Congreso Internacional del Mundo del Libro (7-10 de sept. de 2009-Cd. de México) - Varios autores - E-Book

Congreso Internacional del Mundo del Libro (7-10 de sept. de 2009-Cd. de México) E-Book

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Beschreibung

Para suscitar la reflexión sobre el presente y los futuros de la edición, el Fondo de Cultura Económica organizó en septiembre de 2009 el Congreso Internacional del Mundo del Libro. Esta memoria compila las conferencias magistrales de Robert Darnton, Flanklin Martins y Fernando Savater, así como las ponencias de quienes dieron vida a cada una de las nueve mesas, que abordaron, entre otros temas, las políticas públicas sobre el libro y la lectura, las nuevas generaciones de lectores, la traducción o los eslabones de la cadena del libro.

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Congreso Internacionaldel Mundo del Libro

(2009 Sept. 7-10 Cd. de México)

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2009Primera edición electrónica, 2010

D. R. © 2009, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected]. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0290-9

Hecho en México - Made in Mexico

Mesa VI

Presentación

Discurso inagural. El FCE, el aleph en la cultura mexicana / Alonso Lujambio

Conferencia magistral. Las bibliotecas y el futuro digital / Robert Darnton

Mesa I. Letras vivas o letra muerta: políticas públicas sobre el libro y la lectura

Una mirada hacia el futuro de la edición / Emiliano Martínez

Educación y cultura: el binomio alrededor del libro / Laura Emilia Pacheco

Algunos cimientos para las políticas públicas / Fernando Zapata López

Mesa II. Publicar y perecer: la edición de libros a comienzos del siglo XXI

Sin catastrofismo ni optimismo fácil / Fernando Escalante Gonzalbo

Ideas prácticas / Enrique Krauze

Lectores creativos, ciudadanos plenos: las enseñanzas de La Cartonera / Doris Sommer

Mesa III. Los nativos digitales también leen: nuevas generaciones de lectores

La alfabetización y el mundo digital / Emilia Ferreiro

Puertas que se abren hacia un solo lado / Isol

Nuevas formas de lectura: nuevas formas de escritura / Antonio Rodríguez de las Heras

Conferencia magistral. Perspectivas del libro ante la tecnología digital: las lecciones de la prensa / Franklin Martins

Mesa IV. La bendición de Babel: las mil y una lenguas

Después de Babel: traducir / Manuel Borrás

Amistad y traducción / Eric Nepomuceno

La imprescindible traducción / Javier Pradera

Mesa V. Cómo y dónde leemos hoy: los nuevos modos y espacios de la lectura

El futuro papel del papel / Roger Bartra

Algunas preguntas fundamentales / Roger Chartier

Los fondos hispánicos de la Biblioteca del Congreso en el siglo XXI / Georgette M. Dorn

La metamorfosis de la escritura / Román Gubern

Entrevista videograbada

Mesa VI. Todos son hijos del diablo: la delicada relación entre escritores y editores

Respeto reverencial y puntualidad germánica / Daniel Divinisky

Alegrías y percances de la “política de autor” / Jorge Herralde

Memoria de la lectura: sobre el FCE y el lugar de la crítica / Julio Ortega

Mesa VII. Mercados, territorios y lenguas: los límites de la explotación editorial

Los grandes escenarios del mercado editorial / José Luis Caballero Leal

La función actual del agente literario / Antonia Kerrigan

Nuevos mercados en tiempos difíciles / Eduardo Rabasa

Mesa VIII. El pensamiento binario: nuevas tecnologías, nuevas inteligencias

Cuatro miradas (de rata) a la nueva tecnología / Claudio Lomnitz

Google Libros: millones de libros a un clic de distancia / Marco Marinucci

El futuro del libro y el libro del futuro / Bob Stein

Mesa IX. Un débil grillete: los eslabones de la cadena del libro

Necesidad y utilidad de las ferias de libros / Raúl Padilla López

¿Por qué se venden los libros que se venden? / Antonio Ramírez

La necesidad de los límites / Jaume Vallcorba

Conferencia magistral. Agonía y resurrección del libro / Fernando Savater

Participantes

 

 

 

 

Presentación

 

 

 

 

Entre 1934, año en que se fundó el Fondo de Cultura Económica, y 2009, cuando festejamos sus tres cuartos de siglo, el modo de hacer libros cambió más que en los 500 años posteriores a la invención de la imprenta de tipos móviles. Adelantos técnicos y comerciales de toda índole —la fotocomposición, el auge de los libros de bolsillo, el imperio de los fugaces best sellers, los sistemas de edición digital, el nacimiento de los libros electrónicos— sentaron las bases para que el moroso oficio editorial deviniera en una colosal industria. Y si bien los hacedores de libros han sabido sortear las amenazas planteadas, entre otros medios, por la televisión, hoy nos sentimos en el ojo del huracán digital: todo a nuestro alrededor se mueve a gran velocidad y aún no nos queda claro qué se mantendrá en pie.

En ese mismo lapso, México y el resto de Latinoamérica se han transformado de manera radical. No sólo la tasa del analfabetismo se ha abatido en nuestro país, sino que la oferta de libros dejó de ser el páramo al que se enfrentó Daniel Cosío Villegas en su afán por enseñar economía a los estudiantes de la Universidad Nacional. Hoy contamos en México con casas editoras de todo tamaño, nacionales y extranjeras, unas especializadas, otras con un amplio arco de intereses, pero aún sigue siendo necesaria la intervención del Estado en ciertas formas de publicación de libros. Con lentitud casi siempre desesperante, la industria editorial mexicana se esfuerza por alcanzar con sus productos todo el orbe hispanoamericano y por adoptar las mejores prácticas que imperan en otras regiones.

Para suscitar la reflexión sobre el presente y los futuros de la edición, y no sólo para levantar las copas en un brindis por sus siete décadas y media de existencia, el Fondo de Cultura Económica organizó en septiembre de 2009 el Congreso Internacional del Mundo del Libro, en el que participaron algunos de los más notorios actores de la escena libresca. En cuatro días de discusión, casi 30 ponentes y una decena de moderadores y presentadores —escritores, editores, traductores, bibliotecarios, libreros, agentes, abogados, profesores, historiadores, desarrolladores de tecnología, críticos literarios— se reunieron en la ciudad de México para disertar sobre los dilemas que hoy enfrenta la cultura del libro sobre papel.

En esta memoria sólo reproducimos las ponencias de quienes dieron vida a cada una de las mesas. Un documento que diera fe de las preguntas del público y de las respuestas habría sido mucho más extenso y necesariamente menos elocuente que éste que el lector tiene en las manos. Ese lector tampoco hallará aquí las intervenciones de los moderadores y presentadores, que hicieron mucho más que garantizar la continuidad de las exposiciones y los debates —algunos incluso prepararon textos de valía, que con pesar debimos dejar fuera para no desequilibrar el formato con que se presentan todas las mesas—. El Fondo agradece el compromiso y la generosidad de Antonio Saborit, José Woldenberg, Juliana González Valenzuela, Miriam Martínez, Adolfo Castañón, Jesús Silva-Herzog Márquez, Christopher Domínguez Michael, Héctor Aguilar Camín, Sealtiel Alatriste, Cecilia Soto y Luis Alberto Ayala Blanco, a quienes, en el mejor de los sentidos, consideramos de casa.

También queremos decir gracias a la Secretaría de Educación Pública y al Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, por contribuir a que este encuentro se llevara a cabo, y a la Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio de México y la Universidad Iberoamericana por su colaboración. La muy manida noción de sinergia se revitaliza cuando instituciones de esta talla coordinan sus esfuerzos en pro de la difusión de las ideas.

