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El Ocaso es una profunda exploración de la decadencia personal, el choque entre las aspiraciones individuales y las duras realidades sociales en el Japón de posguerra. Osamu Dazai retrata, con aguda sensibilidad, una sociedad marcada por la derrota, la pérdida de valores tradicionales y el surgimiento de nuevas formas de alienación. A través de la historia de Kazuko, una joven de familia aristocrática venida a menos, la novela examina temas como la lucha por la supervivencia, el desarraigo y la transformación de la identidad frente a un mundo en ruinas. Desde su publicación, El ocaso ha sido aclamada por su capacidad para combinar una prosa poética con un retrato implacable de la fragilidad humana. La compleja caracterización de sus protagonistas, sumada a la atmósfera melancólica y la mirada crítica hacia las estructuras sociales, ha convertido a esta obra en un referente de la literatura japonesa moderna. La relevancia perdurable de la novela reside en su habilidad para iluminar la tensión entre la dignidad personal y las exigencias de un entorno hostil. Al explorar los vínculos familiares, las heridas del pasado y la búsqueda de un sentido en medio del colapso moral y material, El ocaso invita al lector a reflexionar sobre la resiliencia, la adaptación y el costo emocional del cambio
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Seitenzahl: 186
Veröffentlichungsjahr: 2025
Osamu Dazai
EL OCASO
Título original:
“斜陽 Shayō”
PRESENTACIÓN
EL OCASO
I - La culebra
II - El fuego
III - Las flores de la luna
IV - Cartas
V - La última aristócrata
VI - Comienza la batalla
VII - El testamento
Osamu Dazai
1909 – 1948
Osamu Dazai fue un novelista japonés, ampliamente considerado como una de las figuras literarias más importantes del Japón del siglo XX. Nacido en Kanagi, prefectura de Aomori, Dazai es más conocido por sus obras que exploran temas como la alienación, la autodestrucción y la búsqueda de sentido en una sociedad en rápida modernización. Sus narraciones profundamente personales y, a menudo, semi-autobiográficas reflejan la agitación de su propia vida, marcada por repetidos intentos de suicidio y un profundo sentimiento de desesperación existencial. Hoy en día, sus novelas Indigno de ser humano (1948) y El ocaso (1947) son consideradas clásicos de la literatura japonesa moderna.
Infancia y educación
Osamu Dazai, cuyo nombre real era Shūji Tsushima, fue el octavo hijo de una familia terrateniente adinerada. A pesar de su origen privilegiado, desde temprana edad se sintió alienado de su familia y de su comunidad. Su crianza fue estricta, y tuvo dificultades para conectar con su padre autoritario y con las expectativas de su clase social. Dazai estudió literatura francesa en la Universidad de Tokio, pero nunca se graduó, ya que su vida comenzó a caer en la inestabilidad debido a problemas personales y financieros, abuso de sustancias y su creciente obsesión por la literatura. Durante su juventud, fue fuertemente influenciado por escritores occidentales como Ryūnosuke Akutagawa, Antón Chéjov y Franz Kafka, así como por la tradición japonesa de la “novela del yo” (watakushi shōsetsu), que privilegiaba la narración confesional y autobiográfica.
Carrera y contribuciones
La obra de Dazai se caracteriza por su estilo confesional, que fusiona ficción y autobiografía hasta el punto de difuminar los límites entre ambas. Sus escritos suelen retratar a protagonistas desilusionados y autodestructivos, reflejo de sus propias luchas contra la depresión y la adicción. En El ocaso, Dazai describe el declive de la aristocracia japonesa en la posguerra, captando a una nación en transición moral y social. Indigno de ser humano, considerada su obra maestra, es un relato sobrecogedor de un hombre incapaz de adaptarse a las normas sociales, que cae en la soledad y la desesperación — un espejo del propio tormento interior de Dazai.
