Ética de la investigación - Agustín Domingo Moratalla - E-Book

Ética de la investigación E-Book

Agustín Domingo Moratalla

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Beschreibung

La Ética de la investigación se ha convertido en una de las éticas aplicadas más interesantes en la sociedad del conocimiento y la era de la globalización. A diferencia de otras éticas aplicadas que afectan a ciertos ámbitos particulares o a determinadas actividades profesionales, la actividad investigadora está en el corazón mismo de aquello que define nuestro tiempo: el conocimiento y su valor o sentido para la vida de la humanidad. Es por ello que, hoy más que nunca, es necesaria una Ética de la investigación que, además de reconstruir el factor vocacional de la actividad investigadora como profesión, oriente cívicamente la responsabilidad en un horizonte de solidaridad global, que no se limite a describir las normas o los códigos que guían la investigación clínica y que descubra, clarifique y promueva la dimensión ética de la actividad investigadora, entendida ahora en un sentido muy amplio. Como introducción general a la Ética de la investigación, esta obra ofrece recursos para que estudiantes, investigadores, emprendedores, técnicos, profesores, gestores de innovación y divulgadores de cultura científica descubran los valores que configuran sus prácticas cotidianas y se planteen en qué medida promueven una cultura de la responsabilidad solidaria.

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Agustín Domingo Moratalla

ÉTICA DE LA INVESTIGACIÓN

Ingenio, talento y responsabilidad

Herder

Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico FFI2016-76753-C2-1-P, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad, y en las actividades del grupo de investigación de excelencia PROMETEOII/2014/082 de la Generalitat Valenciana.

Diseño de la cubierta: Caroline Moore

Edición digital: José Toribio Barba

© 2017, Agustín Domingo Moratalla

© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-4095-3

1.ª edición digital, 2018

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

HORIZONTES ÉTICOS DE LA ACTIVIDAD INVESTIGADORA

Investigar e ingeniar para descubrir, saber y dominar

La investigación como oficio, profesión y vocación

Investigar para habitar y construir

Investigar para curar, proteger y crecer

Reglas y consejos de Santiago Ramón y Cajal

Complejidad de una ética aplicada a la investigación

ACTIVIDAD INVESTIGADORA Y ÉTICA PROFESIONAL

Introducción: investigación y talento

Conocimiento y compromiso

La investigación como profesión

El investigador y la virtud en la era digital

Excelencia y responsabilidad en un marco institucional

Ética profesional y códigos deontológicos

DE LA INVESTIGACIÓN INGENUA A LA INVESTIGACIÓN CRÍTICA

Itinerarios para la responsabilidad

Aprender de la historia de los ensayos clínicos

Los comités de ética: entre la excelencia y la burocratización

Condiciones para hacer ético un ensayo de investigación

Autoría y credibilidad en la investigación

Gestionar cultura científica: de la innovación a la diseminación

ANEXOS Y BIBLIOGRAFÍA

Anexo 1. Informe Belmont

Anexo 2. Declaración de Helsinki

Anexo 3. Declaración de Taipei sobre Biobancos

Anexo 4. Ética de la investigación y cine

Anexo 5. Bibliografía

Para Tomás Domingo y Lydia Feito

«A ti, Adán, no te he asignado ningún puesto fijo, ni una imagen propia, ni un oficio peculiar. El puesto, la imagen que tendrás y los oficios que desempeñarás serán los que tú mismo desees y escojas para ti por tu propia decisión. Los demás seres tienen una naturaleza que sigue su curso conforme a las leyes que le hemos marcado. Tú no estarás sometido a cauces angostos; definirás tu propia naturaleza a tu arbitrio… Te coloqué en el centro del mundo, para que veas todo lo que te rodea. No te hice ni celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como alfarero y escultor de ti mismo, te forjes a tu gusto y honra la forma que prefieras para ti. Podrás degenerar a lo inferior, con los brutos; podrás realzarte a la par de las cosas divinas, por tu misma decisión».

