Colegiala - Osamu Dazai - E-Book

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Osamu Dazai

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Beschreibung

Una chica joven, de familia pobre, se ve obligada a cometer un robo por amor. Una mujer mayor confiesa que una noche, muchos años atrás, se sintió fuertemente atraída por un hombre al que apenas conocía. Un ama de casa narra su sufrimiento al descubrir que su marido tiene una amante. Una muchacha narra cómo empeoró su vida tras recibir un premio literario� Los relatos incluidos en "Colegiala" abordan con tremenda delicadeza y exquisitez el universo femenino y sus contradicciones: la vergüenza, el amor no correspondido, la incomprensión ante la muerte de un ser querido, la felicidad extrema o, simplemente, los pensamientos que pasan por la cabeza de una adolescente japonesa de posguerra. Un excepcional volumen de relatos del maestro japonés de las distancias cortas, Osamu Dazai: uno de los escritores modernos más apreciados en su país, conocido como el Dostoievski nipón, cuyo éxito corrió paralelo a una vida privada de desencuentros y tumultuosa en extremo.

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Colegiala

  Osamu Dazai

Traducción del japonés a cargo de

Ryoko Shiba y Juan Fandiño

Nota de los editores

A la hora de preparar la selección de relatos del escritor japonés Osamu Dazai incluidos en este volumen, los traductores han utilizado la antología que la editorial Kadokawa publicó en el año 1997, en el que se recogían catorce textos, publicados tanto en vida del autor como póstumamente, cuyo denominador común era la descripción del mundo femenino del Japón de la época, universo que Dazai explora con singular sensibilidad y competencia. Relatos nunca hasta ahora recopilados en castellano, protagonizados por mujeres, muchas de ellas adolescentes, como la del relato que da título a la antología, «Colegiala» (女生徒), publicado en 1939, o «Vergüenza» (恥), aparecido en 1942, pero también por amas de casa («Ocho de diciembre» [十二月八日], publicado en 1942, o el tristemente profético «Osan» [おさん], publicado en 1947 y con final trágico, que nos recuerda al de las representaciones de Bunraku, prefigurando el fin del propio Dazai apenas un año después), mujeres ya maduras que recuerdan algún episodio de su juventud («El árbol del cerezo y el silbido mágico» [葉桜と魔笛], publicado póstumamente o «Nadie sabe» [誰も知らぬ], de 1940), e incluso un billete de cien yenes que narra, ya al final de su «vida útil» cómo ha ido pasando de mano en mano durante años, viviendo todo tipo de peripecias, hasta presenciar un acto sublime de compasión y desprendimiento protagonizado por una prostituta en plena segunda guerra mundial («Dinero» [貨幣], publicado originalmente en 1946).

Dazai es uno de los más notables representantes del llamado movimiento de las watakushi shosetsu o «novelas del yo», un género literario genuinamente japonés, introducido en la época del naturalismo literario que triunfó durante el Periodo Taisho (1912–1926), que se consolidó gracias a autores como Naoya Shiga (1883–1971) y el propio Osamu Dazai, y que se caracteriza por la utilización de la primera persona para narrar historias y anécdotas, muchas veces vagamente intrascendentes o triviales, pero de fuerte contenido autobiográfico. La forma reflejaba una mayor individualidad y una forma más relajada de escritura que la correspondiente a géneros más tradicionales. Desde sus comienzos, la watakushi shōsetsu fue un género que también se utilizó para exponer al público el lado oscuro de las prácticas sociales o de la propia vida del autor. Dazai normalmente escribía con voz masculina, algo que no ocurre en estos relatos, donde son mujeres las que hablan, lo cual se demuestra un procedimiento tremendamente eficaz, por la libertad y honestidad que traslucen los relatos.

Es notable la repercusión que la obra Osamu Dazai, un autor de referencia en Japón, y maestro de innumerables escritores jóvenes desde su trágico suicidio, acaecido en 1948, ha tenido en los últimos años, debida sobre todo a la excelente labor de recuperación de sus obras emprendida por Sajalín editores, que ha puesto en las mesas de novedades dos obras maestras como Indigno de ser humano (1948) y Ocho escenas de Tokio, recopilación de relatos ambientados en esa ciudad. Confiamos en que las traducciones al castellano de otras obras suyas inéditas en nuestro idioma lleguen pronto y ayuden a consolidar a Osamu Dazai (considerado, a justo título, el Dostoievski japonés) como uno de los maestros indiscutibles de la escena literaria nipona del pasado siglo.

Los editores

Linterna

Digan lo que digan, la gente cada vez cree menos en mí. Cuando alguien se cruza conmigo inevitablemente me trata con desconfianza. Voy a visitar a alguien a quien echo de menos y tengo ganas de ver y me recibe con una mirada hostil, como si no quisiese que fuese a verlo. Es una situación realmente dolorosa.