Estamos muy satisfechos de que el Congreso haya sido muy concurrido. A las poco más de 1 800 personas que se reunieron en la Unidad de Seminarios Jesús Silva Herzog durante los cuatro días de actividades, hay que sumar la cifra de los asistentes en línea: casi 17 mil personas se asomaron al sitio electrónico que el FCE habilitó ex profeso (en el momento de mayor confluencia llegó a haber 4 336 conexiones simultáneas), provenientes de 17 países además del nuestro: Colombia y España, por ejemplo, tuvieron más de 1 000 visitas cada uno; Chile, los Estados Unidos y Argentina sumaron más de 400 cada cual (y también hubo agradables sorpresas, como los nexos establecidos por internautas de Suecia y Polonia). Una selección de las intervenciones sigue disponible en el sitio electrónico del Fondo y en ese caótico anaquel de imágenes en movimiento que es YouTube.

Puede ser que, vistas en la quietud del papel, las palabras de los ponentes tengan menos viveza, menos pasión, que cuando las pronunciaron, pero un documento como éste garantiza su permanencia y extiende su alcance a un tercer círculo concéntrico, el de quienes prefieren la letra de molde para aprehender el mundo. Agradecemos a los autores su autorización para reproducir sus textos en el formato que mejor conocemos en el FCE: como un libro impreso. En cada ponencia habremos de libar alguna idea, recomendación o advertencia para definir las rutas por las que una institución como el Fondo habrá de caminar durante sus próximos 75 años.

 

 

 

El FCE, el alephen la cultura mexicana

Discurso inaugural

 

Alonso Lujambio

 

Licenciada Consuelo Sáizar, presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y ex directora general del Fondo de Cultura Económica; Joaquín Díez-Canedo Flores, director general del Fondo de Cultura Económica; amigas y amigos de la Universidad Nacional Autónoma de México, de la Universidad Iberoamericana y de El Colegio de México, casas de estudios muy cercanas a la vida del Fondo y copatrocinadoras del Congreso Internacional del Mundo del Libro, que hoy nos convoca; distinguidas y distinguidos participantes en este congreso; apreciables personalidades del mundo del libro; apreciables autores de esta casa editorial; amigas y amigos del Fondo de Cultura Económica; amigas y amigos todos:

Agradezco la alta distinción y el honor de compartir hoy con ustedes en el inicio de este trascendental congreso, en el marco los primeros 75 años del Fondo de Cultura Económica, que festeja así 15 lustros de intensa labor a favor de la educación y de la expansión del conocimiento y la cultura universales entre los mexicanos, así como de la difusión del pensamiento y creatividad de México y América Latina hacia el mundo.

Saludo con admiración y aprecio a las mujeres y hombres de México y de los países que nos visitan: escritores, editores, tecnólogos, filósofos, historiadores, politólogos, científicos, traductores, bibliotecarios, libreros, agentes y abogados, quienes se han dado cita esta semana para dialogar y reflexionar acerca del mundo del libro y todo lo que ello significa en la sociedad global y altamente tecnificada de hoy.

Reciban un afectuoso saludo del presidente de México, Felipe Calderón, un lector apasionado y convencido de que el libro y la lectura son indispensables para el desarrollo pleno de las y los mexicanos. Pues como él ha dicho: “la lectura es un punto de partida de la búsqueda de conocimiento, de realización personal, y hablando de alimentos y libros, efectivamente es literalmente alimento espiritual”. De ahí su amplio respaldo a una institución que hoy es fundamental para cimentar, desde el presente, un futuro de prosperidad para México, basado en el conocimiento y la cultura.

Hablo del Fondo de Cultura Económica, que hoy es sin duda la gran editorial del Estado mexicano. Una gran institución que, como muchas de las grandes obras de la humanidad, nació como un sueño de un mexicano de amplia visión como fue don Daniel Cosío Villegas. En aquellos años de las primeras décadas del siglo XX, de auge en los estudios económicos, los estudiantes y maestros universitarios carecían de literatura adecuada para sus cursos. Así lo evocaba don Daniel: “Poco o nada podíamos hacer para que los estudiantes de la naciente Escuela de Economía de la UNAM dedicaran las horas del día a estudiar […] Había que traducir al español los libros de economía más importantes. Hablamos del asunto Miguel Palacios Macedo, Eduardo Villaseñor y yo con Manuel Gómez Morin, quien acogió la idea con verdadero interés”.

De ahí que Cosío Villegas, seguido de un grupo entusiasta de amigos intelectuales, se lanzó a la aventura de crear una casa editorial pública para ello. Una aventura que comenzó, como ha narrado Emigdio Martínez Adame, con un préstamo de 10 mil pesos del entonces Secretario de Hacienda, Marte R. Gómez, y en un pequeño cuarto que les prestó el entonces Banco Hipotecario, que dirigía Gonzalo Robles. Un cuarto con sólo una mesa y un teléfono.

Emidgio Martínez y Gonzalo Robles, al lado de Manuel Gómez Morin, Antonio Castro Leal y Jesús Silva Herzog, entre otros grandes maestros y pensadores que ha dado México, serían parte de la Junta de Gobierno del Fondo de Cultura Económica, que nació formalmente justo el 3 de septiembre de 1934, y desde entonces se perfiló como actor fundamental del quehacer cultural y literario de México e Iberoamérica, por lo que hoy es, sin duda, una de las editoriales más importantes de la región. Grandes escritores, pensadores y editores han pasado por esta gran editorial. Querer mencionarlos a todas y todos requeriría más que unos cuantos minutos.

Han pasado casi 75 años desde El dólar plata, de William Shea, traducido por Salvador Novo —quien por cierto, solidario con esta gesta editorial, cobró muy poco por ello—; desde ese primer libro y hasta los nueve mil títulos publicados en su historia, de los cuales más de cuatro mil están hoy en circulación, como parte de sus más de 100 colecciones, que abarcan todas las ramas del saber y la cultura. Destaco, por mencionar sólo tres que creo dan una idea de la amplia gama del acervo del Fondo. Me refiero a los Breviarios, idea de don Alfonso Reyes, cuya obra completa está en el Fondo, así como a Letras Mexicanas y A la Orilla del Viento. Tres colecciones que guardan el conocimiento universal y lo más selecto de la literatura para todas las edades.

Los libros del Fondo han contribuido, sin duda, a la formación de muchos de los grandes escritores, pensadores, maestros, científicos y profesionales de Iberoamérica, y han acompañado a millones de niños, jóvenes y adultos de México y Latinoamérica en su búsqueda de conocimiento y del placer de la lectura, incluido yo mismo. Por ello puedo decir con José Emilio Pacheco, cuya poesía también ha editado el Fondo, que:

 

Jamás sabré cómo sería el mundoSi no existieran los libros del Fondo.Tampoco podré medir todo lo que me han dado.Lamentaré en todo caso no haber leído más.

 

De igual manera que crecieron sus colecciones, el Fondo ha ampliado su presencia no sólo abriendo librerías en la República mexicana, sino impulsando la apertura de filiales en otras naciones. Así, a poco más de 10 años de su creación, nacía en Buenos Aires, en 1945, la primera filial del Fondo; luego seguirían Colombia, Chile, España, Venezuela, Perú, Estados Unidos, Brasil y Guatemala. Resalto la transformación de la librería de Bogotá, que desde enero de 2008 es ya el Centro Cultural Gabriel García Márquez. Y próximamente tendremos cinco nuevas librerías, tres más en nuestro país, una en Washington y otra en Buenos Aires.

