Cruzar el umbral al Medio Oriente - Carlos Martínez Assad - E-Book

Cruzar el umbral al Medio Oriente E-Book

Carlos Martínez Assad

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Desde el umbral se mira el horizonte; y desde México puede atisbarse a lo lejos el acontecer de otras sociedades. De esa premisa, que acepta que el mundo es ancho pero no ajeno, parte Carlos Martínez Assad para examinar los encuentros y desencuentros entre Oriente y Occidente. A partir de la crítica a la visión orientalista, que se inventó un mundo árabe más cercano de la idealización romántica que de la realidad histórica, Cruzar el umbral al Medio Oriente ofrece una mirada a una pequeña región cuyas dimensiones no corresponden con lo grande de sus aportaciones. En sus páginas se ofrece un recorrido marcado por el testimonio de los grandes viajeros, por la simbiosis entre la lengua árabe y la religión islámica, y particularmente por las representaciones de los escritores de estos países, con sus formas de concebir propuestas culturales y sus posturas respecto a la compleja situación política de hoy.

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Veröffentlichungsjahr: 2018

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El Occidente tiene con el Oriente deudas sagradas que le es forzoso pagar.

JOSÉ LÓPEZ PORTILLO Y ROJAS, Viaje a Egipto y Palestina

[…] un hombre no tiene un alma para él solo, sino un trozo de una muy grande […] Entonces yo estaré allí, en la oscuridad. Entonces yo estaré en todas partes. En cualquier lugar donde mires.

JOHN STEINBECK, Las viñas de la ira

 

INTRODUCCIÓNFUERA DE LUGAR

La vuelta a la historia de los árabes ha sido traumática por varias razones. La primera es que “dejaron de ser” luego de la expulsión de España hace cinco siglos, y cuando volvieron a “serlo” ya no constituían una civilización o una gran nación sino una veintena de pueblos dispersos entre extensos desiertos. Se habían conformado en medio de guerras, persecuciones, ocupaciones militares, movimientos masivos de personas y sobre todo por haber confinado a sus territorios los campos de batalla de las potencias imperiales. Recuérdese la presencia de Gran Bretaña, Francia, la Unión Soviética y Estados Unidos en numerosos y costosos episodios como el desmembramiento del Imperio otomano, la declaratoria de Balfour y el establecimiento de fronteras según los Tratados de Sèvres, y luego la puntilla del de Lausana, las disputas por el control del Canal de Suez, la guerra de Argelia, la creación del Estado de Israel, la dispersión del pueblo palestino, la imposibilidad de una nación independiente para los kurdos y la cuestión armenia. Además, en su integración política, países como Turquía e Irán coincidían en el amplio espectro del islam, pero eran divergentes en historia, idioma e intereses.

Considerado como una estrategia árabe, el terrorismo asola los países seguidores del Corán, en lo que se ha designado integrismo islámico, cuando no rebasa sus fronteras para alcanzar a otros; es efecto del fundamentalismo esgrimido como medida desesperada y muy sectaria de grupúsculos que luchan contra sí mismos. Para éstos no hay reflexión política, tampoco histórica, ni siquiera objetivos claros de futuro, y todo parece limitarse al esquematismo religioso alimentado por la ignorancia, dejando de lado la herencia de los siglos del esplendor. Porque hay que recordar que de su cultura emanaron pensadores, filósofos imprescindibles para entender el desarrollo de las ideas en el mundo como Avicena, Maimónides o Ibn Battuta, para quienes sus rasgos culturales reproducen los valores dominantes con amplias repercusiones en la sociedad.

Los árabes de nuestros días han arrastrado un largo periodo de silencio impuesto, ocultando las aportaciones que hicieron al mundo; entre los cristianos que hablan su lengua están los traductores del latín, griego y el propio árabe, que contribuyeron a la difusión de los escritos imprescindibles de Platón, los Evangelios, los primeros científicos y hasta los referidos a preservar la tradición de la virgen María, tan escasamente tratada en los Evangelios y prácticamente sólo reivindicada por Juan.

La difusión del árabe, sin embargo, estuvo vinculada con el surgimiento de la religión musulmana y fue sorprendente, como afirmó Napoleón: “El islam conquistó la mitad del globo en sólo diez años, mientras el cristianismo necesitó trescientos”. La diseminación de la religión estuvo asociada con la lengua árabe porque incluso otros, como los persas, leyeron y leen el Corán en árabe. Así, árabes cristianos y judíos invocaron a Dios con el nombre de Alá. Pero en definitiva puede afirmarse que la religión musulmana llevaba consigo la lengua y, pese a todo, muchos pueblos adscritos a esa fe no son árabes, aunque son profundamente musulmanes, como Irán y Turquía o la distante Indonesia, tan lejos de Medio Oriente.

También se dio —como aún se ha mantenido en la actualidad— que no todos los árabes profesaron la religión de Mahoma y muchos fueron y se mantienen cristianos como en Líbano, Siria, Egipto, Iraq y Palestina. Aun así, la mayoría de las naciones islamizadas, aunque no hablen el árabe en la vida cotidiana, tienen que recurrir a la lengua árabe en la lectura del Corán. Algo semejante a lo que sucedió con los judíos, para quienes el hebreo fue durante varios siglos la lengua del rezo y sólo en el siglo XX avanzó su uso de forma coloquial.

En la historia es difícil hacer una separación tajante entre árabes y musulmanes; fue ese binomio el que llevó su cultura hasta España por todo el norte de África. Al-Ándalus irradió por su obra arquitectónica, sus prodigios científicos y culturales, así como por la irrefutable convivencia con tolerancia entre cristianos, árabes y judíos. Cuando los musulmanes llegaron a la Península llevaron un concepto revolucionario basado en el Corán y en la Sunna, o tradición del profeta, por el cual se trataba a los seres humanos por igual, respetando sus derechos y obligaciones, lo cual no estuvo exento de altibajos. Entre los años 717 y 756 se desarrolló el emirato de Córdoba dependiente de la lejana Damasco; era la evidencia del impacto de los omeyas. Aun la invasión del poderoso ejército de Carlomagno fue frenada por los árabes a las puertas de Zaragoza, cuando Córdoba exhibía sus seiscientas mezquitas y millares de edificios y mansiones que deslumbraban ante las miradas e inflamaban la imaginación de quienes los contemplaban.

La dominación de los árabes coincidió con la cimentación del islam como lo constataron las sólidas y hermosas mezquitas que fueron construyendo. Sólo la de Córdoba fue edificada en un inmenso rectángulo de 180 metros de largo por 130 de ancho con sus muros sostenidos por un bosque de 1,290 columnas con mármoles y granito de todos los colores. Y todavía en la catedral católica de Sevilla se mantiene el enorme minarete que el muecín utilizó para sus plegarias mientras fue mezquita.

Ahora ciudades como Alcalá, Madrid, Medina, Almunia, Mérida, Almansa, Badajoz, Guadalajara, Marbella, Algeciras, Cádiz, Murcia, entre muchas otras, no existirían sin la cultura y presencia de los árabes en España. Nuestro vocabulario sería incompleto sin palabras como aceite, aceituna, alacena, alcachofa, alcancía, albañil, alberca, aljibe, almohada, anaquel, azotea, azúcar, berenjena, quintal y un gran etcétera.