G. PICO DELLA MIRANDOLADe la dignidad del hombre

INTRODUCCIÓN

Bases para una ética de la investigación: ingenio, talento y responsabilidad

La ética de la investigación se ha convertido en una de las éticas aplicadas más atractivas en la sociedad del conocimiento y la era de la globalización. A diferencia de otras éticas aplicadas que afectan a ciertos ámbitos particulares o determinadas actividades profesionales, la actividad investigadora está en el corazón mismo de aquello que define nuestro tiempo: el conocimiento y su valor o sentido para la vida de la humanidad. Aunque se focalice en un ámbito o parcela del saber humano y aunque pensemos que se trata de una cuestión insignificante o irrelevante, todos los campos del conocimiento y todo aquello que despierta nuestra curiosidad científica presenta una inquietante conexión.

Primero, porque tendemos a la desaparición de las dos culturas y hoy estamos obligados a trabajar conjuntamente los investigadores de «letras» con los investigadores de «ciencias». Si hay una lección básica y primera en la historia de la ética de las últimas décadas es que el conocimiento y sus aplicaciones requieren profesionales que tiendan puentes entre la ciencia y los valores, los laboratorios y las calles, la academia y las políticas públicas, el ingenio humano y la responsabilidad social. Segundo, porque la globalización nos ha unido internamente a los investigadores, profesores y educadores de todo el mundo en un único espacio de trabajo donde podemos compartir inquietudes, descubrimientos y proyectos de forma casi simultánea, dejando a un lado límites, barreras y fronteras que condicionaban, hasta ahora, la posibilidad de una comunidad de investigación global.

Y en tercer lugar, esta inquietante conexión no está relacionada con la naturaleza extrínseca o instrumental que nos vincula unos a otros a través de Internet como red de redes, sino que está relacionada con nuestra condición de alfareros poderosos. Aunque la ciencia y la técnica hayan puesto a nuestra disposición unos poderes que hasta entonces eran inimaginables, y que van desde la más pequeña molécula al más gigantesco de los ecosistemas planetarios, el investigador no puede perder de vista que su actividad tiene mucho que ver con el oficio de alfarero. La vulnerabilidad de las arcillas y sus características nunca se pueden perder de vista cuando se proyecta, se sueña o se construye una determinada figura. Por un lado, tenemos las enormes posibilidades que nos abre el conocimiento y el consiguiente poder que nos proporciona; por otro, sabemos que tanto los materiales con los que trabajamos como las manos que dan forma a la figura son frágiles y vulnerables. Entre ambos emerge una categoría moral que si ya era importante en el resto de las éticas aplicadas, lo es más aún en este campo de la investigación: responsabilidad.

Con tal punto de partida, el lector de estas páginas debe saber que el presente trabajo no hubiera sido posible sin los cursos de competencias para jóvenes científicos que la UIMP (Universidad Internacional Menéndez Pelayo) organizó con el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) hace dos años, y en el que impartí un módulo que llevaba por título «Ética de la investigación». Los cursos, que tuvieron lugar en varios centros de investigación de España y contaron con el apoyo de la Fundación Tatiana Pérez de Guzmán el Bueno, no solo estaban dirigidos a jóvenes investigadores de todo el país, sino que implicaban todas las áreas del conocimiento, desde la tecnología de los alimentos a la física, pasando por la publicidad, las ciencias políticas o las humanidades. La ética de la investigación que presento en estas páginas no es para investigadores de una determinada área de conocimiento, sino para el conjunto de las áreas.

Este hecho es el que marca el carácter básico o general de esta ética de la investigación. No está destinado a investigadores especializados, sino a los más jóvenes o a aquellas personas interesadas en el marco general de la actividad investigadora. No he pretendido ofrecer reflexiones que resulten útiles para los investigadores de ciencias o letras, sino a los que quieran descubrir su responsabilidad en la construcción de una ciudadanía activa. La bata de laboratorio no proporciona ningún blindaje para la conciencia moral del investigador y exime de sus responsabilidades a los que la llevan en un determinado centro de trabajo. Esa bata blanca es mucho más que un objeto que nos protege o legitima: es una metáfora para evaluar nuestra capacidad de discernimiento, tanto dentro de nuestro espacio de trabajo como fuera, en los contextos públicos de deliberación.