Porque cada filial o librería del Fondo representa una apuesta por la pluralidad y diversidad del pensamiento universal para la construcción de un mundo mejor, a la que han contribuido y contribuyen, a través de sus obras —junto con el Fondo—, los escritores, científicos, artistas e investigadores más destacados de México y del mundo. Hablo de Octavio Paz, de Norberto Bobbio, de Juan Rulfo, de Rubén Bonifaz Nuño, de Erich Fromm, de Max Weber, de Carlos Fuentes, de Oscar Lewis, de Gaston Bachelard, de Ramón López Velarde y de muchos que están ahora aquí con nosotros, y de tantos y tantos más quienes han sido y son paradigma de la cultura y el pensamiento contemporáneos. Una construcción a la que han sumado su talento y compromiso editores, correctores, impresores, libreros, bibliotecarios, críticos y promotores culturales, pero fundamentalmente los actores centrales de la cultura del libro, que son y serán siempre las y los lectores del Fondo, una editorial que ha sabido estar a la altura del avance tecnológico en los procesos de edición e impresión, no sólo para asegurar su lugar actual en el mercado, sino para ofrecer las mejores opciones a sus lectores.

Muchas han sido las maneras de leer y aprender desde que se inventó la escritura: primero fue la piedra y luego la arcilla, seguidas del pergamino, el cuero, la seda y las primeras hojas de papel, hasta la forma acabada del libro impreso que hizo posible Gutenberg, con su invención del tipo móvil, y ahora también leemos en pantallas. De ahí que el Fondo hoy, además del libro impreso, trabaje ya en la digitalización de sus libros y en la actualización del equipo que se requiere para continuar siendo competitivos, además de contar con su librería virtual en línea.

Nunca como ahora se ha tenido una conciencia tan clara del papel que desempeña el libro en nuestras vidas y del vínculo tan grande que existe entre lectura, educación y desarrollo. Los libros y la lectura nos permiten acercarnos y entender el mundo, pero también hacer nuestros los valores supremos de la libertad, el diálogo y la tolerancia, porque nos muestra la infinita diversidad de lo humano. Por todo ello, felicitemos al Fondo, a sus autores y a sus lectores, y a nosotros mismos, que a través de los libros del Fondo hemos sabido hacer de ellos un servicio público, el eje de la educación, una tradición cultural y la posibilidad de comunidades de lectores que saben que después de leer un libro el mundo es más habitable.

Soy optimista: estoy convencido de que el futuro del libro está en buenas manos en México y en el mundo. El Fondo, así como otras casas editoriales, grandes, medianas y pequeñas, a lo largo de los últimos 75 años ha colocado su labor editorial en el marco de la producción industrial con resultados estupendos y alentadores. Sé, estoy seguro de ello, que en estos cuatro días se presentará aquí un conjunto de ideas y propuestas que tendrán como consecuencia un futuro promisorio para el libro como objeto central en la historia de la humanidad, lo mismo impreso que en las nuevas formas que la tecnología y la creatividad humana construyan.

Para terminar, quisiera traer mi recuerdo de aquel pasaje de “El aleph” en que el personaje Jorge Luis Borges desciende tres escalones y, al volver la mirada hacia un lado, descubre una esfera tornasolada, de tres centímetros de diámetro como máximo, en la que cabe todo el universo, y el propio aleph en ella. Al reflexionar sobre esta imagen de la literatura borgiana, no puedo más que compararla con lo que significa el Fondo de Cultura Económica para la educación, para la cultura y para el futuro de las y los mexicanos. Por ello, hoy 7 de septiembre de 2009, me siento muy honrado en declarar inaugurados los trabajos del Congreso Internacional del Mundo del Libro, en el marco de los festejos del 75 Aniversario del Fondo de Cultura Económica.

Muchas felicidades, mucho éxito y, como dijera el poeta Alí Chumacero: “quiero que el Fondo dure por lo menos una eternidad”.

 

 

 

 

Conferencia magistral

Las bibliotecas y el futuro digital

 

 

Robert Darnton

 

 

 

 

 

 

 

¿Cuál es el futuro de las bibliotecas de investigación y cómo podemos prepararnos para ese futuro? Estas preguntas no pueden ser descartadas por ser académicas —del tipo de preguntas que un profesor haría sin repercusión alguna para el común de la ciudadanía—, ya que van al corazón de lo que busca cada ciudadano diariamente: información para un conocimiento pertinente.

Cuando intento prever el futuro, veo hacia el pasado. Aquí, por ejemplo, se trata de una fantasía futurista publicada en 1171 por Louis-Sébastien Mercier en su exitoso tratado utópico L’An 2240. Mercier se queda dormido y despierta en el París que existirá siete siglos después de su nacimiento (1740), y encuentra una sociedad purgada de todos los males del Ancien Régime. En el capítulo climático del primer volumen, visita la Biblioteca Nacional, seguro de que encontrará miles de volúmenes espléndidamente formados al igual que en la Bibliothéque du Roi bajo el mandato de Luis XV. Sin embargo, para su gran asombro, sólo encuentra un cuarto modesto con cuatro pequeños libreros. ¿Qué le ocurrió a la enorme cantidad de material impreso acumulado desde el siglo XVIII, si en ese entonces ya estaba abarrotando las bibliotecas?, se pregunta. Los quemamos, responde el bibliotecario: 50 mil diccionarios, 100 mil obras de poesía, 800 mil volúmenes de leyes, 1 millón 600 mil libros de viajes y mil millones de novelas. Una comisión de virtuosos eruditos leyó todos los volúmenes, eliminó las falsedades y lo redujo todo a su esencia: unas cuantas verdades básicas y preceptos morales que cupieron fácilmente en los cuatro libreros.

Mercier era un defensor militante de la Ilustración y fervoroso creyente en la palabra impresa como agente del progreso; no favorecía la quema de libros pero su fantasía expresó un sentimiento que ahora se ha convertido en una obsesión: el sentimiento de ser abrumado por la información y la impotencia ante la necesidad de encontrar material pertinente entre una montaña de textos efímeros.

La sobrecarga de información no es algo nuevo. Ha oprimido a los lectores desde el siglo XVI, si no es que desde antes. Pero ahora plantea problemas para diseñar las bibliotecas del futuro. ¿Deberían ser electrónicas, casi sin libros y similares al cuarto de lectura imaginado por Mercier? En vez de esos libreros residuales, la biblioteca del futuro podría tener computadoras conectadas a motores de búsqueda que revisaran millones de textos en bancos de datos digitales para suministrar a los lectores exactamente lo que quieren.

¿Parece poco creíble? Pues ya existe, aunque no se llama biblioteca, se llama Google Book Search. Regresaré a ese tema en un minuto, pero primero quisiera puntualizar algo que se olvida fácilmente con todo el alboroto sobre Google, los lectores electrónicos, las Espresso Book Machines y otras innovaciones tecnológicas: que los libros impresos se sostienen bastante bien. De hecho, la producción del libro estándar tradicional se ha incrementado regularmente durante las primeras décadas de la era digital. De acuerdo con Bowkers, 700 mil nuevos títulos aparecieron por todo el mundo en 1998, 859 mil en 2003 y 976 mil en 2007. A pesar del declive económico actual, pronto se publicará un millón de libros cada año.