Las influencias aparecen por doquier, pero aquí se busca insistir en la relación estrecha entre la lengua árabe y el islam, aunque es cierto que muchos pueblos siendo árabes practican otras religiones, incluidos varios cristianismos o, en el extremo, son seguidores de Mahoma, es decir, musulmanes, sin ser árabes. Pero el orientalismo, tal como lo ha definido Edward W. Said,1 ha distorsionado la realidad de ese mundo porque Europa lo ha inventado con sus propias carencias, y ha sido reinterpretado por Estados Unidos —como nación dominante en nuestro tiempo— con una gran carga de imágenes y de valores ante los cuales hemos perdido la objetividad. Y ahí está vivo el ejemplo de Iraq, el territorio del origen de la civilización monoteísta que dio origen a la cultura occidental.

Sin embargo, los árabes y Oriente son motivo de reflexión y de numerosos trabajos que vienen publicándose desde hace apenas unos años. Surgieron con las expediciones napoleónicas durante el siglo XIX, se interesaron en los territorios bíblicos y en el pasado faraónico de Egipto, cuando surgió el orientalismo, y fue su teorización la que, desde Francia, Inglaterra y Alemania, contribuyó en su divulgación porque les daba elementos de su propia definición. Tanto pensadores judíos como cristianos y aun musulmanes coincidían en el propósito. “Los misterios de Oriente exaltados por los románticos dejan en la sombra la realidad de esas sociedades, excluidas del movimiento general de la historia.”2

Es cierto que en Occidente se ha escrito más sobre ellos cuando se trata de algún conflicto; en la historia reciente, por ejemplo, las guerras israelíes-palestinas produjeron la transición contundente entre un enfoque con carácter cultural y otro relacionado con la geopolítica en ese mundo. En nuestro tiempo es la distorsión del terrorismo lo que centra de nuevo su atención en esa región. Así, los árabes vuelven, si no a la historia, sí a los medios informativos que ante las graves consecuencias que provocan sus acciones, a muchos resulta imposible establecer los matices y las diferencias para entender su cultura y no caer siempre en la tentación de una interpretación geopolítica.

Son los reacomodos internacionales que tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XX los que han dado a los árabes un papel protagónico. Sólo hay que esperar que ejemplos como los de Naguib Mahfouz, premio Nobel de Literatura en 1989, y de otros escritores e intelectuales como el kurdo Yaşar Kemal, el libanés Amin Maalouf, el turco Orhan Pamuk o el poeta Adonis, incidan en una propuesta que rescate el humanismo, la ciencia y las artes, campos en los que dejaron tan profunda huella sus antepasados. Así los escritores de nuestro tiempo en la región, con sus diferentes formas de expresión, vuelven con las impetuosas e implacables historias extraídas de su cultura.

Quiero aquí recordar al incansable pensador Edward Said, cuyo título Orientalismo, publicado en 1979, mostró el modo de dominación ideológica como se vislumbró Oriente. Quizá por ello la edición francesa para ser más enfática tituló el mismo libro Orientalismo. La creación del Oriente por Occidente. Su contenido se sintetiza: la construcción de Oriente en el siglo XIX se relacionará a las grandes narraciones, al “canon” construido por una erudición oficial, en referencia a una centralidad cultural, consecuencia directa del imperialismo y la globalización que hoy le ha sucedido.3 Por lo demás, es un texto que ha sido una inspiración y constante referencia en los contenidos de este libro.4 Said fue palestino de nacimiento, cristiano de familia y ciudadano del mundo por decisión; cuando estaba seguro de su cercano fin escribió: “Ahora ya no me parece importante ni siquiera deseable estar en el sitio adecuado (por ejemplo, en la propia casa). Es mejor permanecer fuera de lugar, no poseer una casa y nunca sentirse adaptado en ninguna parte”.5 Quizá podrá completarse ese pensamiento con el de otro filósofo de nuestro tiempo: “El exiliado vive siempre fuera de lugar, a contracorriente, y está marginado, pero considera que esta insuficiencia es un privilegio”.6

Entre toda la obra de Edward Said, la más entrañable es la primera parte de sus memorias, llamada acertadamente Fuera de lugar, porque demuestra a lo largo de sus páginas la vida, la incertidumbre, los problemas para encontrar sus orígenes, de quienes son ciudadanos de una nación diferente a la de su nacimiento. En ese sentido se hermanaba con muchos otros con una identidad sólo salvaguardada por los valores que se mantienen de generación en generación, por carecer del lugar de referencia. Ése es el destino que ha marcado a los armenios, los kurdos, los gitanos y, por supuesto, a los palestinos. Llamados así por estar vinculados a una nación que vive de la esperanza de existir y de quienes sueñan con el imposible regreso.

Su peculiar posición, la suma de identidades que representa, le llevaron a escribir su obra más sobresaliente, Orientalismo, un libro de ruptura porque ayudó a cambiar la visión unilateral que inventó el Occidente sobre los árabes. Para ello buscó con imaginación las expresiones culturales más divulgadas de la literatura, el cine y la música para entender las distorsiones de quienes creyeron entender una de las más complejas civilizaciones, a través de la superficialidad que pensaron ver en sus contenidos.

Honrar el legado de Edward Said es esforzarnos por comprender mejor lo que a diario se nos muestra deformado. Es esa intención lo que me ha llevado a escribir las siguientes reflexiones sobre las culturas de los árabes, insistiendo en ese plural tan necesario en nuestros días para entender sus recursos culturales.

En este libro se entrecruzan las culturas vinculadas a las tres religiones monoteístas, poniendo especial énfasis en los productos culturales, a todo aquello que significó traspasar el umbral para llegar a otro lugar. Ese que todos debemos conocer para enriquecer nuestras posibilidades humanas y ser capaces de convivir con el otro. Se trata de cruzar el umbral para entender todo lo que, pese a la lejanía, no solamente nos vincula, sino nos permite explicarnos a nosotros mismos.

PRIMERA PARTEVIAJEROS EN TIERRA SANTA

Damasco, al considerarla, es un edén eternamente grato. ¿No ves que tiene ocho puertas cual si fuera el Paraíso?

M. B. ŶUZAYY

Los peregrinos a la espera del ingreso a la Basílica del Santo Sepulcro para la ceremonia del fuego sagrado, ca. 1900-1920. Wikimedia Commons

1. TRES VECES JERUSALEM

a. La luz de la religión

En el principio Dios separó el día de la oscuridad y la luz resplandeció sobre las tinieblas, se afirma en el Génesis, el primer libro del Pentateuco. El apóstol Juan, uno de los cuatro evangelistas, es conocido como el que da testimonio de la luz. “Dará a luz un hijo”, es la frase del ángel que en sueños le anuncia a José que María había concebido por obra del Espíritu. Los ángeles, los seres de la claridad, habían anunciado previamente también a Sara y luego a Isabel su inminente maternidad humana. Los ángeles subían y bajaban para mostrar a Jacob la escalera al cielo. Según Mateo, en la transfiguración de Jesús, cuando éste apareció —custodiado por Moisés y Elías— ante Pedro, Santiago y Juan, “su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. Marcos va más allá porque, según él, “sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo”. Para Mateo, el aspecto del ángel que custodiaba la sepultura vacía dejada por Cristo y habló a las Marías era como “el relámpago y su vestido blanco como la nieve”. Dos ángeles vestidos de blanco custodiaban el Santo Sepulcro, según Marcos, y un joven de blanco ropaje estaba sentado a la derecha cuando llegaron las mujeres.

Jesús, en Hechos de los Apóstoles, asciende a los cielos, mientras dos personajes con vestiduras blancas explican que vendrá de la misma forma que lo vieron subir. “Vosotros sois la luz del mundo”, dice Mateo a los discípulos de Jesús. “Saulo, Saulo, por qué me persigues”, le dijo la voz en el camino a Damasco y al volver la vista la luz le cegó. Aun en el Antiguo Egipto es la luz solar la que hace pensar a Akenatón en la posibilidad de un Dios único y ¿no sucedió algo semejante a Moisés cuando, a través de la zarza en llamas, con su resplandor Dios le entregó la verdad revelada?