En la organización del libro también ha desempeñado un papel importante el trabajo realizado en la generación, promoción y organización de algunos comités de bioética asistencial. Al hacer memoria de las casi tres décadas de colaboración en estos comités, no solo debo agradecer a mis compañeros del Hospital Clínico de Valencia lo que me han enseñado durante estos años, sino también mencionar los nombres de dos profesionales con los que pusimos en marcha otros dos comités de ética asistencial: el del Hospital Universitario La Fe y el del Hospital Casa de la Salud. Me refiero al doctor Vicente Gil Suay y al sacerdote valenciano Blas Silvestre, con quienes tuve el placer de trabajar y poner en funcionamiento una ética cívica que, asimismo, debía hacerse operativa en los ámbitos clínicos. Desde los años noventa, en los que empezamos con la formación en bioética para profesionales sanitarios, hasta hoy, que se ha incluido la bioética en los planes de estudio e incluso la autoridades sanitarias han regulado la de los comités, he tenido la oportunidad de vincularme a la formación y capacitación de profesionales sanitarios. Por eso, esta ética de la investigación debe mucho a la bioética, la ética de los comités de ética asistencial y la ética de las profesiones.

Aunque esta «matriz bioética» de la ética de la investigación pueda ser un obstáculo que limite el planteamiento de quienes busquen un concepto de investigación más metódico o procedimental, la propia historia de la ética de la investigación no se entendería sin el Informe Belmont, el Código de Núremberg o la Declaración de Helsinki, documentos que se encuentran en el ADN estructural o nuclear de la investigación biomédica, biogenómica y farmacogenética. Esta es la razón por la que puede resultar útil disponer de dichos documentos en esta «Introducción» a Ética de la investigación, los cuales aparecen recogidos al final y como anexos para que en todo momento puedan ser consultados y utilizados.

El libro tiene tres partes claramente diferenciadas que actúan como pilares o bases con las que construir una ética de la investigación. La primera tiene un carácter histórico y llamo «horizontes» a las huellas, senderos, caminos o vías que nos orientan para realizar la actividad investigadora. No se trata solo de una reflexión histórica en el sentido historiográfico del término, sino en el sentido proyectivo de una tradición que hemos heredado o legado y que debemos mantener operativa. No he pretendido hacer ni una historia de la ciencia ni una historia de la epistemología científica, tan solo ofrecer una selección útil para la reflexión, la deliberación y el estudio en los propios grupos de investigación. Tengo que confesar que el espacio dedicado a nuestro premio Nobel Santiago Ramón y Cajal no se debe tanto a sus investigaciones científicas cuanto al lugar que deberían ocupar determinados personajes de nuestra historia en la ética de la investigación. En algún momento habrá que reconstruir su legado no solo en la historia de la ciencia en España, sino en la historia olvidada del ingenio aplicado y las «buenas prácticas», tarea que aún está pendiente de realización.

La segunda parte plantea la labor investigadora como una actividad profesional, es decir, enmarca y contextualiza el quehacer investigador o científico dentro del quehacer profesional y cívico. Aunque no haya dudas de que con la docencia estamos ante una «profesión», a veces sí se plantean con la investigación, la innovación, la divulgación, la diseminación o la gestión del conocimiento. Para evitarlo, es importante pensar al investigador no como un cerebrito ingenioso, un pitagorín ensimismado o una figura exótica de laboratorio; necesitamos pensarlo como un profesional verdadero y público, no como un simple empleado de laboratorio, un proletario de la ciencia o un trabajador a destajo. Para ello, además de concebir la investigación desde el ingenio, hay que pensarla desde el talento, la forja del carácter, la adquisición de unas virtudes y el compromiso con los valores de una ética cívica global.

La tercera parte destila un carácter más instrumental y abierto porque tiene como finalidad presentar el conjunto de recursos y herramientas básicas en la ética de la investigación. Conocer cómo han surgido y se han desarrollado los principios de no maleficencia, beneficencia, autonomía y justicia es una condición necesaria para deliberar con fundamento en cualquier actividad investigadora. Pero no son suficientes y por eso debemos saber cómo se aplican o se hacen operativos en el trabajo cotidiano. Así, además de los principios hay que conocer los comités de ética y el sentido de los diferentes códigos que han ido canalizando la actividad científica. Los principios, los códigos, los reglamentos y las normas han permitido institucionalizar la responsabilidad y, por ello, situar la labor investigadora dentro de lo que llamaríamos «la arquitectónica» del sistema ciencia-tecnología-sociedad, de la tecnociencia o de la cultura científica. Con esta institucionalización de la ética de la investigación los recursos éticos tienden a protocolizarse, reglamentarse y burocratizarse, dejando de ser «buenas prácticas». Precisamente con el fin de evitar el riesgo y las trampas de la reglamentación excesiva ofrecemos mecanismos para que la ética de la investigación facilite la promoción de una cultura de las buenas prácticas y no una administración de los burocratizados reglamentos.