El continuo poder del venerable códice impreso ilustra un principio general en la historia de la comunicación: un medio no desplaza a otro, por lo menos no a corto plazo. Mucho después de la invención de Gutenberg, la publicación de manuscritos siguió floreciendo, los periódicos no acabaron de una pasada con el libro impreso, la radio no reemplazó al periódico, la televisión no destruyó a la radio y la internet no hizo que los televidentes abandonaran sus televisores. Por tanto, ¿los cambios tecnológicos ofrecen un mensaje tranquilizador con respecto a la continuidad?

No. La invención de los modos electrónicos de comunicación es por lo menos tan revolucionaria como la invención de la imprenta de tipos móviles, y tenemos tanta dificultad para asimilarla como la tuvieron los lectores del siglo XV cuando se enfrentaron con textos impresos. Aquí, por ejemplo, hay una carta de Niccolò Perotti, un erudito clasicista italiano, a Francesco Guarnerio, escrita en 1471; menos de 20 años después de la invención de Gutenberg:

 

Mi querido Francesco, últimamente he alabado la época en que vivimos, por el gran don, en verdad un don divino, de un nuevo tipo de escritura llegada a nosotros recientemente desde Alemania. De hecho, vi a un solo hombre imprimir en un mes todo lo que podrían escribir a mano varios hombres en un año… Fue por esta razón que tuve esperanzas de que dentro de poco tiempo tendríamos una cantidad de libros tan grande que no habría una sola obra que no pudiera ser conseguida, ya fuera por escasez o falta de recursos… Pero —¡ay, pensamientos falsos y demasiado humanos!— veo que las cosas resultaron muy diferentes de lo que había esperado. Porque ahora que cualquiera es libre de imprimir lo que guste, usualmente no se toma en cuenta aquello que es lo mejor y en cambio se escriben, como entretenimiento simplemente, cosas que sería mejor olvidar o, peor aún, borrar de todos los libros. Y aun cuando se escriban cosas que valgan la pena, se las tuerce y corrompe hasta el punto en que sería mucho mejor deshacerse de tales libros, en vez de tener mil ejemplares esparciendo falsedades por todo el mundo.

 

Perotti habla como algunos de los críticos del Google Book Search, incluyéndome a mí, que lamentan las imperfecciones textuales y las inexactitudes biográficas en el “nuevo tipo de escritura” que nos llega por internet. Como quiera que sea el futuro, será digital, y el presente es un tiempo de transición en el que los modos de comunicación impresos y digitales coexisten. Incluso ahora somos testigos de la desaparición de artículos familiares: las máquinas de escribir ahora están relegadas a las tiendas de antigüedades, las postales son una curiosidad, las cartas a mano están más allá de la capacidad de la mayoría de los jóvenes, que son incapaces escribir en letra cursiva; el periódico está extinto en varias ciudades; la librería local ha sido reemplazada por cadenas, mismas que están amenazadas por distribuidores por internet como Amazon. ¿Y la biblioteca?

Puede parecer la institución más arcaica, y si no se adapta a la tecnología moderna será reemplazada por Google. Al digitalizar acervos de 30 bibliotecas, según el último conteo, Google está creando una base de datos compuesta por millones de libros, tantos que pronto habrá construido una megabiblioteca digital más grande que cualquiera que hayamos imaginado, excepto en la literatura de Jorge Luis Borges.

Lo que distingue a la biblioteca de Google de las demás no es la digitalización, pues ésta existe en todos lados, sino la escala del escaneo y su propósito. Google es una empresa comercial cuyo objetivo principal es ganar dinero. Las bibliotecas existen para suministrar a los lectores libros, además de otros materiales, algunos de ellos digitalizados. La misión comercial oculta de Google surgió a plena vista el 28 de octubre de 2008, cuando anunció que había llegado a un acuerdo con un grupo de autores y editores que lo estaban demandando por una supuesta infracción de derechos de autor. El acuerdo creó un mecanismo complejo para compartir las ganancias que se generarían al vender el acceso a la base de datos de Google. Su provisión más importante desde la perspectiva de las bibliotecas de investigación es una suscripción institucional. Al pagarle una cuota anual a Google, las bibliotecas ofrecerán acceso a sus lectores para explotar toda la información en los libros que Google ha digitalizado, excepto los libros que estén protegidos por copyright y cuyos titulares elijan que esos libros no estén disponibles a través de la suscripción institucional.

El acuerdo nos pareció turbio a muchos de los que estamos a cargo de las bibliotecas. Al principio nosotros proporcionamos a Google los libros sin ningún costo y ahora nos pedían que los volviéramos a comprar, junto con los libros de nuestras bibliotecas hermanas, en formato digitalizado. Aún más importante, nos preocupaba que Google estuviera creando no sólo un monopolio, sino un tipo diferente de monopolio, potencialmente más grande que cualquiera que haya existido: un monopolio de acceso a la información.

La gente de Google encuentra desagradable la palabra que empieza con eme. Para evitar herir su sensibilidad, uno podría hablar de una empresa hegemónica, económicamente invencible, tecnológicamente inexpugnable y legalmente invulnerable, la cual podría aplastar a toda la competencia… Pero, en un lenguaje sencillo, Google Book Search es un monopolio.

Es un monopolio por tres razones. Primero: después de que Microsoft abandonara el campo, ningún competidor tenía el poder tecnológico y económico para defenderse ante Google. Segundo, porque la demanda tiene un carácter colectivo: el acuerdo cubre a todos los autores en la categoría de titulares de derechos. Por lo tanto, un rival de Google tendría que ganar el acuerdo de cada poseedor de un copyright y establecer innumerables demandas por violación de derechos de autor con tarifas que podrían variar desde los 30 mil hasta más de 100 mil dólares. (Al mismo tiempo el acuerdo convertiría a Google y los demandantes en los dueños efectivos de los libros cuyos derechos de autor no han sido reclamados; una cuestión compleja que involucra millones de obras y no simplemente los supuestos libros “huérfanos”.) Tercero, el acuerdo contiene una cláusula de nación más favorecida, la cual previene que cualquier otro competidor reciba mejores términos que los acordados con Google.

Los monopolios no son necesariamente malos. En el caso de la telefonía y de los viajes en ferrocarril una sola compañía puede proporcionar un mejor servicio que una profusión de compañías compitiendo (recuérdense los casos de las “Baby Bells” y del New Jersey Transit). Google podría traer su magnífica biblioteca digital dentro del rango de lectores en bibliotecas públicas y universidades pequeñas en todo el país, y tal vez algún día en todo el mundo.

¿Pero queremos que una empresa comercial tenga el control exclusivo de tanta información? Ya preocupa a las bibliotecas tener que entregar los registros de sus patrocinadores al gobierno, lo que puede ser solicitado como un acto patriótico. Google podría saber más de nosotros que la cia, el fbi y el fisco combinados. Podría saber lo que leemos, lo que compramos, a quién visitamos, de cuántos metros cuadrados es nuestro cuarto, qué mensajes intercambiamos con nuestros destinatarios y, si todos sus algoritmos son correctos, qué habremos de elegir al momento de tomar una decisión.

No hay nada satánico en las ambiciones de Google, ni es poco sincero su eslogan: “Do no evil” [No hagas el mal]. El crecimiento del poder de Google simplemente será resultado del éxito de su plan de negocios. Como cualquier negocio, su primera obligación es producir ganancias para sus accionistas, sin preocuparse por el bienestar del público. Podría parecer que el público no tiene nada que temer de un monopolio de acceso a la información, porque la información está donde sea —nos ahogamos en ella—, pero consideremos el poder inherente en la función de Google como su guardián. Cualquiera que dirija los portales de la información digital puede actuar como un cobrador, obligándonos a pagar la entrada a la carretera de la información. En el caso de los libros, los ejemplares digitales en la base de datos de Google pertenecerán a Google y Google puede cobrar cualquier precio que desee por el acceso a ellos. Le pertenecerá un extenso tramo de la carretera.

