Ciudadanía activa y religión - Agustín Domingo Moratalla - E-Book

Ciudadanía activa y religión E-Book

Agustín Domingo Moratalla

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Uno de los problemas más importantes de la ética democrática es la clarificación del papel que desempeñan las religiones en la esfera pública. Con la pretensión de superar posiciones confesionalistas o laicistas, la filosofía moral y política del siglo XXI construye sus propuestas con el horizonte de una laicidad positiva. Los modelos de ciudadanía que se ofrecen en los espacios públicos de deliberación no están obligados sustraer o privatizar las religiones que profesan los ciudadanos. ¿Cómo integrar las convicciones religiosas en los modelos de ciudadanía? ¿Cuál es el papel de las religiones en una sociedad post-secular? ¿Por qué son importantes las religiones en una ciudadanía activa? Para responder a estas preguntas Agustín Domingo Moratalla analiza la pluralidad de fuentes morales en el ejercicio de la ciudadanía activa. El nuevo horizonte ético de las sociedades democráticas no puede prescindir de las motivaciones religiosas de los creyentes. Estos no pueden ser considerados ciudadanos de segunda categoría y forzados a realizar explicaciones permanentes de sus propuestas de ciudadanía. La construcción de una ciudadanía activa no sólo requiere discernimiento para aplicar la laicidad positiva en el ámbito de las instituciones políticas, sino para fortalecer las fuentes morales, religiosas o pre-políticas que nutren las tradiciones culturales que conviven en una sociedad abierta. La educación moral, la tolerancia, la violencia, la cohesión social y el desarrollo sostenible son ámbitos de ciudadanía activa donde la contribución de las religiones es cada vez más decisiva.

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Ensayos

AGUSTÍN DOMINGO MORATALLA

Ciudadanía activa y religión

Fuentes pre-políticas de la ética democrática

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-602-8

© 2011 Agustín Domingo Moratalla y Ediciones Encuentro, S. A., Madrid

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

ÍNDICE

Introducción

Capítulo 1 MODELOS DE CIUDADANÍA EN UNA SOCIEDAD GLOBAL

Introducción

1. El debate sobre la justicia liberal: liberalismo y comunitarismo

2. De la ciudadanía pasiva a la ciudadanía activa

3. El valor de la participación en una ciudadanía democrática

4. De la ciudadanía democrática a la ciudadanía diferenciada

5. Luces y sombras de la ciudadanía multicultural

6. Entre la ciudadanía intercultural y la ciudadanía intracultural

Capítulo 2 TESTIGOS Y CIUDADANOS: CINCO DRAMAS EN LA PRESENCIA PÚBLICA DE LA FE

Introducción

1. Alfabetización cultural y transmisión de la fe

2. Ética narrativa para testigos y ciudadanos

3. Cinco dramas en la presencia pública de la fe

Conclusión

Capítulo 3 DEL SECULARISMO A LA SECULARIDAD: DEL TESTIMONIO PERSONAL AL COMPROMISO INSTITUCIONAL

1. Un poco de historia

2. Secularidad y secularismo

3. Tiempo de responsabilidades y testimonios personales

a. Con dimensiones antropológicas (cognitivas y emocionales)

b. Con dimensiones económicas

c. Con dimensiones políticas

d.Con dimensiones culturales

4. Estrategias de compromiso institucional

Capítulo 4 LAICIDAD POLÍTICA Y EDUCACIÓN DEMOCRÁTICA: CIUDADANÍA SÍ, PERO NO ASÍ

Introducción

1. Una interpretación empobrecedora de la ciudadanía

2. Los actores de un debate público complejo

3. Diez claves para una posición lúcida en el debate público

Capítulo 5 LAS FUENTES MORALES DE LA CIUDADANÍA ACTIVA: LAICIDAD DEMOCRÁTICA Y CONVICCIÓN RELIGIOSA EN LA EDUCACIÓN MORAL

Introducción

1. La hora de la ciudadanía activa

2. Las fuentes morales de la ciudadanía activa

3. Posibilidades de la ciudadanía activa como horizonte educativo

4. Laicidad de combate y laicidad democrática en el Informe de la Comisión Stasi

5. Las bases pre-políticas del Estado liberal: las convicciones religiosas en el debate Habermas-Ratzinger

Conclusiones

Capítulo 6 LA EDAD HERMENÉUTICA DE LA MORAL

Introducción

1. Los trabajos de Hermes: pluralismo y traducción

a. Laicidad democrática y traducción de convicciones

b. La tentación contextual en tiempo global

c. Esperanza en tiempos de incertidumbre e inseguridad

2. Jürgen Habermas: la religión en una sociedad post-secular

a. Los límites del naturalismo y la voluntad de verdad

b. De una tolerancia liberal a una tolerancia post-liberal

c. Las religiones como fuentes de sentido en una democracia secular

3. Charles Taylor: el eclipse de la religión en la edad secular

a. Secularidad y sed de trascendencia

b. Identidad personal e imaginario social

c. Religión y arraigo social (obligación-religación)