Fueron Mani y sus seguidores entre los primeros que se empeñaron en dar esa luz a las representaciones pictográficas de Jesús y de María, apartándose del judaísmo en cuanto a la imposibilidad de pintar el rostro de Dios y adelantándose a las representaciones que vendrían más tarde entre los católicos. Los musulmanes volverían más tarde a ese principio monoteísta de no plasmar el rostro de Dios. Mani había nacido cerca del río Tigris, educado en el monasterio cristiano de los hombres de las túnicas blancas apenas dos siglos después de la muerte de Cristo. Esos hombres habían elegido la proximidad del agua, ya que esperaban de ella pureza y salvación. Pero fue con el uso de los colores, considerados pecado de la vanidad, que los maniqueos, cuando menos en lo más aparente de una compleja doctrina, desafiaron a sus hermanos en la fe que, por lo demás, tampoco aceptaban la representación de las imágenes sagradas en el lienzo de tela.

Por razones teológicas profundas, Agustín de Tagaste fue uno de sus seguidores, un maniqueísta convencido, para luego enfrentarse con sus principios asumiéndose católico, tal como lo expresará en su obra cumbre La Ciudad de Dios, en la que, por cierto, propone una doctrina teológica en la que explicará su religión vinculándola con toda su herencia judía —como lo hicieron los evangelistas—, expresada principalmente en el Génesis y que continúa en el Apocalipsis, para señalar el principio y el fin en el misterio de la resurrección. Y encuentra en el pecado original la base doctrinaria del cristianismo.

La retroalimentación religiosa se muestra más tarde cuando aparece el islam y éste retoma igualmente algunas de las señales del judaísmo y del cristianismo que, con el tiempo, continuarán los intercambios que unen a las tres religiones monoteístas. Los rasgos apocalípticos fueron heredados de los judíos a los cristianos a través de la lectura de Elías e Isaías, y luego a los musulmanes en un proceso de retroalimentación constante de ideas. Eso se demuestra con el mesianismo heredado por el judaísmo, tal como se lee en los Evangelios. Tomado por los tres monoteísmos, está el diálogo que se desprende sobre las profecías, entre Avicena y Tomás de Aquino,1 para desembocar en la luz intelectual.

El panteón pagano, poblado por numerosas imágenes, sucumbió ante el embate del Dios único. Él no podía ser representado por ninguna estatua, figura o pintura. Ésa era herencia de la tradición judaica que enmarcó el inicio del cristianismo, por eso en el comienzo fue difícil aceptar la representación de las imágenes sagradas. En ese sentido fue contundente el dictado del Concilio de Elvira (circa 306): “Lo que es venerado y adorado no debe ser pintado en los muros”.

Los cristianos representaron primero la cruz, la misma que se dejó ver en la luz del esplendor celeste luego de la Batalla del Puente Milvio, cerca de Roma, para indicarle a Constantino (324-337): “Con este símbolo vencerás”, y marcar con la fundación de Constantinopla, en el emplazamiento de lo que fuera Bizancio, el amplio espacio que se conquistaba para la cristiandad.

Más adelante, en el Concilio Quinisexto (692) se prohibió la representación de Cristo bajo la forma de cualquier animal con el fin de eliminar vestigios paganos, porque no hay que olvidar que en la Roma de las catacumbas, sus seguidores hacían comunidad identificándose con el pez y el cordero. Esas tradiciones sobrevivieron hasta nuestros días, al igual que la paloma que, con todo y su blancura, representa al Espíritu Santo, que junto al Padre y al Hijo conforman la Tríada del Dios único del cristianismo.

Durante los siglos V y VII la figura humana de Jesús y de los santos se reinventa y poco a poco va apareciendo el color en sus rostros y en sus vestimentas, así sean los de la naturaleza generosa con las variedades del ocre. Aunque no existe acuerdo, los personajes sagrados no sólo se representan sino que aparecen frontalmente para estar dispuestos a la veneración de los fieles a fin de establecer una verdadera relación con ellos. Comenzaron a introducirse escenas donde las figuras son representadas en tres cuartos y muy raramente de perfil, algo común a las pinturas romanas precristianas.

Un amplio periodo de ambivalencia respecto a la representación de lo sagrado en imágenes se dio entre los siglos vii y viii, pero según los iconoclastas era posible representar a Cristo sin traicionar su naturaleza divina mostrando únicamente su naturaleza humana, aunque se corría el riesgo de reducir su persona a la de un hombre cualquiera. Ése es el contexto de la discusión de los monofisitas y de quienes se apartan convencidos de la doble naturaleza de Cristo, la humana y la divina, en el Concilio de Calcedonia (451).

Bajo los auspicios de la emperatriz Irene de Bizancio se aceptó en el Concilio de Nicea (787) la legitimidad del culto a las imágenes. Fue el 11 de marzo de 843, primer domingo de Cuaresma, cuando la emperatriz Teodora restableció definitivamente su culto. Para los bizantinos, el icono debía revelar los valores espirituales ocultos bajo la apariencia de la materia y dar fe de la existencia de un mundo supraterrestre. Así lo expresaba san Juan Damasceno (675-741): “Los santos son representados en estado de beatitud, revestidos del esplendor divino que les es propio desde el martirio. Representarlos con la apariencia corporal que tenían en la tierra es elevarlos al honor del que gozan con Dios desde que viven junto a Él”.

Con el Pantocrátor, el Cristo-Dios que de frente abarca la bóveda completa de Santa Sofía en Constantinopla, culmina la aceptación de la representación pictórica de Jesús. Los rasgos que lo definen son sirios, es decir, cabellos oscuros, contra la idea de la imagen griega con rizos rubios. Y como todo es fusión, la aureola dorada —expresión de la luz que emanaba de su espíritu— será tomada de las deidades paganas de Palmira, donde surgió la idea de concebirlas con un halo de luz rodeándoles el rostro como sello de distinción. Aunque de la herencia judía está Moisés, quien luego de recibir las Tablas de la Ley, tendrá rayos resplandecientes desprendidos de sus sienes.

Las representaciones han variado de forma continua y tomando elementos de los más de dos mil años de cristianismo, aunque no sería fácil reconocer en ese largo itinerario los rasgos iniciales de las imágenes que han seguido los dictados de la moda en el Medioevo, en el Renacimiento, en el Barroco y la modernidad. Pero quizá la vulgarización es uno de los mayores problemas para imágenes que, en principio, eran luz más que forma y eso se perdió. Por eso son las imágenes que nos llegan del pasado las que continúan suscitando más interés, aunque a veces se ubiquen más en la historia del arte que en la de la religión.

b. Y les habló desde el cielo

En el principio fue el verbo y Dios se lo dio al mundo. Se dice que Adán habló en hebreo, el idioma de Dios, pero según los musulmanes se expresó en árabe en Edén, y ya habiendo salido de ese sitio, empleó el siriaco para comunicarse, al igual que Abraham, pero Isaac volvió al hebreo.2 Lo importante es que se piensa que por el oriente llegó la palabra de Dios aunque hay la disputa sobre la lengua que habló. El hecho es que el monoteísmo es un proceso en el que confluyeron tres grandes ramales de la cultura religiosa que arrasó con el politeísmo en la región: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Aun cuando algunos afirman que la idea de un solo Dios nació con los egipcios, cuando Akenatón concedió al sol mayor importancia sobre cualquiera de las deidades de otros faraones, después se convirtió en la cuestión central de la tradición bíblica.