Sus cuentos, como ¡Corre, Melos! y Muchacha de colegio, muestran su versatilidad, yendo desde reinterpretaciones alegóricas de mitos clásicos hasta retratos sensibles de la inocencia juvenil. Con una voz única, Dazai combinó elementos narrativos tradicionales japoneses con influencias literarias occidentales, creando una obra distinta tanto en tono como en temática.
Impacto y legado
La obra de Dazai resonó profundamente en el Japón de posguerra, una sociedad que enfrentaba el colapso de sus valores tradicionales y el trauma de la derrota. Su exploración sincera de la debilidad humana, la duda y la alienación habló a una generación que buscaba sentido en un mundo cambiante. Su estilo, marcado por la ironía, el humor y el pathos, influyó en numerosos autores japoneses, como Yukio Mishima y Haruki Murakami.
A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Dazai mantiene una fuerte atracción entre los lectores jóvenes, que encuentran en sus obras un reflejo íntimo de la inseguridad personal y la lucha existencial. A nivel internacional, sus novelas han recibido reconocimiento por sus temas universales, y las traducciones han permitido que su voz llegue a lectores de todo el mundo.
El 13 de junio de 1948, Dazai y su amante Tomie Yamazaki se suicidaron juntos por ahogamiento en el canal Tamagawa, en Tokio. Tenía solo 38 años. Su trágica muerte consolidó su imagen como un artista romántico y atormentado, íntimamente ligado a la naturaleza confesional de su obra.
Aunque su carrera fue breve, Osamu Dazai dejó una huella imborrable en la literatura japonesa. Su capacidad para enfrentar la oscuridad de la psique humana con honestidad y lirismo asegura su lugar como una de las voces literarias más fascinantes de Japón. Sus novelas continúan leyéndose, estudiándose y adaptándose, manteniendo su vigencia como meditaciones atemporales sobre la fragilidad de la identidad y la lucha por pertenecer.
Sobre la obra
El Ocaso es una profunda exploración de la decadencia personal, el choque entre las aspiraciones individuales y las duras realidades sociales en el Japón de posguerra. Osamu Dazai retrata, con aguda sensibilidad, una sociedad marcada por la derrota, la pérdida de valores tradicionales y el surgimiento de nuevas formas de alienación. A través de la historia de Kazuko, una joven de familia aristocrática venida a menos, la novela examina temas como la lucha por la supervivencia, el desarraigo y la transformación de la identidad frente a un mundo en ruinas.
Desde su publicación, El ocaso ha sido aclamada por su capacidad para combinar una prosa poética con un retrato implacable de la fragilidad humana. La compleja caracterización de sus protagonistas, sumada a la atmósfera melancólica y la mirada crítica hacia las estructuras sociales, ha convertido a esta obra en un referente de la literatura japonesa moderna.
La relevancia perdurable de la novela reside en su habilidad para iluminar la tensión entre la dignidad personal y las exigencias de un entorno hostil. Al explorar los vínculos familiares, las heridas del pasado y la búsqueda de un sentido en medio del colapso moral y material, El ocaso invita al lector a reflexionar sobre la resiliencia, la adaptación y el costo emocional del cambio.
Por la mañana, cuando mamá estaba tomando sopa en el comedor, emitió un pequeño grito.
— ¿Un cabello? — pregunté, pensando que quizá había encontrado algo desagradable en la sopa.
— No, no — dijo, tomó otra cucharada como si nada hubiera acontecido, volvió el rostro a un lado, contempló los cerezos silvestres en plena floración por la ventana de la cocina, y, con la cabeza todavía vuelta, hizo revolotear una cucharada más entre sus labios levemente abiertos. En el caso de mamá, decir «revolotear» no era una exageración. Su forma de comer era muy distinta de la que aparecía en las revistas femeninas. Así me dijo en cierta ocasión mi hermano menor Naoji, mientras tomaba sake.
