Sin lustre, sin gloria - Luis A. Ruiz Casero - E-Book

Sin lustre, sin gloria E-Book

Luis A. Ruiz Casero

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Tras el cruento ciclo de batallas en torno a Madrid que se sucedieron durante el primer invierno de la Guerra Civil española, parecería que la lucha en los flancos de la capital se había extinguido. Pero en los frentes estabilizados de Toledo y Guadalajara la matanza no había hecho más que empezar. Madrid nunca dejó de ser un objetivo militar de primer orden para los ejércitos en lucha, que ansiaban defenderla o expugnarla a cualquier precio. En consecuencia, en los sectores del Centro se libró a lo largo de dos años una guerra olvidada, a una escala hasta ahora desconocida, que causó un enorme sufrimiento a quienes la vivieron. En Toledo y Guadalajara se sucedieron los golpes de mano, los bombardeos, y las razias hasta el final de la guerra, y en ocasiones tuvieron lugar allí operaciones importantes, en las que intervinieron miles de hombres apoyados por abundante artillería, carros y aviación. Con contadas excepciones se trató de un conflicto sordo, desdibujado, librado en lugares remotos, sin aparente influencia en el desarrollo global de la guerra. Las fuentes dibujan de manera inequívoca un escenario de terror cotidiano más allá de las grandes batallas bien conocidas de Brunete, Teruel o el Ebro, que poco tiene que ver con los «frentes en calma» que algunos historiadores han descrito. En el libro Sin lustre, sin gloria. Toledo y Guadalajara, frentes olvidados de la Guerra Civil, Luis Ruiz Casero, con una prosa que sitúa a su obra en la mejor tradición de los grandes autores de historia militar, retrata esta guerra cruel, áspera, en la que los combatientes morían en el páramo sin la pátina gloriosa de las grandes maniobras. La muerte no entiende de gestas. De este relato de las operaciones libradas en los frentes de Castilla, estos frentes olvidados, emerge una nueva narrativa de la Guerra Civil, con despliegues violentísimos aún en los sectores más apartados, y unos oponentes porfiados que libraron un combate sin cuartel.

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SIN LUSTRE, SIN GLORIA

SIN LUSTRE, SIN GLORIA

TOLEDO Y GUADALAJARA,FRENTES OLVIDADOSDE LA GUERRA CIVIL

Luis A. Ruiz Casero

Sin lustre, sin gloria

Ruiz Casero, Luis A.

Sin lustre, sin gloria / Ruiz Casero, Luis A.

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023 – 576 p. ; 23,5 cm – (Guerra Civil) – 1.ª ed.

D.L.: M-22472-2023

ISBN: 978-84-126588-8-0

94(460.281.285).09 “1937-1939”

 

 

SIN LUSTRE, SIN GLORIA

Toledo y Guadalajara, frentes olvidados de la Guerra Civil

Luis A. Ruiz Casero

© de esta edición:

Sin lustre, sin gloria

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12, 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-126588-8-0

D.L.: M-22472-2023

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Cartografía: Desperta Ferro Ediciones

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Primera edición: septiembre 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

ÍNDICE

Agradecimientos

Introducción

Dioses y monstruos

PARTE I 1937

1.    LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

Los frentes de Guadalajara y Toledo, 1936-1937

2.    ENEMIGO A LAS PUERTAS

La batalla del sur del Tajo, abril-mayo de 1937

3.    LA LLAMA SÚBITA

La República golpea en Guadalajara, mayo-junio de 1937

4.    RÉPLICAS DE UN TERREMOTO

Operaciones de distracción, verano de 1937

5.    DIENTE POR DIENTE

Los franquistas recuperan la iniciativa, agosto-septiembre de 1937

6.    EL BARRO DE VERDÚN

La batalla de la cuesta de la Reina, octubre de 1937

7.    EL EJÉRCITO DE LAS SOMBRAS

La guerrilla en los flancos de Madrid, 1937

PARTE II 1938-1939

8.    LAS COLINAS TIENEN OJOS

Resistencia republicana en el vértice Sierra y la atalaya de las Nieves, febrero-marzo de 1938

9.    CONVERTIRSE EN CARNADA

Ataque contra la cabeza de puente de Talavera, marzo de 1938

10.   GASOLINA AL FUEGO

La ofensiva del Alto Tajuña, marzo-abril de 1938

11.   POLVO, SUDOR Y HIERRO

La caída de La Jara, abril-septiembre de 1938

12.   LA ARTILLERÍA CONQUISTA, LA INFANTERÍA OCUPA

La cuarta batalla de Seseña, octubre de 1938

13.   MORIR POR NADA

Las últimas iniciativas republicanas, noviembre de 1938-febrero de 1939

14.   HIJOS DE CAÍN

El fin de la resistencia republicana, marzo de 1939

15.   CARNE PARA GRAJOS

La ruptura de los frentes, marzo-abril de 1939

Conclusiones

Bibliografía

Índice analítico

AGRADECIMIENTOS

Un expresidente del gobierno decía recientemente que «todas las tareas que merecen la pena son colectivas» y mi vanidad me lleva a creer que terminar con éxito esta obra ha merecido la pena. Y si no ha sido así –no soy yo quien ha de juzgarlo–, al menos puedo afirmar que ha sido, en gran parte, una empresa colectiva. Este apartado podría ser, por tanto, extensísimo, pero no es cuestión de saturar aún más al lector, para quien va mi primer agradecimiento. Gracias por atreverte.

Este trabajo nace de una tesis doctoral defendida en la Universidad Complutense de Madrid en enero de 2021, cuando aún estábamos sumidos en la anormalidad de la pandemia de Covid-19. Aunque el texto aquí presentado poco tiene que ver con el defendido ante el tribunal en aquellos días, no puedo sino expresar mi profunda gratitud hacia el profesor Gutmaro Gómez Bravo, que estuvo a mi lado en el proceso, guiándome cuando lo necesité, pero también dejándome amplias cotas de libertad, como buen director que fue. Mi agradecimiento también al tribunal, en especial a Benito Díaz y a Ángel Fuentes. Sus comentarios y el calor que me transmitieron hicieron del proceso algo extrañamente grato. También formó parte del tribunal Alfredo González Ruibal, con quien he compartido muchas experiencias profesionales, que me ha servido de nexo para conocer a gente maravillosa, y con quien me une una amistad que no está reñida con la admiración que le profeso. Sus observaciones han convertido el monótono texto académico en algo digerible y, en mi opinión, bastante mejor.

La idea de sistematizar y dar forma de tesis a la documentación que había ido reuniendo a lo largo de los años vino de Jorge Morín de Pablos, con quien siempre estaré en deuda por la confianza que, a menudo, deposita en mí. Él y su equipo –recuerdos especiales para Esperanza y Luis– me introdujeron en el fascinante mundo de los frentes olvidados de la guerra y en la que ha sido mi profesión y mi vida desde hace ya una década y media: la arqueología. Del polvoriento mundo de los sondeos y los paletines me quedo con mucha gente, pero entre quienes han contribuido de una manera u otra a este texto quiero citar a Xurxo Ayán, Xabi Herrero, Candela Martínez Barrio, Pablo Gutiérrez de León Juberías, Laia Gallego Vila; y a Ángela Crespo y Miguel Ángel Díaz de Cota 667. De entre el no menos polvoriento mundo de los archivos y las fuentes primarias quiero expresar mi gratitud a David Alegre y Miguel Alonso, que primero me abrieron los ojos con sus textos y luego con su carisma y cualidades personales. Y con Ainhoa Campos, Diego Martínez y la buena gente del Grupo de Estudios de la Guerra Civil y el Franquismo. Un reconocimiento sincero a la labor de los profesionales de los archivos, en especial a Víctor Moraleda y Henar Alonso en Ávila; Agustín Pacheco en Madrid. La investigación me ha llevado a conocer a gente estupenda dentro del Ejército, que ha contribuido a esta investigación y, lo que es más importante, a deshacer muchos de mis prejuicios. Me refiero a José Ramos y José Luis Isabel, de la Academia de Infantería de Toledo; o a Agustín Pacheco y José Romero Serrano, del Instituto de Historia y Cultura Militar. Desde las asociaciones –civiles– no puedo olvidar a personas generosas, desinteresadas y encantadoras como Ernesto Viñas, Ismael Gallego o Alfonso López Beltrán. Muchos en Guadalajara y Toledo han contribuido a que un forastero como yo me sintiera en casa. Gracias de corazón por su ayuda y su generosidad a la hora de compartir su historia familiar y sus conocimientos a Carlos Vega y Alan Enrique Herchhoren Alcolea. Muchas otras personas me han facilitado información o documentos de sus fondos particulares y están debidamente citados en el texto, aunque querría mencionar en estas líneas a Pablo Sagarra, a quien desde la distancia ideológica respeto y admiro; a Gabriel Cifuentes; y a las familias de los «catalans à la Alcarria»: Ricart y Leris.