4. Paul Ricoeur: la valiosa analogía de traducir

a. Tomarse en serio el camino del corazón

b. Afrontar el conflicto entre convicción y crítica

c. Renovar la pluralidad y profundizar en la identidad

Conclusión

Capítulo 7 LA TOLERANCIA POST-LIBERAL: EL COMPROMISO CON LA VERDAD EN UNA DEMOCRACIA LIBERAL

1. Introducción: un ideal necesario pero insuficiente

2. La tolerancia pre-liberal: tolerancia y gracia

3. La tolerancia liberal: derecho y politeísmo

4. La tolerancia post-liberal: afrontar lo intolerable

Capítulo 8 VIOLENCIA Y RELIGIÓN: LA DESLEGITIMACIÓN CULTURAL DE LA VIOLENCIA EN RENÉ GIRARD Y PAUL RICOEUR

1. Afrontar la violencia, un desafío personalista y comunitario

2. Cultura y violencia en René Girard

a. Explicación científica y revelación religiosa

b. Mecanismo mimético y chivo expiatorio

c. El escándalo del cristianismo

3. Violencia y justicia social en Paul Ricoeur

a. La responsabilidad convencida del animal simbólico

b. El sentido de la justicia como mediación entre derecho y cultura

Conclusión

Capítulo 9 ESPIRITUALIDAD Y DESARROLLO. EL CAPITAL ESPIRITUAL EN UNA ÉTICA DEL DESARROLLO INTEGRAL

Introducción

1. El retorno de la religión a la vida pública o la sorpresa de lo divino

a. Pluralismo social y sorpresa de lo divino

b. La función mediadora de una ética del desarrollo

c. Espiritualidad y discernimiento moral

2. Capacidades y desarrollo en la ética de Amartya Sen

a. Capacidades y desarrollo

b. Pluralidad de filiaciones y libertad cultural

c. Capital espiritual y desarrollo integral

3. Conclusiones y horizonte de trabajo del Foro Europeo SPES

(Spiritutality in Economics and Social Life)

Procedencia de los textos

INTRODUCCIÓN

Actualidad de la religión en el ejercicio de la ciudadanía

Hace unos años me invitaron a participar en la redacción del borrador de un programa electoral en un partido político. El grupo de personas que estábamos ordenando verbalmente las ideas reflexionábamos sobre la conveniencia de incluir iniciativas de responsabilidad social empresarial porque teníamos clara la necesidad de promover la dimensión social de las empresas en un mundo donde la responsabilidad legal, aun siendo necesaria, es insuficiente. Algunos redactores no querían que se incluyeran esas cuestiones porque las consideraban marginales, filantrópicas y arbitrarias en el dinamismo de la actividad económica. Argumentaban que los máximos responsables económicos del partido suprimirían estas líneas sin el menor escrúpulo. Otros queríamos que se incluyeran explícitamente y argumentábamos que las cuestiones de responsabilidad social empresarial no eran accidentales sino estructurales en algunas tradiciones políticas europeas relacionadas con el humanismo cristiano, tanto en partidos del centro izquierda (socialdemocracia) como en partidos de centro derecha (democracia cristiana). La controversia se resolvió cuando apareció uno de los máximos líderes del partido y sentenció que debían desaparecer del programa esas alusiones a tradiciones religiosas, ironizó sobre el papel de los cristianos dentro del partido y zanjó, de momento, la controversia.

Tres años más tarde me encontré con otro alto cargo político que, a su vez, era portavoz en una de las comisiones parlamentarias. Estuvimos analizando el perfil de quienes deberían asumir responsabilidades sociales, educativas y culturales en futuras legislaturas. Cuando pusimos sobre la mesa algún nombre, recordé mi amistad con alguna de esas personas y su habitual participación en iniciativas eclesiales. Incluso le comenté que estábamos identificados con determinadas comunidades religiosas en nuestras respectivas actividades profesionales. Inmediatamente, este alto cargo reaccionó pidiéndome que silenciara este dato, incluso me insistió para que en los órganos directivos del partido no se divulgase esta identificación eclesial porque se pondría en juego su brillante carrera política.

Estas dos anécdotas no sólo son una muestra de cómo son tratados dentro de los partidos políticos quienes viven con normalidad su credo o confesión religiosa, sino también la punta de un iceberg de un problema importante que se plantea en una sociedad abierta y en el régimen de una democracia pluralista: las relaciones entre ciudadanía y religión. No es una cuestión sencilla porque afecta a importantes dimensiones de nuestra vida cotidiana, desde el problema de la delimitación constitucional entre el Estado y la Iglesia hasta el problema de la objeción de conciencia en el ejercicio de las prácticas profesionales. No es una cuestión menor que se puede resolver con instrumentos legislativos, administrativos o jurídicos. Tampoco se trata de una cuestión ancestral o intempestiva en nuestra vida cotidiana, basta recordar las controversias que despierta la regulación del uso del burka, los debates que plantea el futuro de la enseñanza de las religiones en los espacios públicos educativos, o incluso las expectativas informativas y mediáticas de algunos líderes religiosos.

Aunque pueda parecer una cuestión local, se trata de un problema importante en las democracias europeas y trascendental en el resto del mundo. Las relaciones entre ciudadanía y religión son un problema estructural en el debate contemporáneo sobre el sentido, alcance y límites de la globalización. Esto significa que las soluciones fáciles, rápidas, locales, desmemoriadas y cortoplacistas están condenadas al fracaso porque no afrontan la naturaleza misma del problema. Para ello, más que aprender a separar, simplificar y abstraer elementos de análisis, es importante aprender a diferenciar, matizar, deliberar y discernir públicamente sin miedo a buscar la verdad ejercitando la libertad. Algunos planteamientos que han querido resolver el problema separando vida privada y vida pública, haciendo desde esta dicotomía una ruptura esquizofrénica entre antiguos y modernos, como si los primeros confundieran ciudadanía y religión mientras los segundos delimitaran con precisión.

De la separación simplificadora a la cooperación discernida

Otros planteamientos han situado la ciudadanía en el mundo del derecho y la religión en el mundo de la psicología, como si el derecho regulara, ordenara y homogeneizara los problemas de responsabilidad ciudadana y la psicología gestionara existencial y terapéuticamente el politeísmo, la arbitrariedad y la espontaneidad de los individuos. Tampoco han faltado quienes han utilizado el filo de la modernidad para establecer una clasificación de sociedades según los niveles de separación entre ciudadanía y religión: son modernas, ilustradas y seculares aquellas que dejan al arbitrio privado las cuestiones religiosas y dejan en manos de las autoridades políticas las cuestiones de ciudadanía. Por el contrario, son rancias, reaccionarias e integristas aquellas sociedades que no se someten a los imperativos de una razón científica, ilustrada y moderna con capacidad para la separación, abstracción y subordinación de todas las dimensiones de la vida humana a su dimensión política.

