Chile en la pantalla - Joan del Alcàzar Garrido - E-Book

Chile en la pantalla E-Book

Joan del Alcàzar Garrido

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A lo largo de las páginas de este libro, el autor demuestra efectivamente cómo es posible, mediante el análisis e interpretación de los contenidos de las obras que escoge de la producción cinematográfica chilena a lo largo de cerca de medio siglo, conocer algunos de los problemas cruciales de la historia de este país desde la década de los sesenta hasta nuestros días, las diferencias y antagonismos que la han atravesado y las huellas que sus conflictos han dejado en la subjetividad de los chilenos y las chilenas. De esta manera, Alcàzar ha dado vida a una espléndida historia de Chile a través de la pantalla cinematográfica, que será desde ahora una obra de referencia tanto para la historia contemporánea del país andino del Cono Sur como para la metodología del trabajo historiográfico con fuentes fílmicas", asegura en el prólogo Alfredo Riquelme Segovia, doctor en Historia de la Universitat de València y académico del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile.

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Seitenzahl: 504

Veröffentlichungsjahr: 2014

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CHILE EN LA PANTALLA, 1970-1998

CINE PARA ESCRIBIR Y PARA ENSEÑAR LA HISTORIA

Joan del Alcàzar Garrido

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

CENTRO DE INVESTIGACIONES DIEGO BARROS ARANA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Del texto, el autor, 2013

© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2013

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta: © Andrés Wood. Producciones, S.A.

/ Tornasol Films, S.A., 2004

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Fotocomposición, maquetación y corrección: Communico, C.B.

ISBN: 978-84-370-9332-1

Edición digital

Un país sin cine es como una familia sin álbum de fotografías.

PATRICIO GUZMÁN

Los historiadores, a pesar de todas las dificultades que ello pueda entrañar, tienen que estar atentos a los relatos del pasado que realizan el cine y la televisión, e integrarlos en las discusiones y los programas de estudio. También tienen que desarrollar estrategias de análisis cultural y de conceptualización que les sirvan para enfrentarse a la historia filmada. Es posible, por último, que la aparición de los medios audiovisuales interactivos dé lugar a unas perspectivas originales y a una controversia con los nuevos sectores de la memoria.

SHLOMO SAND

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

LOS DOCUMENTOS EN SOPORTE DE VÍDEO (DSV) COMO FUENTE Y COMO HERRAMIENTA PARA EL HISTORIADOR

La relación entre el cine, el historiador y la investigación en su disciplina

El cine en las aulas, una imprescindible herramienta didáctica

El cine y los cineastas en el Chile reciente, unos apuntes necesarios

LA GRAN ESPERANZA CONTRA EL GRAN MIEDO. LA VÍA CHILENA AL SOCIALISMO EN EL MARCO DE LA GUERRA FRÍA

El abismo social, la Vía chilena y la extrema polarización en las pantallas

LAS CUATRO FASES DE LA DICTADURA DE AUGUSTO PINOCHET: DE LA REACTIVA A LA TERMINAL

Cine para una dictadura

LA NECESIDAD DE CONTINUAR VIVIENDO JUNTOS TRAS EL RETORNO A LA DEMOCRACIA, 1989-1998

Las heridas abiertas de las víctimas de la dictadura

La recuperación democrática y los sectores populares

La sociedad postraumática en los barrios altos

LA SOCIEDAD CHILENA, EL SÍNDROME POSTRAUMÁTICO Y LAS DISTINTAS MEMORIAS EN LA PANTALLA

Memorias contradictorias y memorias antagónicas

La memoria obstinada y la ignorancia persistente, Pedro Machuca y Gonzalo Infante, las peras y las manzanas

PRÓLOGO

En varios sentidos, Chile en la pantalla. Cine para escribir y para enseñar la historia (1970-1998), de Joan del Alcàzar Garrido, es un hito en la biografía intelectual de su autor. Una obra de madurez, en que al entusiasmo y la pasión intactos se une la sapiencia alcanzada tras largos años de experiencia en la investigación, la escritura y la enseñanza de la historia, desde la iniciación en la historia social hasta la dedicación a la historia contemporánea de América Latina y la apertura a nuevas fuentes que ha caracterizado el giro cultural en la historiografía.

Este libro pone de manifiesto el conocimiento y el compromiso del autor con el Chile contemporáneo. Ese país que hacia 1970 pareció ser el que abriría una vía nueva a un socialismo distinto a todo lo que el siglo XX había conocido, donde la socialización de la economía y la derrota de la desigualdad fuese acompañado por una democracia pluralista y el respeto a los derechos humanos; pero que desde 1973 fue sometido a una restauración radicalizada del capitalismo, impuesta por una dictadura militar que transgredió todo límite ético en su afán por vigilar y castigar. Un país en que de inmediato surgió la resistencia y, en los ochenta, se abrió camino dificultosamente una transición a la democracia sobre la cual hasta hoy se debate si concluyó, aún está en curso o en algún momento experimentó una metamorfosis que todavía debemos terminar de comprender.

Joan del Alcàzar pisó por primera vez la tierra de Chile, y más precisamente esas calles de Santiago que largamente había evocado sin conocer, en la primavera austral de 1992. La dictadura había terminado hacía algo más de dos años, pero todavía el viejo dictador seguía como comandante en jefe del Ejército y el Gobierno democrático actuaba con extrema cautela, sin por ello dejar de impulsar el conocimiento de lo sufrido bajo el régimen de Pinochet.

Esa primera estadía en el país andino consolidó su compromiso con la historia contemporánea de Chile y, muy especialmente, con las vivencias y los sueños, las alegrías y los sufrimientos de su gente a través de las vicisitudes de esa historia. Un compromiso que lo conduciría en 1998 desde la investigación y la docencia hasta la Audiencia Nacional de España, donde declaró como Perito de la Acusación en el Sumario 19/97 Terrorismo y Genocidio «Chile-Operativo Cóndor», que instruía el juez Baltasar Garzón contra Augusto Pinochet Ugarte y otros por genocidio, terrorismo y torturas

En este libro, esa pasión por un país, su gente y su historia se une al que ha sido otro de los principales intereses historiográficos del autor que inspira su trabajo de investigación y docencia hace ya largos años: la utilidad de la producción cinematográfica como fuente para conocer la historia, así como su valor como recurso para enseñarla a las nuevas generaciones.

Esa utilidad ha determinado la selección de las películas que forman el corpus de la investigación que se presenta en estas páginas, en las cuales el autor comparte con el lector cómo el análisis y la interpretación de los contenidos de unas películas permiten acceder al conocimiento de una sociedad y de su imaginario desde una perspectiva histórica. El autor hace explícito que su criterio de selección prescinde de la calidad estética de cada obra, lo que se traduce en la inclusión de películas reconocidas por la crítica y la academia como obras de arte cinematográficas, junto a filmes considerados poco más que panfletos audiovisuales. Asimismo, en este corpus coexisten obras que han incidido de modo muy diverso en la subjetividad de la sociedad chilena: desde películas de ficción o documentales ampliamente apreciados e inolvidables, hasta filmes poco valorados y que han caído en el olvido. Este criterio de selección podría ser discutido, en la medida que se reconozca que indagar sobre el diferente impacto de distintas obras de arte y de sus creadores en el imaginario de la sociedad –estrechamente asociado a la calidad de esas obras– debería ser tan importante para la historiografía como indagar acerca del modo en que esas creaciones reflejan esa sociedad y sus creencias. Aun así, la selección realizada por Alcàzar es enteramente coherente con los intereses de conocimiento que explicita en la introducción y en el primer capítulo de Chile en la pantalla.