Aunque en cierto momento pensamos dedicar algún capítulo a otros ámbitos de estudio como los animales, la naturaleza o el medio ambiente en general, nos hemos limitado al campo de la investigación con seres humanos. No hay duda de que los problemas éticos que plantea la experimentación con animales, con tejidos o con material biológico son importantes; sin embargo, en esta «Introducción» o estas «bases» de Ética de la investigación considero que los problemas más graves se han planteado hasta ahora en la investigación con sujetos humanos.

Por último, quizá tengamos que distinguir dos usos del término «ética de la investigación», uno específico y otro genérico. El primero suele ser más habitual en el ámbito de las ciencias de la vida y la salud, y describe la preocupación ética que tienen los profesionales de estas áreas donde hay un trato directo e inmediato con las personas, o con dimensiones básicas relacionadas con la vida personal, ante todo porque son «objeto» de sus investigaciones. Por ejemplo, la legislación española obliga a que en los hospitales haya un «comité de ética de la investigación en ensayos clínicos» que supervise los protocolos científicos para probar medicamentos nuevos o los estudios que afectan directamente a los pacientes del centro. En estos casos, la ética de la investigación no representa una posibilidad formativa para los profesionales, sino una obligación legal de toda la institución sanitaria.

Entendida en este sentido específico, está directamente relacionada con la historia de la biomedicina de las últimas décadas, en las que se ha incrementado la necesidad de proteger y cuidar la naturaleza humana. Y no solo desde una perspectiva universal como «especie» en peligro, sino en un sentido concreto como «persona» o «individuo». El temor ante la posibilidad de que los miembros de las futuras generaciones no nazcan como «crecidos» sino como «fabricados» ha encendido el semáforo naranja que permite el tránsito en la comunidad de investigación y la familia humana. Aunque haya datos preocupantes que anuncian que el semáforo del conocimiento pasará pronto a rojo, la propia comunidad científica ha tomado buena nota de la prudencia, la precaución y la protección que necesitamos cuando investigamos con seres humanos.

Entendida en un sentido genérico, la ética de la investigación es una ética aplicada a todo el proceso de la creación humana del conocimiento que va de la innovación a la diseminación. No está para facilitar el camino a la deontología de cada investigador especializado, ni tampoco para agilizar el cumplimiento de las leyes, normas o reglamentos que aplicamos en la actividad científica. Su finalidad no es restringir o limitar el ingenio humano, el talento de los investigadores o las responsabilidades personales que cada profesional debe asumir y, menos aún, burocratizar o castigar a nivel administrativo a los investigadores.

En el presente trabajo ofrecemos la ética de la investigación como una herramienta de ayuda para estimular el ingenio de quienes tienen vocación científica, para nutrir o vertebrar el talento de quienes desean transmitir el conocimiento y para promover la corresponsabilidad en los equipos de investigación. Por eso, al repensar nuestra condición de alfareros, al ponernos la bata blanca de investigadores y al detenernos porque el semáforo de la sociedad del conocimiento se ha puesto en naranja, creo que el mejor subtítulo que podría llevar este ensayo sería: «Ingenio, talento y responsabilidad».

Valencia, otoño de 2017.

HORIZONTES ÉTICOS DE LA ACTIVIDAD INVESTIGADORA

Investigar e ingeniar para descubrir, saber y dominar

De Platón al Renacimiento

En la ética de la investigación científica hay determinadas referencias históricas que resultan imprescindibles porque marcan los horizontes en los que hoy nos situamos. La conciencia histórica no es una opción dentro de la investigación científica, sino la primera de sus obligaciones. De la misma manera que nos preguntamos por el sentido, las metas o el futuro del quehacer investigador, también nos debemos preguntar por el pasado para tener conciencia de dónde venimos. No miramos al pasado para realizar un trabajo arqueológico, sino para situar de manera acertada la investigación como una actividad con unas metas, un sentido, una determinada teleología. Aunque serían muchas las referencias históricas necesarias para detallar todas las deudas que hoy tiene la comunidad científica con su pasado, voy a mostrar algunos peldaños o escalones significativos en el dinamismo moral de la labor investigadora.