Los problemas no son tan sencillos y es importante buscar áreas de acercamiento, espacios de convergencia y tiempos para promover el diálogo entre personas distintas o grupos distintos, con independencia de credos religiosos o modelos particulares de ciudadanía. Ahora bien, el carácter estructural del problema requiere un diálogo serio y responsable que no se desentienda del peso que las diferentes confesiones religiosas y donde los creyentes no sean excluidos a priori por el hecho de identificarse con uno u otro credo religioso, como si el pluralismo no consistiera en la articulación de la convivencia de diferentes modelos parciales de ciudadanía. Esto no significa que esos ciudadanos, como creyentes, tengan que utilizar los espacios públicos de deliberación o las instituciones públicas en las que participan para hacer catequesis, apología o proselitismo de su religión; significa que las pretensiones de verdad de los ciudadanos no pueden ser despreciadas o marginadas por el hecho de ser creyentes en una determinada confesión religiosa. En sociedades abiertas donde hay un régimen democrático pluralista, de la misma forma que ningún ciudadano está obligado a identificarse con una determinada confesión religiosa, tampoco deberían estar obligados los ciudadanos que se confiesan creyentes a identificarse con un modelo particular de ciudadanía que se presente como el modelo universal y obligatorio para todos.

Entre nosotros, hay varias formas interesantes y atractivas de plantear este diálogo. Una es la que nos ofrece la profesora Adela Cortina cuando desarrolla la diferencia entre mínimos de justicia exigibles y máximos de felicidad opcionales1. De esta forma, las relaciones entre ciudadanía y religión tendrían que plantearse como relaciones entre propuestas filosóficas que den cuenta y razón de los mínimos de justicia exigibles para la convivencia y propuestas filosóficas que den cuenta y razón de los máximos de felicidad que animan la vida humana. Mínimos y máximos que no deberían separarse a la hora de promover la participación en la vida democrática, que deberían distinguirse para evitar la separación, para promover una relación de no absorción, para que los mínimos se alimenten de los máximos y para que los máximos puedan purificarse desde los mínimos. Como recuerda, la caridad en las confesiones religiosas no puede convertirse en una coartada o excusa para dejar de lado la justicia. O como hemos señalado en otros trabajos, la promoción de una solidaridad sin fronteras no puede ser una excusa para evitar la justicia social en la vida cotidiana2.

Otra es la que ofrece el profesor Andrés Ollero desde el punto de vista político y constitucional cuando precisa el uso jurídico de términos como pluralismo, cooperación entre Iglesia/Estado o laicidad, haciendo hincapié en una interpretación de la «aconfesionalidad del Estado» del texto constitucional, a saber, el significado de laicidad positiva. A su juicio, hay un déficit de laicidad «cuando los laicos católicos consideran que no deben llevar al ámbito público soluciones basadas en sus propuestas personales, como hace todo hijo de vecino»3.

En este horizonte de reflexión, el profesor Teófilo González Vila ha señalado que la autonomía del Estado no puede interpretarse como «autosuficiencia» o «absoluta independencia existencial»4. En su planteamiento, de la misma forma que lo público no se agota en lo estatal, tampoco se pueden identificar convicciones religiosas con convicciones particulares:

«El que las posiciones religiosas en una sociedad pluralista sean particulares, no permite concluir que lo no-religioso, simplemente por tal, por no-religioso, no sólo está ya legitimado para hacerse valer en el proceso de formación de lo público común sino que goza, a priori, de esa venturosa condición de lo común y puede, por lo mismo, sin más, ser asumido-impuesto con carácter general»5.

Así pues, un planteamiento adecuado de las relaciones entre ciudadanía y religión está relacionado con la aconfesionalidad de los Estados y promoción de lo que Benedicto XVI ha llamado una sana laicidad, donde los poderes públicos y las diferentes teorías de la ciudadanía reconozcan un carácter positivo a la laicidad6. Una laicidad positiva que valore la aportación de las confesiones religiosas en la construcción de una ciudadanía democrática y mantenga abierta el enriquecedor dinamismo entre mínimos y máximos7. A este dinamismo y tensión se ha referido el profesor Mauricio Correa cuando plantea el desafío de la laicidad en los programas de formación para la ciudadanía y afirma:

«Una educación ciudadana no se logra a través de la imposición de un modelo y un lenguaje cultural homogéneo, es decir, la cultura liberal, la cual supone un vaciamiento de las claves hermenéuticas con que las personas interpretan su trayectoria tanto personal como colectiva. Más bien implica asumir una perspectiva socrática de la educación que no le teme al diálogo y al auténtico pluralismo. Por este motivo, la mejor educación ciudadana no es aquella que sólo instruye en valores constitucionales y virtudes cívicas, sino que es capaz de fomentar simultáneamente un cultivo de la humanidad que motive el reconocimiento y el compromiso con las necesidades humanas comunes que no vienen impuestas por la ley ni la civilidad»8.

El desafío de las migraciones

Para algunos investigadores, la construcción de puentes entre ciudadanía y religión se realiza cuando una sociedad afronta con seriedad el desafío de las migraciones. Lo religioso es un acontecimiento de primera magnitud cuando nos planteamos no sólo la integración social de los inmigrantes sino las características del encuentro entre culturas o civilizaciones diferentes. Para numerosos investigadores de los fenómenos migratorios, el famoso trabajo del profesor Samuel P. Huntington que llevaba por título El choque de civilizaciones9, donde recupera la centralidad del fenómeno religioso en los análisis socio-políticos, confirmó que el énfasis en los aspectos económicos o políticos no es suficiente para comprender el nuevo (des-)orden mundial. Confirmaba la necesidad de contar con la religión si se quería realizar un análisis serio, estructural y profundo de los dinamismos sociales; es decir, confirmaba que la profecía weberiana de la secularización debía replantearse nuevamente.