La figura de Julián Dueñas Méndez merece una mención particular. La sabiduría, el sentido común, el tesón y el conocimiento enciclopédico no solo se encuentran en el mundo de la Academia. La mitad de este libro se la debo a Julián y es justo reconocerlo. Todas las virtudes anteriores se rubrican con la más importante, de la que todo el mundo, dentro y fuera de la Universidad, debería tomar como ejemplo: su total desinterés y altruismo a la hora de compartir sus conocimientos. Mi más profundo agradecimiento hacia él.

Gracias también al equipo de Desperta Ferro, en especial a Alberto Pérez, por atreverse a inaugurar con mi trabajo una línea que espero fructífera, en las aguas siempre revueltas de la Guerra Civil y el franquismo, que creo que engrandece a una editorial ya enorme en muchos sentidos. Gracias a Mónica Santos también por su paciencia y su buen hacer. El talento y la cercanía del equipo casi han logrado borrar de mi memoria otras experiencias editoriales menos gratas.

Y la parte más personal: deseo expresar mi gratitud a mi familia, a mis amigos. Gracias a mi madre, María Isabel; gracias a mi abuela Isabel, testigo vivo de aquellos días negros de los que versa este libro; y gracias a Álvaro, a Sergio, a Alejandro, a Clara, a Alejandra, a Alexandra, a Esther. No os hacéis a la idea de lo que me habéis ayudado en esta tarea. Se os quiere.

Quiero cerrar este capítulo con un agradecimiento extraño, que nunca pensé incluir, pero que creo que es de justicia. Gracias a la sanidad pública, gracias a los profesionales de las Urgencias del Hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares. Sin vosotros nunca habría llevado a término este libro. Mis respetos.

INTRODUCCIÓN

Dioses y monstruos

 

Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntar lo que opinan de la piedra. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya le esperaba. El oficio supremo a la espera de su supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra forma.

Cormac McCarthy, Meridiano de sangre*

Para muchos dentro y fuera de sus fronteras, la España de 1936 estaba dando a luz a dos sociedades. Una, anclada en la tradición, reivindicando las pasadas glorias imperiales, pero que abrazaba el maquillaje novedoso del fascismo. La otra, popular, emancipatoria, que aspiraba a realizar, de una vez por todas, el tantas veces prometido sueño igualitario. El parto estaba resultando dolorosísimo y corría el riesgo de matar a la madre.

Como cualquier proceso de etnogénesis, de creación de una nueva sociedad, la conflagración española generó una serie de mitos fundacionales, de hitos simbólicos en los que reflejarse, que condensaran y sublimasen toda la idiosincrasia de las masas contendientes, que sentaran un ejemplo al que mirar y sobre el que construir las nuevas naciones contrapuestas que sublevados y republicanos creían estar levantando. En la contemporaneidad se suele dar al mito las connotaciones de una historia inmaculada, investida de perfección. Sin embargo, si nos retrotraemos al mundo clásico en que se generó el propio término –μύθος, mythos–, podemos ver que tal imagen de pureza no existía en sus orígenes. Los mitos grecolatinos están cargados de atrocidades, de barbarie. De parricidios, violaciones, incestos, masacres. Crono castró a su padre y devoró a sus hijos; Edipo copuló con su madre y después se arrancó los ojos; Atreo asesinó a sus sobrinos y se los sirvió en un banquete a su hermano. Visto así, el torbellino de violencia en el que España se había sumido desde julio era el caldo de cultivo perfecto. A ambos lados del frente que comenzaba a perfilarse empezaban a acumularse los héroes, los mártires, los carniceros. De todas partes llegaban noticias de defensas cerradas, de asaltos a pecho descubierto. Comenzaban a revelarse algunos nombres: Onésimo Redondo, los hermanos Miralles, Ascaso, Lorca, Lina Ódena. Y algunos escenarios: Irún, el alto del León, las Atarazanas, el Cuartel de la Montaña. A lo largo de los siguientes meses se sumaría a lo anterior un rosario de nuevos mitos. Aunque, de entre todos ellos, sobresalieron dos, uno por cada bando: el del Alcázar de Toledo y el de la batalla de Guadalajara.

Oficiales republicanos prisioneros durante la batalla de Guadalajara, La Torresaviñán, marzo de 1937 (Museo Histórico Municipal de Abánades, Guadalajara).

La defensa del Alcázar tuvo todos los ingredientes de cualquier gran mito clásico que se precie: heroísmo y venganza, épica y crueldad, comportamientos piadosos y actos mezquinos. Pero las autoridades franquistas despojaron a la historia de sus pasajes más escabrosos. Pintaron un fresco con tonos pastel, depurado, plano, ñoño por momentos. La leyenda de la conversación telefónica de Moscardó con su hijo se convirtió en el epítome de esa construcción simbólica. El coronel entregando a su propio hijo a la vesania roja era una renovación de la historia de Guzmán el Bueno en Tarifa y emparentaba con el mismísimo relato bíblico de Yavé sacrificando a Cristo en aras de la salvación universal. Fue reproducida hasta la saciedad en la prensa, en el cine, en los manuales escolares. En la tardía reconstrucción de la fortaleza toledana el baqueteado despacho del héroe ocupó un espacio central en la cuidada escenografía alcazareña, a la que se añadieron las criptas con las tumbas de los defensores caídos, en la lucha o después.

Es indudable que la defensa del Alcázar tuvo un componente heroico. Voces tan poco sospechosas de simpatizar con los rebeldes como la del socialista Julián Zugazagoitia lo reconocieron. No obstante, la realidad fue mucho más compleja.1 El hijo de Moscardó, Luis, fue fusilado tiempo después de la conversación telefónica, en represalia por un bombardeo aéreo, sin que el asesinato tuviera que ver con la decisión de su padre. El coronel tuvo un papel discutible en la defensa, con súbitos momentos de depresión. Hay dudas razonables de que ejerciese un liderazgo efectivo sobre sus hombres y muchas voces apuntan a su subordinado Romero Basart como el verdadero artífice de la resistencia. El «héroe» Moscardó fue responsable de numerosas atrocidades. Por sus órdenes se capturó a, al menos, medio centenar de rehenes izquierdistas. Rechazó todo intento de mediación de sus enemigos y no consintió que se evacuara al personal no combatiente de la fortaleza. Y, cuando llegó el cambio de fortuna y las tropas de Franco penetraron en Toledo, se dedicó a bombardear a aquellos que huían de la ciudad, sin hacer distinción entre civiles y militares.

El sitio del Alcázar distó mucho de la épica del relato franquista. La aplastante superioridad numérica y de medios de los asediantes nunca fue tal. Durante buena parte del cerco no hubo más de 2500 o 3000 hombres y mujeres en armas desplegados en la ciudad, buena parte de ellos milicianos sin experiencia militar, ante los casi 1200 sitiados, bien parapetados en una posición dominante. Solo a partir de mediados de agosto el gobierno desplegó en Toledo artillería de un calibre suficiente como para dañar los muros exteriores de la fortaleza e inició las labores de minado, que se demostrarían la única amenaza real contra el Alcázar. En el clímax del asedio, en torno al 18 de septiembre, los atacantes llegaron a sumar unos 4000, aunque pronto se vieron amenazados por la llegada del Ejército de África. Cuando los legionarios y regulares irrumpieron en la ciudad, se desató la consabida matanza. Los historiadores hablan de más de 700 asesinatos en los primeros días. Piquetes de ejecución improvisados por calles y plazas, heridos rematados a golpe de granada de mano en el Hospital Tavera, reductos liquidados a base de gasolina y candela. Buena parte de los rehenes de Moscardó, perdido su valor como escudos humanos, fueron asesinados sin miramientos y arrojados a los cráteres de las minas.

