo de la misma Comisión de la Dirección General de Prisiones que había llevado a cabo el proceso de compraventa de los terrenos. La conformaban los arquitectos Vicente Agustí Elguero, José María de la Vega Samper y Luis de la Peña Hickman, con una trayectoria consolidada antes de la guerra. Puede vérselos dirigiendo los primeros zanjeos en las fotografías del inicio de las obras, sonrientes, elegantemente vestidos, ante los centenares de prisioneros de guerra que se dejaban la salud en los tajos a cambio de restar unos días a sus condenas. Sobre el proyecto que firmaron Agustí, De la Vega y De la Peña, existe un vacío irresoluble. No se han localizado la documentación original ni las planimetrías, probablemente perdidas. Por esto, cualquier análisis formal se ve obligado a acudir a las fotografías del edificio ejecutado parcialmente en 1944, que en las décadas siguientes sufriría multitud de modificaciones, ampliaciones y cambios de uso que lo alejaron del proyecto original. Existen, eso sí, algunos documentos indirectos de la primera época de la construcción que permiten afinar en las especulaciones: las imágenes que se conservan de la maqueta original del edificio, el plano esquemático publicado en Redención en 1940 y unas instantáneas de Santos Yubero fechadas en 1941 en las que se ve a unos operarios contemplando una copia de los planos iniciales.
Sobre esa documentación indirecta, la proyectada cárcel de Carabanchel aparece como una de las grandes obras arquitectónicas del régimen franquista, una edificación llamada a ser la mayor prisión de España. Sus dimensiones, su simetría y su severidad servirían para imponer el respeto, la disciplina y el miedo buscados por la dictadura. Las autoridades se enorgullecían de su sistema penitenciario, basado en la punición y la redención, alejado de las debilidades del liberalismo. Así, la nueva prisión no sería un lugar destinado a pasar desapercibido: los arquitectos lo diseñaron como un espacio parcialmente abierto, con una plaza pública que permanecería abierta durante el día. Esa plaza articulaba el primer espacio de la prisión, el destinado a los guardianes, los directivos y sus familias. Al sur, el acceso principal, monumentalizado, con grandes arquerías de ladrillo y una portada clasicista de granito, pensada, como el monasterio del Escorial, o el monumento de Cuelgamuros, para perdurar. Además del acceso, en ese lado de la plaza se abrían las oficinas, el despacho y las viviendas del director y el subdirector, un salón de actos y el cuerpo de guardia. Siguiendo las bases doctrinales del régimen, junto a la Milicia siempre se situaba la Religión: en el mismo módulo se ubicaba un espacio conventual donde residiría una congregación de monjas destinadas a varios servicios penitenciarios. Del otro lado de la plaza, al norte, una imponente iglesia de gusto herreriano, flanqueada por las escuelas para los hijos de los funcionarios, segregadas por sexo. A espaldas de ese conjunto, y en torno a un jardín privado, los nueve bloques de pisos de las viviendas de los funcionarios, preparados para alojar hasta ochenta familias en cuatro plantas.
El cuerpo principal de la prisión lo constituía, claro está, el espacio destinado a los presos. Entre las naves reservadas a los locutorios (colectivos, sin asientos), se abrían dos grandes rastrillos que aislaban las galerías de forma prácticamente estanca. Estas se agrupaban a su vez en dos grandes espacios, en función de si sus ocupantes habían sido ya juzgados o no: la prisión preventiva y el correccional. Que el espacio más amplio estuviese destinado a los presos pendientes de juicio da cuenta de la saturación penitenciaria del régimen franquista en 1940, con centenares de miles de prisioneros de guerra; mientras que a principios del siglo xxi en España solo uno de cada cinco presos es preventivo, la prisión de Carabanchel se diseñó para albergar siete veces más preventivos que penados23.