Ya no me apetece ir a ningún sitio. Aunque solamente sea para acercarme a los baños públicos que están al lado de casa, elijo momentos como el anochecer. No me apetece que nadie me mire a la cara. Incluso en pleno verano, siento como si el blanco de mi yukata[1] resaltase más de lo normal en la oscuridad del atardecer, como si llamase demasiado la atención. Me paso el día muerta de la vergüenza. Últimamente ha estado haciendo mucho más fresco, y ya va siendo época de abrigarse, así que sacaré el kimono de otoño, hecho de tela oscura. Pronto llegará el otoño, luego vendrá el invierno, la primavera y de nuevo estaremos en verano, y entonces tendré que volver a ponerme el yukata de color blanco, el mismo que llevo encima ahora. Si mi situación no ha cambiado para entonces, no sé si seré capaz de seguir adelante. Al menos, el verano que viene espero poder permitirme el lujo de salir a la calle con este yukata de flores de campanilla moradas sin tener que pasar vergüenza. Me gustaría poder pasear ligeramente maquillada entre la multitud que acude a los festivales de verano. Solo con imaginarme, con prever la alegría de esos momentos, se me llena el corazón de auténtica esperanza.

He de confesar algo. He cometido un robo. Soy consciente de que está mal y de que me he equivocado. Pero…, no, mejor lo contaré desde el principio. Le suplico a Dios que me escuche. No necesito a nadie que me ayude en estos momentos. Los que quieran creerme, que me crean.

Soy hija única de una familia que se dedica a la fabricación de geta.[2] Ayer por la tarde, mientras cortaba cebolletas sentada en la cocina, escuché como un niño llamaba a su hermana llorando desde la parcela que hay detrás de casa. Me quedé quieta y pensé que si yo también hubiese tenido un hermanito o una hermanita pequeña como aquel niño, que me siguiese y me llamase llorando, puede que no me hubiese visto envuelta en una situación tan miserable. Pensando en ello, me brotó una lágrima tibia debido al escozor que me producían las cebolletas. Cuando me las quise quitar con el dorso de la mano, fue peor, y los ojos me empezaron a escocer todavía más; no podía parar de llorar, y no supe qué hacer.

Fue justo este año, en la época en la que salían las hojas verdes entre las flores de cerezo y se empezaban a vender claveles y lirios en los puestos de las ferias nocturnas, cuando empezó a circular el rumor entre las mujeres que iban a la peluquería de que había una joven caprichosa que había perdido la cabeza por un chico. Recuerdo con nostalgia aquellos días. Cada noche, cuando caía el sol, Mizuno venía a buscarme. Solía prepararme con antelación y, antes de que se pusiese el sol, ya estaba toda vestida y maquillada. Recuerdo que salía y entraba de casa sin parar para ver si había venido. Al cabo de un tiempo me enteré de que los vecinos murmuraban sobre mí, riéndose, y me señalaban intentando disimular: «Mira, Sakiko, la hija del fabricante de geta, se está volviendo loca». Mis padres también se dieron cuenta de ello, pero no me dijeron nada.

Este año cumplo veinticuatro años, pero aun sigo soltera. La principal razón es que somos una familia pobre, pero también influye el hecho de que mi madre fuese en tiempos la amante de un terrateniente famoso en la ciudad, al que abandonó tras enamorarse de mi padre, a pesar de todo lo que él había hecho por ella. Poco después nací yo y, como mi rostro no se parecía ni al del terrateniente ni al de mi padre, el estatus social de mi familia disminuyó todavía más, incluso hubo una época en la que a mis padres se les trató como a auténticos marginados. Viniendo de una familia así, es normal que tenga problemas para encontrar pareja. De todos modos, aunque hubiese nacido en el seno de una familia adinerada y noble, al ser así de fea tampoco habría tenido mucha suerte que se diga con los hombres. Aun así, no guardo rencor a mis padres. A pesar de lo que digan, sé que soy hija de mi padre. Ellos me quieren y yo les trato con todo el cariño que puedo. Ambos son personas débiles. Incluso a mí, que soy su hija, me ocultan ciertas cosas, supongo que por vergüenza. Creo que entre todos deberíamos empezar a tratar con ternura y delicadeza a las personas débiles e inseguras como mis padres. Estaba convencida de que sería capaz de aguantar cualquier tipo de sufrimiento o soledad por su bien. Pero cuando conocí a Mizuno, dejé a mi familia de lado.

Me da vergüenza incluso referirme a ello. Mizuno tiene cinco años menos que yo, lo cual es bastante. Es alumno de secundaria en una escuela de comercio. Me recrimino cada día haberme enamorado de alguien tan joven. Nos conocimos esta primavera. Cogí una infección en el ojo izquierdo y tuve que ir al oftalmólogo. Lo vi en la sala de espera de la clínica. Soy de las que se enamoran a primera vista. Mizuno tenía un parche blanco en el ojo izquierdo, igualito que yo. Arrugaba el entrecejo mientras consultaba un pequeño diccionario; vi que pasaba páginas, una tras otra, y parecía muy concentrado pero también muy triste. Verlo así, tan maltrecho, me dio mucha lástima. Yo también me deprimía por tener que llevar el parche. Mientras contemplaba las hojas frescas de los árboles por la ventana de la sala de espera, me parecía como si esas hojas estuviesen ardiendo entre llamas azules. Todo se veía como si perteneciese a otro mundo, como si fuese un paisaje del país de las hadas. Quizá fuese a causa de la magia de aquel parche que el rostro de Mizuno me pareció tan hermoso, como si tampoco él perteneciese a este mundo.

