La Ciudad de México que el cine nos dejó - Carlos Martínez Assad - E-Book

La Ciudad de México que el cine nos dejó E-Book

Carlos Martínez Assad

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Con este libro Carlos Martínez Assad reafirma su interés por la cultura y sus formas de representación en la capital. Ahora, por medio de las imágenes cinematográficas, muestra los cambios experimentados por la ciudad de México desde el comienzo del cine de ficción hasta nuestros días, un periodo que va de 1916 a 2006. Se trata de cubrir 90 años de cine nacional y cómo, independientemente de las tramas y finalidades de las historias contadas, aparece la ciudad como el escenario que se va imponiendo al paso del tiempo, desde donde se divulgan las costumbres y se reafirman los nuevos valores. Su interés por la problemática nacional le ha llevado a escribir varios trabajos que son referencia obligada para el conocimiento de las regiones del país. A la ciudad de México le ha dedicado varios de ellos: El Ángel (gobierno del Distrito Federal, México, 2006); La Patria en el Paseo de la Reforma (Fondo de Cultura Económica, México, 2005); entre otros.

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PRÓLOGO

 

A Lupita la de La Estrella y a Eleazar López Zamora cuando en el cine añorábamos el porvenir

 

La historia de los historiadores, dice Marc Ferro, “se creía científica cuando en realidad sólo era erudita, culta”1 cuando se apoyaba en fuentes documentales primarias. Los estudios en humanidades y en ciencias sociales, sin embargo, fueron recurriendo a las referencias culturales como el teatro, la novela, la ópera antes de la aparición del cine, de la televisión o de la era digital que vivimos. Ha sido difícil en las ciencias sociales completar la información con fuentes no escritas. En otros países se comenzó a insistir en ellas, y aun así hasta hace pocos años en México se juzgaba improcedente apoyarse en testimonios fotográficos o fílmicos; los libros considerados serios que osaban ostentar imágenes —cuando no estaban dedicados a la historia del arte— eran vistos con una suerte de desprecio. Sin embargo, se han dado cambios notables y algunos investigadores anteriormente reacios a su uso, ahora recurren con frecuencia a un universo inagotable de posibilidades.

“Pese al éxito de las nuevas metodologías, me temo que la academia es cada vez más incapaz de relatar acontecimientos que ayuden a comprender nuestro presente”, dice Ángel Luis Hueso.2 Esta llamada de atención la hace alguien comprometido con el mundo de las imágenes y en particular con el cine. En nuestro tiempo las imágenes toman el relevo de la escritura, como afirma Castells: “la cultura audiovisual se tomó una revancha histórica en el siglo XX” y es una paradoja volver con lo digital a las expresiones antiguas de las imágenes como en las tumbas egipcias o mayas.3 Porque al fin y al cabo, agrega Ferro, “con frecuencia son las imágenes, más que lo escrito, las que marcan la memoria”.4

Si en México los liberales del siglo XIX hubieran contado con el cine, lo habrían utilizado en su pedagogía para el aprendizaje de la historia, según el referente del Paseo de la Reforma. Allí contaron la historia de los momentos fundamentales de México a través de las imágenes: la Conquista (Monumento a Cuauhtémoc), la Colonia (Monumento a Cristóbal Colón), la Independencia (en el Monumento que la consagra y designada por decreto el Altar de la Patria) y otros pasajes por medio de los personajes más destacados que participaron en la construcción de la nación, tal como se representaron en la estatuaria que se desplegó a lo largo de esa avenida.5

Así, en sus inicios, los precursores pensaron que el cine era para educar. Se realizó con intenciones de historiar. No en vano fueron la Revolución mexicana, la Gran Guerra y la Revolución rusa los primeros grandes eventos que atrajeron al público para informarse y ya no para divertirse exclusivamente, como había sucedido con las primeras exhibiciones de “vistas”. Pronto ya no se trató sólo del retrato con movimiento, sino de filmes de ficción que resultaron recreaciones históricas del lugar, de la época, de las costumbres, de las modas, de los valores y prejuicios donde la narración ocurría. Se trataba más del “testimonio del espíritu de la época que de la realidad de la película”.6