A lo largo de las páginas de este libro, el autor demuestra efectivamente cómo es posible, mediante el análisis e interpretación de los contenidos de las obras que escoge de la producción cinematográfica chilena a lo largo de cerca de medio siglo, conocer algunos de los problemas cruciales de la historia de este país desde la década de los sesenta hasta nuestros días, las diferencias y antagonismos que la han atravesado y las huellas que sus conflictos han dejado en la subjetividad de los chilenos y las chilenas. De esta manera, Alcàzar ha dado vida a una espléndida historia de Chile a través de la pantalla cinematográfica, que será desde ahora una obra de referencia tanto para la historia contemporánea del país andino del Cono Sur como para la metodología del trabajo historiográfico con fuentes fílmicas.

Además, sobre la base de estas mismas fuentes, el autor desarrolla una tan lúcida como profunda reflexión sobre la permanencia de memorias en conflicto en el Chile actual, donde todavía «la memoria obstinada» debe enfrentarse a «la ignorancia persistente», en una sociedad dividida asimismo por diferencias económicas y sociales aún abismales cuya expresión en los contenidos de la cinematografía chilena logra desentrañar con todo su oficio de historiador. Esta reflexión de Joan del Alcàzar constituye un ejemplo de cómo la historiografía puede contribuir no solo a conocer sino también a enriquecer la compleja memoria de sociedades como la chilena, atravesada por situaciones traumáticas, por un pasado aún doliente, que no acaba de pasar. Una contribución disciplinar que se materializa finalmente, como el autor bien lo señala, a través de la enseñanza de la historia, que encuentra en este magnífico libro sólidos argumentos e imágenes inspiradoras para profesores y estudiantes.

Sólidos argumentos e imágenes inspiradoras que la coedición entre Publicacions de la Universitat de València y el Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos de Chile pone a disposición de los lectores de ambos países, contribuyendo así a seguir acortando la distancia entre el Mediterráneo y el Pacífico como lo ha venido haciendo desde 1992 nuestro apreciado colega Joan del Alcàzar Garrido.

Alfredo Riquelme SegoviaDoctor en Historia, Universitat de ValènciaAcadémico del Instituto de Historia,Pontificia Universidad Católica de Chile

INTRODUCCIÓN

Chile, 1970-1998. El límite temporal de este estudio sobre la historia reciente del país andino ha estado marcado por dos fechas emblemáticas: la del acceso al poder de Salvador Allende al frente del Gobierno de la Unidad Popular y la de la detención en Londres de Augusto Pinochet, el ya anciano exdictador que permanecería más de quinientos días retenido en la capital británica. En la segunda fecha, el Gobierno democrático del país se acercaba al cumplimiento de su primera década de ejercicio y Chile, pese a presentar todavía déficits importantes, era en ese tiempo un país más amable para los propios chilenos de lo que lo había sido a finales de la década anterior, la de los años ochenta.

La investigación que sustenta este texto se ha desarrollado durante un largo periodo de años. Podría decirse que casi tantos como los que median entre nuestra primera estancia en Chile, a finales de 1992, y la última, en el primer tercio de 2013. Es cierto que la redacción final ha sido cosa de meses, pero no lo es menos que en las páginas que el lector tiene en sus manos se recoge el conocimiento acumulado por alguien –un historiador profesional– que lleva más de dos décadas teniendo al país andino como –permítasenos la expresión– objeto de estudio. Esa mirada reflexiva, pero también vital y con pretensión de objetividad, no ha dejado de ser a pesar de todo la mirada del otro, la mirada del que viene, del que vive afuera. Y eso, por supuesto, tiene ventajas e inconvenientes.

Entre las primeras, claro, la mayor distancia entre el sujeto y el objeto; que siempre facilita el análisis. Por lo que hace a los segundos, lo más importante es el obstáculo de todos aquellos profesionales de la investigación histórica que se dedican al estudio de realidades sociales sobre las que carecen de vivencias efectivas y dilatadas en el tiempo, la falta de algunos conocimientos que los naturales de estas poseen sin esfuerzo alguno. Nada singular, pues, en nuestro caso. Si no asumiéramos ese riesgo cada cual se vería constreñido a estudiar exclusivamente aquellos procesos históricos que le resultaran próximos por una u otra razón.

Ahora, cuando estas páginas van a la imprenta, han pasado cuarenta años desde que aquel día aciago y doloroso de 1973 se implantó en Chile una dictadura militar. Y cuarenta años son muchos años. Si aceptamos como medida el término generación, y asumimos que su duración típica son treinta años, podemos decir que estamos ya en la tercera generación posterior al golpe. En 1970, Chile tenía poco menos de nueve millones de habitantes y hoy se acerca a los diecisiete. Más del 22% de esa población nació cuando el general Pinochet ya no era sino –según explicaremos en estas mismas páginas– un cadáver político. A día de hoy, cerca de siete millones de chilenos tienen edad escolar, es decir que están entre los cero y los veinticuatro años. Por lo tanto, ninguno de ellos tiene información personal sólida y fundamentada sobre el periodo 1970-1998, que es el que se aborda en este libro.

Nos preocupa y nos motiva la formación de los ciudadanos como tales, con derechos y deberes, y –particularmente– la de los estudiantes actuales que serán los ciudadanos efectivos del futuro. Entendemos que es necesario potenciar entre la juventud una buena dosis de conocimiento histórico académico que les permita conciliar su memoria particular, mayoritariamente de origen familiar y de su grupo social, con una explicación coherente y fundamentada en la pretensión de objetividad propia de los historiadores.

Y es por ello que pensamos que el periodo educativo es esencial para la formación de esos futuros ciudadanos adultos. Es importante precisar que entendemos que esta formación no se sustenta exclusivamente en la relación entre profesor y alumno, tampoco exclusivamente dentro del aula, sino que es una formación que tiene que ver con lo que es la vida de las personas y, por tanto, con la conformación de la memoria individual de cada uno de los ciudadanos que sintoniza o fricciona con otras memorias individuales o con las memorias mayoritarias. Así pues, en buena medida hablar de memorias históricas es hablar de lecturas sobre el pasado. Más adelante volveremos sobre ello.

Pensando fundamentalmente en las generaciones que no vivieron de manera consciente los años que este libro aborda, sería deseable construir con ellas un relato explicativo de ese tiempo que permita superar los planteamientos esencialistas y que reconozca las diferencias políticas e ideológicas internas, incluso las diferencias de proyectos sociales, desde la convicción de que pueden ser perfectamente compatibles en la construcción y el desarrollo de una convivencia colectiva razonablemente armónica. Estas páginas son nuestra modesta contribución a ello.

En la medida en que estamos hablando de una generación que ha nacido y crecido envuelta en imágenes, con la televisión y el cine como elementos inseparables de sus vidas, resulta un axioma que si nuestro acercamiento docente se apoya en los que hemos llamado documentos en soporte de vídeo estaremos facilitando, haciendo más fluida, nuestra relación con los estudiantes de los distintos niveles educativos.