Pronto supe que Mizuno era huérfano. No tenía a nadie que lo tratase con cariño. Provenía de una familia de mayoristas de medicamentos a los que el negocio les iba bastante bien, pero su madre falleció cuando él todavía era un bebé y más tarde, cuando tenía doce años, su padre también murió. El negocio empezó a ir mal y sus hermanos mayores, dos chicos y una chica, tuvieron que irse a vivir fuera, cada uno por su lado, a casas de familiares lejanos, y dejaron a Mizuno al cargo del gerente de la tienda. Cuando lo conocí, le ayudaba para que pudiese asistir a la escuela de comercio, pero parecía que se sentía bastante incómodo con la situación y vivía casi en soledad, recluido en sí mismo. Una vez me comentó en tono muy serio que los únicos momentos en los que se sentía verdaderamente alegre era cuando salíamos a pasear juntos. Me dio la impresión de que tampoco disfrutaba de ciertos elementos que los demás consideramos básicos para la vida cotidiana. Una tarde me contó que había quedado con sus amigos para ir a la playa en verano, pero no estaba contento, es más, parecía hasta deprimido por la situación. Fue aquella tarde cuando cometí el robo. Robé un bañador de hombre.

Fue en los grandes almacenes Daimaru. Entré y comencé a fingir que inspeccionaba un vestido. Entonces, cuando nadie me veía, tiré disimuladamente de un bañador negro que estaba por detrás del vestido y me lo metí con fuerza bajo el brazo. Salí de la tienda intentando no levantar sospechas, pero, no llevaría ni cinco metros andados cuando a mi espalda escuché que alguien empezaba a gritarme desde la tienda. «¡Oiga, oiga usted!». Me entró el pánico. Salí corriendo como una loca, parecía como si hubiese perdido la cabeza. «¡Ladrona!», escuché que gritaban a mi espalda. Finalmente me golpearon en el hombro, perdí el equilibrio y, cuando me di la vuelta, alguien me pegó un bofetón.

Me llevaron a un puesto de policía. A mi alrededor empezó a congregarse mucha gente. Todos los que vinieron eran vecinos y conocidos de mis padres. Con el ajetreo, me había despeinado totalmente y el yukata se me había abierto hasta la altura de las rodillas. Supongo que debía de tener un aspecto de lo más miserable.

El policía me sentó en un pequeño cuarto con tatami que se encontraba al fondo del edificio y entonces empezó a interrogarme. Era un tipo de aspecto desagradable, calculo que tendría unos veintisiete o veintiocho años. Llevaba unas gafas con la montura dorada y tenía un rostro pálido, de facciones afiladas. Comenzó con preguntas generales, mi nombre, mi dirección, mi edad, esas cosas. De pronto sonrió con picardía y me preguntó:

—¿Es tu primera vez?

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. No se me ocurría qué contestar. Si no me daba prisa en convencer a aquel tipo me meterían en la cárcel sin duda. Y me caería una buena condena, seguro. Busqué desesperadamente una buena excusa que pudiera servirme para librarme de aquella. Pero, ¿qué podría decirle para demostrar mi inocencia? De pronto supe que estaba totalmente perdida. Jamás en mi vida había estado metida en un lío semejante. Finalmente, y a pesar de todos mis esfuerzos, lo que le conté fue humillante y ridículo. Pero una vez que empecé ya no pude parar. Como si estuviese poseída por un zorro.[3] Creo que fue en ese momento cuando perdí del todo la cabeza.

—¡No me puede meter en la cárcel, señor! ¡Yo no tengo la culpa de eso que dice! Tengo veinticuatro años y desde que nací hasta el día de hoy he sido una hija ejemplar. He obedecido a mis padres todos y cada uno de los días de mi vida sin protestar. ¿Qué tengo de malo, dígame? ¡Nunca hasta hoy he hecho nada que me hiciera merecedora de la reprobación de la gente! Mizuno es un gran hombre. Sé que va a tener un gran futuro. ¡De eso estoy segura! Lo último que querría es que pasase vergüenza. Quedó para ir a la playa con sus amigos y yo solo intentaba que pudiera ir sin tener que preocuparse de nada. ¿Qué tiene eso de malo? Qué tonta he sido… Él proviene de una buena familia. Es distinto a todos los demás chicos que conozco. No me importa lo que me ocurra a mí, señor. Me conformo con que él consiga labrarse un buen futuro, y para que eso ocurra todavía me queda mucho por hacer. ¡No me puede meter usted en la cárcel! No he hecho nada malo en veinticuatro años. Solamente ayudar a mis pobres padres durante toda mi vida. ¡No, no! ¡No me puede meter en la cárcel! No puede hacerlo. No puede hacerme esto solamente por haber movido la mano de manera incorrecta una sola vez en veinticuatro años. No puede arruinarme el resto de mi vida solo por esto. Eso no está bien. No consigo entenderlo… ¿Acaso el hecho de haber movido la mano derecha unos treinta centímetros sin querer demuestra que sea una ladrona compulsiva? ¡No, señor! ¡No puede ser! ¡Solo ha sido una vez! Ni siquiera ha durado más de un par de minutos. Todavía soy una mujer joven. Mi vida acaba de empezar. Seguiré viviendo en la pobreza como he venido haciendo hasta ahora. Eso es todo. Dentro de mí no ha cambiado nada. Sigo siendo Sakiko, sigo siendo la misma chica que era ayer. ¿Qué tipo de molestia puede causarle a una tienda tan grande como Daimaru la pérdida de un mísero bañador? Hay gente que engaña a los demás, gente que se dedica a robar a otras personas, que roba mil o dos mil yenes, o incluso que te saca por la fuerza todo lo que llevas encima, y a pesar de ello los admiramos. ¿Para quién demonios está pensada la cárcel? Solamente encierran a los que no tienen dinero, eso que le quede claro. Seguramente las cárceles estén llenas de personas débiles y sinceras cuyo único delito sea que son incapaces de engañar a los demás. Y como no pueden vivir a costa de engañar a la gente, su situación va empeorando cada vez más, y acaban cometiendo robos ridículos, de dos o tres yenes, y es por eso que los obligan a pasar cinco o diez años en la cárcel. ¡Ja, ja, ja, ja!, qué cosas ocurren hoy en día. ¡Ay, qué ironía!