Si la figura de Moscardó alcanzó tal veneración en la España sublevada, por encima del rosario de héroes y mártires de la Cruzada, fue, principalmente, por dos cuestiones: el papel que representó la gesta toledana en el ascenso de Franco a la jefatura del Estado y, en menor medida, por la absoluta fidelidad que desde entonces profesó el coronel al generalísimo. Franco entró en Toledo como el salvador providencial que había liberado a los asediados en el último momento; como el buen pastor que se apartaba del camino directo a Madrid para rescatar a la oveja perdida. Envuelto en esos oropeles, con el prestigio que le daba estar al mando del aguerrido y brutal Ejército de África, y como interlocutor privilegiado de Italia y Alemania, Franco ejecutó un golpe de Estado dentro del propio golpe y se autoproclamó jefe del Estado solo unas horas después de la victoria en Toledo. Así dio comienzo una dictadura que se prolongó cuatro décadas. Moscardó, colmado de honores, lo acompañó siempre muy de cerca hasta su muerte en 1956.

La resistencia y «liberación» del Alcázar adquirieron desde muy temprano la categoría de símbolo para los alzados, así como sirvieron de espejo en el que muchos buscaron reflejarse. Las defensas numantinas de guarniciones franquistas muy reducidas en las batallas de Brunete, Belchite o Teruel son difíciles de comprender sin el ejemplo toledano. Los intentos de emulación vinieron de propios y extraños: cuando los desesperados defensores republicanos de Sigüenza optaron por replegarse ante la ofensiva de los sublevados, buscaban emular la defensa del Alcázar: «Mirad los fascistas que han resistido en el alcázar de Toledo y el prestigio que esto vale a su causa –arengó el comandante Martínez de Aragón a sus tropas–.2 Nuestra página de gloria será la Catedral de Sigüenza. Entre sus muros aguardaremos las tropas que mandará Madrid para salvarnos. ¡Confianza, camaradas y viva la República!». Pero si hubo un episodio comparable por su escala mítica con el Alcázar para los gubernamentales ese fue el de la batalla de Guadalajara, en marzo de 1937.

Madrid había resistido embate tras embate desde julio. Los asaltos por la sierra fueron contenidos, el ataque frontal del Ejército de África a través del Manzanares fue rechazado en el noviembre glorioso del ¡No pasarán! Después, llegaron los intentos de aislar la capital: las batallas por el corte de la carretera de La Coruña y el gran choque frontal del Jarama. La capital se estaba labrando una reputación de imbatibilidad batalla tras batalla, para desesperación de Franco y del resto de generales golpistas. Sin embargo, nadie sabía si la ciudad podría resistir un asalto más. En ese contexto, Mussolini decidió dar un paso adelante.

Combatientes republicanos saludan sobre un carro veloce L3/33 capturado al CTV en marzo de 1937 (BNE).

Franco había contado con apoyo directo de las potencias fascistas desde el principio, pero, hasta ese momento, ninguna fuerza de tierra extranjera relevante había intervenido en suelo español. Tropas de infantería y milicianos fascistas italianos llevaban desembarcando en Cádiz desde diciembre de 1936. Una división al completo había intervenido de forma decisiva en la toma de Málaga a principios de febrero de 1937. Los efectivos no hacían más que crecer. Hacia el final del invierno ya había cerca de 50 000 italianos en la zona franquista. Mussolini se impacientaba. Quería una victoria decisiva de su aliado Franco, en la que sus hombres tuvieran un papel incontestable. Madrid debía caer y el golpe debía producirse desde el nordeste, desde los desapacibles campos de la Alcarria.3

Bajo un cielo encapotado, amenazador, las legiones italianas tomaron posiciones. Con Sigüenza como base de operaciones, cuatro divisiones se desplegaron entre los ríos Henares y Tajuña, con la intención de arrollar a las defensas republicanas y marchar por la carretera de Francia hacia Madrid. El flanco derecho quedaría cubierto por tropas españolas, encuadradas en una de las brigadas que ahora mandaba el «heroico» Moscardó, aunque el peso principal de la maniobra recaería sobre el cuerpo expedicionario italiano, el Corpo di Truppe Volontarie (CTV). Los fascistas estaban bien equipados, sobre todo si se les comparaba con cualquier unidad española a ambos lados de las trincheras. Los apoyaba una artillería numerosa, así como abundantes aviones y carros de combate. La moral era de victoria: primero Etiopía, luego Málaga. El nuevo prestigio militar italiano debía coronarse con la toma de Madrid.

Sin embargo, Guadalajara no fue Abisinia. Las aspiraciones y la prepotencia de los fascistas embarrancaron en el suelo cenagoso de Guadalajara. Tras un brioso avance inicial, llegaron los inconvenientes. La lluvia y la aguanieve dejaron los aeródromos de retaguardia impracticables y la aviación republicana pronto se hizo con el dominio de los cielos. El avance fulminante previsto por los italianos, basado en las doctrinas de la guerra celere, se atascó en el barro y los encinares de la Alcarria. La carretera de Francia pronto se vio cubierta de un caótico atasco, en el que las columnas motorizadas se obstaculizaban unas a otras mientras eran castigadas por los cazas enemigos. En tierra, las reservas republicanas se movilizaron con una eficiencia nunca antes vista. El avance fascista fue detenido y la iniciativa pasó a los gubernamentales. Pronto, la carretera de Francia se convirtió en una ratonera. Solo la orden de repliegue permitió que la derrota no acabara tomando las proporciones de un auténtico desastre.

La República se había anotado el éxito más nítido hasta ese momento de la guerra. Las campanas se lanzaron al vuelo. No solo se había salvado Madrid ante el último intento enemigo, sino que se había derrotado a un cuerpo expedicionario extranjero. Era la primera derrota del fascismo en los campos de batalla del mundo. La victoria sonaba para los gubernamentales con acordes de La Marsellesa, como cuando las tropas revolucionarias francesas se impusieron a las coaliciones internacionales enviadas para derrocar la joven república. Era un triunfo en clave nacional, que emparentaba 1937 con 1808. La propaganda explotó el éxito en todas direcciones, tanto para reforzar la moral interior como para pregonar el rechazo al intervencionismo extranjero, censurado por la Sociedad de Naciones. Mientras los soldados republicanos se paseaban luciendo el equipo italiano capturado, el Gobierno preparaba un Libro Blanco que reuniría pruebas incontestables para denunciar internacionalmente la violación de Mussolini de la soberanía española.

Plaza de Zocodover durante la «liberación» de Toledo (colección Luis Alba, cortesía de Juan Antonio Morales).

No obstante, Guadalajara fue también una suerte de muñeca rusa de mitos encadenados. Mussolini trató de utilizar la derrota de sus tropas para imprimir un espíritu de venganza a los nuevos contingentes que se concentraban en los puertos italianos. De cara al exterior, trató de transmitir la imagen de que ni siquiera había sufrido una derrota. Sus tropas habían avanzado y habían sido contenidas, eso era todo. Algunos episodios innegables de arrojo de sus hombres fueron exaltados hasta el extremo, como la resistencia denodada de un puñado de fascistas ante hordas de las Brigadas Internacionales en el Palacio de Ibarra. Por otra parte, para los combatientes españoles de Franco, la derrota italiana fue vista como una lección a su arrogante aliado. Incluso hubo algunas lecturas en clave nacionalista: los italianos habían sido vapuleados por un enemigo que, antes que rojo, era español.