— No se es aristócrata por tener un título nobiliario. Algunas personas no los poseen, pero sus dones naturales les convierten en espléndidos aristócratas, mientras que nosotros somos plebeyos pese a nuestro linaje. Por ejemplo, Iwashima — explicó, refiriéndose a un compañero de clase que era conde — , ¿no te parece más vulgar que cualquiera de esos rufianes de los barrios de placer? Hace poco se presentó a la boda de su primo Yanagii en smoking. Pase que llegara con esta indumentaria si le parecía necesario, pero escuchar el discurso del banquete del tipo, repleto de expresiones rimbombantes, daban ganas de vomitar. El darse aires de este modo no tiene nada que ver con la distinción y es una fanfarronada deplorable. Al igual que por los alrededores de Hongo se ven letreros que ponen «Alojamientos de alta categoría», de la mayoría de los aristócratas se podría decir que son «mendigos de alta categoría». Un verdadero aristócrata nunca se daría unos aires tan estúpidos como Iwashima. De nuestra familia, la única persona que se podría considerar una verdadera aristócrata es mamá, supongo. Ella es genuina y no la podemos igualar.
En el caso de la sopa, por ejemplo, nosotros nos inclinaríamos un poco sobre el plato, la tomaríamos con la cuchara de lado y nos la llevaríamos a la boca en esta misma posición; pero mamá, apoya ligeramente los dedos de la mano izquierda en el borde de la mesa y, con la parte superior del cuerpo bien recta, el rostro levantado y sin una mirada al plato, introduce ligera la cuchara en la sopa, la levanta hacia su boca y, como si fuera una golondrina — se puede usar esta descripción por el movimiento ligero y grácil — , se la lleva a la boca en ángulo recto, dejando deslizar por la punta el contenido entre los labios. Y así, echando ojeadas inocentes a su alrededor, baja la cuchara en una moción idéntica a la de unas alas diminutas, sin derramar una gota ni hacer el menor ruido de sorber o contra el plato.
Es posible que esta no sea la manera que más se ciña a las buenas formas, pero a mí me produce una impresión graciosa y auténtica. De hecho, me parece curioso que la sopa se sienta mucho más sabrosa tomándola con la espalda bien recta y deslizándola a la boca por la punta de la cuchara, que inclinándose sobre el plato y sorbiendo la cuchara de lado. Sin embargo, como dice Naoji, una mendiga de clase alta como yo, no es capaz de hacerlo con la facilidad y candidez de mamá, y, ¡qué le vamos a hacer!, me inclino sobre el plato y la tomo del modo sombrío que prescribe la etiqueta.
Y no se trata solo de la sopa. La forma de comer de mamá se suele apartar un poco de la habitual en la mesa. Si sirven carne, la corta toda en pedacitos con el tenedor y el cuchillo; entonces deja el cuchillo, se cambia el tenedor a la mano derecha y, pinchándolos de uno en uno, se los come despacio y a gusto. En el caso de alimentos con hueso como el pollo, mientras que nosotros nos esforzamos por separar la carne sin hacer ruido con el cubierto en el plato, ella levanta con naturalidad el hueso con la punta de los dedos y mordisquea la carne. Incluso una forma tan poco civilizada de comer parece encantadora en mamá, y aún un poco erótica, por lo que puede decirse que las personas genuinas son distintas. Además del pollo con huesos, incluso come del mismo modo las verduras, el jamón y las salchichas.
— ¿Sabes porqué son tan sabrosos los omusubi? Pues porque los hacen las personas, dándoles forma con los dedos — comentó en cierta ocasión.
Yo también pienso que puede ser más sabroso comer con las manos; pero, siendo una mendiga de clase alta, si la imito sin gracia, tengo miedo de parecer una mendiga de verdad.
Mi hermano Naoji dice que no podemos rivalizar con mamá, y yo misma he desesperado ya de conseguirlo. Una noche, la primera de otoño con buen tiempo, mamá y yo nos encontrábamos en el jardín trasero de nuestra casa del barrio de Nishikata. Estábamos admirando la luna en el pabellón de verano junto al estanque, comentando entre risas que parecía una noche en que pudieran acontecer cosas mágicas, cuando mamá se levantó de repente, se adentró en unos arbustos de asiento de pastor cercanos y, asomando entre las flores blancas un rostro más claro todavía, sonrió.