Este resurgimiento de las religiones con el desafío de las migraciones obliga a replantear de nuevo los modelos estrictamente políticos o legales de ciudadanía porque la secularización era un fenómeno más complejo de lo que se pensaba anteriormente. Tanto es así que los sociólogos de la religión más serios ya hablan de la desecularización del mundo o de tiempos post-seculares para describir el nuevo horizonte de las relaciones entre ciudadanía y religión10. A partir de ahora, la secularización no es sinónimo de desaparición de la religión de la esfera pública y privatización de las creencias religiosas. A partir de ahora, la secularización se presenta como un fenómeno muy complejo en el que, analíticamente, debemos contar con varios desafíos. Primero, la necesidad de diferenciar esferas o ámbitos, lo que no significa separar, reducir o simplificar. Segundo, la necesidad de restringir al ámbito europeo las tesis del declive de la religión en la esfera pública. Y tercero la revisión permanente de las tesis de la privatización de la religión. La descripción de nuestro tiempo como una Edad Secular ya no es por el hecho de la desaparición, el declive o la privatización de la religión sino por los imperativos hermenéuticos de la diferenciación y la responsabilidad en investigaciones éticas y políticas donde no sólo hay pluralidad sino conflicto de interpretaciones11.

Entre nosotros, el profesor Julio L. Martínez ha descrito hábilmente el puente que tienden las migraciones entre los modelos de ciudadanía y la religión en una sociedad global. En su libro Ciudadanía, migraciones y religión describe los modelos de ciudadanía con los que cuenta la filosofía política contemporánea para afrontar la religión y presenta la complejidad existencial de quienes queremos ser «ciudadanos y creyentes en contextos de diversidad cultural y religiosa»12. En la última parte de su investigación analiza explícitamente el papel de los católicos en una sociedad que él llama «cultural y religiosamente pluralista»13. Para los inmigrantes, las prácticas religiosas no son un factor de exclusión o marginación social sino de integración, capacitación y empoderamiento. El tratamiento de la religión «constituye la prueba de fuego de nuestra voluntad intercultural»14. A su juicio,

«el choque de civilizaciones es primariamente un choque de costumbres favorecido por la estigmatización de las religiones por parte de una ideología monoconfesional y de lo religioso por parte de una ideología laicista... la cultura dominante silencia la comunicación de cuestiones de carácter religioso, les da un tratamiento exclusivamente ideológico o los excluye increpándoles con sarcasmo... En general, la sociedad está perpleja ante la presencia de lo religioso... Las instituciones de servicio público tienen comportamientos confusos respecto a la diversidad religiosa... sienten que tienen que buscar un nuevo paradigma... la religión aparece como un desafío por su fuerte potencial alternativo y congregador de comunidades de resistencia y su misma dimensión trascendente, que es contracultural para la cultura moderna. El modelo de integración oscila entre una posición asimilacionista que privatice o folclorice lo religioso, y un modelo multicultural que acabe en segregación»15.

Tiempos para una ciudadanía activa

En este contexto de investigación y análisis se sitúa el presente trabajo dejando claro desde el principio la necesidad de recuperar el adjetivo «activa» cuando planteamos nuestra reflexión ética sobre la ciudadanía. No estamos proponiendo una militancia determinada o un activismo organizativo, estamos incidiendo en las dimensiones antropológicas, existenciales y motivaciones que suelen quedar olvidadas cuando se plantea la ciudadanía stricto sensu, como si la condición de ciudadano pudiera plantearse al margen de los diferentes proyectos personales o comunitarios de vida buena. Hemos querido que la ciudadanía activa sea un concepto central en este libro y por ello las dos primeras partes inciden en la dimensión activa de la ciudadanía. No da igual promover iniciativas sociales relacionadas con la ciudadanía como tal y con la ciudadanía activa. La primera se desentiende de los factores motivacionales y del necesario discernimiento contextual en la aplicación de las normativas que regulan el estatus de ciudadano. La segunda, por el contrario, plantea la necesidad de contar con narraciones, contextos, tradiciones y situaciones que condicionan el estatus de ciudadano; elementos hermenéuticos que no sólo legitiman el valor que tiene la condición de ciudadano sino que estimulan iniciativas de integración y participación para reconocerse mutuamente en la dignidad de persona. Elementos de ética hermenéutica que siempre aparecen cuando nos preguntamos, seriamente, por las fuentes morales y pre-políticas de todos los modelos de ciudadanía.

En la primera parte, y con el nombre de Ciudadanía activa y sociedad global, hemos analizado los diferentes modelos de ciudadanía que hoy nos ofrece la filosofía política (capítulo 1), poniéndolos en relación con el imperativo de la militancia y participación que se exige a muchos creyentes que en movimientos eclesiales o parroquias dan testimonio de su fe (capítulo 2). En general, hay múltiples formas de dar testimonio y no todas tienen un carácter dramático, como si el ejercicio de la ciudadanía en instituciones sociopolíticas modernas conllevase, necesariamente, vivir dramática y agónicamente la existencia. Por eso hemos creído necesario contar con las variables culturales que afectan al compromiso institucional. Una clarificación conceptual del campo semántico de la secularización se hace imprescindible para articular el testimonio personal con el compromiso institucional, como así hemos hecho en el capítulo 3.