Así que Abraham, el profeta errante, adorador del sol a su primera edad, pronto fue un convencido de la existencia de un Ser supremo. Estuvo en contacto con el faraón de Egipto que se prendó de la belleza de Sara. Cumplió la promesa de llevar a su pueblo a la tierra prometida y engendró a dos hijos: Ismael, de su relación con Agar, cuyos herederos serían los pueblos árabes; e Isaac, de su vínculo con Sara. Jacob, su vástago, procreó a los doce hijos simiente de las tribus de Israel. La historia bíblica, sin embargo, tiene que confrontarse con la historia social y política de la región del Medio Oriente, escrita tiempo después de los acontecimientos que narra.

Según el Génesis, Abraham salió de Ur —localizado en el actual territorio de Iraq— e hizo un amplio recorrido por los reinos situados entre los ríos Tigris y Éufrates, pasó por Babilonia, por lo que ahora son Siria e Irán, hasta establecerse en Jarán, en la actual Turquía. Pero cuando tenía setenta y cinco años, Dios le pidió ir hacia Canaán y a las colinas de Judea, para luego partir hacia Egipto a través del desierto del Sinaí. En las márgenes del río Nilo los pastores que le siguieron encontraron pastos suficientes para sus rebaños, pero su periplo no había terminado porque le esperaba la prueba más fuerte. Al cumplir cien años nació su hijo Isaac y al poco tiempo Dios le pidió su sacrificio que debía tener lugar en el país de Moriá, que se ubica en la actual Jerusalem. Probada su fidelidad, Dios le detuvo la mano a través del ángel del Señor y, en lugar de su hijo, aceptó a cambio el sacrificio de un carnero atrapado por su cornamenta en una zarza.3

Casi mil años después, en el 962 antes de la era común, en el mismo sitio se levantó el Templo de Salomón, con el objetivo de resguardar el Arca de la Alianza que contenía las Tablas de la Ley que Dios otorgó a Moisés en Sinaí; era custodiada por las esculturas de cuatro ángeles y resplandecía por lo que protegía. Para realizar su proyecto el rey recurrió a la amistad de su padre David con el rey Hiram de Tiro, quien puso a su disposición a los mejores artesanos y orfebres, así como el tesoro más preciado de la región: los cedros de Líbano con los que recubrieron todas las paredes del templo, y con encinos construyeron sus puertas. Dice el Cantar de los Cantares: “De maderas del Líbano se ha hecho el rey Salomón su pabellón. Las columnas las ha hecho de plata; el artesonado de oro; los asientos bordados de púrpura y recamados de ébano”.

Pero el primer templo fue destruido por los ejércitos de Nabucodonosor en 586 antes de la era común, y llevaron a la esclavitud a los hebreos en Babilonia. Así condujeron a los judíos, debilitados por las pugnas internas, al exilio como lo recuerdan en sus rezos:

Reconforta Adonai a los enlutados por Sion, y por la destrucción de Jerusalem. Reconforta a la ciudad desolada y enlutada, consuela a la ciudad en ruinas. Sus hijos no están, sus residencias están destruidas, su gloria desaparecida y ella está abandonada por sus pobladores.

También se sabe que después algunas partes del templo fueron restauradas por Herodes, llamado el Grande, para otra vez convertirse en escombros. Con la cristianización de lo que fuera el Imperio romano —¿con Roma comenzó el colonialismo en Medio Oriente que siglos después siguieron los ingleses?—, el lugar fue abandonado y convertido en basurero porque para los cristianos lo más importante era el Santo Sepulcro que alojó a Jesús por unas cuantas horas antes de la asunción a los cielos.

En tiempos de los romanos, Octavio concedió a Herodes el Grande todos los territorios que había gobernado Cleopatra, la última faraona. En su delirio hizo reconstruir el templo, trabajo que no vio terminado porque murió. El templo fue recinto de las enseñanzas de Jesús, quien al fin había nacido judío —probablemente del pueblo de los esenios— y con su prédica dio origen a otro monoteísmo. Su crucifixión y muerte alentaron la fe cristiana. Sólo varios años después, el segundo Templo fue destruido en medio de un levantamiento generalizado de los pueblos sometidos, entre ellos los judíos, contra la dominación romana.

Los cristianos desplazaron su punto de plegaria hacia el Santo Sepulcro donde se construyó, gracias a Elena, madre de Constantino, una iglesia para recordar el hecho de que Cristo resucitó al tercer día, evidencia de su naturaleza humana y divina. Los judíos se habían dispersado por las persecuciones a otros sitios de las márgenes del Jordán y el monte Moriá fue abandonado.

Este recordatorio sólo busca entender mejor por qué razón un territorio de tan pequeñas dimensiones ha podido ser tan disputado a lo largo de la historia, y explicar por qué fue importante, tanto que en diferentes momentos se volvieran las miradas hacia lo que allí sucedía. Y, en última instancia, por qué fue y es Jerusalem una ciudad disputada, y ha sido y es el centro de tan numerosos relatos.

c. La propuesta de Chateaubriand

François-René, vizconde de Chateaubriand (1768-1848) fue el pionero de los viajeros que dejó claramente por escrito su intención de visitar el Santo Sepulcro de Cristo en su célebre libro Itinerario París-Jerusalem, publicado en 1811. Escribió uno de los relatos más completos y conmovedores del lugar que se convertiría en un punto de atracción sin igual. Luego del periplo que lo llevó desde Europa, se estableció en un convento en Jerusalem, de donde un buen día salió a las 9 de la mañana acompañado —eso sí, como todos los ricos que comenzaron a viajar hacia Oriente— por dos religiosos, un traductor, un sirviente y un jenízaro.

Aunque el viajero que antecedió a todos fue san Pablo, al menos el primero que viajó por motivos religiosos para proclamar la kerygma, es decir, que Cristo fue crucificado y resucitado de acuerdo con las Escrituras. Según sus Epístolas, estuvo en Damasco, Arabia, Éfeso, Tesalónica, Filipos (en Macedonia), Atenas, Roma, España y subió en varias ocasiones a Jerusalem.

Chateaubriand se interrogó, con pena, si debía ofrecer “la pintura exacta de los lugares santos”.4 Su visita fue previa al incendio acaecido un tiempo después y pese a que imaginó su destrucción, el recinto se salvó. Por eso escribió a su regreso de Judea: “La Iglesia del Santo Sepulcro no existe ya […], por así decirlo soy el último viajero que la ha visto; y seré por la misma razón, el último historiador”.5 Su afirmación escrita después de su viaje resultó falsa porque ya no la comprobó. Se enteró de un incendio parcial cuyos efectos no fueron tan drásticos como supuso.