No obstante, los historiadores que se han acercado al cine han privilegiado en su búsqueda el cine histórico y lo han hecho de manera notable, como el ya citado Marc Ferro y en México Aurelio de los Reyes,7 con libros excepcionales por la mirada que nos propusieron para analizar la historia vinculada con el cine. Reconocieron que en el cine histórico el relato aún no coincide exactamente con lo sucedido porque se trata de una representación, lo cual se extiende también para la historia. Y en ese sentido, hay que señalar que: “Representar no es emplear un código simbólico convencional [...], sino configurar, o sea, componer figuras que son analógicas de las formas ya conocidas empíricamente en la realidad y que corresponden a las apariencias perceptibles de las cosas”.8

Ahora son ya frecuentes los humanistas y especialistas de las ciencias sociales que se acercan al cine con otros objetivos, por ejemplo David Maciel, que ha buscado la “conexión entre el mundo de las ideas y el ámbito de los cambios sociales y la política”, así como la relación entre las imágenes cinematográficas y la cultura popular9 para conocer e interpretar la representación del chicano en el cine. Por su parte, David William Foster ha buscado la subversión de los valores sociales y las nuevas pautas de conducta en la ciudad a través del cine.10

Una búsqueda a profundidad en la cultura mexicana fue la de Carlos Monsiváis, quien encontró en el cine que “el contexto político entrega una explicación convincente de la producción fílmica de cada época”.11 Con la agudeza de su percepción sociológica, sin abandonar lo emocional, logró a través de una figura central de la cultura popular mexicana como lo es (¿fue?) el actor Pedro Infante mostrar la esencia del cine mexicano. Expresó, como sus principales aportaciones, haber hecho: “El primer recorrido visual, aceptado de inmediato, de la nación que no depende de las leyes (por lo común desconocidas), ni de la política (que se omite), ni de la moral católica (el ámbito de los reflejos condicionados y el requisito inescapable de la respetabilidad en cualquier nivel social), ni de la Historia (que casi siempre es un kitsch sin convicción). Esta unidad profunda surge del entusiasmo por la fantasía que contiene paisajes, costumbres, hablas, vestimentas y actitudes tradicionales que en algo recuerdan las de México y a partir de allí improvisan”.12

Esos temas estuvieron entre los objetivos de este libro dedicado a las historias que ocurrieron en la gran ciudad y los personajes que el cine creó para luego devolver su rostro en el gran espejo de la sociedad, según la ficción cinematográfica. La sociabilidad de los mexicanos estuvo asociada con las diferentes etapas por las que ha pasado el cine mexicano con el reconocimiento simbólico del lenguaje visual que necesariamente debe ser complementado con el escrito. Las imágenes son parte del texto que narra la ciudad de México tal como se filmó.

1 Marc Ferro, El cine, una visión de la historia, Akal, Madrid, 2008, p. 6.

2 Ángel Luis Hueso, prólogo a Robert A. Rosenstone, El pasado en imágenes. El desafío del cine a nuestra idea de la historia, Ariel, Barcelona, 1997, p. 29.

3 Manuel Castells, La era de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. 1: La sociedad red, Siglo XXI Editores, México, 1999, p. 360.

4 Marc Ferro, op. cit., p. 7.

5 Véase Carlos Martínez Assad, La Patria en el Paseo de la Reforma, Fondo de Cultura Económica-Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006.

6Ibíd., p. 25.

7 Es notable su trabajo Cine y sociedad en México 1896-1930. Vivir de sueños, vol. 1: 1896-1920, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1981.

8 Joan Costa, La fotografía. Entre la sumisión y subversión, Trillas, México, p. 15.

9 David Maciel, El bandolero, el pocho y la raza. Imágenes cinematográficas del chicano, Universidad Nacional Autónoma de México-University of New Mexico Center for Regional Studies (Cuadernos Americanos nueva época, 5), Albuquerque-México, 1994, p. 13.

10 David William Foster, Mexico City in Contemporary Mexicana Cinema, The University of Texas Press, Austin, 2002.

11 Carlos Monsiváis, Pedro Infante. Las leyes del querer, Aguilar, México, 2008, p. 68.

12Ibíd., pp. 69-70.

LA CIUDAD DE MÉXICOQUE EL CINE NOS DEJÓ

Carlos Martínez Assad

 

Son las películas las que de verdad atrapan la ideología de la época.

Slavoj Žižek

 

Si el cine no es moral puede ser metafísico. Es el recuerdo de una imagen —lo que no es lo mismo que haberla vivido— y sobre todo, es el recuerdo de una emoción.