Como digo, me entró un ataque de locura. El policía me miraba fijamente mientras su rostro empalidecía. De pronto, sin saber cómo, empecé a sentirme irremediablemente atraída por él. A pesar de estar llorando a lágrima viva, esbocé una sonrisa torcida. Creo que se debió de pensar que tenía algún tipo de trastorno mental. Empezó a tratarme con algo más de cautela y me obligó a incorporarme con sumo cuidado. Aquella noche dormí en una de las celdas de la comisaría y, a la mañana siguiente, mi padre vino a buscarme y me soltaron. De camino a casa, me preguntó preocupado si me habían pegado. Luego, no volvimos a hablar sobre el tema.

Cuando leí el periódico de aquella tarde se me subieron los colores a la cara de la vergüenza. Me dedicaban un artículo entero. El titular decía así: «¿Un robo razonable? Bello discurso de una chica degenerada». Pero eso no fue lo peor. Los vecinos empezaron a merodear alrededor de casa. Al principio no sabía por qué, pero cuando descubrí que venían para cotillear, noté que me desbordaba la ira. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de las auténticas consecuencias de lo que había hecho. Si en aquel momento hubiese tenido un frasco de veneno a mi alcance, me lo habría tragado entero sin dudarlo ni un instante. Si hubiese habido algún bosque de bambú cerca de casa, me habría adentrado en él para ahorcarme. Incluso tuvimos que cerrar la tienda durante un par de días.

Pocos días después, recibí una carta de Mizuno.

«Sakiko. Sabes que soy la persona que más cree en ti en este mundo. Aun así, creo que te falta cierta educación. Eres una buena persona, pero me temo que vives en un entorno que no me termina de convencer. Durante todo este tiempo he estado intentando corregir esos aspectos en ti, pero hay cosas que me temo que no se pueden cambiar. Es importante recibir una buena educación. El otro día fui a la playa con mis amigos y estuvimos hablando largo y tendido sobre la inquietud del ser humano por superarse a sí mismo. Estoy convencido de que seremos gente importante en el futuro. Querida Sakiko, pórtate bien a partir de ahora. Intenta purgar tu culpa, aunque sea poco a poco. Discúlpate ante la sociedad Y recuerda: la gente odia el delito, pero no al que lo comete.[4]

Firmado: Saburo Mizuno

(Y por favor, quema esta carta después de leerla. Quema el sobre también. Te ruego que lo hagas.)»

Por un momento me había olvidado de que Mizuno había crecido en el seno de una familia con dinero. Así que eso fue lo que me escribió.

Han sido días muy duros. Ayer empezó a hacer fresco. Esta noche mi padre ha venido y al ver cómo estaba ha puesto cara de preocupación: «Esta luz tan débil no te hará ningún bien. Es muy deprimente», y ha cambiado la bombilla del salón de seis tatamis[5] por una más luminosa de cincuenta vatios. Hemos cenado los tres juntos, mi padre, mi madre y yo, bajo la luz de la nueva bombilla. Mi madre se ha reído poniéndose la mano con la que sujetaba los palillos en la frente y ha dicho: «Ay, tanta luz me va a dejar ciega». Yo también me he animado y le he servido sake a mi padre. Nuestra felicidad reside en las pequeñas cosas, como cambiar la bombilla de la habitación y cenar juntos. Lo cierto es que pensar en ello ha hecho que no me sintiera tan miserable; al contrario, vivir en una familia tan modesta es lo más parecido que conozco a vivir dentro de una maravillosa lámpara giratoria de papel. He sentido unas súbitas ganas de hacérselo saber a todo el mundo, de gritárselo a los insectos que cantaban en la oscuridad del jardín. «¡Los que quieran mirarnos que nos miren! ¡Nosotros somos gente de corazón noble!». Y así fue como, de repente, he empezado a sentir una serena alegría en lo más profundo de mi corazón.