Después de enumerar con precisión a los viajeros que lo habían precedido, extrajo de uno de ellos esta descripción:

La iglesia del Santo Sepulcro es muy irregular, porque se sujetó a los lugares que quisieron encerrar allí. Está hecha más o menos en cruz, con ciento veinte pasos de largo, sin contar el descenso de la Santa Cruz, y 70 de largo. Tiene tres domos donde el que cubre el Santo Sepulcro sirve de la nave de la iglesia. Tiene 30 pasos de diámetro y está abierta en alto como la rotonda de Roma. Es cierto que no hay bóveda: la cubierta está sostenida por grandes blasones de cedro que fueron aportados por monte Líbano. Antes se ingresaba por tres puertas, ahora sólo se hace por una donde los turcos guardan celosamente las llaves, para evitar que los peregrinos entren sin pagar los 9 cequís6 o 36 libras que cuesta el ingreso. Entiendo que los que vienen de la cristiandad, debido a que los cristianos están sujetos al Gran Señor, sólo pagan la mitad. Esta puerta está siempre cerrada y sólo hay un barrote de fierro, por donde quienes están fuera pasan comestibles a quienes están dentro.7

Después elaboró un listado de los representantes de las ocho naciones cristianas que resguardaban el lugar, en una tradición conservada hasta nuestros días: latinos, griegos, abisinios, coptos, armenios, nestorianos o jacobitas, georgianos y maronitas. El viajero al ingresar se encuentra con la piedra donde el cuerpo de Nuestro Señor fue uncido con mirra y aceites al ser descendido de la cruz, antes de ser conducido al sepulcro. Algunos afirman que fue traída desde la misma roca del monte Calvario. Otros dicen que José Nicodemo, el discípulo secreto de Jesucristo, introdujo la pieza.

Continuaba su relato, sin guardar gran coincidencia con lo que se lee, por ejemplo, en el Evangelio según San Mateo, cuando un ángel del Señor bajó del cielo e hizo rodar a piedra que cubría el sepulcro y se sentó sobre ella. El Santo Sepulcro, continuaba Chateaubriand, se encuentra a treinta pasos; es semejante a un pequeño gabinete cuyo interior es casi cuadrado y en una placa sólida de piedra fue colocado el cuerpo del Señor con la cabeza hacia el Occidente y los pies hacia el Oriente. Cuarenta lámparas iluminan el santo lugar. A doce pasos una gran piedra de mármol gris señala el lugar en el que Nuestro Señor se mostró a Magdalena. Después se encuentra la capilla de la Aparición, en donde, según la tradición, Nuestro Señor se apareció primeramente a María Magdalena y a la “otra” María, es decir a su madre, luego de su resurrección. Una capilla en un ángulo más adelante está dedicada a lo que se llamó la Prisión de Nuestro Señor, lugar donde debió esperar hasta que hicieran el hoyo para clavar la cruz.

Al salir de esa capilla, descendiendo una escalera adosada a la muralla de la iglesia, se accede a una suerte de caverna en la roca, para llegar a la capilla de Santa Elena, donde la madre de Constantino rezaba para hallar la Santa Cruz. Otros once escalones más hasta el sitio donde se encontró, además de los clavos, la corona de espinas y el fierro de la lanza, escondidos allí desde hacía trescientos años.

En otra pequeña capilla yendo hacia el monte Calvario se ve una columna de mármol gris llamada la columna del Impropere; en ella Jesús fue sentado mientras le ceñían la corona de espinas y le daban una vara para representar burlonamente al rey de los judíos.

Diez pasos después se sube por una escalera estrecha hacia el monte Calvario.

Ese lugar, en otro tiempo ignominioso, fue santificado por la Sangre de Nuestro Señor, sobre el que los primeros cristianos tuvieron un cuidado particular; y después de limpiarlo de todas las inmundicias y toda la tierra acumulada, lo cercaron con murallas: de suerte que en el presente es como una capilla alta encerrada en una gran iglesia. Está revestida de mármol por dentro y separada por una arcada. La que está situada hacia el septentrión es el sitio donde Nuestro Señor fue atado a la cruz. Hay 32 lámparas ardientes cuidadas por los que celebran todos los días la misa en el santo lugar.8

Debajo de esa capilla una placa marca el sepulcro de Godofredo de Bouillon llamado el “Defensor del Santo Sepulcro”, quien fuera duque Margrave de Amberes y duque de Baja Lorena. A su muerte, su hermano Balduino heredó el título de rey de Jerusalem.

El prejuicio cuenta que los cruzados se posesionaron de Jerusalem el 15 de julio de 1099:

[…] arrancaron la tumba de Jesucristo de manos de los infieles. Se mantuvo 88 años bajo el poder de los sucesores de Godofredo. Cuando Jerusalem volvió a caer bajo el yugo musulmán, la iglesia y el Santo Sepulcro fueron recuperados a precio de oro y vinieron monjes a defender con sus plegarias los lugares confiados inútilmente a las armas de los reyes: es así que a través de mil revoluciones la fe de los primeros cristianos permitió conservar un templo que pudo estar perdido para nuestro siglo.9

Así los primeros viajeros estuvieron contentos usando los textos de la Biblia y de los Evangelios que deben leerse para recorrer la tierra santa de “tradiciones y recuerdos”, decían. Chateaubriand se preguntaba que seguramente los cristianos querrían saber sus sentimientos, a lo cual respondió con el profundo recogimiento que le embargó al encontrarse frente al Santo Sepulcro, en ese recinto “singularmente misterioso” donde reina la “oscuridad”, aludiendo a las condiciones reales de la escasa luz del lugar y no a una metáfora que podría dar lugar a otras interpretaciones.

Sacerdotes cristianos de distintas sectas habitan las partes diferentes del edificio. De lo alto de las arcadas, ellos se recogen como palomas, del sobresaliente de las capillas y subterráneos, se escuchan sus cantos en todas las horas del día y de la noche. El órgano del religioso latino, los címbalos del sacerdote abisinio, la voz del griego, la plegaria del armenio solitario, especie de lamento del monje copto, golpeando uno y otro o todos a la vez en los oídos. Sabes de dónde salen esos conciertos, respiras el olor del incienso sin ver la mano que lo quema: solamente los ves pasar, perderse detrás de las columnas, en las sombras del templo.10

Varios siglos después fue construida cerca de allí la mezquita de La Roca por los musulmanes, y los judíos piensan que se erigió sobre las ruinas del Templo de Salomón, y en apoyo de esa idea se alega que en su base se encuentra el Hakótel Hama’aravi (el muro occidental del segundo Templo), o simplemente Kótel para los judíos o, como le llamaron los cristianos o gentiles, Muro de los Lamentos.

En el siglo VII una nueva prédica tendría eco en la región, venía desde la península Arábiga; se trataba de la de Mahoma que buscaba una religión que uniera a los dispersos pueblos árabes en torno a Alá. Como Dios había revelado la Torah a los judíos en hebreo, y a los cristianos los Evangelios en arameo (aunque algunos en griego), a los árabes les dio el Corán en su lengua. La tradición islámica considera que el profeta viajó en una sola noche de La Meca a Jerusalem y precisamente desde el monte Moriá subió en el equino Al-Borak, como un rayo, hasta la presencia de Dios, y la mezquita de Al-Aqsa se erigió para marcar ese lugar.

Abd al-Malik hizo construir a unos metros lo que se conoce como la Cúpula de la Roca, para recordar el sacrificio por el que Abraham habría de ofrecer a Dios su hijo Ismael en holocausto, mientras en la tradición judía se trata de Isaac. Colinda con el muro occidental de lo que fuera el lugar más sagrado del Templo de Salomón. Fue concluida en 691 de la era común, apenas sesenta años después de la muerte de Mahoma, lo cual la convierte en la edificación islámica más antigua del mundo. El hecho constata igualmente que la prédica del islam fue asombrosa por su rapidez en la historia de la humanidad.

Los cruzados reclamaron el control de Jerusalem que se había islamizado, como gran parte de la región, y su consigna fue rescatar el Santo Sepulcro de manos de los infieles, según el nombre endilgado a los musulmanes. La Ciudad tres veces Santa fue tomada por los cristianos que se posesionaron de ella por casi un siglo hasta que Salah-ad-Din (Saladino) la reconquistó en 1187 para los musulmanes. Sus batallas con Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra y responsable de la tercera Cruzada, se acrecentaron con las leyendas.