Los mitos paralelos de republicanos y franquistas reducían a los italianos a una caricatura, a figuras vanidosas sacadas de una opereta que, cuando la lucha se tornaba verdaderamente dura, no tardaban en salir en desbandada. Los chistes alusivos a la cobardía del CTV trascendieron las líneas del frente. Pero Guadalajara fue una experiencia terrible para quienes la vivieron. Lejos de la imagen que proyectó la prensa de una ofensiva poco sangrienta, decidida por la aviación, la realidad muestra un escenario muy duro, de choques librados en unas condiciones extremas, con combates cuerpo a cuerpo y el horror de la guerra mecanizada desplegado como nunca antes en España. Hubo defensas acérrimas, autolesiones, pánico en los bosques, represalias, castigo a la población civil. Y las tropas españolas intervinientes no fueron ajenas a ninguno de esos horrores.

La Guerra Civil española fue una contienda moderna por la mecanización del combate, pero también por el peso de la propaganda y los medios de comunicación de masas. Es lógico que dos de los acontecimientos más mitificados del conflicto tuvieran un amplio reflejo en la prensa, la radio o en los noticiarios cinematográficos. Las crónicas de los periodistas internacionales establecieron un canon de ideas asociadas al Alcázar o a Guadalajara que han perdurado en gran medida. También los reporteros gráficos fijaron la iconografía heroica de ambos hechos. Resultan emblemáticas las fotografías de la entrada de Franco en el Alcázar, caminando entre los escombros y abrazando a un Moscardó flaco y barbudo tras los largos días del asedio. Esas instantáneas fueron esenciales en la construcción de la propia leyenda del generalísimo y en su ascenso a los plenos poderes del Estado. Seis meses después, los fotógrafos retrataron a los soldados republicanos victoriosos, posando sobre los carros arrebatados al enemigo y la carretera de Francia embarrada, sembrada de equipo italiano abandonado, como testimonio vívido de la desbandada del CTV. Las fotografías de aquellos días están llenas de primeros planos a los marcajes de armas, vehículos y cajas de munición, todo ello rotulado en italiano, testimonio inapelable ante el mundo de la intervención de Mussolini en España.

Hay, sin embargo, otras imágenes que reflejan la cara oculta de ambos mitos, mucho más esquivas, que no vieron la luz en las publicaciones de la época y que aún hoy es extraño que ilustren libros o artículos. Muestran el rostro más descarnado de la guerra sin cuartel que se libraba en Castilla. Existe, por ejemplo, una fotografía de los rehenes de Moscardó tras el levantamiento del sitio del Alcázar, desparramados sin vida en el gigantesco embudo de una de las minas. Y una imagen tremendamente inquietante, reflejo de la banalidad de los asesinatos en caliente, en la que se ve a los legionarios y regulares de Franco sentados, indolentes, en las terrazas de Zocodover a pocos metros de un cadáver tendido en el empedrado. Entre los fondos de un museo local se localiza una patética fotografía de un par de oficiales republicanos hechos prisioneros por los sublevados en la batalla de Guadalajara. Están heridos y miran aterrados al fotógrafo anónimo. Su destino probable lo muestra otra instantánea, en este caso del reportero aficionado –y soldado de requetés– Sebastián Taberna, en la que un grupo de combatientes sublevados pasea aparentemente indiferente entre los cuerpos sin vida de varios represaliados tendidos en las calles de Cogolludo. Existen también otras imágenes, aún más atroces, que, incluso tras el filtro del blanco y negro y de la distancia temporal, obligan al espectador contemporáneo a apartar la vista. Muestran los cuerpos, horriblemente mutilados por la metralla, de los italianos del CTV en el bosque de Ibarra, captados por el objetivo de John Fernhout. Algunos aparecen sin botas, saqueados sus cadáveres por los republicanos que acabaron con ellos. Imágenes, unas y otras, de algo que nunca debió ocurrir, pero en las que el sentido de la responsabilidad histórica obliga a fijar el foco. Imágenes opuestas a las producidas por la propaganda heroizante, que provocan reacciones como la lástima o el asco. Visiones del horror que acortan, siquiera levemente, la distancia que nos separa de la experiencia del combatiente de a pie. Esa masa de soldados y milicianos, de españoles y extranjeros, fue pródiga en dioses y monstruos, glosados a menudo por la literatura. Sin embargo, no puede olvidarse que estaba compuesta masivamente por personas corrientes, no muy diferentes de quien lee o escribe estas líneas, a quienes aterrorizaba y repugnaba la violencia, por muy cotidiana que se hubiera vuelto.

La tierra empapada en sangre en los flancos de Madrid se entremezcló con la epopeya y el mito, con las masacres y la miseria moral de esos primeros meses de confrontación civil. Tales fueron los cimientos sobre los que se estabilizaron los frentes de guerra en Toledo y Guadalajara. Por encima de ese sustrato contradictorio y atroz se desarrollaron los hechos que se narran a lo largo de las siguientes páginas. Al arado de la guerra le quedaban aún muchos surcos por remover en Castilla.

________________

NOTAS

1. La bibliografía acerca del sitio del Alcázar es amplísima. Una buena síntesis, que incide en la desmitificación del relato, en Ruiz Alonso, J. M.ª, 2004.

2. Etchebehère, M., 2014, 94.

3. Acerca de las intenciones de Mussolini y del papel de Italia en las decisiones estratégicas que condujeron a Guadalajara, vid. Rodrigo, J., 2016, 85-128.

 

________________

* McCarthy, C., 2007: Meridiano de sangre, L. Murillo (trad.), Madrid, Penguin Random House.

PARTE I

1937

1

LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

Los frentes de Guadalajara y Toledo, 1936-1937

Un frente estabilizado es la materialización de un fracaso militar. ¿Qué fue el Frente Occidental de 1914-1918 sino la huella del gigantesco fiasco de las ofensivas opuestas de las potencias europeas? ¿Qué, la detención de los aliados frente a Montecasino y la Línea Gótica en 1943-1944? ¿Y los combates en torno al Paralelo 38 en Corea entre 1951 y 1953? En las guerras totales a lo largo del último siglo las maniobras de gran estilo que los estrategas preveían como resolutivas han acabado a menudo en el estancamiento y la matanza de la guerra de trincheras. Al redactar estas líneas se repite una vez más el terrible mantra con el asalto fallido de las fuerzas armadas rusas sobre Kiev. Todos los grandes generales sueñan con romper brillantemente la línea enemiga, emular a los hetairoi de Alejandro Magno, revivir la hazaña de los húsares polacos que levantaron en sitio de Viena en 1683, resolver sus contiendas con operaciones limpias, elegantes, si el lector disculpa el empleo de estos términos en un asunto tan feo como el conflicto del hombre contra el hombre. Sin embargo, la historia es tozuda y nos muestra que por cada Kahlenberg, por cada Gaugamela, hay un centenar de Agincourts, de Balaclavas. Un centenar de cargas audaces que trastabillan, pierden el ímpetu, se detienen y fracasan. Como tantas otras maniobras audaces en los siglos precedentes, los planes de los sublevados contra la República en 1936 terminaron hundidos entre el barro y la sangre ante Madrid cuando solo habían transcurrido unos cuantos meses desde el golpe de julio.