El acuerdo incluye algunas guías muy vagas para establecer los precios, pero no contiene ninguna condición que evite su aumento desmesurado. Google tendrá que estar de acuerdo con los niveles del Book Rights Registry [Registro de Derechos de Libros], el cual se encargaría de los reclamos de copyright y de efectuar los pagos. Pero el registro será dirigido por representantes de autores y editores, los cuales tendrán interés en incrementar los precios. De todos, la parte con el mayor interés es el público, aunque el público no tiene voz en el acuerdo. Bibliotecas, escuelas, universidades, ciudadanos ordinarios, todo aquel que lee libros pero que no pertenece al grupo de los dueños del copyright: todos han sido excluidos de las deliberaciones de la corte que determinará el destino del acuerdo.

Si el juez se adhiere a las prácticas estándar en demandas colectivas, puede limitar su papel a verificar que el acuerdo trata de manera justa los intereses de ambas partes. Si considera una visión amplia de los temas, podría rehusarse a autorizar el acuerdo y pedir a las partes que preparen una versión mejorada. Las mejorías podrían incluir: 1) monitoreos regulares de los precios por una autoridad pública; 2) representación de bibliotecas y lectores en el Registro; 3) una disposición para que las obras no reclamadas puedan estar disponibles para la digitalización por los posibles rivales de Google; 4) un requisito de que Google consiga con el Departamento de Justicia un acuerdo antimonopolios para prevenir el abuso de su poder monopolístico, y 5) alguna medida para proteger la privacidad de los individuos del omnisciente ojo electrónico de Google.

Uno podría incluso imaginar un final feliz: que la legislación haga que toda la información de Google esté disponible al público general. Cualquier ciudadano podría utilizarla y cualquier compañía podría explotarla. Las leyes de derechos de autor tendrían que redactarse de nuevo, tendría que recompensarse a los accionistas e indemnizar a Google por su inversión de escaneo. Google podría mantener sus algoritmos en secreto y continuar con su servicio de búsqueda, pero su banco de datos se volvería propiedad del público. Tendríamos una biblioteca digital.

Ese sueño puede ser tan imposible como la utopía de Mercier. Para llevar esta discusión a un nivel más realista, lo mejor sería asumir que alguna versión de Google Book Search sobrevivirá como una empresa privada. ¿Cuál será entonces el papel de las bibliotecas de investigación en un ambiente digital? Si Google resulta triunfante en la corte, puede eclipsar a cualquier biblioteca que se rehúse a suscribirse a sus servicios, y mientras tanto puede aprovechar al máximo un argumento que ha sido el punto más fuerte a su favor: puede poner la mayoría de la literatura mundial al alcance de lectores que no tienen acceso a una biblioteca bien surtida. Puede democratizar el conocimiento y hacerlo con mayor eficiencia que las bibliotecas más grandes, cuyas puertas están cerradas al público en general. Este argumento debe tomarse con seriedad, porque en los Estados Unidos esas bibliotecas usualmente pertenecen a universidades exclusivas como Harvard, Yale, Princeton y Stanford, que, aunque admiten investigadores del mundo exterior, generalmente reservan esas riquezas para su profesorado y sus alumnos; o como lo diría Google, los pocos privilegiados.

El argumento contra la exclusividad me golpeó con fuerza mucho antes del asunto con Google, cuando disfruté del privilegio de ser un estudiante de posgrado en Oxford. En mi época, los colegios de Oxford estaban cerrados para las personas del exterior con paredes altas, cuya parta superior estaba adornada con púas y vidrio cortado. Las rejas de mi propio colegio, St. John’s, se cerraban a las 10 en punto cada noche. Si estabas afuera después de las 10, podías tocar una campana y pagar una multa o intentar escalar la pared —una experiencia desalentadora a menos que un compañero te diera una pista sobre un pasaje clandestino en forma de farol o un techo bajo, un hueco entre las púas o algún otro punto débil en las fortificaciones que el decano a cargo de los estudiantes dejara desguarnecido, de acuerdo con un contrato implícito de permitir que los chicos se comportaran como chicos (excepto por algunos establecimientos femeninos, los colegios en ese entonces eran exclusivos para varones).

Las barreras para las personas del exterior junto con el conocimiento de los de adentro sobre cómo romper las reglas reforzaron un sentimiento general de exclusividad. Si la arquitectura no lograra transmitir el mensaje, se puede leer sobre ello en Jude the Obscure, de Thomas Hardy, que describe los intentos de Jude para penetrar el mundo de aprendizaje tras las amenazadoras paredes de Oxford. No he vuelto a leer la novela en años, pero tal como la recuerdo por las discusiones en St. John’s, Jude nunca pudo tener contacto con la vida interna de los colegios y uno de sus hijos sucumbió a la maldición respecto de los forasteros primero al asesinar a los otros niños y luego al colgarse en un cuarto del Lamb and Flag, un bar ubicado justo afuera de un punto en la pared por donde yo solía escalar.

Las casas residenciales neogeorgianas de Harvard casi nunca se prestaban a esa clase de melodramas, pero sí pueden parecer amenazadoras para los forasteros. Sin embargo, la biblioteca de Harvard ofrece una opción para que la universidad se abra al público, no físicamente (pues la cantidad de lectores inundaría los cuartos de lectura y empantanaría al personal docente), pero sí digitalmente, al compartir su riqueza intelectual a través de internet. La accesibilidad es el principio rector que seguiremos para adaptar la biblioteca a las condiciones del siglo XXI. Permítanme citar unos ejemplos.

El año pasado varias facultades de Harvard votaron a favor de una resolución de libre acceso que obliga a sus miembros a hacer que sus artículos académicos sean accesibles desde un depósito digital. Incluía además una disposición para la renuncia automática de los que no quisieran participar, pero esto significaba que la mayor parte de la erudición que en un futuro se produjera en Harvard estaría disponible de manera gratuita para cualquiera con acceso a internet. La biblioteca de la universidad estableció una Office for Scholarly Communication [Oficina para la Comunicación Académica] que construirá y administrará el depósito, y que expandirá su oferta para incluir tesis digitalizadas, actas de coloquios, conferencias especiales y todo tipo de “literatura gris”, o sea, los diversos tipos de documentos que producen los académicos y que no suelen publicarse.

La biblioteca también creó el Open Collections Program [Programa de Colecciones Abiertas] con el fin de que algunos de sus acervos más ricos estuvieran disponibles gratuitamente en internet. Este programa ha digitalizado libros, panfletos, manuscritos, grabados y fotografías relacionados con temas específicos, tales como mujeres trabajadoras, inmigración, epidemias, exploraciones científicas y la herencia cultural del Islam. El material se ha traducido a 72 idiomas y ha sido consultado por cientos de miles de lectores en todo el mundo.

Asistir al resto del mundo es una responsabilidad que importa a Harvard, porque su biblioteca universitaria tiene materiales que no existen en ningún otro lugar. Los archivos que datan de la fundación de la universidad en 1636 revelan mucho sobre los orígenes de la educación en los Estados Unidos y de la nación misma. Las colecciones especiales del sistema bibliotecario son muy importantes para otros países. La Biblioteca Yenching tiene más de 200 ejemplares únicos de obras chinas que se digitalizarán junto con los otros 52 542 libros antiguos en un proyecto de cooperación con la Biblioteca Nacional de China, que busca lograr el libre acceso. Harvard espera digitalizar su material proveniente de Ucrania, la colección más grande del mundo y de importancia vital para el pueblo ucraniano, que perdió la mayoría de su herencia literaria durante las tragedias que abrumaron a ese país en el siglo XX. Las enormes colecciones de Harvard dedicadas a la zoología, la botánica y la medicina también se están digitalizando y haciendo accesibles a través de proyectos de libre acceso como la Biodiversity Heritage Library [Biblioteca del Patrimonio de la Biodiversidad] y las revistas de la Public Library of Science [Biblioteca Pública de Ciencias].