Daniel Toscan du Plantier

 

Casi al finalizar Vértigo, de Alfred Hitchcock, aparece Kim Novak ya no como la rubia, fina y elegante dama suicida Madeleine, sino morena y vulgar. El enamorado Scottie Ferguson, el acrofóbico detective a quien da vida James Stewart, debe, porque es su deseo, convertirla en “su” verdad. Sin embargo, el espectador ya sabe que fue un falso recurso el que alentó su ilusión amorosa. Entonces reinventa lo que desde su inicio tergiversó o manejó en su mente, sin saber de la manipulación de la que fue objeto. Para el protagonista no hay mentira en la idea que tiene de la verdad sino un proceso de elaboración/reelaboración, siempre presente en el cine del director inglés, quien expresó con inteligencia el canon de la mentira verdadera que es el cine.

C. M. A.

PRESENTACIÓN

La investigación que dio origen a este libro buscó a la ciudad de México en el cine mexicano con su ritmo y su sentido. Lo hizo a través de las películas conocidas por los espectadores de hoy y de siempre. Comprende aquellos elementos que le dan identidad a los mexicanos cuando se reconocen en situaciones del acontecer urbano. El cine comenzó en las ciudades, retrató a los personajes anónimos que transitan por sus calles, sus plazas, sus parques. No se trata solamente de destacar los dos o tres filmes que, de acuerdo con los críticos y los conocedores, resultan los más emblemáticos de la vida urbana. He buscado en las películas que pueden verse en cualquier sala cinematográfica o incluso en la televisión; se trata de un repaso que se centra en el cine común, el habitado por los actores más conocidos y las actrices más admiradas, por lo que no elude el lugar común. Reconoce, sin embargo, que la ciudad es todo, sus ruidos, sus calles, sus edificios, sus anuncios, sus plazas, sus parques y su gente.

Este libro es una aproximación al cine que conmovió hasta las lágrimas a nuestros padres o les hizo reír o experimentar sentimientos varios, pero también el que ven nuestros hijos; entre los primeros melodramas y los temas de ahora para acercarse a los jóvenes buscando nuevas formas de comunicación y de comercialización. Es el cine del pasado y el moderno que encontraron en la ciudad de México el espacio más adecuado o a veces indispensable para contar sus historias. Es el predominio de la cinta en blanco y negro que va transformándose en la de color, de manera pausada con un principio o un final donde estallaba un amplio colorido para emoción del espectador, hasta imponerse a lo largo de la película y hacerse más atractivo en el presente. Es la fotografía clásica que deja el paso a la de la era digital, del realismo a la composición de los efectos especiales.

Los espectadores viven (vivimos) una suerte de selección natural o de encuesta aleatoria porque sería imposible haber visto o ver todas las películas que se han filmado o filman, incluso cuando en México se producen tan pocas en la actualidad.1 De allí que aun cuando es el cine el que toma a la ciudad como escenario, no es necesariamente urbano, porque por lo general los directores no tuvieron ese objetivo. No obstante, se alude a muchos filmes urbanos aunque no sea requisito para ver solamente en ellos la ciudad de México sino las intrincadas relaciones sociales de quienes viven en ella.

Aun cuando el cine documental debe contener un amplio metraje de cinta dedicada a la ciudad de México, no es considerado en este ensayo, porque se prefirió la mirada lúdica de quien estando interesado por un primer plano, dejó también la impronta de lo acontecido en la ciudad, dándole más importancia de lo que parece. Hay una mirada inocente contraria, por ejemplo, a la de un filme tan apreciado como El grito (1971), de Leobardo López Aretche, por ser el retrato más vívido del movimiento estudiantil de 1968 o a la menos recordada, pero interesante muestra de la miseria urbana, de Q.R.R. (siglas de Quien resulte responsable) (1970), de Gustavo Alatriste.

La riqueza del documental, sin embargo, no puede competir con el cine de ficción “porque estamos frente a un discurso construido, no ante la realidad cruda; un discurso que, en el caso del cine de ficción, convoca a la fantasía”.2 Además, por la intervención de los espectadores que se identifican con los personajes, quieren vivir sus situaciones y los aproxima el reconocerse, cuando menos, en los lugares por donde transitan y pueden imaginarse estar en los que desconocen. Van igualmente al encuentro de los elementos que llevan a anudar la identidad nacional.