Esta historia cuenta lo que aconteció después del fracaso. Parte, por tanto, de donde muchas otras historias terminan. Algunos la verán como un simple epílogo, una nota al pie de la gran tragedia de 1936-1939. Pero en esta historia pequeña de frentes olvidados tomaron parte centenares de miles de hombres y mujeres. En ella se desgranan breves combates, pero también grandes batallas. Muchos de los protagonistas se dejaron la vida o la salud en estos páramos perdidos y a todos los que sobrevivieron la experiencia los marcó a fuego para siempre. La mayoría de quienes padecieron en frentes secundarios de la contienda era consciente de que se jugaban la vida por poco más que nada, en tierras dejadas de la mano de Dios o del destino, sufriendo padecimientos sin venir a cuento en frentes sin lustre, sin gloria. Hay algo de heroico en el estoicismo callado de los combatientes que guarnecieron los frentes de Toledo y Guadalajara, resistiendo por tozudez con la permanente sensación de que habían sido abandonados por sus caudillos. Para el mantenimiento de esas líneas recónditas fue vital la camaradería, los lazos de afecto con los compañeros con los que se comparten penurias. Algunos teóricos han llamado a estas cuadrillas que sufren, sobreviven y resisten juntas «grupos primarios». También hubo muchos que no resistieron, claro está. Que murieron como héroes, como cobardes o por una triste casualidad, tanto da. Y que desertaron, que se rindieron, que se automutilaron para escapar de los fantasmas del frente. Creo, pasado el tiempo de los relatos monolíticos y ejemplarizantes, que también para tomar esas decisiones hacía falta coraje. En cualquier caso, no nos corresponde a nosotros juzgar su comportamiento. Sí, en cambio, contarlo, traerlo a la luz. Narrar las vicisitudes de los frentes secundarios se puede llegar a parecer a la experiencia del centinela que, solo en el parapeto del paraje más recóndito de las provincias de Toledo o Guadalajara en guerra, le asaltan las dudas de si su esfuerzo sirve para algo, o si puede importar a alguien. No obstante, casi diez años después de haber entrado en contacto con la cuestión, puedo confirmar que ha merecido la pena. Con ese convencimiento trabajan los demás historiadores, arqueólogos, antropólogos que he conocido en este tiempo. También los aficionados a la historia y quienes se asocian para recuperar los derechos de las víctimas de la guerra y la dictadura. En los rincones perdidos de España sigue habiendo personas curiosas, entusiastas, dignas, generosas. Son estas, entonces y ahora, las que animan a seguir.

El fiasco de las tropas sublevadas en su intento de tomar Madrid entre noviembre de 1936 y marzo de 1937 dejó un frente estancado que se extendía a lo largo de cientos de kilómetros, pasando por, al menos, cinco provincias. Esa línea de contacto, auténtico rastro sanguinolento del avance rebelde, a veces tomó la forma de un frente formal, fortificado, aunque a menudo era algo mucho más abstracto. Los flancos del asalto a Madrid se fueron tornando en un auténtico frente de guerra a lo largo de los dos años siguientes. El concepto de «flancos» con respecto al asedio de Madrid es lo suficientemente amplio para que se pueda interpretar en multitud de sentidos. Podría referirse, en el plano más inmediato, a los sectores de la sierra de Guadarrama y del Jarama. O bien podría extenderse hasta abarcar Cáceres y Teruel, separados entre sí por más de quinientos kilómetros. Sin embargo, a efectos del presente estudio, se ha optado por un paso intermedio, por una solución de compromiso entre las consideraciones militares de 1936-1939 y la geografía física y política. Los «flancos del asedio» serán, por tanto, los frentes de Guadalajara y Toledo. Es útil como herramienta de análisis, funciona razonablemente bien como elemento de comparación entre contextos similares y permite parcelar un territorio extensísimo en el que sucedió un sinfín de acontecimientos. Tiene cierta lógica dentro de la narrativa de la propia guerra, ya que las dos provincias –junto con Madrid– fueron denominadas en diversos momentos por ambos bandos como «el frente» –o «los frentes– del Centro».

EXCEDE LOS OBJETIVOS DEL PRESENTE TRABAJO EXPONER EL RELATO pormenorizado de los hechos que llevaron a la creación del frente estabilizado del Centro a lo largo de los primeros ocho meses de guerra. Baste decir que, a grandes rasgos, fue el resultado de dos grandes ofensivas de los sublevados que tenían por objetivo tomar la capital republicana: la llamada marcha sobre Madrid en otoño de 1936 y la batalla de Guadalajara en marzo de 1937. No nos detendremos en los detalles de la irrupción a sangre y fuego de las columnas africanas en Castilla desde Extremadura, ni en la campaña de Sigüenza, ni siquiera en el sitio del Alcázar o en la ofensiva del cuerpo expedicionario de Mussolini a través de la Alcarria. Todos estos episodios se han tratado monográficamente con mayor o menor fortuna por otros autores y, en algunos casos, han llegado a generar una bibliografía abundante. Sí parece oportuno describir los restos del naufragio en la primavera de 1937, la línea de contacto que la ofensiva rebelde dibujó a ambos lados de Madrid. Será, con pocos cambios, el escenario de los acontecimientos que se narran en este volumen.

El recorrido descriptivo por la primera línea discurrirá de oeste a este, comenzando, en consecuencia, por el extremo occidental de la provincia de Toledo. La línea de contacto arrancaba en el límite con Extremadura, siguiendo la línea del Tajo hasta el entorno de Aranjuez y después la del Jarama hacia el norte. Con los puntos más disputados, como las cabezas de puente de Talavera y Toledo o el entrante de la cuesta de la Reina, así como los núcleos de Añover y de El Puente del Arzobispo, auténticas «bisagras» del frente. Ignorando el tramo del frente de Madrid y Guadarrama, el recorrido continúa desde el límite provincial con Guadalajara en Somosierra. Hacia el este, en el entorno de Cogolludo, nacía la línea de contención final de la ofensiva de marzo, siguiendo después el curso alto del Tajo hasta su nacimiento, en la divisoria con Cuenca y Teruel, con especial atención a los delicados sectores de la carretera de Francia y de Hita.

La configuración estable –que no definitiva– del frente de guerra en la provincia de Toledo se debió, como se ha mencionado, a la marcha rebelde sobre Madrid. En su avance entre agosto y octubre de 1936 las columnas africanas de Franco progresaron de oeste a este usando el río Tajo como guardaflanco, como apoyo de su ala derecha en gran parte de su camino. Hubo dos excepciones en las que las fuerzas no se apoyaron en el río, una al principio de la irrupción en la provincia y otra a la salida, que le dan al frente toledano un carácter definido y una morfología, en cierto modo, simétrica.

El comandante Ángel Lamas Arroyo era un «leal geográfico», un derechista que, por hallarse en zona republicana al desatarse el conflicto, fue movilizado por el Ejército republicano, en el que tuvo que servir contra su voluntad. Como jefe de Estado Mayor del coronel Mena, fue trasladado al sector de Toledo a principios de marzo de 1937. En sus memorias dejó una expresiva visión general del frente en aquellos momentos:

Y henos ante una situación militar, como para inquietar a cualquiera que tuviese el menor propósito de hacer algo sólido o positivo –aunque no fuera más que en el sentido de asegurar su posesión–, dados los elementos disponibles, para la extensión y desarrollo de la línea «fronteriza».

Son unos 400 kilómetros de frente, sin contar sinuosidades pequeñas. Y abarca desde el río Algodor, en la provincia de Toledo, hasta el río Zújar en el límite con Córdoba. Para guarnecerlo sólo hay cuatro Brigadas.

[...] ¿Cabría pensar, siquiera, en sostener esas líneas ante un ataque, el más inocente, si fuese preparado y lanzado por sorpresa y con decisión e ímpetu mediano...? Antes de que pudieran acudir fuerzas suficientes para un conato de detención, las zonas vitales que se quisieran segregar por él, se hallarían bien desgajadas y aseguradas; o sea, ya digerida su rápida conquista.1

Lamas, en sucesivas inspecciones, comprobó la escala del despropósito. Las comunicaciones y la logística en el amplísimo sector eran muy deficientes. Las líneas telefónicas y telegráficas civiles, limitadas de por sí, eran prácticamente las únicas disponibles. Las carreteras y caminos eran escasos e inadecuados para abastecer los frentes. Tanto el puesto de mando general del sector como los almacenes de armamento se encontraban en puntos remotos –Cabeza del Buey y Albacete, respectivamente–, completamente desplazados del eje central del frente, lo que, desde el punto de vista militar, era un sinsentido. Las unidades de primera línea disponían, en el mejor de los casos, de la dotación reglamentaria de munición para una jornada. En caso de combate, los refuerzos y el abastecimiento no podrían alcanzar el frente en menos de veinticuatro horas. En definitiva, el «topo» Lamas Arroyo observó con cierto regocijo cómo el de Toledo era un frente amplísimo, casi inabarcable, débil y descoordinado y prácticamente olvidado por el mando republicano desde el levantamiento del sitio del Alcázar.