— Kazuko, ¿a que no adivinas qué está haciendo mamá? — dijo.
— Cogiendo flores.
Cuando dije esto se rio un poco.
— No, estoy haciendo pis.
Me sorprendió porque no estaba en cuclillas, pero sentí en ella una gracia, que yo no podría ser capaz de imitar.
Desviándome bastante de la sopa de esta mañana, hace poco leí en un libro que en tiempos del rey Luis de Francia, las damas de la corte no tenían ningún reparo en orinar en el jardín de palacio. Entonces pensé que mamá sería, sin duda, la última de estas aristócratas que se comportaban con tanta inocencia y encanto.
Esta mañana, cuando su exclamación me hizo preguntar si se trataba de un cabello, dijo que no.
— Entonces, ¿está salada?
La sopa era a base de guisantes de lata importados de América, con los que yo había preparado una especie de potaje, pasándolos por el pasapurés. No tengo mucha confianza en mi habilidad para cocinar de modo que se lo pregunté con inquietud, aunque ella me aseguró que no tenía ningún problema.
— Estaba muy buena — dijo con seriedad. Cuando terminó la sopa comió algunos omusubi con los dedos.
Desde pequeña, no me apetece desayunar y no tengo apetito hasta cerca de las diez; por eso, en esa ocasión me pude terminar la sopa de alguna manera, pero coloqué en mi plato un omusubi, más difícil de comer, y me dediqué a desmenuzarlo con los palillos para después llevarme algunos pedacitos a la boca, sujetándolos del mismo modo que mamá la cuchara e introduciéndolos en mi boca en ángulo recto, empujando la comida igual que si estuviera alimentando a un pajarillo. Mientras comía con tal lentitud, mamá ya había terminado el desayuno, se había levantado en silencio y quedado apoyada en una pared iluminada por el sol, mirándome mientras comía.
— Kazuko, no debes comer así. El desayuno debe ser la comida que más disfrutes — dijo.
— Y tú, mamá, ¿lo disfrutas?
— Eso no importa, ya no estoy enferma.
— Pero yo tampoco.
— Tanto da, tanto da — añadió con una sonrisa triste, inclinando levemente el cuello.
Cincos años atrás tuve una cierta dolencia en los pulmones y tuve que guardar cama, pese a que tenía bien claro que todo era producto de mi propio capricho. Sin embargo, la reciente enfermedad de mamá había sido preocupante y triste. Aun así, ella se preocupaba tan solo por mí.
— Ah… — dije.
— ¿Qué? — preguntó esta vez mamá.
Nos miramos y sentimos que nos habíamos entendido a la perfección; cuando me reí un poco, ella esbozó una amplia sonrisa.
No sé por qué será, pero cada vez que me invade algún pensamiento bochornoso, se me escapa uno de esos extraños «ah». En esa ocasión, me vino a la memoria de repente y de una forma vivida el recuerdo de mi divorcio, seis años atrás. No me pude contener y, sin darme cuenta, me salió un «ah». Pero ¿a qué se debería el de mamá? Por supuesto, ella no tiene nada en su pasado de qué avergonzarse; pero seguro que por algo era.
— Mamá, ¿verdad que hace un momento recordaste alguna cosa? ¿Qué era?
— Lo he olvidado.
— ¿Algo sobre mí?
— No.
Sobre Naoji?
— Sí… — comenzó a decir, pero dobló el cuello y añadió — : quizás.
Mi hermano Naoji fue llamado a filas mientras estudiaba en la Universidad y lo habían enviado a alguna isla del sur del Pacífico; pero nunca más supimos de él y, aunque la guerra terminó, todavía desconocemos su paradero. Mamá ya se ha resignado a la posibilidad de no verle nunca más, pero yo no lo he pensado ni una sola vez; estoy convencida de que nos encontraremos de nuevo.
— Creía haber perdido toda esperanza, pero tomando esa sopa tan buena, no pude evitar recordarle. Ojalá me hubiera portado mejor con él.