En el cine mexicano aparecen los símbolos colectivos reconocibles: los hay de la tradición histórica como la Catedral Metropolitana o de la modernización como el Monumento a la Revolución o el Palacio de Bellas Artes —quizás por el uso del concreto y del hierro— y la megalópolis de los rascacielos desde la Torre Latinoamericana hasta la Torre Mayor. Julia Tuñón agrupa esos símbolos en sugerentes horizontes: el cosmopolita de escenas nocturnas y anuncios luminosos; el del progreso con calles bien planeadas, autos circulando y edificios imponentes; el de la tradición representada por la Catedral y el Zócalo; el de la cultura con el Palacio de Bellas Artes; el de la justicia con la cárcel de Lecumberri conocida como el Palacio Negro; y el de la desesperanza con los ruidos ensordecedores y la pobreza expresada en el puente de Nonoalco.3 El público reconoce los espacios que le dan identidad y los celebra: “Nos sorprende reconocer las calles, los edificios de nuestra ciudad, la moda que usaban nuestras madres o abuelas [...] la música, los cantantes, orquestas y bailes, los ritmos y canciones, espectáculos fugaces que se conservan en el cine”.4 La “obsesión por el paisaje”, según Aurelio de los Reyes, es “una de las constantes de la producción de aquellos años; paisajismo y nacionalismo fueron términos equivalentes”.5

Hay una estética urbana no sólo recurrente sino recreadora de lugares comunes entre los más vistos en el cine; es la modernidad generalmente representada desde una vista aérea del Paseo de la Reforma que se detiene en alguna de sus glorietas, puede ser la del Ángel de la Independencia, la del Monumento a Colón o de la Diana Cazadora; el Zócalo ubica al espectador de inmediato en la gran urbe; las calles del centro de la ciudad auguran la presencia de los problemas sociales. Cualquier encuadre sobre la megalópolis retrata primero a la ciudad industrial y a la postindustrial, entre otras formas de representación, donde puede suceder todo en el plano humano: el crimen, las pasiones amorosas, los engaños, el enriquecimiento, la pobreza, la vida en los barrios antiguos.

Muchas veces el cine nos permite ver los cambios, por ejemplo el Zócalo en sus diferentes versiones urbanísticas ajardinado o convertido en plancha de concreto; el lugar donde hay un centro comercial y antes era un estadio de beisbol; un manicomio en cuyos terrenos surgieron viviendas para la creciente clase media o lo que fuera un gran basurero sembrado ahora por modernos edificios. En referencia a los cambios que hay en el mundo, puede coincidirse:

Es verdad que crecer, o envejecer, es ir asistiendo a la progresiva desaparición del mundo, esto es, de tu mundo, o más bien de los distintos mundos de tu pasado, porque cuanto mayor eres, más capas biográficas vas teniendo a la espalda. Y así, desaparecen las personas que conociste y que fueron importantes en determinada época de tu vida, unas porque murieron y otras simplemente dejaron de compartir su existencia contigo. Desaparecen, sobre todo, edificios, calles, glorietas, carreteras... tras las obras probablemente todo quede mejor, pero se habrán esfumado para siempre callejones oscuros en donde una pareja se besó por primera vez, aceras cuarteadas en las que jugaron tarde tras tarde infinidad de niños, paisajes ciudadanos unidos indeleblemente al recuerdo de un amor o un dolor, de un principio o un final.6

Este ensayo es una mirada al cine de la ciudad, aun cuando en ocasiones sea a vuelo de pájaro con rapidez engañosa para la vista, buscando “los imaginarios provocados por la relación con los cambios de la ciudad, con lo que se ve y lo que se ‘construye’ ”.7 Alguien dijo que el cine es la mentira más verdadera. Supongo que pensaba en los relatos, en la creación de estereotipos, en la construcción de escenarios poco creíbles, pero eficaces, utilizados hasta la saciedad cuando el cine mexicano mostró la vida de las clases sociales en las casas de los ricos burgueses en los barrios elegantes o de los pobres en las convenientes vecindades. He preferido no incluir en este ensayo esas películas que mostraron una calle falsa, de preferencia de noche, un cabaret con poca credibilidad, una mujer desafortunada y un hombre malvado y ¡ya está! Ésa fue la concepción del cine urbano que privó en muchos directores obligados o conformes con filmar en interiores cuando la calle estaba allí saliendo de los estudios.