El frente toledano podría subdividirse, a trazo grueso, en cinco sectores. De oeste a este, serían los siguientes: el de La Jara, el de Talavera, el del Tajo, el de Toledo capital y el de Seseña. Los límites de los sectores variaron a lo largo del tiempo que duró la contienda y cada bando tuvo los suyos propios. En aras de la sencillez, se proponen unos límites genéricos, que se mantendrán a lo largo de la narración. El sector más occidental era el de la asfixiante comarca de La Jara. Comenzaba junto al triángulo donde confluían Extremadura, Ciudad Real y Toledo, en Puerto de San Vicente. Después, el frente corría discontinuo, en paralelo a la sierra de Altamira y al arroyo del Pedroso hasta la clave del sector, la localidad de El Puente del Arzobispo, en manos franquistas desde el primer verano de la guerra. Desde ese punto, el frente lo constituía el mismo río Tajo, del que apenas se apartaría a lo largo de casi 150 kilómetros. A partir de la desembocadura del Gébalo en el Tajo, en Belvís de la Jara, empezaba el segundo sector, el de Talavera de la Reina –o del Tajo para los republicanos–. Frente a la ciudad se extendía una cabeza de puente que permitía a los sublevados mantener a raya al enemigo, expulsado al sur del río desde los días de la marcha de las columnas africanas sobre Madrid. El tercer sector era el del Tajo, extenso y poco poblado, muy vulnerable a las incursiones. Nacía en la desembocadura del Sangrera y el entorno del kilómetro 125 del estratégico ferrocarril Madrid-Cáceres-Portugal, vía de abastecimiento fundamental para que los sublevados pudieran sostener el sitio de Madrid. En la confluencia del Tajo con el Guadarrama empezaba el cuarto sector, el de la capital toledana. Tras el sitio del Alcázar, los republicanos habían sido empujados a los históricos cigarrales, antiguas fincas de recreo renacentistas sobre los cerros que rodeaban la ciudad imperial. Al igual que en Talavera, los franquistas habían establecido una zona de amortiguación al otro lado del río, formada por dos cabezas de puente: San Martín y Alcántara. Al este de Toledo el frente continuaba siguiendo el curso del Tajo hasta Algodor, donde daba inicio el quinto y último sector de la provincia: el de Seseña. Allí, el frente se apartaba finalmente del Tajo y corría ahora hacia el norte en paralelo al Jarama, cuyas orillas estaban dominadas por los republicanos. Frente a Aranjuez los franquistas tenían una avanzadilla que se asomaba sobre el Real Sitio y sobre la vega baja del Jarama. Era la temida cuesta de la Reina, llave del sector, escenario de una agotadora guerra de trincheras que se prolongó hasta el final del conflicto.

El frente republicano de la carretera de Francia desde la línea sublevada. Composición panorámica desde la iglesia de Gajanejos, Guadalajara (España. Ministerio de Defensa, AGMAV F.110,1/2-5).

Desde el límite provincial con Madrid, en Ciempozuelos, el frente continuaba serpenteando por recovecos en apariencia caprichosos, pero que no eran sino el resultado de los sucesivos ataques sobre la capital que los sublevados llevaban emprendiendo desde el 18 de julio. Desde ese momento, los sucesivos sectores tenían exclusivamente nombres de batallas, pasadas o por suceder: la cabeza de puente del Jarama, el frente urbano de Madrid, la Casa de Campo y la cuña de Ciudad Universitaria, la carretera de La Coruña, Brunete, Guadarrama, La Granja y Somosierra. Más allá, la línea proseguía hasta la serranía de Guadalajara, donde se abría el flanco oriental de Madrid.

Así como la línea de contacto en la provincia de Toledo transcurría en su mayor parte apoyada en una divisoria geográfica clara, el río Tajo, en Guadalajara el trazado era mucho más complejo. Visto en conjunto, trazaba una suerte de doble parábola de noroeste a sudeste. El eje central de esa parábola era la carretera de Francia, coincidente en buena parte de su trazado con la actual autovía del Nordeste, la A-2. Al norte de esta, la línea de contacto entre los dos ejércitos dibujaba una amplia concavidad en torno a la comarca de Jadraque, en territorio franquista. Al sur, la concavidad se invertía y apuntaba hacia el norte, siguiendo el trazado de los cursos altos del Tajuña y del Tajo. La simetría de esa doble curva quedaba rota por un entrante enmarcado por ambos ríos frente a Abánades, que pronto atrajo la atención del mando republicano en el sector para proceder a su cierre.

El comandante Juan Perea Capulino describió así en sus memorias el frente de Guadalajara tal y como lo encontró a finales de abril de 1937, cuando fue nombrado por su responsable militar jefe del IV Cuerpo de Ejército republicano:

El frente de Guadalajara tenía una extensión aproximada de doscientos kilómetros. Su flanco izquierdo se apoyaba fuertemente en las ásperas estribaciones del Ocejón, de 2200 metros de altitud, para descender desde Zarzuela de Galve a Valverde de los Arroyos, describiendo un amplio semicírculo hasta el valle del Henares para remontar a la meseta de Gajanejos, cruzar el Tajuña y sostenerse en la margen izquierda del Tajo que le servía de foso hasta unos cuarenta kilómetros del nacimiento del río en los Montes Universales, que separaban este frente del de Teruel.2

Si la configuración del frente toledano en la primavera de 1937 fue el resultado, principalmente, de la marcha del Ejército de África contra Madrid, en el caso de Guadalajara debemos atribuirlo a la toma de Sigüenza y al avance posterior de los sublevados en lo que la historiografía ha dado en llamar la «pequeña campaña»3 y, en mayor medida, al desenlace de la fallida ofensiva de marzo por parte del CTV y las fuerzas españolas de la División Soria.

Al igual que en el caso toledano, el frente de Guadalajara se puede subdividir en varios sectores. Cuatro, en este caso: el de la Sierra, el de la carretera de Francia, el del Alto Tajuña y el del Alto Tajo, de oeste a este. El primer sector, de por sí montañoso e inaccesible, tuvo por principal divisoria entre los contendientes al río Sorbe. Aquí, las posiciones de ambos contendientes eran poco más que puestos de vigilancia aislados. El frente partía de la frontera con Segovia en Somosierra, junto al puerto de la Quesera y Cantalojas. Continuaba hacia el sur, apoyándose en el mencionado río hasta apartarse del mismo en el entorno de Cogolludo y, desde ahí, hasta el saliente de Hita-Padilla, en la confluencia con el Henares, donde la tierra de nadie se estrechaba considerablemente. El segundo sector fue el de la carretera de Francia. Discurría por la comarca de la Alcarria, entre Hita-Muduex hasta Almadrones-Yela. En paralelo a la misma en ese tramo corría el río Badiel y los barrancos al norte, aunque el subsector más peligroso era la propia carretera, en una planicie muy sensible a una penetración en fuerza. Esta zona, por tanto, fue fortificada a conciencia desde muy pronto. Tras Cogollor, donde terminaba la meseta de la Alcarria, empezaba el tercer sector del frente, el del Alto Tajuña, donde la línea de nuevo se desdibujaba. Discurría imprecisa en torno a Cifuentes, de Masegoso de Tajuña a Carrascosa de Tajo, entre los cauces del Tajo y del Tajuña, pero dejando una enorme tierra de nadie que englobaba pueblos enteros. Por último, el cuarto sector partía de Carrascosa hasta Peñalén-Poveda de la Sierra, en las alturas del Alto Tajo, donde los inviernos no perdonan. Aquí, la línea de frente era el propio cauce del río y a ambos lados se extendía un terreno quebradísimo en el que apenas se situaron algunas patrullas. «El frente vacío», valga la hipérbole, como se ha referido a dicho sector una publicación reciente.4 A partir de ese punto la línea se internaba a través de los páramos en la provincia de Cuenca, pero con la inmediata retaguardia franquista ocupando la sierra de Molina hasta el límite provincial con Teruel.