Colegiala

Es curioso lo que siento al despertarme cada mañana. Es una sensación similar a cuando juego al escondite, a cuando estoy quieta y me acurruco en la profunda oscuridad del armario y Deko abre la puerta de repente, la luz del sol entra súbitamente deslumbrándome y ella grita en voz alta: «¡Aquí estás!». Es un momento incómodo. Luego, con el corazón latiéndome desbocado, me arreglo el kimono por delante y salgo del armario. Siento repugnancia. No, eso no. No se parece a eso, es algo… es algo mucho más insoportable. Como abrir una caja y encontrarse dentro otra más pequeña, y que dentro de esta haya otra todavía más pequeña. Y la abres y te ocurre otra vez lo mismo, y luego otra vez, y otra y otra, y así vas abriendo una tras otra siete u ocho cajas cada vez más pequeñas, y al final del todo encuentras una cajita minúscula, del tamaño de un dado, y la abres y no hay nada dentro, está vacía. Así es como me siento. No me creo eso de que haya gente que se despierte al instante. Es algo turbio, muy turbio, como cuando el almidón se hunde en el agua, cada vez más al fondo, y poco a poco se va haciendo más nítida la parte superior; hasta que al final me despierto a causa del propio cansancio que me supone dormir. Las mañanas, son como… como una mentira transparente. Se me ocurren muchas, muchas cosas tristes por las mañanas y no las soporto. No me gustan, no. Por la mañana estoy más fea. Tengo las piernas agotadas y no quiero hacer nada. ¿Será porque no duermo profundamente? También debe de ser mentira eso que dicen de que por las mañanas te sientes más saludable. Las mañanas son grises. Siempre son lo mismo. Es lo más vacío que existe en el mundo. Siempre soy pesimista cuando me acabo de despertar y estoy en la cama. Me cansa estar en la cama. Me abruman pensamientos desagradables de los que me arrepiento, noto como me hacen presión en el pecho y me retuerzo.

Las mañanas son terribles.

—Papá —susurré en voz baja. Me dio un poco de vergüenza pero me sentí feliz, me incorporé y rápidamente deshice el futón.[6]

Cuando lo levanté exclamé: «¡Aúpa!», sin darme cuenta. Aquello me llamó la atención. Hasta ahora no me creía capaz de pronunciar una palabra tan vulgar. «¡Aúpa!» es algo que suelen decir las ancianas. ¡Qué asco! ¿Por qué lo habré dicho? Me sentí rara, como si tuviese una anciana escondida dentro de mí. A partir de ahora tendré más cuidado. Es como cuando critico la vulgar forma de andar de algunos y me doy cuenta de que yo misma estoy andando igual. Mi actitud me parece bastante decepcionante.

Por las mañanas nunca me siento segura de mí misma. Me siento frente al tocador con el pijama puesto y me miro en el espejo. Cuando me miro sin las gafas me veo un poco borrosa, pero me resulta agradable. Las gafas son lo que más odio de mi cara, aunque llevar gafas tiene algunas cosas buenas que la gente no sabe. Me gusta mirar a lo lejos sin ellas. Se ve todo difuso y es maravilloso, como un sueño, o como cuando miras un diorama de papel. No se ve nada sucio. Solo se pueden ver las cosas grandes, los colores y las luces nítidas y fuertes. También me gusta quitármelas y mirar a la gente. Las caras me parecen todas dulces y bonitas. Es como si todo el mundo estuviese sonriendo a la vez. Además, cuando no llevo gafas no pienso en discutir ni me entran ganas de criticar a nadie. Simplemente me quedo callada, como distraída. En esos momentos los demás creerán seguro que soy una buena chica. Pensando en eso me entran ganas de quedarme así, abstraída, sin preocupaciones, como una tierna niña inocente. No me gustan las gafas. Me las pongo y entonces parece como si me quedara sin expresión. Las gafas me impiden mostrar emociones, cosas como romanticismo, belleza, pasión, debilidad, inocencia o tristeza. Además, me roban la capacidad de expresarme con la mirada. Me siento ridícula. Son como tener un fantasma encima de mi cara. Será por odiar tanto las gafas, pero pienso que tener unos ojos bonitos es lo más importante del mundo. Aunque no tuviese nariz o llevase la boca tapada, los ojos son lo que más resaltaría en mí. Sería maravilloso tener ese tipo de ojos que cuando alguien los mira le entran ganas de llevar una vida mejor. Mis ojos, en cambio, son grandes, nada más, por lo demás no tienen nada de especial. Me decepciona fijarme en ellos. Hasta mi madre dice que son aburridos. Serán de ese tipo de ojos que la gente conoce como «ojos sin luz». Son como el carbón, qué decepción. No hay nada que pueda hacer al respecto. ¡Qué horror! Cada vez que me miro en el espejo me entran unas ganas horribles de que mis ojos sean dulces y atractivos. Ojos como lagos azules, como mirar la inmensidad del cielo tumbada en la hierba y que en ellos se reflejen las nubes al pasar. Que incluso los pájaros puedan reflejarse en ellos claramente. Me gustaría poder conocer a mucha gente que tuviese unos ojos tan bonitos.