Ciertamente no todo arranca en Chile ni desde la elección de Salvador Allende ni desde el golpe del 11 de septiembre de 1973. El país no era un estanque tranquilo en el que las aguas se tornaron turbulentas con la victoria de la Unidad Popular. Chile era un país con altos índices de desigualdad entre sus ciudadanos; un país injusto social, política y culturalmente, hasta el punto de que un abismo los separaba. Si algunos de sus cineastas, como veremos, se preguntan explícitamente cuántos países pueden contarse dentro de las fronteras soberanas del país andino, en el cine hemos encontrado las imágenes, las secuencias, los relatos, los personajes, la historia de esa multiplicidad chilena. Probablemente –sin embargo–, en la medida en que hemos estudiado un periodo de extrema polarización, hemos centrado nuestros focos en la iluminación de las zonas sociales y políticas más contrastadas, más antagónicas, por lo que puede que de los diversos países (y tipos de paisanos) que hay en Chile hayamos primado a los más distantes, porque son los que emiten señales más fuertes, más nítidas. Paralelamente, de la misma manera que hemos ahondado en el conocimiento y la comprensión histórica, hemos trabajado, con el mismo énfasis, para dotarnos de herramientas y destrezas útiles para mejor explicar esa historia reciente en las aulas de las distintas fases educativas de la juventud.

Toda la investigación ha pivotado sobre los documentos en vídeo, fundamentalmente –como ya indicaremos más adelante– sobre aquellos que se nos aparecen como más útiles para el análisis del proceso histórico y de la sociedad que los ha producido. Hemos sido muy conscientes, por supuesto, del problema que se nos plantea por la distancia entre la realidad y la ficción, que creemos es uno de los peligros más evidentes del trabajo con este tipo de fuentes. Sobre los problemas teóricos, sin embargo, nos explicaremos abundantemente en uno de los capítulos iniciales del libro, y al concluir la lectura se podrá valorar en qué medida hemos sido capaces de sortear el problema concreto enunciado.

Cuarenta y tres años después de aquel septiembre en el que Chile atrajo la mirada del mundo con su ilusión esperanzada de avanzar hacia una sociedad mejor, y a una distancia temporal de cuatro décadas de que ese mismo mundo asistiera conmocionado a las imágenes de La Moneda en llamas y a la noticia del suicidio del presidente legítimo del país, este libro quiere contribuir con modestia a un mejor conocimiento y a facilitar una mejor enseñanza de la compleja historia reciente del país que discurre en paralelo a los Andes.

Ya hemos escrito en alguna ocasión que estamos convencidos de que la historia sirve para aplicarla y para enseñarla. Para aplicarla, entendemos, como ciencia auxiliar por ejemplo en el terreno judicial cuando se abordan casos de crímenes contra la Humanidad. En el caso de las sociedades que han padecido traumatismos severos, es necesario –pero nunca fácil– que se restablezca el honor de las víctimas y que se repare a sus deudos, así como que se juzgue a los responsables, y ahí los historiadores podemos ser de gran utilidad. Experiencias más o menos logradas encontramos en latitudes alejadas como Guatemala, España, Francia, Argentina, Perú o Chile.

Los historiadores debemos y podemos colaborar con la justicia y con la sociedad mediante el trabajo con todas las fuentes documentales disponibles, pero prestando especial atención a las fuentes oficiales y no oficiales, a las resguardadas en los archivos militares, jurídicos o policiales, y también a las generadas por las organizaciones, los grupos o las personas que padecieron la represión institucionalizada. Particular interés tienen, claro, los testimonios orales, en muchos casos recogidos por las llamadas comisiones de la verdad, esos archivos del horror en los que los historiadores podemos encontrar excepcionales documentos primarios. La documentación allí recogida constituye, sin duda, un inmenso archivo de las experiencias vividas, pero no son historia porque, como sabemos, nuestra disciplina no consiste en almacenar y concatenar testimonios, sino en utilizarlos como materia prima de nuestro trabajo.

La enseñanza de la historia es, paralelamente, el más noble objetivo al que podemos aspirar los historiadores en la medida que constituye el eje vertebrador de nuestro ejercicio profesional. Nos referimos a la que se explica a los estudiantes tanto en primaria y secundaria, como en la universidad. La enseñanza, no obstante, necesita de la transferencia de resultados de la investigación básica que realizamos. Es por ello que entendemos que resulta imprescindible hacer una investigación académica del máximo rigor que, posteriormente, será utilizada para elaborar las síntesis de divulgación que, según las características curriculares de cada nivel educativo, se utilizarán con los estudiantes. Consideramos fundamental el conocimiento histórico en el proceso de formación académica de los jóvenes, y lo catalogamos como imprescindible para una educación en los valores democráticos. En las sociedades que han vivido experiencias traumáticas –como es el caso de Chile, que abordamos en este volumen–, esos valores, respetados por todos, permitirán primero el reencuentro y luego, quizá, la reconciliación.1 Seguimos en este punto las dos etapas que en su día marcara la entonces ministra de Defensa Michelle Bachelet, con motivo del trigésimo aniversario del golpe militar del 11 de septiembre de 1973.

Brian Loveman y Elizabeth Lira publicaron en el 2000 el segundo volumen de una trilogía sobre la memoria, el olvido y la reconciliación de los chilenos.2 A propósito de este texto, Rafael Sagredo escribió que el libro «plantea que la vía chilena de la reconciliación política constituye un verdadero sistema de gobierno». Lo que permite concluir, sigue Sagredo, «que la impunidad ha sido la regla de nuestro régimen político, obligándonos [no solo] a revisar y estudiar en sus verdaderos alcances el funcionamiento político republicano, sino que también representa un verdadero reto hacia el futuro».3

Han pasado los años y este en el que nos encontramos se conmemora el cuarenta aniversario del pronunciamiento militar que condujo a la dictadura chilena. Sin embargo, aunque los años siguen cayendo del calendario, entendemos que seguimos pensando en el futuro como reto, y trabajando por él. Y lo hacemos esforzándonos por continuar transfiriendo conocimiento histórico, en nuestro caso en el nivel universitario de manera muy especial.

Y es en él que nos hemos especializado en contar con un instrumento auxiliar importantísimo, lo que llamamos documentos en soporte de vídeo (DSV). A ellos y a su relación con la historia y con el historiador está dedicado el primer capítulo de este texto. Nuestro objetivo, pues, debe quedar claramente definido desde el principio: pretendemos profundizar en el conocimiento de la historia reciente de Chile y pretendemos, con el mismo énfasis, dotarnos de herramientas y destrezas útiles para mejor explicar esa historia reciente en las aulas en las que impartimos docencia.

Somos conscientes de la necesidad de aclarar las relaciones que establecemos entre Historia y Cine, entendidas las variables del binomio así, con mayúsculas. Es por ello que en el primer capítulo del libro explicaremos de manera fundamentada cuál es nuestra posición al respecto del papel que el cine (el de ficción y el documental) juega en la construcción de conocimiento histórico y, por supuesto, también a propósito de cómo podemos trasladar ese conocimiento generado a las aulas, fundamentalmente a las universitarias.