El cine que interesa aquí es el de esa ciudad donde es posible percibir los cambios y transformaciones, porque se trata del medio más eficaz para percibirlos junto con una sociología de la mutación de los valores, de las prácticas y de las actitudes frente al paso de los años. El cine es un apoyo de la sociología, dice Carlos Monsiváis, pues permite el análisis del cambio de costumbres. Esto es importante porque los usos y costumbres van cambiando. Por ejemplo, es muy sugerente el sentido de una frase como la de “hacer el amor” en los años cuarenta del siglo XX y su significado en el año 2000. Pedro Infante en La mujer que yo perdí (1949), alentaba a Silvia Pinal a hacer el amor en la ventana con reja de por medio, en una equivalencia más adecuada con el “enamorar” de nuestro tiempo. En la propaganda de Campeón sin corona (1945), de Alejandro Galindo, se leía: “Seguramente usted ha visto en pantalla las distintas formas en que hacen el amor los hombres de México... Todos hacen el amor en distinta forma pero siempre alentados por esa pasión”,8 lo cual podría entenderse en el extremo como alusión a un cine gay, pero se trata solamente de una expresión cuyo contenido era diferente entonces. En el cine de otro tiempo anunciaban lo que tenía una intención inocente, en el de ahora simplemente una pareja hace el amor sin verbalizarlo.

El cine es arte, pero también es retrato fidedigno de una época, historia de las comunidades, propagación de la moda, por lo cual también podría decirse que es una expresión de las mentalidades. Carlos Monsiváis considera menor ahora el analfabetismo cinematográfico que el literario.9 En ese sentido he pensado este libro como una suerte de museo interactivo en el que entra un espectador y es conducido por los cambios ocurridos a través de las imágenes detrás de los relatos cinematográficos. No he visto todas las películas que se mencionan sólo para “ilustrar las ideas que se expresan”,10 sino por las mismas imágenes que las convierten en la fuente por excelencia.

El inicio de este libro es compartir la duda de Carlos Monsiváis que hube de resolver una centena de ocasiones: “domingo y es la hora del cine. Elegir es un compromiso familiar, la película entretenida, la más recomendada, la que mejor se presta a los comentarios en la oficina a la hora del café. Elegir es una responsabilidad interminable. Elegir es un problema irresoluble”.11

EN BUSCA DE UN ESCENARIO

La forma de una ciudad cambia, como se sabe, más rápido que el corazón de un mortal, dice Julien Gracq. Por eso la única posibilidad de aprehender el instante fue durante casi un siglo territorio exclusivo del cine. Allí vemos los cambios, las transformaciones y el desarrollo de la ciudad de México, que se convierte en urbe, luego en metrópoli y más tarde en megalópolis. En las imágenes del cine queda plasmada su memoria, su diario acontecer de manera aleatoria porque no era ése el único objetivo del realizador, que utiliza a la ciudad más como escenario; aunque las primeras escenas en movimiento fueron en las calles parisinas, ya con actores resultaron más convenientes los espacios cerrados, y finalmente se volvió a la calle. Por ello propongo el cine como museo, pero como un museo dinámico, donde interactúa el público para reconocer ese territorio siempre cambiante para que quienes vivieron el tiempo pasado puedan adquirir un conocimiento lo más próximo a la realidad.12

El cine se conoció en México cuando iniciaba la agonía del porfiriato, como llamó Alfonso Reyes al régimen que encabezó Porfirio Díaz durante treinta años. Ya desde 1896, podemos ver al dictador asistir complacido a las vistas proyectadas por los ayudantes de Lumière y él mismo acepta posar para los pioneros en esa su primera visita a México. Hacia el final de ese mismo año una película reconstruía un sonado duelo entre dos diputados, nada menos que en el bosque de Chapultepec.13 Más tarde vemos transitar al todavía presidente Porfirio Díaz por la terraza del Castillo de Chapultepec, su residencia ubicada en ese sitio y, en 1908, llegando en automóvil al Palacio Nacional frente a la Plaza de la Constitución. En septiembre de 1910 presidió los festejos del Centenario del inicio de la Independencia sin dejar de volver la vista a la cámara que, al fin y al cabo, está consciente de que se filma para la posteridad. Y en 1911 se filman secuencias del Derby de Peralvillo, antes de que las cámaras se desplacen hasta Ciudad Juárez para observar el avance de las tropas revolucionarias comandadas por Francisco Villa y Pascual Orozco que seguían al apóstol de la democracia, Francisco I. Madero.14