En la segunda parte del libro, titulada Ciudadanía activa y Educación moral, centramos la atención en la Educación para la ciudadanía. Aquí nuestro interés por la ciudadanía activa se sitúa dentro de las coordenadas que regulan los sistemas educativos y orientan las prácticas de los profesionales de la educación. Partiendo de las recomendaciones europeas que promueven la ciudadanía activa analizamos los cambios que se han producido en el sistema educativo español con la derogación de la Ley Orgánica de Calidad Educativa que aprobó el PP en el año 2002 y derogó el PSOE en el año 2004 pocos días después de ganar las elecciones tras el atentado del 11 de marzo de 2004. La gran novedad que proponía el PSOE en sus reformas tenía un eje muy claro: «educación para la ciudadanía», de hecho, ésta fue la innovación específica con la que se presentó a la opinión pública la necesidad del cambio.

Quienes conocen la polémica que esta iniciativa desencadenó encontrarán en los capítulos 4 y 5 un análisis que permite conocer la evolución de las posiciones de los diferentes agentes que intervinieron en el debate. Como recordamos en el título del capítulo 4, no estamos en contra de un sistema educativo que promueva la educación para la ciudadanía activa, pero sí estamos en contra del modelo de educación para la ciudadanía que ha implantado este PSOE con esta LOE. Por eso hemos llegamos a sintetizar nuestra posición con la frase «Ciudadanía sí, pero no así»16. A nuestro juicio, el planteamiento reduccionista desde el que se elaboró esta «área, materia o espacio de reflexión» (como así se describe en la ley) no reconoce la pluralidad de fuentes morales en el diseño institucional de la Educación para la Ciudadanía. Precisamente, en el capítulo 5 analizamos la relación entre la pluralidad de fuentes morales en el ejercicio y la promoción de la ciudadanía. Por ello consideramos necesario clarificar el concepto de laicidad democrática y retomar la pregunta por las bases pre-políticas de la ética democrática.

Defendemos un modelo diferente de educación para la ciudadanía que cuente con la implicación de los padres y las familias, que incida en la dimensión antropológica y motivacional de los programas de educación moral y, sobre todo, que no convierta un modelo particular de ciudadanía en el modelo universal exigible en todos los niveles educativos. Nuestra propuesta tiene como finalidad devolver el protagonismo de la educación a los padres, las familias y, en general, la sociedad civil. Nos preocupa el modelo de sociedad que dejamos a nuestros hijos y no queremos que un determinado modelo reduccionista de ciudadanía imponga un determinado modelo de persona y configure la vida social con esos parámetros empobrecedores. Apelamos a las bases pre-políticas para reivindicar la responsabilidad de los padres y de las familias en diseño, gestión y aplicación de los programas de educación para la ciudadanía.

Fuentes religiosas de la moral pública

Los cuatro últimos capítulos se hallan agrupados bajo el título Fuentes religiosas de la moral pública. Si la ciudadanía activa nos remitía a la pregunta por las fuentes, el desarrollo educativo de los programas de ciudadanía exige el reconocimiento de una pluralidad de fuentes entre las que se encuentran las fuentes religiosas. Los diferentes credos y confesiones religiosas desempeñan un papel cada vez más importante en la configuración de una ética democrática, lo que nos lleva a reconstruir los espacios públicos de deliberación democrática como espacios de aprendizaje democrático. En el capítulo 6 analizamos tres propuestas filosóficas en las que se nos invita a este aprendizaje democrático. Desde tres tradiciones filosóficas diferentes y desde tres matrices religiosas tenemos la oportunidad de conocer no sólo la recuperación de la pregunta por las fuentes religiosas sino la constatación de su legitimidad en el debate sobre las bases pre-políticas de la democracia. El agnosticismo de J. Habermas, el catolicismo de Ch. Taylor o el protestantismo de P. Ricoeur nos invitan a participar en los nuevos espacios de aprendizaje democrático en un tiempo que nos atrevemos a describir como edad hermenéutica de la moral.

Este extenso capítulo 6 muestra un punto de inflexión importante porque invita a una lectura renovada de los desafíos que hoy tiene planteada la ética democrática en un mundo global. El primero sin duda alguna es el de la legitimidad de la pregunta por la verdad en las sociedades democráticas. A diferencia de quienes consideran que la verdad no es un tema importante en los hábitos de ciudadanía democrática porque creen que es un problema de la razón teórica o especulativa, nosotros consideramos que la verdad también es un problema de la razón práctica. Un enfoque integral e integrador de la racionalidad humana nos exige no realizar un reduccionismo que, al final, desemboca en la marginación, el desprecio y la aniquilación de la Filosofía (socrática, con mayúsculas) en detrimento de una democracia (de partido, con minúsculas). Quienes han sido víctimas de todos los totalitarismos y las dictaduras del siglo XX saben que sin el compromiso con la verdad, sin la voluntad de verdad, no es posible construir una democracia liberal, en el tocquevilleano sentido de la palabra. Por eso reconstruimos el concepto de tolerancia en el capítulo 7, el concepto de cultura en el capítulo 8, y el concepto de desarrollo en el capítulo 9. La tarea no está concluida porque el horizonte filosófico de una edad hermenéutica de la moral nos anima a reconstruir las tradiciones políticas que aún siguen fortaleciendo los mimbres de la ética democrática.