Hoy empieza el mes de mayo. ¡Qué contenta estoy! Cada vez queda menos para que llegue el verano. Salí al jardín y una flor de la fresera captó mi atención. Se me hace extraño que mi padre haya muerto. Murió y entonces desapareció, sin más. Es algo difícil de entender. Aún no termino de creérmelo. Echo de menos a mi hermana, a la gente de la que ya me había despedido o a la que hace mucho que no veo. Por las mañanas, me suelen venir a la cabeza anécdotas que ya pasaron o gente que ya no está. Es algo insípido pero, quizás por ello, insoportable, como el olor del nabo en salmuera.

Tengo dos perros, Chapy y Kaa. A Kaa le llamo así porque me da una pena horrible.[7] Los dos vinieron hacia mí corriendo muy juntos. Los coloqué frente a mí y acaricié a Chapy. Su pelo es totalmente blanco y brillante, es muy bonito. A Kaa no le acaricié, Kaa está siempre sucio. Soy consciente de que, cada vez que acaricio a Chapy, Kaa suele estar ahí a su lado, poniendo cara de pena. Siempre parece a punto de ponerse a llorar. Por si fuera poco, es cojo. Kaa me hace sentir muy triste, por eso no me gusta demasiado. Me da tanta lástima que a veces le hago daño a propósito. Kaa parece un perro vagabundo, tanto que en cualquier momento los mataperros vendrán y se lo llevaran a la perrera y lo sacrificarán. Como tiene la pata así, es demasiado lento y no podrá huir. Kaa, corre, vete al fondo de la montaña. Nadie te tiene cariño, así que mejor muérete pronto. Kaa no es el único al que maltrato, también hago daño a algunas personas, las suelo incordiar hasta que se irritan. De verdad que soy una chica bastante desagradable. Me senté en el engawa[8] mientras le acariciaba la cabeza a Chapy. El verde de las hojas de los árboles penetró por mis ojos e hizo que me sintiera miserable. Me entraron ganas de sentarme sobre la tierra y morirme.

Quise ver si era capaz de fingir que lloraba. Pensé que quizás me saldrían algunas lágrimas si contenía la respiración con fuerza y apretaba los ojos. Lo intenté, pero no lo conseguí. A lo mejor me he convertido en una mujer sin lágrimas.

Desistí y empecé a limpiar la habitación. Mientras, me puse a cantar Tōjin Okichi[9] sin darme cuenta. Miré a mi alrededor furtivamente. Me pareció curioso haber cantado algo tan vulgar como Tōjin Okichi sin querer, cuando normalmente solo me intereso por Mozart o Bach. Me sentí ridícula. Exclamar «¡aúpa!» por la mañana y cantar aquello mientras limpiaba: me da miedo imaginarme qué clase de tonterías puedo llegar a decir cuando hablo en sueños. Pero de pronto todo me pareció muy gracioso, dejé de barrer y empecé a reírme yo sola.

Me puse la ropa interior nueva que había terminado de coser ayer. Tiene una pequeña rosa blanca bordada en la zona del pecho. Si me pongo ropa encima, el bordado no se ve. Nadie sabrá que existe. Me siento muy orgullosa de mí misma.

Mamá está muy liada preparando la propuesta matrimonial de alguien. Esta mañana salió de casa muy temprano. Desde que era pequeña, mi madre siempre se ha entregado mucho a los demás, así que ya estoy acostumbrada. Sorprende que siempre tenga algo que hacer. Siento una enorme admiración por ella. Como mi padre se pasaba el día estudiando, mi madre lo tenía que hacer todo, incluso lo que le tocaba hacer a él. Mi padre nunca tuvo mucho interés por conocer gente, pero mi madre siempre se ha esforzado por crear grupos de amistades verdaderamente agradables. Los dos eran muy distintos, pero estoy convencida de que se admiraban mucho el uno al otro. Eran un matrimonio agradable y pacífico, sin cosas malas, diría yo. Ay, ¡pero qué indiscreta soy!

Mientras se calentaba la sopa, me senté en la puerta de la cocina mirando distraída el bosque que se alza enfrente de nuestra casa. Entonces sentí algo curioso, como si en algún momento del pasado o en el futuro, sentada de esta misma manera en la entrada de la cocina, al igual que ahora, hubiese estado o llegase a estar mirando el bosque de enfrente pensando exactamente en esto mismo. Era como sentir todo el pasado, el presente y el futuro a la vez. Es algo que me ocurre de vez en cuando. Estar sentada hablando con alguien en una habitación y quedarme mirando a la esquina de la mesa con la mirada fija y moviendo la boca sin darme cuenta. Cuando ocurre, me siento de lo más extraña.