Hubo todavía otras Cruzadas, los muertos se contaron por millares y las atrocidades contra los judíos continuaron, pero lo que los musulmanes llamaron la Explanada de las Mezquitas se mantuvo bajo su control desde que Jerusalem fue tomada por Salah-ad-Din.

Jerusalem es una Ciudad Santa para las tres religiones monoteístas, asociada con los nombres de Abraham, Salomón, Jesús, Mahoma, Salah-ad-Din, es decir con la tradición plural del Medio Oriente y con una historia que no tiene fin.

En 1930 la ciudad de Jerusalem estaba llena de peregrinos de todas las naciones y religiones. El psiquiatra Heinz Herman descubrió entre sus pacientes una marcada sensibilidad a la religión y a la fe. Había tenido que tratar a gente que se creía una reencarnación del Mesías o creían que san Juan Bautista o María Magdalena los habían elegido como mensajeros. Llamó a esa enfermedad el síndrome de Jerusalem. Los síntomas eran una urgente necesidad de lavarse y de vestirse con ropa blanca. Muchos que habían venido en grupos o con sus familias los dejaban, se sumergían en fuentes y en arroyos. Tenían visiones y oían voces. La ciudad de Jerusalem no deja a nadie indiferente. La ciudad que es sagrada para las tres religiones monoteístas del mundo es hoy una ciudad dividida con un futuro incierto. Tanto los palestinos como los judíos reclaman la ciudad como su capital. La iglesia del Santo Sepulcro, constituida por los cruzados y de dimensiones monumentales, es disputada celosamente por todas las religiones de la Cristiandad, católicos, protestantes, coptos, griegos, ortodoxos y maronitas tienen acaparadas las esquinas de la gigantesca iglesia y los domingos es una torre de Babel que huele a incienso y mugre milenaria.11

d. Dios y la geografía

Jerusalem, Jerusalem y sus calles y sus rosas, guarda el embeleso de una de las ciudades más antiguas, donde hay rosas enormes y pequeñas, gruesas de pétalos o apenas con unos cuantos. Su gama de colores va del rojo escarlata al carmesí, del rosa pálido al coral, del amarillo al naranja. Las blancas abundan y están por todas partes, símbolo de la perfección fueron plantadas allí porque encierran el misterio religioso del monoteísmo judío, cristiano o musulmán, ¿acaso en su diversidad no buscan lo mismo: explicar los designios del Creador?

Las rosas contrastan con el sentido de Jerusalem como Ez Zeytouneh, la ciudad de los olivos, como también se le identificó. No hay viajero que haya escapado a la atracción de la mezquita del Domo de la Roca, imagen que, en el mundo de las paradojas, es el emblema del turismo; identifica a la Explanada de las Mezquitas, el tercer lugar sagrado del islam después de La Meca y Medina. El domo dorado, con su perfecta forma geométrica, siempre en la alineación ideal desde cualquier perspectiva para la mirada deslumbrada por el reflejo de los rayos del sol gracias a sus más de dos millones de teselas de cristal de colores dispuestas con la inclinación adecuada para que reflejen el haz de luz en la perspectiva de quien la contempla desde abajo. Fue la primera construcción de la nueva prédica que nacía por esa región del mundo.

Cuando esa mezquita llamada Qubbat as-Sakhrah fue construida según un modelo de Abd al-Malik, la maqueta a escala fue de tal perfección que afortunadamente se decidió conservarla pese a los continuos asedios a Jerusalem. De tal forma que el visitante puede solazarse adivinando las dimensiones de la dedicada al culto. En su interior, la construcción rodeó el lecho rocoso identificado con los acontecimientos fundacionales de las religiones monoteístas. Con sus columnas traídas de Bizancio, con los colores de la naturaleza del ocre al amarillo de reluciente mármol, se integraron también elementos cristianos.

Cuando Salah-ad-Din reconquistó la ciudad después de haber permanecido bajo el dominio cristiano durante casi un siglo, hizo traer a lomo de camellos cientos de toneladas de rosas —ya que se requieren tres para confeccionar un litro de su esencia concentrada— para limpiar con su agua perfumada palmo a palmo las impurezas encontradas en el monte Moriá.

Espacio circundado por la historia, pese a las fricciones de la imposición del Estado, las rosas se adhieren a las bardas que rodean la ciudad antigua, la más disputada, dándole un aliento de quietud, como si el tiempo se detuviera. Conmovido por la devoción que profesan los judíos cuando se acercan al Kótel, asombra descubrir, entre las calles abigarradas, el Santo Sepulcro. La guía para encontrar la basílica que lo alberga son los catorce pasajes de la Pasión, adosados en los muros que lo rodean. Entre las rosas surge la historia del centro ceremonial por los lugares santos de las tres religiones que acoge. No son necesarias las señales si sus indicaciones son reconocidas por el engranaje cultural de quienes los visitan.

Cuánto pudo haber cambiado en los siglos la llegada por la Vía Dolorosa perdida en el Zoco hasta nuestros días, con el mercado rebosante de mercaderías (camisetas con leyendas en hebreo, en inglés y árabe, los tocados de los judíos o capeles, las kufiyya con las que se cubren la cabeza los árabes). Hay acuarelas naïves con el Domo Dorado dibujado con colores chillantes, los pasajes de guerreros en lucha representando aquello de “ojo por ojo, diente por diente”, imágenes coronadas con caracteres árabes. Hay también rosarios cristianos de madera perfumada de rosas. Y, de pronto, al torcer un estrecho callejón, luego de cruzar un pasillo oscuro se accede a una breve explanada. Apenas un parpadeo y se está en la antesala de la basílica erigida por Elena, la madre del emperador Constantino para resguardar el que fuera por tres días el Sepulcro de Cristo, como se escribió en los Evangelios. El ingreso lleva a la oscuridad contrastante con el intenso sol de mediodía. En ese espacio oscuro es difícil imaginar que, según los cristianos, de allí emanó la luz del mundo. Un rectángulo de maderas en un espacio reducido guarda el Santo Sepulcro por el que tantas batallas se dieron. Dentro, al acostumbrarse a la penumbra, apenas se puede distinguir la humilde lápida al ras del piso donde fue uncido el cuerpo de Cristo. Apenas visible entre cientos de manos que quieren tocarla para mantenerse en el vértigo que emana de esa piedra.

El santuario del Santo Sepulcro parece una capilla añadida al conjunto, iluminada por las velas. Los sacerdotes de los cristianismos orientales ponen orden a los peregrinos que quieren entrar y tocar la tumba sagrada; una fila de personas con lágrimas en los ojos la rodea esperando el momento de ingresar. Algunos de los sacerdotes que resguardan el lugar dan alguna explicación cuando se les solicita. La impresión es la de volver a un tiempo remoto cuyos orígenes se pierden en las historias escuchadas.

La construcción presenta varios niveles y estilos, entre ellos los agregados que debieron hacerse en distintas épocas como en la de las cruzados. Contrario a lo que podría suponerse, la gente deja escapar sus emociones y grita y se mueve y llora y toma fotografías, ¿podría suceder de nuevo que Jesús apareciera para lanzar a los mercaderes del templo? Los turistas van y vienen en hordas. A veces sin lograrlo, los hombres de largas túnicas negras buscan mantener el orden.