En el segundo capítulo, encontrará en primera instancia el lector –podríamos definirlo así– un acercamiento panorámico a la historia reciente de Chile. Y lo haremos partiendo del paradigma que Manuel Antonio Garretón denomina los Hitos Fundantes del Chile actual, para llegar a partir de estos a hacer un repaso interpretativo de las casi tres décadas que para este texto se han investigado. La recuperación de la democracia se activó de manera imparable a raíz de que la oposición a la dictadura obtuvo una victoria histórica en el plebiscito de 1988, mediante el cual el general Pinochet pretendía legitimarse en la presidencia de la República hasta 1998. Aquel triunfo sonado desconcertó al régimen, pero no lo suficiente como para que, mediante las llamadas leyes de amarre y otras argucias políticas, pusiera todos los palos posibles en las ruedas de la recuperación democrática. La convivencia difícil entre el presidente elegido en 1989, Patricio Aylwin, y el exdictador, reconvertido en comandante en jefe de las fuerzas armadas; las amenazas nada sutiles de este y los recelos comprensibles de la Concertación de Partidos Por la Democracia (la amplia coalición que sustentaba al nuevo presidente) son factores relevantes que hay que tener en cuenta para comprender la democracia de mala calidad que se instaura en el Chile de los primeros años noventa. La década, no obstante, finalizó con mejores parámetros, en buena medida por un hecho inimaginable antes de producirse: en 1998 ocurrió lo que hemos llamado la muerte política de Augusto Pinochet. En un viaje a Londres que solo se puede entender por una combinación de ignorancia y soberbia, unida a la subordinación aduladora de su círculo de confianza, el general se encontró con una orden de detención emitida desde la Audiencia Nacional de España. Más de quinientos días estuvo el entonces senador vitalicio retenido en la capital británica, sometido a un largo y para él doloroso y humillante proceso judicial, del que solo escapó cuando sus abogados argumentaron que el cúmulo de patologías que padecía –en buena medida mentales– no le permitiría soportar un traslado a España para ser juzgado. El Gobierno británico atendió la demanda y decidió permitir la salida del anciano dictador rumbo a Santiago. Pese a que las cámaras de televisión lo mostraron en el aeropuerto de Santiago aparentemente rejuvenecido mientras recibía abrazos efusivos y gritos de apoyo de sus partidarios, lo que el avión de la Fuerza Aérea chilena había retornado a Chile era un cadáver político. Es por ello que este texto finaliza en aquellos días postreros de 1998.

La producción cinematográfica chilena –tanto en cine de ficción como en cine documental–, reducida casi a escombros durante los años de la dictadura, aunque con excepciones muy notables –dentro y fuera del país– es un barómetro más que representativo de ese periodo complejo de la historia chilena. Nos hemos adentrado en el análisis de lo producido por los realizadores chilenos, atendiendo lógicamente a mucho de lo publicado por quienes nos han precedido en el interés por este tema, pero prestando oídos muy especialmente a las voces de los propios cineastas chilenos. Son estas voces las que nos adentran en el conocimiento de la relación entre la producción cinematográfica y la evolución histórica del país. Se trata de voces que hablan en entrevistas filmadas que hemos trabajado, y voces que han hablado con sus productos fílmicos. Son voces plurales, en ocasiones contradictorias, que nos ilustran no solo sobre las asperezas y los riesgos tangibles de trabajar sin libertad y con represión, sino también sobre un problema de primera magnitud en el Chile de los años noventa del siglo pasado, como es el conflicto entre el exilio (los retornados que vuelven) y el insilio (los opositores al régimen que permanecieron en el interior). Un tema en absoluto menor que, claro, no se produjo exclusivamente entre los cineastas, pero que por lo que a ellos respecta se trasladó a las pantallas y se convirtió para nosotros en objeto de estudio.

En este texto, las voces de los cineastas y los resultados de su trabajo, las películas de ficción y los documentales, son las fuentes primarias que nosotros vamos a utilizar en los capítulos siguientes. Y lo vamos a hacer en ese doble sentido que hemos anunciado enfáticamente unos párrafos atrás: queremos comprender mejor, profundizar en el conocimiento, y queremos explicar mejor, enseñar con la mayor calidad que podamos.

A continuación, el texto se fracciona en tres partes (los capítulos segundo, tercero y cuarto) que pretenden ser complementarias. Tienen un engarce cronológico que obedece a las tres épocas en las que hemos dividido las décadas finales del siglo XX: la primera responde a los años de la Unidad Popular, 1970-1973; a los largos años de la dictadura pinochetista, 1973-1989, dedicamos la segunda; y, finalmente, la tercera está referida a los años que median entre la salida del Palacio de la Moneda de Augusto Pinochet y su vuelta a Chile tras su detención en Londres por Scotland Yard. En estos tres capítulos, nos hemos servido de tres tipos de fuentes. La primera –secundaria– está constituida en buena medida por trabajos nuestros anteriores, reflexionados y actualizados. Las otras dos –primarias– son los testimonios y los textos escritos de y por los realizadores, los críticos y analistas chilenos, y los DSV que hemos seleccionado por su valor como documentación primaria para el historiador. Sobre la competencia de este tipo de fuente nos habremos detenido en el primer capítulo al establecer que, para nosotros, existen tres tipos de DSV susceptibles de resultar útiles para el historiador, sin que ello tenga una relación estrecha ni estricta con la calidad cinematográfica del documento.

Sin intención de ser exhaustivos en esta introducción (porque se han utilizado más fuentes de las que ahora se citarán), es conveniente anunciar que el lector va a encontrar análisis y reflexión en torno a diversos documentales emblemáticos como son, entre otros, Compañero Presidente (Miguel Littin, 1971), El diálogo de América (Álvaro Covacevic, 1971), La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1973), Toque de queda (Miguel de la Quadra Salcedo, 1973), Acta general de Chile (Miguel Littin, 1986), ¿Hasta cuándo? (David Bradbury, 1986), La memoria obstinada (Patricio Guzmán, 1997), Fernando ha vuelto (Silvio Caiozzi, 1998), I love Pinochet (Marcela Said, 2003) e Imágenes de una dictadura (Patricio Henríquez, 2004). Por cuanto hace al cine de ficción, avancemos que buena parte de los filmes históricamente más representativos de la cinematografía chilena merecerán nuestra atención. Entre ellos El chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1969), Valparaíso, mi amor (Aldo Francia, 1969), Metamorfosis del jefe de la policía política (Helvio Soto, 1973), Palomita Blanca (Raúl Ruiz, 1973), Missing (Constantin Costa-Gavras, 1982), Niki, Caluga o menta (Gonzalo Justiniano, 1990), La frontera (Ricardo Larraín, 1991), Johnny cien pesos (Gustavo Graef-Marino, 1993), Amnesia (Pablo Perelman, 1994), Consuelo (Gonzalo Justiniano, 1994), Machuca (Andrés Wood, 2004) y Fiestapatria (Luis Vera, 2007).

El quinto y último de los capítulos es aquel en el que nos adentramos en el campo de las memorias –entendidas tanto en el sentido de posicionamientos personales producto del recuerdo o de las vivencias individuales, como de discursos o usos públicos colectivos o de grupo sobre el pasado–4 que conviven, no sin dificultades, en la escena política y social del Chile de finales del siglo XX. Partimos de la convicción, acuñada en la literatura especializada, de que nos enfrentamos con una sociedad en situación postraumática. Una sociedad que ha generado memorias no solo contradictorias, sino antagónicas que han sido y son obstáculos casi insalvables en el proceso de mejora de la calidad democrática chilena, y no nos referimos exclusivamente a los principios valóricos que tienen relación directa con las violaciones de los derechos humanos salvajemente practicadas de manera protocolizada y sistemática por los aparatos represivos del general Pinochet. El modelo económico chileno, tan a primera vista exitoso como durísimo en costes sociales, tan envidiado por muchos en los países del área como ensalzado por sus mentores, no fue reconsiderado en profundidad por los partidos democráticos que sustentaron los sucesivos gobiernos de la Concertación desde 1990 a 2010.