Sin embargo, el cine mexicano había nacido y se desarrollaría en la ciudad de México porque desde entonces la “ciudad” quiere decir “progreso”;15 aun cuando Jesús H. Abitia y Salvador Toscano filmaban escenas de la Revolución y el golpe de Estado, que se denominó el Cuartelazo, en febrero de 1913, hacía plenamente identificables los emplazamientos alrededor del Zócalo y de la Ciudadela, así como el paredón de la cárcel de Lecumberri donde fueron asesinados Madero y Pino Suárez.

La banda que asoló a la ciudad de México por el rumbo de la colonia Guerrero. El automóvil gris (1919), de Enrique Rosas y Joaquín Coss (Filmoteca UNAM).

Cuando posteriormente la ciudad de México fue asolada por la Banda del Automóvil Gris, al calor de los acontecimientos se lleva a la pantalla con una ficción mínima. Con sus más afamados barrios como escenarios, por las entonces despobladas colonias Santa María la Ribera, Centro y Roma en el filme El automóvil gris (1919), de Enrique Rosas y Joaquín Coss, aparecen los maleantes deambulando por espacios apenas reconocibles: la Estación Colonia, el cine Olimpia y hasta la pulquería El Triunfo de San Ángel. Cuando uno de los denunciantes, Vicente González Martell, caracterizado por el mismo Rosas, sale de la inspección de policía, puede verse la estatua ecuestre de El Caballito, en su anterior emplazamiento, al inicio del Paseo de Bucareli. La banda de maleantes va y viene por calles desoladas con las casonas donde realmente fueron cometidos los hurtos, como la del mismo Gabriel Mancera. En otra secuencia se reconoce el pórtico de la histórica Cárcel de Belén —donde estuvieron presos varios de los revolucionarios de 1910—, hasta concluir con la célebre, por verídica, escena del fusilamiento de los miembros de la banda que fueron hechos prisioneros.

El gallardo y la elegante en un palco del teatro Virginia Fábregas. Las abandonadas (1944), de Emilio Fernández (Filmoteca UNAM).

En el filme, un letrero del mismo realizador advertía al espectador, según relata Aurelio de los Reyes: “...hemos procurado desarrollar la acción de esta cinta en los mismos sitios que fueron teatro de las hazañas de la funesta banda”. Insistía en que era una calca de los hechos reales y éstos “una transcripción de la verdad”, incluida la escena del fusilamiento de los integrantes de la banda en diciembre de 1915. Sin embargo, el historiador encontró “alteraciones de consideración a los hechos reales, algunas voluntarias, otras consecuencias de la ignorancia”. Los acontecimientos no sucedieron en el orden en el que se cuentan debido probablemente a necesidades cinematográficas. “Las inquietudes nacionalistas del momento se manifiestan en el paisajismo y en el costumbrismo. El argumento nos revela que el paisaje, urbano y rural, ocupaba un primer lugar, era otro personaje: la búsqueda y persecución de los asaltantes por la policía a través de la ciudad y los robos no eran más que un pretexto para mostrar el paisaje de una ciudad hermosa y fea, buena y mala, defensora y cómplice de los asaltantes.”16

La violencia urbana aparecía ya en una de las primeras películas con trama de ficción, aunque se habló con insistencia de su esencia documental; los maleantes iban vestidos con uniforme militar de los carrancistas y para salvar el escollo de la censura se justificaba en el relato cinematográfico el uso de un imaginativo disfraz para ocultar su verdadera identidad y salvar la honra del ejército. Algo que, por cierto, se repetirá de forma reiterativa en el cine mexicano para evitar las críticas a la institución castrense, como se ejemplifica más adelante sólo con dos filmes: El prisionero trece (1933), de Fernando de Fuentes (aunque es un sueño el que salva el problema), y Las abandonadas (1944), de Emilio Indio Fernández, que vuelve al recurso del disfraz.

Pedro Armendáriz y Dolores Del Rio en lo que parece el mostrador del hotel Majestic. Las abandonadas (1944), de Emilio Fernández (Filmoteca UNAM).