La prisión preventiva, con su panóptico24 y sus ocho galerías, era el espacio más simbólico del proyecto. En un momento en el que las prisiones de Occidente habían abandonado esa planta por otras más modernas (las de módulos independientes conectados entre sí, llamadas «de poste de teléfonos», o las estructuradas en torno a patios), la elección del modelo radial reflejaba toda una declaración de intenciones del régimen: el franquismo, con su ideología tradicionalista, ultraconservadora, se recreaba en lo arcaico. Las autoridades acudían a modelos sobradamente conocidos, sin innovaciones ni improvisaciones. Los militares que se habían sublevado en 1936 se reafirmaban así como herederos de los represores de la Restauración, que habían encerrado a manifestantes y revolucionarios en la Modelo de Madrid o la de Barcelona, con sus plantas radiales diseñadas en el siglo xix25. Carabanchel se mostraba como una versión mejorada y ampliada de aquellas, con ocho grandes galerías donde había habido cinco o seis. El nuevo régimen alardeaba de su capacidad para reprimir mucho más y mucho mejor. La presentación del proyecto en Redención expresaba la comparación sin ambages: «La extensión superficial de la Cárcel Modelo [de Madrid] era de 47 756 metros cuadrados. La de la nueva, 162 524. La cabida normal de aquella, 1000 reclusos; la de ésta 2000 en la parte preventiva, y 300 en la correccional»26.
Las galerías, de cuatro plantas más una baja y un ático, estaban numeradas, del 1 al 8, en el sentido de las agujas del reloj. La primera galería era la de acceso, y en el proyecto original estuvo destinada a los presos políticos, una escuela general y la biblioteca. La planta baja de la galería, como en todas las demás, estaba destinada a comedores, talleres, economato y servicios higiénicos. De las siete galerías restantes, cinco (de la 3.ª a la 7.ª) serían gemelas, con celdas individuales, mientras que las otras dos (2.ª y 8.ª) tendrían celdas colectivas con tabiques hasta media altura, para los presos gubernativos. Desde el comienzo se concibió cada galería como una prisión independiente en cuanto a su régimen interior, excluyendo los servicios generales como cocina o enfermería, que serían colectivos. Al final de las galerías pares habría unos espacios semicirculares con varios usos: lavaderos, cocinas y pabellones de incomunicados. Todas las galerías convergerían en un eje ocupado por el centro de vigilancia, de planta octogonal, cuya silueta sobresaldría del conjunto, cerrada con una enorme cúpula, un auténtico alarde arquitectónico con sus treinta y dos metros de diámetro, dimensiones muy similares a la mayor cúpula de la arquitectura española, la de la basílica de San Francisco el Grande.
Si bien por una parte el modelo radial elegido se vinculaba con la tradición, por otra encajaba con las pulsiones totalitarias que alimentaban igualmente al franquismo. La planta de Carabanchel lo manifestaba con claridad: todo pasaba por el eje, por el «ojo que todo lo ve»que era el centro de vigilancia, de la misma manera en que todos los españoles en el Nuevo Estado debían someterse al Caudillo. La planta radial, a diferencia de los denostados experimentos liberales, era una expresión de dominación. Los pabellones conectados o los bloques autónomos que llevaban medio siglo empleándose en las nuevas cárceles de Estados Unidos y América Latina favorecían —al menos en teoría— las individualidades y la privacidad, valores rechazados frontalmente por el franquismo. El modelo radial alienaba, sometía, uniformizaba. Y esto a su vez no era incompatible con otra de las obsesiones de la dictadura desde sus primeros momentos: su afán clasificatorio del enemigo. Los prisioneros de guerra eran catalogados en los campos de concentración según su adhesión al régimen como afectos, dudosos o desafectos. Esas categorías permearon a las cárceles, y en seguida se ampliaron: presos comunes, políticos, vagos y maleantes, homosexuales… La fijación taxonomizadora se perpetuaría hasta el final del régimen. Una prisión radial, con sus divisiones y subdivisiones en módulos, galerías y plantas, era perfecta para ese objetivo.