Las bibliotecas de investigación en otras universidades tienen acervos igual de importantes y todas deben asumir la responsabilidad de recolectar material que será crucial para la investigación en el futuro. Casi todo este material “nacerá digitalmente”. Por lo tanto nos enfrentamos a un problema de enormes proporciones porque el software y el hardware se vuelven obsoletos en unos cuantos años, y porque los textos digitales son extremadamente frágiles: se pueden perder con facilidad en el ciberespacio debido a la insuficiencia de metadatos para encontrarlos. En Harvard hemos batallado con este problema a través de un programa llamado Library Digital Iniciative [Iniciativa de Biblioteca Digital]. Aunque no hemos llegado a resolverlo, estamos experimentando con soluciones provisionales por medio de proyectos piloto diseñados para recopilar material de sitios web, guardarlo, reformatearlo y hacerlo accesible sin restricciones. También estamos desarrollando planes para archivar los millones de mensajes intercambiados dentro de la universidad por correo electrónico.

El problema del correo electrónico existe en todos lados, y por supuesto de forma notable en el gobierno. Para estar seguros, el Committee on the Records of Government [Comité para los Archivos del Gobierno] exageró la amenaza cuando proclamó en 1985 que “Estados Unidos está en peligro de perder su memoria”, y la famosa “pérdida” del censo de 1960 es en realidad un mito. Por medio de ingeniería elaborada y cara, la Census Bureau [Oficina del Censo] recuperó la mayoría de la información que en 1976 parecía ser irrecuperable debido a la obsolescencia del hardware. Sin embargo, la mayoría de las entidades gubernamentales usaban correo electrónico hacia mediados de la década de 1980 y la mayor parte de esa correspondencia se ha perdido —no se perdieron completos los seis millones de correos electrónicos producidos cada año por la Casa Blanca de Clinton, pero aparentemente se perdieron más durante la administración de Bush entre 2001 y 2005, y aún más en los niveles inferiores de gobierno—. Todavía no hemos resuelto el problema de crear archivos que conserven un registro adecuado de la vida en el siglo XXI.

Mientras nos enfrentamos con esta dificultad tecnológica fundamental, debemos encontrar una forma de vencer los obstáculos financieros para mantener nuestras colecciones en nivel adecuado. La hiperinflación del precio de las revistas académicas es un ejemplo: muchas de ellas cuestan más de mil dólares al año y algunas llegan hasta 30 mil. La presión sobre los presupuestos de las bibliotecas es tan grande que puede haber alcanzado un punto de inflexión y el balance puede cambiar en favor de un nuevo modelo de negocio, uno en el que el costo de publicar sería financiado por quienes producen el contenido en vez de que lo haga el consumidor. El cambio ya está sucediendo en varios sectores tales como las ciencias, la medicina y la tecnología, en los que comúnmente se espera que los autores paguen cuotas de publicación. El mejor ejemplo es PLoS Biology, una revista en línea de la más alta calidad, de libre acceso y con dictaminación entre pares, la cual ofrece artículos que pueden ser descargados, leídos y reimpresos por quien sea, sin ningún costo. Paga sus propios gastos al cobrar a los autores una cuota de publicación de 2 850 dólares por artículo. Esta cuota generalmente es pagada con subsidios a la investigación, porque las agencias patrocinadoras consideran que publicar es una fracción pequeña pero importante de lo que invierten en investigación científica. Y si el autor no puede costear la cuota, la revista no se lo exige.

Los modelos de negocio de este tipo pueden parecer viables en biología y física, pero ¿funcionarían en los campos de las humanidades y las ciencias sociales, que reciben poco financiamiento para la investigación? Harvard está considerando un plan para subsidiar las cuotas de publicación para académicos de todos los campos que escriban para revistas de libre acceso. Los cálculos preliminares sugieren que no sería ruinosamente caro pagar un subsidio por cada artículo de los académicos de Harvard hasta un límite incluido en el presupuesto anual. Si este tipo de apoyo económico se divulgara a otras universidades, las revistas de acceso libre, o de precio moderado, gradualmente reemplazarían a las costosas revistas comerciales; las universidades ahorrarían mucho más al eliminar sus suscripciones si pagaran las cuotas de publicación.

Los escépticos pueden objetar que solamente las universidades ricas podrían sostener tal política y que eso colocaría a las universidades pobres en desventaja, especialmente en los países en vías de desarrollo. Pero los subsidios a las revistas deben ser suficientes para que se pueda eximir la cuota de publicación a cualquier autor que no pueda pagarla. Por medio de la acción colectiva debemos invertir la dirección de las fuerzas económicas; una vez que el giro del financiamiento tenga suficiente ímpetu, nada lo detendrá. La mayoría de las revistas cambiarían a la publicación de acceso libre, incluyendo las pequeñas revistas académicas de humanidades, la cuales deberían florecer en este nuevo entorno.

Mientras tanto, el alivio de los gastos de suscripciones daría holgura a los presupuestos de las bibliotecas para gastar más en monografías. Pero la monografía misma cambiará también. La mayoría de los autores hoy producen textos electrónicos y la mayoría de los editores conservan sus catálogos de obras en depósitos digitales. Un mundo en el cual los libros “nazcan digitalmente” y los lectores sean “nativos digitales” es un mundo en el cual las bibliotecas ya no necesitarán abastecerse de enormes cantidades de obras contemporáneas en formato impreso. La impresión bajo demanda y los dispositivos digitales de lectura serán suficientes para satisfacer las necesidades inmediatas. Este mundo parece muy lejano y no podemos reducir nuestras adquisiciones de monografías impresas hasta que hayamos resuelto una gran cantidad de problemas, sobre todo el de preservar los textos digitales.

En caso de que se cumpla este pronóstico, las bibliotecas de investigación podrán concentrarse en lo que siempre ha sido su fuerte: las colecciones especializadas. En el futuro, tales colecciones podrán involucrar un tipo de material que ni nos imaginamos hoy en día. Pero sus acervos de libros y manuscritos a la antigua serán más ricos que nunca. Después de esconder sus tesoros durante siglos, las bibliotecas al fin tendrán que compartirlos con el resto del mundo. Google habrá escaneado casi todo en las colecciones estándares pero no habrá penetrado con profundidad en las salas de libros antiguos y archivos especiales, en donde se harán los descubrimientos más importantes. Al digitalizar sus colecciones especiales y hacerlas disponibles con acceso libre, las bibliotecas de investigación habrán cumplido un aspecto crucial de su misión.

Pero tal vez he permitido que mi afición por los libros del pasado distorsione mi visión del futuro. No importa cuán avanzada sea la tecnología, no puedo concebir que una imagen digitalizada de un libro viejo genere algo comparable con la emoción del contacto con el original. Durante mi primer año en Harvard, en 1957, descubrí que los estudiantes de licenciatura podían entrar a la Houghton Library (la biblioteca de Harvard que conserva libros y manuscritos antiguos). Me armé de valor, entré y pregunté si, como había escuchado, tenían la copia de Essays de Emerson que perteneció alguna vez a Melville. En cuestión de minutos apareció en mi escritorio. Ya que Melville había escrito extensas notas en los márgenes, me encontré leyendo a Emerson a través de los ojos de Melville o, por lo menos, intenté leerlo así.