Es verdad que Chile redujo –con la vuelta a la democracia– sus niveles de pobreza de forma notable, y es verdad que en el campo de la formación de la juventud, la universitaria y la que no lo es, el país ha dado un gran salto en las últimas dos décadas. Lo que ahora afronta el Gobierno de Sebastián Piñera es la denuncia, especialmente desde las clases medias, de una realidad educacional terriblemente injusta, desproporcionada y asimétrica, clasista y poco acorde con la imagen de país exitoso que Chile proyecta al mundo. El conflicto estudiantil de los últimos tiempos, en el que se ha mezclado lo estrictamente educacional con el politraumatismo que todavía afecta a la sociedad chilena, cuaja, cristaliza en las memorias en conflicto. Abordaremos ese forcejeo entre memorias, ese combate sordo o explícito, siguiendo el esquema del norteamericano Steve Stern y lo emparentaremos con el propuesto para la Argentina por Luis Alberto Romero.

Tres fuentes primarias, tres DSV, dos documentales y una película de ficción constituyen los ejes sobre los que vertebramos dos de los apartados de este quinto capítulo del que estamos hablando.

El primero de ellos es uno de los tres documentales trabajados en este texto que no llevan la firma de un realizador chileno. Si los dos primeros son el del español Miguel de la Quadra Salcedo (Toque de queda, 1973) y el del australiano David Bradbury (¿Hasta cuándo?, 1985), que habremos utilizado en capítulos anteriores, el otro que utilizaremos en este es un documento de Canal+ España, firmado por Sebastián Bernal (Las dos caras de Chile, 1999) y rodado en Londres y Santiago durante los días en los que el general Pinochet permanecía detenido en el Reino Unido.

Respecto a los otros, hemos de señalar que se trata del documental de Patricio Guzmán La memoria obstinada (1997), y de la película de Andrés Wood Machuca (2004). En su momento nos extenderemos sobre ambos, pero avancemos ahora que, en nuestra opinión, los dos constituyen sendos paradigmas de lo que hemos dado en llamar memorias en la pantalla. En el film de Wood vamos a encontrar los antecedentes más próximos y reconocibles de las cuatro memorias en conflicto de la que nos habla Steve Stern, pero es que en el documental de Guzmán vamos a darnos de bruces con personas reales –no con personajes de ficción como en la película– que en la segunda mitad de la década de los noventa del siglo pasado parecen representantes de cada una de esas cuatro memorias que conviven, no sin dificultades, en el Chile de esos años. Conviene hacer notar que esos representantes no necesariamente fueron testigos de los años más traumáticos de la dictadura, y que muchos de ellos, incluso adolescentes que no habían nacido hasta la década de los ochenta, asumen, en muchos casos, las visiones acríticas de sus mayores, especialmente los que se ubican en el campo de la derecha política.

Hasta donde somos capaces de saber, no existe un texto con los objetivos y la metodología de este trabajo que el lector tiene en sus manos. Lo más parecido, de familia lejana en cualquier caso, son los dos volúmenes de Ascanio Cavallo y otros dedicados al cine chileno de los primeros años sesenta a los últimos noventa. Esta obra tiene, objetivamente, mucho valor e interés para nosotros, y el lector encontrará en nuestro texto numerosas referencias a ella. No obstante, y pese al evidente deseo de los autores de perfilar el contexto histórico en el que referenciar las películas producidas en Chile durante esas décadas, el texto de Cavallo y otros responde más a una historia del cine chileno que a un análisis y una explicación de la historia de Chile a través del cine (de ficción y documental) como es nuestro caso.

Son muchos los agradecimientos que en este momento debería realizar. En la medida que la nómina habría de ser muy extensa, citaré tan solo a dos amigos que me honran con su afecto desde hace décadas y que han sido determinantes para la edición de este texto: Alfredo Riquelme Segovia y Vicent Olmos i Tamarit. Gracias infinitas a ambos.

 

1Vid.: J. Alcàzar (2007): «Continuar viviendo juntos después del horror. Memoria e historia en las sociedades post dictatoriales», en W. Ansaldi (dir.): La democracia en América Latina, un barco a la deriva, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, pp. 411-434. Otros trabajos nuestros que pueden resultar de interés –y que vamos a utilizar lógicamente en este texto– son J. Alcàzar (2000): «A “Imunidade Soberana” de Pinochet contestada», Lua Nova. Revista de Cultura e Política do Centro de Estudos de Cultura Contemporánea, núm. 49, pp. 113-133, Sao Paulo; J. Alcàzar (2000): «Història, oblit, memòria, justicia. El cas Pinochet i els crims contra la humanitat», L’Espill, Segona Època, núm. 4, pp. 140-151; J. Alcàzar (2001): «La pregunta de Lord Browne-Willkinson (a propósito de la discusión sobre la supuesta inmunidad soberana del general Pinochet», Taller. Revista de Sociedad, Cultura y Política, vol. 5, núm. 14, pp. 20-40, Buenos Aires; J. Alcàzar (2005): «Los historiadores y la consolidación democrática chilena: memoria, olvido e historia», Revista de Historia Actual, núm. 3, pp. 161-171, Universidad de Cádiz; y, finalmente, J. Alcàzar (con Gonzalo Cáceres) (2007): «¿Clío contra las cuerdas?: memorias contra historia en el Chile Actual», en Josefina Cuesta (dir.): Memorias históricas de España (siglo XX), Madrid, Fundación Francisco Largo Caballero, pp. 412-427.

2 E. Lira y B. Loveman (2000): Las ardientes cenizas del olvido. Vía chilena de reconciliación política 1932-1994, Santiago, LOM Ediciones-Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos.

3 R. Sagredo Baeza (2012), en <http://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717->.

4 Qué queremos decir cuando decimos memoria o memorias, qué debe entender el lector cuando en este texto aparezca el concepto, ya sea en singular o en plural, no es, desde luego, un tema menor. Aunque más adelante nos extenderemos sobre el asunto, avancemos que entendemos por memoria algo más que el significado agustiniano de que es el presente del pasado.

LOS DOCUMENTOS EN SOPORTE DE VÍDEO (DSV) COMO FUENTE Y COMO HERRAMIENTAPARA EL HISTORIADOR

Escribíamos no hace mucho que si algún historiador todavía tenía reservas a propósito de la ineludible obligación de contar profesionalmente con las imágenes filmadas, hubo de abandonarlas tras el 11 de septiembre del 2001.1 Michel Climent, en el prefacio de un libro de Shlomo Sand,2 escribe certeramente que desde el momento en el que las cadenas de televisión difundieron en directo el impacto de los aviones contra las Torres Gemelas neoyorquinas, todos debemos aceptar el papel que hoy juega la imagen filmada en la configuración de las memorias en nuestro tiempo. Eso si hablamos en clave global, mundial. Si lo hacemos en clave más reducida, en dimensión nacional por ejemplo, podríamos añadir en defensa de la imagen filmada la sentencia del realizador chileno Patricio Guzmán: un país sin películas es como una familia sin su álbum de fotografías.3 Prácticamente sin memoria, diríamos nosotros, abundando en la idea.