No recuerdo cuándo, pero en una situación similar, hablando de esto mismo, me estaba fijando en la esquina de una mesa y sentí claramente que en el futuro me iba a ocurrir eso mismo justamente. Cuando camino por el campo, incluso si está muy lejos, a cada momento me asalta la sensación de que ya había paseado por ese mismo camino en el pasado. A veces voy andando y arranco una hoja de uno de los cultivos plantados a un lado del camino, y entonces tengo la sensación de que ya había arrancado esa misma hoja en ese mismo camino, justo en ese lugar, en algún momento indefinido en el pasado. Y, acto seguido, siento que en el futuro volveré a arrancar esa misma hoja de ese mismo cultivo, en ese mismo sitio, y que el proceso se repetirá una y otra y otra vez. Hay más ejemplos. Una vez, cuando me bañaba, me miré las manos. Entonces, sentí que, dentro de muchos años, cuando me estuviera bañando, me acordaría de ese mismo instante en el que me miré las manos involuntariamente y me vendrá a la mente lo que sentí al haberlo hecho con aquella inocencia. Me entra la melancolía siempre que pienso estas cosas. Incluso una tarde, cuando metía arroz cocido en un recipiente, sentí como que algo me recorría rápidamente el cuerpo; aunque suene exagerado, podría decirse que fue como una inspiración, como algún tipo de pensamiento filosófico. Aquello me afectó y sentí como si mi cabeza, mi pecho y todo mi cuerpo se hubiesen vuelto transparentes. ¿Cómo explicarlo? Sentí una suave tranquilidad que me hizo ver que, si yo quería, podía llevar una vida verdaderamente hermosa. En aquel momento era capaz de mantenerme flotando ligera y grácil, como a merced de las olas, sin decir ni una sola palabra, con una flexibilidad y un silencio similares a los de los tokoroten[10] cuando salen del molde al empujar la gelatina. En aquel momento no percibí aquello como una revelación filosófica. Más bien me pareció algo espantoso. Como el presentimiento de una vida silenciosa, como si fuera un gato al acecho. Aquello no podía acabar bien. Si una persona se mantiene en ese estado durante demasiado tiempo, bien podría llegar a perder la cabeza y convertirse en algo similar a un fanático religioso. Cristo. De todas formas, me resultaría de lo más extraño convertirme en una versión femenina de Cristo.

Al fin y al cabo, como tengo tanto tiempo libre y llevo una vida sin muchas dificultades, los cientos de miles de cosas que veo y escucho a diario, junto a todo lo que no consigo asimilar, dan como resultado que se me ocurran este tipo de ideas, una tras otra, como si fuesen fantasmas.

He desayunado sola en el comedor. Hoy he comido pepino por primera vez en todo el año. El color verde del pepino de mayo me hace sentir que el verano se acerca. Su frescor posee una tristeza que hace que sienta un vacío en el corazón, como un dolor sordo, o algo similar a las cosquillas. Cuando como sola en el comedor de mi casa, me entran unas ganas enormes de irme de viaje. Pienso en cosas como coger un tren y alejarme. Pero pronto aparté esas ideas de mi mente y me puse a leer el periódico. En la primera página aparecía una foto del señor Konoe.[11] No sabría decir si es un hombre atractivo, pero lo cierto es que no me gusta la cara que tiene. No me gusta su frente. Lo más divertido de los periódicos es la publicidad de los libros. Les cobran por cada letra o por cada línea que escriben, cien o doscientos yenes de tarifa en total, por lo que siempre se esfuerzan para que sean lo más cortas y claras posibles. Para conseguir un mayor efecto, cada frase tiene que estar muy bien pensada; se ve a la legua que para poner cada letra y cada palabra le han dado muchas vueltas a la cabeza. No debe de haber muchas frases que cuesten tanto en el mundo. De alguna manera encuentro muy agradables los anuncios por palabras del periódico, me gustan.

Justo cuando he terminado de desayunar, he cerrado con llave y me he ido al instituto. «No hay de qué preocuparse, no va a llover», he pensado. De todas formas, quería llevarme el bonito paraguas que mi madre me había regalado ayer, así que lo cogí.

Mi madre usaba este umbrella[12] de joven. Me siento especialmente orgullosa de haber encontrado un paraguas tan curioso como este. Cuando lo llevo, me imagino paseando por los barrios más antiguos de París con él. Quizá, cuando termine la guerra, este tipo de paraguas occidentales que parecen sacados de un cuento de hadas se pongan de moda. Creo que con este paraguas iría bien un gorro estilo bonnet. Me pondría un vestido largo de color rosa con el escote muy abierto, unos guantes largos de color negro que sean de encaje y estén hechos de seda, y un sombrero de ala ancha adornado con una violeta grande y hermosa. Así vestida, iría a comer a un restaurante de París en su época de mayor esplendor. Me quedaría mirando a la gente que circula por la calle, con la mejilla ligeramente apoyada en mi mano, con aire melancólico, y entonces, quizás, alguien rozaría mi hombro con delicadeza. Entonces comenzaría la música. El Vals de la Rosa. ¡Ay! ¡Qué ridículo, qué ridículo! En realidad no se trata más que de un antiguo paraguas peculiar con el mango alargado. ¡Qué miserable! Pobre de mí. Soy como La niña de los fósforos del cuento de Andersen.

Al salir de casa, arranqué algunos de los hierbajos que crecen frente a la puerta para quitarle trabajo a mi madre. Quizás hoy me ocurra algo bueno. ¿Por qué hay algunas hierbas que al verlas me entran ganas de arrancarlas y, sin embargo, hay otras que dejo si al fin y al cabo son todas iguales? Unas hierbas por las que siento cariño y otras por las que no siento nada. Parecen idénticas, pero algunas son conmovedoras y otras detestables. ¿Por qué será que puedo diferenciarlas tan claramente? No tiene mucho sentido. Creo que a veces el gusto de las mujeres puede llegar a ser un disparate.