Un fragmento de esas notas al margen ha permanecido fijo en mi memoria. Tiene que ver con la experiencia de Melville al concluir que el cabo de Hornos debe de tener las aguas más peligrosas del mundo. En esa época yo pensaba que el mundo en general era bastante peligroso, por lo que estaba listo para simpatizar con una nota mordaz a un pasaje sobre el clima tormentoso. Melville se preguntaba, según el comentario al margen, si Emerson tenía alguna idea del terror que enfrentan los marineros de los barcos balleneros en el cabo de Hornos. Vi en la nota una lección sobre el lado extremadamente optimista de la filosofía de Emerson.

Ya medio siglo después, en Harvard, el recuerdo apareció de pronto acompañado por una pregunta: ¿lo había entendido correctamente? Me olvidé de todas las citas en la agenda y me fui volando a Houghton otra vez.

La oportunidad de experimentar con el déjà vu no se presenta todos los días. Aquí está el resultado: un pasaje en la página 216 de “Prudence” en Essays: by R. W. Emerson (Boston, 1847), que Melville marcó con lápiz en el margen exterior con una gran X: “Los horrores de la tormenta son principalmente reducidos al salón y al camarote. El boyero, el marinero, lo golpea todo el día y su salud se renueva con un pulso vigoroso bajo el aguanieve, como si estuviera bajo el sol de junio”. Al pie de la página, Melville garabateó otra X y escribió: “Para alguien que se ha curtido en el cabo de Hornos como un marinero cualquiera, qué cosas son éstas”.

El comentario al margen era más agudo de lo que yo había recordado, y la sensación de tener en mis propias manos el Emerson de Melville, un pequeño volumen encuadernado en tela barata, era aún más conmovedor. Ese tipo de experiencia sólo se puede tener en salas de libros antiguos. Pero una imagen digitalizada de la página 216 de “Prudence” sería ayuda suficiente para que alguien lea a Emerson a través de Melville. De hecho, la digitalización puede permitirnos ver cosas invisibles al ojo desnudo, como han aprendido los académicos al manipular versiones digitales de textos, entre ellos el del manuscrito más remoto de Beowulf.

Por supuesto, la situación actual necesita más que iniciativas tentaleantes para digitalizar colecciones especializadas. Para que las bibliotecas de investigación florezcan en el futuro deberán sumar fuerzas. Si prosperaron en el siglo XX al atender cada una su propio interés, independientes unas de otras y sin interferencia del Estado, en el siglo XXI se enfrentan con la enorme tarea de avanzar en dos frentes: el analógico y el digital. Sus presupuestos para adquisiciones no resistirán la carga, por lo que deben formar coaliciones, acordando invertir en algunos temas mientras dejan otros a sus aliados; deben desarrollar depósitos comunes externos a las bibliotecas, perfeccionar los préstamos bibliotecarios, intercambiar documentos electrónicamente, preparar metadatos interoperativos, integrar sus catálogos y coordinar sus digitalizaciones.

Experimentos de este tipo se han intentado y han fallado, lo sé. Pero debemos intentar de nuevo. Mediante un proceso de prueba y error debemos avanzar lentamente hacia la creación de una biblioteca digital nacional que luego se convierta en una internacional. Google ha demostrado su viabilidad y también el peligro de hacerlo mal; es decir, de favorecer las ganancias privadas a expensas del bien público.

Los cambios tecnológicos erosionan el paisaje informático demasiado rápido como para que alguien sepa qué aspecto tendrá dentro de 10 años. Pero ahora es el tiempo de actuar, si queremos que el canal cambie en beneficio de todos. Necesitamos acciones del Estado para prevenir el monopolio y la interacción entre las bibliotecas para promover un programa común. Digitalizar y democratizar no es una fórmula fácil, pero es la única que servirá si en verdad queremos concretar el ideal de una república de las letras, que alguna vez pareció irremediablemente utópico.

 

 

Traducido del inglés por Claudia Angélica De Anda Galindo.

 

 

 

 

Mesa I

Letras vivas o letra muerta: políticas públicas sobre el libro y la lectura

 

 

La cultura ocurre al margen del Estado: la hacen, la consumen y la gozan y padecen las personas de carne y hueso, no las entidades abstractas. Pero los poderes públicos tienen como obligación alentar y proteger actividades como la lectura, sea a través de leyes (por ejemplo, las que reconocen el derecho de autor), mediante el establecimiento de instituciones (bibliotecas, sistemas de información), o a través de estímulos (becas, apoyos fiscales, restricciones comerciales). Las políticas públicas en torno al libro y la lectura encarnan la voluntad gubernamental en estas elusivas materias, por lo que conviene reflexionar sobre sus propósitos y su efectividad, sobre sus beneficiarios y sus limitaciones. ¿Cuál debe ser hoy la función del Estado en la práctica de una tarea de indudable trascendencia social?

 

 

 

Una mirada hacia el futuro de la edición

Emiliano Martínez

 

 

Antes de abrir esa mirada permítanme hacer un reconocimiento a la gran actividad editorial del Fondo de Cultura Económica, a su ambiciosa labor selectiva y a su potente vocación difusora, las dos tareas que, como es sabido, fundamentan y miden nuestra profesión. Quiero añadir, además, un modesto agradecimiento personal por habernos suministrado lecturas del mayor interés, especialmente en ciencias sociales y pensamiento contemporáneo, a la generación que pasaba por las aulas universitarias en la España de los años sesenta, a la cual pertenezco. Tiempo después supe que aquello no fue fruto de ninguna azarosa coyuntura —feliz en todo caso para nosotros, los lectores— sino consecuencia de un objetivo marcado por Daniel Cosío Villegas respecto a la vocación del Fondo por llevar sus obras a todo el ámbito de la lengua española. ¡Qué mejor forma de rendir homenaje a ese legado, estimado director, Joaquín Díez-Canedo, que convocar a diversos actores del libro, procedentes de ese amplio ámbito, para hablar de su futuro! Mi cordial felicitación por ello.

Hablemos, pues, de ese incierto futuro. Tratando de huir de los pronósticos, pues son estos tiempos tan poco halagüeños con las fórmulas establecidas como con las profecías, por lo que no es de extrañar que las gentes —desde líderes con amplia información hasta ciudadanos corrientes— hayan decidido tener la duda como bandera y atenerse ante todo a la realidad, a lo que la realidad vaya alumbrando y permitiendo. Y cuando se encuentre un terreno más firme o una fórmula de interés —y lo señalo pensando en el mundo del libro y sus organizaciones—, avanzar y explorarlas.

Sin embargo, este pragmatismo de fondo no nos exime de un par de responsabilidades. Una es la del análisis y la reflexión; la otra, más comprometida, es la búsqueda de caminos y soluciones. La primera apunta a un entendimiento de la situación y de las líneas de fuerza que sobre ella operan. La siguiente nos llevará a repensar el libro, revisando la cadena que lo procesa y difunde —con sus insuficiencias— hasta llegar a las características que consideraríamos adecuadas y posibles, y en alguna medida irrenunciables, para abordar el proceso de transformación que se está abriendo.