Desde que Naoji entró en la escuela secundaria, se volvió loco por la literatura y comenzó a llevar una vida desordenada; no puedo ni imaginar la cantidad de disgustos que dio a mamá. Y a pesar de esto se acordó de él cuando tomaba la sopa y le salió ese «ah». Empujando el arroz boca adentro, se me llenaron los ojos de lágrimas.
— No te preocupes, Naoji está bien. Un sinvergüenza como él no muere. Lo hacen las personas dóciles y hermosas. Naoji no: mala hierba nunca muere.
— Entonces tú vas a morir joven, ¿no crees? — dijo con una sonrisa, burlándose de mí.
— ¿Qué dices? Como soy mala y fea llegaré a los ochenta, por lo menos.
— ¿Ah sí? Entonces yo a los noventa.
— Sí… — repuse, un poco preocupada. La gente malvada tiene una vida larga y la hermosa muere pronto. Mamá es hermosa, pero quiero que viva muchos años.
— ¡No seas mala conmigo! — exclamé un poco desconcertada; pero el labio inferior me había comenzado a temblar y no pude contener las lágrimas.
No sé si debería contar lo acontecido con la serpiente. Una tarde, cuatro o cinco días atrás, los niños del vecindario descubrieron unos diez huevos de serpiente entre el bambú de la verja del jardín.
— Son huevos de víbora — insistieron.
Pensé que si naciera esa cantidad de víboras entre las matas de bambú, ya no sería posible salir tranquilamente al jardín.
— Vamos a quemarlos — dije. Los niños me siguieron, bailando de alegría.
Junto a las matas de bambú amontoné hojas caídas y pasto, les prendí fuego y fui echando los huevos, uno a uno. Pero no había forma de que ardieran. Los niños añadieron más hojas y ramitas sobre las llamas para avivar el fuego, aunque no parecía posible quemarlos.
Entonces, la muchacha de la casa de campesinos que está más abajo, se acercó a la verja.
— ¿Qué están haciendo? — preguntó sonriendo.
— Quemando estos huevos de víbora. Tengo miedo solo de pensar que puedan nacer estas serpientes.
— ¿De qué tamaño son los huevos?
— Igual que los de codorniz, y son blancos.
— Entonces son de una serpiente normal, no de víbora. Además, es muy difícil quemar unos huevos crudos.
La muchacha se marchó riéndose.
Como intentamos quemarlos durante más de media hora, sin resultado, los niños enterraron los huevos al pie del ciruelo. Yo recogí unas piedrecillas para hacer una tumba.
— Bueno, ahora todos a rezar.
Me agaché y junté las manos; los niños hicieron lo mismo detrás de mí. Cuando se marcharon, subí con calma los escalones de piedra; mamá estaba de pie bajo el emparrado de glicino.
— ¿Cómo pudiste hacer una cosa tan cruel? — me reprochó.
— Pensaba que era una víbora, pero resultó ser una serpiente inofensiva. Sin embargo, los hemos enterrado como es debido, de modo que no hay de qué preocuparse.
Mamá no era supersticiosa en absoluto; pero, diez años atrás, cuando papá murió en nuestra casa de Nishikata, tenía mucho miedo a las serpientes. Poco antes de su fallecimiento, mamá encontró algo parecido a un cordón negro junto a su cabecera y, sin darle importancia, lo fue a recoger; entonces se dio cuenta de que se trataba de una serpiente, que salió reptando hacia el pasillo y desapareció. Mamá y el tío Wada, los únicos que la vieron, se limitaron a mirarse sin decir nada, por temor a turbar la quietud en la habitación del moribundo. Por eso, ni yo ni mi hermano Naoji, que les acompañábamos, nos dimos cuenta de la presencia del animal.