Cuando esta introducción llega a su final me quedan dos consideraciones. Las dos estarían dentro de lo que Ricoeur llamaría caminos del reconocimiento en su acepción de gratitud. El primero sería para los responsables de las revistas y libros donde aparecieron las preliminares versiones de estos trabajos que aquí se encuentran en su redacción definitiva. Sin su autorización y, sobre todo, sin su complicidad intelectual con la peligrosa aventura de tender puentes entre ciudadanía activa y religión, estas páginas no tendrían el valor que ahora adquieren. El segundo es para Manuel Oriol, que se interesó por este conjunto de trabajos y me aceptó editarlos en Encuentro. Retomé su propuesta y revisé los diferentes capítulos con esta introducción que ahora les concede coherencia y unidad. Felipe Hernández y el equipo de la editorial han contribuido de manera decisiva a mejorar la redacción definitiva de un texto que no está destinado para ser almacenado en bibliotecas sino debatido, discutido y analizado. Espero que estas tareas no las realicen sólo los aficionados (o profesionales) de la Ética, la Filosofía política, la Teoría de la educación o incluso la reciente historia de nuestra democracia, sino los cada vez más numerosos padres y madres preocupados por la educación de sus hijos. Unos y otros, en este tema de la ciudadanía activa no deberíamos olvidar nunca la máxima de Antonio Machado en Juan de Mairena: «Nada hay más temible que el celo sacerdotal de los incrédulos»17.

NOTAS

1 A. Cortina, Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid 1998; Alianza y Contrato, Trotta, Madrid 2004; Ciudadanos del Mundo, Alianza, Madrid 1997.

2 Véase nuestro trabajo, Ética y Voluntariado. Una solidaridad sin fronteras, PPC, Madrid 2000, 2.ª ed.

3 A. Ollero, «Igualdad, laicidad y religiones», en A. Ruiz Miguel y A. Macía, Desafíos de la Igualdad, Desafíos a la igualdad, Anuario de la Facultad de Derecho, 13 (2009), Universidad Autónoma de Madrid-BOE, Madrid 2009, p. 210; El Estado laico, Thomson-Aranzadi, Madrid 2010.

4 T. González Vila, «Sobre lo laico y lo común», Diálogo Filosófico 72 (2008), pp. 405-428, p. 409. El profesor González Vila desarrolla en este trabajo el concepto de «autonomía» del orden temporal que recoge el Concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes.

5 Ib., p. 418.

6 Discurso de Benedicto XVI a la Unión de Juristas católicos italianos en su LVI Congreso nacional, el 9 de diciembre de 2006.

7 Para un análisis del dinamismo entre «mínimos» y «máximos» en la vida cotidiana de los centros educativos puede verse nuestro trabajo Calidad educativa y justicia social, PPC, Madrid 2003.

8 M. Correa, «El retorno de la laicidad. Política y religión en una sociedad democrática», Diálogo Filosófico 72 (2008), pp. 380-404, p. 403.

9 S. P. Huntington, El choque de civilizaciones, Paidós, Madrid 1997.

10 Cf. P. L. Berger (ed.), The desecularization of the World, Ethics and Public Policy Center, Washington 1999.

11 Cf. Ch. Taylor, A secular Age, Belknap Press of Harvard U.P., Cambrigde 2007. En sus páginas iniciales, Taylor parte de las investigaciones que realiza el profesor J. Casanova en Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid 2000, pp. 36-63.

12 Cf. J. L. Martínez, Ciudadanía, migraciones y religión, Publicaciones de la Universidad Pontificia Comillas-San Pablo, Madrid 2007, pp. 391 ss.

13 Op. cit., pp. 497 ss.

14 Op. cit., p. 609.

15 Op. cit., pp. 608-611.

16 Con ocasión de la rueda de prensa celebrada después de la comisión permanente de la Conferencia Episcopal Española que se celebró la última semana de septiembre de 2008, el portavoz, monseñor Martínez Camino, sintetizó las reflexiones de los obispos con esta misma expresión: «Ciudadanía sí, pero no así».

17 A. Machado, Juan de Mairena, Castalia, Madrid 1972, p. 142.

I. CIUDADANÍA ACTIVA Y SOCIEDAD GLOBAL

Capítulo 1

MODELOS DE CIUDADANÍA EN UNA SOCIEDAD GLOBAL

Introducción

Aunque los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 han desplazado el protagonismo que la globalización tenía en la agenda política, ésta sigue desempeñando un papel central, pero desde coordenadas diferentes. Las coordenadas económicas, tecnológicas e informacionales han dejado paso a coordenadas jurídicas, culturales y religiosas. El hecho de que los EEUU ya no inviten a sus aliados a participar en una iniciativa de justicia infinita sino de libertad duradera es un síntoma de que la sociedad global no es tecnológicamente limpia, políticamente transparente y éticamente inocente. Por eso, el ejercicio de la ciudadanía, es decir, la participación socio-política y la pertenencia a una sociedad de dimensiones universales (global), no puede reducirse a sus dimensiones políticas sino que debe integrar dimensiones sociales, culturales y religiosas. Las formas de plantearlo son variadas y en este capítulo comenzaremos con tres objetivos:

a. Describir la génesis del problema de la ciudadanía en el debate socio-político contemporáneo.

b. Analizar la evolución de los diferentes modelos de ciudadanía para rastrear en ellos el valor que conceden a la participación socio-cultural y no sólo socio-política: liberal, social, democrática, republicana, multicultural, diferenciada, intercultural.

c. Invitar a una teoría de la ciudadanía intra-cultural que integre y no excluya factores culturales (y/o religiosos) donde una ética de la persona no sea sustituida por una política de la ciudadanía.

1. El debate sobre la justicia liberal: liberalismo y comunitarismo

Desde 1971 en que apareció la Teoría de la Justicia de John Rawls, en las tradiciones anglosajonas y continentales se ha producido una convergencia que nos permite hablar de una única tradición común en filosofía social y política. Esta convergencia se presta a diferentes enfoques y uno de ellos, directamente relacionado con la recepción de esta obra, ha sido descrito como la controversia entre liberalismo y comunitarismo1.