Aquí los cristianismos se encuentran: armenios, maronitas, coptos, etíopes, caldeos, siriacos y griegos ortodoxos porque el antiguo sultán del Imperio otomano concedió a cada una de estas denominaciones el cuidado de una parte de la Basílica del Santo Sepulcro, que también es resguardada por la orden de los franciscanos, la única con ese privilegio.

Es una experiencia perturbadora no solamente por la espiritualidad sino por el contraste con los otros centros religiosos que, se dice, se instalaron allí por la fuerza de atracción del desierto. La calma de la Explanada de las Mezquitas permite escuchar los trinos de los pájaros que aprovechan cualquier rendija para refugiarse en la mezquita de Al Aqsa. Las palomas se posan sobre los escalones hasta que vuelan con el trajinar de los varones que corren descalzos a realizar sus abluciones en la hermosa fuente antigua en el exterior de la ciudad que los árabes llaman Al-Quds.

En el Kótel o Muro de los Lamentos, según los gentiles, se reúnen a la contrición o los cortejos festivos de grupos que danzan y cantan, acompañados por flautas y tambores, envolviendo la convivencia entre adultos y menores que viven el judaísmo, en los rituales de una boda o de un bar-mitzvah, entre la rigidez de sus estructuras y las opciones personales.

En el centro de la cristiandad el barullo es mayor, y ya es mucho decir cuando se clama a Dios frente a ese gran muro, tan sólido como la tradición cultural que resguarda. En Jerusalem, la espiritualidad de las diferentes religiones se vive en espacios de difícil demarcación —¿al igual que la realidad que los envuelve?—, porque conviven con distancias de apenas unos cuantos metros. ¿Cuáles son los límites de la identidad de ser israelí-judío, israelí-musulmán e israelí-cristiano? En Israel parece negociarse todo, incluso, aunque en menor medida, las jurisdicciones religiosas. La ciudad no deja a nadie indiferente, a los más de sesenta años de Israel, el Estado que resguarda este territorio, ¿cuántas familias viven separadas por ser parte de las culturas que las religiones auspiciaron?, ¿la celebración podría mostrar con orgullo que la convivencia en el mundo que inventó la multirreligiosidad y el multiculturalismo es posible? O, en el futuro, continuaremos frecuentando la sentencia de Ambrose Bierce, de que las guerras son la manera que tiene Dios de enseñarnos geografía.

 

2. EN EL COMIENZO

a. Dejar testimonio

Son varios los motivos que llevaron al hombre a emprender el viaje, la historia está llena de esos movimientos provocados por curiosidad, por el comercio, por la conquista. En la Antigüedad los griegos se acercaron a otros pueblos, tal como lo explica Heródoto de Halicarnaso, quien, antes de convertirse en primer historiador, fue viajero desde que muy joven abandonó su hogar. Así antes de historiar con la información que obtuvo en sus viajes, vivió in situ los prejuicios respecto a los extranjeros. Desde el principio de los tiempos los ajenos son los bárbaros, aun cuando por lo general los mercaderes eran esperados; por ejemplo, los fenicios a quienes no se les atribuye calidad de guerreros. Heródoto, como gran narrador, contó la expansión persa y la invasión de Grecia por Jerjes, con ese gran relato de cómo el conquistador desafió al mar con un gran corredor formado sobre sus aguas turbulentas con barcos fenicios para hacer pasar su ejército de Asia a Europa.

El mismo cronista viajero contó cómo en el origen de las disputas entre los pueblos estaban los raptos de mujeres, que dejaban ver las necesidades o el afán de dominio y, desde luego, que todos los datos aportan a la historia y documentan los prejuicios. “Lo que no tiene duda es que al Asia y a las naciones bárbaras que la pueblan, las miran los persas como cosa propia suya, reputando a toda Europa, y con mucha particularidad a la Grecia, como una región separada de su dominio”.12

Destaca en la historiografía de Heródoto su capacidad no solamente para escribir sobre los conflictos, guerras y batallas; se adelantó igualmente a los viajeros de siglos posteriores en un interés al que se sumaron muchos con el correr de los siglos. Al visitar las pirámides de Egipto veinte siglos después de haber sido construidas en el siglo XXV antes de nuestra era, pudo relatar con detalle la de Keops: “La pirámide se construyó de este modo: a manera de gradas, que algunos llaman adarves y otros zócalos. Hecho así el comienzo, levantaron las demás piedras con máquinas formadas de maderos cortos, que las alzaban desde el suelo hasta la primera hilera de las gradas; cuando subían hasta ella la piedra, era colocada con otra máquina levantada sobre la primera grada, y desde ésta era levantada hasta la segunda hilera por otra máquina”.13 De conocerse mejor este pasaje de un viajero como él, que interrogaba a quienes podía, correría menos tinta sobre todo lo que se ha especulado sobre cómo se realizó la hazaña que dio origen a una de las siete maravillas del mundo antiguo. La hipótesis más reciente es que cada bloque fue realizado con mezcla que se preparaba en el mismo sitio en que sería ubicado, lo cual permite entender su desplazamiento a pesar de sus grandes dimensiones y enorme peso.

Los romanos, por el contrario, no gozaron de buena fama debido al maltrato que daban a los vencidos. Es Tácito uno de los viajeros latinos que más contacto ha tenido con los bárbaros: “bretones pacificados, pictos insumisos y, sobre todo, germanos. Pasando por alto simplificaciones racistas, ha reconocido cualidades humanas entre esos pueblos sin dudar jamás, no obstante, de la superioridad de Roma”.14 En cierta forma adelantó la forma de vencer a los germanos por sus vicios: “beben un líquido que obtienen de la cebada o del trigo y que, al fermentar, adquiere cierta semejanza con el vino […]. Si florece su embriaguez suministrándoles cuanto deseen, se les vencerá por sus vicios no menos fácilmente que por las armas”.15

Un viajero más cercano a nuestro tiempo, aun cuando apenas iniciaba la época de los grandes viajeros, fue el polaco Jan Potocki, quien viajó a Marruecos en 1791. Relataba su llegada el 4 de julio, embelesado por “el frescor y la limpieza tan grandes, que no desearía otra para mí mismo, si nuestro clima permitiera el uso de salones abiertos, surtidores y pavimentos de loza”.16 Al día siguiente, sin embargo, escribió: “el odio que los árabes tienen hacia los españoles es muy fuerte. Cuando un hombre del pueblo encuentra a un extranjero no deja nunca de decirle ingliz bono, spaniol malo”.17 Entonces, los prejuicios no desaparecieron pero cambiaron y con el tiempo se destacaron los puntos más atractivos y las prácticas diferentes de otros pueblos.

b. La tradición del viaje entre los árabes

La relación de viaje fue un género destacado en el desarrollo de la cultura y la literatura árabes. Los grandes viajeros iniciaron la rihla, que significa viaje, partida, marcha, salida, emigración, periplo, itinerario, “relato de viaje”.18 Se caracterizó por que todos sus autores escribieron en árabe; es decir, son árabes musulmanes pero también son occidentales porque provienen del Magreb o de Al-Ándalus, aunque la lengua, en su desarrollo, fue compartida por judíos y cristianos. Aunque los padres consienten que sus hijos salgan del hogar para conocer el mundo y vuelvan con experiencia, son los viajeros a partir del siglo X los que quieren trascender, por eso iban a la búsqueda de la ciencia (talab al-’ilm) en los grandes centros orientales: Alejandría, El Cairo, Bagdad o Damasco. Muchas veces el pretexto o justificación era cumplir con el hajj, uno de los cinco mandamientos del islam, que obliga a los fieles a viajar cuando menos una vez en la vida a La Meca, en lo que todos coincidían ya desde entonces.