En primer lugar, es una obligación detenernos en el comienzo del libro VII de la República de Platón. Recordemos que en él se nos describe la metáfora, alegoría o mito de la caverna. Platón utiliza esta imagen para describir de manera analógica la relación de los seres humanos con el conocimiento en general y con la verdad en particular. Los seres humanos están en este mundo como los prisioneros de una caverna que viven instalados y resignados en un mundo donde solo perciben sombras de objetos reales. Platón se pregunta qué sucedería si un prisionero encadenado fuera liberado y descubriera la verdadera realidad de los objetos y no las sombras, alguien que conociera la cosas por sí mismas a la luz del sol.

Plantea el problema con el que se encuentra el encarcelado liberado cuando es obligado a volver a la cueva y contar a sus compañeros lo que ha visto. Este itinerario de ida y vuelta, donde el prisionero sale del mundo de las sombras y se dirige al de la luz para luego retornar, describe de modo intuitivo las funciones del filósofo, del científico, del líder y, naturalmente, de quienes hacen de la investigación su profesión. El doble trayecto describe también el proceso de inquietud personal, deseo, motivación y esfuerzo por conocer lo que hay más allá. El investigador no se conforma con lo inmediato y con aquello que tiene a mano, sino que lo mueve el deseo radical de una verdad que no es visible directamente, no se halla disponible ni es inmediata. La investigación siempre se hace cuesta arriba y hay que estar preparado para un ascenso duro y trabajoso. Aunque se asciende con la convicción de que la subida merece la pena, la duda o la desesperanza se hacen presentes en todo momento porque los compañeros que aún están prisioneros te perciben como un endemoniado, un loco, como alguien que se halla fuera de sí y es capaz de realizar numerosos sacrificios, incluso de jugarse la vida por la verdad buscada.

Además de este camino de ascenso y búsqueda hay un camino de descenso, divulgación, difusión y transmisión de lo conocido. La actividad de los investigadores y de los científicos no se limita solo al descubrimiento, sino a la divulgación. Por eso parece razonable que una ética de la investigación se plantee su relación con una ética de la transmisión, de la divulgación y, en general, de la comunicación. ¿De qué vale un descubrimiento si no se sabe comunicar? ¿De qué vale una investigación si no se publica o comunica? Aquí sería bueno que los investigadores se plantearan el papel de la Retórica o la Dialéctica dentro de su quehacer profesional por una razón muy sencilla: la vinculación entre comunicación y verdad.

De Leonardo da Vinci a Copérnico

Aunque esta relación nos llevaría a preguntarnos por el papel de la Lógica y la Epistemología en la actividad científica, ahora vamos a dar un salto histórico importante. Nos vamos a detener en dos figuras del Renacimiento que contribuyeron de manera decisiva a clarificar la investigación como profesión. Con el Renacimiento se produce un importante desarrollo de la investigación científica por el deseo de ir a las fuentes de los clásicos, por atenerse a los hechos y por conceder un papel prioritario a la observación. Aunque podríamos contar con muchas más, de esta época quisiera destacar dos figuras importantes en cualquier ética de la investigación: Leonardo y Copérnico.

Leonardo fue mucho más que un estudioso, un artista o un investigador del funcionamiento de la naturaleza, por lo que sería difícil de encasillar en una única área o especialidad del conocimiento. Es uno de los fundadores de la ciencia moderna por varias razones. Primero, porque vincula el conocimiento a la complejidad de una percepción sensorial donde el investigador conforma lo que ve, no es un mero espectador pasivo o un reproductor irreflexivo. El investigador desempeña un papel activo: no solo debe ser un apasionado por la verdad, sino alguien con mentalidad universal dispuesto a buscar sin límites en la realidad despegándose de criterios tradicionales que impidan la marcha ascendente de la investigación. Debe ser consciente, asimismo, de su función mediadora entre el hombre y la naturaleza, entre el conjunto de la humanidad y todo lo creado.