Gran parte de la tradición liberal y los defensores de la Teoría de la Justicia de John Rawls afirman que una teoría de la justicia debe ser crítica, universalista e independiente de las prácticas y tradiciones culturales. Debería ser formal y procedimental, es decir, más preocupada por la forma de los principios de justicia y los procedimientos para tomar decisiones justas que por cuestiones de contenido (bienes concretos) o cuestiones circunstanciales relacionadas con las prácticas sociales, históricas o culturales. Con ello, la tradición liberal no se está desentendiendo de un modelo de racionalidad (o de filosofía primera, con los correspondientes presupuestos ontológicos), sino que está aplicando uno de los modelos, el modelo de la racionalidad procedimental y explícitamente moderna.

A diferencia de otros modelos de racionalidad, como los propios de una herencia platónico-aristotélica donde el razonamiento moral está regulado por una sabiduría prudencial (phronesis), este modelo individualista de razón procedimental moderna es una razón previsora, planificadora y calculadora que tiende a excluir los factores de contenido (tipos de bienes) o circunstanciales (contextos) en la construcción de una teoría de la justicia. A juicio de este procedimentalismo moderno, dejar la acción individual, social y política en manos de la prudencia significaría ceder a elementos emocionales, psicológicos o afectivos, como si los «hábitos del corazón» fueran irracionales, circunstanciales y con ellos no se pudiera construir una verdadera teoría de la justicia. Una auténtica razón moral debería estar basada en la formalidad de las máximas (derechos humanos universales) y no en estados emocionales (significados culturales). Una auténtica teoría de la justicia debería tener un carácter incondicionado y no depender de circunstancias existenciales, históricas o culturales.

Junto a J. Rawls, en el equipo liberal se encuentran pensadores como R. Dworkin, T. Nagel, T. M. Scanlon, Ch. Larmore, B. Ackermann. Frente a estos autores, y en el equipo comunitarista se encuentran M. Sandel, A. MacIntyre, M. Walzer y Ch. Taylor. Estos últimos critican el procedimentalismo e individualismo de la teoría de la justicia liberal porque consideran que ha realizado una abstracción de la vida moral, es decir, se ha fijado únicamente en cuestiones de corrección formal o procedimental para tomar decisiones justas y se ha olvidado de cuestiones de contenido, circunstanciales o históricas. A juicio del equipo comunitario, el equipo liberal no se ha tomado en serio el carácter condicionado e histórico de la razón humana y, por consiguiente, de la libertad. Es más, considera que se ha centrado únicamente en el momento de la decisión y ha dado la espalda a momentos importantes de la vida moral como la motivación, la deliberación, la ponderación o la apropiación de las consecuencias en la aplicación de la justicia. En este sentido se ha producido un reduccionismo metodológico con importantes consecuencias éticas, sociales y políticas. Se ha reducido la racionalidad humana a su dimensión formal y, por consiguiente, se ha construido una teoría de la justicia excesivamente abstracta, elaborada sin contar con las circunstancias personales, sociales e históricas; una teoría de la justicia donde la persona ha sido pensada como átomo que decide en un juego de fuerzas, lo que supone una simplificación de la vida humana porque el protagonista de la justicia termina siendo un esperpéntico yo desvinculado, sin raíces, sin historia, sin emociones, sin tradiciones, sin hábitos del corazón2.

2. De la ciudadanía pasiva a la ciudadanía activa

Dos filósofos canadienses, W. Kymlicka y W. Norman, han señalado que el concepto de ciudadanía está íntimamente ligado a dos problemas clave de la filosofía moral y política: la idea de derechos individuales y la noción de vínculo con una comunidad particular. Este interés ha estado alimentado por una serie de acontecimientos políticos como el despertar de la sociedad civil en la Europa del Este, las tensiones generadas por los movimientos migratorios en Europa, la apatía o desafección de los votantes en EEUU, la crisis del Estado del bienestar o el auge de los nacionalismos. Estos fenómenos han ido mostrando que el vigor y la estabilidad de una democracia no dependen sólo de una teoría de la justicia o de una teoría de la democracia, sino de las cualidades y actitudes de los ciudadanos. Así pues:

«... su sentimiento de identidad y su percepción de formas potencialmente conflictivas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa; su capacidad de tolerar y trabajar conjuntamente con individuos diferentes; su deseo de participar en el proceso político con el compromiso de promover el bien público y sostener autoridades controlables; su disposición a autolimitarse y ejercer la responsabilidad personal en sus reclamaciones económicas, así como en las decisiones que afectan a su salud y al medio ambiente. Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables»3.

Este protagonismo de la ciudadanía supone un giro con respecto al protagonismo que ya tuvo este problema después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se planteaba como el problema de asegurar que cada uno fuera tratado como miembro de una sociedad de iguales. Por entonces, más que un problema ético se trataba de un problema jurídico-político, se buscaba el reconocimiento de unos derechos de ciudadanía; era el clásico planteamiento de T. H. Marshall, quien para su realización exigía un determinado modelo de Estado: el Estado liberal-democrático. A esta ciudadanía se la podía calificar como pasiva porque no exigía participación, actividad y obligación alguna para conseguir el reconocimiento de unos u otros derechos, eran las autoridades estatales quienes los reconocían. Varias décadas después, frente a esta ciudadanía pasiva donde al ciudadano le reconoce el Estado unos derechos, hoy hablamos de una ciudadanía activa donde al ciudadano se le exige una participación, una movilización, una implicación personal y, en definitiva, unas responsabilidades4.

Como han señalado Kymlicka y Norman, la crítica a la ciudadanía pasiva se realizó desde una derecha ideológica para la que el Estado del bienestar había promovido la pasividad de las gentes, había creado una cultura de la dependencia y había convertido a los ciudadanos no ya en súbditos, sino en clientes de la tutela burocrática. Para esta derecha ideológica, las democracias occidentales tendían hacia la «ingobernabilidad»5; con las contribuciones de una parte de los ciudadanos disfrutaban todos de las mismas prestaciones. El bienestar de todos se construía sobre la responsabilidad y participación desigual de unos pocos. En realidad, el Estado social de la post-guerra se había transformado en un Estado del bienestar sin haberse conformado como un Estado de justicia. El propio Habermas ha señalado que con una ciudadanía pasiva se crean individuos dependientes, se crea un retraimiento a la vida privada y se produce una «clientelización de la ciudadanía»6.