Por lo demás, la ciudad de México estuvo vinculada al hecho cinematográfico cuando se sabe que en agosto de 1896 se estableció la primera sala de cine, el Cinematógrafo Lumière en la calle de Plateros número 9, con funciones encadenadas de las 18 a las 22 horas cada treinta minutos. Se exhibieron allí las vistas filmadas por Ferdinand Bon Bernard y Gabriel Veyre.17 Entre las más exitosas estaban las que exhibían al mismo presidente Porfirio Díaz y a su familia, y el traslado de la campana de Dolores del Museo de la Artillería al Palacio Nacional durante las fiestas de Independencia de ese mismo año.

Las salas de exhibición proliferaron, como lo expresa el hecho de que el responsable maderista de la ciudad de México, Alfredo Robles Domínguez, repartió en un solo día 25 mil entradas de cine para asistir a alguna de las 46 salas de espectáculos que proyectaban vistas en mayo de 1911 de la toma de Ciudad Juárez que justo acababa de ocurrir. La historia inmediata suscitó un enorme interés que igualmente estuvo asociado al éxito del cinematógrafo, algo que explica que “lo real”, como el paisaje, un personaje o un hecho histórico conocido, fuera necesario para provocar la atracción del espectador.

Al salir del cuartel de Tacubaya. El prisionero trece (1933), de Fernando de Fuentes (Filmoteca UNAM).

LA SANTA EVOCADORA

En la primera versión, aún muda, de Santa (Luis G. Peredo, 1918), cuando ella llega a la ciudad procedente del pueblo de Chimalistac aparecen vistas del Paseo de la Reforma tomadas desde lo alto de la Columna de la Independencia hacia el oriente y logra verse apenas en la distancia los monumentos a Cuauhtémoc y Cristóbal Colón. Luego la cámara gira hacia el Castillo de Chapultepec y descubre ya desde una perspectiva humana el automóvil negro que conduce a la protagonista, Elena Sánchez Valenzuela, que por arte del cinematógrafo deriva a la calle 5 de Mayo, donde debido al emplazamiento de la cámara se ven las torres de Catedral, para acabar en una calle de barriada. La corrida de toros de El Jarameño, interpretado por Ricardo Beltri (probablemente con las faenas de Gaona), se lleva a cabo en el coso de El Toreo de la Condesa, donde destaca la arcada de su gradería. Cuenta De los Reyes:

Santa fue filmada en los sitios descritos por Federico Gamboa en su novela, en el pueblo de San Ángel y alrededores, en la Plazuela de Chimalistac, en el Pedregal, en el río, en el cementerio. Tal vez la preocupación paisajista hizo a Luis G. Peredo, su director y adaptador, respetar los lugares y filmar la mayor parte de la película en exteriores; sorprendió la “hermosa perspectiva que ofrece la metrópoli, vista a sesenta y dos metros de altura”, tomada desde lo alto del Monumento a la Independencia.18

Santa llega a una calle del Centro. Santa (1918, versión muda), de Luis G. Peredo (Filmoteca UNAM).

El público todavía hubo de esperar más de diez años para, arrobado, escuchar la voz de Santa (1931), el 31 de marzo de 1931 en el cinema Palacio. Se trataba de la voz de la actriz Lupita Tovar, gracias al desarrollo de la técnica sonora de Joselito Rodríguez con diálogos basados en la novela homónima de Federico Gamboa y filmada por el director y también galán de cine Antonio Moreno.19 En el filme que inició oficialmente el cine sonoro mexicano las locaciones vuelven a ser las mismas de la novela, al fin y al cabo el objetivo buscado es que sean familiares al público, como algunos rincones de Chimalistac en los que el mismo Gamboa ubicó su relato. La novedad del paisaje cinematográfico es la colonia Hipódromo Condesa, apenas terminada en su trazo inicial,20 porque la adaptación resulta la más moderna al ubicar el director la historia precisamente en los años de su filmación y no en el porfiriato.

Lupita Tovar, como Santa, en escenarios de Chimalistac. Santa (1931, versión sonora), de Antonio Moreno (Filmoteca UNAM).

El realizador decidió ubicar su película en los años de su filmación, para seguir la moda y mostrar como recurso importante el uso del automóvil, aunque ya estaba presente en la adaptación muda; se trataba de darle todo su sentido moderno a una historia de finales del siglo XIX actualizada a los vertiginosos años veinte del siglo XX