Más allá del edificio radial estaba la prisión correccional, con cuatro galerías distribuidas en dos ángulos rectos, con su propio centro de observación alineado con el eje de simetría del conjunto. Cada galería estaría asignada a cada uno de los períodos de la condena: ingreso, trabajo en talleres con aislamiento nocturno, trabajo sin aislamiento y alojamiento para los penados que saldrían a trabajar al exterior de la prisión. El módulo del correccional contaría con sus propios espacios para enfermería y gimnasio, con un campo de deportes anexo al oeste. En el extremo opuesto, separado del conjunto, el edificio de la enfermería general.
Los espacios entre galerías de ambas partes —preventiva y correccional— servirían como patios para los internos, cada uno delimitado por su tapia. Rodeando todo el complejo carcelario, un doble muro de seis metros de altura con un paso interior de diez metros, con hasta ocho torreones-garita para la vigilancia ubicados en los ángulos exteriores. Desde la calle, el complejo ofrecía un aspecto de fortificación impenetrable, una suerte de castillo medieval o fuerte renacentista invertido, siempre con sus baluartes apuntando hacia adentro.
Para llevar a cabo el megalómano proyecto harían falta toneladas de ladrillo, cemento y acero, y cientos de trabajadores. El país atravesaba un escenario económico próximo al colapso, tras los devastadores efectos de la guerra civil. La carestía y los elevados precios de los materiales debieron suponer un problema en determinados momentos de la obra, a juzgar por lo que se sabe de otros grandes proyectos de aquellos años27, aunque por otra parte creaban un escenario propicio para la corrupción asociada a la construcción, que despegaba con fuerza en ese tiempo, y a la que la prisión no quedó ajena: «Aquí se llevó dinero hasta el apuntador»28. En cuanto a la mano de obra, el franquismo tenía un plan: la explotación generalizada de los prisioneros de guerra.
El empleo de mano de obra penada no era un fenómeno nuevo para los franquistas. Los llamados Batallones de Trabajadores, prisioneros republicanos bajo la jurisdicción del ejército sublevado, fueron empleados extensivamente desde 193729. Las columnas de prisioneros andrajosos y malnutridos con el pico y la pala al hombro habían sido una visión común en los Carabancheles desde 1938, empleados en labores de fortificación durante la propia guerra o de desescombro y reconstrucción a su término30. Hay que tener en cuenta que el nivel de devastación que el conflicto provocó en la zona fue tan elevado que Franco declaró Carabanchel Bajo como «pueblo adoptado» por haber padecido una destrucción de más del 75 % de su caserío. Las columnas sublevadas habían irrumpido en Carabanchel Alto en los primeros momentos del asalto frontal sobre Madrid en noviembre de 1936, y desde entonces hasta marzo de 1939 el frente quedó estabilizado a solo un kilómetro de los terrenos donde se construiría la prisión, en la zona del Cerro Almodóvar y el Hospital Militar, sometiendo a todo el entorno al martirio diario de los bombardeos, los golpes de mano y la guerra de minas.
En una cruel paradoja, la mayor prisión del franquismo fue levantada por cientos de presos republicanos. Los vencidos se veían así empujados a levantar sus propias jaulas desde dentro, cerrar la verja, y ceder la llave a sus captores. Era la constatación del poder absoluto de la dictadura, que no solo privaba de libertad a quienes la habían combatido, sino que se recreaba explotándolos y humillándolos. Los presos que levantaron la prisión de Carabanchel no dependieron de los Batallones de Trabajadores del ejército, sino de una nueva institución creada también durante la guerra, en 1938: el Patronato Central para la Redención de Penas por el Trabajo, dependiente de la Dirección General de Prisiones. De esta manera, todos los aspectos de la construcción de la nueva cárcel, desde el proyecto a la mano de obra, quedaban unificados bajo el mando de la Dirección General, en aquellos momentos en manos del temido general Máximo Cuervo Radigales. Los penados, bajo una perversión de los supuestos ideales católicos, tenían la oportunidad de expiar sus delitos mediante el trabajo, pudiendo reducir su condena a razón de dos jornadas por cada día trabajado. Los investigadores que han diseccionado la cuestión ponen en duda la pretendida condición voluntaria de ese trabajo, incidiendo en la dureza de las condiciones en las que se desarrollaba31.