3. El valor de la participación en una ciudadanía democrática

Ahora bien, planteada la política en clave de participación no sólo está en juego un modelo de Estado, sea liberal, social, de bienestar, de justicia, sino un modelo de sociedad. En realidad, el problema de la ciudadanía depende más de la preocupación común por el espacio público en el que se genera y realiza la deliberación, o incluso de cierto nivel de realización de las virtudes públicas, que de un determinado modelo de Estado. Lo que el Estado necesita de la ciudadanía no se puede obtener por medio de la coerción sino por medio de la cooperación y el autocontrol en el ejercicio del poder. Entonces aparece la gran pregunta de la moral social y política: ¿dónde aprender las virtudes públicas?, ¿cómo adquirir esa conciencia de lo público? Kymlicka y Norman plantean cuatro posibilidades:

a. La izquierda y la democracia participativa. El problema de la pasividad se resuelve otorgando a los ciudadanos mayor participación, planteando una democratización del Estado del bienestar. En este sentido, el problema de la ciudadanía sólo se resuelve mediante una renovación participacionista de las teorías de la democracia. La izquierda no tendría fácil esta renovación de la ciudadanía en clave de responsabilidad porque ha despreciado durante mucho tiempo la noción de ciudadanía al considerarla una noción burguesa7.

b. Republicanismo cívico. Esta tradición cívico-republicana, nacida en fuentes greco-romanas e inspirada en Maquiavelo y Rousseau, considera que la participación política tiene un valor intrínseco y, por consiguiente, no tiene un valor instrumental como piensan los liberales. La dedicación a los asuntos públicos tiene un valor superior al que proporciona una dedicación a los asuntos privados y debe, por consiguiente, ocupar el centro de la vida de las personas.

c. Teóricos de la sociedad civil. Se agrupan aquí algunos pensadores comunitaristas para quienes la responsabilidad se aprende participando en el entramado de asociaciones que dan forma a la vida de los pueblos. No es al amparo del Estado, donde el ciudadano actúa por coerción, coacción o convención moral, sino en el entramado de asociaciones donde el ciudadano actúa voluntariamente por convicción, por convencimiento, por una obligación verdaderamente asumida, donde se adquieren la civilidad y la disciplina personal necesaria que requiere el ethos o vida democrática.

d. Teorías de la virtud liberal. No faltan quienes afirman que las grandes reflexiones sobre la virtud cívica se encuentran en la tradición liberal. En este sentido, la capacidad para cuestionar la autoridad y la voluntad de involucrarse en las discusiones públicas son dos virtudes sin las que no habría una vida democrática. Virtudes que se deberían aprender en el marco de las instituciones educativas de la sociedad, empezando por la familia, continuando por todo el entramado socio-educativo y terminando por las asambleas públicas o parlamentos. Mientras que en otros momentos de la historia de la ética era una cuestión derivada de la reflexión sobre la democracia o la justicia (un ciudadano es alguien que tiene derechos democráticos y plantea exigencias de justicia), ahora aspira a desempeñar un papel culturalmente relevante y significativo8.

La apuesta por estrategias cívicas ya no supone una apuesta simple por cualquier tipo de participación, sino por una participación social diferenciada y significativa. El ejercicio de la ciudadanía activa implica una noción de participación socio-política que desborda la participación instrumental del liberalismo moderno. La participación se convierte en significativa cuando el ciudadano incrementa el valor de las prácticas democráticas y éstas fortalecen el conjunto de los valores sociales. Con la participación significativa, los bienes individuales se reordenan y modulan según bienes compartidos, es decir, según un proyecto de bien común; la justicia procedimental puede convertirse en justicia social y las responsabilidades cívicas en los espacios públicos se transforman en prácticas de cohesión, solidaridad y responsabilidad social. Una participación y organización social con la que se desarrolla lo que algunos analistas han llamado ciudadanía corporativa.

4. De la ciudadanía democrática a la ciudadanía diferenciada

Uno de los desafíos más importantes para los teóricos de la ciudadanía es el fenómeno de la inmigración. No se trata de un fenómeno nuevo pero sí con dimensiones globales porque la desaparición de las fronteras también cuestiona el modelo liberal, racionalista y estrictamente moderno de ciudadanía. Hasta ahora, cuando hablábamos de ciudadanía nos referíamos a una ciudadanía con papeles, nacional o estatal, delimitada institucionalmente por las fronteras que establece un régimen político en un territorio, con unas lenguas determinadas o culturas comunes. Aunque la sociedad del conocimiento y la economía globalizada sean trans-fronterizas, las fronteras siguen existiendo. No son únicamente fronteras físicas, hay también fronteras de muchos tipos: económicas, sociales, políticas y culturales. Ante esta situación, ¿cómo entender la integración?, ¿qué modelo de ciudadanía: cosmopolita o patriótica?

La ciudadanía no es simplemente un estatus legal definido por un conjunto de derechos y responsabilidades. Es la expresión de la pertenencia a una comunidad socio-política que comparte unas señas de identidad común. En ella no todos los grupos sociales están igualmente integrados, ni hay un único criterio estandarizado de integración; muchos se sienten excluidos de esta identidad compartida no sólo por razones socioeconómicas, sino por razones socioculturales. Unas razones que pueden girar en torno a una religión, etnia, costumbres, color de piel, sexo o lengua diferente. La integración de estos grupos sólo sería posible si se adopta lo que Iris Marion Joung ha llamado «ciudadanía diferenciada»9.