LA RELACIÓN ENTRE EL CINE, EL HISTORIADORY LA INVESTIGACIÓN EN SU DISCIPLINA

Ya hace tiempo que la sociedad actual no puede vivir sin las imágenes, ya sean las del cine de ficción, con mayor o menor calidad artística; ya sean las del documental, que también es creación pero no debe contener ficción. En estos momentos las imágenes constituyen un tipo de fuente documental imprescindible para el historiador, una fuente que está en un soporte que no es del documento archivístico tradicional, sino que la encontramos en soporte de vídeo. Y si la sociedad no se lo puede permitir, menos aún aquellos que hacemos análisis interpretativos de los antecedentes históricos de ella. Hemos escrito antes sobre la relación entre la historiografía y el historiador, y lo que los directores trasladan a las pantallas.4

Más adelante profundizaremos en el tema, que es central en nuestra propuesta de relación entre el cine y la historia, pero avancemos que, a nuestro parecer, podemos hablar de un mínimo de tres categorías entre los documentos en soporte de vídeo (DSV). Veamos una propuesta en clave española, para luego mejor comprender el planteamiento en clave chilena. El primer grupo lo constituyen aquellos que no aportan gran cosa por su temática, pero son útiles para el análisis de las sociedades en que han sido producidos: el renombrado cine del destape en la España tardofranquista y de la transición democrática, por ejemplo. En segundo lugar, los que abordan un hecho o un proceso histórico desde una perspectiva y con un calado que ofrece interés para el historiador, pero no son particularmente útiles para el análisis de la sociedad en que han sido creados, como Los santos inocentes, de Mario Camús (1984). Finalmente, los más provechosos son aquellos que sirven para el análisis del hecho o del proceso histórico sobre el que versan, y pasan a ser, también, del mayor interés para profundizar en el análisis de la sociedad que los ha producido; es el caso, por ejemplo, del film Surcos, de José A. Nieves Conde (1951).

Podemos concluir que, como dice Shlomo Sand, los historiadores, a pesar de todas las dificultades que eso pueda generarnos, debemos estar atentos a los relatos del pasado que realizan el cine y la televisión, y debemos integrarlos en las discusiones y los programas de estudios.5

Vivimos inmersos en un mundo de imágenes en el que la palabra, la transmisión oral del conocimiento, parece haber perdido fuerza si no la acompañamos de imágenes. No son solo los informativos de televisión los que han de ser respaldados por las imágenes, son las conferencias académicas, incluso las clases clásicas de nuestras facultades, las llamadas con demasiada ligereza magistrales, las que se han de reforzar con diapositivas de textos, mapas, cuadros, fotografías e incluso filmaciones en vídeo. Y ello responde no solo a una moda más o menos caprichosa, sino que obedece a una lógica incontestable: nuestro mundo es un mundo de palabras e imágenes y, por tanto, al apoyarnos en unas y otras damos a nuestro discurso solidez y, además, lo hacemos más inteligible, más didáctico.

Entre los profesionales de la historia parece que no hay dudas al respecto de la bondad de la incorporación del cine en los dos planos principales de su quehacer: la investigación y la enseñanza de la historia.6 Existe consenso respecto a la idea de que los documentos en soporte de vídeo son la principal fuente de conocimiento histórico de la mayor parte de los ciudadanos de las sociedades occidentales. Unos DSV, ya sea cine de ficción ya sea cine documental, que reciben tanto desde las pantallas cinematográficas como desde la televisión y, de forma creciente, a través de Internet.7

José Florit, en el prólogo a un conocido libro de José María Caparrós, apuesta decididamente por el binomio cine-historia, hasta el punto de afirmar que «las fronteras que separan a un historiador que obtiene con sus obras escritas un reconocimiento público amplio, que publica best-sellers, y un director de cine histórico de éxito –un Stone (con el film Nixon), por ejemplo– no parece que tiendan a ampliarse sino, al contrario, a reducirse».8

Así como no parece haber demasiadas discrepancias respecto a la bondad didáctica del binomio cine e historia, la integración de los DSV en el proceso de construcción del discurso histórico no está exenta de polémica. Se trata de una controversia cuyos polos extremos son defendidos desde antagónicas tribunas: una, la primera, la de que es una fuente que permite una Historia distinta y mejor; otra, la segunda, la de que al cine no se le puede conceder el estatus de fuente histórica, de materia prima para el historiador. En buena medida este debate relativamente estéril, en el cual no entraremos sino de forma muy tangencial,9 recuerda el que en su día se produjo en cuanto a la utilización de las fuentes orales.

Existe, se decía, una historia oral que es, por definición, más democrática y mejor que la que se elabora siguiendo patrones ortodoxos en las distintas universidades y centros de investigación oficiales. Nuestra posición sobre el cine como fuente coincide con la que en su día defendimos respecto a la llamada historia oral: no hay tal, sino historia elaborada con fuentes orales, es decir, con documentos recogidos oralmente. Para nosotros, los testimonios de los informantes, como los documentos en soporte de vídeo, son fuente primaria para el historiador; materia prima, no producto elaborado. Una documentación con la que es necesario ser tan cautelosos y críticos como con cualquiera otra fuente primaria, ya sea archivística, hemerográfica o de cualquier otra índole.10

Es conveniente que recordemos muy brevemente algunas de las dificultades inherentes al propio contenido y características esenciales de la disciplina histórica. La primera de ellas deriva de su propia acepción, poseedora de un doble significado:11 la palabra Historia designa no solo los acontecimientos narrados, sino también los propios acontecimientos –o como dijera Vilar, alertándonos de la confusión en la práctica de ambas realidades, «el conocimiento de una materia y la materia de este conocimiento»–.12 De forma similar, Helge Kragh denominó H1 los fenómenos o acontecimientos concretos que se produjeron en el pasado, para designar como H2 el análisis de la realidad histórica, esto es, la investigación histórica y sus resultados (el objeto de H2 es por tanto H1), advirtiéndonos de que nuestro conocimiento de lo ocurrido en el pasado se limita a la interpretación teórica que realizamos de este.13

Recordemos también telegráficamente que a raíz de la influencia innegable que supuso la renovación epistemológica y metodológica de Annales, los profesionales de la historia hemos dedicado enormes esfuerzos en las últimas décadas a incorporar lo que en un principio se denominó nuevas fuentes,14 como las orales, las materiales, la fotografía y, más recientemente, la literatura o el cine.15

Fue durante los años sesenta del siglo pasado cuando se empezó a utilizar las películas como fuente documental, lo que permitía acercarse al análisis de la sociedad desde una perspectiva nueva, una idea que sin embargo no fue bien acogida en los medios universitarios. Braudel y Renouvin, por ejemplo, desaconsejaron a Marc Ferro –pionero en la utilización del cine como fuente de la historia y como medio didáctico– avanzar por aquella vía. Eso ocurrió dos décadas después de que el cine fuera reconocido como una disciplina artística más, y con posterioridad a que los cineastas adquirieran la etiqueta de intelectuales. Como dice Sand, efectivamente, Ferro –un investigador de la Escuela de Annales– fue «el primer investigador que vio el cine como una herramienta de observación de la historia (...) [y fue quien] pudo legitimar su concepción de las películas como ámbito de lectura historiográfica».16

De hecho, desde los años ochenta del siglo pasado el binomio cine-historia comienza a tener su espacio en las revistas académicas y aparecieron textos en los que el documento fílmico era materia prima bruta en la construcción del discurso histórico. Se habían superado ya los impedimentos de lo que Shlomo Sand llama «la agencia autorizada de la memoria de los tiempos modernos, también conocida como historiografía académica», y los DSV adquirieron la consideración de legítima fuente documental para el historiador.17

Desde entonces, más y mejor. Ya hemos dicho que vivimos el triunfo de la imagen, y que hoy día, especialmente tras el cataclismo del 11-S neoyorkino, resulta impensable el cuestionamiento del cine, pero las imágenes tienen también su lado oscuro: en la era digital, con las grandes posibilidades tecnológicas de adulteración de las imágenes, con el poder que confiere la creación, la recreación o la simulación de ellas, están bajo sospecha. El problema, sin embargo, no es nuevo para el historiador: ha de ser más vigilante todavía en su permanente crítica a las fuentes.