Tras diez minutos arrancando hierbas, me encaminé rápidamente hacia la estación de tren. Cuando pasé al lado de los cultivos que hay junto al camino, me entraron muchas ganas de sentarme a dibujarlos. Pero no podía retrasarme. Por el camino, atajé por la senda del bosque que atraviesa el recinto del templo sintoísta. Es un atajo que descubrí yo misma hace algún tiempo. Allí me percaté de que por doquier habían crecido pequeños montones de cebada de unos seis centímetros de alto. Se nota que este año también habían pasado los soldados. El año pasado vinieron muchos con caballos y se quedaron en el bosque del templo para descansar. Unas semanas después, en algunas zonas habían crecido pequeñas matas de cebada, al igual que ahora. Este año ocurrirá igual, seguro. Supongo que los granos de cebada debieron de caerse de los paquetes que los soldados llevaban para alimentar a sus caballos mientras iban de un lado a otro, y luego germinaron y comenzaron a crecer a la vera del camino. Pero como este bosque es tan profundo y no deja pasar la luz del sol, los pobrecitos no crecerán más y morirán, seguro.

Al salir de la senda del bosque del templo sintoísta, cerca de la estación, me crucé con cuatro o cinco obreros. Son los mismos obreros que cada mañana me vomitan las mismas palabras desagradables cuando paso. Me abstengo de repetirlas aquí, las palabras que me dicen. Ante tales alusiones no sé nunca cómo reaccionar, así que intenté adelantarles y dejarles atrás lo más rápido posible, pero para eso tenía que pasar por delante y deslizarme entre ellos. Esos obreros tan maleducados me aterran. Pero, para quedarme ahí quieta sin decir nada y dejarles que se vayan hasta que haya mucha distancia entre nosotros, hay que tener aún más valor. Supe que si los ignoraba se enfadarían conmigo. Las mejillas me empezaron a arder y me entraron unas ganas horribles de llorar. Pero no quería pasar por la vergüenza de que me viesen hacerlo, así que les sonreí abiertamente y pasé lentamente por detrás de ellos. Al final no ocurrió nada, pero la rabia aún me duraba después de haberme subido al tren. Quiero hacerme fuerte, noble y dura lo antes posible, para que este tipo de tonterías no me afecten.

Como quedaba un asiento libre junto a la puerta del tren, dejé mis cosas encima mientras me arreglaba los pliegues de la falda. Justo cuando iba a sentarme, un señor con gafas apartó lo que había dejado y se sentó.

—Verá… —le musité yo, medio tartamudeando—. Resulta que yo… iba a sentarme ahí.

Pero el hombre me ignoró, sonrió amargamente y empezó a leer el periódico sin hacerme caso. Pensándolo bien, no sé quién de los dos tendría más morro. Yo por haber dejado ahí mis cosas cuando no había nadie, o él por suponer que yo era una simple mocosa y que no me quejaría.

Como no había más remedio, dejé el umbrella y el resto de mis cosas en el portaequipajes del vagón y me puse a leer una revista, como suelo hacer siempre. Mientras la ojeaba, me vino algo extraño a la mente. Si me quitasen la lectura, al no haber tenido muchas experiencias reales, lloraría. Dependo mucho de lo que aparece en los libros. Cuando leo uno, tiendo a entusiasmarme y a simpatizar automáticamente con la historia y suelo adaptar su contenido a mi vida cotidiana, y luego, cuando leo otro libro, cambio totalmente mi mentalidad y me adapto a ese segundo libro sin ningún tipo de problema. Creo que este talento o, mejor dicho, esta astucia para robar cosas de otra gente y rehacerlas para que se adapten a mí, es mi única especialidad verdadera. Aunque lo cierto es que estoy harta de toda esta falsedad. Puede que si pasase más vergüenza a causa de mis fracasos diarios, mi personalidad acabaría fortaleciéndose definitivamente. Pero seguro que conseguiría disimular esos fracasos e inventaría cualquier excusa para evitar esas críticas. Fingiría que todo está bien y las ignoraría.

(Hasta estas frases las he sacado de un libro que he leído hace poco.)

De verdad que a veces no sé cuál es mi verdadero yo. Cuando me quede sin libros para leer y no pueda fijarme en nada que pueda imitar, ¿qué haré? Me quedaré sin recursos, y quizás comience a dejar que pase el tiempo sin hacer absolutamente nada en la vida.

Pero también es cierto que no es bueno pensar a diario tantas cosas que no tienen nada que ver entre sí mientras voy en el tren. Noto una especie de molesto calor en el cuerpo que con el tiempo se vuelve inaguantable. Hay que hacer algo, tengo que hacer algo para solucionarlo, pero ¿qué podría hacer para conseguir encontrar la esencia de mí misma? Todas las autocríticas que me he hecho hasta ahora no han tenido ningún valor. Cuando intento sacarme defectos, me doy cuenta de todo lo desagradable y débil que hay en mí y entonces me vuelvo condescendiente conmigo misma, empiezo a mimarme y a tratarme con cariño y entonces llego a la conclusión de que, al final, el remedio es peor que la enfermedad. Es preferible no empezar a criticarme desde el principio. Sería una persona mucho más sincera si no pensase en nada, si tuviera la cabeza totalmente vacía.