Debo aclarar, y pido excusas por la obviedad, que estos comentarios se hacen desde la perspectiva de un editor, y más concretamente, de un editor que se ha relacionado con el libro al modo tradicional, trabajando desde la cadena profesional de la industria y el comercio que lo ha alumbrado y difundido en los últimos tiempos, y que en el plano personal lo ha vivido como el mejor trabajo posible, como señalaba recientemente Javier Pradera, parafraseando la vieja valoración de la profesión del periodismo, y que no ha dejado de considerarlo un buen vehículo de cultura y de mejora potencial de las gentes.

Digo esto porque es inevitable, como advertían los antiguos escolásticos, que quod recipitur, ad modum recipientes recipitur, algo así como que lo que percibimos lo hacemos condicionados por nuestras propias categorías y modos de percibir y valorar. Con todo, y más allá de cualquier subjetividad, no es difícil convenir en que la situación actual del libro está marcada por los cambios. Unos son tecnológicos, más identificables, y otros se derivan a su vez de diversos cambios de hábitos: sociales, de consumo, culturales. Una mirada a los más relevantes nos trae la radiografía de la edición actual. Caracterizada por el incremento del número de títulos —algún millar por día, si la mirada es planetaria—, entre otras razones porque el libro es hoy soporte de una temática más amplia de la que recogía hace 20 o 30 años. Antes, la dosis de obras con acusado contenido cultural era grande —de ahí quizá el valor simbólico que la sociedad otorgaba al libro—, mientras que ahora la presencia de entretenimiento, actualidad y cierta trivialidad han entrado plenamente en vitrinas y mesas de novedades, y no sólo de las librerías de aeropuertos, sino como líneas establecidas en muchos catálogos editoriales. Las modas, en temática sobre todo, pero también en tratamiento y formatos, marcan con sus importantes ventas y abrumadora presencia el territorio del libro, de modo no muy distinto de lo que sucede en el campo audiovisual. Por otra parte, la ecuación diversidad de títulos (oferta) versus elección por los compradores (moda) se decanta desde el ángulo de las ventas de forma cada vez más acusada hacia la concentración. Se vende mucho de cada vez menos títulos. Y por supuesto se venden novedades: el fondo vivo de los catálogos apenas significa una quinta parte de los ejemplares vendidos, cuando no queda en un minúsculo 10 por cierto.

Han cambiado las cosas porque han cambiado los lectores, no lo olvidemos. En primer lugar porque se han incorporado más, fenómeno que nunca podemos dejar de valorar positivamente. Pero también porque han cambiado gustos y quizá criterios (qué interesante releer al mejor Ortega y Gasset de La rebelión de las masas). Y se ha producido una diversificación del modo de leer, asunto al que volveré por su directa relación con el futuro del libro. No creamos, pues, que todo se debe a nuestra acción, o a nuestros defectos.

Con ser todo esto relevante, el gran cambio que va a marcar el futuro del libro es el tecnológico, y en particular el desafío —y las oportunidades— que entraña la edición digital. ¿Qué tiene de nuevo?, nos preguntan y nos preguntamos en nuestras organizaciones y empresas. Porque de las nuevas tecnologías venimos hablando y en alguna medida aplicándolas desde hace tiempo.

Hace 25 años, justamente en la primavera de 1984 y en esta ciudad, el entonces presidente de Sony, el señor Morita, produjo un gran impacto en la apertura del Congreso de la Unión Internacional de Editores al mostrar el objeto que se suponía iba a sustituir al libro. Era un disco que —nos indicó— podía almacenar millones de caracteres e imágenes, lo que en papel equivalía a 20 o 30 gruesos volúmenes. Su fácil conservación y bajo precio lo convertían en la solución del futuro. “Las grandes enciclopedias serán objeto de decoración en las estanterías, pero no de consulta”, fue la conclusión que quedó flotando en la sala. ¿Y los demás libros? ¿Serán también sustituidos por esos objetos? Era, y ha continuado siendo, la pregunta recurrente.

Sabemos, lógicamente, lo que ha sucedido en este periodo. Un derivado del grueso disco que nos mostraba Morita, el cd, nos ha acompañado, a veces prácticamente sustituyendo la edición en papel —en las obras de consulta, grandes enciclopedias, anuarios, revistas— y por extensión en esa importante rama de la edición que es la stm (la científica, técnica y médica) y en otras no menos relevantes como la edición jurídica. En otros casos, favorecido por su economía y como guiño a la modernidad, acompañando a las ediciones en papel. Pero éstas siguieron llenas de vitalidad y creciendo.

Hay que señalar que una parte de ese crecimiento se explica por las mejoras que nuestra industria ha realizado en sus procesos mediante la incorporación de las nuevas tecnologías. Se han aportado mejoras en la gestión, en los procesos editoriales y en el comercio del libro, de forma que hoy es más fácil desarrollar más títulos, o abordar este negocio desde entidades de muy pequeña dimensión. Sin embargo, esa explotación de las nuevas tecnologías no ha llegado con la misma intensidad y buenos resultados a las principales funciones de la empresa editorial. En la comunicación a los lectores y el mercadeo, por ejemplo, hay mucho camino por recorrer, y las posibilidades del comercio on-line aplicado al libro son muy superiores a los logros que hemos alcanzado, a diferencia de lo que ha sucedido en grandes sectores de la actividad económica como el turismo o las finanzas.

Nos advertían que el principal escenario para la explotación de las nuevas tecnologías sería on-line, para que no nos diéramos por satisfechos con las aplicaciones de mejora de los procesos clásicos, o de complementariedad, como los discos compactos, pues la aparición de internet había abierto un campo de extraordinarias posibilidades. Marcadas, eso sí, por la inquietante presencia en ella de una ingente cantidad de contenidos de parecida o similar naturaleza a los que ofrecen los libros, o tan próximas como las diversas y ambiciosas bibliotecas virtuales, cuyos fondos bibliográficos son visitables y en buena medida descargables a través de nuestras computadoras.

Consecuentemente se ha incrementado la consulta a este nuevo medio o vía —y la lectura por tanto— de miles de profesionales, estudiosos y de personas sencillamente con interés o curiosidad por los más diversos temas. Sin embargo, la lectura completa de un libro no ha sido una práctica frecuente, pues la lectura en la pantalla no es cómoda, y bajarlo para que la impresora lo ofrezca sobre papel encarece y hace un tanto farragosa la operación.

Así hemos estado, manteniendo la edición en papel con una enorme vitalidad, abrumadoramente mayoritaria en el suministro de lecturas para el público y en libros para la educación general. La red, por su parte, crecía en usuarios, en oferta, en mejora de su acceso, pues se extendió la banda ancha, que permite mejores prestaciones en cantidad, calidad y velocidad. Hasta el punto de haber dado lugar a una modalidad de lectura un tanto diferente, que se define por la búsqueda de informaciones breves, ofrecidas en fuentes diversas, vinculadas por una relación o hilo conductor que establece el propio lector. Distinta, desde luego, a la inmersión y diálogo que se establece con una obra unitaria, dotada del sentido que ha querido darle su autor.

 

Aquélla es una lectura horizontal, hipertextual y a trancos, que se caracteriza por lo fragmentario, sintético e indiscriminado de los materiales que se ofrecen —señala el académico Francisco Rico—. El libro, por el contrario, favorece y aun exige la concentración en un espacio intelectual, sugiere un ámbito, incluso físico, dentro del cual irá incitándonos a persistir en la lectura. No temo —concluye en una valoración relevante— por los destinos de la literatura y confío en el futuro del libro en papel: los dos, creo, tienen por delante un largo camino juntos.

 

Así hemos estado hasta la aparición de un nuevo elemento de la galaxia tecnológica: el, o mejor dicho, los readers