Pero la noche en que murió papá, recuerdo haber visto serpientes subiendo por los árboles junto al estanque. Como ahora tengo veintinueve años, entonces tenía diecinueve. Ya no era una niña. A pesar de los diez años transcurridos, todavía puedo recordar lo acontecido a la perfección, sin lugar a equivocaciones. Había salido a cortar unas flores para el difunto y me dirigí hacia el estanque, me detuve junto a unas azaleas en la orilla, y, al mirar el arbusto, noté que en el extremo de una rama había una pequeña serpiente enroscada. Me asusté un poco, y cuando iba a cortar una rosa amarilla, también observé que tenía otra serpiente. En el olivo fragante, en el joven arce, en la retama, en el glicino, en el cerezo; en cualquier árbol o arbusto del jardín que mirase había una serpiente enroscada. No sentí miedo en particular. Pensé que, al igual que yo, las serpientes estaban tristes por la muerte de mi padre y habían salido de sus agujeros para rezar por su espíritu.
Cuando le conté lo sucedido a mamá, se lo tomó con calma y pareció pensar algo con el cuello doblado sin decir nada. A causa de estos dos acontecimientos, a partir de aquel día mamá sintió un profundo desagrado por las serpientes. Más que desagrado fue aprensión y miedo, un extraño temor.
Al saber que había quemado los huevos, sin duda lo tomó como un acto de pésimo agüero, e incluso yo pensé que había hecho algo terrible y no me pude quitar de la cabeza la preocupación de haber atraído una maldición sobre mamá ni ese día, ni al siguiente, ni al otro. Y a causa de esto, por la mañana, cuando hice el comentario fuera de lugar de que la gente hermosa moría joven, después no supe cómo salir del paso y no pude contener las lágrimas. Más tarde, cuando lavaba los platos del desayuno, tuve la desagradable impresión de que en el fondo de mi corazón había entrado una pequeña serpiente que acortaría la vida de mamá. El pensamiento se me hizo insoportable.
Ese mismo día vi a la serpiente en el jardín. Era una mañana clara. Cuando terminé el trabajo en la cocina, pensé en llevar una silla de mimbre a la hierba y sentarme a hacer punto. Al bajar al jardín con la silla, la serpiente estaba entre las matas de bambú enano, junto a una roca. Solo sentí un cierto desagrado, aunque volví sobre mis pasos y llevé de nuevo la silla a la galería, me senté allí y me puse a tejer. Por la tarde, iba al pabellón del fondo del jardín, donde guardamos los libros, para buscar un volumen con las pinturas de Laurencin, cuando vi a una serpiente que reptaba muy despacio por el pasto. Era la misma de la mañana, de forma delicada y elegante. Pensé que era hembra. Cruzaba el jardín con calma, mirando a su alrededor, y al llegar al rosal silvestre, se detuvo, levantó la cabeza, y sacó la lengua, temblorosa como una llama. Después de echar una ojeada a su alrededor como si buscara algo dejó caer la cabeza, desanimada. Entonces solo pensé que era una serpiente bonita. Por fin, fui al pabellón, salí con el libro de pintura, y de regreso, al mirar al lugar donde había estado, la serpiente había desaparecido. Hacia el atardecer estaba tomando el té con mamá en la habitación de estilo chino, cuando dirigí la vista al jardín; la serpiente se dejó ver, avanzando despacio por el tercer escalón de la escalera de piedra.
— ¿Esa serpiente…? — preguntó mamá al verla. Se acercó a mí, me tomó de la mano y se quedó de pie sin soltármela, inmóvil como una estatua. Entonces caí en la cuenta.
— ¿Es la madre de los huevos? — dije sin pensar.
— Así es — repuso con voz ronca.
Nos quedamos observándola en silencio, con las manos unidas. El animal, que se había enroscado sobre la piedra con aspecto decaído, comenzó a moverse con gesto vacilante, bajó las escaleras en diagonal débilmente y reptó hacia un macizo de lirios.
— Desde la mañana anda de un lado para otro del jardín — susurré, y mamá se dejó caer en la silla con un suspiro.
— Estará buscando los huevos. Pobrecilla… — dijo con voz abatida. Me reí nerviosamente, sin saber qué hacer.