¿Cuál es la posición del hombre dentro de la naturaleza? ¿Qué sentido tiene la investigación de esta: se halla al servicio del hombre o es él quien depende de sus leyes? Para Leonardo, el hombre se presenta como un microcosmos que puede incorporar la totalidad; en su actividad práctica hay una superación de las fuerzas operantes de la naturaleza. Pero a su vez esta, el universo, lo abarca todo como una omnipotencia dentro de la cual el hombre desaparece para convertirse en nada: un microcosmos dentro del macrocosmos. La investigación no solo concede poder al ser humano, sino que lo sitúa en su pequeñez e impotencia.

Leonardo gusta de contemplar la imagen del hombre como un pedazo de naturaleza; pero este hombre es en ella un ser único; es naturaleza; es por ella, se resuelve del todo en ella y, a la vez, es más que ella, en virtud de esa posibilidad de sublimación y degradación que lo caracteriza. Advierte con claridad sobre los límites del poder que tiene el ser humano y da la voz de alarma en su utilización: ¿quién te has creído que eres? ¿Eres tan inteligente como te imaginas? Ciertamente, el hombre se distingue del animal, pero solo en lo extraordinario y específico. Se trata de un ser divino. Allí donde la naturaleza termina creando formas empieza el hombre a sacar otras infinitas de las cosas naturales con ayuda de esa misma naturaleza. Estas formas son innecesarias en seres que se conducen con corrección según la manera de ser del animal. Por eso falta en los animales esa inclinación a la creación de formas.

En sus conferencias sobre la historia de la Filosofía, Karl Jaspers recordaba la figura de Leonardo con estos términos:

Hay pocos hombres que peregrinen durante toda su vida por el mundo, como apartados de todo lo demás, sin otra misión que la de ver el mundo y comunicar lo que han visto… Con todo su ser van verificando, mientras descubren y reproducen, lo que nosotros después aprendemos a ver por su medio… eso les da derecho a poder reclamar una posición privilegiada cuando se trata de actuar, de luchar, y de cambiar el mundo de las relaciones humanas. Su lucha tiene un carácter distinto, es la lucha del espíritu por ver las esencias eternas en la periferia de las apariencias del mundo. A esto hay que añadir otra cosa. Es un placer ver a un hombre independiente que, elevándose sobre la sociedad y la historia, despreciando a ambas, vive en cordialidad con la naturaleza infinita por la contemplación de sus revelaciones. Que aceptemos el feliz regalo de su mirar, de su investigar y de su existencia no significa que lo hayamos de seguir en todo lo que respecta a su forma de vida y su personal filosofía.1

Giro copernicano y mundo de la ciencia

Otra figura renacentista clave en las dinámicas de la investigación científica es Copérnico. Unas décadas más tarde que Leonardo, bien entrado el siglo XVI, sus indagaciones producen un «giro» radical en la imagen que hasta entonces se tenía del mundo. Los investigadores tienen la posibilidad de iniciar procesos que cambian de manera radical la cosmovisión o representación del lugar del hombre en el mundo. Copérnico propuso el movimiento terrestre en un esfuerzo por perfeccionar las técnicas usadas hasta entonces para predecir las posiciones astronómicas de los cuerpos celestes. Al hacerlo así planteó a otras disciplinas nuevos problemas y, hasta que se resolvieron estos, el concepto de universo propuesto por el astrónomo fue incompatible con el de otros científicos. Expuso importantes contratiempos mostrando que la investigación científica y el sentido común no siempre tienen horizontes coincidentes. La reconciliación de la astronomía copernicana con esas otras ciencias durante el siglo XVII fue una causa relevante de la fermentación intelectual generalizada que designamos con el nombre de «revolución copernicana».

Sin Copérnico no podríamos pensar hoy la transición de la ciencia medieval a la ciencia moderna. Además, tampoco podríamos concebir eso que denominamos el «imaginario moderno», es decir, la cosmovisión con la que emerge una etapa histórica nueva que llamamos «modernidad». Su teoría planetaria y la idea, a ella asociada, de un universo heliocéntrico fueron instrumentos que impulsaron la transición desde la sociedad medieval a la sociedad occidental moderna, pues parecían afectar a las relaciones del universo y a Dios.

Aunque al inicio se presentara como una revisión técnica y matizada de la astronomía clásica, la teoría de Copérnico se convirtió en un foco de apasionadas controversias filosóficas y sociales que, durante los dos siglos posteriores al descubrimiento de América, establecerían el curso del espíritu moderno. Los hombres que creían que su habitáculo terrestre tan solo era un planeta que circulaba a ciegas a través de una infinidad de estrellas valoraban su ubicación en el marco cósmico de modo bastante diferente a como lo hacían sus predecesores, para quienes la tierra era el centro único y focal de la creación divina. En consecuencia, la revolución copernicana también desempeñó un papel en la transformación de los valores que regían la sociedad occidental.