Paralelamente, y sin que ello sea contradictorio, aunque quizá sí paradójico, las imágenes han derribado todas las murallas que parecían obstaculizar su desarrollo hace algunas décadas. La televisión, que en los años cincuenta concitaba el desprecio de las élites y de los dirigentes, como antes había ocurrido con el cine, se ha convertido en el principal vehículo de transmisión de ideas políticas y culturales. Las imágenes penetran en el ámbito doméstico y ejercen una enorme influencia sobre las ideas, las opiniones, las costumbres, las memorias18 individuales y de grupo. Hoy día, como sostiene Ferro, la televisión ha vampirizado al cine, pero junto a él constituye una pareja de siameses que no pueden vivir el uno sin el otro: «el cine no podría existir sin la ayuda de la televisión, y la televisión sin películas perdería el favor del público».19

Nuestras consideraciones en torno al cine son igualmente extensivas a los documentales elaborados tanto por cineastas como por profesionales de la información y destinados de forma casi exclusiva a la televisión. Coincidimos en este sentido con David Vásquez20 en la importancia que posee este material –el documento en soporte de vídeo (DSV), tanto cine de ficción como documentales– como eje que nos permite, adentrándonos en la memoria visual de nuestro siglo, un mejor conocimiento de nuestra historia contemporánea: en su calidad de producto cultural inmerso en un contexto histórico es, sin duda, un espejo en el que se reflejan las obsesiones, miedos y estados de ánimo de una sociedad.

Es evidente que el historiador no se acerca al film con una mirada de valoración artística, y es que no nos interesan ni la estética ni los valores técnicos del producto cinematográfico, sino que nos interesa

el producto cultural que da fe y aporta información sobre el universo y el marco vital del autor, [porque] como toda creación cultural, contiene elementos ideológicos o políticos, cuya revelación ilumina la realidad histórica retratada. Las aspiraciones, los sueños y las creencias de muchos seres humanos hallan una vía de expresión en las producciones populares de los cineastas, e ignorar estos elementos equivaldría a privarse del conocimiento de una parte importante de la cultura del siglo XX.21

Un ejemplo paradigmático de lo que decimos en relación a la mirada con la que el historiador se acerca al producto fílmico, y de cómo esta difiere de la del crítico cinematográfico, lo encontramos en un documental que calificamos de excepcional como es Compañero Presidente (Miguel Littin, 1971). Aunque el crítico Vera-Meiggs coincide en valorarlo como documento histórico (arqueológico, dice él), le niega todo valor artístico. Tiene razón, sin duda, cuando afirma que

Parece increíble que algo así se haya mostrado en los cines y se pensara que podría ayudar «al proceso», cuando más bien parece un castigo para todos aquellos que aun no se daban cuenta de la importancia de lo que se vivía. (...) Parece una paradoja que un diálogo intelectual así filmado pudiera servir para ganar prosélitos. Aunque tampoco pareciera servir mucho para los que ya estaban convencidos, porque para eso estaba la televisión, que siempre ha servido mejor para los debates.22

Tiene razón el crítico en que cuesta trabajo imaginar que ese documental convenció a alguien de algo que no fuera que la Vía chilena desembocaba en Cuba; y la mantiene cuando afirma que hoy en día Compañero Presidente es un resto arqueológico que, como tal, debe ser preservado para la futura memoria. Claro que no le vamos a discutir que el cine es una cosa, la televisión otra y la discusión política una tercera, y que «mezclarlo todo puede producir mejunjes indigestos que explican las dificultades críticas que hoy podemos tener para evaluar positivamente el cine de la Unidad Popular».23 Todo eso es muy razonable. Pero desde la mirada del historiador, desde sus intereses profesionales, Compañero presidente es un documento excepcional por la cantidad de preguntas que podemos hacerle y por la calidad de las respuestas que podemos encontrar. Esperamos hacer honor a estas afirmaciones cuando analicemos el documental más adelante.

Sirva lo anterior para que aclaremos que, por cuanto respecta a los DSV, podemos diferenciar, como mínimo, cuatro planos que constituyen otras tantas perspectivas de abordaje y análisis: a) el relativo a la historia del cine (su evolución, avances, técnicas, etc.); b) el de la historia de la utilización del cine (como transmisor de ideología, como fuente en el análisis de la sociedad en la que se ha producido uno o varios filmes, etc.); c) el de la utilización del cine como fuente por el historiador, y, finalmente, d) el de la utilización del cine como material didáctico en la enseñanza de la historia. Nos interesan, fundamentalmente, los tres últimos.

Respecto a la utilización del cine, esta es una cuestión que conecta directamente con el uso de la imagen con una intención ideológica, tendencia que ha sido prácticamente una constante histórica. Desde los primeros documentales sobre la Primera Guerra Mundial hasta las superproducciones del Hollywood de la época de McCarthy o los productos recientes de las grandes multinacionales de la época actual, ha existido una clara intencionalidad de aleccionar, controlar y conducir a la opinión pública en un sentido coincidente con el discurso dominante. Obviamente el cine, o los DSV, ha sido abundantemente utilizado como propaganda más o menos explícita, más o menos sutil.

En esta línea, un caso de implicaciones estrictamente nacionales en clave latinoamericana puede ser el de la llamada Teoría de los dos demonios de Mario Ranalletti,24 que estaría en la base de la inducción al olvido, un proceso que se ha visto favorecido en las pantallas, cuyas historias han cristalizado ese deseo de no remover el pasado reciente, con el objetivo de avanzar en el establecimiento de la concordia social. El grupo de DSV que cabría incluir dentro de las tesis de Ranalletti son aquellos en los que, según sus propias palabras, no se logra trascender el marco víctimas-victimarios, ya que el cine que se elabora en la Argentina a partir de 1983 y durante varios años focaliza mayoritariamente su atención en «represores y reprimidos, en torturadores y torturados, evitando un acercamiento a la génesis de los conflictos que se muestran».25

El tercero de los planos que planteábamos es el que atiende a la utilización del cine como fuente por el historiador, una cuestión en cuyo epicentro se produce –cada vez con menos fuerza, desde luego– el debate entre aquellos que son partidarios de concederle a aquel el estatus de fuente histórica y los que, desde posiciones antagónicas, se niegan a hacerlo. Al tiempo, la investigación suscita otras cuestiones adicionales de cierta importancia, como la que nos llevaría a diferenciar, con base en el tema abordado, un mínimo de tres categorías entre los DSV, tal y como ya hemos avanzado páginas atrás.26 Debemos recordar que en este texto nos referimos de manera genérica a los documentos en soporte de vídeo (DSV) porque no distinguimos entre cine de ficción y cine documental. Ambos son para nosotros documentos primarios, esto es, materia prima para el historiador.

El primer grupo lo constituirían aquellos DSV que no aportan gran cosa como producto desde la perspectiva del historiador, pero son útiles para el análisis de las sociedades en las que han sido producidos. Una película comercial como La frontera (Ricardo Larraín, 1991), que obtuvo el Oso de Plata de 1992 en el Festival de Berlín y fue Premio Goya a la Mejor película de habla hispana ese mismo año, narra las desventuras y padecimientos de un profesor de matemáticas que es desterrado al sur de Chile, un territorio marcado por las catástrofes naturales. Sometido a un férreo control autoritario a manos del delegado del Gobierno en la aldea, un hombre tosco y brutal, rústico y cruel, jerárquico y de una obediencia militar que, en suma, nos recuerda a Pinochet, Ramiro Orellana es un retornado (a Chile) que revivirá todos los dolores del exilio que lo ha alejado de su hijo. El profesor conocerá a Maite, una mujer española que vive con su padre, refugiado inconsolable de la Guerra Civil española, con la que iniciará una relación amorosa que finalizará trágicamente a causa de un maremoto.

No está exenta de interés la película por lo que respecta a cómo el poder dictatorial permeabiliza la sociedad chilena de aquellos años, los ochenta, llevando hasta la remota aldea sureña un remedo entre esperpéntico y odioso de la figura del general traidor. Sin embargo, la intención de Ricardo Larraín nunca fue realizar un producto historiográfico:

[En] La Frontera siempre tuvimos el deseo de retratar el proceso [de aquello que] había pasado con esos ideales de los sesenta, los golpes de los setenta, con la sociedad real, con las utopías... ¿qué había pasado con toda esa cuestión? La Frontera es hija de eso. Y teníamos claro que queríamos hacer una película y no un tratado (...) Yo siempre estuve haciendo mi película. Nunca tuve... Como nunca fui vocero de nada, nosotros reflexionamos sobre el cine de vanguardias, el cine panfletario, y nosotros huíamos de eso.27

No obstante esta contundente declaración de intenciones del director de la película, más adelante volveremos sobre ella porque nos ha sido de utilidad en clase y porque, pese a que el film no es un texto de historia, ofrece atractivas posibilidades a su utilización docente.

Pasemos ahora, en segundo lugar, a los DSV que abordan un hecho o un proceso histórico desde una perspectiva y con un calado que ofrece interés para el historiador, pero no son particularmente útiles para el análisis de la sociedad en que han sido creados. Un caso paradigmático sería la película norteamericana Missing (Costa-Gavras, 1982), que obtuvo la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1982 y el Oscar al mejor guion adaptado en 1983, que recrea la historia de la desaparición de un idealista joven de izquierdas, norteamericano él, durante los primeros días del golpe del 11 de septiembre. El padre del muchacho, un modélico y arquetípico ciudadano estadounidense, el señor Horman, que confía en su gobierno y en sus agentes, viaja a Chile (al que nunca se nombra) donde se reencuentra con su nuera (otra idealista, en principio odiosa para el suegro), para intentar encontrar a su hijo. Horman padre padecerá en su carne, pese a su inicial incredulidad, la implicación absoluta de Estados Unidos en el golpe militar y en la terrible represión posterior. Este producto de la industria norteamericana nos aporta poco al conocimiento factual de lo ocurrido en los días previos y posteriores al golpe militar, pero tiene mucho interés porque nos muestra la mirada norteamericana de buena parte de los personajes y como estos perciben y reflejan los sucesos de Chile.

Los más provechosos son, en nuestra opinión, los DSV comprendidos en una tercera categoría: aquellos que sirven para el análisis del hecho o del proceso histórico sobre el que versan, y pasan a ser, también, del mayor interés para profundizar en el análisis de la sociedad que los ha producido. Pensemos en el mítico documental La batalla de Chile (Patricio Guzmán, 1973-1979). El film, cuyo título completo es La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas, presenta tres partes. La primera, titulada «La insurrección de la burguesía» (100 min.), la segunda «El golpe de Estado» (90 min.), y la tercera «El poder popular» (82 min.). Se trata de un documental histórico que es considerado uno de los más influyentes de la historia del cine documental. Distribuido en treinta y cinco países, no es una película de archivo, sino un documento filmado en el momento mismo de producirse los hechos. La copia original salió de forma rocambolesca y clandestina de Chile y el montaje se realizó gracias a la colaboración del Instituto de Cinematografía Cubano (ICAI). En 1974, el cámara que rodó junto a Patricio Guzmán, Jorge Müller, y su compañera Carmen Bueno fueron secuestrados por la DINA, la policía política del régimen militar, y hasta hoy figuran en la lista de desaparecidos. La batalla de Chile, sorprendente y dolorosamente, ha sufrido la censura en el país andino, fue estrenada de manera casi vergonzante a finales del siglo pasado y nunca ha sido emitida por la televisión pública.28

Patricio Guzmán sabe que su cine está atravesado por el pasado y la memoria, y sabe que esta larguísima película sigue manteniéndose vigente. Preguntado sobre esta buena salud del histórico documental en Buenos Aires en abril del 2011, al presentar su última película Nostalgia de la luz, Guzmán respondió que puede deberse, quizá,

a que está bien estructurada; porque le doy la palabra a los adversarios de Allende, lo que le da más credibilidad; y porque es la primera película que retrata día a día un proceso social en América Latina. Eso no se había hecho antes, y quizá eso le haya dado tanta vida. Acaba de salir un DVD en Nueva York y sigue funcionando; hay DVD en Bélgica, en Suiza, en Francia y en Chile. Cuando la hice creí que iba a ser una película muy aburrida, que no concernía más que a los chilenos, pero estaba demasiado cerca.29

La batalla de Chile, la lucha de un pueblo sin armas es un film-documento rodado durante los años del Gobierno de Salvador Allende, claramente alineado con las propuestas políticas de la Unidad Popular. Es para nosotros un DSV que ofrece la tercera de las posibilidades a las que nos hemos referido anteriormente: nos permite profundizar en el análisis y la comprensión del Chile del periodo 1970-1973, tanto por el interés de las imágenes (auténticos documentos filmados) como por el discurso de la voz en off, claramente identificado con la experiencia política de la UP y radicalmente enfrentado a aquellos grupos políticos y ciudadanos que, el 11 de septiembre de 1973, propiciarían y/o apoyarían el golpe militar.

Establecida esta triple posibilidad respecto a los DSV, debemos posicionarnos en cuanto al estatuto epistemológico que les asignamos en su consideración de fuente histórica. Quienes han negado, con mayor o menor vehemencia, que los DSV merezcan la consideración de fuente (las descalificaciones basadas en criterios positivistas, que se agotan en la exclusividad de los archivos como proveedores de primera materia para el historiador, o las que son producto de las concepciones exclusivamente corporativistas de los historiadores, no nos interesan), argumentan fundamentalmente en un doble plano. En primer lugar, tropezamos con una crítica que, en la línea que enunciara en la década de los treinta el historiador norteamericano Louis Gottschalk en su queja remitida a la Metro Goldwyn Mayer, entiende que los cineastas distorsionan, trivializan, olvidan y desprecian no solo la historiografía, la H2 de Kragh, cuando les conviene –casi siempre–, sino que además han alcanzado a la propia H1, que se ha visto así afectada por aquella línea de actuación. La anécdota de Gottschalk, referida por Rosenstone, es aún más jugosa: se quejaba el profesor norteamericano en 1935 y, al tiempo, exigía que ningún film histórico fuera exhibido sin haber obtenido el visto bueno de un «historiador de valía».30 El episodio, sabroso como pocos sobre la materia, no autoriza, sin embargo, a Rosenstone a emitir un juicio de la rotundidad de aquel en el que afirma: «Seamos francos y admitámoslo: los filmes históricos molestan y preocupan a los historiadores profesionales». Dicho esto en 1997, casi tres lustros después debemos rebajar la rotundidad de la afirmación. Entendemos que «molestan y preocupan» tan solo en la medida que se nos quieran presentar como realidad histórica, en un plano de igualdad con el discurso interpretativo y abierto a la disensión y a la crítica que es propio del historiador. Coincidimos con Sand en que la desconfianza que en algunos historiadores despiertan los cineastas que se atreven a reconstruir el pasado en sus películas «no es sino el fruto de la condescendencia del artesano profesional hacia el aficionado que invade su terreno».31

A los efectos del estatus de la fuente documental en soporte de vídeo, muy relacionado con este primer plano al que nos hemos referido, está el segundo al que aludíamos, el de la necesidad que el historiador tiene de establecer una nítida separación entre ficción y realidad. Vayamos, sin embargo, por partes.