Al analizar las posiciones de los dos bandos a lo largo de los frentes de Guadalajara y Toledo en la primavera de 1937 es imposible obviar el peso de Madrid. La capital fue una suerte de gran ente magnético que parecía atraer más hombres, más armas, más trincheras. A medida que las líneas se aproximaban a Madrid se iban haciendo más resistentes, más difíciles de romper. A lo largo de los siguientes capítulos se verá que no siempre las operaciones ofensivas que emplearon un mayor número de hombres –y un mayor coste en vidas– se dirimieron en los sectores próximos a Madrid, aunque en los periodos de estabilización el influjo de la capital se hacía evidente en forma de mayor actividad, fortificaciones más densas y tierras de nadie más estrechas. Es revelador el paralelismo entre la cuesta de la Reina y el entrante de Hita: ambos puntos eran avanzadillas franquistas, proclives a un intento de ruptura, con excelentes cualidades como observatorios –y, en consecuencia, relevancia táctica en sí mismos–. Ambos se habían generado durante sendas ofensivas que tenían por objetivo Madrid –batallas del Jarama y Guadalajara– y ambos apuntaban peligrosamente a vías de comunicación importantes que llevaban a Madrid. En ambos lugares se empezó a fortificar muy pronto en ambos bandos, concentrando en el lugar hombres y medios y convirtiéndose en frentes de trincheras en los que un intento de avance frontal podía pagarse muy caro. Puede parecer anecdótico, pero resulta elocuente que, gracias a testimonios de primera mano, se conozca que los soldados de ambos bandos, en los dos frentes ya estabilizados, se veían obligados a fortificar de noche, ya que el fuego no cesaba tras la puesta de sol.5 Resulta obvia la diferencia con los sectores más remotos, como el del Alto Tajo o el de La Jara, donde a veces las líneas enfrentadas –cuando existían– ni siquiera estaban a la vista unas de otras. Los frentes de Toledo y Guadalajara no se pueden comprender sino como periféricos del de Madrid. Tuvieron, por supuesto, su propia entidad y su desarrollo operativo mantuvo cierta independencia durante buena parte de la guerra. La mayoría de las acciones bélicas que tuvieron lugar en estas provincias se marcaron objetivos solamente locales, pero su mantenimiento como líneas estabilizadas durante tanto tiempo obedeció a su condición de flancos de la simbólica capital de España.

ES EVIDENTE QUE LOS PAISAJES CONDICIONAN LAS VIVENCIAS. DENTRO de la experiencia común, anómala, terrible a veces, que supone ser un combatiente en un territorio en guerra es impensable que el soldado franquista de un batallón de cazadores que montaba guardia en una trinchera embarrada a las afueras de Seseña se sintiera igual que el jinete de la Guardia de Asalto republicana que escrutaba el horizonte desde lo alto de un pico frente a los Montes Universales. Sus percepciones del conflicto, del frente, del riesgo, del miedo, del enemigo… tuvieron que ser, a la fuerza, diferentes. «La guerra tiene olores, sabores y sonidos propios –los de la muerte–»6 y, añadimos: cada frente tiene los suyos.

Es un lugar común de los historiadores de la Guerra Civil afirmar que los milicianos republicanos no luchaban bien en campo abierto y que, por el contrario, el respaldo de un núcleo urbano los hacía mejores combatientes. Es una visión que no por simplista deja de tener sentido, aunque se encuentran ejemplos de lo contrario. El combatiente republicano –y luego prestigioso crítico de arte– Juan Antonio Gaya Nuño, que había visto con sus propios ojos el miedo de los italianos en la Alcarria, deja caer en varias ocasiones en sus memorias que la lucha en el despoblado «no encaja bien en las concepciones y práctica militar del fascismo».7 Los franquistas demostraron ser en ocasiones tanto excelentes defensores de núcleos urbanos (Oviedo, Huesca) como pésimos en el asalto de zonas despobladas (Línea XYZ). Sea como fuere, parece que en sí mismo el entorno no decide los resultados de un combate en la misma medida que otros factores, como el armamento, la formación de la oficialidad o la doctrina. Puede ser, sin embargo, un importante agente táctico o moral.

La guerra en tierras toledanas era sustancialmente distinta en su componente ambiental a la que se libró en la provincia de Guadalajara. Por el paisaje: mucho menos quebrado en Toledo, con menores altitudes y, en consecuencia, con un clima más suave en invierno y más asfixiante en verano. Por su demografía: mientras que Guadalajara era ya en la década de 1930 una provincia considerablemente despoblada,8 Toledo tenía una mayor densidad de población. Aunque también por la cercanía de las ciudades. En Toledo se podría ver la guerra como una campaña de varios cercos entrelazados: los republicanos tenían semisitiadas las ciudades de Toledo y Talavera, en tanto que el entrante franquista de Seseña amenazaba continuamente Aranjuez (fuera de la provincia, pero muy próximo a su límite). Incluso al sur del Tajo existían importantes «agro-ciudades» y, en general, una demografía dinámica.9 En contraste, en Guadalajara se combatió sobre todo en el páramo, entre mesetas, valles, bosques, desfiladeros. Había poblaciones de cierta relevancia local, pero muy alejadas de la primera línea y con una demografía mucho menos potente. Puede verse fácilmente en estas tablas:

TABLA 1: DISTANCIAS ENTRE LA PRIMERA LÍNEA Y LAS POBLACIONES MÁS IMPORTANTES PRÓXIMAS AL FRENTE.

Frente de Toledo

Localidad

Talavera

Toledo

Aranjuez

Distancia (km)

3

0

8

Total / media (km)

11 / 3,7

Frente de Guadalajara

Localidad

Brihuega

Sigüenza

Molina

Distancia (km)

15

25

20

Total / media (km)

60 / 20

TABLA 2: DEMOGRAFÍA DE LAS POBLACIONES MÁS IMPORTANTES PRÓXIMAS AL FRENTE.

Frente de Toledo

Localidad

Talavera

Toledo

Aranjuez

N.º habitantes

14 876

27 443

15 349

Total / media

57 668 / 19 223

Frente de Guadalajara

Localidad

Brihuega

Sigüenza

Molina

N.º habitantes

2621

4825

2629

Total / media

10 075 / 3358

Fuente: Censo de Población de 1930, INE. Elaboración propia.

La guerra en tierras toledanas fue un conflicto «periurbano», librado, principalmente, en el entorno inmediato de dos ciudades pequeñas (Talavera y Aranjuez) y una capital provincial (Toledo). Dado lo desguarnecido de la línea del Tajo o del entorno de Puerto de San Vicente, la gran mayoría de los soldados que estuvieron destacados en el frente toledano tuvieron como retaguardia inmediata alguno de esos núcleos urbanos. Algo que era muy importante para la moral. Implicaba que había un hito, una referencia concreta, identificable, en su horizonte cercano. Que en los permisos breves se podía disfrutar de las comodidades de una ciudad:10 alojamiento, restaurantes, espectáculos (toros, deportes, cine, música…), servicios religiosos (en zona franquista), comunicaciones (teléfono, telégrafos) o incluso de un limitado turismo. Hay que mencionar también las tabernas y la prostitución, abundantísima en Toledo y Talavera.11

Composición panorámica de frente republicano del Tajo desde Calaña, Guadalajara, en 1939 (colección del autor).

Los mandos se preocuparon gradualmente de acercar ciertas comodidades hasta los frentes lejanos con el fin de subir la moral de los soldados (sobre todo ya avanzada la guerra), pero la situación no era comparable. Es una constante en las memorias de veteranos, en especial en las de aquellos que procedían de un contexto urbano, la sensación de alivio al llegar a una ciudad tras pasar un tiempo en un frente alejado. Es cierto que las localidades relevantes en ambos frentes eran lugares marcados por la guerra, los bombardeos, el hambre en parte de la población… Sin embargo, no dejaban de ejercer un considerable atractivo para el soldado en campaña.

Las ciudades eran núcleos logísticos y la cercanía a ellas hacía que tanto los suministros como la prensa o la correspondencia llegaran antes a primera línea, con las consecuentes repercusiones positivas en la moral del soldado. En una sociedad hipercomunicada como la actual hay que hacer un profundo esfuerzo de abstracción para imaginar el aislamiento que sentirían los soldados de alguna de las posiciones remotas del frente de Guadalajara. Tómese como ejemplo el puesto del puente de San Pedro en el Alto Tajo. Una zona de picos que superan los 1200 metros, con laderas escarpadas y pinares impenetrables, hoy enclavada en un parque natural. El puesto estaba a 14 kilómetros a pie del pueblo más cercano, Zaorejas, desde donde ni siquiera había comunicación telefónica con la cabeza del sector, Villanueva de Alcorón. Se conoce por la documentación republicana que a finales de marzo de 1937 había tan solo sesenta y dos soldados en Zaorejas, de los que solo unos pocos estarían a la vez en los puestos avanzados junto al río. Pertenecían a dos unidades: el Batallón 1.º de Mayo de la 33.ª Brigada Mixta y un grupo de la Guardia de Asalto sin precisar. Los primeros procedían principalmente de Carabanchel. De los segundos no hay datos, pero se sabe que la Guardia de Asalto era un cuerpo policial urbano. Es muy probable que estuvieran destinados en Guadalajara capital o en Madrid al principio de la contienda. Jóvenes procedentes de zonas urbanas modernas en un escenario propio de las guerras carlistas. Y no era un caso único en el frente de Guadalajara: en el Alto Sorbe y en la zona del Tajuña el escenario era similar. Era una «guerra agreste», una guerra en el páramo. Preindustrial, aislada, en la que los mayores enemigos eran la intemperie y el frío.

Al leer cualquier estudio de historia bélica se tiende generalmente a concebir las posiciones de los contendientes como algo fijo, inmutable, que se excava y construye en un momento dado y que permanece, como en una foto fija, hasta el final del combate en cuestión. En cualquier guerra de posiciones, la fortificación es algo en continua evolución, no importa en qué época, no importa en qué lugar. Las trincheras evolucionan continuamente. Es el carácter de «perfectibilidad» de las obras defensivas, algo que los manuales y directivas militares no se cansan de repetir: es el deber de los soldados mejorar constantemente los atrincheramientos.12 Sin embargo, en un frente estabilizado los soldados no necesitaban normativa militar alguna para perfeccionar las fortificaciones. Cuando eran conscientes de que su estancia en ese lugar iba a prolongarse, empezaban a preparar la posición. Las obras no se limitaban a reforzar las trincheras como protección contra los bombardeos, sino que se preparaban para resistir las inclemencias del tiempo y alcanzar unas condiciones mínimas de confort. Al fin y al cabo, estaban destinadas a ser su espacio de vida, su «lugar de habitación».13

Los frentes también evolucionaban ampliándose en profundidad, tanto hacia el enemigo como hacia la retaguardia. Idealmente, según los manuales, un frente debía estar formado por varias trincheras –o conjuntos de trincheras– en paralelo (líneas «de vigilancia», «de resistencia» y «de sostenes»). Por lo general, se solía preparar primero una línea principal y, usándola como base, se excavaban nuevas posiciones a retaguardia y a vanguardia, reforzándolas con alambradas sucesivas. En algunos frentes se redujo de forma notable la tierra de nadie a base de fortificaciones, principalmente con trabajos nocturnos para evitar ser descubiertos. En ocasiones, los partes caracterizaban estos pequeños avances mediante fortificación como si fueran auténticas victorias.

También podían darse ligeros cambios en los frentes a base de golpes de mano o incluso abandono de posiciones de vanguardia por otras más ventajosas. Esto último no fue muy habitual en Toledo o Guadalajara. La norma general fue que los mandos se empeñaran en mantener terrenos muy complicados tácticamente ante el temor de que los soldados –enemigos o, sobre todo, propios– interpretasen cualquier retroceso como un signo de debilidad. Durante la Guerra Civil no hubo operaciones de retirada estratégica con el fin de acortar la línea como los que se dieron durante el conflicto de frentes estabilizados por excelencia, la Gran Guerra (la Gran Retirada rusa de 1915 o la retirada alemana a la Línea Hindenburg en 1917), o las que volvieron a tener lugar durante la Segunda Guerra Mundial (la retirada de Manstein en 1943).14 De esta manera, el gran agente de cambio lo constituyeron las ofensivas y ataques locales, que, en el caso de Guadalajara y Toledo, se irán desgranando a lo largo de este trabajo.

Con el tiempo, la consolidación de la línea –así como el temor a una ruptura estratégica, que siempre orbitó sobre los dos frentes– fue introduciendo la fortificación en materiales duraderos, con la aparición de fortines, observatorios o parapetos de hormigón.15 La introducción del cemento en la fortificación del frente de Toledo fue, en general, tardía16 –buena parte de las construcciones se data a finales de 1938–,17 aunque se han documentado algunas excepciones, siempre en zona republicana.18 En el caso de Guadalajara, incorporar abundante fortificación en hormigón fue mucho más temprana, al menos en zona republicana. Tanto Perea como Mera, sucesivos jefes de ese frente desde abril de 1937, acometieron una ingente labor constructiva desde el principio de su mando.19

Mediante las fortificaciones se pueden localizar también las diferencias en la doctrina defensiva entre los dos bandos. Con solo contemplar los planos de fortificación se aprecia algo que ya han observado varios autores: el peso de la experiencia de la Guerra de África en la fortificación franquista. Esto se puede detectar, a rasgos generales, a lo largo de la extensión de ambos frentes y es especialmente evidente en las cabezas de puente de Toledo y Talavera. Los franquistas se fortifican en altura, en posiciones de compañía («puntos de apoyo», según la terminología militar) muchas veces en torno a toda la elipse del cerro en cuestión. Como se ha mencionado más arriba, se trata de una herencia de la guerra colonial en Marruecos.20 Las posiciones republicanas tendían a tener, por el contrario, una tipología longitudinal.21

También es detectable sobre el terreno la evolución de la doctrina acerca de la fortificación de campaña. A medida que avanzaba el conflicto la experiencia fue optimizando el modo de fortificar. Se abandonaron en fechas muy tempranas las trincheras rectas o con leves sinuosidades (que aún se pueden observar en el toledano cigarral de Menores o en los cerros que rodean Sigüenza),22 por ser muy vulnerables a la aviación, a las ametralladoras o a los morteros, y se impuso el trazado en zigzag. Ya en mayo de 1937 se implantaron en Toledo las nuevas instrucciones de Franco relativas a la fortificación.23 Esa nueva manera de fortificar (al menos en España) llegó de manera gradual a otros frentes y también a las posiciones republicanas. En Guadalajara, el mando franquista tuvo que insistir para que el sistema se implantara de forma efectiva, tal y como refleja la documentación militar en fechas tan tardías como enero de 1938.24

Las fortificaciones no deben, sin embargo, llevar a engaño en cuanto a la impenetrabilidad de las líneas enfrentadas, de una gran discontinuidad en buena parte de Toledo y Guadalajara. Esto se fue paliando parcialmente a medida que la guerra transcurría, puesto que se invirtió una gran cantidad de medios materiales y humanos en la organización defensiva del terreno. Pese a que hacia el final del conflicto ambas provincias poseían líneas razonablemente sólidas, nunca, en toda la guerra, se llegó a situaciones similares a la del Frente Occidental durante la Primera Guerra Mundial, con atrincheramientos ininterrumpidos a lo largo de toda la divisoria entre los dos ejércitos.25 La guerra de trincheras se dio, por supuesto, pero solo en los puntos más vulnerables del frente (cabezas de puente de Talavera y Toledo, cuesta de la Reina, las líneas frente a Copernal y en el sector de la carretera de Francia en Guadalajara). Se detecta en las mentalidades de los estados mayores, sobre todo en el caso republicano, una cierta obsesión por llegar a ese objetivo utópico –o distópico, según se entienda– de un frente único e impenetrable, lo que no tenía que ser, por necesidad, un escenario perfecto desde un punto de vista militar. Es lo que Manuel Tagüeña definió con agudeza como «fetiche del frente continuo».26