Thomas Kuhn, uno de los historiadores de la ciencia más importantes del siglo XX, dedicó un libro para mostrar el alcance del giro copernicano en todas las áreas del conocimiento humano. Lo llamó La revolución copernicana y en él nos recuerda la provisionalidad, la historicidad y el dinamismo de la investigación científica:

La civilización occidental contemporánea depende, tanto en su filosofía cotidiana como para obtener su pan y su sal, de los conceptos científicos en un grado mucho más elevado que ninguna otra civilización precedente. Sin embargo, es bastante improbable que las teorías científicas actualmente aceptadas y que tan importante lugar ocupan en nuestra vida cotidiana, se nos revelen como definitivas. La concepción astronómica de un universo en el que las estrellas, entre las que cabe incluir a nuestro sol, se hallen dispersadas aquí y allá en un espacio infinito empezó a desarrollarse hace poco menos de cuatro siglos y ya está superada. […] Son otras muchas ciencias las que nos ofrecen ejemplos semejantes en lo que respecta a la transitoriedad de las reverenciadas creencias científicas. La mutabilidad de sus conceptos fundamentales no es razón suficiente para rechazar la ciencia. Cada nueva teoría científica conserva un sólido núcleo de conocimientos formado por las teorías precedentes, al cual añade otros nuevos. La ciencia progresa reemplazando las antiguas teorías por otras nuevas, pero un siglo tan dominado por la ciencia como el que nos ha tocado vivir necesita una perspectiva desde la que examinar las creencias científicas que tan a menudo se dan por supuestas, y la historia es una de las más importantes vías que puede proporcionárnosla.2

A partir del siglo XX, la ética de la investigación tiene que replantearse su relación con el mundo de la ciencia porque irrumpe y emerge el «mundo de la vida».3 Las dinámicas de investigación científica parecen empujar a las sociedades hacia un horizonte determinado por la aplicación técnica de las investigaciones, como si la única meta de estas fuera servir al mundo de la ciencia y se dejaran a un lado el mundo de la vida. Una ética de la actividad investigadora no puede centrarse solo en la figura del «científico» como tal, es decir, como hombre de laboratorio o de taller. No solo por el hecho de que se desarrollan el número de ciencias y saberes, sino porque la filosofía positivista pretende reducir todos los saberes a saberes positivos.

Una ética de la investigación no se centra de manera exclusiva en el mundo de la ciencia, sino que se pregunta por dos cuestiones claves: por un lado, las condiciones de posibilidad de esta actividad y, por otro, el sentido, valor y finalidad del quehacer científico. La investigación y la ciencia no se hacen solas, nacen de la vida, están en la vida y vuelven a la vida. Algunas tradiciones filosóficas como el vitalismo, la fenomenología, el personalismo y la hermenéutica han planteado siempre la necesidad de no separar el «mundo de la ciencia» y el «mundo de la vida». Veamos ahora cómo cambian los horizontes de la investigación científica para integrar ambos mundos.

La investigación como oficio, profesión y vocación

El horizonte de Max Weber

Entrados en el siglo XX, uno de los personajes que amplía el horizonte de la investigación científica es Max Weber. Además de la realizada en «ciencias naturales» comenzamos a utilizar la expresión «ciencias sociales» para indicar que también hay investigación científica en áreas como la economía, la sociología, la política, el derecho o la historia. La actividad investigadora no se realiza solo en un laboratorio o campo de trabajo, sino en bibliotecas o entre documentos, papeles, textos o noticias que interpretan los hechos. Con esta ampliación del horizonte, además de «explicar» los fenómenos de la naturaleza o «comprender» los hechos o acontecimientos, será necesario buscar la verdad entre la pluralidad de interpretaciones. Además de explicar o comprender, la actividad investigadora implica una búsqueda y comunicación de la verdad, que se realiza desde una circunstancia, perspectiva, lenguaje o cosmovisión determinada, por lo que también consiste en «interpretar». De esta forma, Weber participa de manera activa en la organización de unos conocimientos que también tienen pretensiones de rigor científico, y lo hace con una especial sensibilidad moral porque convierte el horizonte de la investigación en un espacio histórico de responsabilidad.