Su más destacado autor y uno de los primeros fue el valenciano Ibn Yubair; a él corresponde el privilegio de redactar un relato enlazando literatura y viaje. Comenzó sus anotaciones el 30 del mes de Shawwal del año 578 de la Hégira, es decir, el 25 de marzo de 1183, frente al monte Sulayr, la Sierra Nevada de la España de nuestros días, en un viaje que concluyó casi dos años después en 1185.

Comenzaba diciendo: “La partida de Ahmad b. Hassan y de Muhammad b. Yubayr desde Garnata [Granada] —que Dios guarde— con la intención de llegar al Hiyaz bendito [región donde se encuentran La Meca y Medina] —que Dios asocie a ella la facilidad y comodidad y el acuerdo de su graciosa ayuda […] Pasamos por Yayyan [Jaén] para la resolución de algunos asuntos”. Y así va narrando los lugares desde donde inició su recorrido, hasta llegar a Ceuta para embarcarse rumbo a Alejandría. Un mes les tomó llegar a ese destino y escribir: “En primer lugar [destaca] el hermoso sitio de la ciudad y la vasta extensión de sus construcciones, hasta tal punto que nosotros no hemos visto una ciudad de tan amplias vías, ni de más altos edificios, ni más excelente, de mayores multitudes que ésta. También sus mercados están extremadamente animados”.

Nótese que el relato antecede al Cantar de Mio Cid, que se ubica por los especialistas alrededor del 1200, con la paradoja de que el primero se refiere aún al esplendor árabe en la península, mientras que el Cid narra la épica de las batallas que se han iniciado contra su estancia y marca el principio de un fin que aún esperaría varios siglos con la expulsión de los judíos de España en 1492, que coincidió con el ocaso del emirato nazarí de Granada.

Es importante que Yubair aún pudo observar en su viaje lo que quedaba del famoso Faro de Alejandría: “Entre sus maravillas, una de las más grandiosas que hayamos visto es el faro que Dios, poderoso y grande —por obra de quienes se sirvió para eso—, puso como ‘señal para los observadores’ y como punto de correcta referencia para los viajeros. Sin él no encontrarían en el mar la buena dirección hacia la tierra de Alejandría”.19

Después, por los atropellos de los funcionarios, invoca la figura del momento: “Este asunto que, sin duda, Saladino no sabe que acontece; pues, si él lo supiese, dará orden de atajarlo, como ordenó cesar los abusos más importantes y combatiría a los que los practican”.20 Saladino se ha impuesto sobre Damasco y El Cairo y “ha extirpado el chiismo de Egipto […]. Ha reprimido sobre todo a los cruzados del norte de Mesopotamia: estaban allí acantonados en Palestina y sobre una estrecha franja del litoral entre Tiro y San Juan de Acre”.21

Algo curioso resultó la sorpresa del viajero ante la heterodoxia del islam en esa región, contraria a su fe magrebí. Visitó todos los sitios de oración y consideró que un nuevo amanecer llegará porque “Dios remediará pronto esto gracias al poder de los almohades, auxiliares de la fe, los mejores fieles de Dios para defender la ley y la verdad”.22 De donde se desprende que, por lo que ha observado, encuentra la salvación de su fe en Occidente más que en Oriente, algo que en la actualidad resultaría una más grave heterodoxia de la que él vio, tanto que llega a suponer que el primer lugar que debía ser purificado era La Meca, pese al estado de exaltación religiosa que experimentó en ese lugar sagrado.

Yubair se mostró afligido cuando vio Monte Líbano y debió aceptar que los cruzados ocupaban desde hacía cien años la Tierra Santa. Insultó con la palabra la presencia de la “marrana”, refiriéndose a la reina, la madre del “puerco” rey de Akka. Explica Jean Soublin que se refería a Balduino IV, rey de Jerusalem que residía en San Juan de Acre. “Dios lo hizo padecer de lepra, haciéndole gustar por anticipado la desdicha de la venganza.”23 Vio Acre como una ciudad corrompida llena de puercos y cruces. Aun así se alojó en la casa de un cristiano. Después visitó Tiro, donde asistió a una boda cristiana, dejando un testimonio único de algo de lo que en pocas ocasiones ha quedado constancia:

Todos los cristianos, hombres y mujeres, estaban reunidos para la ocasión y formaban hileras a cada lado de la puerta del domicilio de la desposada […]. Ella salió con paso relajado […]. Tenía un aspecto soberbio, vestida con suntuoso traje, de larga cola y faldas de seda brocada en oro, según la moda que siguen los cristianos. Iba tocada con una diadema de oro, donde estaba retenida una redecilla también de oro. Llevaba sobre la garganta una redecilla semejante. La desposada se pavoneaba con sus joyas y sus adornos, avanzaba lánguida como una paloma o una nube que pasa.24

Su intención literaria realza la crónica, rica en su contenido por develar las costumbres de los cristianos de la región muy cercana a ese mundo oriental que, siglos después, seducirá a los europeos. Hay en esa descripción indicios de un orientalismo propio, relacionado estrechamente con los valores de quienes habitan la región.

Embarcado en Acre para regresar a su tierra, temió que los cristianos de Sicilia fuesen peores que los que había visto en Levante. No fue así, se sorprendió que permitieran a los musulmanes administrar un país cristiano, más cuando eran los tiempos de organización de la tercera cruzada sobre Jerusalem. El ambiente que auspiciaba el rey de Sicilia debió ser muy particular, si peregrinos cristianos y musulmanes convivieron, interesándose ambos en los relatos de Yubair. Sin embargo, las prácticas se habían fundido, y el rey cristiano mantenía un harem, eso sí poblado de mujeres musulmanas. Algo más, observó que en algunas ciudades, las cristianas estaban vestidas como musulmanas. Es interesante que en Palermo “observa una ciudad multicultural y plurirreligiosa que le parece funcionar de maravilla”. Pero quizá lo más importante es que “Sicilia es un reino cosmopolita, el único donde se habla a la vez griego, árabe y latín: se ha convertido en centro de traducción”. 25

Y entre los viajeros más famosos —que sin embargo marcó el declive del género— está Ibn Baṭūṭa, quien salió de Tánger, donde nació, el 2 de rayab del año 725 (14 de junio de 1325 después de la era común). También se maravilló al llegar a Alejandría, pero ya encontró problemas con lo que fue la maravilla de su faro: “En esta peregrinación estuve en el faro y comprobé que uno de sus flancos estaba en ruinas. Se puede describir como una construcción cuadrada que asciende por los aires. La entrada está por cima del nivel del suelo y frente a ella hay un edificio de altura pareja a la de la puerta sobre el que caen planchas de madera para pasar y una vez izadas no hay manera de acceder a la puerta”. Terminaría su testimonio sobre lo que quedaba de una de las siete maravillas del mundo antiguo: “A mi regreso a los países del Magreb el año 750 [1349 de la era común] quise visitar de nuevo el faro, pero lo encontré enteramente derruido hasta el punto que no era posible ni entrar en él ni llegarse a la puerta”.26

c. La proliferación de viajeros y el orientalismo

En el terremoto de las Cruzadas, San Luis Rey de Francia precedió siete siglos a los viajeros que siguieron a la campaña en Egipto de Napoleón Bonaparte (1798-1799). El emperador francés será reconocido como el primer orientalista, porque fue él quien abrió para el mundo moderno a Egipto y sus misterios, lo cual aconteció igualmente con el conjunto de Medio Oriente con la llegada de sus tropas y un grupo de científicos que participó con su patrocinio en esa aventura.

En el siglo XIX