Cada mañana de lunes a sábado los reclusos trabajadores emprendían su penosa marcha desde la prisión habilitada de Santa Rita hasta el tajo. Las obras comenzaron el 10 de abril de 1940, nueve días después de que Franco firmara el decreto fundacional del otro gran símbolo arquitectónico de su poder, el Monumento Nacional a los Caídos de Cuelgamuros, que no tardaría en incorporar también a prisioneros de guerra como mano de obra. Parece que el número de presos trabajadores en Carabanchel nunca superó el millar simultáneamente, aunque dada la prolongación en el tiempo de las obras y la movilidad de los penados es de imaginar que en total varios miles de presos debieron participar en algún momento en su construcción. El historiador Daniel Oviedo Silva ha analizado las fluctuaciones en el número de trabajadores penados que intervinieron en cada momento en la obra: a pesar de que el periódico Redención publicitaba en abril de 1940 que se emplearían 1000 reclusos y el agosto siguiente anunciaba que serían 150032, la primera cifra fiable conocida es sensiblemente menor: 240 a principios de 1941. Al final del año serían 260, momento a partir del cual el número crecería rápidamente: 650-700 a mediados de 1942, 636 a finales, 700-800 en abril de 1943, 800 en mayo-junio, y 638-676 en agosto. La Memoria del Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo de ese año afirma que hubo un contingente permanente de entre 800 y 1000 reclusos, aportando una cifra concreta: 956.
Santa Rita fue, desde el principio y hasta la inauguración de la nueva prisión de Carabanchel en 1944, la base penitenciaria de la que partían los trabajadores penados. El edificio aún se conserva, con muchas modificaciones, en el número 53 de la carabanchelera calle de Eugenia de Montijo, funcionando como un colegio privado, sin placa o memorial alguno que recuerde su historia penitenciaria. En aquellos años era un antiguo reformatorio decimonónico que había resultado muy dañado por los combates de 1936-1939. En sus desvencijadas naves de estilo neomudéjar se apiñaban en aquel momento, según recordó Eduardo de Guzmán, unos 2500-3000 presos. El periodista ácrata había sido trasladado el 6 de marzo de 1940 a la prisión provisional procedente de Yeserías, y plasmó en sus memorias la tensión cotidiana de los condenados, como él, a la pena capital, a la espera de la fatal saca, la alimentación paupérrima, las alambradas, los focos en los patios, y las edificaciones perforadas por la metralla parcheadas apresuradamente por los Batallones de Trabajadores. Y recogió también la presencia de los penados que se concentraban allí para trabajar en la nueva prisión:
En el mismo Santa Rita hay ya una treintena de hombres —que pronto serán veinte veces más— que se «redimen» trabajando muchas horas diarias en la explanación de los terrenos donde ha de levantarse la futura cárcel de Madrid […]. El edificio aislado en medio del patio ha quedado reservado para los trabajadores. Son varios centenares los que en estas semanas ingresan procedentes de otras cárceles. Vienen a trabajar en las obras de la nueva prisión, aunque el número de los que salen a trabajar va aumentando con lentitud y la mayoría de los traídos tienen que conformarse con pasear por el patio33.
Hubo prisioneros trabajadores ilustres, como Cipriano Mera, el albañil anarcosindicalista que había llegado a mandar un cuerpo del Ejército republicano durante la guerra. O quien habría de convertirse en el más conocido humorista del país, Miguel Gila, que en sus memorias plasmó escueta pero explícitamente las duras condiciones en el tajo: «A pesar de nuestra debilidad nos llevaban a construir la que más tarde iba a ser la actual cárcel de Carabanchel. Ahí trabajábamos durante toda la mañana»34