Este espacio de responsabilidad tiene una configuración concreta en cada una de las ciencias, pero hay elementos comunes que Weber muestra en una conferencia que llevó por título «La ciencia como vocación» y que fue editada junto con otra que impartió en el invierno de 1919 por invitación de la Asociación Libre de Estudiantes de Múnich, «La política como profesión». Ambas conferencias, que se publicaron en español con el título El político y el científico, se han convertido en una referencia fundamental en la historia de la ética del siglo XX. La primera es más conocida porque en ella presenta con claridad la «ética de la responsabilidad» como respuesta al dilema que se le plantea al hombre de acción cuando tiene que elegir entre la «ética de la convicción» y el «puro pragmatismo». Y resulta muy útil para examinar el dinamismo de una actividad investigadora obligada a preguntarse: ¿dónde están las convicciones en la actividad investigadora?¿Somos conscientes de las consecuencias de nuestra actividad?¿Cómo articular convicciones y consecuencias?

Cuando la filosofía moral contemporánea ha organizado las posibles respuestas a estas cuestiones ha distinguido dos tradiciones éticas que todo investigador debe conocer: principialismo y teleologismo. La primera prioriza las convicciones o principios morales, mientras que la segunda pone por delante las consecuencias o efectos. Por ejemplo, en la investigación biomédica se muestra con claridad la necesidad de articular con prudencia y sabiduría práctica los principios o convicciones con el «cálculo», ponderación o deliberación de las consecuencias. No es fácil la articulación, como tampoco la ponderación o el cálculo, porque no podemos anticipar la totalidad de las consecuencias de nuestros actos.

En este contexto emerge la exigencia de una formación ética básica en la actividad investigadora para conocer la relación entre el uso de los principios y el cálculo de las consecuencias. En esta formación, Weber se detiene en la pregunta por el papel de la vocación en el investigador que hace de la ciencia su profesión. De la misma forma que otros pensadores de esta época, como José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón o Santiago Ramón y Cajal, Weber incide en la dimensión existencial, personal o motivacional que llamamos «vocación». Si en el conjunto de las actividades o profesiones debemos contar con ella, también debemos preguntarnos por la vocación del científico y en qué medida la respuesta nos ayuda a construir la ética de la investigación.

La actividad investigadora es una contestación especializada que surge cuando se toma conciencia de uno mismo, del conocimiento de determinadas conexiones fácticas.4 La especialización científica y técnica proporcionan poder, son herramientas para prevenir y dominar la naturaleza y los seres humanos. Lo hacen a través de métodos, instrumentos y una disciplina que permite aportar claridad.5

Además, hay un primer imperativo ético que todo investigador ha de tener en cuenta cuando, a la vez, tiene que realizar funciones docentes:

la primera tarea de un profesor es la de enseñar a sus alumnos a aceptar los hechos incómodos; quiero decir, aquellos hechos que resultan incómodos para la corriente de opinión que los alumnos en cuestión comparten. […] Cuando un profesor obliga a sus oyentes a acostumbrarse a ello les está dando algo más que una simple aportación intelectual. […] Llegaría incluso a la inmodestia de utilizar la expresión «aportación ética» aunque pueda sonar como un término en demasía patético para calificar una evidencia tan trivial.6

Esta aportación ética nos recuerda el valor y la importancia comunicativa de conocer el «Arte de poder no tener razón».7 Como bien ha desarrollado la hermenéutica filosófica de Hans-Georg Gadamer en el siglo XX, plantear así la dimensión vocacional es empezar reconociendo un principio ético de modestia y humildad que dota de autenticidad la investigación responsable. Con ello, la actividad científica sienta una base existencial firme donde el trabajo, el método y el esfuerzo canalizan el valor que pueden tener factores como el azar, la pasión o las ocurrencias. Idea clave que distingue al simple «aficionado» del «especialista».8

Investigar para explicar y desencantar el mundo

En la actividad investigadora la vocación está condicionada por la especialización, a diferencia de otros tiempos en los que la motivación o curiosidad era más general o universal. En todo caso, no se trata de una especialización moralmente aséptica, sino de una más apasionada: