Cinco hermanos y un problema - Peggy Moreland - E-Book

Cinco hermanos y un problema E-Book

Peggy Moreland

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Beschreibung

¿Podría un solitario como él convertirse en marido y padre de repente? Al ver a aquella mujer con un pequeño en su brazos, Ace comenzó a preguntarse qué iban a hacer sus cuatro hermanos y él con una niña tan pequeña. Lo único que había hecho Maggie había sido entregar una niña huérfana a la familia a la que pertenecía por derecho. Pero Ace le había pedido que viviera con ellos... así que poco tiempo después el atractivo ranchero y ella comenzaron a compartir algo más que los biberones a media noche...

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Peggy Bozeman Morse. Todos los derechos reservados.

CINCO HERMANOS Y UN PROBLEMA, Nº 1361 - agosto 2012

Título original: Five Brothers and a Baby

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0786-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

La habitación en la que se habían reunido los hermanos Tanner era como todo en Texas: grande.

El primer miembro de la familia, que se había establecido allí a principios del siglo XIX, había colocado las poderosas vigas de madera que cubrían el techo y tres de las paredes de la estancia.

La cuarta la ocupaba una chimenea tan grande que en su interior se hubiera podido asar un ternero entero.

Por todas partes había fotografías de la evolución de la familia, que había sido próspera y fructífera.

La muerte de su padre había vuelto a unir a los hermanos, pero era la responsabilidad lo que los mantenía juntos.

La responsabilidad hacia un padre que los había alejado de casa con sus modos fríos y distantes, propiciando que el distanciamiento se produjera también entre ellos.

Ace, el mayor de los hermanos, estaba sentado a la mesa de su padre porque era el cabeza de familia, un puesto que sus hermanos estaban más que agradecidos de que ocupara.

Woodrow, que era cuatro años más joven que él, estaba sentado en el sofá de cuero que había enfrente mientras que Rory, el benjamín, se había acomodado en una silla y Ry, el segundo, se paseaba por la habitación.

–Supongo que todos sabréis que nos ha dejado metidos en un buen lío –les dijo Ace a sus hermanos.

–Para variar –se burló Woodrow.

Ace asintió ante el sarcasmo de su hermano.

–Sí, parece que al viejo le gustaba ponernos a prueba.

–Más bien, le gustaba meternos en problemas –comentó Rory, el más tranquilo de los cuatro, estirando las piernas y colocando las manos detrás de la cabeza.

–No seas irrespetuoso. Te recuerdo que estás hablando de nuestro padre –le dijo Ry mirándolo muy serio.

–El nuestro y el de medio estado –murmuró Rory.

Aunque su comentario era exagerado, sus hermanos no dijeron nada porque su padre era un hombre tan cerrado y poco hablador que, aunque hubiera tenido más hijos, no se lo habría dicho jamás.

–Ry tiene razón –dijo Ace intentando retomar la conversación–. No estamos aquí para juzgar a nuestro padre sino para arreglar el embrollo que nos ha dejado en herencia.

Ry miró impaciente el reloj.

–Entonces, acabemos cuanto antes. Tengo que volver a Austin porque tengo que operar mañana por la mañana.

–Claro, el médico tiene que ganar uno o dos millones más, ¿verdad? –se burló Woodrow.

Ry se abalanzó sobre él, lo agarró de la chaqueta vaquera que llevaba y lo levantó en el aire.

Rory corrió a separarlos.

–Venga, chicos, ya os pegaréis más tarde. Ahora, tenemos cosas que arreglar.

Ry miró a Woodrow con desprecio y lo soltó.

–Papá murió sin testamento –anunció Ace para que sus hermanos le prestaran atención y no volvieran a pelearse–. Por eso, vamos a tardar bastante en poner en orden el tema del rancho. Mientras tanto, tendremos que hacernos cargo de él.

Ry lo miró atónito.

–¿Cómo? Yo no estoy dispuesto a trabajar en el rancho. Soy cirujano y tengo una consulta que mantener.

–Todos tenemos obligaciones –le recordó Ace–, pero vamos a tener que hacer un esfuerzo arañándole horas a nuestra vida para que este lugar siga en funcionamiento. Por lo menos, hasta que decidamos qué vamos a hacer con él.

–¡No podemos vender el Bar-T! ¡Esta tierra ha sido de nuestra familia durante generaciones! –exclamó Woodrow poniéndose en pie.

–Y yo espero que lo siga siendo, pero no podemos tomar una decisión hasta que no esté en marcha y sepamos a qué nos enfrentamos tanto económica como legalmente.

Al recordar que su padre era tan reservado en sus negocios como en su vida privada, Woodrow y Rory se volvieron a sentar.

Ry se acercó a la ventana.

–¿Y Whit? –preguntó.

–Le he dejado un mensaje en el contestador para que viniera. Si lo escucha a tiempo, vendrá –contestó Ace.

–No vino al entierro de papá, así que ¿por qué crees que va a venir ahora? –gruñó Woodrow.

–¿Por qué iba a venir al entierro de papá? –dijo Ry–. Papá lo trató como a un trapo.

–Whit estuvo en el entierro de papá –intervino Rory.

–¿Dónde? No lo vi.

–Porque no quería que lo viéramos.

Woodrow chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

–Ese chico siempre fue escurridizo.

–Sigiloso –lo corrigió Ry.

–¿Es un diagnóstico profesional? –le espetó Woodrow–. Yo creía que tú eras cirujano plástico, de ésos que son ricos y famosos, y no psiquiatra.

Ry apretó los dientes, pero no contestó y Ace se lo agradeció. Con todo lo que tenían por delante, lo último que debían hacer era pelearse entre ellos.

–Ahora mismo, he terminado un reportaje fotográfico y tengo un tiempo antes de comenzar el otro, así que he decidido quedarme en el rancho hasta que todo esté en marcha –anunció–. Sin embargo, no puedo ocuparme del rancho yo solo. Os necesito a todos. Vamos a tener que...

Sus palabras quedaron interrumpidas por el timbre y Ace se puso en pie.

–Debe de ser Whit.

–Me apuesto el cuello a que es un vecino para darnos el pésame –gruñó Woodrow todavía enfadado.

–Sea quien sea, espero que os portéis debidamente –dijo Ace desde la puerta–. ¿Entendido?

Woodrow y Rory pusieron los ojos en blanco y desviaron la mirada, pero Ry lo miró a los ojos de manera casi desafiante para que entendiera que ya no era un niño pequeño al que su hermano mayor podía dar órdenes.

Mientras iba hacia la puerta principal, Ace rezó para que fuera Whit pues quería terminar con todo aquello cuanto antes. Cuanto antes pudiera irse de Tanner Crossing, mejor.

Estar de nuevo en el rancho y en la ciudad que llevaban el nombre de su familia lo estaba empezando a poner ya de los nervios.

Cuando abrió la puerta, en lugar de encontrarse con su hermanastro Whit, se encontró con una mujer ataviada con unos vaqueros desgastados y una camiseta azul que llevaba algo envuelto en una manta... algo que parecía un bebé.

–¿La puedo ayudar en algo?

–Sí es usted uno de los hermanos Tanner, sí.

La acidez con la que lo había dicho lo sorprendió. Desde luego, aquella mujer no era una vecina que había acudido a darles el pésame.

–Sí, soy Ace –le dijo saliendo al porche–. Ace Tanner, el hermano mayor. ¿Y usted quién es?

–Maggie Dean.

Ace se quedó mirando el bulto envuelto en una manta que la mujer llevaba contra el pecho.

–¿Y qué quiere usted de los hermanos Tanner, señorita Dean?

–Les vengo a traer lo que es suyo –contestó Maggie entregándole el bebé.

Ace dio un paso atrás.

–Un momento, ese niño no es mío.

–Según la ley, sí.

–¿Qué ley? –le espetó impaciente.

–Todas las leyes.

–Un momento...

En ese momento, del interior de la manta salió un grito y Ace hizo una mueca ante aquel ruido tan irritante.

–No pasa nada, preciosa –la tranquilizó la mujer–. Todo va bien.

–Mire, señorita –le dijo Ace alzando la voz para que lo oyera por encima del llanto del bebé–. No sé quién es usted o por qué ha venido, pero le aseguro que esa niña no es mía, así que le ruego que se vaya de mis tierras y se lleve a ese ratoncillo chillón o tendré que llamar a la policía.

La mujer levantó el mentón sonrojada por la furia.

–Yo me voy encantada de sus tierras, pero la niña se queda –le dijo entregándosela.

Instintivamente, Ace la tomó en brazos. Anonadado, se quedó mirándola. Vio dos manitas que salían de la manta y daban golpes al aire y una carita cuyos rasgos eran tan pequeños y perfectos que parecían irreales.

Tenía los ojos azules, la nariz sonrosada y tan pequeña como uno de los botones de su camisa y la boca entreabierta.

Parecía irreal, pero su llanto no lo era. Ace miró a la mujer, que estaba sacando cosas de un coche desvencijado y dejándolas en el césped.

–¡Eh! –exclamó–. ¿Qué hace? No piense que va a dejar aquí a la niña.

La mujer cerró la puerta del coche con fuerza, se giró y se colgó una bolsa del hombro.

–No es una niña sino un bebé –le dijo muy seria–. Y claro que se va a quedar aquí.

Viendo que el enfado no lo llevaba a ninguna parte con aquella mujer, Ace intentó hacerla entrar en razón.

–Mire, entiendo que tenga usted un problema y que necesite ayuda –le dijo sacándose la cartera del bolsillo y entregándole un fajo de billetes.

–Es usted exactamente igual que su padre –le espetó la mujer dándole un golpe en la mano que hizo que la cartera saliera volando por los aires–. Ustedes se deben de creer que el dinero lo arregla todo. ¡Pues no es así! Lo que esta niña necesitada es una familia, alguien que la quiera.

–¿Esta niña es hija de mi padre? –preguntó Ace boquiabierto.

–¡Sí, claro que es hija de su padre! –contestó Maggie.

–No me lo puedo creer...

–Pues créaselo porque es la verdad.

Ace la tomó del brazo y la llevó al porche.

–Sentémonos, tenemos que hablar.

Una vez en el porche, Maggie se sentó, pero Ace se quedó de pie, paseándose con la niña en brazos y diciéndose que lo raro era que aquello no hubiera ocurrido antes.

Era la primera vez que tenía que enfrentarse a las indiscreciones de su padre y no sabía cómo hacerlo.

En el pasado, cuando una de sus «amigas», como su padre llamaba a las mujeres con las que mantenía relaciones sexuales, aparecía en su casa con intención de conseguir algo, su padre arreglaba la situación.

Normalmente, con dinero.

–Si es una cuestión de dinero...

–Ya le he dicho que no quiero su dinero –contestó Maggie dejando caer la cabeza entre las manos con desesperación–. Lo que quiero es que esta niña tenga un hogar decente.

–¡Pues déselo usted, que es su madre!

Maggie levantó la cabeza.

–Yo no soy su madre.

Ace se quedó mirándola completamente confundido.

–Entonces, ¿quién es su madre?

–Star Cantrell –contestó Maggie.

–¿Y por qué no le da ella a su hija un hogar decente? –preguntó enfadado.

–Porque ha muerto.

–¿Muerto? –repitió Ace viendo que a Maggie se le deslizaba una gruesa lágrima por la mejilla.

–Sí, murió hace poco más de una semana. Hubo complicaciones en el parto, tuvo una hemorragia y... éramos compañeras de trabajo y amigas. Me hizo prometer que, si le ocurría algo, traería a su hija aquí para dársela a su padre. Yo no quería porque conocía a su padre, pero me hizo prometérselo. Cuando me enteré de que su padre había muerto, pensé en quedármela yo, pero... no puedo quedármela porque ella se merece más de lo que yo le puedo dar. Por eso la he traído.

Ace se fijó en las manos rojas de trabajo de aquella mujer y comprendió que lo que le estaba diciendo era que no podía hacerse cargo de la niña económicamente.

–¿Y Star no tenía parientes? ¿No tenía padres ni hermanos?

–No, era hija única y sus padres murieron en un accidente de tráfico hace muchos años.

Antes de que a Ace se le ocurriera otra solución, Maggie se puso en pie.

–Aquí tiene todo lo que va a necesitar –le dijo señalando la bolsa y el corralito–. Pañales, biberones, papilla y ropa. Duerme en el corralito, pero yo creo que debería comprarle una cuna cuanto antes –concluyó mirando a la niña con lágrimas en los ojos–. Star la llamó Laura. Espero que no le cambie el nombre porque es lo único que va a tener de su madre.

Ace miró al bebé, que había dejado de llorar. Había apoyado la cabecita en su hombro y se había quedado dormida con lágrimas entre las pestañas.

Cuando levantó la cabeza, la mujer había desaparecido. Ace corrió tras ella.

–¡Un momento! ¡Espere!

Maggie se dio la vuelta con una mano en la puerta de su viejo automóvil y Ace se paró en seco, con la respiración entrecortada por el pánico.

–Mire, ya sé que todo esto no es problema suyo, que usted está haciendo solamente lo que le pidieron que hiciera, pero no me puede dejar a la niña aquí. Mis hermanos y yo tenemos nuestros trabajos y nuestras responsabilidades y no nos podemos ocupar de un bebé. No sabríamos ni por dónde empezar.

Ace observó cómo la mujer miraba a la niña, vio la duda en su rostro, la incertidumbre, su obvio afecto por la pequeña.

–Ya se las apañarán –contestó sin embargo con firmeza–. Exactamente igual que he hecho yo.

–¡No! No me haga esto –exclamó Ace intentando agarrar la puerta.

En un abrir y cerrar de ojos, Maggie había pisado el acelerador a fondo y su coche se alejaba por el camino.

Ace se quedó allí, mirándolo, como si lo acabaran de condenar a muerte.

Maggie condujo diez kilómetros antes de que tener que pararse en el arcén, cegada por las lágrimas. Dejó caer la cabeza sobre el volante y lloró amargamente por Laura, que iba a crecer sin conocer a su madre y por Star, que había muerto tan joven.

Y lloró también por haber perdido a aquella niña a la que tanto quería y por las injusticias de la vida que no le permitían quedársela.

Y, mientras lloraba, rezó para que Laura estuviera en buenas manos y para que los hermanos Tanner cuidaran bien de ella.

Cuando ya no le quedaron más lágrimas en los ojos, se secó la cara con la camiseta y volvió a poner el coche en marcha.

«Es mejor así», se dijo mientras conducía hacia su casa.

Ya tenía bastante con mantener su hogar y poder comer. No podía hacerse cargo de una niña pequeña.

Con los Tanner, Laura tenía la oportunidad de una vida mejor porque tenían una casa que parecía un castillo, mucho dinero e incluso una ciudad que llevaba su apellido.

Con ellos, Laura jamás tendría que preocuparse por que la embargaran por no haber pagado el alquiler, por no conseguir el dinero para pagar el seguro médico o por no poder ir a la universidad.

Además, tendría la oportunidad de codearse con gente de clase y, así, no tener que vivir con el tipo de personas indeseables que Maggie había tenido a su alrededor durante toda la vida.

Pero había una cosa que Maggie sabía que podía darle a Laura en grandes cantidades: amor.

Los cuatro hermanos Tanner flanquearon la cama de Ace, dos a cada lado, y se quedaron mirando fijamente al bebé que su hermano mayor había colocado en el centro.

Ace miró a Ry.

–Llévatela contigo a Austin, tú eres el único que está casado.

–Estaré divorciado muy pronto –le recordó Ry.

–¿Y tú? –le preguntó a Rory–. ¿No podrías conseguir que una de las chicas que trabaja en tu cadena de tiendas de objetos del Oeste te la cuidara?

Rory negó con la cabeza.

–Estamos en verano y la mayoría está de vacaciones.

Ace miró a Woodrow, que levantó la mano.

–Ni me lo preguntes. La única experiencia que he tenido con bebés fue cuando mi perra Blue tuvo cachorros.

–¿Y qué se supone que voy a hacer yo con ella? Tengo tanta idea de niños pequeños como vosotros.

Ry le dio una palmada en el hombro y salió de la habitación.

–Ya te las apañarás.

–Sí –dijo Woodrow saliendo también–. Siempre se te ha dado bien hacerte cargo de las situaciones difíciles.

Ace agarró a Rory del brazo.

–¿Adónde vas? –le preguntó antes de que huyera.

–Eh... a por un biberón. Sí, a por un biberón. Parece que tiene hambre.

–Ah, muy bien –contestó Ace más tranquilo–. Date prisa, no quiero que se ponga a llorar otra vez.

–Claro –le prometió Rory.

A continuación, se giró y salió corriendo. Al oír que la puerta principal se cerraba y los motores de los coches de sus hermanos se ponían en marcha, Ace maldijo en voz alta.

Con ojos legañosos, Ace se puso a la niña en el hombro mientras esperaba a que el agua hirviera y se calentara el biberón.

–Venga, pequeña, dame un respiro. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo –le rogó.

Cuando Laura contestó con un agudo grito, Ace sacó el biberón del agua, se echó dos gotitas de leche en la mano para comprobar la temperatura y se sentó en una silla.

Laura agarró la tetina del biberón con tanta ansia que cualquiera hubiera dicho que llevaba unas semanas sin comer.

Ace sabía que aquello no era cierto porque era la cuarta vez que se levantaba aquella noche a prepararle un biberón.

Ahora que la niña estaba ocupada, tomó la guía de teléfonos desesperado por encontrar a alguien que cuidara de Laura.

Había hablado con todas las agencias de la zona, pero ninguna aceptaba recién nacidos. Su única esperanza era localizar a la mujer que se la había llevado.

Lo malo era que no se acordaba de su nombre.

Empezaba por D.

Daily, Dale, Davis, Day, Dean.

¡Dean! Sí, Maggie Dean.

Lo malo era que no había ninguna Maggie Dean en la guía telefónica.

Ace llamó entonces a información telefónica y allí localizaron a una Maggie Dean en Killeen, que era un pueblo cercano a Tanner Crossing.

–Tiene que ser ella –suspiró esperanzado tomando nota del número–. ¿Me puede dar también su dirección? –le pidió al teleoperador decidiendo que era mejor ir a verla cara a cara.

«Desde luego, esta mujer vive en un sitio horroroso», pensó Ace mientras conducía por la calle de Maggie.